10
Laberintos de agua

Las embestidas eran cada vez más fuertes y la madera repiqueteaba contra la pared con un acompañamiento de chirridos. Los dos cuerpos se movían rítmicamente en un baile de sombras y claridades bajo la débil luz de la rendija de la puerta. Guillem, enardecido por los jadeos de ella, galopaba desbocado para llegar a la meta. Al final cayó pesadamente y se quedó quieto hasta que notó que el sudor se le enfriaba. Entonces se dio la vuelta y suspiró satisfecho. Aquel agotamiento le hacía feliz. Menos mal que se había tomado una pastilla entera, porque ya no resistía aquellos niveles de dedicación y por nada del mundo quería que ella sospechase que no daba la talla. Miró de reojo el perfil blanquecino con las piernas dobladas, los brazos hacia atrás y las manos agarradas aún a la madera del mueble. Era todo un nervio, y elástica como un felino.

Buscó a ciegas el reloj en la mesilla y notó el mármol mojado. Adivinó en el acto el vaso con las violetas derribado por las sacudidas. Se puso una almohada en la espalda y examinó la esfera. Si se le había humedecido, se ganaría una bronca de su mujer, porque era carísimo. Suspiró aliviado al ver que la aguja del minutero seguía girando disciplinadamente. Encendió un cigarrillo y dio una calada muy profunda. Después, siguiendo la liturgia, encendió otro y se lo pasó a Nadia, que ya había abierto los ojos. Ambos aspiraron el humo con avidez y expulsaron nubes grises sobre sus cabezas.

—¿Recuerdas el primer día que me invitaste a fumar?

Nadia no respondió. Por supuesto que lo recordaba. Aquél fue su primer secreto. Por aquel entonces era un muchacho atractivo y perdido en el universo americano.

—Me sorprendió que te dignaras hablar conmigo. Y que fumaras a escondidas —añadió moviendo la cabeza—. Te encontré fascinante.

Nadia seguía mirando el techo y haciendo espirales de humo. Guillem era un joven moreno, alto, muy mediterráneo. Se hacía llamar Willy. Se veía que quería introducirse en el mundo universitario, pero en el laboratorio del doctor Kellerman los españoles eran todavía hispanos, y sólo les confiaban trabajos de segunda categoría, ayudar donde hiciera falta. Aquel día del cigarrillo debajo del cedro, Nadia había presentado la sesión del departamento. En aquellos momentos todo el grupo acababa de hacer un descubrimiento sobre la composición de los neurofilamentos, que a ella le pareció digno de Nature o Science. Tal vez puso en la exposición una pasión excesiva. De pronto observó que Willy, el hispano, sentado en un extremo de la segunda fila, la estaba mirando con ojos acientíficos y con la boca hecha agua. No se cortó ni un pelo. Lo anotó en su agenda mental y, al cabo de unas horas, le pilló bajo las ramas panzudas de las coníferas y, unos minutos más tarde, le tenía en la cama de su habitación alquilada, en el Downtown de Boston.

Se llenó la boca de humo. Es posible que ya no la encontrara fascinante. Él se incorporó, encendió la luz de la mesilla de noche y se levantó para ir al lavabo. Caminaba pesadamente y cabizbajo.

—¿Qué te ocurre hoy? ¿Quién te ha dicho que no? —jugó ella, mientras le veía alejarse por el pasillo.

Se está haciendo viejo, pensaba Nadia, y se fijaba en los pliegues del cuello y de la cintura. ¿Por qué razón los hombres mayores buscaban —y desesperadamente— la admiración y el amor de las chicas jóvenes? Dio una calada profunda. Detestaba que Guillem mezclara sus líos con el trabajo. Siempre había sido un mujeriego, pero nunca un depredador de laboratorio. En cambio ahora, en su país, debía de sentirse protegido por un entorno más permisivo.

Oyó el ruido del agua porque no había cerrado la puerta.

—Me han dicho que no estuviste a la altura en el congreso de Los Ángeles.

Desde el cuarto de baño no llegó ninguna respuesta.

—Te lo dejé todo perfectamente preparado, ¿no? Incluso con la bibliografía resumida. ¿Qué te ocurrió?

Guillem regresaba por el pasillo frotándose la entrepierna con la toalla.

—El imbécil de Wicklow. Volvió a la carga con sus teorías... y me cogió desprevenido.

—No te lo preparaste —negó ella con la cabeza—. Me paso el día pasándote apuntes, y tú no te dignas ni mirarlos.

—No esperaba que estuviera allí —se excusó, mientras le besaba los dedos de los pies con reverencia—. Acababa de dejarle en Madrid...

Y después, arrodillado al lado de la cama, le besó el vientre un poco hinchado, pero todavía tierno. Qué piel... Con los años se había vuelto más fina, más brillante, suave como la seda. Con aquellas piernas tan largas, y pecosas, y los pechos caídos hacia los lados, parecía salida de una pintura renacentista. Aquellos pechos, tan plenos y lozanos antes, seguían causando impresión cuando los realzaba con el sujetador. Apoyó la mejilla en la pantorrilla y liberó el corazón dolorido, mientras contemplaba el papel de rayas mareante que ella se había negado a cambiar cuando alquiló el apartamento.

—La semana próxima se han de enviar las correcciones de los artículos. —Notó que Nadia había suavizado la voz mientras le iba pasando las manos por las entradas y los rizos grises.

La rumana haría muy bien estas correcciones, porque él tenía la cabeza trastornada con el asunto de Marina. Tenía que poner orden y tomar decisiones. En realidad, no sabía qué hacer con aquella becaria rebelde, que no se merecía todo lo que había hecho por ella. La había estado esperando hasta medianoche, inseguro como el que juega con una preciosa burbuja de cristal, angustiado como un estudiante antes del examen final. Incluso le había comprado un reloj que guardaba en el bolsillo. Si todo iba bien, lo vería en su muñeca todos los días, una imagen sublime de posesión. Pero la burbuja no había aparecido. Ni siquiera le había llamado. No entendía por qué le rechazaba. Porque estaba claro que le admiraba, que le deseaba. Él no se hubiera animado si no hubiera visto pistas claras.

—Tenemos que enviar las pruebas. A los editores les molestan los retrasos —protestó la rumana que jugaba y le tiraba del cabello.

Guillem no reaccionaba y seguía pensando en todos los esfuerzos que había invertido para nada. Ni excelencia, ni ambición, ni una pizca de inteligencia. Mucho pecho, mucha espalda, y luego bien poca cosa. De haberlo sabido... Pero se sentía prisionero de sus deseos. Y no eran tan sólo las ganas de hacer el amor con ella.

—La semana próxima estaré en Japón, en el congreso aquél de Yamasaki —conectó finalmente con desgana.

Nadia cruzó los brazos por debajo de la cabeza y frenó un reproche en los labios. Había dicho que no iría al congreso de Japón. Tres congresos en tres semanas era más de lo que un laboratorio serio podía permitirse. Pronto aquello iba a parecer una agencia de viajes. Y entretanto ella tenía que cargar con todo el trabajo. No tenía tiempo ni de ir a la peluquería a cortarse el pelo.

—A Bel le hace ilusión —se excusó enderezándose y sentándose en el borde de la cama.

Nadia, en un acto reflejo, se puso las gafas graduadas para que no se notara el desprecio que le inspiraba la mujer de Guillem.

—Hará turismo, las gheisas, el sushi...

La tendrá colocada y no le molestará, pensó la rumana, cada vez más enfadada.

—Pues que lo haga Marina. Yo no pienso tragarme las correcciones, tengo otras cosas que hacer —amenazó finalmente.

—¡Marina, no! —saltó Guillem, cortante.

Nadia se puso alerta.

—¿Por qué no?

—Es floja, no sirve.

Algo había ocurrido con la becaria, era evidente. Había seguido el tema a distancia, pero ya veía que acabaría mal, que aquella chica se daba muchos humos. Se recostó de lado en la cama.

—Mira, tenemos que pensar qué hacemos con esta niña —insistió él con ganas de hablar del asunto. Se levantó de la cama pesadamente—. No ha respondido a las expectativas que había depositado en ella.

¡Vaya! La chica le había dado calabazas. El interés de Nadia iba en aumento mientras observaba cómo recogía la ropa del suelo.

—No avanza. Hay que dárselo todo hecho —prosiguió Guillem con desesperación. Rehuía la mirada de Nadia y se concentraba en subirse los calzoncillos.

En el congreso de Madrid debía de haber hecho un intento que no había «avanzado». Por eso estaba tan distraído y no daba pie con bola. Es que aquellos becarios eran todos unos ambiciosos. Para ellos la ciencia no era más que un medio de ganarse la vida. Y ellas con la cabeza llena de pájaros, creyendo que con el culo prieto y enseñando el ombligo hacían carrera. No pensaban en las distorsiones del trabajo de equipo.

—No sé qué hacer. —La voz le salió ronca, y Nadia adivinó un sollozo reprimido.

Mira por dónde, Guillem se había enamorado de aquella chica. Miras volvió la cabeza ocultando el rostro, mientras metía un brazo en la manga. Le veía agobiado por aquel problema inconfesable. Y seguro que se sentía muy solo, porque aquella maniquí que tenía aparcada en casa era un estorbo más que otra cosa.

Nadia se incorporó, resuelta, y se sentó en el borde de la cama.

—Tenemos que promocionar a Ester.

Guillem levantó la cabeza y la miró con ojos tristes.

—¿Tú crees?

—Sí, estoy segura. Es trabajadora, lista y bien dispuesta.

Esto último era cierto.

—Tiene iniciativa y es creativa —aderezaba la sénior para acabar de justificar su elección.

Guillem se abrochó la camisa y asintió resignado, mientras imaginaba la creatividad de la becaria propuesta.

—Es más de tu estilo.

Nadia apretó la colilla en el cenicero sensualmente. Le veía tan triste, tan falto de todo. Volvía a ser aquel Willy, perdido en el campus inmenso de Harvard. Él estaba dando unos saltitos sin demasiada convicción para ajustarse los pantalones, pero al notar que le estaba observando, recuperó los modales y se abrochó la bragueta con parsimonia. Nadia dejó las gafas sobre la mesilla de noche. Se levantó lentamente, como la pantera que acecha su presa, y cogiéndole por los extremos del cinturón le acercó su cuerpo. Se lanzaron sobre las sábanas revueltas, y algunas violetas se desparramaron por el suelo.

* * *

Aquella noche crucial, Marina había decidido acudir al despacho, tal como le había pedido GM la mañana del aperitivo de Navidad. El terror de perder los privilegios la había convencido de que no existía ninguna otra salida. Se veía metida en un túnel oscuro, con un único punto luminoso al final del trayecto. Y este punto era Guillem.

De modo que, después de cenar, regresó al Instituto. Como si quisiera retrasar el momento decisivo, dio la vuelta al recinto y entró por el hospital. El inmenso vestíbulo la recibió con los destellos de colores del árbol de Navidad, que le parecieron tristemente artificiosos. Caminaba arrastrando los pies, insegura, como si no conociese los pasillos que tantas veces había pisado para buscar muestras. Finalmente salió al jardín y tomó el sendero del Instituto. Fue entonces cuando oyó una melodía que la hizo estremecerse. Era la balada de Frankenstein, estaba segura, la que había tocado en Madrid. Alguien la silbaba mientras avanzaba entre la oscuridad de las adelfas.

—Un poco tarde para una doctora investigadora, ¿no?

El neurólogo, que llevaba puesto el pijama blanco de guardia, regresaba de visitar a un enfermo en el pabellón de crónicos. Marina justificó su presencia alegando el olvido de unos apuntes que tenía que repasar. Sin saber por qué, se vio con la obligación de retenerle. Se aferró al médico, como si su salud dependiera de él. Necesitaba un café, improvisó, y lo siguió dócilmente hasta la sala de espera de urgencias, donde había una máquina de bebidas y un montón de familiares tan asustados como ella. Mientras esperaban que el chorro de café llenase el vaso de papel, Marina escuchaba a una mujer que transmitía por el móvil las noticias inciertas sobre su hija. La gente de su alrededor fingía no oírla, fija la mirada en la puerta de vaivén, aquella tabla movediza con un ojo de vidrio que escondía la vida o la muerte.

La sala de los médicos de guardia estaba vacía. Allí se quedó Marina plantada con el vaso en la mano, mientras una enfermera se llevaba a Frankenstein a ver a otra paciente. Le siguió con la mirada desde el umbral de la puerta. Le observó, entre las cortinas del box, moviendo las piernas de una joven acostada en la cama, pálida, frágil como una ninfa. Después de la exploración le habló con voz suave, parecía que aún silbara la melodía del encantamiento, y la chica cerró los ojos. El neurólogo anotó alguna observación en la historia clínica, y pasó al box contiguo.

Bajo la luz descarada del fluorescente, Marina se acomodó en una de las butacas de piel sintética que habían vivido tiempos mejores. En la pared, junto a un pequeño armario metálico desvencijado, colgaba un póster de una cala menorquina que alguien con buen criterio había elegido para infundir serenidad a las noches insomnes de los médicos. «Cala'n Turqueta», leyó. Los ojos se le quedaron suspendidos en aquel mar de color azul turquesa, salpicado con las manchas oscuras de las rocas del fondo. Las aguas claras se volvían transparentes al mezclarse con la arena de la playa, y los pinos, ufanos, casi llegaban a bañar las raíces en el agua salada. Sin proponérselo, contempló una y otra vez la fotografía. Quería saber cuál de los elementos de la panorámica la sosegaba por dentro. Se quedó tan fascinada por aquella cartulina abombada que se olvidó de que GM la esperaba al final del túnel, sentado en el sofá de piel. Incluso tuvo un sobresalto cuando Francesc, que regresaba de la ronda, se sentó a su lado. Marina le ofreció un sorbo de café.

—Francesc, aquello que me dijiste de los caminos...

Al principio no cayó en la cuenta. Habían pasado casi dos meses desde el día del desmayo, en el banco de cerebros. Ella le recordó la conversación que habían mantenido sobre vidas alternativas.

—Siempre hay caminos insospechados, dijiste.

El otro asintió levemente.

—Debe de ser como el mar. —Marina señaló con la barbilla las aguas menorquinas—. Cuando mi padre y yo íbamos en la barca, hacía que me fijara en la superficie, y me preguntaba la ruta que había que seguir para ir de una cala a la otra. Tenía que buscar las aguas profundas y evitar las rocas sumergidas con las que pudiera chocar la embarcación.

Francesc la contemplaba con una mirada amable y serena, sin sombra alguna de desacuerdo.

Marina insistía en que en el mar había caminos invisibles, que el agua estaba llena de rutas no dibujadas en ningún mapa. Que incluso las aguas submarinas podían considerarse pasadizos secretos de circulación rápida, donde las especies marinas navegaban con fluidez. Su padre solía decir que las corrientes eran auténticas carreteras que avanzaban por el mar. Unas eran circulares, las cálidas, que recorrían los mares y luego, como si se arrepintieran, regresaban al punto de partida. Otras, en cambio, nunca eran cíclicas, sino lineales. Eran las frías, muy convencidas, siempre de norte a sur o de sur a norte, con la resolución de distribuir el calor por la superficie de la Tierra. Sin embargo, los caminos del mar no siempre eran seguros. A veces los peces se extraviaban arrastrados dentro de laberintos de agua; laberintos que los dejaban solos, alejados de sus familias, desamparados ante los escollos.

Francesc, tal vez por interés en el debate que él había suscitado, o para pasar el rato tedioso de la guardia semanal, la dejaba hablar pacientemente.

—No sé qué pretendo con estas comparaciones. Quizá quiero creer que no hay patrones únicos, que tal vez ni siquiera existen. O que hay tantos que cada uno se confecciona el trayecto a medida.

Una vez planteada la conclusión ambigua de su discurso, Marina esperaba algún tipo de aprobación por su parte. Pero Frankenstein, obstinado, seguía en silencio. Aún transcurrieron un par de minutos hasta que él, finalmente, le preguntó con una naturalidad que la desarmó:

—¿Pero tú quieres cambiar de camino o no?

Ella sonrió por dentro. Le estaba agradecida. Francesc no había abierto la boca, pero la había reconfortado. No quería darle más vueltas, se sentía inexplicablemente serena.

Cuando abandonó el servicio de urgencias, vio que el camino oscuro que conducía al despacho de GM tenía las orillas desdibujadas. Ni siquiera parecía un camino. A lo sumo un sendero equivocado, labrado por pisadas que buscaban atajos de riesgo. Dio media vuelta y regresó al vestíbulo del hospital. Salió a la calle y se dirigió a su casa.

* * *

Las fiestas de Navidad eran más simbólicas que reales. Cuatro días hasta Año Nuevo que pasaban como un suspiro. Pero a Nadia todas las vacaciones se le hacían más largas que un día sin pan. No podía soportar la imagen del laboratorio vacío. Era como ver a un ser querido yaciendo en tierra, sin vida. Le costaba entender que la gente tuviera otros entretenimientos y otras prioridades que no fuesen el trabajo. De modo que el primer día después de las fiestas entró en el despacho alegre como unas castañuelas, y puso en el vaso de precipitado las violetas que había comprado en la esquina. Mientras encendía el ordenador, se extasió con el baile de los becarios en las poyatas, la Cuadra iluminada y la música de los aparatos, que funcionaban felices. Sólo tenía una misión desagradable aquella mañana: hablar con Marina. Precisamente la había encontrado en el pasillo cuando iba a calentar el agua para la infusión. Llegaba cargada con la mochila y con un montón de cautela. La vio tan desvalida y encogida que le salió la vena sensible, que tenía siempre bajo control, y le dedicó una sonrisa a modo de saludo. En realidad, Marina volvía al trabajo convencida de que tendría que arriar velas. Aunque la investigación era su vida, le resultaría difícil seguir trabajando en el Instituto con toda la presión que se le echaría encima. Sin embargo, no sabía qué hacer. Las becas posdoctorales se concedían con lupa, y sería casi imposible encontrar un grupo que la aceptara. Y no podía empezar de nuevo a los treinta años. ¿Cómo podía defender en una agencia de ocupación un perfil laboral de experta en aprendizaje de ratones?

Avanzaba cabizbaja por el pasillo. Le daba la impresión de que la gente la miraba de modo diferente y, sin embargo, todo seguía igual. El barullo de siempre, los olores de los reactivos, el lío de las máquinas. Incluso Nadia, que se había cortado el cabello muy corto, la había saludado amablemente.

Marina estuvo esperando durante las fiestas alguna llamada amenazadora o una carta de despido. Gemma la había advertido de que se informara de sus derechos, ¡tal vez a su regreso no encontraba ni la silla! Pero allí estaba su asiento, aparcado junto a la mesa, tan inmutable y desvencijado como siempre. En realidad, no había vuelto a ver a Guillem desde el día del aperitivo y recordaba que estaba en Tokio desde hacía al menos una semana. Era posible que él también hubiese reflexionado. Era una becaria trabajadora y no podían prescindir de ella tan fácilmente. Tal vez se le había pasado el capricho y la dejaría en paz. Porque, antes que nada, era un científico que se apasionaba por su trabajo.

Con energía renovada se despojó del abrigo y la mochila y los colgó detrás de la puerta. En aquel momento apareció Toni con un abultado sobre en las manos.

—Hoy no voy a estar en el laboratorio —anunció incómodo—. Nadia tiene que firmarme estos papeles y luego he de llevarlos arriba, a gerencia.

—¿Qué papeles?

—Me han concedido una ayuda para una estancia en el extranjero, y me voy a Los Ángeles. ¿A que es un buen regalo de Reyes?

Toni estaba pendiente de renovar la beca y no podía haber pedido ninguna bolsa de viaje.

—Nos veremos luego. —Y Toni desapareció sin esperar su autorización.

Oyó unas risitas en el pasillo. Reina estaba hablando con un becario Depresivo y ambos la miraban burlones. De pronto el laboratorio le pareció amenazador: la luz, fría, las paredes, opresivas, y los compañeros, inquisidores.

Nadia le estaba haciendo gestos desde detrás de los cristales, y Marina se dirigió al despacho como un cordero camino del matadero.

—Siéntate, por favor —le ordenó con voz opaca.

Marina buscó la silla con las manos. Notaba que estaba atrayendo las miradas de todas las poyatas hacia aquel habitáculo transparente.

Nadia sacó un fajo de documentos de una carpeta y los dejó sobre la mesa.

—Han llegado los informes del plan de calidad para la renovación de becarios —la informó mirándola directamente a los ojos—. No son buenas noticias.

El corazón se le rompió en mil pedazos. Por fin llegaba la venganza esperada.

—Ya sabes que la evaluación es externa y anónima. Nosotros no tenemos nada que ver en esto.

Seguro que eran los amigos externos y anónimos de GM. Todos los que le daban coba en el congreso de Madrid. Apretó los labios para no llorar. Aunque se lo esperaba, aunque lo había visualizado miles de veces, sentía que le fallaban las fuerzas.

—No has publicado nada este año. Ya sé que tus experimentos con el RP-801 fueron un fracaso, pero deberías haberte protegido abriendo otra línea de investigación —le reprochó Nadia.

Marina respondió con aplomo que eso era lo que había hecho con los estudios de transcriptómica.

—Debería tener las dos últimas publicaciones. Ya estaban aceptadas... —añadió con un hilo de voz, intentando mantener la serenidad.

—No, no constan.

Aquello fue un duro golpe. La habían suprimido como coautora.

—Pues esos estudios los hice yo —se atrevió a reclamar, pese a que lo daba todo por perdido.

—No consta —repitió inmutable la rumana, como un disco rayado.

No constaba que había trabajado en cuerpo y alma, que se había dejado las manos y las horas en aquellos cerebros malolientes.

Por un momento pensó en explicarle toda la verdad. Era una mujer. Podría comprenderla.

—Nadia, no te lo vas a creer, pero se trata de una venganza.

La rumana fingió no oírla.

—El informe dice que se te concede un plazo de un año para que mejores tu productividad.

—¡Un año! —No era una afirmación, sino el reconocimiento de la trampa mortal, la que te hacía rodar y rodar sin llegar a ningún sitio, trabajar sin rendir, la que llevaba finalmente a la excusa, cargada de razón, para el exterminio. Como Andreu, como todos los becarios de la lista.

Fue presa de un ataque de rebeldía.

—Hablaré con el gerente. Y con el vicerrector y el rector, si hace falta —amenazó tragándose una lágrima.

—Estás en tu derecho, pero no te esfuerces. No te equivoques de nuevo. —Lo dijo de un modo que la obligó a sentarse.

Tenía razón. Era una becaria rebelde y arrogante, le gustaba el trabajo experimental y no había querido liarse con un investigador célebre. Se había equivocado en el trabajo, en el amor y en la sobrevaloración de su persona. Seguramente se trataba de un delito complejo que merecía una condena ejemplar. Los ruidos del laboratorio cesaron, la luz del fluorescente se diluyó, y él mundo se alejaba. Y Nadia esperaba en silencio con un semblante inexpresivo. Fue entonces cuando salió de sus labios la claudicación dolorosa. Pedía clemencia antes de escuchar su pena.

—¿Qué he de hacer?

—Guillem y yo hemos pensado que de momento puedes hacer un trabajo positivo en el hospital.

El hospital, su sentencia. Una buena idea. Nunca avanzaría en un entorno asistencial.

—Tenemos la revisión de historias muy atrasada, y los clínicos no tienen tiempo. Tú eres médico, ¿no? Puedes echarles una mano perfectamente.

Marina sabía con certeza que con aquello no haría currículum, y menos aún a corto plazo.

—Empiezas mañana. Te presentarás al doctor Ribalta. Él ya lo sabe.

La enviaban a Siberia con el doctor Ribalta, Frankenstein. El Francesc de los caminos nuevos, de los cambios de vida. Aquella imposición no era una alternativa, no representaba ningún camino, ni siquiera un paso perdido. No era más que un callejón sin salida.

Abandonó el despacho sin fuerzas ni para dar un portazo, que es lo que habría correspondido. Observó que el pasillo se despoblaba y que las puertas de cristal de los laboratorios se cerraban. Se dirigió hacia su cubículo, pero vio que Ester estaba revolviendo en su mesa. Le debían de haber dicho que «ya podía hacerlo». Vaciló. Tenía que mantener el paso firme si no quería dar un espectáculo. Seguro que todo el mundo esperaba que se fuera corriendo al lavabo a llorar, como era tradición cuando a uno le denegaban una beca o le borraban de un artículo. Pero ella no quería dar esta imagen. En aquel momento menos que nunca. Respiró hondo e intentó tararear alguna cosa. Los versos de «La ola rebelde» servirían. Y marcaba el compás golpeando con la mano oculta en el bolsillo de la bata. Los cristales de la Cuadra mostraban a los becarios tomando el café y a Reina que se volvía. Tardaría mucho tiempo en olvidar la malicia que vio en sus ojos. Entró en el ascensor como si quisiera huir del mundo, y marcó el sótano dos con los ojos empañados, sin ver apenas el botón. La nariz le escocía como si miles de agujas la estuvieran pinchando por dentro.

O-la-o-le-a-da

Can-ta-es-pu-mo-sa

Rue-da-le-ja-na

Jue-ga-con-las-ro-cas

Tra-vie-sa-y-con-fia-da

Unos metros más y estaría a salvo. A aquella hora Orellana estaría despachando en los servicios centrales del campus y siempre dejaba la puerta entreabierta. Se sumergió en los hedores familiares del estabulario y se sentó en el suelo. Ahora sí podía permitir que salieran las lágrimas acumuladas en los ojos. Sollozó con ganas y se sonó ruidosamente. Oía el rumor de las ratas entre el serrín y se sintió tristemente acompañada. Todas estaban destinadas a morir como ella, y no se les hundía el mundo. Seguían respirando, bebiendo y comiendo. Tenían un Orellana que las cogía por la nuca y les decía: «Chicas, todas aquellas promesas de serrín limpio, pienso en abundancia y agua fresca se acabaron». Ahora al hospital, que os vamos a decapitar, revisando historias, y perdiendo el carro de la ciencia, hasta que os muráis de inanición. Esto es lo que esperaban de ella. Tal vez acabaría siendo como un conejo de Indias y aceptaría su destino sin inmutarse. Lo cierto es que no tenía fuerzas para escapar, ni siquiera para gritar. Volvió a hundir la nariz en el pañuelo, mientras repetía entre susurros aquellos versos patéticos.