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¿Es usted médico, señorita?

El día que Marina empezó a trabajar en el Hospital General, la tuvieron un buen rato matando el tiempo, sentada en las sillas de plástico, allí donde la habían estirado cuando se desmayó.

—El doctor Ribalta dice que tardará un poco —le advirtió con desgana una auxiliar.

Recordó el techo despintado del hospital, y las molduras floreadas que lo rodeaban. Cómo habían cambiado las cosas desde entonces.

—Señorita, ¿usted sabe adónde hay que ir? —Una pareja de ancianos mostraba un volante de color verde pálido para las consultas externas de cardiología. Era difícil saber quién acompañaba a quién, porque los dos parecían igualmente vulnerables.

—Lo siento, no trabajo aquí —sonrió educadamente, como si pidiera excusas por llevar bata y no saber dónde estaba aquel dispensario.

Había cometido el error de vestirse de blanco para parecer bien dispuesta, y resultaba una diana perfecta para la masa indecisa que se desplazaba a aquella hora por el pasillo.

Sentada junto al ventanal, hojeaba su currículum que llevaba consigo más para tener las manos ocupadas que para acompañar una presentación formal. En el momento en que iba a cambiar de silla, para huir del aire frío que le daba en la espalda, descubrió a Nelly, que avanzaba majestuosamente por el pasillo. Alguien le había dicho —ahora lo recordaba— que la neuróloga americana había alargado la visita para hacer una estancia profesional en el centro sanitario y que, de paso, se había encaprichado de Frankenstein. Como no tenía ganas de explicarle sus penas, Marina escondió el rostro entre las hojas de sus méritos hasta que Nelly pasó de largo. La vio dirigirse hacia la salida del jardín con la barbilla muy alta y la mirada en el horizonte. Tuvo la absurda impresión de que la riada de visitantes había creado un pasillo vacío en su trayectoria, y la dejaban avanzar como si fuera la directora del hospital, como si pisara una alfombra invisible. A ella nadie le preguntó nada, ni dispensarios, ni escaleras, ni ascensores. Ella sí era la reina del mambo, amiga personal de Guillem y liada sentimentalmente con Frankenstein. Y esto último pudo constatarlo de inmediato cuando Nelly se encontró a Ribalta en el sendero de las adelfas y se besaron en los labios. Marina había aguzado la vista desde la ventana. Sí, se habían dado el pico. Un beso corto y seco, pero un beso. Le resultó extraño que Francesc sonriera a la neuróloga afectuosamente; parecía casi humano. Tal vez aquella relación le haría bajar por fin de las nubes.

Unos minutos más tarde, Ribalta se disculpaba.

—Chica, lo siento —dijo señalando con la mano los cristales, como si en el jardín se acumulasen diversas causas de retraso—. No sé qué ha ocurrido hoy, estoy cargado de trabajo.

Francesc Ribalta se había hecho rogar media hora, que era un tiempo muy superior al límite que ella, cuando llevaba una vida normal, se imponía como tolerable.

—Te ubicaremos en el pabellón de crónicos, aquí no hay sitio, ya sabes cómo estamos en los hospitales —le anunció mientras la cogía del brazo y la conducía al vestíbulo.

La llevaban al pabellón de la muerte, el edificio que siempre le había producido angustia, tan solitario, tan tétrico en aquel rincón sombrío del parque. Tuvo la impresión de que Frankenstein la miraba con lástima: era un paquete que había que colocar. Seguro que le había tocado ir de puerta en puerta por todo el servicio y, al final, el bulto había ido a parar al vertedero del hospital. Salieron a las escaleras del jardín. Caminaban deprisa y en silencio. Sólo se oía el crujido de la tierra bajo los zuecos. Francesc rompió el hielo utilizando medidas de asepsia.

—Nos irá muy bien que nos eches una mano con las historias. Eres la persona oportuna que llega en el momento adecuado.

El tono fue lineal y la mirada, lejana. Marina se preguntaba qué versión de las razones de su exilio habría llegado a sus oídos. Miró de reojo el perfil amable del nuevo tutor y calculó que era una de las personas cuyo pensamiento resultaba más difícil adivinar.

El pabellón de crónicos era un edificio del siglo XIX, con dos plantas y grandes ventanales, que culminaba en una espléndida cúpula de mosaico que representaba las escamas del dorso de un dragón. No obstante, las baldosas estaban tan desportilladas y descoloridas que el animal, más que amenazador, parecía viejo y decrépito. Ribalta se cruzó con una enfermera en la rampa de entrada. Era una mujer de mediana edad con el cabello recogido con una pinza y ojos alegres.

—Primi, ésta es Marina. Ya te comenté que pasaría una temporada con nosotros.

—¡Bienvenida! —la saludó risueña, mientras se daba la vuelta en dirección al hospital—. Y no te asustes, son inofensivos.

Sin embargo, Marina ya oía los gemidos desde el pasillo y, cuando abrieron la puerta de la sala, se le cayó el alma a los pies.

—Aquí tendrás más sitio y estarás más tranquila. —Y el médico le mostró orgulloso un panorama desolador de muertos vivientes, que no le ofrecía ninguna esperanza de comodidad ni de sosiego.

Sondas, sueros, sillas de ruedas, andadores y camas articuladas se esparcían en lo que parecía ser el reino de la ortopedia. La sala central disponía de unas cuantas mesas a cuyo alrededor se distribuían los enfermos. Una decena de habitaciones se abrían a este espacio y se completaban con unas cuantas más en el piso superior. Los enfermos parecían ausentes y no les extrañó ver a una persona nueva en la sala. Era evidente que nadie protestaría por su presencia, porque con un poco de suerte ni siquiera la advertirían.

Y allí se quedó, perfectamente instalada en la salita de enfermería, con un montón de historias para revisar, junto a un ordenador de la vieja escuela, entre baldosas blancas y olores confusos.

* * *

Desde entonces habían transcurrido dos días que parecían dos eternidades. Primi, con los dos auxiliares peruanos, Flor y Hernando, la debían ver muy distante, porque únicamente le pedían ayuda cuando no quedaba más remedio, por ejemplo, cuando hacían falta brazos y manos para mover a un enfermo. Habían hecho algún intento de aproximación por si quería acompañarles a sacar a los chicos al jardín o a tomar un café. Pero Marina no quería integrarse. Lo que quería era marcharse de allí. Ya no pensaba en la compasión que había sentido por aquellos enfermos, ni en el cambio de vida que se había propuesto. Mejor dicho, sí se acordaba, pero se retractaba absolutamente.

Había pensado en hacer un intento de trasladar su beca a Girona, con Miquel, y quería presentarle la propuesta al vicerrector, porque con seguridad sería más objetivo que el gerente del Instituto. Y si le veía receptivo, tal vez le explicaría toda la verdad. Había llamado varias veces al rectorado, pero era complicado hablar desde la sala, porque aquellos tres lo escuchaban todo.

—Todos son viejos —masculló Beneta, mientras arrastraba con el andador el cuerpo retorcido—. Y éste es un palillo, bien seco y bien reseco.

Y movía la cabeza señalando a Pep, al que en aquel momento estaban levantando Marina y Primi.

—Beneta, tenga cuidado, que Pep puede oírla —le advirtió la enfermera.

Marina miraba sorprendida a aquella mujer menuda que, hecha un rebujo de arrugas y con cuatro pelos grises tirantes hacia atrás, se autoproclamaba la jovencita del grupo.

—¿Es usted médico, señorita? —le preguntó con ojos brillantes.

La becaria asintió. Era la tercera vez que se lo preguntaba aquella mañana.

—Pues me gusta mucho la blusa que lleva.

Las chicas taparon con las sábanas hasta la barbilla a Pep, que ya había cerrado los ojos.

—Quítale los dientes para dormir. —El tono de Primi era de una naturalidad escalofriante.

Marina se quedó petrificada junto a la cama del hombre. Su silencio hizo que la enfermera levantara la cabeza y advirtiera la cara de espanto.

—Ya lo hago yo, mujer.

La becaria huyó hacia el ordenador fingiendo que estaba muy ocupada con sus historias. Una dentadura húmeda era repugnante. No sabía por qué razón aquellos enfermos le daban asco. Asco o miedo.

Cuando su padre la llevaba los domingos a pasar visita al hospital, se quedaba en la entrada de la sala con la monja, que le daba jeringas para jugar. Y miraba por detrás de las faldas blancas cómo su padre auscultaba la espalda huesuda de un enfermo o la barriga amorfa de otro. Su padre presumía delante de las enfermeras de que la niña sería médico como él. Pero aquellas personas amarillentas y tristes a Marina no le gustaban nada. Su madre había sido una enferma como ellos y había terminado mal.

Miró a través del ventanal el parque y la sombra del Instituto al fondo. Visto desde esta perspectiva, parecía un lugar extraño. Ya no era su casa. Ni el jardín ni el bosque de eucaliptus parecían los de siempre. Y sin embargo todo seguía igual. Reconoció en el sendero a Reina, que salía de la Capilla con un montón de fotocopias. Probablemente había ido a preparar bibliografía. Todo el mundo debía respirar como cada día. Casi podía verles: Nadia sorbiendo el té en su despacho, con la mirada concentrada en la pantalla del ordenador; Ester, que ocupaba con orgullo el laboratorio de transcriptómica y daba órdenes incesantemente a los muchachos chinos; los becarios, que echaban un bocado en la Cuadra, mientras Orellana, en el piso de abajo, se evadía con la ópera entre el perfume de las ratas. Toni ya debía de haber embarcado hacia Estados Unidos, y Guillem estaba en Tokio, todavía, en el congreso... Se levantó y volvió a marcar el teléfono del rectorado.

* * *

Gemma miraba a Marina, que corría unos pasos por delante de ella. Había adelgazado mucho. La sudadera le bailaba al compás de cada paso. Tenía las mejillas hundidas por debajo de los pómulos, y los ojos se veían grandes y huidizos. Debería haberle prestado más atención, pero la semana anterior había tenido una feria y no había podido ni respirar. Dejó de correr. Estaba agotada.

—¡Vamos a parar un rato! —gritó.

Marina redujo la velocidad. Se sentaron sobre una roca plana, a la orilla del camino. Caía el sol de mediodía, y la vista sobre la ciudad siempre era gratificante, a pesar de que la niebla difuminaba el perfil del mar.

Marina le había pedido a Francesc jornada partida, ya que prefería comer en casa. El resto del personal, enfermeras y auxiliares, trabajaban doce horas seguidas, prácticamente vivían en el hospital, cosa que a ella le resultaba insoportable. Lo cierto es que había hecho un diagnóstico de sí misma que ponía los pelos de punta. Depresión reactiva, probable úlcera de estrés y eczema seborreico en la raíz del cabello compatible con alteraciones psicológicas. Tenía un mal pronóstico y había que poner remedio urgentemente. Pensó que si comía en casa y partía la jornada se airearía un poco.

Sacó la botella de agua y se la pasó a su prima.

—¿Tú no te cansas nunca? —preguntó Gemma antes de beber a gallete.

—No. Necesito expulsar los demonios del cuerpo —respondió Marina cogiéndole la botella e imitando a su prima.

—No pienses más en ello. ¿No dices que la entrevista con el de la universidad te fue bien?

—Ni bien ni mal. —Y se secó los labios con la manga—. El vicerrector dijo que haría lo que pudiera. Pero tengo mis dudas.

Marina se pasó la toalla por la cara. No le dijo que el vicerrector cambió de color cuando supo que su director de beca era GM, ni que a partir de aquel momento rehízo la conversación de arriba abajo. La animó a quedarse con la parte positiva, porque el hospital era un centro de referencia, y ella podía aprovecharlo para obtener experiencia clínica. Marina no estaba para recomendaciones paternalistas. Hizo un intento de explicarle lo que realmente sucedía, pero enseguida se dio cuenta de que no iba a sacar nada en limpio. Aquel hombre la miraba a distancia, como si ya supiera algo. Y, cuando se puso de pie para marcharse, la examinó de arriba abajo de forma tan descarada que la hizo sentirse incómoda. Salió del despacho como un caracol, encogida sobre su informe de beca, que el vicerrector ni siquiera había mirado.

—Supongo que hará lo que pueda.

—Y si no, tendrás que acostumbrarte. No es tan grave —dijo Gemma midiendo las palabras—. Imagínate que estuvieras aún en el Instituto, con aquel tío martirizándote a todas horas.

Marina permanecía en silencio. Enroscó el tapón y guardó la botella en la mochila.

—Al menos la rusa ha sido inteligente y os ha separado.

—Nunca hemos estado juntos y no es rusa —la cortó Marina con un deje de resentimiento.

Notaba que Gemma la miraba como si no fuera completamente inocente de lo que le estaba ocurriendo. Se levantó malhumorada y añadió:

—Y si nos hubiéramos acostado, tampoco tendría ningún derecho a exigirme nada.

Salió disparada, dejando a Gemma sentada todavía al borde del camino. El cuerpo le temblaba a cada paso. Corría mecánicamente. El paisaje no existía, tan sólo aquella cinta de tierra seca que se doblaba en cada curva. Y el aire frío que le enrojecía la nariz, de modo que no se notaba que de nuevo le caían las lágrimas.

No se dio cuenta de que un coche oscuro iba detrás de ella. El chófer seguía divertido los pasos de la chica, y por poco pasa de largo el desvío que anunciaba «carne a la brasa» en una masía. El coche embocó el camino bordeado de retama que bajaba hasta el restaurante. Dos figuras descendieron y penetraron en el local, dejando al conductor apoyado en la barrera de troncos del aparcamiento.

* * *

La reunión de mandamases del Instituto se alargaba siempre innecesariamente, porque algún asistente la aprovechaba para dar su opinión ampliamente y hacerse destacar. La gente no era consciente de que el consejero Matas era un hombre de costumbres sanas y necesitaba comer a una hora prudente. De manera que hizo las señales oportunas para que el vicerrector Sagunto le liberara de aquel gerente pelmazo, que no paraba de hablar del estabulario, y se lo llevara a reparar fuerzas a aquel lugar tranquilo que habían pactado antes de empezar la reunión.

El chófer aparcó el coche oficial en el aparcamiento del restaurante y se quedó fuera fumando. Era otro de los locales que aquellos dos hombres compartían a menudo para comer y que contribuían a aumentar su perímetro de cintura paralelamente a su carrera política.

Mientras saboreaban una cerveza y unas aceitunas arbequinas, Sagunto quiso saber qué se cocía en el campo de los fichajes en el resto de las universidades.

—Los de la Pontificia parece que van a hacer un fichaje de escaparate.

—¿De escaparate?

—Quiero decir fichajes por semanas. Pagas unos cuantos millones y tienes una figura científica mundial como director de Instituto. En realidad, la figura mundial no abandona su laboratorio extranjero superestelar, porque no puede permitírselo. —Se metió dos aceitunas en la boca y, mientras masticaba, añadió—: Ni que les vayas con el sentimiento de la patria.

—¿Y quién hace de director real?

—Se nombra a un director de la casa, que trabaja en la sombra.

—¿Y qué se consigue con esto?

—Tienes un investigador famoso que asesora a distancia, y un nombre mediático en la cartelera nacional.

Mientras bebía un sorbo de cerveza, Sagunto asintió como si diera su conformidad.

Apareció el maître dispuesto a tomar nota de los deseos de aquellos políticos, tan buenos clientes, que conocían la carta a la perfección y sabían decidir con prontitud.

—Para mí, las manitas de cerdo —cantó el consejero.

—Las codornices con patatas, por favor —pidió el vicerrector.

Entonces Sagunto quiso sacar a colación el tema del plan de calidad de los becarios del Instituto.

—No se entiende que ahora empiecen a buscarles las cosquillas a estos muchachos —negó con la cabeza el vicerrector.

Sagunto defendía que se puede castigar al director, pero no al becario, que al fin y al cabo es el más interesado en sacar provecho de su beca.

—Ayer por la tarde vino a verme una de estas becarias con informe negativo. —Matas se repantigó en el silloncito de mimbre para escuchar la historia, al tiempo que se aflojaba un poco el cinturón—. ¿Sabes quién era? Pues, casualmente, la hija de Fontcuberta, pobre hombre...

—No sabía que tuviese hijos.

—Pues sí, es médico y becaria del Instituto. Quería trasladar la beca a Girona, porque dice que tiene allí a la familia... —Negó con la cabeza—. Excusas. Quiere ir junto a su antiguo director. Se siente castigada porque la han apartado del laboratorio y la han colocado en el hospital. Muy extraño.

—La relación entre director y becario a veces es difícil. Pueden surgir desavenencias. —Y escupió un hueso en la mano, para dejarlo después en el plato.

—Me dio mala espina. Estaba muy tensa. Empezó diciendo que se habían producido situaciones delicadas, pero vi que no se atrevía a continuar y preferí no tirarle de la lengua.

—Un lío de faldas, me apuesto el cuello.

—El director es Miras.

El consejero se tragó un hueso sin querer. Y con la voz aún ronca preguntó:

—¿Y qué le dijiste?

—Antes quería comentarlo contigo. Puedo mandarle un escrito diciéndole que no se puede hacer nada sin la autorización del gerente. En realidad, el Instituto tiene un plan de becas independiente. Pero por otra parte, quizá...

—Sacúdetela, sacúdetela. Es mejor. Son temas desagradecidos.

Matas bebió un sorbo de cerveza, lo retuvo en la boca como si se tratara de un colutorio y dejó la copa sobre la mesa. Al mismo tiempo el camarero, que conocía las debilidades del consejero, sustituyó el platito lleno de huesos por uno nuevo, con las aceitunas enteras.

—¿El Supremo sigue protegiendo a Miras?

—De momento nadie dice ni pío. En las altas esferas hay paz y tranquilidad. ¡Y que dure!

Para el consejero Matas no era la primera sospecha de acoso que había rondado por su despacho a lo largo de su experiencia universitaria. Recordaba aquellas confesiones mutiladas, aquel quiero, pero no puedo.

—No se ve el mar con esta niebla —dijo Sagunto mientras estiraba el cuello para mirar por la ventana.

Las codornices con patatas aterrizaron de las manos del camarero, y los dos se apresuraron a colocarse las servilletas sobre las rodillas. Otra camarera se aproximaba ya con el plato humeante de manitas de cerdo con nabos.

—¡Es una suerte la niebla! La niebla femenina, que lo cubre todo. Pocas veces presentan una denuncia formal. Lo único que quieren es tranquilidad y buenos alimentos. —Y deshuesaba con habilidad una manita de cerdo—. No sé dónde leí que las mujeres buscan paz y no justicia.

Su interlocutor parecía entretenido en desarticular el esqueleto del ave y no hizo ningún comentario. A Sagunto se le veía triste. Triste o malhumorado.

—Imagina que te enfrentas a Miras —insistía el consejero—. Organizas un escándalo de aquí te espero, y luego ella se echa atrás.

Sagunto parecía rumiar la carne desmenuzada y algún pensamiento tenebroso.

—Que tú y yo, dentro de tres años, podemos ser de nuevo profesores de a pie —advirtió el otro—. Y entonces te joroban de lleno.

Sagunto sufrió un acceso de tos y tuvo que beber un sorbo de vino para aclararse la garganta. Matas constató que el vicerrector no estaba centrado. Sabía que estaba preocupado por el agujero en las cuentas de su universidad, más grande que el de la capa de ozono. Pero además, se anunciaban elecciones a rector y ya debía de verse de patitas en la calle. Mientras se limpiaba los labios con la servilleta, el consejero miró a través del ventanal. Era una panorámica de contrastes: la ladera de la montaña descendía entre matorrales y pinos, con algún camino bordeado de cipreses. Y al fondo, la magnífica mole de la gran urbe, con las torres inmensas sobre la cinta plateada del mar, los campanarios, las agujas góticas de los templos. Los edificios se agarraban a la naturaleza como un amante que desea a una mujer voluptuosa.

—¡Qué país, el nuestro! Modesto y magnífico a la vez. —Matas señaló con la servilleta a través de los cristales.

—Un país que puede decirte que no cuando se celebren las próximas elecciones.

—¡Ni pensarlo, hombre! ¿No ves que ganaremos?

—¿Y repetirás como consejero?

—Esto es más complicado. Ya lo sabes, los equilibrios de fuerzas en el partido...

—Tú no tienes por qué preocuparte, te crearán alguna coordinación general con tres nombres y cuatro apellidos, para que puedas ir tirando.

—Chico, no seas duro. Ya sabes cuál es el sistema de prejubilación de los políticos.

Sagunto estaba pinchando una patata sin acabar de decidirse a metérsela en la boca. Matas adivinó que el vicerrector le envidiaba, era evidente, porque cuando se le acabara la prebenda, volvería a las clases, al despacho minúsculo, con una secretaria tan compartida como ineficiente, y habiendo perdido el tren de la investigación.

—Si quieres que te eche una mano...

—Hombre, ¡te lo agradecería!

No hacía falta decir más. La patata con mayonesa se deslizó finalmente por la garganta del vicerrector, y los ojos se le empañaron con una capa de lágrimas muy fina.

—¿Estaba buena?

—¿El qué?

—La chica.

—Qué te voy a contar...

—De modo que Miras...

—Pondría las manos en el fuego.

Ambos esbozaron una sonrisa contenida sin poder acabar la conversación, porque el camarero apareció con una bandeja de trufas y cava, obsequio de la casa.

* * *

Primi y Flor ordenaban el aparcamiento de sillas de ruedas en batería alrededor de la puerta de cristales de la sala. Brillaba aquella mañana un sol luminoso de enero, con una temperatura suave, como si fuese primavera. Aprovecharían para sacar a los enfermos al jardín, a que les diera un poco el aire. Flor se puso un jersey grueso azul marino sobre el pijama blanco del uniforme y se metió una novela en el bolsillo.

La peruana era una mujer alta y gruesa, que lo organizaba todo con solemnidad, como si fuese trascendental. Había vestido a los enfermos con abrigos y hasta con algún gorro de lana, y estaba comprobando con calma que todo el mundo llevase calcetines y zapatillas. No saldría nadie que no fuera bien calzado. Porque ninguna de aquellas personas era dueña de su destino. El médico, la enfermera e incluso la auxiliar disponían de sus voluntades. Decidían cuándo había que tomar el aire, cómo tenían que vestirse, qué se llevaban a la boca y, muchas veces, el momento de hacer sus necesidades. Establecían la terapia que había que seguir, cuándo era prescindible la medicación y, por encima de todo, cuál era el momento crítico en que ya eran inútiles los esfuerzos. Hombres y mujeres, cuando ingresaban en la sala de crónicos, renunciaban implícitamente a la poca voluntad que les quedaba.

Beneta, sin embargo, no era una enferma como las otras. Malhumorada y gruñona, se rebelaba a menudo contra las órdenes de la enfermería. Aquella mañana se había negado en redondo a salir y se agarraba a la bata de Marina como una niña pequeña. Hacía frío, y no quería ir con los viejos, reclamaba enfadada. Marina se ofreció a quedarse con ella y también con Pep, que yacía adormilado en la cama. Las enfermeras accedieron. Era médico, ¿no? Y se había ofrecido ella solita.

Arrastraron con cuidado la ristra de sillas por la rampa y las fueron esparciendo por un claro soleado de hierba situado entre dos abetos. La enfermera y la auxiliar parecían dos niñas en el patio. Se subieron las perneras de los pantalones del pijama y se bajaron los calcetines hasta los tobillos, para poder lucir unas piernas morenas. Pero soplaba un fuerte airecillo. Al poco rato tendrían que desplazarse hacia el lateral del edificio porque el sol iba corriendo, y aquella gente se constiparía.

Marina observaba impaciente la excursión escolar a través de la ventana. Dispondría de un buen rato para llamar a gerencia. Llevaba toda la mañana intentando hablar con la secretaria del gerente, y no había recibido más que excusas y dilaciones. No tenía muchas esperanzas, y menos ahora que GM había regresado de Japón y pondría todos los obstáculos posibles a su huida. Aunque fuera para martirizarla un poco más.

Después de media hora de intentos, finalmente oyó la señal en el auricular. Fue entonces cuando Beneta golpeó el marco de la puerta con el andador metálico. Marina soltó el teléfono del susto.

—Se está muriendo —anunció imperturbable la enferma hundiendo las encías en cada palabra.

—¿Quién se muere?

—Aquel viejo de la cama.

La mujer señaló con la cabeza la puerta abierta de la habitación de Pep. Marina aguzó el oído. De la capa blanca de las sábanas surgía un estertor.

Se levantó y se dirigió hacia allí con aprensión. El anciano boqueaba con los ojos ya en el otro mundo.

Marina se quedó paralizada por el terror. ¿Qué había que hacer en estos casos? Había que intubar, desfibrilar, hacerle un masaje cardíaco, el boca a boca... pero ¿dónde estaba todo? ¿Dónde estaban todos?

Corrió hacia el ventanal. El grupo de excursionistas había desaparecido de su acampada.

Se dirigió al teléfono, tenía que llamar a un médico. No había línea.

—¡Oiga, oiga! —gritó histéricamente por el auricular.

—Aquí la gerencia del Instituto de Neurociencias. ¿Con quién hablo?

¡Ahora le salía la secretaria del gerente!

—Cuelgo, lo siento. Tengo una urgencia.

Una urgencia que estaba medio muerta. No supo encontrar el número del médico de guardia. Estaba anotado el de las ambulancias, el del banco de cerebros y algunos nombres indescifrables escritos a mano. Marcó compulsivamente el número de la centralita del hospital. Salió un contestador con voz de robot advirtiéndole que si conocía la extensión marcara el uno; que si quería pedir hora, marcara el dos; que si necesitaba información sobre donaciones de sangre, marcara el tres, y que si no conocía la extensión, esperase para hablar con la operadora. No conocía la extensión de urgencias, y la operadora no debía estar operante aquel día. Mejor sería ir andando hasta el hospital, pero no iba a dejar solo a aquel hombre con aquella vieja loca.

—Ya está muerto —anunció Beneta, como quien anuncia que está lloviendo.

Marina se acercó corriendo. Los ronquidos habían cesado. Le tomó el pulso. No notó el burbujeo de la sangre corriendo por la radial. Las manos todavía estaban tibias.

Se sentó a su lado. Era culpa suya. No había sabido hacer nada. Ni siquiera coger el teléfono y llamar a alguien competente.

—Lo siento —dijo con el dolor de la vergüenza, sin poder apartar la vista de la dentadura que parecía reírse dentro del vaso de agua.

Beneta se le acercó con el andador de ruedas.

—Todos son viejos y tienen que morir. ¿Y tú eres médico, nena?