Aquella mañana de comienzos de junio se respiraba un aire denso. Habían anunciado viento del sur, que transportaba arena y dolor de cabeza, pero todos sabían que procedía de dos pisos más arriba. El gerente recibía la visita del vicerrector de Investigación, el doctor Sagunto, y los rumores se propagaron: el Instituto pronto tendría nuevo director. Los investigadores pululaban impacientes. A pesar de que el nombre de Miquel Tena sonaba desde hacía semanas en la quiniela de probables candidatos, no las tenían todas consigo. El doctor Tena era un sénior histórico que conocía a fondo los problemas del Instituto y comulgaba con las inquietudes del personal. Pero la visita del vicerrector no era un hecho usual. El doctor Sagunto era un hombre prácticamente invisible, y su presencia adquiría un aspecto misterioso, o por lo menos sorprendente.
En el sótano del Instituto y a salvo de vientos y tempestades, los becarios estaban acabando, en el laboratorio experimental, la última serie del nuevo fármaco para el Alzheimer, el RP-801. Cogían a los ratones y los ponían a nadar en un depósito, donde los animalitos tenían que encontrar una plataforma oculta bajo el agua para poder hacer pie y descansar. Teóricamente, habían sido entrenados para guiarse por unas señales que colgaban alrededor del estanque. Todo esto si la memoria no les fallaba.
Marina, becaria posdoctoral y encargada del proyecto, miraba el cronómetro enfadada. El ratón no recordaba las pistas ni en qué consistía el juego, y daba vueltas absolutamente desorientado. Procedía de una cepa seleccionada para envejecer rápidamente, que se utilizaba como modelo experimental para el Alzheimer. El animal tardó una eternidad —cuarenta y cinco segundos— en hallar el artefacto hundido. Parecía extenuado, con el pelaje pegado al cuerpo.
—Esperemos que los de mañana vayan mejor, porque éstos no han aprendido nada —le reñía Marina, como si el animal tuviese la culpa.
Si quería demostrar que su fórmula funcionaba, los ratones envejecidos tenían que encontrar la plataforma en pocos segundos. Y esto sólo ocurría en contadas ocasiones.
—Es el caso número cincuenta —cantó Marina para que Toni, su becario ayudante, tomara nota.
Cincuenta casos, cinco dosis, un montón de experimentos y de horas invertidas... y nada. Un día todo muy bien, y al día siguiente un fracaso absoluto. En resumidas cuentas, el RP le estaba dando más quebraderos de cabeza que progresos de memoria.
—Dijiste que sólo haríamos esta serie, ¿no? —refunfuñó Toni, que controlaba la filmación del experimento desde el despacho contiguo.
Era evidente que Toni quería abandonar, pero a Marina le fastidiaba tener que arrojar la toalla. Mientras recogían las jaulas para devolverlas al estabulario, calcularon el calendario para terminar las pruebas de retención.
—Ahora bajarás conmigo y comprobaremos que estén todos los cerebros.
La circulación por el pasillo del Instituto era densa. Toni caminaba delante para no chocar con los becarios que, perfectamente enguantados, trajinaban tubos y gradillas en sentido contrario. Tuvieron que esquivar con paciencia centrifugadoras y neveras hasta llegar a la zona más tranquila de los ordenadores. Allí, detrás de los cristales, los becarios posdoctorales, de más edad y sin guantes, tomaban notas e introducían datos, aporreando convulsivamente los teclados. Hacía rato que sonaba un teléfono, pero nadie le hacía caso. Todo el mundo andaba de cráneo porque aquella misma tarde se celebraba una sesión conjunta con el CSIC, y tenían que acabar los últimos ensayos y rellenar las presentaciones con gráficos y tablas.
A Marina le habría gustado incluir este último experimento con el RP-801, pero la semana anterior todo se había ido al traste. Toni confesó que había preparado la fórmula con la sal equivocada, una solución demasiado ácida para que el fármaco pudiese disolverse correctamente. Lo dijo sin inmutarse, como si estuviera hablando del cambio de retrovisor de su moto. Gordito, tranquilo, un vivalavirgen. En aquel instante balanceaba indolente las jaulas a derecha e izquierda, como si el ajetreo de los laboratorios no le afectara.
* * *
El segundo sótano estaba pintado de blanco e intensamente iluminado con luces fluorescentes, como si aquel disfraz hospitalario pudiese enmascarar el hedor del estabulario que acogía. Orellana, el técnico encargado, les abrió a través del portero automático.
—Hola, Marina, guapa. Déjalas tú misma, estoy ocupado —avisó a través del megáfono.
Entraron conteniendo la respiración. La pestilencia, una mezcla de excreciones y de pienso de los animales, se adhería a la pituitaria. Sin embargo, el recinto se veía limpio, con las jaulas colgadas ordenadamente en tres soportes a lo largo de la estancia, dejando dos pasillos en medio. Era como una sala de hospitalización, donde cada cubeta llevaba la tarjeta de identificación con la historia clínica de los animales y el nombre del investigador responsable.
El encargado del estabulario era uno de los técnicos más veteranos del Instituto. Mandaba más que muchos investigadores y si alguien se le atragantaba ya estaba listo. Para él, Marina siempre sería Marina-guapa. Los otros becarios no tenían nombre, eran chicos, chicas, unos más educados, otros más distantes, pero jóvenes anónimos. Marina había sido la primera doctoranda, en una época en que las plazas de becarios se concedían con cuentagotas y las relaciones en el Instituto eran más familiares que profesionales. No como ahora, tal como pregonaba a menudo el hombre, que aquello parecía más una multinacional que un lugar de estudio. En aquella época Orellana había ayudado mucho a la becaria. Le pinchaba las ratas cuando todavía le daban miedo, le dictaba los resultados para que los pasara al ordenador, y siempre se tomaban un café en la biblioteca, a media mañana. Conservaban de aquellos tiempos una buena relación y un trato diferenciado respecto a los otros becarios.
Orellana era un hombre eficiente y bien considerado. Todo el mundo conocía, no obstante, su debilidad: la ópera. Rigoletto o La Traviata acompañaban a menudo el rumor de los animales entre el serrín, y era frecuente encontrarle dirigiendo una orquesta de ratas enjauladas con unas pinzas en las manos a modo de batuta. Sin embargo, hoy no se oían sopranos, sino el corte metálico de unas tijeras afiladas en la habitación contigua, la de la limpieza.
—¿Estás ahí, Orellana? —preguntó Marina abriendo la puerta de al lado.
—Estoy acabando con los ratones —le dijo mientras depositaba la cabeza seccionada dentro de la bolsa. Lo hacía con suavidad. Todo en él era pulcro y ceremonioso.
—Gracias, Orellana, ya ves lo atareados que estamos.
Por lo general, Marina se encargaba de las decapitaciones de sus animales, y era un favor personal que Orellana le adelantara el trabajo. Para Toni aquello era una novedad. Nunca había presenciado en directo un sacrificio en serie, y se acercó curioso, más como fisgón que como investigador. Había varias bolsas de plástico transparente que contenían las cabezas cortadas de los animales de cada grupo. Todo etiquetado con el número de serie: controles, dosis 1, dosis 2, dosis 3, dosis 4 y dosis 5. En el cesto se amontonaban los cuerpos sin vida, y Toni se asombró de que todavía se movieran. Orellana, crecido por la expectación que despertaba en el muchacho, limpiaba diligente la mesa con un trapo húmedo.
—¿Qué te parece? —le preguntó sin poder contener por más tiempo su orgullo—. Un sacrificio limpio y organizado.
—¿Y no gritan?
—Si los sujetas bien, no. Hay que limpiarlo todo con mucho cuidado; si los animales huelen la sangre, se estresan y lo pasan mal.
—¿Por eso lo haces aquí, encerrado?
—Exacto; hay que ejecutarlos uno por uno y en compartimentos independientes.
—¿Y no existe otro procedimiento? Con anestesia, no sé...
Orellana le miró fijamente, como si le hubiera faltado al respeto.
—La decapitación es el sistema que menos afecta al cerebro. —Y siguió frotando con fruición las hojas de las tijeras, ignorando a aquel becario novato que cuestionaba sus métodos.
Marina repasaba los distintos tarros de cristal que se alineaban en una repisa.
—Si me guardas los cerebros en formol, te lo agradeceré —le pidió mientras agitaba los encéfalos sumergidos—. Tenemos sesión esta tarde y voy muy mal de tiempo.
—Iba a hacerlo, señorita.
—Eres un sol —le agradeció dándole un afectuoso apretón en el brazo.
Inmediatamente observó cómo enrojecían las orejas de aquel hombre, que tal vez para disimular salió en busca de otra jaula. La becaria, entretanto, le enseñaba a Toni el sistema de conservación de los cerebros. Pero el muchacho estaba demasiado interesado en los procedimientos previos y, cuando el encargado regresó para continuar con el sacrificio, se instaló en primera fila. El ratón condenado estaba acobardado en un rincón de la jaula, y dio un salto brusco intentando huir desesperadamente.
—No te preocupes, bonito, no sufrirás —le susurró Orellana agarrándole el cuerpo con firmeza.
El animal intentaba defenderse, mientras la mano enguantada le encajaba la cabeza entre las aspas metálicas.
—La rata y el ratón siempre se resisten. El conejo de Indias sólo se mea —sentenció el hombre. E, impertérrito, cerró las tijeras.
Toni hizo un gesto de repugnancia, en cambio la becaria se sorprendió de no haber experimentado ni el más mínimo disgusto. Tal vez se había endurecido después de tantos años de pelearse con los animales.
* * *
Marina regresó a su pequeño despacho, que no era más que una mesa orientada hacia el laboratorio y aislada de los cubículos contiguos por dos tabiques. Decidió salir un rato al jardín del aparcamiento a tomar el aire. Revisaría los mensajes del móvil, porque en aquella mina subterránea no tenían cobertura. Mientras buscaba la tarjeta para acceder luego al edificio, vio que en el portátil antediluviano había un post-it. «Miquel quiere que subamos. Yo me adelanto.» Ester «se adelantaba», como siempre. Y más ahora que Miquel iba a ser el nuevo director. Seguro que ya le estaba haciendo la pelota para poner un pie en la posible plaza que pudiera derivarse de esta promoción. Marina abandonó la idea del jardín y se dirigió al segundo piso del edificio, donde habitaban todos los séniors de la casa.
Miquel Tena era su jefe y el de Ester, pero sobre todo era un buen jefe. Había sido su director de tesis, su maestro en la investigación y su guía en las relaciones competitivas y a menudo conflictivas del Instituto. Podía subir a cualquier hora, con la seguridad de encontrarle en aquel despacho recóndito, entre montones de papeles y rodeado de pilas de libros. Siempre estaba allí para resolver cualquier duda, para solucionar cualquier problema. Tanto daba que fueran las ocho de la mañana como las ocho de la noche. A veces Marina tenía la impresión de que dormía allí, y buscaba inconscientemente rastros de una noche in situ, como por ejemplo la presencia de un saco de dormir arrugado en un rincón, o los restos de una cena fría en una bandeja.
Ester estaba sentada en una de las dos sillas del despacho y ni siquiera volvió su cabellera rizada y teñida cuando Marina entró. Miquel levantó la mano, y ella le felicitó por su nombramiento como director. Pero inmediatamente vio cómo el brazo caía como un peso muerto.
—Le estaba diciendo a Ester que no seré el nuevo director —respondió secamente.
A Marina se le heló la sonrisa en el rostro. No podía creerlo. Pero si todo el mundo lo daba por hecho... Ese mismo día había oído...
—Y además me largo del Instituto —remató.
Marina tuvo que sentarse. Palpó los brazos de la silla y fijó la mirada en un botón de la camisa de Miquel que pendía de un hilo. Miquel se iba. De pronto advirtió que no había libros esparcidos por encima de la mesa, sino pilas de cajas de cartón en el suelo, cerradas y precintadas. Se sintió tan mareada como aquel botón a punto de caer.
Miquel les comunicó que le había surgido la posibilidad de trasladarse a la Facultad de Biología de Girona, que era un centro de creación reciente, con personal joven y buenas perspectivas de crecimiento. Les agradeció su ayuda y el trabajo de todos aquellos años. Aunque deseaba parecer animado, un rictus en el rostro denotaba contrariedad.
—Lo siento, chicas, quizá os estoy haciendo la puñeta, pero...
Marina no reaccionaba. Presentía una desconexión en alguna cadena neuronal que le impedía razonar. Ester se puso en pie, besó a Miquel y le felicitó por la decisión; luego se excusó diciendo que había dejado un experimento a medias. Marina la observó a distancia. Seguro que se adelantaba de nuevo, a ver quién era el nuevo director y preparar el terreno.
Cuando se quedaron solos, Miquel repitió:
—Lo siento, especialmente por ti. Te dejo colgada.
—¿No podría irme contigo? —se atrevió a murmurar con un hilo de voz.
—Qué más quisiera... Por ahora es imposible. Estoy cogido por los cojones. —Se arrellanó en la butaca—. Pero quién sabe, chica, puede que acabes ocupando mi puesto aquí. ¡Anímate! Un revés puede convertirse en un golpe de suerte.
Le explicó que dejaba una plaza vacante en el Instituto, y esto podía suponer una oportunidad para todos los posdocs del departamento.
—Será una carnicería —pensó Marina en voz alta, sintiendo una opresión en el pecho.
—Tú puedes conseguirla. Tienes un buen curriculum, ¡hostia!
Marina meneaba la cabeza, y Miquel pensó en su fuero interno que realmente aquello iba a ser una batalla campal.
—Vamos, a la faena —exclamó con fingido entusiasmo.
Y después de aquel descalabro en sus vidas, repasaron los experimentos del día, como siempre, como si nada hubiera cambiado. Él miraba por encima de las gafas e iba desgranando los números y las estadísticas hasta encontrar una explicación que, mágicamente, pudiera aclararlo todo.
—Ten en cuenta que el RP puede ser puñetero y actuar lentamente, y esto es lo que nos fastidia, porque con tratamientos cortos no podemos obtener ningún resultado —dijo mirando con preocupación la cuadrícula ordenada de la base de datos.
—Si fuese así, tendríamos que ver cambios microscópicos en el cerebro. Las espinas dendríticas, y todo esto...
—¿Cuándo tendrás los resultados?
—Tardarán aún. Tengo los cerebros en formol y, cuando termine todos los experimentos, los llevaré al hospital.
—Puedes buscar los trabajos del grupo alemán del año pasado. ¿Recuerdas? Hablaban de cambios microscópicos causados por distintos fármacos.
Marina lo anotó en una esquina de la hoja de datos.
—Lo presentas esta tarde tal como está, y tranquila.
—No sé si está suficientemente maduro...
—Conviene presentar algo. Ya nos saltamos la última sesión del CSIC.
—Ya... —murmuró Marina con poco convencimiento.
—Simplemente tienes que recordar tus puntos débiles: el modelo de ratón envejecido y los estudios microscópicos. Pueden discutirte que hay medios más modernos, que por cierto cuestan un huevo y parte del otro.
—Lo peor son las preguntas.
—Llévatelos a tu corral. Pregunten lo que pregunten, tú responde desde tu terreno, desde donde domines la situación. —Miró a la chica que, con aire preocupado, guardaba los gráficos en la carpeta—. La pena es que no voy a poder ir, ya lo ves... estoy liado... y puteado. —Dio unos golpecitos sobre un montón de papeles que tenía en la mesa—. Me han vuelto a denegar el proyecto y, para colmo, todo este follón del traslado.
Pero Marina no le escuchaba. Las malas noticias la habían bloqueado completamente. Miquel le adivinó el pensamiento.
—Encontrarás el camino. Tú sola saldrás adelante.
Marina no veía caminos, sino laberintos, encrucijadas en la investigación, cruces en su continuidad laboral, intersecciones en las relaciones profesionales.
No pudo reprimir por más tiempo la pregunta.
—¿Quién es?
—¿Quién?
—El nuevo director.
Miquel se agitó incómodo en su asiento. Luego se puso de pie como si diera por concluida la visita.
—Hoy está por aquí, ya le conocerás. Es posible que lo tengas entre el público en la sesión. —Lo dijo con voz animosa, pero Marina le adivinó en la mirada el peso de la aflicción—. Es Guillem Miras. Se supone que es una estrella de Hollywood.
* * *
Cuando regresó al laboratorio, Toni ya había desaparecido, como de costumbre, de modo que Marina entró en la sala de reuniones buscando la paz emocional con una manzanilla terapéutica. La Cuadra, nombre con el que se conocía desde tiempo inmemorial a aquella sala, era el reino de los becarios. No era un lugar de debate o de estudio, sino un espacio para tomarse un breve descanso y un refrigerio. Disponía de cafetera, microondas y una gran mesa en el centro, cubierta de revistas científicas que se amontonaban por colecciones. El nombre se debía, con toda seguridad, al desorden y a la suciedad, ya que nadie se ocupaba de limpiar las tazas de café, ni el microondas, ni la cafetera.
Aunque también podría referirse a las funciones de recogimiento y descanso tras las cabalgadas agotadoras por los prados de los laboratorios. La Cuadra la compartían los becarios de los tres grupos de investigación del Instituto: los Esquizofrénicos, los Dementes y los Depresivos. Los investigadores séniors jamás acudían a aquel lugar. Solían frecuentar la cafetería del último piso y los seminarios de la planta baja para las reuniones.
Mientras el calentador hervía el agua para la infusión, Reina, el posdoc Depresivo, se acercó a Marina por detrás. No pudo reprimir el deseo de hacer cosquillas en aquel pedacito de espalda que, junto con un perfil gris de algodón, asomaba por los vaqueros. Reina, además de ser un posdoc veterano, era también un experto en el color de las bragas de las becarias del Instituto. Meses atrás le habían descubierto una base de datos de nuevas adquisiciones en ropa interior, diseñada con una metodología digna de un investigador de élite. Marina era una de sus preferidas por razones diversas. Por una parte, no pertenecía a su grupo, era una Demente y, por tanto, no suponía una competencia directa en la promoción interna. Pero, sobre todo, era la que mejor elegía los pantalones caídos hasta las caderas. No podía resistir aquel juego de esconder el piercing del ombligo, ahora al descubierto, ahora no, en aquel vientre blanco como una rebanada de pan.
—¿Has visto el último artículo de Guillem Miras? —le preguntó, en un intento de hacerse perdonar las cosquillas, mientras le plantaba un Journal of Neuroscience junto al calentador.
A Marina le sorprendió la pregunta, y decidió callar el nombramiento del nuevo director. No tenía por qué facilitar gratuitamente información privilegiada.
—Pues léelo. Te conviene. Miras será tu jefe, el mío y el de todo Dios.
Ahora ella fingió sorpresa y se enfadó secretamente por ser siempre la última en enterarse de las noticias. Hojeó el artículo en silencio. El tema era el mismo de siempre: estudios descriptivos de la distribución de las alteraciones moleculares en el cerebro de los enfermos de Alzheimer, y la correspondencia con las características clínicas de la enfermedad.
En aquel momento entró Ester con una copia del artículo en la mano y el tetamen bien puesto en su sitio, que Reina ya había incluido en su base de datos personal.
—Yo también lo acabo de bajar de la red, y parece un trabajo impecable.
Ester agitaba teatralmente las hojas como si fuesen un abanico de plumas, mientras señalaba, arqueando las cejas, que conocía a un amigo de un becario que trabajaba en el mismo Instituto de la Universidad de California que Guillem Miras, y que decía que le llamaban GM porque era tan superpoderoso como la General Motors, Ester hablaba en tono exultante, como si ya formase parte del equipo ganador. Que si cuando viniesen todo cambiaría, que si ellos estaban acostumbrados a presupuestos millonarios, que si el Instituto pasaría a ser un centro de referencia, que si todos tendrían plazas fijas... Incluso Marina, que mantenía con ella un trato distante, la veía como el Ángel de la Anunciación del nacimiento, magnificando aquellos pronósticos, gloriosos.
Assia, la doctoranda argelina de Reina, se inclinó sobre Marina, apartando discretamente el khimar que enmarcaba su rostro.
—¿La General Motors? —murmuró, pronunciando entre dientes lentamente la pregunta.
—Sí, sí, la General Motors —le respondió sin ganas de dar más explicaciones. Detrás del velo y la bata, Assia se perdía entre palmeras y arena argelina. Necesitaba aclaraciones constantes. Y ella no tenía tiempo para hacer de buena samaritana.
Andreu, del grupo de los Esquizofrénicos, permanecía silencioso en un rincón, con la taza de café en la mano. Pese a no haber terminado todavía el doctorado en marcadores moleculares predictivos de esquizofrenia, ocupaba la cátedra de filosofía vital en aquel departamento del subsuelo. Era el compañero con quien Marina más amistad tenía, si es que podía hablarse así. Porque en el Instituto la palabra «amistad» no existía, o al menos no había ser vivo que se atreviera a utilizarla.
—¿Queréis saber lo que pienso? —intervino Andreu con cara de indigestión de tanta gloria virtual—. Pues que más que una ayuda será una colonización americana. Porque, ¿ya sabéis que no va a venir solo? La rusa esa, la Ipatescu, también se traslada. Y es un arma de doble filo, un cerebro con piernas y muy mala leche. ¡Ya podemos prepararnos!
—No es rusa, es rumana —corearon los demás.
Andreu, imperturbable, dejó la taza sobre la mesa e inclinándose sobre ella añadió con gran misterio:
—Yo también conozco a un amigo de un becario que trabaja en Chicago con John Wicklow. Dicen que GM le robó el primer artículo del gen gstmf1 —afirmó bajando la voz.
—No me lo creo —sentenció Reina moviendo la cabeza.
—Hay mucha envidia en el mundo —replicó Marina casi enfadada.
—Y, cuando triunfas, te cubren de mierda —añadió Ester con una inusual complicidad con su compañera.
Nadie estaba dispuesto a desmontar el castillo de naipes que se había erigido entre los cafés y las revistas. De modo que Andreu no insistió, tomó la taza y se retiró de nuevo a su rincón. Su mirada se concentraba en los círculos del café, como si en ellos pudiese ver el futuro: aquello iba a ser la ley de la jungla, la ley del Oeste americano.
Marina se acabó de un trago la manzanilla, que con tanta conversación se había vuelto oscura como un caldo. Se le había hecho tarde y tenía que bajar de nuevo al estabularlo, para ver si Orellana había terminado con los cerebros. Assia estaba esperando el ascensor y bajaron juntas. A medio camino, una sacudida imprevista les hizo rebotar contra el suelo y frenó el descenso. Marina tenía el tiempo justo para preparar la presentación de la tarde y el ascensor se había estropeado.
* * *
La sala de sesiones estaba llena a rebosar. En las primeras filas se sentaron los tres grupos de neurociencias al completo, excepto Miquel, que estaba de traslado. Al fondo se dibujaba una masa informe de caras desconocidas —los investigadores del CSIC—, cómodamente arrellanados en sus asientos, con ínfulas de superioridad y ganas de meter baza. Había corrido la voz de que Guillem Miras tal vez asistiría a la reunión, pero de momento no había dado señales de vida.
Marina apenas había tenido tiempo de organizar la presentación y el remate había sido la bromita del ascensor. Odiaba los ascensores, y sólo montaba en ellos si iba acompañada de alguien. Había perdido media hora compartiendo claustrofobia con la joven argelina, mientras alguien intentaba abrir las puertas. Y no era la primera vez que ocurría.
Cuando llegó su turno, la becaria subió a la tarima e inmediatamente apagó las luces generales para aislarse y concentrarse tan sólo en la pantalla mural. No veía al público, únicamente el débil resplandor en los rostros de los Depresivos de la primera fila. Aunque poseía cierta experiencia de hablar en público, el mero pensamiento de que Guillem Miras podía estar en la sala la llenaba de angustia. A los pocos minutos le sudaban las manos y el puntero rojo titilaba entre los gráficos con un parkinsonismo alarmante.
Las conclusiones eran evidentes: no disponían de resultados positivos, pero sí de elementos que sugerían cierta actividad recuperadora de la memoria por acción del RP-801. Por otra parte, había que esperar el estudio sobre los cambios microscópicos de la regeneración de los axones, que se pondría en práctica en los próximos días.
Se encendieron las luces y empezó la discusión abierta, que era la más difícil de digerir, porque la luz hacía que el becario ponente se sintiera desnudo ante todos. Se alzaron manos como lanzas para hurgar en las ideas que había planteado. Incluso Ester sufrió un ataque de dudas existenciales, que muy bien podía haber comentado aquella mañana, en el laboratorio o en la Cuadra. Además, en las sesiones conjuntas siempre se dejaba que fueran los invitados del CSIC los que lanzaran los dardos desde las últimas filas.
Cuando finalmente Marina se disponía a cerrar el programa, se puso en pie un último participante.
—Tan sólo un par de preguntas, que en realidad son comentarios a su excelente trabajo de investigación...
Era un hombre alto, muy seguro de sí mismo, y tenía un deje en la voz que le hacía parecer extranjero. Acompañó las preguntas con una amplia introducción sobre el tema, avanzando posibles respuestas en una estrategia dirigida a facilitar la labor refutatoria de la ponente. Se oyó un murmullo entre las primeras filas, que se volvieron para identificar la voz. Marina supo, desde el primer momento, que se trataba de GM.
Las preguntas se referían, como ya le había advertido Miquel, al modelo de ratón y a los estudios microscópicos. Marina habría deseado estar a muchos kilómetros de distancia, lejos de aquel hombre de Hollywood que, estaba segura, la atacaría sin piedad. Lo cierto era que no había tenido tiempo de organizarse las respuestas, de modo que simplemente agradeció los comentarios, dijo que le parecían muy acertados y que lo tendría en cuenta en el futuro.
—¿No cree que podría utilizar modelos de animales más adecuados? —insistía cruelmente aquel hombre.
—Sí, lo cierto es que...
«Llévatelo a tu corral», recordó Marina.
—Lo cierto es que hay cepas de ratones envejecidos que crean problemas porque presentan dificultades a la hora de nadar. El tipo que nosotros utilizamos supera con facilidad la prueba de latencia en el tanque y no presenta estas limitaciones. Y, por otra parte, permite visualizar leves alteraciones microscópicas en el cerebro, como por ejemplo...
—Le estoy hablando de animales modificados, no de animales seleccionados. ¿No se han planteado trabajar con ratones transgénicos?
—Bueno, sí, por supuesto...
—Y tal vez renovando las técnicas microscópicas. La tinción de Golgi ya la utilizaba Ramón y Cajal.
Se oyó una risita contenida en un rincón de la sala.
Ante aquel acoso insistente, Marina se sintió primero desvalida y después furiosa. Estaba hecha polvo, tras pasar todo el día dando vueltas por el laboratorio, sin haber tenido tiempo ni siquiera para comer. Si había aceptado presentar aquellos resultados bastante impresentables era porque no quedaba otro remedio, porque habían acudido a la sesión anterior con las manos vacías. Y ahora el nuevo y flamante director del Instituto le estaba buscando las cosquillas. El mismo que le había dado el pasaporte a Miquel apenas unas horas antes. Muy bien. Si aquel hombre quería lucirse, ella no se rendiría. Avanzó un paso y dijo sonriente:
—Confío en que no pretenda iniciar una discusión dogmática. Se trata de resultados preliminares y, evidentemente, los nuevos modelos y los nuevos métodos se irán incluyendo en las próximas fases de estudio. Si le parece bien...
Percibió un murmullo de aprobación de parte de los becarios de las primeras filas. GM dio la impresión de sentirse desconcertado, pero luego no bajó la guardia e hizo todavía un intento de contrarréplica. Pero Marina se le adelantó con un «muchas gracias» y cerró la presentación con el cursor. Él, de pie aún, se dio por aludido: haciendo un saludo militar con la mano derecha, se dejó caer sobre el asiento con una sonrisa.