El hospital funcionaba hacía meses, pero la dirección había querido esperar la llegada del buen tiempo para que lucieran más los actos inaugurales. Lucena observaba cómo los operarios desmontaban con presteza la tarima de madera, desconectaban el sistema de sonorización y cargaban en un camión las plantas ornamentales. Los medios de comunicación habían recogido los cables negros de las conexiones y hacía rato que los camiones habían desaparecido por la carretera.

Desde la ventana de la planta cuatro, el técnico observaba el ala norte del hospital, donde se hallaban los quirófanos y las consultas externas, construida como el resto, con vidrio y madera, para conseguir, según el arquitecto que lo había diseñado, una integración perfecta con el entorno boscoso. Unos metros más allá, justo en el comienzo del desvío de la carretera, una gran mole de granito mostraba, en letras plateadas, el nombre del centro: Hospital del Mediterráneo. Qué arrogantes y pretenciosos, pensó el técnico. Tanto el edificio como el nombre, creados a imagen y semejanza de sus directivos.

Al otro lado del bosque, encima mismo del promontorio y dominando la franja de playa que se extendía a sus pies, se divisaba el segundo edificio del complejo hospitalario, un bloque antiguo con valor histórico que antes de la guerra había sido un sanatorio. Conservado y remodelado con esmero, albergaba las oficinas de la Fundación de Investigación Sokolov. Aquélla era su fundación, se dijo el hombre. Trabajaba allí, como todos los investigadores y técnicos de los laboratorios del sótano 2 del hospital. Pero eso no le hacía sentirse orgulloso de aquel proyecto, ni de la fundación, ni del hospital.

—Me encuentro mejor.

La mujer, medio incorporada, respiraba con dificultad en la habitación en penumbra. Sonrió con los ojos cerrados.

Lucena fue hacia ella al oír su voz.

—¿Qué dices, querida? —le preguntó, acercando la cara a sus labios para descifrar sus palabras.

—Que ya estoy mejor —repitió la mujer.

—Claro. Los analgésicos ya te han hecho efecto —contestó él mientras le cogía la mano con cariño.

Con bata blanca y el distintivo en el pecho de trabajador de la casa, el hombre comprobó que las gotas de suero bajaran rítmicamente a pesar de que le escocían los ojos de las noches sin dormir. Se sentó en la cama de al lado, que estaba vacía. La mujer abrió los párpados y, regresando de la oscuridad interior, recorrió lentamente el entorno con la mirada.

—Las margaritas están muy bonitas este año —musitó.

El hombre, con ternura, le acercó la botella de plástico cortada por la mitad que contenía un magnífico ramo de flores. La enferma giró la cabeza e inspiró cerrando los ojos.

—Hasta tienen ese perfume…

—Está lloviendo mucho. Una buena primavera.

Permanecieron un rato en silencio. Se oyeron pasos en el pasillo y unas voces pausadas.

—¿Qué es eso que hay en la ventana? —preguntó la mujer con un hilo de voz agudo.

Era uno de los centenares de globos de color naranja, con el eslogan de felicitación a la ciudad por el nuevo hospital, que habían lanzado al aire en el momento culminante del acto inaugural. Lucena ya se había dado cuenta de que el globo había quedado atrapado entre el vidrio y la cornisa exterior, e incluso había intentado abrir la ventana para sacarlo de allí. Pero aquel hospital era absolutamente funcional y, por tanto, hermético de arriba abajo.

—Es un globo de la fiesta de hoy —respondió con voz neutra.

—Siempre me han gustado los globos, sobre todo los que se escapan hasta el cielo. —Ella sonrió débilmente.

El hombre le pasó un dedo por la mejilla, alisó la colcha de la cama y volvió a sentarse en el sillón. Se quedaron los dos con la mirada fija, mirando la goma brillante del globo e intentando descifrar las palabras impresas en la superficie.

Fue entonces cuando entraron los tres hombres. Dos de ellos llevaban batas blancas y el tercero un pijama azul.

—¿El señor Lucena?

El hombre asintió y se acercó inquieto al grupo. No esperaban a ningún médico ni ninguna visita a aquella hora de la tarde.

—Tendrá que acompañarnos. Hay que regularizar el ingreso de su mujer: nos faltan algunos datos — dijo el más joven, el del cabello rapado al cero y patillas pobladas.

A Lucena le sorprendió la dureza en su tono de voz.

El hombre del pijama se situó junto a la cama de la enferma y parecía examinar las etiquetas del suero.

—El enfermero se quedará aquí mientras tanto.

Lucena dudó que aquellos visitantes fueran personal de la casa. No llevaban las batas del hospital, ni las identificaciones.

—Llamaré a la enfermera de planta. Debe saberlo —dijo, acercándose al timbre de la cabecera de la cama.

Pero el hombre fornido se interpuso en su camino y le cogió del brazo mientras el joven le advertía con acritud:

—Serán dos minutos, y están a punto de cerrar las oficinas.

A Lucena se le encendieron entonces todas las alarmas. Se soltó con brusquedad y se encaró al más joven, que desde el primer momento parecía tener más autoridad.

—No pienso moverme de la habitación.

—Tendrá que hacerlo por fuerza. Si no, la paciente no podrá seguir aquí.

Horrorizado, vio cómo el hombre del pijama empuñaba una jeringuilla en la mano. Observó el rostro de su esposa, que tenía los labios apretados mientras arrugaba las sábanas con las manos. Pensó que si lo veía exaltado sería peor.

—Tiene razón. Ya no me acordaba de que tenía que firmar el ingreso. ¡Malditos papeles!

Se acercó a la enferma y le dio un beso en la frente.

—Vuelvo enseguida. Descansa.

La mujer miró de reojo al enfermero, que se había sentado con las piernas separadas en el sillón, y después a su marido, que desaparecía ya por la puerta.

Con un hombre a cada lado, Lucena atravesó la planta hasta los ascensores, y de allí descendieron al sótano 3, el nivel más profundo del edificio.

—¿A qué viene todo esto? — dijo, evitando que le temblara la voz—. ¿Adónde me llevan?

—Te llevamos a donde te corresponde estar.

—¿Corresponde? No sé de qué habla, no sé qué pasa. Yo no los conozco…

—Si no cierras el pico, llamamos al enfermero para que utilice la jeringuilla. —Y le mostraron el móvil que uno de ellos blandía, como un arma, en la mano.

La desesperación le hizo plantearse huir corriendo cuando las puertas del ascensor se abrieran, pero fue incapaz de tomar una decisión. Temió que aquello no acabara bien, y dicha premonición le bloqueó la mente.

El pasillo del sótano se veía desierto.

—No quiero continuar; esto no tiene sentido.

—Ahora le verás el sentido.

—¡Camina! —le ordenó el más robusto.

Lo cogieron por los brazos y lo arrastraron por el pasillo. A medio camino, el joven sacó una llave del bolsillo de la bata y abrió una puerta. Dentro estaba todo a oscuras; sólo las luces de seguridad iluminaban las imponentes neveras verticales del depósito de cadáveres.

—¿Te gusta el local?

Lucena notó un escalofrío, y a continuación lo empujaron para obligarlo a entrar.

—Vaya, si hasta tenemos un invitado —dijo el joven, señalando una camilla con ruedas que había en un rincón de la sala.

Por lo general, los muertos entraban directamente a las neveras destinadas a tal fin, pero por alguna razón un difunto esperaba su turno de autopsia cubierto por una sábana blanca, con los pies al descubierto.

Lucena miró a su alrededor con terror y el presentimiento de que moriría allí mismo. Pero no tuvo mucho tiempo para dichos

pensamientos, ya que el primer puñetazo le llegó directo a la mandíbula y le hizo perder el equilibrio hacia atrás, mientras que el segundo le golpeó el estómago con tanta fuerza que se quedó sin respiración.

—Sabes que tendríamos que cortarte la lengua para que no cuentes mentiras ni fabulaciones.

Lucena estaba incorporándose y se tocaba la comisura del labio. Tosió y, con voz ronca, dijo:

—Yo no cuento nada. No tengo nada que cont…

No le dejaron acabar la frase. Un tercer puñetazo le hizo girar ciento ochenta grados, y se dio de bruces con un archivador de pared, del que cayeron un par de carpetas con gran estrépito. El técnico perdió el equilibrio, tropezó con las carpetas y se desplomó en el suelo. Entonces un par de patadas terribles le golpearon las costillas, y decidió no levantarse. Tendido de lado sobre el suelo antideslizante, se tapó la cara con un brazo. Le zumbaban los oídos y notaba un dolor agudo en un costado.

—Estamos pensando en cerrarte la boca definitivamente — le susurró el joven con un nuevo puntapié en la entrepierna, que le arrancó un gemido reprimido—, ya sabes, como todos estos compañeros que reposan en las neveras.

Entre los dos hombres lo cogieron por los brazos y lo arrastraron hasta un extremo de la sala. Lucena no levantaba la vista y tropezaba tambaleándose con las chancletas. En aquel momento el aerosol del broncodilatador le salió rodando del bolsillo. El más joven lo cogió y leyó la etiqueta.

—O sea, que eres un asmático de mierda. —Y, chutando con asco el recipiente, añadió—: Ya no lo necesitarás.

Lucena entreabrió los ojos y vio cómo el medicamento desaparecía bajo una mesa. Lo sentaron en una silla. El hombre joven se colocó a su lado y se entretuvo en revisarle los bolsillos. Primero los de la bata, después los de los pantalones. El más fornido, que parecía aburrido por naturaleza, se puso a investigar las neveras, abriendo los cajones de abajo. El primero estaba vacío y, decepcionado, lo cerró de golpe. Del segundo salió la cabeza de una anciana desgreñada, blanca como la cera. Tenía los párpados medio cerrados, los labios azules y una mancha de un rojo violáceo que se entreveía por la nuca y los hombros.

—Tráelo aquí, que huela a fiambre. Eso lo reanimará.

El joven, que ya había acabado el registro, sonrió. Entre los dos llevaron a rastras a Lucena hasta el cajón abierto y, una vez allí, lo arrimaron contra la cara rígida y fría de la mujer.

—¿Qué, te pone caliente?

Los dos hombres se animaron con una carcajada y lo apretaron con más fuerza sobre el cadáver. Lucena, pese al tormento de los músculos magullados del rostro, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Después le llegó el olor agrio de la muerte.

—Caliente, caliente. Pues que se meta en la cama con ella. Hay sitio. —Y, presos de la excitación, lo cogieron por las piernas y lo forzaron a meterse en el mismo compartimento que la difunta.

Lucena no opuso resistencia; tosió y comenzó a ahogarse. Sus agresores, con una gran risotada, cerraron el cajón con cuidado, porque los dos cuerpos cabían justos en el espacio de una repisa. El alto y fornido se tapó la boca con la mano, sorprendido de su propia ocurrencia.

—Toc, toc, ¿hay alguien en casa? —bromeó el joven, pegando con los nudillos sobre el frontal de acero.

Dentro de la nevera se oyeron toses y silbidos que anunciaban que el técnico comenzaba a sufrir un ataque de asma.

—Si te cuesta respirar, no lo hagas. Aquí no lo hace nadie.

El que acababa de hablar acompañó la frase dando otra patada a la nevera mientras el zumbido respiratorio se percibía ya nítidamente.

Fue entonces cuando se oyó un crujido metálico en la otra punta de la sala. Primero fue un sonido tenue, pero se hizo cada vez más ensordecedor. Cuando volvieron la mirada temerosos hacia el rincón del difunto de la camilla, vieron horrorizados que el muerto convulsionaba bajo la sábana.

—¡Oye, tú! Esto no me gusta —masculló el joven.

El otro se había quedado petrificado. La camilla se movía por todas partes. Comenzó a oírse un borboteo gutural, como de salivación, los pies desnudos temblaban y un brazo cayó inerte hacia un lado. El hombre más corpulento hizo el amago de huir despavorido, pero el otro lo agarró por la manga.

—No lo podemos dejar aquí —ordenó, señalando con la mirada hacia la nevera.

Abrieron el cajón a toda prisa y sacaron a Lucena, que ya estaba medio asfixiado. El más joven aún tuvo tiempo de recoger el aerosol de debajo de la mesa. Entre su compañero y él arrastraron al técnico hasta el pasillo, evitando mirar la camilla, que para entonces parecía haber adquirido vida propia y se había alejado considerablemente de la pared.