La joven periodista ordenó las hojas impresas que llevaba preparadas para la entrevista, mientras le explicaba al doctor Miquel Tena que con la visita a la Facultad de Girona cerraba la lista de investigadores en neurociencias. Ya podría pasar los contenidos a los guionistas, que se mostraban impacientes porque el programa de televisión para recaudar fondos era de larga duración y había que procesar una información compleja. Aquel año el programa trataría de las enfermedades neurodegenerativas y se había hecho una idea bastante completa del mapa de la investigación en este ámbito.
—Ha sido una experiencia fantástica —le dijo entusiasmada.
—¿Se ha defendido bien en el berenjenal multidisciplinario, multicéntrico y multicolor de los investigadores clínicos y básicos?
—La investigación básica es más difícil de entender. La clínica, particularmente, me atrae más.
Miquel, vestido con la bata blanca, estaba sentado en el despacho que ocupaba desde hacía más de diez años. No era la habitación minúscula donde habían discutido acaloradamente los descubrimientos del RP-801, sino otra más espaciosa que le correspondió cuando ampliaron el edificio.
Como una alumna aplicada, la periodista sacó también un bolígrafo y un cuaderno cuadriculado de tapas rojas. Si no le importaba, antes de empezar a hablar de su investigación tenía que validar la información recogida.
—De modo que el RP-801 no funcionó.
Miquel se movió incómodo en la butaca.
—No. Cayó en los ensayos clínicos. —Y luego remachó con semblante apesadumbrado—: Fue una putada, pero en humanos el fármaco resultó tóxico.
La muchacha abrió ligeramente los párpados ante el vocabulario de aquel investigador, profesor universitario.
—Una lástima, parecía el descubrimiento del siglo. —Sonrió con amabilidad, mientras escribía cuidadosamente en el cuaderno.
—Lo habría sido —respondió bruscamente Miquel.
Que la primera pregunta estuviera dedicada al RP-801 le había irritado. Habían pasado diez años desde el fracaso de los ensayos clínicos, y ahora tenían otras líneas de excelencia. Pero luego se calmó. El RP-801 había sido su primer descubrimiento y, sin duda, el que había abierto la puerta a toda una serie de derivados de éxito. Era normal que una periodista joven, con información estándar del Medline, quisiera empezar por este tema. Lo cierto es que todavía le dolía recordar la decepción que sufrieron cuando descubrieron que sus «rabos de pasa» producían úlceras de estómago y salicilismo. Y además, la mutación gstmf1 era precisamente la que otorgaba mayor vulnerabilidad a estos efectos tóxicos. Y calculó con pesar que, tras varias decenas de artículos en las mejores revistas científicas del mundo, el RP-801 no había llegado a ocupar nunca ni una sola línea de un libro de farmacología.
Pero la periodista no le permitió distraerse mucho en el panorama de las decepciones y situó ya la punta del bolígrafo en la casilla «trayectoria y entorno».
—Actualmente, usted ocupa el cargo de director del departamento de Farmacología en la nueva Facultad de Medicina de Girona. Antes había sido investigador en el Instituto de Neurociencias. ¿Llegó a trabajar con Guillem Miras?
—No, no coincidimos. —Soltó una tosecilla seca y pensó que aquella muchacha no iba por el buen camino. Debía de ser de nueva hornada y no conocía la historia que les había enfrentado.
—Una terrible jugada del destino que el doctor Miras esté enfermo de Alzheimer, ¿no le parece? —preguntó con voz inocente.
—Es una enfermedad muy jodida que no elige a sus víctimas.
Guillem tendría un final desgraciado, y Miquel no se alegraba de ello. El tiempo, sorprendentemente, borraba sentimientos que al principio parecían grabados con fuego, pensó mientras esperaba a que la chica terminase de anotar alguna observación. No se había podido demostrar que GM estuviera detrás del robo del portátil y de la fórmula. No se encontró ni al motociclista ni la moto causante de la muerte de Andreu, y el caso fue archivado. No obstante, un año después de la presentación de Madrid, GM fue acusado de prevaricación por Edu Reina porque Ester había ganado las oposiciones. La querella fue aceptada a trámite y la plaza quedó desierta. Entonces recibió una segunda denuncia de acoso sexual presentada por la propia Ester. Todo el mundo quería hacer leña del árbol caído. Finalmente, Miras se había retirado de la vida activa y, a los pocos años, su mujer le buscó una residencia asistida donde vivía recluido.
—De modo que usted, después de los trabajos con el RP-801, se quedó en Girona —intervino la periodista mientras levantaba la cabeza de sus notas e interrumpía de nuevo sus pensamientos—. ¿Nunca pensó en volver a la capital?
—No. Francamente, me encuentro mejor trabajando en un centro de tamaño mediano.
Había sido su renuncia. Le gustaba la investigación, quería seguir luchando por una ciencia más justa, pero prefería hacerlo a distancia. En cuestión de política universitaria no controlaba bien las emociones. Hablaba con el corazón en la mano y no tenía pelos en la lengua. Prefería trabajar en un entorno familiar y mantenerse alejado del poder.
—No es una facultad grande, pero usted la ha convertido en un centro de referencia para la investigación farmacológica del Alzheimer.
—Soy un superviviente.
Era cierto. Dirigía uno de los pocos grupos fuertes que quedaban en la universidad. Suscitaba en los jóvenes la ilusión por la iinvestigación, y los chicos se disputaban las becas para trabajar con él. Le explicó, orgulloso, que habían descubierto un nuevo derivado, el RP-955, más activo que el RP-801 y con una toxicidad minimizada. La periodista ya conocía el nuevo fármaco porque la prensa lo había divulgado, y le elogió el descubrimiento mientras lo destacaba en sus apuntes.
—¿Y qué significa RP?
—Son siglas que pusimos al azar, no significan nada.
—¿No?
—Pero, si quiere, lo bautizamos de nuevo. Qué le gusta más: reto personal, razón de peso, rollo patatero...
La periodista sonrió sin saber si la tomaba por una ignorante o una pánfila. Se movió incómoda en la silla e intentó reconducir la entrevista con el tema del uso terapéutico de anticuerpos.
—Es cierto, estamos trabajando en colaboración con los expertos de Rumania que han descubierto el péptido.
—La doctora Ipatescu, ¿no? —preguntó la joven, que quería demostrar que estaba al día.
Miquel asintió.
—¿Pero usted tampoco coincidió con ella en el Instituto?
—No, cuando ella llegó yo me acababa de trasladar a Girona. La relación ha sido posterior. Hemos colaborado en algunas pruebas de proteómica.
Nadia había puesto en marcha brillantemente la investigación en su país, y había acortado distancias en el conocimiento del desarrollo del Alzheimer. Cuando Guillem dejó de trabajar, el Instituto intentó recuperarla, pero por aquel entonces acababa de ser nombrada ministra de Ciencia y Tecnología en su país y, además, declaró que se había rodeado de un equipo de investigadores jóvenes del que no quería prescindir.
—¿Qué opina sobre el nuevo fichaje del Instituto de Neurociencias, el doctor Gallart?
—Está bien. Saldrán adelante —respondió Miquel con una mezcla de disgusto y reserva que cogió a la periodista por sorpresa y le hizo levantar la cabeza—. No tengo mucha relación con él —añadió de manera vaga.
No quería criticar los fichajes de escaparate que últimamente ocupaban las páginas de los periódicos. El hecho era que se había establecido un contrato millonario con un científico célebre por unas semanas al año. Gallart, profesor en la Universidad de Yale, era la actual estrella del Instituto. Palmero había aceptado ejercer el cargo de director en la sombra, que era un papel agradecido, ya que permitía consumir los fondos conseguidos en nombre de la figura ausente.
La periodista se quedó con el bolígrafo en el aire, sorprendida ante la concisión de la respuesta, pero no insistió. Ya había detectado en entrevistas anteriores que había temas tabú, relaciones conflictivas e historias secretas que los grandes investigadores preferían evitar.
—Hábleme de Marina Fontcuberta. Fue la descubridora del RP-801, ¿no?
Miquel arrugó el entrecejo.
—¿Es que no va a entrevistarla?
—No figura en la lista. Me han dicho que usted podría hacerme la reseña.
Habían pasado más de diez años desde que Marina abandonó la investigación en el laboratorio y dio un giro radical a su vida. Decidió dedicarse a la clínica y al contacto directo con los enfermos. Se especializó en geriatría, y trataba preferentemente a pacientes neurológicos. Pocos meses después de su viaje a Nueva York, se casó con Francesc Ribalta, dejó el piso del Ensanche y se fue a vivir con él fuera de la ciudad, arrastrando un camión lleno de muebles viejos de la familia. Aquel vehículo de mudanzas simbolizaba la reconciliación con el padre, a pesar de todos los desengaños acumulados. Francesc la convenció de que había que mantener buenas relaciones con los muertos, y ella admitió que había sido un buen padre, y con esto por el momento le bastaba. Se fueron a vivir a un pueblo rodeado de almendros y viñas, y el tren les trasladaba todos los días al hospital. El trabajo de equipo, con Francesc, fue muy fructífero, cada uno con su estilo: ella buscaba aproximaciones innovadoras, atrevidas; él mejoraba y consolidaba las terapias convencionales. Funcionaban del mismo modo en su vida personal y de pareja. Ella arriesgando; él, frenando. De esta cocina de equilibrios había surgido un núcleo familiar y profesional muy estable. Tenían dos hijas y una serie interminable de pacientes con quienes compartir, como si fueran de la familia, las horas del día.
—Actualmente se dedica al diagnóstico precoz y a la introducción inmediata de terapias integradas con intervenciones comportamentales y neuroprotectores —dijo apartando hacia atrás el asiento y estirando las piernas.
No le dijo que había sido una víctima del sistema, pero que el sistema la recuperaba ahora más reforzada, más madura, más investigadora que nunca. Aquella misma mañana Miquel la había acompañado a consultas externas y había sido testimonio de la mejoría de una paciente. La mujer no sólo no empeoraba, sino que había progresado en la escala cognitiva. Percibió la admiración silenciosa de un compañero sueco, que realizaba una estancia en el servicio. A la salida, una joven residente se lo hizo notar.
—Seguro que ya les está pasando el protocolo a los de su hospital.
—Mejor —le respondió.
—Lo publicarán antes que nosotros —protestó la joven algo molesta.
Aquella jovencita le recordaba a la becaria de años atrás. Pero la Marina actual le respondió que no se preocupara, que al final todo el mundo sabía quién era quién. Que la ciencia no era absolutamente justa, pero que estaba muy cerca de serlo. Compartir la vida con los enfermos le había cambiado el carácter. Se había mantenido fiel a la costumbre de pasar todos los días unas horas en la sala, donde ayudaba a las cuidadoras y palpaba de primera mano el estado de los pacientes. La competitividad le había disminuido, hasta el punto de que le costaba entender las discusiones políticas de la facultad que Miquel le explicaba.
Al abandonar la sala, el médico sueco le manifestó su admiración por los resultados que estaba obteniendo.
—El secreto del éxito es pasar muchas horas con los enfermos. Mire, cada paciente es distinto —le cortó. Los elogios la ponían nerviosa e interrumpía al elogiador, que se quedaba algo sorprendido.
—Pero no es justo que una persona como usted no tenga un reconocimiento internacional —insistió el escandinavo.
—Esto de la justicia es muy complicado —le respondió ella dedicando una sonrisa cómplice a Miquel.
Había quien decía que Marina se estaba convirtiendo en un espécimen extraño, como esos científicos chiflados. Se movía en un círculo reducido: el hospital, la facultad y su casa; los enfermos, los estudiantes y las niñas. No necesitaba nada más. Miquel pensaba que probablemente Marina sentía alergia a dejarse atrapar en la espiral del sistema.
La periodista escribió dos líneas sobre la investigación de la doctora Fontcuberta y esperó, con el bolígrafo descansando sobre el papel cuadriculado, que le diera más detalles. Pero Miquel, contrariado, se puso de pie y dio por finalizada la visita.
—Mire, tiene que ir a entrevistarla. Ella le explicará su trabajo mejor que yo. Y usted lo verá con sus propios ojos.
Ya en la puerta, añadió:
—Es a ella a quien deberían dedicar los minutos centrales del programa. Está avanzando mucho en la terapia del Alzheimer. En silencio. El silencio de los que realmente avanzan.
* * *
Gracias a la brillante creación de múltiples parques científicos y al fichaje del doctor Gallart de la Universidad de Yale, el ex consejero Matas había conseguido la presidencia de la comisión delegada de un organismo europeo, la ASSNOS, la Agencia de Sistemas Sanitarios y Normalización Operativa Socioeducativa. Cumplió la promesa que le había hecho a Sagunto y le nombró secretario en aquella especie de jubilación política. Y así, mientras Matas viajaba, Sagunto cortaba el bacalao y aprovechaba para obtener alguna ganancia antes de que el padrino desapareciera definitivamente de la escena pública.
La ASSNOS tenía su sede en la ciudad, en un piso céntrico de reducidas dimensiones: tres habitaciones habían sido reconvertidas en despachos, y el comedor en sala de reuniones, decorado todo con un diseño funcional y la dosis justa de un lujo moderado.
Aquella noche, el antiguo vicerrector se quedó fielmente anclado a su escritorio cuando todo el personal —secretaria y telefonista— ya se había marchado. Como asesor designado por el Instituto, repasaba la estructura del programa de televisión dedicado a las enfermedades neurodegenerativas para dar el visto bueno antes de acabar el día. Tenía pocas ganas de tragarse el macroguión y los pensamientos vagaban ociosos entre los recuerdos de tiempos pasados, cuando era un vicerrector de peso, cuando los directores de departamento se lo rifaban, cuando las secretarias le agradecían cualquier broma y callaban a su paso. ¡Cómo deseaba volver a tener la agenda cargada de reuniones vitales, de puentes aéreos a Madrid, de viajes a Bruselas! ¡Cómo echaba de menos el móvil enganchado constantemente a la oreja, los presupuestos millonarios pegados a los labios, el peso de las decisiones incrustadas en la piel! ¿Cuántos años tendría que esperar hasta que algún alma del partido redescubriera sus capacidades? ¿Cuántos meses tardarían en rescatarlo de las tareas odiosas de funcionario de segunda fila?
Pero mientras una ambulancia de la calle rasgaba el silencio del despacho, se reencontró como secretario entusiasta de la ASSNOS, lealmente aferrado al cumplimiento de los compromisos adquiridos, y eran casi las ocho de la tarde. Cuando intentaba bajar de las nubes y fijar la atención en la tercera hoja del documento, le sorprendió ver una señal roja en uno de los párrafos. Los asesores científicos del programa habían dibujado con énfasis una flecha que unía el nombre de Marina Fontcuberta con un interrogante al margen. Al final del documento aparecían algunas aclaraciones escritas a mano: «La doctora Marina Fontcuberta no debería intervenir. Actualmente no es una científica representativa de la investigación del país».
Al parecer, Fontcuberta había sido incluida por voluntad de una periodista que había quedado gratamente sorprendida del trabajo de la doctora. El guionista había sabido montar la historia de la ex becaria como una renuncia en un momento de triunfo para dedicarse a los enfermos y, según él, daba un toque de humanidad a la parte científica del programa.
A Sagunto le venía a la cabeza la imagen de la chica en el despacho de la universidad, casi declarando el acoso que sufría; la tenía presente también, más tarde, involucrada en el polémico descubrimiento del RP-801, que a punto estuvo de hacer rodar cabezas en la consejería. Y se le revolvían las tripas al recordar que, tras nombrarla directora del nuevo Instituto del Mar, se había disculpado con cuatro frases educadas y les había dejado plantados. Pero ahora no era el momento de revivir rencores, sino de perdonar y olvidar. Su presencia en el programa televisivo podría ser crucial.
—Nuestra institución necesita ganarse el puchero, ¿comprendes? —le había instado el presidente de la Academia.
Habían comido juntos la semana anterior en el restaurante de la esquina, donde Sagunto tenía mesa reservada permanentemente. Apenas había desplegado la servilleta sobre las rodillas, cuando el presidente ya le estaba pidiendo su colaboración para organizar la conmemoración de los cincuenta años de la primera edición del famoso Tratado de medicina interna, del doctor Manuel Fontcuberta.
—¿Me entiendes, no? —insistió.
Por supuesto que le entendía. Él mismo todos los años tenía que ganarse el puchero de la Agencia europea con «productos» frescos y vendibles que justificasen su existencia. Durante el aperitivo con vermut rosado, acordaron una olla común con ingredientes sustanciosos: una nueva edición del libro con presentación y asistencia de las autoridades, una exposición itinerante, charlas en las facultades de Medicina... Y la editorial había pactado con la Academia publicar simultáneamente un libro sobre el insigne médico, que dirigiría Sagunto. Si lo deseaba, podría contar con la colaboración de diferentes autores para cada capítulo: personaje, vida, obra, época. Él lo coordinaría y escribiría el prólogo, y también podía describir las aportaciones a la ciencia del momento histórico. Lo aceptó encantado. Ahora le sobraba tiempo y era un proyecto bien remunerado.
¿Y la hija? Tenía que participar de forma directa en todos los actos y en la promoción de los libros. Y Marina Fontcuberta, única descendiente del homenajeado, hacía años que había desaparecido del mapa.
—La resucitaremos —prometió con determinación el ex vicerrector.
Y allí estaba el milagro de Lázaro, marcado con una flecha roja en un extremo de la hoja. Fontcuberta resucitaría en la televisión. Él mismo la entrevistaría en el programa. Haría la promoción de los libros antes de que existieran.
Borró el interrogante con decisión y añadió al margen: «Intervención prioritaria».
Se levantó y se dirigió hacia la cafetera automática. Escogió una dosis de color malva y la encajó en la máquina. Mientras oía el chorro que, como un río oscuro, borboteaba en la taza, pensó que tal vez haría falta algo más. El programa debía tener una continuidad en el tiempo, la gente olvidaba rápidamente. Tal vez una entrevista el día del acto inaugural. Tal vez...
Dirigió la mirada hacia el diploma de académico numerario que colgaba con un cordón de seda de la pared. Era un marco robusto de madera oscura que enmarcaba el título impreso en papel amarillo, rodeado de una cenefa con hojas y flores. Podía revivir aquel día memorable, cuando apenas hacía un año que era vicerrector. Fue un acto emotivo, de reencuentro con los compañeros, de reconocimiento de la profesión médica. Incluso la prensa se hizo eco. Se quedó plantado con la taza en las manos. Tal vez podría pactar la elección de Fontcuberta como académica numeraria...