9
El pico del Pedraforca

Pasó la noche prácticamente en blanco. Estuvo dando vueltas y más vueltas como una mariposa de luz, mareada por el brillo de la seda del cubrecama y la calefacción tan fuerte del hotel. No hubo manera de pegar ojo. De nada sirvieron los versos de «La ola rebelde», de «La barca vieja», ni de «Viento de levante». Al final se tragó un somnífero y se quedó dormida con el libro abierto entre las manos. El móvil la despertó con una resaca incipiente, que la voz de GM, deliberadamente íntima, intensificó de inmediato. Cómo estaba su ángel demente, le preguntó con voz profunda. Y añadió con un murmullo gutural que había estado fantástica y que no podía quitarse de la cabeza el recuerdo de aquella noche, el tacto de su piel, el olor de su cuerpo. Marina se preguntaba si de verdad no había ocurrido nada, porque parecía que lo habían hecho de verdad. Al colgar, suspiró aliviada. No parecía estar molesto por su huida, y esto le dejaba un paréntesis de tranquilidad emocional para afrontar con serenidad el congreso y la moderación de la mesa redonda.

Todo fue como una seda. Las ponencias brillantes, como cabía esperar de aquellas figuras mundiales. Ni demasiado recargadas ni demasiado escuetas. El debate también estuvo magnífico. Ella sólo había tenido que introducir el primer comentario para encender la hoguera de las preguntas. En la sala Cervantes había surgido todo lo que se estaba haciendo en el mundo, incluso las tendencias todavía subterráneas.

A la salida la felicitaron por la dinámica de la sesión, y los congresistas quedaron convencidos de que dominaba los temas de investigación de los ponentes. Los apuntes de GM habían funcionado a la perfección. Él le guiñó un ojo a distancia, y ella le respondió con una sonrisa agradecida. Tal vez se estaba comportando de forma muy egoísta con aquel hombre tan importante, que se dignaba perder el tiempo con una becaria de segunda fila. Tenía que replanteárselo, pero necesitaba tiempo para pensar.

A la hora de comer había quedado con Andreu en el comedor del hotel. El becario quería repasar cuatro cosas sobre su comunicación de la tarde. Le vio de lejos esperándola en una mesa. Llevaba puesto el traje oscuro que le proporcionaba un aspecto algo lúgubre. Estaba muy nervioso. No comió nada y no paraba de garabatear las servilletas de papel con las aclaraciones de su compañera. Se había quedado con la idea de que iban a por él.

—Luego no entenderás nada —le advirtió Marina.

—Ahora me voy a encerrar en los lavabos y lo repasaré todo.

Y dobló los papeles con cuidado.

—¡Vamos, que no es para tanto! Son sólo diez minutos que pasan volando.

—¿Estarás allí? —le preguntó Andreu sin levantar la vista de las servilletas dobladas.

Parecía un chiquillo.

—En primera fila, te lo prometo.

Le lanzó una última mirada ansiosa antes de marchar, y Marina le apretó la mano para confortarlo.

Cuando Andreu salía, entró Schilling. El americano llegó con un café en las manos y una sonrisa lánguida debajo de las gafas de pasta. Se sentó en la silla aún caliente de Andreu. No había podido felicitar a Marina por la mesa redonda, y tenía un par de ideas para futuras colaboraciones.

—Nice to meet you —interrumpió Ester sentándose entre los dos sin más preámbulo.

En vez de darle la mano, se la cogió entre las suyas y la retuvo hasta que Schilling, desconcertado, la recuperó disimuladamente. Ester se descolgó del hombro el bolso de terciopelo y lentejuelas y lo colocó sobre la mesa, como si tomara posesión de la situación. Aquel bolso tan recargado no pegaba ni con cola sobre la superficie pulida de mármol. Muy decidida sacó una tarjeta personal, que le ofreció al americano mientras abría la boca como un pez a punto de morir.

—I admire you.

A continuación le soltó un discurso sobre sus investigaciones, en un inglés tan macarrónico que dejó a Schilling más aburrido que una ostra. Y luego no paró hasta que subieron al piso de arriba para enseñarle su póster.

Marina miraba inquieta su reloj. El secuestro de la valquiria hizo que no llegaran puntuales a la sala de comunicaciones. Resultó que no era en la sala Cervantes, como estaba previsto en el programa. Habían trasladado las comunicaciones sobre esquizofrenia a la sala Lope de Vega, al otro lado del hall. Los tres se apresuraron, mientras Ester, como si se le hubiera aflojado algún tornillo, no paraba de reír.

* * *

Aunque la sala estaba ya a oscuras, Marina quiso sentarse delante, en la segunda fila, y los otros dos la siguieron. Presidía la mesa en el estrado GM, como moderador de la sesión, y un becario con acento del sur estaba explicando sus diapositivas. Marina buscó con la mirada el perfil de Andreu en los asientos de delante. En la penumbra le pareció que mostraba una rigidez inusual. Al cabo de unos minutos, Marina tomó conciencia de la situación. El becario de Sevilla que hablaba en aquellos momentos mascullaba su presentación, inseguro, repitiendo las frases, con la mano temblorosa sobre el mando a distancia... ¡y en inglés! En un inglés de mínimos, de supervivencia. A Marina se le cayó el alma a los pies. La sala Lope de Vega no disponía de traducción simultánea. No tuvo tiempo ni de reaccionar, porque se encendieron las luces mientras el moderador resumía la presentación con algunas observaciones y, como no hubo preguntas, se anunció la comunicación siguiente, de Andreu Margarit, del Instituto de Neurociencias de la Universidad de Cataluña. GM repitió dos veces «please Andrea Margarit, Andreu Margarit, please», mientras el becario permanecía paralizado con las manos agarradas al asiento. Al final se despegó de él con un golpe seco y subió al escenario con las piernas tan flojas que parecía que no pisaba el suelo. Cuando la azafata le puso el micro en la solapa, estaba blanco como un muerto. Marina pensó que iba a desmayarse de un momento a otro, aunque luego, cuando abrió la boca y leyó el título con un símil anglosajón, tuvo la remota ilusión de que lo lograría. A continuación se produjo un silencio interminable y, finalmente, un primer intento de hablar en castellano.

—In english, mister Margarit —le amonestó GM, omnipotente.

Andreu permaneció allí, de pie, implorando piedad y cerrando los puños para retener las lágrimas.

—Is there anyone in the audience that can help him? —preguntó divertido el moderador.

Marina pensó que debería levantarse, pero las piernas no le respondían. Estaba aterrorizada de ver el estado patético de Andreu, se sentía intimidada con la dureza de GM. Oyó que Toni, convertido en la voz de la conciencia, le murmuraba desde la fila de atrás:

—Ve tú.

Pero ella se hundió en el asiento. Andreu no era de su grupo, y sorprendería a todos que saliera a ayudarlo. Y GM no lo aprobaría.

Dos segundos más tarde, Andreu claudicó. Se quitó el micro con mano temblorosa, bajó del estrado y se dirigió cabizbajo y con paso vacilante hacia la salida de la sala. Un murmullo creciente surgió entre el público. Marina ni siquiera se incorporó. Toni fue el único que salió tras el muchacho. Pero antes dirigió una mirada de reproche a la becaria que ella no olvidaría nunca.

* * *

Desde aquel día nadie volvió a ver a Andreu. Desapareció del congreso, del Instituto y del mundo. El móvil estaba fuera de servicio, y sus vecinos no sabían dónde se alojaba. En el Instituto sólo Marina y Toni le echaban de menos. Los otros investigadores del sótano seguían trabajando como hormigas de un hormiguero. Pronto no respetaron ni su sitio ni su silla. Lo invadieron todo. El único rastro de su existencia era el póster del pico del Pedraforca, que nadie se preocupó de desclavar del cielo del laboratorio.

A Marina se le revolvían las entrañas cuando pensaba en Andreu y en su huida del congreso. Nunca se había sentido tan avergonzada. Jamás habría pensado que pudiera ser tan cruel con un amigo. Y estos pensamientos se le mezclaban con el temor, porque tal vez ella sería la próxima. De momento tenía la sartén por el mango y controlaba la situación, pero ya empezaba a quemarle las manos.

Después del simposio GM voló directamente de Madrid a Los Ángeles, donde tenía que asistir a otro congreso de la Sociedad Americana. Durante aquella semana Marina no supo nada de él. Aliviada, pero también inconfesablemente decepcionada, quiso creer que todo había terminado y que, mira por dónde, no había sido más que un impulso de hombre caprichoso.

Pero el primer día después de su regreso, las cosas cambiaron. GM bajaba a menudo al laboratorio y lanzaba miradas fijas, frases con segundas intenciones y contactos furtivos. De vez en cuando, Marina encontraba un sobre con una nota alusiva a la noche que pasaron juntos. Le pidió un par de veces que subiera a su despacho, pero ella lo evitó escudándose en el montón de trabajo que tenía que acabar antes de Navidad.

—Tienes que hablar con él y aclarar las cosas —la instaba Gemma, que se quedó de piedra con toda aquella historia.

—Primero tengo que aclararme yo misma.

—No puedes hacer de calientabraguetas —la cortó secamente Gemma—. Tienes tres posibilidades: le dejas, sigues con él porque te enamoras o sigues con él porque te conviene.

Gemma era así de práctica. A cada cosa su nombre. Si te gusta un poco, es como si fueseis muy amigos, y todo va junto. Tampoco tenía que ser una estrecha y hacerse la escrupulosa.

—¿Tú lo harías?

—Tal vez sí.

Incluso aceptando la tesis de su prima, ni siquiera sabía si Guillem le gustaba. Le apreciaba, eso sí. Pero se mezclaban sentimientos como el agradecimiento, la lástima, la fidelidad y tal vez incluso el miedo.

Este revoltijo de sentimientos era diseccionado y analizado todos los días, con bisturí de hoja fina y lupa. Pensaba una y otra vez en ello, como si estuviera jugando con un ovillo de lana. Consultaba mentalmente a su padre como no lo habría hecho de estar vivo.

—Haz lo que sientas.

—Es que yo no le quiero de verdad.

—Pero tal vez más adelante. Estas cosas llegan con el tiempo.

—Es que no creo que desee quererle. No es un hombre bueno.

—Contigo ha sido bueno, ¿no?

—Sí.

—¿Y vas a perderlo todo?

—¿Por qué tengo que perderlo todo?

Ésta era cuestión. Tal vez si hablaba con él, lo entendería.

* * *

Aprovechó un día que Guillem insistió en acompañarla a casa, porque tenía un acto académico en el rectorado por la noche. Pasaría por el centro, y así estarían juntos un rato.

El coche deportivo negro le esperaba en el aparcamiento del Instituto. En cuanto cerró la puerta, le plantó ya la mano en el muslo.

—¿Me has echado de menos? —preguntó sonriente.

Marina movió la cabeza con un gesto impreciso. El director iba muy elegante, vestido de oscuro de arriba abajo e intensamente perfumado. Marina buscó de manera inconsciente rastros de su esposa en el interior del coche. ¿Tal vez unos pañuelos de papel mentolados? ¿O pastillas de eucaliptus en la guantera? Parecía más bien que cada uno tenía su coche y su vida.

Él estuvo hablando todo el tiempo del éxito de Madrid y de sus contactos en Los Ángeles y del dinero que le habían prometido en el Ministerio. Mientras atravesaban media ciudad de manzanas y cruces, Marina pensaba: ahora, ahora, pero el semáforo se ponía verde, mejor ahora no, la próxima vez que paremos; pero al siguiente rojo tenía de nuevo una mano en el muslo, y quizá ahora tampoco. Tan sólo cuando embocaron la calle donde vivía, se decidió a hablar.

—Mira, Guillem, lo siento, pero yo no te quiero. —Así de claro. Respiró hondo.

Tardó unos segundos en contestar.

—Estás nerviosa. —Daba la impresión de no haberla entendido.

—No te había dicho nada, pero salgo con una persona... —mintió a la desesperada, como le había oído aconsejar a alguien—. Salgo con Ricard, que es más que un amigo.

Él frenó en seco y subió a la acera con un movimiento brusco.

—Vamos en serio —añadió ella con firmeza.

—¿Por qué mientes? —la interrumpió, cogiéndola de la barbilla con determinación—. Sé que no sales con nadie.

Ella apretó los labios y no se vio con fuerzas para contradecirle. Se le veía demasiado seguro.

—No has de tener miedo de nada —suavizó el tono mientras le cogía la mano por encima del cambio de marchas—. Todo lo que nos ocurre es natural. Libérate.

Y le rozaba la espalda por debajo de aquel amplio jersey que se había puesto para evitar malos pensamientos.

—Mi ángel demente. Te he echado tanto de menos... Todos los días, cuando te veo... No puedo...

Ya se veía que no se daba por aludido. Afortunadamente, la llegada de un autobús por detrás, que no podía pasar, la obligó a apresurarse a salir del coche y escurrirse de las manos como un pez mojado.

—Nos vemos mañana.

Y mientras cerraba la puerta con un golpe seco, daba por concluida y perdida su última esperanza de entendimiento.

A partir de aquel día Marina intentó mantener un trato profesional, distante, evitando siempre las puertas cerradas, los despachos y los coches. Se recogía los cabellos con una coleta, vestía ropa holgada y jamás se quitaba la bata de trabajo. De todos modos, quería creer que el deseo de GM se mitigaría con el paso de los días, como la fotografía de un ser querido que se decolora con el tiempo.

Últimamente, le gustaba sentarse algunos ratos en la Cuadra. Rodeada de gente se sentía segura y a la vez podía evadir el pensamiento. La taza de Andreu, del Centro Excursionista, se amontonaba aún boca abajo junto con las demás en la mesita de la cafetera, como un testimonio de su intento de escalar la cima inaccesible de la ciencia. Pobre Andreu, no podía dejar de pensar en él. Su inglés le había matado. Debió de saberlo en el momento mismo en que entró en la sala Lope de Vega. Fue una ejecución como Dios manda. Todavía le recordaba subiendo lentamente al patíbulo, con la palidez de los condenados. Cuando le pusieron el micrófono en la solapa, parecía que el verdugo le estuviera pasando la soga de la horca por el cuello. «In english, please, mister Margarit», y él con su traje oscuro en medio del escenario, como un ciervo que espera consciente el tiro del cazador. ¿Por qué lo hizo Guillem? ¿Por qué no tuvo compasión de Andreu? Era un buen investigador y estaba mejorando poco a poco en los idiomas. Pero ella tenía la culpa. Andreu le había pedido que estuviera allí y ella no había hecho nada para ayudarle. Se había quedado paralizada en el asiento, al lado de Schilling y de Ester. Una cobarde inmersa en la nebulosa del éxito científico, entre un astro y una escaladora, dejando escapar por el pasillo a un amigo entre lágrimas.

* * *

El aperitivo de Navidad era la ocasión en que el personal de administración tomaba las riendas del Instituto. Las secretarias, por riguroso turno rotatorio, eran las encargadas de organizar la comida, la bebida y los regalitos. Aquel año era Rosa, la secretaria de dirección, la que llevaba la batuta, y dedicaba más tiempo a recortar ciervos plateados que al nuevo plan de calidad de renovación de becarios que había de aprobar el consejo ejecutivo antes de finalizar el año.

Las novedades de aquella Navidad eran un incremento en el presupuesto de los canapés y la compra de unas gorras de Papá Noel, que llevarían las organizadoras como distintivo honorífico. El día 23, a las doce en punto, Rosa puso en marcha la música de villancicos de su ordenador, en la planta de dirección, y a partir de ese momento, como si se hubiera disparado el pistoletazo de salida, el personal fue saliendo de sus guaridas. Los becarios subieron puntuales del sótano, con la buena disposición de ahorrarse la comida. Los séniors bajaban del segundo piso, de modo más disperso, pero sin faltar a la cita. La celebración navideña ofrecía la oportunidad de ver al director y al gerente sin tener que suplicar hora de visita.

—Feliz año, Marina, ¡que tengas mucha suerte! —la felicitó alguien mientras besaba a aquella becaria con la que había que estar a bien, porque se decía que iba a ser la mano derecha de Miras, incluso más que Nadia, y si no, al tiempo...

El ruido apagado de las copas de plástico que se compraban y tiraban todos los años semejaba un lejano toque de campanas que no presagiaban nada bueno. Hacía días que Marina no había visto a GM. El día anterior había bajado al laboratorio, y apenas intercambiaron unas palabras. No sabía cómo interpretar ese cambio de actitud. O bien había aceptado que ella sólo deseaba una relación profesional, o bien estaba modificando la estrategia.

Apenas unos minutos después del comienzo del aperitivo, el director salió del despacho. Llevaba una bufanda roja y un rostro triunfante, y no paraba de bromear con la gente, aquí y allá, entre los recortables y las guirnaldas que colgaban de las paredes. Las secretarias de las gorras le rodeaban para fotografiarse con él, arreglándose el cabello y tirándose de las medias, mientras Orellana miraba por el objetivo, temiendo que no saliera, y que le echaran la culpa a él, que no tenía que haber subido.

Los regalitos ocuparon la segunda parte del aperitivo. Aquel año un laboratorio farmacéutico había repartido unos bolígrafos bastante presentables, con una funda de imitación de piel que, además, no llevaban ningún logotipo. Más de uno lo envolvió de nuevo cuidadosamente para utilizarlo en caso de compromiso.

—En el despacho tengo mi regalo de Reyes —le murmuró GM al oído, acercándosele por la espalda.

Marina fingió no haberle entendido y siguió comiendo turrón con el estómago encogido. El director insistió al cabo de unos minutos.

—Los dos artículos, los han aceptado.

Marina se puso tan contenta que se olvidó de sus propósitos y le siguió como un corderito hasta el despacho. Mientras GM daba alguna instrucción a su secretaria, ella, plantada en medio de la habitación, se admiraba del orden que reinaba. Parecía que allí no trabajaba nadie. En cuanto cerró la puerta, GM arrojó los artículos sobre la mesa con un gesto desafiante.

—Aquí tienes las pruebas de imprenta. ¿Las quieres o no?

La becaria seguía inmóvil en el centro del despacho, con el alma en vilo por el cambio de tono de la voz.

—¿Quieres ser una científica famosa, tener un trabajo estable?

—Por supuesto —respondió secamente.

—Pues ya sabes lo que tienes que hacer. —Le abrió la bata y con modales groseros le bajó la cremallera del jersey.

Marina, estupefacta, no reaccionó. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué venía esa violencia? Y sin el más mínimo tacto, porque allí fuera estaba todo el personal. ¿Habría cerrado la puerta con llave? Notaba su mano avanzando sin ninguna delicadeza por dentro del sujetador. GM se mantenía expresamente alejado, dejando entre ellos un espacio vacío. Aquello parecía más una exploración médica que una aproximación amorosa.

—¿No te das cuenta de que los dos juntos trabajaremos mejor?

De reojo, Marina miraba con dolor los artículos esparcidos sobre la mesa. ¿Acaso no había trabajado día y noche? Había estudiado, se había quemado las pestañas. ¿No se merecía publicar como todo el mundo?

De pronto se abrió la puerta y entró Rosa con el gorro de Papá Noel y una carpeta con las renovaciones de las becas que, según decía, le había pedido el doctor Miras. Marina, de espaldas a la entrada, se cruzó la bata en un acto reflejo.

—Gracias, Rosa —sonrió GM, que parecía haber planeado expresamente aquella interrupción.

—Le espera el gerente —añadió la secretaria con un deje de sospecha en la voz.

—Diez minutos y voy. Por favor, que no nos molesten. —Le guiñó el ojo.

Una vez cerrada la puerta, GM se sentó detrás de la mesa de nogal y se balanceó sobre el asiento. La sonrisa sarcástica desapareció dejando paso a una actitud apesadumbrada y a unos ojos afligidos.

—Mi ángel demente. ¿Es un ángel caído o volverá a volar entre las nubes?

Marina le miraba en silencio, apretando los pliegues de la bata contra el pecho.

—Sabes lo que quiero, ¿no? —Su voz sonaba desesperada.

Con un ligero movimiento de cabeza señaló los sofás de piel que había en un ángulo del despacho.

—Esta noche iré a una cena en la Academia. Cuando salga, pasaré por aquí a buscar algún documento que me habré olvidado. Dejaré el despacho abierto. Espero encontrarte aquí.

Se levantó y, cogiendo los artículos, hizo ver que golpeaba la mesa.

—No aceptaré más excusas.

Pretendía ser un gesto brusco, pero le fallaron las fuerzas y las copias volvieron a desparramarse sobre la mesa. Con paso inseguro cruzó el despacho y le rehuyó la mirada.

Al abrir la puerta, una nube de villancicos y voces alegres invadió el ambiente tenso. Fueron dos segundos. Luego sólo persistió el silencio amenazador del despacho.

Se abrochó el jersey y abrió decidida el dossier de las renovaciones de becas que Rosa había dejado sobre la mesa. Resultó fácil localizar la lista de becarios posdoctorales. Buscó su nombre entre las efes, Fàbregas, Fernández, Fontcuberta, Marina Fontcuberta, y unos puntitos al margen que finalizaban en un «Pendiente de evaluación final». «Pendiente de evaluación», se repetía mentalmente. Cerró la carpeta y dirigió los ojos hacia el sofá. Ella sería la siguiente.