El consejero Matas era un hombre grueso e impaciente, poco amigo de los actos protocolarios que le rompían los horarios y las oraciones, y lo alejaban de su despacho, que era como su casa. Incluso calzaba pantuflas por debajo de la mesa de caoba. Como consejero de Investigación, Innovación y Conocimiento consideraba que el mes de julio tenía que ser temporada baja, muy baja. Hacía demasiado calor para aguantar reuniones e inauguraciones. El cóctel de bienvenida a los investigadores se estaba alargando en exceso, y veía a un montón de personas que virtualmente hacían cola para saludarle. En aquellos actos se hablaba mucho —sobre todo se mendigaba de forma descarada— y se comía poco y mal. Vio al vicerrector de Investigación, que pasaba por su lado, y agarrándole por el brazo le susurró:
—¿Por qué no nos escapamos a comer un bocado?
El otro no se hizo rogar. Por tanto, el consejero, ya de buen humor, se despidió del rector, concertó con él una cita para comer y pelearse por los presupuestos y a continuación montó con Sagunto al coche oficial y ambos desaparecieron.
El consejero Matas tenía cierta predilección por el vicerrector. Cuando le conoció, Sagunto era un joven dinámico que acababa de doctorarse en Inglaterra. Con el paso de los años no llegó a despuntar ni en la investigación nacional ni en el mundo académico. Pero desde que era vicerrector de Investigación se había convertido en una de las personas más influyentes de la universidad. Le asediaban por los pasillos, por la calle, le llamaban a casa. Todo el mundo le buscaba, todo el mundo pedía. La investigación era el prestigio del profesor universitario, y nadie quería quedarse rezagado en aquella carrera. Matas le miraba mientras, sentado en el asiento trasero del coche oficial, hablaba por el móvil con aire cansado. «Aprende rápido, pero el cargo todavía le queda grande», pensó el consejero repantigado en su asiento.
Embocaron la calle de la Argentería. En la misma plaza del templo, la Consejería de Investigación, Innovación y Conocimiento tenía una extensión de las oficinas de la calle Tapineria: el entresuelo de techo bajo de un bar que olía a cordero a la brasa. El camarero colocó dos sillas de brazos en sustitución de los taburetes de madera. Sagunto casi tenía que agacharse para no chocar con las vigas carcomidas.
—Gracias, Serafí. —El consejero Matas sonreía con el convencimiento del placer avanzado.
En realidad, las comidas en el bar constituían uno de los momentos más felices del día, que compensaban con creces las ingratitudes del cargo político. Sentarse junto a la ventana, extasiarse contemplando los cuatro transeúntes de la plaza, admirar las piedras centenarias del templo, rozando casi los balcones y la ropa tendida, y esperar el toque de campanas de los cuartos, que sonaban muy lentamente. Porque allí el tiempo se detenía.
No hizo falta pedir la carta. El personal sabía que el consejero quería unas tapas de calamares a la andaluza, boquerones fritos, pimientos del Padrón y caracoles al horno. El vicerrector añadió discretamente unas patatas bravas y pan tostado con tomate.
El camarero sirvió un rioja en las dos copas, primero en la del consejero pagador y luego en la del invitado. Bebieron un sorbo generoso para diluir, como si fuera aguarrás, las reuniones y los actos del día. Encerrados allí, podían saborear la cocina más sencilla y tradicional, a salvo de miradas inoportunas. No tenían que temer por la aparición de profesores persistentes que siempre se presentaban en los lugares más inesperados para marearles con los concursos y las becas.
El camarero, diligente, dispuso dos fuentes de fritos entre los dos tapetes de papel. El consejero muy pronto se dedicó de lleno a los rebozados al tiempo que comentaba las dificultades que habían tenido que superar en los fichajes de aquellas estrellas de la ciencia.
—El más disputado, con diferencia, ha sido Guillem Miras.
—Ya. Los de la Autónoma de Madrid por poco nos lo soplan —rió Sagunto dedicándose con avidez a los caracoles.
—Le prometieron el oro y el moro.
—Menos mal que la rusa les vio el plumero.
—Pues eso, que ni oro ni moro. ¡El plumero!
—Gracias a la Ipatescu. Es una buena negociadora.
—Es más lista que el hambre —replicó Matas, a punto de dar un mordisco depredador a la tostada.
A partir de aquel momento no volvieron a abrir la boca más que para engullir las tapas que aterrizaban desde un cielo invisible. Al llegar los cafés retomaron el tema de los fichajes, mientras el consejero jugaba con las migas de pan sobre la superficie de la mesa. Desde que había dejado de fumar, hacía unos meses, Matas llevaba mal la sobremesa con el café. Sin la dosis de hidrocarburos y con las manos desocupadas, se ponía nervioso y terminaba bebiendo el café en un abrir y cerrar de ojos. Para calmar la ansiedad se entretenía deshaciendo el pan en pequeñas migajas que quedaban esparcidas sobre el mantel. Sagunto le miraba compasivo. Él ya había pasado por esto, pensaba mientras enrollaba con insistencia el sobrecito del azúcar, hasta dejarlo como un rollo rígido de papel.
—Confiemos en que todos estos tunantes den fruto y provecho —suspiró el vicerrector.
—Pues no esperes gran cosa.
—¿Por qué?
—Ya sabes que cualquier estrategia para favorecer la investigación, a la larga se pervierte.
—Hombre...
—Fíjate en los institutos...
Los institutos universitarios se habían creado con la nueva ley de universidades y pretendían concentrar investigadores en áreas afines para potenciar la investigación transversal. El hecho de tener capacidad jurídica propia les permitía gestionarse con mayor agilidad, pero, por encima de todo, crear una estructura paralela a la universidad para saltarse todos los mecanismos de control institucional.
—Al final son los mismos perros con distintos collares.
En aquel momento las migas de pan formaban una nube de puntos dispersos por toda la mesa, que invadían incluso el terreno del vicerrector.
—La investigación en nuestro país es como estas migas de pan. Esparcidas sobre una gran superficie, prácticamente no se ven; es investigación de poca altura que, de vez en cuando y sólo por azar, da como resultado un descubrimiento importante. —Y se chupó teatralmente el dedo índice, al que había adherido una miga—. Si las vamos cogiendo de una en una, ni las notas en el paladar.
Después agrupó las migas en dos montoncitos y le explicó que, si se crean centros de investigación o se potencian grupos, se concentran recursos y, por lo menos, la investigación puede ser más competitiva. Inconscientemente, había agrupado las migas más grandes.
—¿No todo el mundo puede investigar?
—El café para todos está mal visto. Tú lo sabes mejor que nadie. Hay mucho funcionario mediocre, que ni trabaja ni deja trabajar.
Hizo una pausa para pescar una miga grande, que había quedado en un extremo de la mesa.
—Tenemos que seleccionar a los investigadores para que el producto sea viable y se saboree mejor.
Y pellizcaba con dos dedos uno de los dos montículos para llevárselo a la boca.
—Y políticamente más rentable —sonrió el vicerrector—, pero las calorías son las mismas. La energía investigadora más o menos...
—La otra estrategia es coger sangre fresca, gente que ha adquirido una formación consistente en el extranjero. —El consejero pellizcaba una rebanada y colocaba un nuevo trozo de pan en medio de la mesa—. Fichajes de reincorporación, como las estrellas que hemos recibido hoy.
—Sí, por supuesto —afirmó Sagunto—. De entrada suponen una aportación calórica añadida. Aparecen en los medios de comunicación, las universidades se los disputan. Pero ¿qué pasará después?
—Ya puedes imaginarlo. El sistema los engulle, porque no hay dinero.
Era obvio que Matas estaba a punto de cantarle el estribillo de memoria, el que decía que en un país donde no hay recursos, donde el presupuesto de investigación es reducido, el investigador estrella famoso se convierte en un buscador de dinero para poder seguir trabajando. Pierde el tiempo en una infinidad de reuniones y forma parte de mil comités para estar al acecho de todas las oportunidades.
—Y deja la investigación en manos de los de abajo, que prácticamente son los que teníamos aquí antes. ¿Te suena esta canción?
Se dedicaba a deshacer el pedazo de pan en pequeñas migas.
—Lo que era energía sólida se desintegra. El investigador se convierte en un gestor estresado por culpa del dinero.
E inclinándose sobre el mantel, sopló las migas que se esparcieron en un instante.
—Desaparece...
Sagunto contempló al consejero, que estaba repantigado en la silla, con los brazos cruzados y la decepción reflejada en la mirada.
—¿Y entonces? ¿Cuál es la solución?
—La solución es tener la madre del cordero. —Y alcanzó la cesta del pan—. La industria, las empresas que invierten en investigación y desarrollo.
—Nuestro país no tiene un tejido industrial competitivo que investigue.
—Pues eso. —Y como si quisiera quitarle importancia al asunto, cogió un mondadientes de las vinagreras.
—¿Eso significa que nunca podremos vivir de una investigación potente?
El otro se quedó en silencio unos segundos. Echó una ojeada a la fachada del templo. Era un edificio de contrastes: la sólida construcción flanqueada por dos torres esbeltas, el rosetón presuntuoso sobre la portalada menuda y una humilde escalinata... Tan sólo seis peldaños para pasar del cielo a las losas terrenales de la plaza. Con la boca torcida por el mondadientes, respondió:
—Yo vivo de esto, y tú también, ¿no?
* * *
Después de unos días de calor pesado y pegajoso, que no quería desaparecer, llegó el momento crítico en que Marina tenía que examinar las preparaciones de las muestras de cerebro de las ratas tratadas con el RP-801. Aquella mañana había llegado al hospital convencida de que tendría suerte y de que las preparaciones probarían la eficacia del fármaco, sin pensar que el destino podía haber decidido incluso el color de las tinciones.
Al llegar al Servicio de Anatomía Patológica, observó que en el banco de cerebros, totalmente ausente delante del ordenador, estaba sentado el famoso doctor Ribalta, el fotocopiador resistente que no le había cedido la máquina un par de semanas atrás. Marina, que había sido educada para conseguir el máximo entendimiento en la colaboración con los clínicos, hizo un esfuerzo de aproximación.
—Hola, soy la doctora Fontcuberta, nos conocimos el otro día en la Capilla.
Él apartó la vista del monitor.
—¡Ah, sí! La investigadora.
—Del Instituto —le recordó para sacar un posible tema de conversación.
Marina no percibió ni el más mínimo interés científico por parte del médico. Más bien al contrario.
—O sea que trabajas en el Club de Alpinismo de las Neurociencias.
Marina pensó que debía de ser duro de oído o que tenía muy mala sombra.
—¿Cómo?
—El Instituto de los Escaladores, he oído hablar de él.
—¿Escaladores?
—Sí, que estáis obsesionados por escalar en el mundo de la ciencia, por publicar, por engordar el curriculum.
—Pero eso es bueno —se sorprendió Marina, incómoda.
—Si solamente se investiga para hacer curriculum es un poco incongruente.
La becaria pensó que aquel hombre se saltaba la lógica más elemental, pero optó esta vez por ser prudente y callar. Además, el técnico ya salía con las preparaciones, y desvió la conversación hacia los aspectos metodológicos de las tinciones. Marina se despidió educadamente.
—Seguiremos con esta conversación otro día.
—Cuando quieras, doctora.
El técnico la acompañó hasta la salida.
—Recuerda que he de firmar el trabajo como coautor cuando lo publiquéis —le instaba el analista mientras se dirigían a la puerta de entrada.
Le entraron ganas de retroceder hasta el despacho para denunciar al doctor no-alpinista que el técnico del banco también era un escalador profesional. Pero prefirió hacer indagaciones.
—¿De dónde ha salido el médico nuevo?
—Francesc Ribalta viene rebotado del Hospital Central. Es neurólogo.
—¿Rebotado?
—Al parecer, no estaba suficientemente integrado en la línea del centro.
Un resentido, pensó Marina. Ribalta era un rencoroso. Había salido del Central, que era un club de alpinismo de primera categoría, porque no debía ser suficientemente bueno.
—¿Y qué hace aquí?
—Dirige la sala de crónicos y de vez en cuando nos echa una mano con las muestras de cerebro para la investigación.
Marina, que tenía una tendencia innata a rebautizar a la gente, se rió para sus adentros, satisfecha. A partir de ahora le llamaría el doctor Frankenstein. Era un nombre muy apropiado. Tenía la misma raíz que la palabra Francesc, transformada por la función macabra que el médico desempeñaba. Sería su venganza personal. Quizá ella fuera una escaladora, pero él se reencarnaría en Frankenstein Ribalta.
* * *
Mientras recorría el pasillo subterráneo, que había ganado amplitud con el desalojo general de viejos aparatos, sintió cierta inquietud al ver la americanización masiva del ambiente. Ni séniors ni becarios, nadie llevaba ya las batas blancas de siempre, sino que vestían tejanos y camisas de cuadros. Las indicaciones en inglés también aparecían por todas partes: COFFEE ROOM, rezaba un rótulo en la puerta de la Cuadra; NADIA IPATESCU, ponía en otro; y más cerca, en la puerta contigua, MOLECULAR LAB. A su laboratorio todavía no le habían puesto nombre. Inmediatamente tuvo la sensación de que aquel día se estaba jugando la última carta.
Marina se sentó delante del microscopio y abrió las cajas que contenían los portaobjetos de cristal. Toni la contemplaba de pie, con las manos en los bolsillos.
—¿Qué ocurre? ¿No quieres mirar las preparaciones? —le instó.
Toni se sentó con desgana al otro lado de la mesa. Marina estaba demasiado animada para percibir su poco interés.
—¡El momento de la verdad! —suspiró la becaria mientras pulsaba el interruptor del microscopio de doble cabezal—. Si vemos algo, estamos salvados.
Colocó el primer portaobjetos debajo de la lente vigilante. Ella, sus ojos, su mente y su corazón estaban convencidos de que las muestras de cerebro tratadas con el fármaco mostrarían una regeneración de las espinas dendríticas, aunque esto no se hubiera traducido en cambios de comportamiento en los ratones. Tenía que ser así.
Las primeras imágenes con la tinción estándar hicieron que se le cayera el alma a los pies. La telaraña neuronal atrófica apenas se extendía por el campo de mira. Aquello no tenía buen aspecto. Examinó diversas preparaciones y, malhumorada, cogió otra caja. Pasó directamente a las preparaciones teñidas con Golgi y giró el rodete con ansiedad. Por mucho que buscó y rebuscó algún islote de esperanza, tampoco encontró ninguna zona de regeneración de los axones. Tuvo que apartarse unos segundos del microscopio para elevar la moral. Tal vez las otras preparaciones... Tenía una caja entera para repasar. Oía la respiración acompasada e indiferente de Toni mirando por el binocular del otro lado. Si tenía que asumir el fracaso de las cincuenta preparaciones, necesitaba estar sola.
—Toni, por favor, tráeme las preparaciones de los controles para comparar.
—¿Dónde están?
—Se las llevó el técnico del hospital el otro día.
—¿Y tengo que ir hasta el hospital?
Marina se lo quedó mirando fijamente en silencio. Suspirando, Toni se levantó y salió arrastrando los pies. Ella siguió examinando con avidez los portaobjetos, dos, tres, cuatro... Los iba lanzando casi con furia sobre la mesa. Diez, veinte, treinta... Sólo en unas pocas preparaciones se observaba una ligera recuperación de las espinas dendríticas. Pero se trataba de una cantidad irrelevante. La conclusión era que no existía ni una chispa de esperanza. Desconectó la luz del microscopio y apoyó la frente sobre los oculares. Pasó un lapso de tiempo que le pareció muy largo. No vio a Toni cuando entró en el laboratorio, ni cuando se sentó al otro lado de la mesa. Tan sólo se dio cuenta de su presencia cuando él encendió de nuevo la luz del microscopio y movió el rodete arriba y abajo.
—Déjalo. Todo es un asco.
El otro no respondió.
—Nada... no ha salido nada... —insistió ella, enfadada.
—¿A ver? —preguntó una voz conocida al otro lado del doble cabezal—. No está mal. La tinción es de buena calidad.
Dios mío, no era Toni. ¡Era GM! ¿Cuánto hacía que estaba allí? Él seguía moviendo la preparación a derecha e izquierda, lentamente.
—No está tan mal...
Sacó la preparación y levantó los ojos hacia ella.
—Lástima que no se vea recuperación de los axones, ¿no? —Y, poniéndose en pie, le tendió la mano por encima del binocular—. Soy Guillem Miras, nos presentaron el otro día.
Ella le estrechó la mano con una breve sonrisa.
—¿Cómo van las pruebas con el RP-801? —preguntó Miras sentándose de nuevo y apartando hacia atrás la silla.
—Pues ya lo ve, fatal —respondió Marina en voz muy baja.
—¿Tanto como para abandonar? —anticipó el director con descaro.
Marina se encogió tímidamente de hombros.
—Explícamelo en dos palabras, por favor —dijo amablemente.
Ella le recordó la hipótesis de trabajo, las contradicciones de las respuestas experimentales y la ausencia de resultados microscópicos.
—Mira, Marina, el Alzheimer es una enfermedad compleja que hay que estudiar muy metódicamente. —Y remató—: Si no se hace así, es como dar palos de ciego.
Entonces se levantó y, mientras daba la vuelta a la mesa, le fue explicando sus ideas. Las nuevas tecnologías de la genómica y la transcriptómica intentaban abarcar cada problema desde un punto de vista multifactorial, estudiando muchas variables a la vez. Era lo que se denominaba biología de sistemas. Y precisamente ahora estaban preparando todos estos métodos. Si quería, podría trabajar con su grupo, y podrían hablar tranquilamente un día para ver qué proyectos podría dirigir, que si patatín, que si patatán... Dando vueltas y vueltas pausadamente a la mesa, parecía una araña tejiendo la tela para apresar a una mosquita atemorizada. Pero cuantas más vueltas daba, menos arácnido parecía. O tal vez era que Marina necesitaba verle como un ángel salvador. Lo cierto es que, poco a poco, le pareció que lo explicaba muy bien, que ponía en ello mucha pasión, que tenía aspecto de buena persona y que la camisa de cuadros no estaba mal. Empezaba a verlo claro. La tela de araña no era dañina, era de azúcar, como el algodón blanco y rosa de las ferias. Y la mosquita Marina resucitó.
—Tal vez sí, tal vez es lo que tengo que hacer. —Sonrió con el agradecimiento del desesperado.
Sentados los dos, a uno y otro lado del microscopio de doble cabezal, estuvieron un buen rato hablando de proyectos ambiciosos, que casi podían palparse sobre la mesa. Del usted pasaron al tú, y del tuteo al deslumbramiento. Ella se quedó momentáneamente ofuscada. Ni siquiera vio a Toni que pasaba de largo, ni a Ester que se había quedado petrificada mirando a través del cristal del pasillo, con las manos llenas de gradillas. Nadia, que iba unos pasos por delante, tuvo que llamarla.
* * *
Por la noche, mientras diluía las preocupaciones en los efluvios aromáticos de una barrita de incienso, Marina recibió una llamada de Gemma para invitarla a pasar el fin de semana en la masía de los tíos.
—Te conviene, te veo estresada. —Era casi un reproche.
Lo cierto es que su prima no iba descaminada. Por dentro era una olla a presión, en la que hervían desaforadamente dudas, escrúpulos y miedos metafísicos. Era un caldo turbio, en el que nada era evidente. Y aquel chup chup constante no la dejaba ni desconectar ni descansar.
Durante el trayecto en coche hasta el pueblo de montaña volcó la sopa espesa sobre la pobre prima, que conducía en silencio. La reorganización de las unidades duró hasta la salida de la ciudad, los resultados negativos hasta el primer peaje y la propuesta de cambio de Guillem llegó cuando enfilaban la calle principal del pueblo.
La finca Torras estaba muy cerca del núcleo urbano y disponía de suficiente terreno a su alrededor para poder tener un pequeño jardín y un modesto campo de frutales. La familia se reunía en la masía para pasar las vacaciones y muchos fines de semana.
En esta ocasión incluso se encontrarían con Berta, la hermana mayor de Gemma, y con los niños. Cuando abrió la puerta del coche, Marina ya había eliminado buena parte de sus preocupaciones y se sentía más relajada.
—Te veo más delgada, chica —la saludó el tío Jordi mientras la cogía del brazo y la miraba de lejos.
—Voy muy ajetreada —se disculpó Marina.
—¿Queréis probar un vinillo excelente que he reservado para hoy?
Los tres tomaron un trago del porrón, y las chicas alabaron la buena selección de la bebida.
Aquélla era una de las labores que más placer proporcionaba al tío Jordi: bajar a la bodega, provista de las mejores marcas, elegir la botella adecuada y comprobar, antes de verter el vino en el porrón, que se hallaba en buen estado. El vino era lo único que le dejaban probar. A Marina siempre le había llamado la atención la telaraña de venas que se extendía por sus mejillas enrojecidas y los ojos llorosos. El tío Jordi, cuando era joven, sobrepasaba en mucho las dosis de alcohol establecidas por los médicos, y el padre de Marina le había advertido en diversas ocasiones que se estaba jugando el hígado y la vida. Tuvo que frenar en seco unos años atrás, cuando finalmente se le manifestaron las consecuencias patológicas de aquel placer. Ahora la tía le mortificaba con una abstinencia severa, que él se saltaba cada vez que se olía un ambiente festivo. Cualquier conmemoración era motivo de pequeños excesos que su mujer no se atrevía a censurar en público.
—Vamos, anda, que la tía te dará un beso y se encargará de engordarte.
La tía Magda preparaba las ensaladas en una mesa de madera, debajo de la encina del estanque, donde se bañaban Berta y sus hijos. La mujer se secó las manos con el delantal antes de abrazar a las chicas. Berta y los niños también las saludaron efusivamente con salpicaduras y besos empapados de agua dulce.
La tía Magda había sido la única hermana del doctor Fontcuberta. Era una mujer menuda y decidida, y estaba acostumbrada a manejar a la familia como ahora manejaba la verdura para la ensalada. Decidía cuál iba a poner, cómo tratarla y cómo bautizarla. Estaba cortando la zanahoria con la misma energía que utilizaba para resolver los problemas domésticos. Y al mismo tiempo no dejaba de mirar a los niños, que entraban y salían del agua. El mayor, que era su preferido, no paraba de dar vueltas corriendo y de salpicar a su hermano. Con aquel bañador de perneras largas parecía un chico mayor. Aunque la gente decía que los dos niños se parecían al padre, ella aseguraba que de la nariz abajo eran como Berta. Y la sonrisa era Torras, ¡no había duda! Ella habría tenido ocho hijos, si aquel ginecólogo no se hubiera empeñado en operarla de la matriz. Y su marido no habría rechistado.
Sus ojos se posaron en las cabezas rizadas de Gemma y de Marina que, sentadas en el banco de piedra, miraban unas fotografías que les había llevado Berta. Qué pena de chicas. Siempre con la lengua fuera, queriendo ser iguales que los hombres. Menuda tontería. ¡Como si no fuera importante formar una familia y criar niños sanos! Si cada una de ellas tuviese dos o tres hijos como Berta, llegaría a los diez nietos que tenía Pilar, su amiga, y podrían hablar en las mismas condiciones. Marina levantó la vista y chocó con los ojos de la mujer.
—¿Qué pasa, tía?
Ella reaccionó con una sonrisa y le lanzó un pepino por los aires.
—¿Me lo cortas finito, por favor?
Lo cogió al vuelo. Gemma y ella se acercaron a la mesa para ayudarla.
Cuando la madre de Marina murió, Magda quiso hacerse cargo de aquella niña que había nacido llorando, con la piel enrojecida y los puños cerrados. Argumentaba que su hermano no tenía tiempo para estar pendiente de ella y Angelina carecía de experiencia. Pero al doctor Fontcuberta le había aflorado de las entrañas un sentimiento de paternidad que hacía imposible cualquier razonamiento. Sólo de vez en cuando permitía que su hermana se entrometiera: por ejemplo, para buscar una escuela para las tres primas. Pero lo hacía más para que no le diera la lata que porque confiara en su criterio. También pactaron unas mínimas reuniones semanales —castañada, Navidad y Pascua— para asegurar la relación familiar. Y en verano era obligatoria una larga estancia en la masía. Pese a que su hermano había aceptado a regañadientes estas medidas, tía Magda estaba convencida de que su sobrina se había criado sola y medio salvaje.
Marina se dio cuenta de que su tía ya no cortaba los tomates con la misma rapidez y de vez en cuando las miraba. Seguro que en cualquier momento insistiría en lo de casarse y tener hijos. Era obsesiva e impertinente en aquel tema, pero una buena persona en muchos otros aspectos.
Marina recordaba con placer los días de vacaciones en aquella casa. En verano, además de la playa y los viajes al extranjero para aprender inglés, siempre reservaban unas semanas para ir a la masía. Gemma había sido una hermana para ella. Era un año mayor y, cuando eran pequeñas, se ocupaba de ella con aire maternal. Le prestaba los juguetes y también su ropa. Desde siempre le había gustado llevar los vestidos bonitos de Gemma. Durante las tardes de verano, después de haberse bañado en el estanque, descubrían juntas los secretos polvorientos del viejo granero. El tío había convertido aquel cobertizo en una gran sala de juegos para los días de lluvia, e incluso las dejaban dormir allí alguna noche, como si estuviesen en una cabaña. Más tarde, lo acondicionaron como una pequeña vivienda independiente, con cocina, baño y chimenea, pensando en el futuro de sus hijas. Marina siempre había deseado secretamente aquel granero. Y muchas otras cosas. Cuando eran niñas, envidiaba a su prima porque tenía madre y hermana. Cuando era adolescente, porque se depilaba y se alisaba el cabello. Ahora estaba celosa de aquellos dos sobrinos, redonditos y de cabello castaño. Eran idénticos a su padre, pero nadie en la familia quería reconocerlo. Marina adoraba a los dos niños, en especial al pequeño, aquel niño silencioso de ojos enormes. Cada vez que se lo sentaba en la falda, sentía un tictac en el estómago. Era muy curioso. Pero dolía.
—¿Y tú no te animas, chica? —Finalmente la tía había hurgado indiscretamente desde la tabla de cortar verdura, aprovechando que Marina metía una aceituna en la boca de uno de los pequeños.
La muchacha se mordió la lengua y sonrió educadamente.
—Pues claro que me gustaría, pero antes he de encontrar un padre que se preste, ¿no?
—¡No será porque no tengas moscones que te ronden!
Marina vio que su tía no se conformaba con respuestas banales.
—Primero tengo que asegurarme un trabajo fijo y después...
—¡Después ya estaréis fuera de juego! —Y metió, decidida, los tomates cortados en el bol, del mismo modo que había metido a su hija en el plural del reproche.
Las dos primas se miraron de reojo por encima de las lechugas lozanas. Siempre tenía que mortificarlas con aquel tema. Como si ellas no pensaran en ello cada día. Todas las horas de cada día.
Tía Magda nunca era justa en sus valoraciones. Jamás se había interesado por sus trabajos. Mostraba en esto una insensibilidad rayana en la inconsciencia. Ni siquiera entendía que trabajar era una forma de supervivencia. En cambio, alababa todo lo que hacía Berta, como las fotografías de los niños, la crema de anchoas, o incluso el torneo de tenis del pueblo, en el que había quedado finalista. El hecho de ser madre de familia colocaba a la muchacha en un pedestal, desde el que no le hacía falta hacer grandes cosas para ser admirada incondicionalmente.
Apareció el tío con el porrón de vino en la mano. Debía de haber bebido ya algunos tragos, porque los ojos le flotaban en una sonrisa beatífica.
—¿Qué semana de agosto vendrás, chica?
A Marina no le sorprendió la pregunta: había venido preparada. Después de darle muchas vueltas, no veía otra salida. No tendría vacaciones, trabajaría todo el mes. Había decidido mostrarse ante Guillem y Nadia con una disponibilidad absoluta. Era su última carta.
—Este año no voy a poder venir —anunció buscando un tono pretendidamente natural.
La tía soltó los tomates y, sin querer, se puso de puntillas.
—¿Cómo? —exclamó.
—Hay cambios importantes en el Instituto.
—Otra vez el cuento del trabajo —protestó la mujer.
—Tía, ¡me lo juego todo!
—¿Y Berta? —Volvió la cabeza para mirar a su hija, que tomaba el sol en una tumbona—. Este año ha organizado el campeonato de tenis.
Se la veía tan compungida que Marina fue incapaz de dar una respuesta coherente. Entonces la tía la miró a los ojos, ofendida:
—Le ha costado muchas reuniones...
Las dos primas se miraron de nuevo, y por poco Gemma no se corta el dedo en vez del pepino para la ensalada.
* * *
No solamente Marina tuvo que renunciar a las vacaciones de agosto. Todo el personal del Instituto fue invitado a hacerlo. Los recién llegados argumentaron que todo el mundo era libre de ejercer sus derechos, pero que se trataba de trabajar de firme para empezar el curso con las líneas de trabajo definidas y en marcha. En Estados Unidos, era inconcebible tener un mes de vacaciones. La gente, que temía una limpieza de personal, se tomó una semana encubierta, y aparecía y desaparecía con la bata puesta, y sobre todo, cuando estaba allí, procuraba hacerse notar.
Durante aquel mes, Marina hizo un intenso aprendizaje, a las órdenes de Nadia, de las bases teóricas de la nueva línea de investigación. La rumana estaba convencida de que podrían encontrar errores en la síntesis de ciertas proteínas, errores que se acumularían con los años y serían los responsables del desarrollo del Alzheimer. No creía que los depósitos de amiloide y los neurofilamentos fuesen la causa de la enfermedad, sino el producto final. La presencia de estos posibles errores los estudiaría en el cerebro después de la muerte del paciente, a través del ARN mensajero. Había que estar siempre preparados para ir a buscar las muestras al hospital, a cualquier hora del día, porque el ARN mensajero se degradaba muy fácilmente en los cadáveres.
Nadia le asignó a Yumbo, uno de los técnicos chinoamericanos, para ayudarla y reforzar la inestimable colaboración de Toni. Trabajar bajo la dirección de aquella mujer había sido, en cualquier caso, una experiencia. La rumana se limitaba a enseñar el método una sola vez, proporcionaba un protocolo impecablemente escrito en inglés con las referencias correspondientes. Y aquí terminaba la formación del pobre investigador.
—Consúltalo en la bibliografía —contestó el día en que Marina no sabía la concentración de las sondas para la amplificación cuantitativa.
—No lo he encontrado.
—Porque es elemental —respondió sin inmutarse—. Haz una batería de concentraciones y vete probando.
Ella se tragó el reproche y calló. Ya sabía que tendría que pasar muchas horas hasta encontrar las condiciones óptimas.
—Las cuestiones vitales están en la cabeza, ¡no en las manos! —le insistía mirándola por encima de las gafas, a punto de sumergirse en la inmensa piscina del Journal of Neuroscience de turno.
Marina seguía teniendo dudas e inquietudes. Padecía migrañas a menudo y eczemas en las cejas, y por la noche daba vueltas en la cama como una peonza. No pudo resistir la tentación de llamar a Miquel.
—Me alegro de los cambios —le dijo él—, pero ten cuidado. Mantén siempre los ojos bien abiertos. No son trigo limpio.
No supo qué pensar. ¿Era envidia? Miquel nunca había podido trabajar con los medios que ella tenía. Ni antes ni seguramente ahora en la Universidad de Girona. A lo mejor le daba dentera, y estaba celoso.