Con la sustracción de la única ventana de lo que antes era territorio Depresivo, el despacho de Nadia había conseguido la dosis justa de luz natural para las violetas. Aquella mañana la investigadora rumana contemplaba, satisfecha, cómo un rayo de sol acariciaba el ramillete de flores que se sumergía en un matraz de cristal, sobre la mesa. Se acomodó en el asiento relajando la tensión de los músculos. Aquél era el mejor momento del día. La hora de cambiar el agua a las flores, de prepararse un té reconfortante y controlar desde su observatorio de cristal el trabajo ya en marcha de los laboratorios. Todo en orden, todo el mundo en su puesto. Ester y Marina eran trabajadoras y valiosas. Y los muchachos americanos también eran buenos, aunque había que vigilarlos de cerca porque a veces se dormían. Con el estabularlo nuevo saldrían adelante. O por lo menos la línea de Demencia lo lograría. Los Esquizofrénicos y los Depresivos eran harina de otro costal. Ni los séniors ni los becarios parecían estar preparados. En fin, o les apretaban las tuercas o desaparecerían en su mediocridad.
Se inclinó sobre el monitor del ordenador mientras acariciaba la taza caliente. Un gran salto y volaría hacia el espacio de internet. Se agachó como si el brinco internáutico fuera realmente físico, y atravesó la pantalla entre los azules intensos de la red. Fue una inmersión magnífica hacia el espacio infinito, hacia las galaxias de las neurociencias, que eran sus preferidas. Ventana tras ventana, paseaba entre revistas digitales, como el que camina entre estrellas y planetas, y aterrizaba en las que parecían más interesantes. Mmm... Buscaría un buen artículo de demencia. Hojeaba con deleite un Nature Neuroscience, y pulsaba con pasión la tecla «AvPág».
—A ver qué dice la gente —murmuraba en voz alta sin darse cuenta.
Los de Chicago, como siempre, erraban el tiro. Wicklow, emperrado en su teoría del gen casual, seguía el camino equivocado. En cambio, los escoceses sí avanzaban. Trabajaban duro y disponían de medios. Habían publicado algo sobre su gen gstmf1 y ahora se centraban sobre todo en fenotipos estudiados con SPECT. Se les notaban los ecus que les habían caído del programa europeo. Los amigos japoneses insinuaban que podía haber alguna transcripción equivocada de proteínas, especialmente en pacientes que hubieran enfermado a edad avanzada. Nadia se puso las gafas porque la noticia era interesante. Unos días atrás, el grupo de la escuela de Amsterdam había publicado resultados en esta línea. Buscó impaciente el artículo de los holandeses entre el montón de copias impresas esparcidas sobre la mesa. Era lógico, pensaba mientras apretaba los dientes emocionada. Podían existir diversas formas de Alzheimer. Los errores acumulados en las proteínas serían más patentes en las formas vinculadas al envejecimiento, es decir, en los pacientes que contrajeran la enfermedad a edad avanzada. En cambio, en quienes hubieran enfermado a edad más temprana las causas podrían ser de naturaleza muy diferente, como por ejemplo mutaciones genéticas hereditarias. Leía en diagonal, señalaba cifras, subrayaba frases de la discusión. Pese a todo, las interpretaciones eran vagas y podía profundizarse mucho más. Si pudiesen reproducir aquellos resultados... Marina debería buscar estos cambios de transcripción entre los pacientes con diagnóstico tardío. Y luego sería fantástico si pudiese trabajar con ratones knockout, sin el gen gstmf1. Ojalá pudiesen demostrar que los errores en las proteínas estaban relacionados con la ausencia del gen protector. Sería maravilloso.
—Nadia, ¡sorpresa! —Un sonsonete la hizo regresar desde la galaxia neuronal, a mil años luz, a su despacho, donde Bel Ollé acababa de entrar cargada con una aparatosa bolsa de papel.
¿Qué hacía la Bel extraterrestre en el planeta de los dementes científicos? Con su peinado impecable, el abrigo ceñido y los zapatos de marca, no pertenecía a este mundo, no estaba en su lugar. Pero ella insistía en que sí, y no hacía el menor gesto de marcharse. Muy al contrario, depositó la bolsa y el abrigó en la silla. Aseguraba haber quedado con Guillem y su secretaria le había dicho que estaba en el laboratorio. Como si estuviera en su casa, sacó de la bolsa un muestrario gigante de moquetas y lo colocó sobre la atiborrada mesa de Nadia, que la observaba aterrorizada al tiempo que se apartaba y cogía las violetas para ponerlas a salvo.
Bel quería consultarle las dudas que tenía a la hora de elegir las muestras. Lentamente, iba pasando las páginas con retales de todos los colores y texturas, y de vez en cuando, con las uñas rojas pintadas como espejos, señalaba algunas que habían sido marcadas con post-its.
—Ésta para el salón, armonizará con las cortinas de color chocolate, ¿no te parece? Y en cambio, esta verde la veo mejor para la suite principal, la que irá pintada de gris pálido. Le proporcionará un ambiente relajante, que es el que corresponde a un dormitorio. ¿Lo ves, no? ¿Verdad que quedará todo conjuntado?
Nadia la miraba e intentaba contener su mal humor. Era la Bel caprichosa de siempre, que quería llamar la atención de su marido y, si él no estaba, de algún voluntario que se prestara a ello. Ahora le estaba explicando que había ido para hablar con el gerente del hospital. Le hacía mucha ilusión organizar unas visitas guiadas por el campus. La arquitectura modernista era apasionante y se podría complementar con el contenido clínico de los distintos servicios. La voz era forzadamente animada, pero detrás del rímel no podía ocultar unos ojos entristecidos. Sólo al aparecer Guillem se le despejó la mirada.
—Hola, amor, te estaba buscando. —Y le dio un beso en la mejilla—. Te he traído las muestras.
Y a continuación le repitió las mismas reflexiones decorativas, mientras apartaba hacia atrás la cortina de cabello cortada al bies. Guillem, como si se lo tomara con gran seriedad, examinaba de cerca y de lejos los retales, cerrando un ojo, y luego el otro, discutiendo con ella si haría más pequeña o más grande la sala, si haría más frío o más acogedor el dormitorio. Y cuando se pusieron de acuerdo en la moqueta marrón caldera 1100 y la verde campestre 2300, él selló el pacto con un discreto beso en la frente de su mujer.
Nadia parecía impasible ante aquella escena de exhibicionismo matrimonial, pero agitaba nerviosamente el pie por debajo de la mesa. En momentos como aquél siempre luchaba con tenebrosos pensamientos sobre aquella pareja. ¿Cómo podía Guillem seguir con su mujer? ¿Qué le veía a aquel maniquí esmirriado, que no tenía nada entre ceja y ceja? Pero en cuanto surgían las preguntas, las iba barriendo con fuerza. No quería llenarse la cabeza con minucias.
—¿Estás de acuerdo con la elección? —le preguntó Bel sonriente.
—Siempre me fascinan vuestras decisiones —le respondió Nadia tan distante como lo estaba físicamente, con el asiento prácticamente rozando la pared.
—Vámonos ya. Tenemos una entrevista con el gerente del hospital —le explicó Guillem recogiendo el muestrario—. Bel quiere organizar un voluntariado de señoras para hacer de guías culturales en el hospital, como lo hacía en Los Ángeles.
—¡Tal vez a Nadia le gustaría participar! —exclamó Bel.
Nadia parecía una esfinge egipcia muda.
—Nadia tiene ya suficiente trabajo, amor.
Guillem cargó con la bolsa y, cogidos de la mano, se fueron por el pasillo. Al pasar por delante del cristal del Transcriptomics Lab de Marina, Guillem la saludó guiñándole un ojo. La becaria no había podido evitar presenciar la escena de las moquetas a través de los cristales que comunicaban todos los espacios del subterráneo. Se trataba de un matrimonio normal, se querían y no pasaba nada. Y mientras colocaba los tubos en el termociclador hizo una limpieza a fondo de su conciencia: tal vez la fisiología le pedía un idilio apasionado. Su imaginación era capaz de esto y de mucho más. Últimamente no tenía tiempo para las cosas del corazón, y hacía siglos que no había detectado ningún admirador. Vete a saber cómo funcionaban las neuronas en las cuestiones sentimentales. Ella sólo era experta en células envejecidas y enfermas.
* * *
Aquella noche Marina y Gemma habían quedado para cenar en un chino, cerca del hospital. El ambiente de farolillos con signos pintados, sillas lacadas y olor a salsa china no era el ideal, pero ambas tenían hambre y querían hartarse a precio de carnet joven.
A medio rollito de primavera, cuando Gemma se preguntaba en voz alta si estaba enamorada de un nuevo compañero de trabajo, Marina se atragantó al ver entrar a Guillem.
—Es GM —advirtió con la voz ronca por la tos.
—¿Aquel tío de los tejanos?
Marina asintió a la pregunta incrédula de su prima.
—Parece joven.
—Debe de tener unos cincuenta.
—Pues resulta interesante.
—¿Tú crees?
—¿Acaso no tienes ojos en la cara? —insistió Gemma, divertida.
Guillem no se dio cuenta de su presencia porque la mesa de las jóvenes quedaba arrinconada detrás de una pecera exótica. De modo que se sentó a la barra mientras esperaba una mesa libre.
—Creo que se te están atrofiando los sentidos con tanta ciencia. ¿No crees que te falta un poco de vida sentimental?
Marina estuvo dudando por un momento si explicarle sus falsas sospechas sobre GM, pero creyó que no valía la pena, y era de mal gusto considerar vida sentimental aquella escena ridícula.
—¿Es que ya no te acuerdas de aquel muchacho, Ricard, que te gustaba tanto?
¿Por qué precisamente en ese momento le apetecía a Gemma sacar a la luz los muertos?
—Te duró un año. Y nunca hablas de él.
—Agua pasada —respondió sirviéndose una cucharada de arroz cantones.
—Incluso te planteaste que fuera a vivir contigo. Os pasabais el día enviándoos mensajes por el móvil.
—Sí, parece mentira —respondió con desgana.
Quizá era cierto que se estaba endureciendo. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, ¿no? Gemma le adivinó los pensamientos.
—Y tan sólo hace dos años.
La verdad es que debía estar encallecida, porque no recordaba ni cuándo fue la última vez que le vio. Había olvidado lo de los mensajes compulsivos y las músicas románticas. ¿Qué era, Sabina, Maná...?
A través del espejo de la pared podía observar libremente a Guillem. Visto fuera de su entorno habitual, con una cerveza en la mano y hojeando el periódico, parecía un mortal como todos los demás. Totalmente inofensivo. De pronto se puso de pie y saludó a una chica, alta, delgada, con el cabello corto y apariencia andrógina. Era un beso de cortesía, no parecía un lío reciente ni una pareja crónica. Tal vez una parienta, una amiga, o quizá alguien del trabajo. Se sentaron de nuevo, y él le pidió una bebida. Parecía atento y sonreía.
—¡Que si quieres postre! —la instaba Gemma blandiendo la carta plastificada ante sus narices. Los ojitos del camarero chino la miraban sonrientes.
—Lo mismo que tú.
—Cada día estás más en las nubes.
Pero Marina no estaba distraída, sino que, atenta al espejo, seguía la retransmisión del partido que se jugaba en la barra. Separaba a ambos personajes medio metro de madera lacada, pero las miradas eran cálidas, y los labios se movían con calma. ¿De qué debían estar hablando? Parecían muy absortos en la conversación, porque él se sobresaltó ligeramente cuando el maître oriental le dio un golpecito en la espalda para avisarles de que ya tenían la mesa preparada. La pareja fue esquivando mesas hasta situarse al otro extremo de la sala.
—¿No piensas saludarle? —oyó que le preguntaba Gemma.
Cuando la chica del cabello corto dio la vuelta a la mesa y se sentó, Marina pudo analizarla. Era una joven de su edad, de ojos claros, aunque duros, y tez blanca, pero no frágil. Y un aire huraño que transmitían sus movimientos bruscos al desdoblar la servilleta y colocarla sobre las rodillas. Le costaba sonreír. Pero había algo más que la mantuvo alerta. Estaba segura de haberla visto antes. Tal vez la conocía de la escuela o de la universidad. O tal vez se la habían presentado recientemente.
Salieron del restaurante sin saludarlos, a pesar de las protestas de Gemma, que quería estrechar la mano de un científico eminente. Pero Marina argumentó que necesitaba aislarse un poco del trabajo, lo que era un vulgar subterfugio. Lo cierto es que, durante las horas siguientes, tuvo a la misteriosa visitante muy presente en la memoria. Le dio tantas vueltas que casi no se sorprendió al encontrarla al día siguiente sentada en el despacho de Nadia. Al principio no la reconoció porque estaba de espaldas. Como si buscara un reactivo en las estanterías, se dejó llevar por su vena chismosa y se aproximó a la mampara de separación. No era habitual que Nadia perdiera el tiempo con proveedores, representantes de laboratorio o aspirantes a becario. Enseguida vio el perfil reflejado en el cristal de la mampara. Era la chica de la noche anterior, la del espejo del chino. Era curioso que siempre la viera reflejada en una superficie de cristal. La bautizaría como la chica espejo. Todo encajaba: fría, dura, delgada, casi transparente.
Mientras regresaba a su parcela de mesa, elucubraba sobre la identidad de la joven y la posible relación entre ambos investigadores. Se imaginaba una amistad de trabajo o una relación familiar. Si analizaba la correlación directa entre Nadia y la variable objeto de estudio en un entorno profesional, tenía que descartar la segunda hipótesis de partida. En cambio, había indicios de amistad que la sorprendían.
—Aquí hay alguien a quien quiero que conozcas.
Era Guillem, que acababa de entrar en el laboratorio y, sin más preámbulos, la agarró del brazo y la acompañó al despacho de Nadia.
La joven se puso de pie. Debía de ser unos años mayor que ella.
—Nelly Foster, de la clínica Mayo.
Era una neuróloga conocida de Guillem y también de Nadia, de su etapa americana. Nadia añadió que la habían tenido de alumna, cuando estudiaba medicina en Los Ángeles.
—Tenía interés en que os conocierais porque su madre era la doctora Xifré, que había trabajado con tu padre —subrayó Guillem.
—¿Ah, sí? —se admiró Marina.
—En casa se hablaba mucho del doctor Fontcuberta —sonrió la americana.
Siempre que a Marina le hablaban de su padre era como si le abrieran una puerta a la infancia y a la felicidad. Nelly Foster le pareció dulce y amable, como si la conociera de toda la vida, y sintió la necesidad vital de tirarle de la lengua y obtener nuevos recuerdos del padre. Para decepción suya, Guillem se llevó la posible fuente de información al piso de los séniors y dijo que ya tendrían tiempo de hablar en el congreso de Madrid, porque en realidad la americana había venido para asistir a la reunión científica.
—¿Nos veremos allí?
—Me gustará verte.
Y les siguió con la mirada hasta que desaparecieron detrás de las puertas del ascensor.
* * *
Un par de metros más allá, Ester preparaba una amplificación de ADN en la campana, mientras se preguntaba también quién era la visitante de Nadia, qué relación tenía con GM y qué pintaba Marina en todo aquello. El hecho de que los laboratorios estuviesen separados por mamparas transparentes hacía que todo el mundo pudiese seguir los movimientos de los demás. Y esto era básico cuando estaba en juego una plaza de promoción. En aquellos momentos, la unidad de Demencia era un tablero virtual donde se jugaba una partida de ajedrez. El laboratorio de transcriptómica, en el lado derecho y con fichas blancas, contenía un peón: Marina. El lado izquierdo lo ocupaba el laboratorio de genética con las fichas negras: Ester era el peón y Nadia, la reina. Guillem era el juez omnipotente, que decidiría quién era el ganador de la partida. No estaba claro qué criterios aplicaría sobre el tablero, a qué movimientos concedería más valor o qué estrategias daría por buenas. Para acabar de complicar la partida, había otros peones que querían participar en el juego, como por ejemplo Reina, e incluso algunos investigadores externos que habían enviado sus currículums. Faltaban todavía meses, y en este lapso de tiempo los peones no dejarían de observar los movimientos de los contrincantes ni dejarían de planificar los suyos.
Por eso Ester, cuando salió Nelly, se atrevió a preguntar a Nadia quién era la visitante. La rumana le respondió, sin apartar la mirada del ordenador, que era una antigua alumna americana. Ester se quedó pensativa. ¿Había venido para tantear las posibilidades de la plaza vacante o se trataba simplemente de una visita de cortesía?
—¿Qué te ocurre, Ester? ¿Es que no piensas trabajar? —le recriminó Nadia viendo que no salía del despacho.
Momentos como aquellos eran los que debilitaban a Ester. La indiferencia de Nadia, el trato preferencial que dispensaban a Marina, la sospecha de nuevos candidatos... Salió del despacho dispuesta a rehacer su autoestima con unas cuantas calorías de chocolate. Había escondido en la Cuadra una caja de galletas surtidas que Andreu trajo hacía unos días con motivo de su cumpleaños. Por suerte las había guardado en el armario de la librería y nadie se acordaba de su existencia. El primer piso había volado enseguida, pero el segundo se mantenía intacto dentro de su bolsa de celofán. Había unas galletas rellenas de chocolate, envueltas en papel de plata rojo, muy apetecibles. Desenvolvió una y volvió a guardar la caja en su escondite.
GM era muy amable con ella. La animaba en el trabajo e incluso algún día la había invitado a un café para intercambiar opiniones. Pero no acababa de ver claro cuál era su posición. Las armas de Marina eran poderosas. Por un lado, la transcriptómica, la línea preferencial de Guillem. Ella luchaba con la genética de riesgo, que gozaba de gran consideración, especialmente por parte de Nadia, pero no tenía línea directa con GM. En cuanto a publicaciones, su trayectoria era muy similar. Las dos se habían formado bajo el mismo techo, y esto se traducía en currículums intercambiables. Marina tenía la gran ventaja del inglés heredado de un buen entorno familiar. Lo hablaba con una fluidez que sólo se adquiría en escuelas inglesas o en veranos prefabricados en el extranjero. Ella había tenido que aprenderlo ya de mayor, a trancas y barrancas, tragándose intensivos de academias de barrio, y con vídeos de semanarios de quiosco. Pero se defendía con suficiente dignidad y lo demostraría en el congreso de Madrid. No pensaba usar auriculares en ninguna sesión, dominaba suficientemente el inglés para seguir las exposiciones. Incluso se habría atrevido a presentar una comunicación si GM se lo hubiera pedido. Pero sus resultados, como los de Marina, eran demasiado preliminares, y finalmente las dos presentarían sus resultados solamente en las sesiones de pósters.
Volvió a sacar la caja del armario y cogió otra galleta. Había sudado tinta para conseguir una de las pocas habitaciones que quedaban en el hotel donde se celebraba el simposio. Aunque costaban un riñón, quería alojarse en el mismo lugar que las autoridades científicas. En sus pocos años de vida profesional, había aprendido, porque se desprendía de las paredes del sótano, la importancia de exhibirse y hacer el paripé. En el hotel, tendría a Guillem a mano, y podría abordar a alguna eminencia en el ascensor o compartiendo el bufet del desayuno. Tenía la sensación de que en Madrid se jugarían movimientos críticos de la partida de ajedrez.
* * *
Unos días más tarde, Marina encontró el mismo patrón de transcripción de proteínas en unas cuantas muestras de cerebro.
Parecía una pista. Se topó con Nadia, que había ido a tirar las violetas marchitas a la basura de su laboratorio. Era muy rigurosa con sus manías de no ver flores muertas en la papelera de su despacho, y curiosamente mostraba predilección por el cubo del Transcriptomics Lab, que era el que le quedaba más lejos. La rumana la llevó a su despacho, y allí, a puerta cerrada, repasó las imágenes de una en una, mientras movía los labios como si estuviera rezando en una de las múltiples lenguas que dominaba.
—El mismo fenómeno que describen los de Amsterdam —musitó.
Marina se mostró decepcionada.
—¿No es nuevo? —Y se corrigió—: ¿No es original?
—Casi original. Lo acaban de publicar este mismo mes. ¿Es que los posdocs de este país no leen el European Journal?
La becaria se calló. No había tenido tiempo ni de hojear un artículo desde que había empezado con lo de la transcriptómica.
—Describen estos errores en pacientes que se diagnostican en edad avanzada. Deberías mirar cuántos años tenían al comienzo de la enfermedad.
Marina regresó al laboratorio con el rabo entre las piernas y con la sensación de que acababan de frustrarle el descubrimiento por unos días. Pero luego, repasando los datos clínicos, comprobó con sorpresa que los pacientes con el ARNm alterado eran los diagnosticados de más edad. Era demasiada casualidad. Seguro que era importante porque Nadia sonrió hasta enseñar los dientes. Guillem bajó a mediodía también con cara de felicidad y exclamando que se harían famosos.
—¿Aunque no sea original? —aventuró Marina.
—¿Como que no es original? Cuando lo publiquemos nosotros será más original y más trascendental que cualquier otro paper. ¿Entendido?
Ella asintió.
—Lo importante es quién publica, no lo que se publica.
A Marina le pareció que aquella afirmación carecía de fundamento, pero le siguió la corriente, como si estuviera de acuerdo.
—Ya puedes preparar una comunicación para Madrid.
—¿Una comunicación?
—Insertaremos en el programa una comunicación estelar.
—¿Y el póster?
—Olvídate del póster.
Se lo hizo explicar allí mismo a Ester, que intentaba disimular una envidia galopante, y a Toni, que estaba en la luna, aunque fingía estar al quite. Los muchachos americanos apenas entendían las explicaciones, pero se olieron celebraciones y bromearon diciendo que querían probar el cava del país. Fue entonces cuando Toni, con una inconsciencia que lindaba con la irresponsabilidad, anunció:
—Marina guarda una botella en la nevera.
Lo decapitó con la mirada. Era cierto. Desde hacía unos meses tenía una botella medio escondida en la nevera de los reactivos, esperando el día en que los experimentos del RP-801 salieran bien. Era un modo de demostrarse que todavía albergaba esperanzas. Pero Toni no tenía por qué meter las narices en sus asuntos. El muchacho no se fijaba en los reactivos de los experimentos y en cambio sí prestaba atención a la botella camuflada entre los matraces.
—¿Marina tiene cava en la nevera? —GM la miró con sorna. Se oyó una risita contenida de Ester.
—Bien, lo tenía por si obtenía algún resultado con el RP-801. Ya debe estar desbravado.
Nadia fue a abrir la nevera y se agachó para mirar. No se podían mezclar reactivos y consumibles, así que ordenó a Yumbo que la tirara. Pero el muchacho americano, con la celebración del momento, se olvidó de las órdenes de Nadia y aquella botella se quedó en la nevera, sepultada entre tampones y muestras, y habría de salir a la luz unos meses más tarde, para suerte o desgracia de Marina, en un momento clave de su investigación.
—Hoy brindaremos con champán francés —anunció exaltado GM—, la ocasión lo merece.
Les invitó a subir al cielo de los séniors, mientras Nadia se escabullía con la excusa de una visita. El restaurante del tercer piso exhibía un lujo discreto, con una simple barra donde se exponían tres posibilidades de platos combinados y cuatro mesas de formica con unas vinagreras y unas servilletas de papel. Daniel Palmero, el sénior Esquizofrénico de Andreu, estaba sentado en una de las mesas y se levantó rápidamente para saludar a Guillem. Éste, complacido, le explicó que los experimentos empezaban a dar resultados. Pero luego se enfadó porque no había champán francés y, profundamente decepcionado, amenazó al tembloroso camarero con decírselo al gerente. Con todo, el cava resultó excelente y después de brindar varias veces con el estómago vacío, el alcohol acabó con la timidez de los becarios en aquel medio desconocido. Rieron y bromearon sobre el éxito y la fama que les esperaba, hasta que los muchachos recordaron que tenían que regresar al trabajo, porque los experimentos no entendían de las fluctuaciones de la suerte ni de lanzar las campanas al vuelo.
—Te invito a comer, tenemos que celebrarlo —insistió GM a Marina en un aparte.
Ella se sentó de nuevo obediente, feliz incluso de la manifiesta discriminación respecto a sus compañeros. Ester le deseó un «que lo paséis bien» que podía masticarse, pero Marina ni se inmutó. Cuando se quedaron solos, pidieron un combinado de ensaladas que apenas probaron. Guillem empezó haciendo una apología de la investigación, seguida de una descripción histórica de su vida científica. Cómo había descubierto el polimorfismo en el gstmf1, la emoción que sintió cuando vio que algunas personas presentaban fragmentos anormales, la felicidad que le desbordó cuando finalmente lo confirmó por secuenciación.
—Un buen experimento es mejor que hacer el amor —concluyó guiñándole un ojo.
A los postres, tomando carrerilla, la aduló con frases lisonjeras sobre su capacidad, sobre su eficiencia, diciéndole que tenía en ella toda la confianza, que era muy guapa, que tenía unos ojos únicos y una sonrisa que animaba la vida. Marina se sentía muy relajada, como en una nube. Era un hombre apasionado en la investigación, apasionado por la vida. Pero no había respecto a ella segundas intenciones, era demasiado directo. Parecía tan sólo un padre orgulloso de su hijo y discípulo. A Guillem le brillaban los ojos debido al alcohol, hablaba en tono eufórico y refrenaba las manos clavadas en los cubiertos. Pero Marina, con las mejillas ardiendo, seguía pensando en la satisfacción paternal. Era la reina de la transcriptómica. Los errores de las proteínas se le habían subido a la cabeza como el cava espumoso. Ya no se acordaba del experimento que había dejado a medias, ni de los problemas de los becarios, ni de los enfermos de Alzheimer. GM la ponía sobre el pedestal, muy por encima del resto de los humanos, y tendría que prepararse a fondo, según le decía, porque representaría al Instituto delante del mundo de la demencia senil. A su lado, por supuesto. Al lado del magnífico GM. En el congreso de Madrid. Y de allí al cielo.
* * *
Mientras bajaba por la escalera a los laboratorios terrenales, Marina pensaba que en aquel momento era incapaz de ponerse a trabajar. ¿Cómo iba a concentrarse con la mente turbia por el alcohol y el corazón enloquecido de sueños inminentes? Intentando mantener el paso sobre una única fila de baldosas, caminaba por el pasillo en dirección a los lavabos, porque necesitaba mojarse la cara con agua fría. Tuvo que desviarse de su trayecto lineal al topar con unos cuantos Esquizofrénicos y Depresivos agrupados delante del tablón de anuncios de la Cuadra. Parecía que discutían sobre una lista que estaba colgada en él. Marina pasó de largo.
Mientras se llenaba las palmas de las manos y dejaba que el agua le goteara sobre el rostro, oyó que alguien lloriqueaba a sus espaldas. Era Assia, sentada en un compartimento de los váteres abierto de par en par. Con la cabeza entre las rodillas lloraba a lágrima viva, y se secaba el rostro de vez en cuando con papel higiénico. Había gastado un rollo entero, y sus restos arrugados yacían en el suelo a su alrededor.
—Assia, ¿qué te ocurre?
Levantó la cabeza, desfigurada por la llantina, con el cabello despeinado saliéndose del khimar.
—On m'a mis dehors —entendió.
—¿Pero qué dices?
—Me han echado, je vais rentrer dans l'Algérie.
Mezclando idiomas y con la voz ahogada por los sollozos, le explicó que habían publicado una lista de becarios poco productivos, que no serían renovados, y que ella figuraba en esa lista, clavada en el tablón fatídico. Apoyando la cabeza en el hombro de Marina, cogió de nuevo un recorte de papel higiénico, que se deshizo en el mar de lágrimas que inundaban sus mejillas. Tendría que volver a su país. ¿Qué dirían en su casa y en el pueblo? ¡Con lo orgullosos que estaban de ella sus padres! Se sonó la nariz que le goteaba sin cesar.
Marina le apartó el cabello pegado de la cara y le arrancó los trozos de papel para ir adelantando trabajo. De pronto, tuvo un pensamiento, como un relámpago.
—¿Y Andreu?
—Creo que Andreu también.