La voz transparente de Jozsef Simandy se mezclaba con el ruido de los animales en el serrín. «Celeste Aída» cantaba el tenor poniendo todo el corazón en cada nota. Y las ratas, en la habitación contigua, parecían sentir lo mismo, porque el rumor disminuía hasta hacerse casi imperceptible. «Celeste Aída», repetía Orellana ocultando la bolsa de ratas muertas en el congelador. Y mientras entonaba el aria con su voz de tenor aficionado, comprimía el contenido con la puerta hasta que consiguió sellar la tumba y que no se abriera con la presión.
Orellana era feliz. Era viernes, a las cinco terminaba su jornada de trabajo, y la música le transportaba muy lejos del estabulario. Arrastró hasta la entrada la bolsa de plástico con el serrín sucio y la dejó aparcada en el pasillo. Antes de volver a entrar miró el contenido del buzón metálico de la puerta. Dos peticiones y una nota de la Ipatescu diciendo que la semana próxima llegarían unos ratones knockout, y que se ocupara de ellos porque se iba de vacaciones. Se quedó parado en el umbral de la puerta. A todo el mundo le había sorprendido que se tomara unos días de fiesta, y corría el rumor de que viajaba a su país con un objetivo profesional. Y Orellana deseó con toda su alma que algún día acabara regresando a su tierra. No hacía más que curiosear y quejarse de su organización. Y cuando empezaran las obras sería mucho peor.
Entró en el estabulario y se sentó a la mesa, que era la continuación del mármol donde arreglaba las jaulas, para ordenar el montón de solicitudes. Los peticionarios que habían reclamado alguna vez, encima; los que no habían dicho nada, debajo. El formulario de Reina, a quien consideraba un pelota, debajo de todo. Si quería ascender en el escalafón, tendría que hacerle la rosca, que de eso sabía un rato largo.
Se quitó los guantes de goma y despegó el post-it amarillo que colgaba de la pared. Marina le pedía quince ratones envejecidos y le había dejado el número de su móvil. Le había explicado que necesitaba los animales para terminar un par de experimentos. Se alegró de que le llamara, pero le estaba metiendo en un lío. Malas lenguas decían que el director la había desterrado al hospital y, peor aún, que Miras se la beneficiaba y que se había cansado de ella. Desde el primer momento, Orellana puso en duda la existencia del vínculo sentimental, y aún más aquel aburrimiento súbito.
—Tres peticiones nuevas, la madre que... —leyó enojado las solicitudes que le llegaban por internet.
Cuando se acercaban las fiestas, parecía que el mundo se acababa, y el personal quería morir con los experimentos terminados. A veces resultaba difícil conseguir tantos animales de golpe. Se metió en las profundidades del Excel para ver cómo estaban las existencias. Si contaba todas las peticiones, incluidas las de los que no reclamaban, lo tenía prácticamente todo comprometido. Y no podía justificar ningún ratón más.
Mientras esperaba que las solicitudes digitales se imprimieran, vertió café en un vaso. Siempre utilizaba utensilios de papel, de un solo uso. Era aprensivo y no soportaba la presencia de objetos personales al lado de las jaulas. Acercó la nariz y aspiró con deleite el aroma oscuro. A veces temía perder el olfato con el hedor de los animales.
La cafetera se la había regalado Marina. Le había nombrado medio padrino de su tesis, por su ayuda en el trabajo experimental. Durante aquellos años, entre rata y ratón, se tomaban un café en la Cuadra, por la mañana. Al principio era un instituto familiar, con poca gente y muchos ratos de convivencia y complicidades. Después fue aumentando el personal y la comunicación por estratos se fue despersonalizando hasta que un día le confesó a Marina que alguien estaba empezando a poner mala cara en la Cuadra. La becaria lo solucionó. El día que leyó la tesis le regaló la cafetera.
—Para que tomes café donde te dé la gana —le susurró al oído.
Su relación con los becarios se había vuelto más superficial, pese a que conservaba los ratos de confesiones que le alegraban la vida y mantenía preferencias por algunos de ellos, como por Marina. Era tan guapa...
Cogió de nuevo el papelito amarillo y lo miró al tiempo que lo paseaba por la mesa. Luego lo dobló y lo desdobló dos veces. «Celeste Aída», terminaba el tenor manteniendo aquella magnífica ternura en su voz cálida.
Cuando entró como becaria en el Instituto, casi se enamora de ella. Le sonreía de un modo que le dolía el estómago. «Muchas gracias, Orellana», nunca se olvidaba de agradecerle los pequeños favores con palabras dulces. Y a veces le rozaba ligeramente el brazo. Pero consiguió dominar sus sentimientos. No podía ser. Él era un hombre de más de cuarenta años, casado y con hijos. Y no quería que se le notara y hacer el ridículo. Pasados los años, le seguía consintiendo un alto grado de privilegios. Lo que él denominaba zona de acceso libre. Podía entrar cuando quisiera en el estabulario, y le permitía pedir animales con el tiempo justo, incluso sin rellenar la solicitud. Todavía hoy, tenía que reconocerlo, le conservaba esta predilección.
Hacía rato que la impresora había escupido la última hoja y se había quedado silenciosa con la lucecita verde brillante a un lado. Arrojó el vaso del café al cubo grande del serrín. Se quitó el guardapolvo y las botas de goma y se sentó de nuevo, indeciso, con la mirada fija en el post-it arrugado. Era imposible, Marina con aquel hombre. Estaba seguro de que había otra explicación.
Anna Tomowa inundaba la estancia con la contundente «Ritorna vincitor». La soprano alcanzaba tonos altísimos, vibrantes, trágicos. Orellana cerró los ojos y contuvo la respiración. Verdi era capaz de penetrar por las grietas de lo que somos y de lo que seremos, y de llegar hasta los mismos genes, aquellos que estudiaban los investigadores de la casa. Y tuvo la plácida conciencia de que, al fin y al cabo, las fisuras y los genes eran compartidos por todos los humanos. En el fondo todos éramos iguales, unos pobres seres perdidos en una inmensidad que los sobrepasaba. Y en aquel preciso instante sintió la necesidad de ser generoso, aunque aquello comportara un riesgo. Y la beneficiaria sería Marina. Se lo merecía. Pulsó torpemente el teclado para entrar en la web de los proveedores y presionó con decisión el signo para los encargos. Ya se las apañaría para justificar el gasto de aquellos quince ratones. Recordaba aún la voz temblorosa de la becaria, al otro lado del auricular, explicándole sus planes. Trabajaría de noche. Serían unos días intensos que haría coincidir con los cuatro días festivos de Semana Santa. Antes iría solamente un rato para dar la medicación a los animales, en el mismo estabularlo. Le pedía discreción. Todo aquello parecía algo irracional, pero no tenían por qué surgir problemas. Y menos sin la presencia de la Ipatescu.
* * *
Primi se había empeñado en organizar una actividad que ella misma bautizó como la Fiesta de la Primavera. Al día siguiente era Viernes Santo, empezaban las vacaciones de Semana Santa, y lo aprovecharían para despedirse de algunos pacientes externos que dejarían de acudir aquellos días.
En un arrebato creativo, había hecho recortar flores de papel a los enfermos y las había pegado en las paredes. Luego, ensartó los retales sobrantes y el resultado fueron unos fantásticos collares de colores que se parecían a las guirnaldas de bienvenida de las islas del Pacífico.
Marina colaboraba en todo aquel jolgorio, a pesar de que se sentía muy cansada. Llevaba unas noches trabajando a escondidas en el Instituto, desde que Orellana accedió por fin a dejarle los ratones para los experimentos. Iba a darles el RP-801 por la noche, una vez finalizada la limpieza de los laboratorios y después que el guarda de seguridad hiciera la última ronda. Por suerte la tarjeta magnética se mantenía activa y le permitía entrar en el edificio sin problemas. Cambiaban tan a menudo de vigilantes que les resultaba imposible saber quién era quién, ni qué cara tenía una becaria exiliada. La suerte era que trabajaba con rapidez. Gracias a su trabajo con los ancianos había aprendido a introducir la jeringa directamente en la garganta de los ratones, sin conceder la posibilidad de escupir.
El primer día de tratamiento tuvo que rescatar todos los reactivos. Afortunadamente, el frasco del RP-801 todavía existía, desterrado en la segunda fila de la última repisa. Descubrió también con sorpresa que la botella de cava dormía aún en la nevera, oculta entre los reactivos a los ojos de Nadia, de Ester y de los muchachos chinos. Quizá había querido esperar hasta aquel último experimento. Al día siguiente por la noche empezaría las pruebas de latencia, con cuatro entrenamientos diarios para cada ratón. Disponía únicamente de aquellos pocos días de fiesta para el estudio.
—Para los enfermos es muy importante la estimulación emocional —le dijo Primi, entusiasmada, mientras trasladaban al comedor a una paciente en silla de ruedas.
Sacaron las mesas del comedor y colocaron las sillas formando un corro a su alrededor. Cuando todos estuvieron adornados con los collares hawaianos, Flor sacó cuatro bandejas de buñuelos variados, y Hernando sirvió cava en copas de plástico, que después repartía entre los asistentes. Entonces Primi ordenó a Hernando que pusiera música y les anunció que harían un baile. Los que podían andar fueron emparejados aleatoriamente, hombres y mujeres o dos mujeres juntas, porque el género femenino era más abundante, y les animaba a seguir el compás de un vals. Al poco rato el lugar parecía un magnífico entoldado de fiesta mayor. Marina, sentada junto a Beneta, contemplaba el espectáculo divertida.
—¿No te animas?
—Son todos viejos —gruñó la mujer.
—Son jóvenes de piernas, ¿no ves cómo se mueven?
Pero Beneta parecía contrariada y cruzaba las piernas en señal inequívoca de que no pensaba dejarse seducir por los bailoteos. En aquel momento entró Francesc e inmediatamente se apuntó a la fiesta. En un arranque súbito, dejó las radiografías que llevaba en la mano, hizo que Primi soltara un buñuelo a medio comer y se la llevó a bailar entre los enfermos. Sonaba el vals de Sabina «Y les dieron las diez», y ellos también dieron diez y veinte vueltas, y pronto les dejaron solos en la pista. Las batas blancas parecían capas de trajes de fiesta al viento. Francesc bromeaba con giros amplios y balanceos pronunciados. Primi no paraba de reír, y los enfermos la imitaban contentos.
Fue en un pueblo con mar,
una noche después de un concierto,
tú reinabas detrás de la barra
del único bar que vimos abierto.
Los viejecitos, alrededor de la pista, movían unos las cabezas, otros los brazos. Alguno se secó una lágrima con la manga. De pronto Beneta se levantó decidida, dio unos pasos sin ayuda del andador y, con la mirada fija en la pareja, alcanzó el centro de la pista. Como una niña pequeña separó los brazos enlazados y, con una voluntad férrea, se agarró a Francesc. Primi la aplaudió, y Francesc le hizo una reverencia galante. El médico le sostuvo el cuerpo con los brazos, de modo que ella pudiera mover con ligereza las piernas y las zapatillas afelpadas. Y los enfermos aplaudieron aún más.
Y nos dieron las diez y las once,
y las doce y la una y las dos y las tres,
y desnudos al anochecer nos encontró la luna.
Beneta bailaba con una agilidad envidiable. Francesc le marcaba las olas del vals con pasos cortos, y ella seguía el ritmo con el cuerpo y el alma. Los ojos le sonreían, como si hubiesen recuperado un recuerdo olvidado. Y Marina pensó que era una de las escenas más conmovedoras que había presenciado nunca.
* * *
El laboratorio estaba a media luz. Las mujeres de la limpieza lo dejaban así, descansando, después de pasar las bayetas en una acometida más rápida que intensa.
Marina dejó las jaulas sobre la repisa. Había dispuesto tres grupos de animales, cinco controles que habían tomado sólo tampón, cinco más con RP-801 preparado con una mezcla ácida, como la que había errado Toni, y cinco más tratados con el fármaco preparado con el pH correcto.
Era sábado, el segundo día de las pruebas de latencia para el aprendizaje en la balsa. El día antes tuvo que llenar el tanque de agua, añadirle la leche en polvo para enturbiarla y ocultar la plataforma sumergida y colgar los objetos orientativos alrededor. A pesar de que las piernas le flaqueaban de miedo, hizo los cuatro entrenamientos por animal, y toda la operación duró más tiempo del que había previsto. Había calculado que los ratones nadarían libremente hasta encontrar la plataforma escondida, y esto podía consumir hasta un minuto. El total de minutos de entrenamiento por animal, y la preparación y posterior recogida del laboratorio, se convertían en unas cuantas horas de trabajo con el corazón al borde de la fibrilación. Por suerte, el vigilante dormía en fase REM y no hacía falta dar explicaciones.
El problema surgió aquella mañana cuando la llamó Orellana.
—Lo siento, Marina, la Ipatescu ha adelantado el regreso.
—¡Ostras!
—Vas a tener tan sólo una noche más para trabajar.
Era una mala jugada, porque le faltarían dos noches de entrenamiento, sin contar la prueba final de retención. En un primer momento se desmoralizó, pero luego decidió seguir adelante. Llegaría hasta donde pudiera. Tal vez conseguiría convencer a Orellana para continuar. Lo dejaba todo tan ordenado que ni Nadia podría adivinar el revuelo nocturno.
De modo que empezó aquel segundo día de entrenamiento sin pensar demasiado en el problema. Los primeros que pasarían por el baño serían los ratones de control. De uno en uno fueron sometidos a la prueba de la búsqueda de la plataforma sumergida. Mientras observaba al primero que daba vueltas a la piscina desorientado, se veía a ella de pequeña, buceando entre nubes de burbujas, buscando una roca musgosa para sacar el cuerpo del agua y descansar. Y, cuando la encontraba, intentaba posar los pies en el cojín de algas blandas sin pincharse con algún erizo.
—¡Aquí, papá! —gritaba saliendo a la superficie. Y quitándose las gafas las agitaba en el aire haciendo señales.
Su padre la saludaba con el sombrero de paja, recostado en el travesaño de la embarcación, mostrando una sonrisa blanca sobre el rostro moreno. Desde el mar, la barca parecía pequeña, un juguete de madera blanca con la raya roja presumida rodeándola como un collar. Desde donde estaba podía adivinar incluso su nombre pintado en el flanco abombado: Marina II.
El chapoteo del agua la devolvió al experimento clandestino. El ratón acababa de encontrar el soporte hundido y parecía mirarla desconfiado. Cuarenta segundos había tardado el animal, un tiempo normal para ser un control de segundo día. Lo secó con un trozo de toalla y lo dejó en la jaula. El siguiente parecía muy despistado: con los ojos rojos asustados y la cabeza rígida, no recordaba en absoluto las señales de las cortinas.
Su padre también la obligaba a recordar dónde estaba aquella roca musgosa. De un año para otro, con el largo invierno entre medio, le resultaba difícil no olvidar dónde estaba su plataforma. Y su padre le gritaba desde la barca:
—Fíjate en el color del agua, es más claro.
Y era cierto, pero desde el mar costaba distinguir los cambios en la transparencia. Acababa guiándose por los pinos y las rocas de la costa. Como los ratones y las señales que colgaban delante de las cortinas.
El cuarto animal estuvo bastante acertado y el último, nada. Lo cierto es que en los controles pasaba eso: unos aprendían, otros no. Pero ningún resultado fuera de lo normal.
—Ahora el grupo del RP bien preparado —se anunció a sí misma mientras cogía la otra jaula.
Lo había diluido con sumo cuidado, calculando el pH perfectamente y removiendo hasta que no se transparentó ni una pizca de sal. Y los animales se lo habían tomado bastante bien.
El primer ratón parecía esperarla. Todos se habían agrupado en un rincón de la cubeta, pero éste permanecía en medio, como si pidiera el baño. Lo cogió con el guante y no opuso resistencia. Nadó tan sólo ocho segundos antes de localizar la plataforma. Emergió triunfante, como ella cuando era una niña buceadora. Marina se quedó tan sorprendida que tardó unos instantes en reaccionar. ¿Un tiempo tan breve en el primer entrenamiento de la noche y con tan sólo un día de aprendizaje? Resultaba muy extraño. Lo cogió con respeto y lo dejó en la jaula marcada con la indicación RP-801. No quería lanzar las campanas al vuelo. Esas cosas ocurrían de vez en cuando. Uno o dos animales, sin saber por qué, respondían muy bien al experimento.
Cogió el siguiente entre el hervidero de colas peladas y hocicos húmedos.
Y, otra vez, nueve segundos para llegar al cuadrante correcto y a la plataforma. Dos seguidos. ¿No se habría equivocado de días? Mentalmente confirmó que era la segunda noche de entrenamiento. Era absolutamente excepcional observar tiempos tan breves el segundo día. La adrenalina le navegaba a toda vela, y el corazón se le aceleró. Pero no quería hacerse ilusiones. Lo dejó junto al anterior nadador.
Hizo la prueba con el tercero. No había ninguna duda. Ni con el cuarto tampoco. Encontraron la plataforma tan deprisa como los otros. Por las mejillas le fue subiendo un calor que se esparció por las orejas y por cada uno de los folículos pilosos. Tardó unos minutos en reponerse, porque los síntomas de agitación se sumaban a los del miedo y empezaban a ser molestos. Si salía el quinto abriría la botella de cava, se animaba ella sola mientras cogía al animal. Y el último ratón también dio buen resultado. Marina tuvo que reprimir la alegría que salía gritando de su pecho. Alegría, euforia, felicidad, todo mezclado en un cosquilleo que le recorría la piel. Ya lo decía GM, que un buen experimento era mejor que hacer el amor.
Se dirigió a la nevera a buscar el cava. Tropezó con un taburete. Se tambaleaba. Destapó la botella encerrada en un despacho, para evitar que el ruido del corcho pudiera llegar a los oídos del guarda, en el piso superior. Se sirvió el espumoso en un vaso de precipitado. El temblor de la mano le hacía derramar el cava por el suelo. Cinco animales seguidos, ¡el segundo día! Ciertamente no eran muchos, pero representaban el ciento por ciento de la población estudiada. Y eso sí quería decir mucho. Seguramente quería decirlo todo. Se habían pasado meses diluyendo mal el fármaco por culpa del tonto de Toni. Le maldecía los huesos, pero le maldecía feliz. Cogió el frasco del fármaco, le dio un beso y brindó con él como si fuera un benefactor de carne y hueso. Era sábado de Gloria. Angelina le subrayaba que Jesucristo había resucitado la noche del sábado, y ella estaba volviendo a la vida con una dosis de cava en una mano y algunas dosis del que seguramente sería el fármaco más importante del siglo en la otra.
Pero cuando iba a recogerlo todo, se dio cuenta de que quedaba una jaula por experimentar. El RP preparado con la mezcla ácida incorrecta.
Estuvo a punto de abandonar debido a la euforia del momento. Pero su conciencia la hizo reflexionar y abrió la tercera jaula con contundencia.
—Señores, al baño.
Cogió el primer ratón con la mano enguantada mientras con la otra sujetaba el vaso de precipitado, lleno nuevamente de espumoso.
—A vuestra salud —brindó mientras lo colocaba en la piscina. Ya no sentía temor. El miedo le resbalaba como el cava, garganta abajo.
El ratón dudó tan sólo unos segundos y se dirigió agitando las patas hacia la plataforma. También la había encontrado a la primera. Tal vez era una casualidad. Pero el segundo fue una segunda casualidad, y también el tercero, el cuarto y el quinto. Marina los observaba perpleja. El RP-801 también funcionaba cuando no estaba preparado correctamente. De modo que el solvente no constituía ningún problema. Tal vez era la oscuridad del laboratorio, o el ritmo circadiano de la noche, o quizá habían cambiado el stock de sales... o pudiera ser... El cava le había subido ligeramente a la cabeza y no se veía capaz de razonar. Necesitaba tiempo, necesitaba unas cuantas horas para pensar con tranquilidad.
Guardó los animales en las jaulas y lo recogió todo. Limpió el suelo con papel de filtro. Arrojó el resto del cava por el fregadero y la botella vacía en el fondo del cubo grande de la basura. Reunió los datos del experimento, carpetas y libretas. Todo a la mochila. También el frasco del RP-801. Nadie lo echaría en falta. Ordenó enteramente el laboratorio, cerró la unidad experimental y dio una última mirada antes de apagar las luces. La semana próxima nadie sabría lo que acababa de descubrir.
Subía las escaleras con rapidez. Todas aquellas noches de trabajo clandestino se había prohibido el uso del ascensor, por miedo a quedarse colgada. De repente, un pensamiento la frenó sobre los escalones. La fórmula del RP-801 estaba guardada en el archivo de proyectos, en el piso de dirección. No se podía ir sin la fórmula. No tenía nada claro, pero estaba convencida de que no debía dejar aquella información en manos del enemigo. Subió hasta el primer piso con el corazón en un puño. El pasillo de dirección descansaba en una media penumbra. Avanzó entre los olores del poder pegados a la moqueta. Se estaba metiendo en la boca del lobo, pero el lobo dormía. Se dirigió silenciosamente a la puerta del archivo. Buscó las carpetas de los proyectos, que llevaban el año marcado en el lomo. La emoción y el cava le impedían calcular con precisión la fecha de concesión del proyecto. Cogió al azar un archivador. No estaba allí. Cogió otro más reciente. Entre los diversos documentos figuraba el proyecto del doctor Tena. Se imaginó la cara de Miquel cuando se lo explicase. Abrió las anillas y sacó el dossier. Allí dentro estaba todo, la memoria inicial y los informes anuales. Faltaba únicamente el del último año. Lo metió en la mochila, mezclado con todos sus tesoros.
Salió al pasillo para buscar el último informe en el archivo de dirección. Fue entonces cuando oyó un ruido rítmico, como el repiqueteo de una mano sobre una puerta. Empezó de golpe. Luego, unos segundos de silencio, después con más claridad. Alguien que se había quedado atrapado en el ascensor y le pedía ayuda. Dudó. ¿Tenía que hacerse la sorda? Iba cargada de documentos, el RP-801, el proyecto... Se dirigió al ascensor y pegó el oído sobre la puerta metálica. No oyó nada. El ruido parecía salir de más allá, de la parte del ascensor pequeño. Primero tenía que conseguir el informe y después ya indagaría. El archivo de dirección se hallaba dos puertas antes que el despacho de GM. La angustiaba acercarse tanto a la guarida de la fiera. Dentro estaba oscuro. Con la linterna iluminó el paso. Estuvo moviendo las carpetas que colgaban del archivador de Rosa hasta que encontró los informes recientes. No fue difícil reconocer las cuatro hojas grapadas que había escrito el año anterior.
Cuando regresó al pasillo advirtió que los golpes se oían más diáfanos e iban acompañados de gemidos. Aquel pobre hombre debía de estar intentando salir. Al pasar por delante de dirección, oyó claramente que el ruido salía de allí. La puerta de la secretaría no estaba cerrada. Cuando entró estaba oscuro, pero vio luz en el despacho de GM. Pisó sin querer una prenda de ropa. Luego tropezó con un obstáculo blando. Se agachó y liberó el pie del asa de un bolso que le había impedido el paso. No le fue difícil reconocer el bolso de terciopelo y lentejuelas que había visto en Madrid.
* * *
Marina caminaba entre los eucaliptus pensando que Ester la había suplantado con éxito en todas y cada una de sus funciones. Se encargaba de la transcriptómica, se acostaba con Guillem y con toda seguridad ganaría la plaza por oposición. En el fondo se alegraba. Tal vez así conseguiría que GM la dejara en paz. Pero ¿ella? Huía bajo la tenue luz de la madrugada, como una delincuente, con la mochila llena de esperanzas, el corazón desbocado y un malestar en el estómago provocado por una sobrecarga de dudas. Necesitaba un período de desenredo mental para poder repasar con calma los experimentos. Precisaba paz y tranquilidad. Tenía que concentrarse únicamente en los resultados; tenía que calcular, tenía que razonar.
Se dirigió instintivamente al pabellón de crónicos. La enfermera de noche debía de estar en el piso de arriba, porque tan sólo veía a la auxiliar medio comatosa en una de las butacas ortopédicas del comedor rodeada de las flores de papel que todavía colgaban de la pared. Entró en la salita. Lo encontró todo en orden: las historias revisadas en una pila, el ordenador apagado, el bote de los bolígrafos, el bloc de notas. Eran los restos de la pena impuesta que al principio le había parecido insoportable. Ahora que presentía el final, comprendía que había sido una de las épocas más felices de su vida. Miró a su alrededor. La sala estaba vacía, pero llena de vida. Las personas latían detrás de cada puerta, en cada cama, en las mentes de quienes las querían. Se acercó a la cama seis. Acarició con los dedos los cabellos blancos de Beneta, que dormía. En aquel momento tuvo la certeza de que no volvería a trabajar en la sala y de que tampoco volvería a verla viva.