Cuando Marina caminaba por la senda empedrada que separaba el Instituto del hospital, entre los arbustos y los parterres, creía estar en una isla boscosa en medio del asfalto de la ciudad, perfumada por el intenso aroma de los eucaliptus. Habían pasado unos meses desde que empezó a trabajar con Guillem, y disponía de pocos momentos para escaparse al banco de piedra del jardín. Y aquel día de noviembre se respiraba un fantástico veranillo de San Martín, el Indian Summer, como lo llamaban los recién llegados americanos, que invitaba a saborear el baile de sombras que dibujaba el sol sobre el parque.
Cuando se aproximaba al hospital, topó con la bifurcación del sendero que conducía al pabellón de los enfermos crónicos. Unos metros más allá, rodeada de abetos, distinguía la cúpula con escamas de mosaico brillante tan desconchada y oxidada como lo estaban sus inquilinos, los enfermos de Alzheimer. El pensamiento de aquellas sombras pululando por los limbos de la desesperanza la inquietaba tanto que, sin poderlo evitar, apresuró la marcha. En eso le reconocía un mérito a Frankenstein: que se ocupara de aquella gente.
A lo largo de los últimos meses le había visto un par de veces. Siempre recordaban, medio en broma, que tenían pendiente un debate sobre el club de alpinismo, pero el médico no parecía tener demasiado interés en seguir la conversación. Marina, por el contrario, se había preguntado muchas veces, desde aquel día, por qué investigaba. ¿Realmente deseaba ayudar a los enfermos de Alzheimer? Si ni siquiera tenía valor para mirar el edificio de cerca.
Sumida en estos pensamientos Marina entró en el hospital y se dirigió al banco de cerebros, donde precisamente la estaba esperando el doctor Frankenstein para entregarle una muestra para analizar. Pero antes de entrar abrió la bolsita hermética del pañuelito perfumado de orquídeas salvajes. Lo mantuvo disimuladamente en la palma de la mano. A ver si el amuleto la protegía del mareo, porque la vez anterior poco le faltó. Y no quería hacer el ridículo delante de Ribalta.
La enfermera la introdujo en el laboratorio, al tiempo que se excusaba del retraso por culpa de lo que parecía ser una extracción de última hora.
Al principio no vio nada, tan sólo al neurólogo con bata de quirófano, trabajando de espaldas, en una campana de seguridad.
—Pasa, pasa. Llegas a tiempo —le dijo sin levantar siquiera la cabeza.
El olor a vísceras húmedas le golpeó en la nariz. Se apoyó contra la pared de la sala y, disimuladamente, se acercó el talismán perfumado a la nariz. En efecto, iluminada en medio del escenario de la campana, la masa rosada de un cerebro humano descansaba sobre las manos enguantadas del neurólogo. Por la profundidad de las circunvoluciones, que se internaban en la negrura, se trataba del encéfalo atrófico de un enfermo de Alzheimer. Con un bisturí de hoja ancha, Frankenstein Ribalta lo estaba abriendo por la mitad, como quien parte una sandía. Era una pasta grisácea que temblaba bajo la presión de la hoja. A medida que la cuchilla avanzaba, iban apareciendo las entrañas oscuras con protuberancias y ventrículos misteriosos. Cuando acabó la disección, sumergió una parte del cerebro en un líquido que, por el escozor que producía en los ojos, debía de ser formol. La otra mitad la depositó con cuidado en una bandeja.
—Esta mitad la reservaremos para el estudio —le explicó, mientras se retiraba para enseñarle la pieza impecablemente seccionada. Pero ella no le oyó. Había clavado la mirada en aquel bloque húmedo, con colgajos deshilachados, y la cabeza le daba vueltas. Oyó entrar a alguien, el hormigueo del formol... y nada más.
Regresó del pozo de la inconsciencia, envuelta en un aroma intenso de orquídeas salvajes, sintiendo el cuerpo ligero como un espíritu y la cabeza pesada como una piedra. Adivinó el techo despintado del hospital y las molduras floreadas que lo rodeaban. Y después las piernas y los pies, estirados por delante del cuerpo, que ocupaban tres asientos de plástico del pasillo del hospital. Alguien le había puesto el pañuelito perfumado sobre la frente y unas tallas de quirófano debajo de la cabeza. Ribalta estaba sentado a su lado y la miraba del revés. Aun así, percibía su expresión burlona.
—¿Te encuentras mejor, doctora?
Ella se incorporó quitándose el talismán perfumado e inútil de la frente.
—Lo siento, no me había ocurrido nunca —mintió.
—Pues es bastante frecuente. Y las orquídeas salvajes no sirven de gran ayuda.
Marina consideró que su comentario demostraba una falta de sensibilidad absoluta.
—Es cuestión de irse acostumbrando —añadió él ayudándola a ponerse en pie—. ¿Te ves con fuerzas para regresar al Instituto?
—Sí, ahora estoy mucho mejor.
Ribalta le había preparado las muestras dentro de un bidón de nitrógeno líquido y le entregó la hoja con los datos clínicos. La siguió hasta la salida del edificio.
—Te acompaño un trecho.
Cuando se encaminaban por la senda de las adelfas, él sacó el tema de la escalada en la investigación.
—¿No te das cuenta de que con tal de publicar un artículo de primera categoría seríais capaces de saltar al vacío?
Entonces cambió la expresión y, serio ya, le argumentó que había que investigar para avanzar en el conocimiento, no para publicar y hacer curriculum. Marina le echó en cara que era muy fácil decir esto desde una cómoda plaza de adjunto. Los becarios tenían que hacer méritos para conseguir un puesto de trabajo fijo. Francesc insistió en que él también tenía que pasar por el tamiz de la evaluación de los gestores hospitalarios, y que era una cuestión de modelo de vida. Por esta razón prefería ocupar un puesto de trabajo modesto, como el pabellón de crónicos, sin demasiadas exigencias a la hora de competir para una promoción interna.
—Hay muchas otras cosas que me gusta hacer —continuaba—. No quiero ser siempre un médico científico ignorante.
Marina se escandalizó. Las palabras «científico» e «ignorante» eran para ella antónimos. Pero dejó que Francesc se explicara. Él era una persona con diversas aficiones culturales, como la música y la literatura, y no pensaba renunciar a estos conocimientos a cambio de ser un superespecialista de los pasos energéticos en la mitocondria de la neurona del estriado. Marina le respondió que en investigación no había alternativas, y que el modelo era único y universal. Tenías que saber muchísimas cosas de un tema muy concreto.
Marina consideraba a Ribalta un médico inteligente. De no ser así, jamás habría sacado una plaza en el Hospital General, y menos aún en el Hospital Central. Pero tenía un aspecto demasiado bohemio, con el cabello largo y la mochila desordenada, y odiaba los intereses convencionales, como los proyectos de investigación o las publicaciones. Era un teórico. Con el tiempo acabaría estancado y fuera de juego. Su padre le hubiera desaprobado con toda seguridad.
Se cruzaron con un par de médicos que le saludaron. Lo cierto es que Ribalta, bohemio y con escaso curriculum, tenía un puesto de trabajo respetable con un buen sueldo. Era la ventaja de los clínicos. Tenían una formación dura y una residencia larga, pero después disfrutaban de una supervivencia segura dentro del sistema. Ella, en cambio, medio mareada, con la cabeza ofuscada y el estómago revuelto, acarreaba cuatro trozos de cerebro en el bidón para trabajar doce horas al día y poder aumentar media página su expediente investigador.
La conversación finalizó en cuanto sonó el busca de Francesc, que le anunciaba que debía regresar al pabellón de crónicos. Al despedirse, le insistió, misterioso.
—Siempre hay caminos insospechados.
Marina se quedó con la mirada fija en las piedras descantilladas del suelo. Últimamente, todo el mundo le hablaba de caminos. Miquel le aseguraba que encontraría el camino para continuar su investigación. GM le prometía un camino glorioso en transcriptómica. Y ahora Frankenstein le advertía que había caminos diferentes que no exigían estresarse para hacer curriculum. Ella sólo veía laberintos. ¿De qué sería capaz por un artículo en el Nature o en el Science? ¿Se arrojaría al vacío, como decía Frankenstein?
* * *
Al llegar al laboratorio, echó una mirada al nuevo rótulo de la puerta: TRANSCRIPTOMICS LAB. En cualquier caso sonaba bien, no podía quejarse.
No se veía ni rastro de Toni ni de Yumbo. Guardó las muestras en el congelador y se instaló en el pequeño despacho para introducir los datos en el ordenador. Una mirada a la fotografía curvada de su padre en la pared la reafirmó en la convicción de que él estaría muy orgulloso de su nuevo equipo de primera división.
El ruido de la puerta del laboratorio la apartó de sus pensamientos. Era GM, que entró decidido y se sentó en el taburete que utilizaba para alcanzar las estanterías más altas. A Marina no le desagradaban estas irrupciones por sorpresa. No tenía claro si lo hacía para controlarla o porque el trabajo le apasionaba. Cada semana él le preguntaba qué necesitaba, y le compraba todo lo que pedía, todo lo que le permitiera trabajar con comodidad. Ahora tenía un ordenador portátil de última generación, veloz como un galgo y con tanta capacidad como el caballo de Troya. Su viejo portátil, al que tenía afecto a pesar de ser un modelo del cretácico, había ido a morir al cementerio de elefantes, a su piso. También podía presumir de una impresora en color y de un escáner para ella sola, un lujo al alcance de muy pocos. Guillem estaba en todo. Una persona tan importante y con miles de obligaciones descendía a la mina del sótano, un día sí y otro también, para hacer el seguimiento de su aprendizaje.
—Hoy he ido a buscar otra muestra —le explicó Marina, y callaba avergonzada del desmayo cobarde.
—Habrá que correr un poco. Convendría tener resultados preliminares para el congreso de Madrid.
Ella asintió con la cabeza. Por supuesto que estaría listo para el congreso. Haría todo lo que hiciera falta por aquel hombre que la había rescatado del barrizal de las ratas y del dudoso RP-801. Así, sentado en el taburete, tan bajito, no parecía ser el gran investigador de renombre internacional. Aparentaba incluso ser más joven. De pronto prestó atención. Le estaba diciendo que estaba impresionado con su trabajo, y que, de seguir así, en un año tendría un curriculum comparable a los norteamericanos. Pronto firmaría unos cuantos artículos en las mejores revistas del mundo, y como primer firmante, que bien que se lo merecía. Que no había gente como ella. Marina olvidó inmediatamente el mareo del hospital. Aquellas palabras sonaban dulces como un remedio de hierbas medicinales, eran de las que te hacen subir al cielo, entre pétalos de rosas, nubes y rayos de sol. Ahora le hablaba de la plaza que había dejado vacante Miquel. «Y con este curriculum te presentarás al concurso, ¿y quién crees que podrá competir contigo? Nadie, puedes estar completamente segura.» Una plaza estable... el sueño absoluto de cualquier persona de las dos plantas subterráneas del Instituto.
De repente, una vocecita de alarma se le encendió en el corazón: había visto unos ojos de carnero. ¿O había tenido esa sensación? Sabía por experiencia que los ojos inexpresivos y enrojecidos eran el primer signo de un hombre enamorado.
El director seguía hablando. Que no era fácil encontrar personas tan preparadas como ella, y además trabajadora, inteligente... Y ella veía, de reojo, cómo la mano del investigador de fama internacional iba reptando sobre la mesa, en dirección a la suya. Era un movimiento lento e imperceptible, como el de una fiera que está cercando a su presa. El contacto tibio la espantó. Pero no retiró la mano. El otro se apoderó de ella con avaricia. La cubrió, la estrechó.
—Cuento contigo. Ahora eres muy importante en el Instituto.
Marina le dirigió una sonrisa que se disolvía con la duda de la mirada. No pasaba nada. Era un gesto de confianza. Los americanos ya decían que eran así. ¿O era al revés?
Guillem no retiraba la mano. Ahora movía los dedos entre los de ella. Frotaba las yemas sobre sus falanges. No era un gesto normal. En cualquier momento podían entrar Toni o Yumbo. Marina mantenía el rictus paralizado en los labios, pero supo apartar la mano con un hábil gesto de sorpresa.
—¡El bidón! —exclamó fingiendo un olvido imperdonable—. Tenía que devolverlo al hospital.
Miras aterrizó desde algún pensamiento lejano porque parpadeó y luego miró el reloj. ¡Cómo pasaba el tiempo! Él también tenía una reunión con el gerente. De pronto se fijó en la fotografía clavada en el corcho. Reconoció al que había sido su profesor, el doctor Fontcuberta, un gran maestro. Marina le respondió que también había sido un gran padre.
—¿Cómo? ¿Tu padre? ¿Tú eres la hija de Fontcuberta? ¿El del libro de Medicina interna?
Ella asintió.
—¡Por supuesto! —exclamó—. Marina Fontcuberta, no había caído en ello.
—Supongo que por eso estoy aquí. Siempre he querido ser como él.
Mientras Marina, aún confusa, salía del laboratorio para recoger el recipiente, oyó cómo Miras exclamaba riendo a sus espaldas:
—¡Me alegro de que seas la hija de Fontcuberta!
* * *
El camino del bosque se convirtió en la senda de los suspiros. Marina prácticamente llevaba a rastras el termo, y no veía ni los bojes ni las savinas, ni percibía el intenso aroma de los eucaliptus calentados por el sol. Le resultaba difícil interpretar la escena del despacho. Ni siquiera era capaz de saber si había sido agradable.
Admiraba a Guillem, se entendían bien. En realidad, a ella le encantaba que la halagase. Pero de ahí a la posibilidad de que pudiera gustarle en serio algún día... Era mayorcito y estaba casado. Bueno, ya se sabía que estar casado no quería decir gran cosa. Pero parecía feliz el día del rectorado al lado de su mujer.
No pudo evitar que unas náuseas crecientes y un revuelto de papilla de cerebro le subiesen por el estómago. Se llevó la mano a los labios, mientras buscaba con la mirada su banco de piedra para descansar un rato. No le sorprendió oír los pasos sobre la hojarasca. En cuanto se sentaba en aquel banco, como por arte de encantamiento, aparecía Andreu con una revista y un montón de dudas de inglés. Cerró los ojos. En aquel momento no estaba para dar clases a nadie.
—¡Eh! —La saludó agitando una copia del artículo con la mano.
No podía responder, con la náusea todavía en la garganta. Se limitó a negar con la cabeza. Andreu decidió sentarse a su lado.
—¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien?
Marina dudó unos segundos.
—Lo del banco de cerebros es duro.
Andreu hizo un gesto comparable a una media sonrisa.
—Chica, es tu precio, ¿no?
Sin saber por qué, la frase fue como una punzada en el corazón y saltó.
—¿El precio de qué?
—Del éxito, amiga mía, de los laureles de GM. —Tuvo la impresión de que estaba dolido, pero siguió en tono conciliador—. No es más que un pequeño inconveniente. Ya te acostumbrarás.
Sí, tenía razón, a los cerebros calientes podría acostumbrarse. Frankenstein ya le había ordenado que lo hiciera. En cuanto a lo otro... Andreu le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra sí. Qué diferencia en el contacto, pensó Marina. Éste era el cuerpo de un compañero, que se preocupaba por ella, para animarla. En aquel momento estuvo tentada de explicarle la historia de la mano reptante, pero no se atrevió. Aunque fuera un compañero y hasta cierto punto un amigo, era arriesgado.
—Vamos, no pasa nada —dijo Andreu al tiempo que se arrepentía de su temeridad y deshacía, inquieto, el abrazo.
Siempre tan vergonzoso, pensó Marina. Serio y circunspecto por naturaleza, eternamente aplicado a los tubos y a la pipeta, mirando de reojo a su alrededor, a través de los cristales del laboratorio. Pero la becaria había descubierto que poseía un humor muy fino, que destilaba ironía sin mover un músculo de la cara. Jamás le había pillado una carcajada auténtica. A lo sumo una sonrisa discreta, una débil contractura unilateral de la mejilla.
—Te regalo un tíquet para el comedor de los séniors. —Andreu le enseñó una papeleta doblada por la mitad—. No hay nada que no se cure con una buena comida.
Marina no podía aceptarlo.
—Me lo ha dado mi jefe, no me lo puedes rechazar.
—Es para ti.
Él lo introdujo, decidido, en su bolsillo de la bata.
—«Todo lo que no se da se pierde.»
El antiguo proverbio indio le servía para ceder, cosa frecuente en el laboratorio, en condiciones dignas. Lo «daba» todo, cuando el tampón se terminaba y el suyo era reciente del día antes, o cuando alguien perdía la espátula y la suya, completamente nueva, salía del bolsillo sin que se le pidiese. O incluso para pagar el café de la Cuadra, el día en que casualmente nadie llevaba monedas.
—Bien, pues gracias por el regalo. —Y se levantó recuperada—. Realmente, me encuentro mucho mejor.
—¿Mejor? —exclamó bromeando—. O sea que ha sido una excusa para descansar mientras los demás trabajamos como esclavos en las plantaciones americanas —afirmó sin derramar ni una gota de alegría.
Marina le quitó la separata que llevaba en la mano y le golpeó con ella la cabeza.
—Esto es lo que tienes que hacer. Currar un poco. ¡A ver si espabilas con el inglés!
Ambos acabaron saltando entre las baldosas de vuelta al hospital, como si fuesen dos chavales. Y se pasaban el bidón el uno al otro como si se tratara de una prenda. Cuando Marina levantó la cabeza, le pareció que alguien miraba desde el balcón del despacho de GM. Fueron tan sólo dos segundos, porque la cortina, que había sido apartada por la mano del observador, volvió de inmediato a su posición inicial.