Unas semanas más tarde, Nadia empezó a trabajar en el Instituto para dirigir de cerca los cambios y las recientes adquisiciones de utillaje. Con la nueva tarjeta de identificación oscilando sobre el pecho y su peculiar inmunidad al cansancio físico, recorría los laboratorios armada con papel y lápiz, dando órdenes y anotando misteriosas palabras en rumano.
En el pasillo se iban acumulando cajas embaladas con valiosos contenidos, que ocupaban el lugar de los viejos congeladores y de las centrifugadoras, que fueron eliminados por obsoletos. Se dotó al laboratorio molecular, que habitualmente utilizaba Ester, de material de última generación, importado del extranjero. Contrataron a los cuatro técnicos pactados: el bioinformático, que llegó de Inglaterra, fue ubicado entre las administrativas del primer piso, que estuvieron encantadas de compartir espacios y máquina de café con un extranjero alto y rubio, aunque un poco reservado. Los otros tres eran técnicos de laboratorio, chinos de California, altamente cualificados, varones todos ellos, que como autómatas se pusieron a montar los nuevos aparatos bajo la vigilancia directa de Nadia. La rumana mandó derribar el tabique que comunicaba con el laboratorio de los Depresivos y les robó unos cuantos metros para montar su cuartel general. Eran cuatro metros que incluían una pequeña ventana, cerca del techo, con el correspondiente rayo de luz natural para las violetas. Desde aquel mirador de paredes de cristal Nadia podía hacer un seguimiento constante del trabajo en los laboratorios, y eso la hacía feliz.
Finalmente, llegó Guillem Miras. La mudanza familiar ya se había llevado a cabo la primera semana de julio, pero él tardó aún unos días debido a compromisos previos —se excusó— en Estados Unidos. A partir de entonces Guillem Miras compartiría con el gerente las responsabilidades del Instituto como nuevo director del centro.
Guillem dio el visto bueno al nuevo despacho. Se sintió cómodo desde el primer momento. Era una estancia luminosa, de tamaño más que suficiente, con una mesa sólida y un ventanal de dos batientes, con vistas al jardín. Quiso agradecer, especialmente al gerente, señor Marçal, la iniciativa de cederle la oficina, y le envió una nota escrita a mano. El hombre había tenido que trasladarse al modesto despacho de Miquel Tena, que unas semanas atrás se había marchado a Girona. Todo el Instituto estaba enterado de las lágrimas que el gerente había derramado al abandonar su queridísimo despacho. O al menos ésta era la versión que la secretaria de dirección, Rosa, cedida también en el mismo paquete, se encargó de propagar por todo el centro.
Aquella mañana de julio, todos los séniors habían sido convocados oficialmente. El señor Marçal, tras las presentaciones formales de los jefes de grupo, deseaba hacer una visita detallada por las distintas dependencias del Instituto. Guillem, a diferencia del resto del personal investigador del centro, no quiso ponerse la bata blanca. En Estados Unidos no la llevaba nadie, y era una forma más de marcar diferencias y grados. A Guillem el paseo triunfal le divirtió. En primer lugar entraba él, majestuosamente, en cada laboratorio, con el séquito uniformado de blanco detrás. Entonces el súbdito sénior responsable del espacio exponía las líneas de investigación, presentaba a los vasallos becarios involucrados, y todos juntos le rendían homenaje. Miras acababa la visita haciendo algún comentario que a todos les parecía muy interesante. Cuando entraron en el nuevo laboratorio molecular, Nadia le presentó a las dos posdocs que trabajaban con Tena. Las chicas parecían ambiciosas. A la más altiva la tenía vista del día de la sesión del CSIC. Era de una belleza arrogante. Debía de haber crecido con buenos alimentos y escuelas privadas y madurado en los veranos en la costa. Guillem pensó que aquella muchacha había nacido para ser una mujer de sociedad, cuidar de un marido y de unos hijos, y dar conversación inteligente en las reuniones sociales. Y se había complicado la vida en un ámbito tan competitivo como la investigación, y además con un grupo mediocre. Era una lástima y un quebradero de cabeza. Les costaría mucho reciclarla en las líneas de investigación productivas.
Guillem estaba convencido de que todo el mundo se había quedado impresionado con su dominio de los temas que habían ido surgiendo. Se sentía cómodo y seguro entre todos aquellos séniors ansiosos de poder. Sabía por experiencia que no existía nada más fiable que las personas que se pueden comprar con un cargo. Una presidencia de comisión o alguna dirección de programa sería suficiente para ganarse la fidelidad absoluta de aquella gente.
El nuevo director se contempló satisfecho en el espejo que había mandado colgar en un rincón del despacho y se peinó el cabello con los dedos. Para el cóctel del rectorado tendría que ir a la peluquería. Se sentó en el sofá rinconera, de piel, que había hecho comprar, y cerró los ojos. Era tan agradable ser importante en tu país... Había sido un acierto que la universidad organizara el cóctel de bienvenida. Cada vez aprendían más de los americanos. Aunque él hubiera preferido un acto privado, dedicado exclusivamente a su persona. Pero la universidad estaba sin blanca, y le habían dicho que era imposible. Tendría que compartir honores y canapés con cuatro investigadores de otras áreas, que también se habían reincorporado del extranjero. Se levantó y se dirigió a la mesa. Quería organizar la agenda para las próximas semanas.
* * *
Andreu observaba cómo Marina cogía la tarjeta de entrada y salía del laboratorio. Siempre que estaba preocupada se prescribía un paseo por el bosquecillo de eucaliptus. Salía del aparcamiento, enfilaba el sendero y unos metros más allá se sentaba en un banco de piedra, que quedaba algo apartado. Él, en cuanto podía, salía tras ella, y se hacía el encontradizo. Andreu sabía que a Marina le divertían sus divagaciones sobre la evolución del hombre, el calentamiento del planeta y el sentido de la vida y de la felicidad. Decía que hablar con él era como hacer tai-chi o chi kung en el parque. De modo que se atenían a un pacto no escrito: él le hacía de gurú y ella, a cambio, le ayudaba con el inglés, su calvario particular. Desde el primer día Marina le había reprochado su ignorancia idiomática. No saber inglés, para un científico, representaba una temeridad, porque el mundo de la ciencia era anglosajón y muy competitivo y, si no espabilaba, sería siempre un analfabeto y no llegaría a ningún sitio. Aquel sermón le sentó como un puñetazo en el estómago, pero ahora le estaba sacando mucho provecho.
Desde lejos advirtió que tendría trabajo. Marina estaba sentada en el banco con cara de pocos amigos. Se daba por hecho que tanto ella como Ester se habían quedado huérfanas de Tena y que con toda probabilidad serían adoptadas por procedimiento de urgencia por aquel par de recién llegados.
—¿No te ha gustado la procesión del Corpus?
Marina suspiró.
—Ese Corpus no me acaba de convencer. No sé qué va a ocurrir con todos estos cambios.
—Pues que serán cambios buenos. —La voz le salió alegre a pesar de que él era el menos optimista de todos—. Una pizca de emoción a la rutina diaria.
—Yo prefiero la rutina —respondió ella muy seria.
Andreu se sentó a su lado.
—No sabes lo que dices. Tú no entiendes que el hombre necesita dos cosas opuestas para ser feliz: seguridad e incertidumbre.
Ella le contempló con mirada inquisidora, esperando los argumentos filosóficos que solía utilizar.
—Seguridad para los suyos, un techo, un soporte. Pero, por otra parte, necesita riesgo. La vida sin la salsa de la adrenalina es soporífera. Y el riesgo es avance y el avance, progreso, y ésta es la diferencia que ha marcado la evolución entre el hombre y los animales.
Marina le miraba directamente a los ojos y él, animado por su atención, siguió hablando con mayor énfasis todavía.
—Para el hombre no fue suficiente guarecerse en una cueva. Inventó las cabañas y la construcción y el arco de medio punto. No lo necesitaba para estar resguardado, pero sí para poner a prueba su ingenio. Cambiar, no acomodarse: así es como el hombre es feliz.
—Yo creo que sería muy feliz en una cueva rutinaria —reflexionó Marina.
—No lo creo. Una chica científica de alto nivel como tú, en el paleolítico.
Andreu la obligó a ponerse en pie.
—Pues tienes que autoconvencerte: los cambios te gustan. Al menos te lo pasarás bien.
Cuando regresaban al edificio por el sendero, entre las adelfas en flor, tropezaron con Reina, que se los quedó mirando con una sonrisa de complicidad en la cara.
—¿Has visto? —se preguntó Marina volviendo la vista atrás, extrañada.
—¿Qué?
—Reina. Se estaba tirando de las orejas.
Andreu se encogió de hombros, aunque recordaba perfectamente la conversación del ligamiento timpanoovárico.
* * *
Orellana tenía claro que el estabularlo era el centro de todas las prioridades de Nadia Ipatescu. Unos días atrás, sentada en un taburete, le había comunicado su deseo de transformar las instalaciones para convertirlas en un equipamiento a la altura de los mejores centros de investigación. Él abandonó su tarea de limpiar las jaulas, se quitó los guantes y se sentó en el otro taburete, en espera de que le confiara los detalles del proyecto. Pero Nadia, en vez de solicitar su cooperación, le pidió las llaves de la puerta. Deseaba tener acceso directo al estabulario para estudiar el funcionamiento actual y los aspectos que había que mejorar. Orellana se negó en redondo. Mientras él fuera el responsable, no habría segundas llaves. No podía tolerar que lo que le había costado años y años conseguir se le arrebatara de golpe.
El técnico se había preparado una cafetera. No era muy higiénico tener el aparato junto a las jaulas, pero era su zona de relax. No podía subir a la Cuadra porque era terreno de los becarios, y menos aún al bar de los séniors. Y un café por las mañanas despejaba la mente y ayudaba a empezar la jornada. Mantenía siempre caliente la jarra, que desprendía un aroma tan intenso que enmascaraba el hedor de las jaulas. Cuando bajaban los becarios a recoger los animales, sucumbían fácilmente al ofrecimiento de una taza que invitaba a hacer un paréntesis y a explicar rumores, confidencias y secretos.
Aquél era el confesionario del sótano. Los Esquizofrénicos, los Depresivos y los Dementes, todos sin distinción de especie ni de sexo, se sentían seguros en aquellas profundidades y se desahogaban con Orellana. Al calor del café caliente entre las manos, le explicaban sus angustias, las envidias y las frustraciones. Criticaban a los séniors que les explotaban y admiraban a las estrellas de la ciencia, del star system, tan famosos, tan maravillosamente inasequibles, como si no fuesen también una parte del engranaje. No necesitaba alba ni estola para absolver a aquella juventud. Tan sólo paciencia para escuchar.
Orellana conocía mejor que nadie todas estas historias. Se había criado en la casa, cuando aquel edificio no existía ni en la mente de los gobernantes. Era hijo del bedel de la Facultad de Ciencias y, en aquella época, las familias de los trabajadores vivían en el desván del edificio histórico. Mamó de su predecesor el servilismo reverencial hacia los docentes, que en aquel tiempo eran profesores «Don tal» y «Don cual». Siguiendo los pasos familiares, entró también de bedel en la Facultad de Medicina, en una época en que los decanos todavía tenían autoridad. Había visto sucederse tres decanos y toda una generación de profesores.
En tiempos del decano Casanovas llegó a ser su mano derecha. Le llevaba la cartera, le ponía la bata, iba a buscarle el cortado y le explicaba los rumores del profesorado. Muy pronto Orellana adquirió incluso criterio universitario y se consideraba capaz de recomendar la promoción de un becario, o de un profesor, porque tenía referencias directas de los alumnos. Orellana navegaba en este mar y conocía sus tiburones y sus corrientes. Cuando se aprobó la creación de los institutos con la nueva ley de universidades, hacía ya un par de años que Casanovas había cesado en su mandato y volvía a ser un profesor de a pie, algo decepcionado porque el rector no le había pedido que aceptara algún vicerrectorado. No obstante, disponía todavía de contactos e información privilegiada. Cuando un día de verano Orellana le confesó su aburrimiento entre las columnas del vestíbulo, fue él quien rascándose la calva le recomendó que hiciera unos cursos profesionales para poder ascender en la escala del funcionariado. Se crearían puestos de trabajo en aquellos nuevos institutos y surgirían posibilidades de ascenso. No resultó fácil. Tuvo que afilar la voluntad para volver a estudiar entre muchachos mucho más jóvenes que él y recuperar las ganas de hincar los codos entre libros y apuntes. Cuando acabó los estudios, se dio cuenta de que los tiempos habían cambiado y que de nada valían ya los padrinos de facultad, sino que las influencias tenían que venir de más arriba, de las alturas del rectorado. A pesar de ello, obtuvo una honrosa plaza de técnico de estabulario, que no desmerecía en absoluto. Y le divertía más que ser un bedel quemado, como muchos otros, viendo pasar a la gente desde detrás de los cristales y repartiendo la correspondencia. En el nuevo Instituto dirigía al personal de la limpieza que se ocupaba de los animales, se encargaba de los pedidos y arreglaba todos los papeles del Comité de Ética. Al principio, Orellana tuvo que armarse de mucha paciencia y tener mucho tacto con los investigadores. Lo cierto es que el centro se formó a base de mezclar profesores de la Facultad de Medicina, que voluntariamente decidieron dedicarse prioritariamente a las neurociencias, algunos clínicos del Hospital General, especialmente psiquiatras y neurólogos, y algunos investigadores del CSIC. Él tenía la desventaja de conocer a todos los investigadores, la mayoría desde que eran estudiantes de la facultad. Y recordaba sus historias y también sus notas. Le cortaron en seco un par de veces cuando les llamaba por su nombre o hacía broma sobre algún suspenso histórico. Lo aprendió enseguida. Allí todos eran doctores y apellidos. Y nadie tenía antecedentes.
Orellana suspiró ruidosamente y se sirvió un café. Ahora empezaba una nueva etapa. Tal vez la más dura de todas. Desde hacía unos años, sabía que con las nuevas regulaciones habría que buscar un responsable de estabulario con más estudios que él. Y cada vez tenía más claro que había llegado el momento de su sustitución. Aquella gente no solamente pretendía relegarle y ponerle a limpiar excrementos de rata, sino que además quería prescindir absolutamente de su opinión. Y él ya no era un jovencito batallador.
* * *
El edificio central de la universidad era una construcción del siglo XIX, de noble apariencia, que imitaba la piedra natural, con ventanas y vidrieras góticas y acompañada a ambos lados por dos torres: la fachada de una de ellas mostraba un gran reloj que se iluminaba de noche, y la otra estaba coronada por una jaula de hierro que hacía las funciones de campanario. La gran portalada de madera, abierta de par en par, permitía ver el espacioso vestíbulo de columnas y el comienzo de la magnífica escalinata de mármol, flanqueada por dos leones expectantes. El ascenso por la escalinata era siempre la prueba de fuego en aquellos actos sociales, porque los invitados que ya habían llegado observaban desde lo alto de la balaustrada a los recién llegados que escalaban, cabizbajos, las salas del rectorado. Y esto era tema de conversación y motivo de comentarios, mientras hablaban con una copa en la mano. Marina llegó veinte minutos tarde. Había pasado por el piso de Gemma para buscar algún conjunto adecuado. Nada que ver con el que finalmente se puso: un atrevido traje negro con un escote en pico en la espalda, que descendía más allá de lo que era académicamente correcto.
—Es un poco llamativo —advirtió Gemma.
—Es elegante —se defendió Marina, que por alguna razón necesitaba sentirse diferente aquella noche—. El problema es que no me puedo poner sujetador.
—No lo necesitas.
Marina tenía una talla más de pecho que su prima, cosa que ponían en evidencia la presión del tejido y las costuras de las sisas. Pero el color negro atenuaba los excesos y Marina, finalmente, se concedió el visto bueno. No obstante, antes de salir todavía estuvo dudando un segundo.
—Es una noche especial para el trabajo —se autoafirmó.
—Y la presencia física forma parte del juego —le recordó Gemma. Las dos se echaron a reír.
Se encontraba en aquel momento en el vestíbulo, subida a unas sandalias exageradas y con ganas de salir huyendo por la puerta.
—¡Eh, Reina! —exclamó con desmesurada alegría.
El becario, pese a no ser santo de su devoción, podía echarle una mano en aquel momento crítico. En realidad, el joven no la había reconocido. Pasaba de largo cuando ella le cogió del brazo como un náufrago se agarra a una tabla de salvación. Él no pudo disimular su admiración.
—Estás... súper... súper...
—Pues te nombro mi pareja de hecho, de hecho para esta noche, ¿de acuerdo?
Y del bracete de aquel Depresivo de gala subió los inacabables peldaños con toda la seguridad que le era posible asumir embutida en un vestido que sentía extraño, e intentando que los altísimos tacones se agarraran a la alfombra.
Las mesas con manteles blancos estaban repartidas por la galería que rodeaba por arriba el claustro y los jardines del edificio. Los árboles centenarios alzaban las copas hasta rozar la barandilla del primer piso, donde los asistentes se distribuían en torno a las mesas para alcanzar los canapés que se exhibían entre las blondas de las bandejas. Los camareros, vestidos de negro, esquivaban los grupos llevando copas de cava y cócteles rojizos, y podían confundirse con los pajes de piedra que sostenían farolas de hierro en las manos y montaban guardia solemnemente a ambos lados de las portaladas.
A los actos sociales del rectorado solían asistir los decanos, los directores de departamento y de institutos, que ya estaban situados en la carrera política de la universidad y aspiraban a escalar puestos dentro del sistema. Para la gran mayoría era la última oportunidad de sobresalir en algo en el mundo universitario y se aferraban a esta posibilidad con ganas y convencimiento. Cada uno de los investigadores reincorporados actuaba como un polo de atracción, con un flujo continuo de personas que acudían a saludarles y a intercambiar cuatro palabras mezcladas con alguna solicitud, que se formulaba indirectamente, disfrazada de preocupación desinteresada, por el bien de la ciencia o por el bien de la universidad.
El grupo de los becarios del Instituto destacaba por la figura de Ester que, envuelta en tules malva, parecía salida de una cofradía de vía crucis. Todos, excepto ella, iban elegantes y discretos. Incluso Assia vestía adecuadamente, con un velo bordado con flores blancas en la cabeza. Ester fue la primera que vio a Marina y a Reina subiendo las escaleras. Debió de hacer algún comentario insidioso porque, cuando se acercaron, los chicos la recibieron con silbidos disimulados y las chicas con elogios mutuos. Marina tuvo la impresión de que se burlaban de ella y de su vestido ridículo. Nunca más caería en la tentación de querer destacar. No deseaba sentirse de nuevo como una Gilda en el acto de entrega de un premio Nobel. Menos mal que Andreu se había negado a asistir. Por lo menos sería la única persona que la recordaría tal como era antes: una persona normal, sin escote incorporado en la espalda.
Sin embargo, cuando tras darse la vuelta para coger una copa de cava, detectó la mirada de Ester que hervía de envidia, sintió cierta satisfacción. Agitó la melena rizada, sacó pecho y siguió hablando con Assia, que quería regalarle un khimar de vestir, como el que llevaba.
Dos grupos más allá, junto a las vidrieras que daban al claustro, se encontraba Guillem Miras, que asistía con su mujer, Bel Ollé. Escuchaba del vicerrector Sagunto las nuevas inversiones en infraestructuras, que harían mucho más competitiva la universidad y la convertirían, de hecho, en la mejor del país.
—¿Otra copa de cava, señora Miras? —preguntó el gerente del Instituto, que no se había separado de ellos ni un segundo, para dar fe pública de que él era el artífice de su fichaje.
—Pues sí, muchas gracias.
Bel Ollé era una mujer menuda, pero arreglada de forma sublime. La media melena, magistralmente peinada, combinaba en perfecto equilibrio con un maquillaje profesional. Podía decirse que era una mujer elegante, con estilo. Se comentaba que le gustaba la decoración, aunque no de forma profesional. Su única actividad en Estados Unidos había consistido en hacer de voluntaria como guía cultural del campus de la universidad, junto con un grupo de esposas de profesores.
—¿Ya está plenamente adaptada a la vida de nuestra ciudad?
—Lo intentamos, pero cuesta un poco. —Una expresión de conmiseración le hizo mover las cejas bien dibujadas.
El gerente se esforzaba por coger una copa de cava al vuelo, sin apartarse más de un metro de su buen emplazamiento.
—Por supuesto. Tanto Los Ángeles como Nueva York son centros neurálgicos. —Había añadido Nueva York a la frase porque era la única ciudad de Estados Unidos que conocía—. Muy distintos tal vez de nuestra ciudad.
—Es que Barcelona es un poco provinciana. Aunque tiene su encanto.
Al gerente se le escapó una tosecilla impaciente. ¡Lo que tenía que aguantar! Todo por el bien del Instituto, de su imagen, y sobre todo por la eternidad de su contrato como gerente. Además, se le estaban agotando los temas de conversación y él también quería hablar con el vicerrector, porque quedaba pendiente el tema del presupuesto de la ampliación del estabulario. Si hubiera venido su mujer, como le había suplicado, la tendría allí, cogiendo sitio, y él habría disfrutado de libertad de movimientos.
Por fortuna, se oyó el murmullo de los observadores de la balaustrada, que traducía inequívocamente la llegada de la clase política. Entraron juntos el consejero Matas y el rector, precedidos de dos guardaespaldas con auriculares y mirada inquisitiva. Como hombres públicos que eran, subían las escaleras con la cabeza alta, como si quisieran ocultar las calvas relucientes a los espectadores del anfiteatro, y simulando una agilidad en la escalada que ni uno ni otro tenían ya. Los cinco investigadores ilustres se adelantaron a saludarles, y fueron abrazados efusivamente uno por uno, como si les uniera con los dirigentes una amistad de toda la vida. El vicerrector Sagunto saludó afablemente al consejero Matas. Se conocían desde tiempos inmemoriales, cuando habían ingresado juntos en el partido y habían compartido una infinidad de reuniones de la sectorial de universidades. En realidad, Sagunto era vicerrector por sugerencia del propio consejero, en una estrategia de equilibrio político en el seno del nuevo equipo rectoral. En momentos como aquéllos, ambos sabían que la breve presión de la mano del vicerrector sobre el hombro del consejero era más una muestra de condolencia cómplice que un saludo.
Los grupos sufrieron una ligera desestructuración, pero inmediatamente los silbidos y las vibraciones del micrófono señalaron el inicio de los discursos. Siguiendo el protocolo, abrió el acto el rector, que cedió la palabra al consejero, quien se autofelicitó por los fichajes y subrayó los beneficios que el país esperaba obtener de la capacidad científica de los recién llegados.
Los investigadores agradecieron, uno por uno, en una discreta intervención, el esfuerzo de la administración por conseguir su retorno. Guillem, no obstante, se alargó el doble de lo previsto y, dando un repaso a su trayectoria, se quitó humildemente importancia: el mérito se debía a la confianza que el gobierno americano había depositado en él durante todos aquellos años y al equipo humano que le había rodeado y que, trabajando día y noche, había conseguido centenares de publicaciones y millones de dólares en proyectos que, modestamente, honraban su fructífera vida científica.
Una vez acabadas las intervenciones oficiales, se dio el pistoletazo de salida a la actividad típica de estos actos: la persecución política por estratos, de menos a más elevado, para practicar la adulación encubierta y el salto de altura sobre las normativas establecidas. Los directores de departamento buscaban a los decanos, los decanos a los vicerrectores, los vicerrectores al rector, y el rector al consejero. Todos ardían en deseos de tener a su superior cinco minutos para ellos solos.
—Sí, sí, por supuesto —respondió completamente ausente Martí Marçal a la observación de Bel, señora de Miras, sobre la falta de aparcamientos en la ciudad. En aquellos momentos, el vicerrector estaba presionando el brazo del decano de Económicas, y esto se traducía en un signo de despedida. Era su turno, su oportunidad para insistir en las obras del estabularlo, que hacía ya un año que le había prometido.
El grupito de los becarios del Instituto, ajenos a la danza de influencias que se estaba ejecutando en la galería, se concentraban en las croquetas y en los dátiles rellenos de almendra. Se ahorrarían la cena y esto le daba un valor añadido al acto. Además, el cava había relajado sus mentes, y los jóvenes investigadores de neurociencias habían dejado de ser los Dementes, los Esquizofrénicos y los Depresivos para convertirse en un grupo de amigos que reían y bromeaban sobre el trabajo y el escaso futuro que les aguardaba.
Entre croqueta y croqueta, Marina notó una punzada aguda por detrás, exactamente en el punto donde el atrevido escote en forma de triángulo señalaba el final de la espalda. Era una punzada que atravesaba la piel, el músculo y los huesos, hasta llegar al otro lado del cuerpo, chocar con el ombligo y sacudir el piercing oculto. Se volvió. Lo único que vio fueron los ojos oscuros de Guillem Miras, que destacaba entre los séniors del Instituto, unos metros más allá. Era una mirada penetrante, grave, bajo las cejas espesas. Era una mirada que, como un rayo, cruzaba y anulaba a la vez el espacio físico que los separaba, y que la envolvía en un ardor inquietante que empezaba a subirle por el estómago. De repente, Guillem sonrió y la llamarada se atenuó. Alzando la copa con alegría, le guiñó un ojo en señal de complicidad. Marina le respondió sonriendo tímidamente. Al volverse de nuevo hacia el grupo, desconcertada aún, vio a Ester, que con una sonrisa extasiada en los labios alzaba la copa respondiendo a distancia al brindis.