Miquel maldijo la máquina que había agotado la última gota de tinta de su organismo y le había dejado a medias la carta de reclamación al editor. Había estado revolviendo un montón de papeles hasta encontrar la fecha del envío de los artículos. A mediados de julio, y estábamos en septiembre.
—¡Dos meses! —confirmó preocupado. Y eso a pesar de haberlos sometido por la vía rápida, para garantizar una evaluación y un veredicto que permitieran la publicación en pocas semanas. En todo aquello veía una mano negra. Al principio no quiso preocuparse por las amenazas de GM, que Marina le había transmitido. Pero ahora empezaba a temer su poder.
Salió del despacho en busca de un alma caritativa que tuviera un recambio de tinta de impresora. La administrativa de la unidad estaba en un curso de inglés, la del departamento, en un curso de base de datos, y la jefa de personal, la única superviviente de una secretaría aún de vacaciones, había salido un momento. Menudo personal de soporte, no «soportaban» ni las insoportables pequeñas carencias. Cuando salía furioso por el vestíbulo, el conserje, que leía abstraído el periódico hurgándose la nariz, no le saludó. Miquel sí se fijó en una imagen que le era familiar. En la primera página del diario reconoció la fotografía de Miras, famoso investigador, que había descubierto un nuevo fármaco para el Alzheimer. Le arrancó las páginas de las manos con tanta violencia, que el conserje a punto estuvo de sufrir un traumatismo nasal a causa del sobresalto.
Miquel se encerró en el despacho con el periódico arrugado. Aquella noticia había que digerirla en terreno propio. Lo abrió por la página de ciencia, y allí aparecía de nuevo un primer plano en blanco y negro de Miras, con un titular que anunciaba: «El nuevo fármaco va dirigido a la mitad de los pacientes de Alzheimer», y en letra más pequeña: «Los pacientes con un gen alterado podrán beneficiarse del MD 29». Aquella frase le sacó de sus casillas, parecía que estaba hablando del RP-801. Pero no especificaba nada más. ¿Qué coño era aquel principio activo? Un hijo de puta, porque ni siquiera se hablaba del parentesco químico.
Agarró el teléfono y marcó el número de Marina.
—¿Habían empezado alguna línea de investigación farmacológica?
—Que yo sepa, no —respondió Marina con un hilo de voz.
—Y este tío no puede tener nuestra fórmula. —No era una pregunta.
Al otro lado de la línea le pareció escuchar un suspiro.
—¿Verdad que no? —insistió.
—Lo siento... pero sí, pueden tener la fórmula. Estaba en el portátil viejo.
—¡Hostia, Marina! ¿En el portátil?
—Hacía mil años que estaba allí. Desde el principio del proyecto.
—¡Hostia, hostia!
—Ya ni me acordaba. Lo siento.
Miquel colgó el auricular con la sangre hirviéndole en las venas. El móvil del robo del portátil no había sido su valor económico, sino el relleno de RP que incluía. GM sí que tenía los genes alterados: unas cuantas mutaciones estúpidas en su código genético particular. Ni siquiera era un perverso malvado, ni un psicópata, únicamente un idiota sin escrúpulos.
Miquel se dejó caer pesadamente sobre el asiento. Cogió de nuevo el periódico. El nombre de MD significaba Medicación para la Demencia, pero Miras decía que buscaría un nombre significativo en honor de todos los enfermos que padecían y morían por culpa de la enfermedad. La semana siguiente se haría una ppresentación oficial del nuevo fármaco en la sede de la Sociedad de la Industria Farmacéutica, Socinfar. La información finalizaba con el deseo del insigne investigador de crear una fundación con el objetivo de mejorar la calidad de vida de estas personas.
—¡Cojonudo! —masculló Miquel cerrando el periódico con un gesto brusco.
Se levantó decidido: no se saldría con la suya, no le dejaría. Él, Miquel Tena, se presentaría en la Socinfar y le cantaría cuatro verdades, allí, en público, delante de toda la prensa.
* * *
Miquel y Marina desembarcaron en Madrid, con una maleta de ruedas y todos los dossiers de los experimentos dentro.
—¿Su invitación? —Dos miembros de la organización, bien vestidos y plantados delante de la puerta de la sala de conferencias, les tendieron la mano.
Se quedaron mirándolos sorprendidos. No sabían que la entrada era restringida.
—¿Su nombre? —preguntaron de nuevo sin inmutarse.
Y tras comprobar que realmente no figuraban en aquella lista mágica de invitados, les comunicaron que, dada la limitación del aforo de la sala, tan sólo podían acceder a ella los representantes de instituciones y administraciones, pero que habían habilitado una zona en el vestíbulo con un monitor, para que los asistentes sin invitación pudiesen seguir el acto con comodidad.
—Lo siento —repitió con solemne indiferencia.
Marina sacó la página del periódico con la fotografía de GM.
—Formo parte de su grupo, trabajo con él —mintió a la desesperada.
El chico ni siquiera se dignó mirar aquel papel arrugado.
—Todos los asientos están adjudicados —dijo mirando de reojo la enorme maleta que arrastraban.
—Por favor, ¿pueden retirarse?, dejen paso —añadió su compañero.
Instalados en la zona alternativa, vieron pasar, uno a uno, a todos los investigadores del Instituto que se habían desplazado a Madrid para enjabonar a conciencia y en directo a su director. Algunos levantaban las cejas para saludarles de lejos. Otros, más temerarios, incluso alzaban la mano. Ester fingió estar revolviendo el bolso para poder pasar de largo sin decir nada.
A través del monitor podían ver la sala, llena a rebosar. Reconocieron a políticos del Ministerio y a algunos de los amigos científicos de GM, incluso algún extranjero. También divisaron a John Wicklow, su eterno rival, medio oculto en las filas de detrás.
El presidente de Socinfar golpeó el micrófono para dar a entender que empezaba la presentación, y anunció que era un orgullo que su sede fuera el escenario de un acto histórico que tal vez cambiaría la vida de la humanidad, y presentó a Guillem Miras, el máximo exponente de la ciencia en nuestro país.
Y Guillem dio un saltito y se subió a la tarima. Desde el atril comenzó su brillante exposición dando un paseo por las causas moleculares de la enfermedad, haciendo una revisión de los intentos y de los fracasos terapéuticos, para acabar anunciando el nuevo fármaco, el MD 29.
Miquel y Marina seguían la representación conteniendo la respiración. Cuando finalmente apareció la fórmula en el monitor, Miquel soltó un «¡Ah!», que los otros no invitados del vestíbulo interpretaron como un signo de admiración, pero que él había pronunciado como un suspiro de liberación. Aquélla no era su molécula. Sin embargo, la recordaba por algún otro motivo. Arrugó las cejas. Finalmente se acordó. Era precisamente uno de los principios activos descartados de anteriores experimentos. ¡Qué huevos!
Acabada la exposición, comenzó el debate. Los parlamentos tenían un aire más lisonjero que científico. Intervinieron a mano alzada los del Ministerio, los de Socinfar, el representante de la Asociación de Familiares y Enfermos de Alzheimer y alguno de los aduladores en nómina. Todos agradeciendo la dedicación innegable de los científicos del Instituto y alabando su capacidad investigadora.
Guillem les miraba fingiendo humildad, pero lo cierto es que no se sentía feliz. A pesar del revuelo que se había formado con su descubrimiento, estaba triste. Miraba el asiento vacío de la primera fila, el lugar preferente de Nadia, que no había acudido. Hacía más de dos meses que no la veía. Después de la discusión que tuvieron el día que le enseñó las fórmulas robadas, había desaparecido del mapa. Le dejó una breve nota comunicándole que se iba de vacaciones a su casa, a Rumania. Al principio creyó que serían tan sólo un par de semanas porque Nadia no podía estar más tiempo sin trabajar. Entraba en un estado de síndrome de abstinencia que la obligaba a volver al laboratorio. Pero en esta ocasión no fue así. La llamó varias veces y nunca consiguió hablar con ella. Entonces empezó a preocuparse de verdad. No por el RP, porque ya tenía quien le estaba adelantando el trabajo, sino por ellos dos, por él básicamente. Nunca había sido consciente de hasta qué punto dependía de la rumana. A principios de septiembre recobró las esperanzas. La noticia del descubrimiento, del que Nadia constaba también como coautora, seguro que la alegraría. Sería la excusa para volverse a encontrar y celebrarlo como sólo ellos dos sabían hacerlo. Le escribió una nota en el reverso de la invitación al acto de Socinfar: «Nadia, querida, ¿cómo puedes imaginar que puedo vivir sin tenerte cerca? Si hasta me cuesta respirar. Ven, por favor. Todo esto lo he hecho por ti y sólo por ti». Las lágrimas reblandecieron la cartulina de primera calidad con el membrete del Instituto y tuvo que repetir el escrito. Lo envió por mensajero internacional urgente, con unos pétalos de violeta dentro del sobre. A pesar de esto, ella no había venido, y Guillem se sentía tan vacío como el culo de aquella silla forrada de blanco.
Una voz conocida, en un inglés nasal, le devolvió a la sala. La cantinela afirmaba que era imposible que aquel producto fuese activo. A Guillem le cambió la cara. John Wicklow, de pie y hostil, le estaba enseñando las uñas. ¿Qué estaba haciendo su enemigo allí, medio escondido en el fondo de la sala y desautorizando su descubrimiento? ¿Quién le había incluido en la lista de invitados? Según explicaba el americano, que parecía conocer la molécula, esta no podía llegar al cerebro, no atravesaría jamás la barrera hematoencefálica. Su tamaño y la presencia de grupos polares lo hacía muy difícil, por no decir imposible. Guillem, también en inglés, le respondió que era una molécula con una estructura que estaba en el límite de tamaño, pero que evidentemente atravesaba la barrera. Y añadió, fingiendo convencimiento, que existían fármacos con grupos polares que llegaban al cerebro. Hasta que sus ojos aterrizaron de nuevo en el asiento vacío de Nadia. La rumana no había examinado las fórmulas. Tal vez Wicklow tenía razón y era imposible que pasara al cerebro. Se le hizo un nudo en la garganta. Tenía que reconocer que los resultados no eran ninguna maravilla, y que estaba pendiente el estudio de distribución del fármaco por los tejidos. ¿Y los incompetentes del Instituto no se habían dado cuenta?
Fijó la mirada en la audiencia. Por suerte la mayoría no entendía el inglés, ni sabía nada de aquello de la barrera, pero todo el mundo tenía las antenas puestas porque era evidente que se respiraba tensión.
—¿Han hecho los estudios de farmacocinética? —siguió insistiendo Wicklow.
—Se están haciendo en estos momentos. Hemos querido ofrecer la primicia para aportar una brizna de esperanza a los enfermos...
—Pues yo, de ustedes —le cortó el americano—, no lanzaría las campanas al vuelo hasta que los tuvieran acabados.
Un murmullo de estupor surgió del rincón de los expertos, que sí habían podido seguir la discusión.
El presidente de Socinfar, en un intento de hacer callar al americano y evitar que la presentación acabara en un cataclismo, subió a la tarima para clausurar el acto con una intervención conciliadora. Era evidente que estaban ante un fármaco potente, y quedaban por ver algunos flecos referentes a su distribución por el organismo. Sin embargo, la exasperación le agarrotaba las articulaciones. ¿Era posible que una eminencia como Miras se equivocara? ¿Y que se equivocara tanto, en su casa y en público? Y delante de todos aquellos pobres familiares, que por fortuna todavía sonreían, ajenos a la tragedia. Todo aquello parecía una pesadilla.
Guillem agradecía amablemente las felicitaciones de los asistentes, pero era consciente de que por detrás se extendían los comentarios. Había dado un salto por querer correr demasiado y ahora pisaba terreno pantanoso. Hasta los gladiolos rojos del atril parecían descoloridos.
En la zona alternativa de los no invitados, Miquel, con una mezcla de euforia y de indignación, exclamó:
—¡Menuda estafa!
Marina también se hacía cruces. Recordaba perfectamente que, cuando empezaron el proyecto, descartaron aquel compuesto porque no había manera de hacer llegar concentraciones suficientes al cerebro de los ratones. Sacó el recorte de periódico con la fotografía de Guillem, que había guardado en el bolsillo, y con desprecio profundo lo rompió lentamente en pedacitos grises que apretó con el puño. Se los tiraría a la cara cuando saliera de la sala, porque era un mezquino, un farsante, un ladrón y un asesino. Pero cuando Guillem apareció por la puerta, vio su cara olivácea y los labios que temblaban con un tic lateral, e inexplicablemente le dio lástima. Después de todo, lástima. Lástima y nada más. Cogió los trocitos y los arrojó a la papelera del vestíbulo.
* * *
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El consejero Matas recibió al vicerrector Sagunto en su despacho, aunque estaba deslomado después de tantas horas de discusión sobre el reparto de los parques científicos y los campus temáticos entre las universidades del país. Había sido una reunión tensa, y más aún cuando sotto voce se comentaba la caída en picado de Guillem Miras.
—¿A qué coño se cree que está jugando este Miras? —le recriminó en cuanto la puerta se cerró tras ellos.
—Una chapuza, una fanfarronada, claro y raso.
—¿Claro y raso? ¿Qué tiene de claro? ¿Qué tiene de raso?
Era evidente que Matas estaba de mal humor. Había recibido una llamada del presidente, disgustado por el escándalo. Precisamente ahora, a un año de las elecciones.
—¿Acaso no sabe trabajar este hombre? ¿Qué pretendía? ¿Gloria a bajo precio?
—No, no lo creo, al menos en circunstancias normales, no.
—Entonces, ¿qué mosca le ha picado?
Sagunto, de pie delante de la mesa de caoba, miraba al suelo.
—¿Alguien puede hacer el favor de decirme de qué va todo esto? —se lamentó Matas mientras se dejaba caer teatralmente en la butaca.
—Competían con Tena, ¿te acuerdas? El amigo de Gómez. Competían por el mismo medicamento.
Sagunto le explicó con desgana las últimas noticias. Acababa de saber que a Tena y Fontcuberta les habían aceptado los artículos en una de las revistas más prestigiosas del mundo. Habían pactado entre ellos no divulgar, de momento, el descubrimiento, para no crear aún más confusión.
—¿Y las malditas patentes no sirven en estos casos? ¿Cómo es posible que ninguno de estos competidores profesionales lo hubiera patentado? Nos habríamos ahorrado bastantes disgustos.
—Me temo que ya estaba patentado. El RP-801 es un fármaco antiguo. En realidad, es un salicilato, como una aspirina.
—¡Vaya!
—Más que una molécula diferente, es una aplicación nueva de un medicamento antiguo. Ya se había hablado públicamente de él en algún congreso. No, no se podía patentar ni como nuevo uso terapéutico.
Matas se descalzó mientras mascullaba un rosario de maldiciones contra las aspirinas. A continuación, exasperado, golpeó con la zapatilla de franela la superficie noble de la mesa.
—Hago el Instituto de los cojones, cofinancio el maravilloso plan de reincorporación de astros de la investigación al firmamento del país, aguanto al pelma del gerente con el maldito estabulario. Te hago favores. De no ser por mí, estarías muerto. Políticamente muerto, ¿me entiendes?
Sagunto seguía de pie con la cabeza baja.
—¿Qué me estás pidiendo? —osó decir finalmente—. Yo recomiendo fichajes, puedo incluso hacer un seguimiento de la producción. Pero lo que no puedo es hacerme responsable de conductas reprobables.
—Un hombre como él, con ínfulas de premio Nobel del país, va y se arriesga, ¡y nos llena de mierda hasta el cuello! Y la universidad consintiéndolo todo. ¿Tengo razón o no? ¿Tengo razón o no?
—Escucha —le interrumpió Sagunto—. ¿Por qué demonios íbamos a tener interés en perjudicarnos y perjudicarte? Ha sido un accidente.
—Un accidente que me acaba de jorobar la jubilación, ¿entiendes? Y seguramente tu esplendorosa carrera política.
Matas dio la vuelta a su silla giratoria hasta orientarla hacia el ventanal. Se quedó absorto con una zapatilla en el pie y la otra sobre las rodillas.
Con lo cerca que estaba de la tranquilidad, de la vida pausada, sin quebraderos de cabeza ni dolor de estómago. Si ganaban las elecciones, contaba ya con un cargo digno, en segunda fila del gobierno. Y si no ganaban, confiaba también en que le buscarían un cargo respetable, una asesoría, una presidencia de una fundación, de un patronato...
Una gaviota le miraba fijamente desde el tejado vecino. Después, extendiendo las alas, saltó al balcón de abajo y recorrió la barandilla sin dejar de observarlo.
—Te explicaré lo que vamos a hacer —anunció mientras daba la vuelta de nuevo a la silla—. Montaremos el Instituto de Neurociencias en el nuevo parque científico de la Ribera y se lo ofreceremos a Fontcuberta.
El consejero sabía que esta decisión era un golpe bajo para Sagunto. Le miró, todavía enfadado.
—Diversificar, cuantos más institutos mejor. Por lo que se ve es más rentable. No se puede confiar en nadie. No hay que poner todos los huevos en la misma cesta.
—Fontcuberta está todavía un poco verde —observó con voz turbada Sagunto—. Es muy joven, nunca se ha ocupado de gestión.
—Madurará rápido, esto no me preocupa.
—¿Y Miras?
El consejero negó con la cabeza.
—No podéis destituirlo ahora. Tendríamos mala prensa. Que sobreviva como pueda —concluyó.
Y, más calmado, se calzó la otra zapatilla con parsimonia.
* * *
Slatioara era un pueblecito de los Cárpatos, en una de las zonas boscosas más antiguas de Rumania. Los abetos, los tejos y las hayas, guarecidos en los valles, eran centenarios gracias a que las montañas de los alrededores los protegían del viento. El otoño era suave, y en los campos florecían de nuevo margaritas, violetas y lirios de mayo. Nadia había recogido un ramillete de violetas en un prado lindante con el bosque. Se adentró en la arboleda y silbó a los perros, que se habían alejado demasiado y estaban bebiendo en el riachuelo. La siguieron corriendo con las patas mojadas y el agua chorreando de sus bocas abiertas. Cerca ya del cerro de las rocas altas, Nadia se sentó sobre un tronco que sobresalía entre el musgo y la hojarasca.
Hacía una eternidad que no salía por el camino del bosque. Tal vez desde que era una niña, cuando su abuela enfermó y tuvieron que abandonar los paseos de la tarde. ¡Era tan emocionante recoger frambuesas y violetas! La abuela Ipatescu tenía la vista aguda como un lince y le señalaba con el bastón: «Allá, Nadiuska, junto a aquella roca». Y ella corría entre los árboles gigantescos, con las trenzas bien tirantes y el delantal de rayas. Aquella salidas constituían una verdadera investigación: buscar, encontrar, seleccionar, experimentar. La naturaleza pletórica, con miles de secretos por descubrir, actuaba de laboratorio.
Se frotó la mejilla con los pétalos de violeta. Willy no la había comprendido nunca. El último día que le vio, el día de las malditas fórmulas, fue un ejemplo claro. Después de mantenerse invisible durante toda la semana, la había llamado al despacho. Subió hecha una furia. Tenía el proyecto europeo empantanado por culpa de sus ausencias, y ahora la aturullaría con alguna de sus ridículas prisas. Willy, con una sonrisa de oreja a oreja, le plantó delante tres fórmulas posibles del RP-801.
—Tres regalos para que escojas uno.
Ella hizo como si no las mirase.
—¿De dónde las has sacado?
—Eso no importa. Las querías, ¿no?
La rumana tuvo la certeza de que las había robado. Y mal robado. Estaba segura de que tenía que ver con aquel accidente del becario. Era una coincidencia demasiado grande que de repente hubiera hecho desaparecer a Toni al otro lado del Atlántico.
Nadia hizo un movimiento imperceptible con la cabeza. ¿Cómo podía hacerle entender que lo que ella deseaba era descubrirlas, no poseerlas?
—¿Pero no teníamos que empezar con el MD 29?
—Nada, una tomadura de pelo. —Intentó desanimarla—. El RP es más seguro.
Pero Nadia no sonrió. Guillem, impaciente, volvió a ponerle las fórmulas delante.
—¿Tú misma lo dijiste, no, que el RP podía ser un gran descubrimiento?
¿Cómo podía pensar Willy que ella sería feliz con una fórmula saqueada y paseada por diversas manos? Nadia intentó explicarle que el placer se lo proporcionaba trabajar los temas, buscando compuestos, identificando los más interesantes, probándolos. ¿Cómo se podía comparar buscar violetas en el bosque con el hecho de ir a comprarlas a la floristería?
—Te estoy hablando de un avance histórico y tú me sales con tus ridículas violetas —se le escapó a Guillem, irritado. A Nadia le sorprendió su menosprecio.
—Pues haz tú el descubrimiento. Tú solo, que ya eres mayorcito.
—Tú sí que eres mayor, más bien vieja...
—¡Ignorante!
—¡Puta!
Nadia palideció. Se tragó la palabra porque no quería estallar. Se la tragó tanto que casi tuvo ganas de vomitar. Salió del despacho decidida. Willy se había terminado. Le había tenido todos aquellos años pegado a sus faldas y a su cama. Se había convertido en un niño mimado, que incluso necesitaba que le atasen los zapatos. Y aquellas fórmulas no eran nada nuevo.
Nadia arrojó un palo al aire y los perros corrieron ansiosos a atraparlo. Se hacía tarde y empezaba a refrescar. Sacó del bolsillo un pañuelo y se lo puso en la cabeza, anudado a la barbilla, y se tiró de los calcetines de lana por debajo de los pantalones gruesos. Luego, del otro bolsillo sacó una petaca de plata. Bebió un trago largo y se lamió los labios. ¡Sería capaz de beberse litros de aquel aguardiente de ciruelas! Se arrebujó con la chaqueta de piel, cerró los ojos y respiró con avaricia el olor húmedo del bosque. Era excitante empezar una nueva vida en la madurez, y en su casa. El Ministerio le había prometido un laboratorio moderno y muchos lei para gastar. Y allí la gente joven tenía ganas de aprender y de progresar. Lajos, por ejemplo. Era un chico húngaro, obrero en las minas de carbón, con la piel áspera y los músculos de acero. Había conseguido compaginar el trabajo duro con la carrera de químicas y ahora quería dedicarse a la investigación. Desde un primer momento le miró con buenos ojos. Le sorprendió que tuviese más cerebro que bíceps, y más ambición que anchura de espalda. Pero sobre todo le adivinó unas manos ágiles que aprenderían rápidamente todo lo que ella tenía que enseñarle.
Los perros olisqueaban aquí y allá, siguiendo el rastro de alguna marmota, y tuvo que llamarles otra vez con el silbato. Ya era hora de enfilar el camino de vuelta. Cogió las violetas y echó una última mirada a los picos del Lesei que se divisaban entre las nubes.
* * *
Aquel otoño pasó volando, como las hojas esparcidas y arrastradas camino abajo. Desde que se publicaron los resultados del RP-801, la vida había cambiado. En pocas semanas todo el mundo andaba tras ellos: la prensa, el Departamento de Sanidad y la industria farmacéutica. Ya se estaban diseñando los ensayos clínicos en humanos, y en pocos meses podría autorizarse la implantación del nuevo tratamiento. Tenían mucho trabajo, pero también muchas cabezas para pensar y muchas manos para trabajar. Por aquel entonces ya se habían desdoblado en dos equipos. Miquel dirigía la nueva unidad de neurociencias en la Facultad de Girona. Le habían habilitado los antiguos laboratorios de prácticas para ampliar el original de farmacología y habían puesto a su disposición diversos despachos, ordenadores y personal administrativo de refuerzo. Habían dejado el pisito de la plaza de los plataneros y habían comprado una casa con jardín en un pueblo rodeado de campos y bosques. Por otra parte, la Consejería de Investigación conjuntamente con el Departamento de Sanidad y Socinfar había propuesto a Marina financiar un nuevo laboratorio en el parque científico de la Ribera. Ella se instalaría allí al frente del Grupo de Farmacología y Farmacogenética de la Demencia.
Recordaba aún cuando le preguntó a Miquel:
—¿Y voy a tener un becario posdoc para mí sola?
Él se echó a reír. Tendría un puñado de becarios posdoctorales y predoctorales, e incluso investigadores contratados.
Poco a poco fueron concienciándose de la influencia que ejercían en la investigación del país. En primer lugar les pidieron que formaran parte del ANEP, que era la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva, la agencia que decidía qué proyecto era viable y cuál no. Lo aceptaron, pese a que Miquel solía llamarla Agencia de Negación y Expoliación de Proyectos, porque, según él, se robaban ideas de los proyectos denegados. Marina también fue invitada a formar parte de la Comisión Técnica sobre Enfermedades Neurológicas y Mentales del Fondo de Investigación Sanitaria. El día que la citó el coordinador general, un antiguo amigo de GM, estuvo un buen rato en la sala de espera, dudando de si podía poner una pierna sobre la otra y si, como decía Nelly, debería haberse puesto una chaqueta sobre la camisa, como las dos mujeres lúgubremente vestidas que esperaban en el otro lado de la sala.
Pálido y sin aliento, el coordinador justificó su retraso porque el subdirector general le había llamado en el último momento. Porque las jerarquías son las jerarquías, se autodisculpaba con aire de complicidad.
—La felicito por su investigación sobre el Alzheimer —le dijo bajando los ojos con solemnidad—. Es una persona afortunada.
Le habló de la próxima convocatoria de proyectos que se adelantaría seis meses, posiblemente al mes de febrero. No quería que la cogiese desprevenida.
La voz petulante, la mirada baja, la media sonrisa de suficiencia: todo le reveló en un instante que las ayudas tenían investigadores predeterminados, y recordó el montón de memorias rechazadas de Miquel.
—La gente preparada ya estará preparada —le dijo como si le adivinara el pensamiento—. Y usted no tiene que preocuparse por su proyecto. Su línea es prioritaria. No quisiéramos que una oferta de otro país... Ya me entiende.
Marina debió de tranquilizarle con su actitud de sorpresa.
—Precisamente hablaremos de las prioridades en la próxima reunión. La semana próxima. Si pudiera asistir...
—Estaré en Nueva York, lo siento.
Le sonó pretencioso, pero era cierto. Salía de Madrid al día siguiente a primera hora. El coordinador general la miró con la comprensión de los atareados que tienen responsabilidades ineludibles. Podían ya pactar la fecha de la próxima reunión, dijo sacando la Palm de la americana. Marina sacó la agenda del bolso y, al abrirla, cayó el sobrecito del preservativo que le había dedicado Andreu sobre la mesa de madera natural y lustrosa. Alarmada, lo recogió y lo metió de nuevo en el bolso.
«Recuerda.» Las letras pintadas de color dorado todavía eran visibles en el envoltorio. Sí, lo recordaba perfectamente. Aquel día Andreu le dijo: «Para que nunca te olvides de cuando eras una becaria sin sueldo, mendigando dinero para investigar, lavando el material para poder reutilizarlo, trabajando a escondidas para que no te robaran las ideas. Para que no lo borres de la memoria cuando seas famosa». Y ella le pellizcó la nariz.
—¿Y bien? —Al coordinador general se le veía tan enfervorizado con la agenda electrónica que no se había enterado de nada.
—Tengo que mirarlo en el despacho. Lo siento, pero no quisiera comprometerme.
Tenía alguna cuerda tensa por dentro. Aún no estaba segura de querer jugar a ese juego.
Cuando se despedían, el coordinador general le comentó:
—¿Sabe que conocía a su padre?
Marina abrió los ojos.
—Coincidimos en algunas comisiones. Yo era muy joven y le admiraba mucho.
—No lo sabía... ¿Mi padre?
—Su padre fue un hombre clave en su época.
Marina sabía que su padre escribía libros, viajaba, acudía a congresos. Pero nunca se lo habría imaginado como un hombre que tomaba decisiones de alcance nacional. Para ella era un médico dedicado a sus pacientes y un profesor exigente, pero amable con los alumnos. Dirigía un grupo de investigación en el que trabajaba la madre de Nelly, pero se trataba sobre todo de investigación clínica. En aquella época la investigación era muy incipiente.
En cuanto salió a la calle llamó a Miquel por el móvil.
—¿Mi padre era un capo?
Miquel tardó en responder. Ella insistió en la pregunta, y finalmente se escuchó un suspiro y la respuesta concisa:
—Sí, chica, sí.
—¿Un capo bueno o malo?
—Un capo. No hay capos buenos o malos. Mandan, dan poder...
—Pero si dan poder a gente válida...
—Un capo es injusto por definición.
A Marina no le gustó la respuesta. Era demasiado radical. Seguro que existían términos medios.