Martinsried

Diana atravesó el parque nevado. El crujir de las botas sobre el manto blanco acompañaba el silencio inmaculado de aquella tarde gris en el campus de Martinsried. Se detuvo en un quiosco y compró rosquillas bretzel y una botella de agua. El frío era tan intenso que agradeció el rato que estuvo allí de pie, bajo la estufa del techo, esperando a que el hombre encontrara cambio del billete que le había dado.

Hacía dos meses que vivía en Munich, con una beca posdoctoral en el Instituto Max Plank, y había alquilado un apartamento en el campus, en una residencia para científicos visitantes. Vivía sola pero disponía de una pequeña habitación de invitados, donde de vez en cuando recibía la visita de su hija.

Lo que más le gustaba de aquellos apartamentos de Martinsried era el trayecto que debía recorrer cada día a través del bosque del campus, que entonces se hallaba completamente nevado. El bosque tenía una extensión considerable, con itinerarios que los pasos humanos marcaban sobre la nieve. La luz se filtraba tenuemente entre los viejos abetos y los imponentes pinos cargados de nieve. Ella admiraba aquella penumbra húmeda y también el cielo nublado cuando salía a los claros rodeados de hayas y tilos desordenados. Y respiraba hondo, como si aquel olor frío y transparente la hiciera vivir.

Al entrar en el vestíbulo del instituto, sintió la fuerte bocanada de calefacción en la cara, y deseó coger el ascensor y llegar rápidamente al último piso, a los laboratorios de biología molecular, para desembarazarse de las piezas de abrigo. Se cruzó con un par de investigadores asiáticos y la secretaria de la planta, que le recordó la sesión del día siguiente. No tenía despacho, sólo una mesa dentro mismo del laboratorio, pero disponía de una taquilla donde guardar sus cosas. Sin embargo, cuando nevaba tenían que colgar los abrigos, anoraks y paraguas en una pequeña habitación a la que llamaban «la secadora».

Dejó la bolsa con los comestibles en la mesa y puso orden dentro de aquella superficie caótica de papeles, con la bibliografía que había estado consultando por la mañana. Revolvió la pila de artículos en busca del mensaje electrónico impreso de Mark en el que le anunciaba que pasaría a verla aquella tarde. En aquel momento no recordaba la hora exacta. Le había preparado un ejemplar de la tesis dedicada, y los dos artículos publicados. Podía decirse que los trabajos con el AB-65 habían ido relativamente bien, aunque al final se publicaron en revistas de segunda fila. Con los estudios con ratones pudieron demostrar que se comportaba como un fármaco potente frente a los tumores metastásicos. El problema, sin embargo, era que no actuaba específicamente sobre el gen de la telomerasa, sino que provocaba la metilación de otros genes, lo que causaba la muerte prematura de los animales. En la actualidad, estaban caracterizando dicha afectación génica colateral. También habían retrocedido para recuperar el AB-105 menos efectivo, pero quizá más seguro. Para avanzar más deprisa habían establecido diferentes colaboraciones extranjeras, como con el grupo de Munich.

Al final se había separado de Claudi. Él también había vuelto a Barcelona y trabajaba en el ámbito privado, en una clínica del norte de la ciudad. Con ansias políticas renovadas, se había presentado a la junta del Colegio de Médicos, con el apoyo total del tío Cladellas. Con Diana mantenía una relación correcta. Era un buen hombre, ella no podía decir lo contrario. Pero ahora se encontraba mejor. Por primera vez podía ver su vida sin enfermedades, sin antecedentes que la mortificaran, desvinculada de todo, como un libro en blanco donde cada día descubría una nueva página escrita. Y la escribía ella, nadie más. Sólo necesitaba tiempo. El paso del tiempo, que para algunas personas era nocivo, para ella era un complejo vitamínico que la reforzaba por dentro. Su hogar minúsculo en Martinsried, con olor a moqueta, café y libros, era su laboratorio de ensayo personal. Después de tantos años de dependencias, quería reencontrarse, buscaba su yo de antaño. Se alimentaba de teatro y novelas, y también de poesía. Era feliz, estaba en paz con ella misma y con su exigente conciencia.

Encontró el mensaje electrónico de Mark que señalaba las 17 horas, después de que finalizaran las sesiones del Congreso Europeo de Reproducción Humana que se llevaba a cabo en la capital bávara. Faltaba media hora. Sin razón aparente alguna, ella había pensado que sería un buen momento. La mayoría de los investigadores habrían acabado su jornada laboral, y podrían sentarse en la biblioteca a tomarse un té y comer las rosquillas saladas. Sí, claro que lo había echado de menos. Hizo una inspiración profunda. No se habían vuelto a ver desde aquella tarde, cuando le dieron el alta en el hospital. Tras el desmantelamiento de la fundación, él había decidido volver a Cambridge, y su amigo, Salvador Mestre, movió todos los hilos para abrirle los brazos y las puertas de los laboratorios del Addensbrook. Con Diana se habían escrito en varias ocasiones, pero siempre para comunicarse publicaciones y becas obtenidas. No habían vuelto a hablar abiertamente del caso Lucena, sencillamente porque era desalentador. A lo sumo, se enviaban las pocas reseñas que salían en la prensa.

Aquel mismo día Diana había recortado una noticia sobre el matrimonio Sokolov y la había guardado en su montón correspondiente, justo encima del comunicado de prensa publicado hacía unos meses a raíz del escándalo de Lluís Nicolás. Sin querer, había vuelto a leer el escrito: «La fundación lamenta profundamente que su imagen benefactora social, cultural y científica haya quedado equívocamente vinculada a desviaciones económicas en actividades ajenas a la investigación». Y acto seguido anunciaban la cancelación de sus compromisos con el ayuntamiento y el Gobierno. Una cortina de humo.

En ocasiones pensaba en Olga Sokolov. Siempre que veía una mujer elegante entrando en una tienda de lujo, visitando un museo o paseando por el jardín inglés, le venía su imagen a la mente. Se había convertido en un hábito en los últimos meses, y por tanto ya no le generaba el rechazo del pasado. De vez en cuando veía su fotografía en las revistas del corazón, tanto españolas como alemanas, siempre a propósito de las acciones filantrópicas que llevaban a cabo, como una donación millonaria para el sida, o como otra para la malaria en África o bien por la cesión de una colección de arte a la Tate. Pero aquel día, con el estímulo que suponía la visita de Mark, ver la noticia de la inauguración de la nueva sede de la fundación, la sede del sur de Europa, como especificaba el titular, le causó una impresión muy fuerte. Sabía que el Ayuntamiento de Tarragona había puesto a la venta el edificio de la fundación, el antiguo sanatorio de Calallonga, y ahora podía admirar su sustituto, un hermoso palacete en Estoril, a pocos kilómetros de Lisboa. La periodista ponía en boca de Olga Sokolov la idoneidad de la localización, cerca de los grandes centros culturales y científicos de la capital, pero en un entorno idílico. En la fotografía, la pareja iba conjuntada con ropa clara, a pesar de que en Lisboa era pleno invierno. Él parecía más delgado que en la filmación del hotel César Imperial, y también más ajado. Pero el traje con chaqueta y chaleco, de caída impecable, y el cabello blanco peinado hacia atrás, lo disimulaban muy bien. Ella, a su lado, con el cuerpo erguido, lo cogía del brazo con la pose de mujer joven que ejerce de apoyo para su marido de edad avanzada. Miraba a la cámara con una sonrisa enigmáticamente dulce. Pero puede que lo que más le impactara fuera el comentario que hacía la periodista sobre el deseo no cumplido de la señora Sokolov de ser madre, hecho que la llevaba a prestar una dedicación ilimitada a su ONG infantil. Concluía que el dinero no lo era todo en la vida. Sin embargo, en aquellos momentos Diana pensaba todo lo contrario. El dinero originaba todo el poder del mundo. Los abogados de los Sokolov habían conseguido mantenerlos libres de cualquier imputación en el proceso que se había iniciado a partir de las acusaciones de Diana. Phillips, un hombre hábil en la previsión de problemas, siempre sabía cómo desvincularlos de los sucesos en los que acababan involucrados. Tampoco sir Friederich había sido inculpado. La lista de los niños, que habría sido una prueba inculpatoria clara, había desaparecido, y la declaración de Diana sobre la misma fue considerada por el juez como una malinterpretación por deformación profesional. La verosimilitud de las declaraciones de Diana, en general, se minimizaron alegando inestabilidad emocional y afectiva. Incluso hubo quien llegó a pensar que el cierre en la cámara fría había sido un intento real de suicidio, sobre todo porque fue imposible identificar a los malhechores, que probablemente huyeron y se mantenían escondidos en algún país extranjero. La investigación promovida por la Consejería de Sanidad intentó obtener los nombres de otros niños moldavos que hubieran participado en anteriores estancias para explorar la existencia de cicatrices resultantes de prácticas quirúrgicas sospechosas, pero los archivos estaban bajo tutela del Reino Unido

Y fue imposible desclasificarlos. Fuera como fuese, cayó una gruesa capa de arena sobre el proceso. Todo se ralentizaba y parecía que se perseguía la prescripción de los hechos.

Por la línea de teléfono interna, el conserje del vestíbulo principal preguntó por «doctor Cladellas» y anunció la llegada del doctor Günev de la Universidad de Cambridge, informando de que necesitaba su autorización de entrada. Diana estaba visiblemente nerviosa. Se echó un vistazo a la trenza y otro a la bata, que no estaba tan planchada como cuando trabajaba en el sótano 2.

A los pocos minutos Mark ya estaba en el laboratorio, cargado con su mochila y la cartera del congreso. Entró con una expectación feliz en el rostro, como un niño al que le toca abrir su regalo de Navidad, y Diana se emocionó. Se dieron un beso en la mejilla y un abrazo afectuoso y Diana respiró contra su cuello la loción de afeitar, el olor del abrigo y un cierto aroma a mar en la piel. Y se quedaron así un momento hasta que ella se separó y lo acomodó en la biblioteca.

—¿Te preparo un té?

Y casi sin esperar respuesta se dirigió al microondas para calentar el agua.

—Te he comprado la especialidad del país.

Le explicó que los habitantes de Munich disfrutaban de los bretzel, las rosquillas saladas en forma de ocho que servían de acompañamiento a las salchichas blancas, las cuales debían consumirse antes de las doce del mediodía, ya que luego, sin frigoríficos, la carne se pasaba. Debían mezclarse con la típica mostaza dulce y combinarse con queso camembert adobado con cebolla y pimienta. Diana no paraba de hablar mientras preparaba la bandeja con las dos tazas, los sobrecitos de té y el azucarero.

—¿Estás bien? —le preguntó él de golpe.

—Sí.

Se interrumpió. Después de una sonrisa leve, fue a la mesa a buscar la tesis dedicada: «Para mi compañero del proyecto intramural, una búsqueda apasionante que me ha cambiado la vida». Mark le dio un segundo beso. Estaba orgulloso.

—Me alegro mucho. Al final lo conseguiste.

Se sentaron a la mesa, esperando a que subieran los colores de la infusión en la tetera.

—¿Aún tienes el barco?

—Lo tengo a media pensión en una guardería donde lo alimentan y lo cuidan.

—¿No te lo llevarás a Inglaterra?

—Ya sabes que mi barco es como mi alma. Y no sé todavía dónde ponerla.

Se quedó mirándola directamente a los ojos, unos instantes.

—¿Todavía vas a Tarragona? Mark volaba muy de vez en cuando a visitar a su madre. En alguna ocasión había entrado en el hospital, de incógnito, sólo para dar una vuelta por el pinar. Diana, por el contrario, no había vuelto a poner los pies allí.

—Ya sabes que los laboratorios del sótano 2 se han esfumado. Sin la financiación de los Sokolov, pasaron a ser insostenibles.

—¿Y ahora qué hay?

—¡La Savall, cómo no! Diana soltó una risa.

—Es una superviviente nata. Propuso reconvertirlos en laboratorios de rutina hospitalarios, para técnicas artesanales. En el sótano 1 han instalado el equipamiento robotizado, y abajo las ELISA, la genética, y el HPLC.

—Y ella, ¿qué hace?

—Coordinar mucho y trabajar poco, como siempre. Es la única que no ha perdido ni un zapato en el terremoto.

Diana permaneció callada.

—Ni ella ni Evarist Figueras. Ellos continúan con el viento a favor, sobre un lecho de rosas. Yo sigo convencido de que estaban al corriente de lo que se estaba haciendo en la fundación, aunque no participaran directamente.

—¿Y Justin Curley? Parece ser que actuaba de intermediario con las células, ¿no?

Justin no admitió nunca que trabajara para Friederich, pero por lógica debía de ser la persona encargada de analizar los genotipos en las muestras de sangre de los niños y coger la médula ósea extraída de las punciones, o el tejido ovárico, y congelarlos en el servicio de criopreservación. Diana ya sabía que las células madre para uso terapéutico humano debían cultivarse en instalaciones especiales, las llamadas salas blancas.

—Haría envíos a Londres, donde Friederich debía de colocarlas estratégicamente para su expansión.

—Creo que al final se ha marchado a Singapur, ¿verdad?

—Sí, ya hace unos meses — dijo Diana—. Pero antes sé que aportó un listado de clínicas inglesas y suizas de lujo que supuestamente colaboraban con él, enviándole células mesenquimales para hacer investigación.

—Pero no se pudo probar ninguna práctica ilegal, como que éstas fueran intercambiadas por células procedentes de los niños de Moldavia, aunque estoy seguro que iban a parar a esas clínicas para tratamientos de rejuvenecimiento.

Lanzaron unos suspiros sucesivos.

—Y de nuestras famosas muestras de sangre, ¿qué piensas?

—Seguro que las empleaban para los genotipos, para seleccionar a los niños.

—Eso en los últimos años. Al principio las utilizarían para investigar la causa de la supervivencia en esa población, y después para caracterizar los hallazgos. Estoy segura de que hay muchos años de investigación detrás de esas muestras.

Diana comprobó que la infusión estuviera en su punto. La sirvió y le acercó la taza. Mark se había quitado el anorak y llevaba un jersey de colorines, pantalones impermeables y botas de montaña. Lo veía contento, animado, aunque de vez en cuando le descubría una mirada escudriñadora.

—El único que ha pagado el pato ha sido Lluís Nicolás —dijo Diana, para hacerlo aún más feliz.

El director había sido el causante de la fulminante desaparición de los Sokolov y su fundación de la superficie de la comarca. No fue en absoluto por nada relacionado con la turbia Terapia 85, ni por las intervenciones innecesarias que solía practicar a las jóvenes, sino por financiar con dinero público y de la fundación el alquiler de un piso que ejercía como prostíbulo en la costa. Las pruebas de facturación eran evidentes; las declaraciones, precisas, y varios testigos reconocieron haber visto entradas y salidas de mujeres y clientes. Arcelia, que regentaba el negocio, compartía el inmueble con varias compañeras emigradas, y se había hecho popular por las rancheras que cantaba en el bar de la esquina. Evidentemente Nicolás perdió todas sus aspiraciones en la carrera política municipal, y tuvo que aceptar, in extremis, una prejubilación forzada. López- Ambrosio lo había sustituido en la dirección del centro. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era un hombre pacífico que se adecuaba perfectamente al cargo.

—Sin proponérselo, ha facilitado la excusa a los Sokolov para recoger velas, muy ofendidos, y dejar el campo libre —concluyó Mark con frialdad.

El consistorio había quedado consternado con el abandono de los Sokolov. No habían podido digerir todo aquel embrollo de la denuncia de Diana que había hecho salir al hospital en los medios de comunicación un día sí y otro también. Pero la marcha de los mecenas fue la gota que colmó el vaso. En un arrebato de orgullo autoritario, declararon a Mark Günev y Diana Cladellas personas non gratas en la ciudad.

Diana sacó el recorte de prensa que había visto aquella mañana.

—Se han ido a Lisboa. Me juego el cuello a que llevarán a los niños de vacaciones a Estoril. — Calló con un resoplido—. Todo ha quedado bien tapado, enterrado, se puede decir.

—¡A quién le importa nada un poquito de tráfico de órganos humanos! —exclamó Mark con sarcasmo mordaz.

La expresión del semblante de Diana se había ensombrecido. Mark cogió la taza y propuso un brindis.

—¡Eh! ¡Por nuestros códigos secretos! ¿Te acuerdas del NHN? Le arrancó una sonrisa a Diana, que se apuntó enseguida al placer de los recuerdos.

—¿Y el LLLAP? Mark contuvo la risa.

—Y la Savall allá arriba, en la torre de vigilancia, observando la circulación de revistas que nos dejábamos en las mesas.

Ambos estallaron en carcajadas. Después volvieron a suspirar de forma alternada. Mark aprovechó para buscar algo en la mochila. Sacó un fajo de hojas grapadas y lo puso encima de la mesa, junto a las rosquillas. La primera mostraba impresa una búsqueda por internet de distintas compañías aéreas.

—Tienes vuelos directos Munich-Londres desde setenta euros. Te ofreceré galletas de jengibre con mermelada de fresas.

Diana sonreía pero no abría los labios. Mark insistió.

—Salva te espera. Es tu admirador más fiel. —Pensándolo mejor, se atrevió a añadir—: Y yo también.

—Me encantaría ir. Pero ahora mismo es el peor momento. Estamos con los ensayos de toxicidad, no puedo faltar ni veinticuatro horas.

—¿Crees en esa estrategia de concentración en el trabajo para avanzar?

Diana levantó la cabeza.

—Aquí se trabaja así. También necesito momentos de distanciamiento, es cierto, pero nunca muy lejos del problema.

—¿No crees que llevas demasiado tiempo… —Estuvo a punto de decir «sola», pero evitó la palabra— obsesionada? Quizá deberías diversificarte un poco.

Diana guardó silencio. Aquello era un juego de palabras. Ambos sabían que estaban hablando en clave, como si aún utilizaran sus códigos secretos. Le echó un vistazo al reloj: casi las siete. No quedaba nadie en el laboratorio. Miró por la ventana. Estaba empezando a nevar. Se levantó de la silla y se acercó al cristal, como intercalando una pausa para un cambio de escena.

—En pocos minutos tendremos medio metro de nieve.

Notó que Mark se le acercaba por detrás. La abrazó y le dio un beso en el cuello. Diana sintió una ola de calor que le subió desde el diafragma hasta las raíces del cabello.

—Todavía te espero —musitó él.

Diana se dio la vuelta y se fundieron en un beso profundo, íntimo.

—Todavía no es el momento —dijo ella sin rodeos ni códigos por medio—. Necesito tiempo. El maldito tiempo.

—El tiempo pasará, eso es fácil.—Una sonrisa forzada le tensó los labios. Mark apoyó la frente en su hombro y le dijo—: Te esperaré.

Mark la abrazó con fuerza. Estuvieron así un largo rato. Al final dijo:

—Puede que no me necesites tanto como yo a ti.

—«Necesitar» no es el sentimiento que busco ahora mismo. He necesitado demasiado a demasiadas personas. —Le besó el jersey de colorines por delante del cuello—. Quiero aprender a vivir sola, ¿me entiendes?

Sí, claro, Mark la entendía de todo corazón, pero permaneció allí, aferrado a ella, esperando que de repente dejara de nevar, esperando que milagrosamente saliera el sol en aquella tarde oscura en Martinsried.

Desde la ventana lo vio salir del edificio, con una gorra de lana calada hasta las orejas, y los pasos amplios y decididos sobre la nieve. En cualquier momento se giraría, la vería allí arriba, detrás del cristal, y volvería a entrar. Y ella no tendría fuerzas para dejarlo ir. Pero él siguió caminando, inexorable, hacia el otro lado del campus, donde estaba la parada del autobús, sin mover apenas los brazos embutidos en el anorak. Más allá del bosquecillo de arces se perdió entre la niebla, y entonces Diana se apartó de la ventana. Recogió las tazas y envolvió las sobras de bretzel en una servilleta de papel, para el desayuno del día siguiente.

Antes de irse, cogió el fajo de hojas que Mark había dejado encima de la mesa para guardarlo en la cartera. Bajo la primera hoja de los vuelos económicos había varias fotografías impresas del recinto del hospital, que probablemente habría hecho en alguna de sus últimas visitas. En la primera salía el vestíbulo del centro con el directorio de las distintas plantas. El sótano 2 figuraba ahora como Centro de Diagnóstico 2. Ni rastro del centro de investigación. Las dos instantáneas siguientes eran de la fundación. Habían sido tomadas desde la playa y mostraban el edificio antiguo con las ventanas de las plantas bajas cerradas con postigos, y las de los pisos superiores, con los cristales sucios, blanqueados por la sal del mar. Una imagen de desolación absoluta.

¿Qué futuro le depararía el destino?

¿Volvería algún día a la vida, acogiendo niños, como una escuela, o como un centro de recreo? Con una pizca de angustia, descubrió en un extremo de la imagen la caseta de la playa, que había sido transformada en un quiosco de bebidas. ¿Y el pinar? El bosque asomaba por detrás del edificio y Diana observó con tristeza que las copas se habían empobrecido. Algún jardinero sin escrúpulos había podado aquellos pinos magníficos y los había dejado como candelabros ridículos, con unos penachos en la punta de las ramas, que ya no daban sombra, ni pinocha, ni piñas. ¿Cuántos años tardarían en recuperarse? La última fotografía, no obstante, todavía le dolió más. Mark le había querido mostrar su lugar de reunión secreto, el bar de la carretera.

Grotescamente disfrazado con cortinas de cuadros rojos y verdes, se había convertido en un take-away-pizza con comida italiana para llevar. Una pizza gigantesca colgaba del pico del ave que presidía el establecimiento bautizado ahora como El Gallo Napolitano.

La gente envejecía y el paisaje se transformaba, pensó Diana. Aquellos lugares que habían sido vivos, llenos de historias y personajes, parecían ahora vacíos de contenido. Friederich había defendido una prevención global del paso del tiempo en el organismo, sin saber que la globalidad real era inalcanzable, porque significaba también inmortalizar el entorno de cada persona. Y aquello era frágil y transitorio.

—Un nuevo escenario para nuevos actores —se oyó pronunciar en voz alta.

Guardó los artículos en la cartera para leerlos por la noche.

Fue a la taquilla para enfundarse el abrigo acolchado, el chal de lana y las botas forradas de borreguillo, y bajó al parque para pasear sola, con la compañía del frío y la nieve.