12
Los almendros en flor

Nadie culpó de nada a Marina. Eran cosas que pasaban a menudo en aquella sala, y la muerte era más un alivio para la familia que un trastorno emocional. El cerebro de Pep fue a parar al banco del hospital, como lo hizo también el de la vecina de la cama contigua, la señora Montserrat, apenas unas semanas más tarde.

El mes de marzo empezó sin muchas prisas, a excepción de algún arbusto del parque que mostraba impaciente sus capullos, y de las mimosas que acariciaban los cristales de la Capilla con sus ramos perfumados. También el pabellón de crónicos cambiaba lentamente de colores a los ojos de Marina, aunque no había surgido ninguna flor entre las camas y los aparatos ortopédicos. Con el tiempo, los viejos se fueron convirtiendo en personas enfermas que, en algún sitio, tenían maridos, esposas e hijos que se acordaban de ellos. Las enfermeras y los auxiliares se fueron transformando en guerreros valerosos que luchaban generosamente en una batalla perdida de antemano. Frankenstein se convirtió asimismo en san Francisco, monje de Asís, santo entre los santos por su dedicación a los incurables. Y Marina no se sentía tan infeliz como debería.

El pabellón era un universo nuevo, una zona fronteriza entre la supervivencia y la muerte, la razón y la alienación, la dignidad y la degradación. Como toda área limítrofe, era propensa a transgresiones consentidas. Las enfermeras hacían de médicos, y los médicos de auxiliares. Todo era posible. Incluso los pacientes se comportaban a veces como personas razonables, mientras el personal sanitario, enloquecido, perdía los estribos. Pero todo dentro de un orden y una programación rigurosa. Lo cierto es que el personal de la sala respetaba escrupulosamente una estructura temporal, quizá porque era lo único que podía hacerse por aquella gente. A primera hora se procedía al lavado general, toma de temperatura y constantes vitales; luego la alimentación junto con la medicación, y se fregaba el suelo inmediatamente antes de la visita del médico, que solía ser a media mañana. Después, la movilización, las terapias de estimulación, y enseguida volvía a ser la hora de comer. Respetar estos procedimientos era una ley no escrita, e infringirlos, una temeridad.

Por eso aquella mañana Primi miraba, impaciente, el reloj, porque los desayunos se estaban retrasando. Cuando se disponía a reclamar a las cocinas por teléfono, se oyó el chirrido del carro del catering que subía por la rampa, y se puso de pie para colocarse el delantal.

—Tendrás que ayudarme con Beneta, que si no se lo das tú, no come.

Marina asintió. Había terminado ya buena parte de la revisión de las historias acumuladas, y sólo había que introducir las que se iban incorporando al estudio. Esto le dejaba muchas horas libres, que aprovechaba para ayudar a las enfermeras. No le suponía ninguna molestia bregar con los enfermos. Muy al contrario. Poco a poco la sala se fue convirtiendo en su hogar, sabía dónde estaban las cosas y lo que había que hacer. Incluso algunas veces alargaba la jornada y hacía de enlace con el turno de noche. Y Beneta era su paciente favorita. En cuanto llegaban las bandejas de las comidas, la enferma la seguía rodando con el andador dondequiera que fuese. Lo hacía automáticamente, sin planificación. Tal vez le recordaba a alguien o la asociaba con el acto nutricional. Lo cierto es que no paraba hasta que le ponía el babero para comer. Pero aquel día no quiso coger el artefacto y llevaba rato sentada, medio adormilada, en la silla de ruedas.

—¿Qué tal estamos hoy?

La anciana no respondió. Marina le colocó un protector de papel con los extremos metidos por dentro del cuello del jersey. Le mezcló la leche con el azúcar y puso dos galletas en remojo.

—Francesc ha pasado visita muy temprano —le comentó Primi unos metros más allá, empeñada en introducir una cucharada de papilla en la boca de la señora Dolors—. Había acabado la guardia y quería irse al pueblo.

Primi conocía a la familia de Francesc. Procedían de pueblos vecinos. Marina se había enterado por ella de la vida y milagros de su tutor. Sabía que era hijo del panadero y que había crecido entre cocas y campos de avellanos. Que era un buen estudiante y que, después de haber dudado durante toda la adolescencia entre seguir con el negocio del padre o hacerse músico, sorprendió a todo el mundo al anunciar que quería ser médico, y se fue a estudiar a Reus; No obstante, nunca había abandonado la música, y todavía tocaba el piano con un grupo de jazz en el que todos eran amigos.

Informaciones como ésta fluían diariamente por las dependencias del pabellón de crónicos. Como en todos los lugares cerrados, el intercambio de historias era algo necesario para suplir la influencia del mundo exterior y, en la sala de crónicos especialmente, para sustituir la nula comunicación con los pacientes. De hecho, todo el mundo sabía que Beneta, de la cama seis, no tenía a nadie que se hiciera cargo de ella, y que a su muerte su cuerpo sería entregado a la ciencia. En cambio, la señora Dolors era objeto de toda clase de atenciones por parte de sus herederos que, a cambio de recibir la mercería propiedad de la enferma, se turnaban para ir a verla y le pagarían un entierro digno. El hombre de Granollers, Julià, de la cama cuatro, tenía una esposa que le visitaba todos los días y le llevaba albóndigas. Tenía fe ciega en la curación de su marido, a pesar de los episodios de agitación espectacular en que el hombre se lo arrancaba todo, saltaba las barandillas y aparecía desnudo en medio del pasillo. También el personal disponía de historias propias. Flor tenía dos hijas adolescentes que ya habían cruzado el Atlántico, y se empeñaba en convalidar el título de enfermera para ascender en el escalafón profesional. En cambio, la familia de Hernando, esposa y tres hijos, permanecía todavía en Perú. A menudo llevaba fotografías para dar fe de su existencia, y se las enseñaba a todo el mundo, pacientes incluidos. Lo único que deseaba era estabilidad en el trabajo para poder traerlos a su lado. Primi, día sí y día también, bromeaba con su nombre, Primitiva. Le había tocado el gordo con aquella sala. A la enfermera le gustaba el ambiente hospitalario, pero era demasiado independiente para seguir toda la vida bajo la jerarquía sanitaria. El año anterior había empezado unos cursos a distancia para obtener el título de terapias alternativas y poder montar una consulta privada. Marina también debía tener su crónica, pero la ignoraba. A menudo se preguntaba qué versión debía circular, porque el personal de la sala se mostraba extremadamente cauteloso cuando hablaba con ella de su vida anterior en el Instituto. Todas aquellas historias tejían un universo diferente, delimitado por las cuatro paredes y la espléndida cúpula de mosaico, lejos de los intereses de los foráneos, de los sanitarios que caminaban por el parque, de los investigadores del Instituto, de la gente de la calle.

—¿Irá con Nelly al pueblo? —preguntó Marina, sorprendida de su propia indiscreción.

—Seguro que no —respondió, rotunda, Primi. Aunque luego añadió arrepentida—: Bueno, no lo creo.

La señora Dolors, que finalmente había permitido el paso de la carga de papilla, no vaciaba la boca, y un chorrito blanco iba creciendo por la comisura derecha.

—Ahora le toca con la americana esta —dijo la enfermera como de pasada, mientras recogía enérgicamente el goteo con la cuchara—, pero no creo que dure mucho.

Marina esperó en silencio las razones de aquella duda. Cuando Primi se aseguró de que ya no salía más papilla, se inclinó de lado y bajó la voz, como si las dos enfermas que desayunaban pudiesen escucharla.

—Francesc siempre ha salido con muchas chicas; pero cuando quieren presionarle, da media vuelta y sale por piernas.

—Debe de ser porque no se ha enamorado de verdad —le defendió Marina.

Beneta lloriqueaba cabizbaja.

—¿Qué te pasa, Beneta? —preguntó Marina. La mujer apretaba los labios y apartaba con la mano la taza de leche.

—Es porque es así, libre, del campo. No quiere compromisos.

En aquel momento la señora Dolors sufrió un acceso de tos, que dejó a Primi salpicada de arriba abajo. Tuvo que quitarse el delantal e ir a lavarse la cara. Cuando regresó, se estaba secando con la toalla.

—Y cuando la doctora vuelva a su país, yo estaré en la cola, esperando.

Marina se quedó parada con la taza en el aire. Nunca habría pensado que Primi fuese una admiradora de Francesc. Ni tampoco creía que Francesc pudiese considerar aquella posibilidad. La enfermera lo había dicho con una sonrisa traviesa, displicente, sin darle importancia. Pero se veía que quería posicionarse con unos derechos adquiridos. Marina quiso cambiar de tema:

—Es una lástima que un médico tan bueno, porque Francesc es muy bueno —subrayó—, renuncie a promocionarse.

—A él no le vayas con investigaciones complicadas ni nada parecido. Sólo quiere ser médico.

Marina captó enseguida el cambio de nomenclatura. Llamando a las cosas por su nombre, su «él» siempre sería el íntimo, el particular, muy distinto a su Francesc, o al doctor Ribalta del resto del mundo.

—Él es así —concluyó Primi plácidamente, mientras cambiaba el babero de la señora Dolors, que había quedado inservible.

Beneta continuaba huraña. No quería comer. Marina decidió olvidarse de Primi y de Francesc y concentrarse en el desayuno.

—No sé qué le pasa a esta mujer —comentó preocupada—, hace días que está muy callada.

—Déjala, lo intentaremos dentro de un rato.

Apartó la bandeja con la leche y se dirigió hacia la salita de enfermería para consultar la historia de Beneta. Revolvió las carpetas, cama seis, Beneta Soler. La suya era una historia típica. Diagnóstico inicial por deterioro cognitivo, afectación de las actividades de la vida diaria, alteraciones de la conducta... Tratamiento y seguimiento ambulatorio durante un año y, finalmente, teniendo en cuenta la falta de autonomía y la ausencia de familiares, se aconsejaba su ingreso en el pabellón de crónicos. La progresión de la enfermedad era lenta, y las escalas de evaluación se mantenían bastante estables. A pesar de esto, los exámenes neurológicos recientes mostraban síntomas asociados a la depresión.

—Miraba la historia de Beneta —se excusó delante de Primi, que había entrado en la salita mientras cerraba el archivador—. Parece estacionada.

—No lo creas. De repente se aceleran, y la cosa va muy rápida —la decepcionó la enfermera mientras se lavaba las manos.

—¿Cómo de rápida?

—Del andador pasan a la silla y de la silla a la cama. Cuando se encaman, se funden en un santiamén. Es muy mayor.

Beneta seguía lloriqueando. A Marina se le encogió el corazón. Como si aquello pudiese frenar el curso de la enfermedad, se puso a chafar un plátano con energía. Plátano con azúcar: era su plato favorito. Cuando la mujer vio que Marina volvía a sentarse delante de ella, se dignó abrir la boca:

—Todo el mundo me oculta cosas.

La becaria aprovechó la ocasión y, levantándole el mentón con una mano, le metió una cucharada de pasta amarilla entre las encías desnudas. Se lo tragó en un bocado.

—Nadie me ha explicado lo de los papás. —La voz le salía ahogada de papilla.

—¿Tus padres?

—Los papás han muerto, y yo no lo sabía.

Marina se quedó perpleja. Sin hacer ningún comentario, le encajó una segunda cucharada en la boca.

—Me lo ha dicho aquélla. —Un dedo acusador salió de debajo del protector.

Flor, que limpiaba las mesas ceremoniosamente, arqueó las cejas. Beneta le había preguntado por sus padres, y ella quiso tranquilizarla diciéndole que estaban en el cielo.

—Vamos, Beneta, no llores, que ya hemos terminado. —Le limpió los labios y le quitó el babero.

—Me gusta mucho la blusa que llevas, niña —la alabó, sonriendo con la boca llena. Viendo que se levantaba para llevar la bandeja al office, se despidió de ella—: Encantada de conocerla.

* * *

El día que se quedaba a comer en el hospital, solía ir tarde, cuando las colas del autoservicio habían desaparecido. Últimamente lo hacía a menudo. Cada vez sentía menos necesidad de desconectar, y le daba pereza ir a casa por tan poco tiempo.

La vio apenas entró en el comedor, sentada en el centro geométrico de la sala, un lugar que parecía reservado para ella: Nelly. Con una pierna sobre la otra, leía un artículo enarbolando el tenedor, como si llenar el estómago no fuese la función prioritaria de su presencia en el comedor. Mientras Marina elegía los platos, casi sin mirar, observaba entre los estantes la presencia imponente de la neuróloga. Desprendía un encanto que era difícil de descifrar. La cara era redonda, infantil, pero el cabello corto le daba un aire de superioridad, como si fuese mayor de lo que realmente era. Tal vez se debiera a la contundencia con que pasaba las páginas, o a la manera de coger el vaso sin desviar los ojos de la separata. Era evidente que siempre sabía lo que había que hacer y cómo había que hacerlo.

—¡Hola! —la saludó con la bandeja en las manos.

Nelly levantó la vista y, sonriente, puso la mano sobre el respaldo de la silla de al lado y la invitó a sentarse. No era la clase de persona que a la mínima ocasión besaba o cogía a la gente por los hombros, pero dobló la separata y parecía contenta de verla.

—¡Qué sorpresa! Sabía que estabas en el hospital, pero debes esconderte en algún lugar secreto.

—Tenemos mucho trabajo en la sala. Ya debes saberlo por Francesc.

Nelly ni asintió ni se aferró al tema de Francesc, pero en cambio demostró interés por el proyecto en el que trabajaba e hizo que le explicara cuatro cosas sobre la revisión de historias. Después fue ella la que justificó su estancia como la experiencia europea —así la llamaba ella— necesaria para cualquier especialista americano. El sistema sanitario era completamente diferente. Además, el servicio de neurología del hospital era excelente. Había tenido la oportunidad de ver pacientes con enfermedades raras y diagnósticos complejos. La voz de terciopelo elegía con precisión el lenguaje clínico que Marina no dominaba. Pero sin entusiasmo, como si le estuviese explicando la película del canal tres de la noche anterior. Las manos la acompañaban con elegancia. Advirtió que era zurda. Gesticulaba con la mano derecha y revolvía la ensalada con la izquierda. Le pareció más distante que durante el viaje a Madrid. En ningún momento dejó escapar de su interior ni una molécula, ni un pensamiento, ni una reflexión. Tal vez lo reservaba todo para Francesc. Ambos debían compartir música, piano y todas las neuronas del cerebro. Ella, en el fondo, era una extraña.

—Precisamente presentaremos la revisión la semana próxima en el Congreso Europeo de Neurología —le dijo un momento antes de llevarse el tenedor a la boca.

Marina, que había estado curioseando el programa del congreso por internet, había visto la ponencia en una mesa redonda, que coordinaba GM, sobre «El síndrome de Rett, un desconocido en el siglo XX». No pudo evitar comentarle:

—La modera Guillem, ¿no?

Nelly dejó de masticar y asintió.

—Sois muy amigos, ¿verdad?

La americana no dijo nada, pero realizó signos como si se apresurara a vaciar la boca para contestarle. Tal vez necesitaba unos minutos para digerir la respuesta, porque hizo como si estuviera masticando mucho rato. Cuando Marina ya desistía de su curiosidad meramente morbosa, Nelly habló pausadamente.

—Nos conocemos desde que hacía tercero de medicina en Los Ángeles. Eran un grupo de españoles en su exilio particular, y yo me sentí muy cerca de ellos.

—Te debe hacer ilusión reencontrarle aquí.

—Está muy capacitado. Cambiará el Instituto de arriba abajo —eludió ella.

La neuróloga, entre bocado y bocado, hacía comentarios sobre el día a día de Guillem, como si la becaria estuviese al corriente, como si todo fuera normal. Que ahora, con las oposiciones, podrían renovar la plantilla de los investigadores, que estaba muy contento del par de artículos sobre la transcripción de proteínas, que eran los primeros que se publicaban en el país, y que Nadia empezaba a trabajar con transgénicos. Marina se mordía los labios y sonreía. Hacía ver que estaba al corriente y por dentro se le revolvían las tripas. Su mundo sin ella. Nadie la informaba de lo que pasaba en el Instituto. En realidad, cuando encontraba a alguien del Instituto por el hospital, ellos se limitaban a saludarla de lejos, no fuera a contagiarles su enfermedad.

Nelly tenía prisa y se disculpó porque tenía que irse. Quiso tomar nota de su móvil.

—Te llamaré para tomar un café.

* * *

El lunes siguiente, Marina se quedó en la sala hasta que oscureció. Quería consultar con Francesc la actitud depresiva de Beneta. El médico había pasado visita muy temprano aquella mañana, y no llegó a verle. Se sintió contrariada cuando Primi le comentó que no volvería hasta la noche, que tenía una reunión fuera de la ciudad. Decidió quedarse hasta que regresara. Mientras tanto, podía echar una mano en la sala porque el auxiliar, Hernando, no había ido a trabajar ya que había pedido el día libre por asuntos propios por la operación de su hermano.

El día le pasó volando y, cuando finalmente se sentó en la salita, la mirada se quedó suspendida en las ramas de almendro que Francesc había traído del pueblo aquella mañana. Primi las había puesto en agua, en la copa de medir la orina. El cansancio hizo que se quedara absorta contemplando las flores blancas, y no advirtiera la presencia de Francesc.

—Hoy me ayudarás a explorar al del diecisiete.

Marina se animó súbitamente, porque hacer de médico siempre constituía un aliciente. Subieron, ella casi dando saltos, al piso de arriba, donde estaban las habitaciones de las decenas. Mientras Francesc ponía la cama en posición horizontal con la manivela, Marina bajó las barandillas, destapó al señor Graus y le desabrochó el cinturón de seguridad. El hombre abrió los ojos sorprendido e intentó alisarse la camisola blanca. Francesc empezó el interrogatorio con un «cómo se encuentra», «cómo se llama» y «qué día es hoy», y el hombre les siguió con la mirada intentando articular alguna palabra. Entre los dos le levantaron cogiéndole por las axilas, porque había resbalado hasta la mitad de la cama. El colchón rebotó con el peso del cuerpo.

—¿Ves?, el colchón de aire sí es un gran descubrimiento. Es la única manera de que no se ulceren.

Marina asintió con una sonrisa tímida, porque sabía que lo del descubrimiento lo decía por ella. Le levantaron la camisa hasta el cuello.

Durante las prácticas hospitalarias de la carrera, a Marina siempre le había impresionado la falta de intimidad de los hospitales. Los sanitarios entraban en las habitaciones, desnudaban a los enfermos en cuerpo y alma, y los manipulaban a su antojo. No pensaban en la vergüenza de la desnudez allí donde todo el mundo va bien tapado. Las enfermeras bregaban con los cuerpos desnudos de los hombres, los lavaban, los sondaban, se abrazaban a ellos cuando tenían que moverlos. Y lo mismo ocurría con los enfermeros y las mujeres. Para aquellas personas tenía que representar un oprobio mostrar el cuerpo deforme, y no hablemos de ver manejar en público las propias secreciones corporales. Pero no se defendían, ni siquiera rechistaban. Asumían la pérdida de pudor como un requisito necesario para curarse, y a través de aquel pacto silenciado y unilateral, se introducían en una dinámica a la que todo el mundo acababa finalmente por acostumbrarse.

Ahora, mientras Marina se abrazaba al cuerpo desnudo del señor Graus y lo ponía de lado, Francesc se colocaba el fonendoscopio en los oídos. El médico movía el disco plateado por la espalda encorvada del enfermo, a uno y otro lado del rosario de vértebras.

Marina, inconscientemente, aprovechó que Francesc cerraba los ojos, concentrado en la auscultación, para observarle a fondo.

Tenía su cabeza muy cerca. El cabello limpio le caía ondulado sobre la frente formando un flequillo casi infantil. Un poco más allá, más corto, le enmarcaba las orejas rojas, bien vascularizadas, y por la nuca le subían unos mechones como un remolino sobre el cuello de la bata. Se acercó un poco más para captar el aroma del champú.

—Tendría que sacar las flemas, de lo contrario cogerá una pulmonía —advirtió el médico mientras le pasaba el fonendo a Marina.

La becaria comprobó con emoción la crepitación de las secreciones dentro de los pulmones, tal como describían los manuales de propedéutica. Le estiraron de nuevo. El médico se inclinó entonces sobre el pecho y fijó el disco entre la cuarta y la quinta costilla. Miró fijamente el fonendo, como si quisiera ver el corazón latiendo bajo el esternón. Marina nunca se había fijado en que Francesc tuviera las manos tan grandes.

—De momento aguanta —anunció quitándose los auriculares de los oídos.

Le pasó el dorso de la mano por la cara reseca.

—Señor Graus, está muy bien. —Y le golpeó suavemente la mejilla como quien riñe a un niño pequeño—. Pero tiene que toser.

Tras ponerle de nuevo la camisola en su sitio, retiraron el cubrecama hasta los pies, y el médico le pidió a Marina que doblara las piernas del enfermo. Ella lo intentó con dificultad, porque eran como estacas que no querían moverse.

—¿Notas resistencia? —preguntó Francesc, que la contemplaba desde el otro lado de la cama. Dio la vuelta para ayudarla. Entre los dos, suavemente, hicieron un par de flexiones en cada pierna—. La rigidez es parecida al Parkinson.

Oía el crujido de la bata del médico, limpia y planchada. La suya precisamente se había manchado con un escupitajo de plátano de Beneta.

—Ahora te enseñaré un reflejo de liberación frontal.

Y cogió la mano nervuda y llena de morados del hombre y expuso la palma abierta.

—¿Ves la eminencia tenar? —Y señaló la protuberancia situada en la base del pulgar.

Cogió la mano de Marina y ella, sin saber por qué, tensó los músculos de la mandíbula y se puso a la defensiva.

—La estimulación lineal en esta parte —le murmuró al oído— te dará una contracción de los músculos faciales del mentón. —Y dirigió la mano de la becaria sobre la palma amarillenta. Hizo que pellizcara la piel—. ¿Lo ves?

No, no había visto nada. Tan sólo notaba la mano tibia de él sobre sus dedos y un montón de reflejos propios.

—Hazlo de nuevo tú sola.

En esta ocasión intentó olvidar la proximidad del médico y se concentró en el señor Graus que, con los ojos cerrados y la boca abierta, estaba detrás de las movilizaciones y de las piernas. Se fijó en el mentón sin afeitar, porque con la ausencia de Hernando todos se habían quedado con barba.

—Ahora sí. —Había detectado un ligero temblor.

—Es el reflejo palmomentoniano —anunció él, que también se había inclinado sobre el mentón objeto de estudio.

Cubrió el cuerpo del anciano con el cubrecama.

—¿Nunca has pensado en ser neuróloga?

Marina se encogió de hombros.

—¿No te gusta la clínica?

Marina reconoció que cada vez le interesaba más, y acordaron que a partir del día siguiente asistiría a las sesiones del servicio.

Cuando bajaron a la salita, las chicas estaban dando las cenas, de modo que Francesc se sentó y Marina le puso delante la historia de Beneta para hacerle la consulta. Mientras él le comentaba que la enferma seguía el curso normal del Alzheimer, Marina, nerviosa, estrujaba con los dedos una flor de almendro.

—¿Pero tiene futuro?

—¿Futuro? —preguntó el médico, extrañado de la palabra.

—Quiero decir pronóstico —corrigió ella—. ¿Qué pronóstico tiene?

El pronóstico era malo e incierto. Malo por el final inevitable, e incierto porque no se podía predecir el momento del desenlace.

—La muerte es un hecho natural. Pero no nos han educado para saber morir, ni siquiera para envejecer. Y, en cambio, estamos rodeados de una naturaleza en la que todo sigue un ciclo, con un principio y un final.

Cogió la mano de Marina y le quitó la flor que había arrancado de la rama.

—Como esta flor. Nace una primavera, se convierte en una almendra joven que después, en verano, madura y finalmente cae al suelo y se marchita. —Dejó la flor sobre la historia de Beneta.

Marina, distraídamente, volvió a cogerla entre los dedos. Francesc remachó:

—Ninguno de nosotros tiene futuro. —Lo dijo con una convicción absoluta.

Ella le argumentó que se refería a un futuro a corto plazo, el que delimita el tiempo de la vida.

—Ni aun así podemos confiar en él con seguridad —insistió el médico.

Marina se dio cuenta de que le estaba justificando su modelo de vida.

—¿Crees que es posible vivir sin pensar en el mañana? —le preguntó curiosa.

Francesc era partidario de gozar del presente, cada segundo, cada momento, sin esperar nada más.

—Sólo el que vive el día a día es una persona tranquila. Mirar a lo lejos y hacer planes llena la cabeza de angustias.

—También de ilusiones —apuntó ella.

—Las ilusiones surgen de los imprevistos, no de lo que está calculado y medido.

No avanzaron mucho. Ella planteaba una idea, y él la desmontaba con habilidad. Marina dudó de que llegara a abandonar algún día el mundo en que se había instalado, donde cambiaba de trabajo y de mujer cuando convenía, empapado de música, de amigos y de campos de almendros.

Cuando Marina se quedó sola, guardó la historia de Beneta y volvió a sentarse allí donde sólo quedaba la flor mustia. Francesc era una buena persona. Más de una vez le había observado furtivamente desde la salita. Seguía sus evoluciones entre los enfermos. Nunca se mostraba indiferente con ellos. Se concentraba en cada paciente y se repartía equitativamente entre las dieciocho camas de la sala. En ningún momento daba la sensación de estar trabajando, de que tenía que cumplir un horario. Su presencia ya no la irritaba como antes, pero a veces la trastocaba. Especialmente cuando la ponía delante de un enfermo para que hiciera de médico; entonces se sentía insegura, observada, estudiada. Además, había una barrera añadida que impedía la plena confianza mutua. Marina lo atribuía a la relación del médico con Guillem. El neurólogo hacía de tutor y de interlocutor con GM en relación con la revisión de historias. Pero no se trataba tan sólo de una relación profesional. Existía un puente llamado Nelly, que se empeñaba en establecer lazos sociales con el director del Instituto. Marina sabía por Primi que Francesc y Nelly habían salido a cenar con los Miras, y que incluso el matrimonio había sido invitado a escuchar la banda de jazz de Francesc. Y esto le producía pesar.

Encendió el ordenador y pulsó el icono de internet. Francesc le había instalado una roseta de conexión y desde hacía unos días podía navegar y recibir correos. Miró el último número de Annual Review of Pharmacology. Hacía tiempo que no aparecía un artículo que valiera la pena sobre algún fármaco contra el Alzheimer. La verdad es que todavía pensaba que, si la preparación del RP-801 hubiese sido correcta, los resultados habrían sido mejores. Toni le confesó que se había equivocado de reactivo, pero ¿cuántos días hacía que se equivocaba?

Se quedó mirando al vacío, hacia la nada, en aquel estrato en que sólo ve la mente. Tenía que intentarlo de nuevo. No se quedaría tranquila hasta que comprobara si el RP-801, preparado correctamente, funcionaba. Tal vez podría hacer un experimento a escondidas, aunque no fuese técnicamente perfecto. Tenía que hablar con Orellana.