9

La excitación inicial se deshizo en una amarga decepción, de eso estaba seguro. La emoción con la que Diana le había entregado las llaves, dentro de una funda de plástico de aquellas para guardar documentos, como si se tratara de una prueba judicial, y la inquietud con la que lo siguió como una becaria novata, aquí y allá, mientras él las probaba por todos los armarios y cajones del laboratorio, eran señales de la ilusión que ella había puesto en el descubrimiento. Incluso entraron con disimulo en el servicio de criopreservación, bajo la mirada inquisidora del técnico responsable, buscando congeladores clausurados con cerradura, que pudieran esconder algún secreto. Pero no hubo ninguno que respondiera a sus forcejeos. Finalmente, cuando la cerradura de la taquilla de Lucena cedió sin ningún esfuerzo y mostró un interior obviamente vacío por la policía y limpio como una patena, el desencanto fue mayúsculo. No hacía falta calentarse más la cabeza.

—Lo siento —se vio obligado a decir al devolverle las llaves, como si se tratara de un pésame.

Diana las cogió serenamente, con simulada indolencia, diciendo que se las devolvería a la Savall por si alguien ocupaba de nuevo el armario.

Y volvía a estar al principio del camino: Mark Günev ante el ordenador, el investigador perdido en el laberinto del misterio Lucena, obstinado en la negación del suicidio pese a no haber avanzado mucho en las hipótesis alternativas.

A partir de las indagaciones de la policía sobre la visita de Lucena a la cala del Grito, él se había montado su particular versión de los hechos, que a ojos de otra persona podría parecer peregrina. Según su propia opinión, el técnico, después de dar un paseo por el acantilado, habría regresado al hospital por algún motivo, y allí lo habrían matado en el pasillo de las neveras. El asesino habría ocultado el cuerpo provisionalmente en algún sitio del hospital hasta saber qué hacer con él, quizá en el depósito de cadáveres o dentro de alguna ambulancia. Lo habría cargado en una camilla y tapado con una sábana para su transporte, algo nada sospechoso dentro de un hospital. Tras haberse librado del cuerpo, habría vuelto al lugar del crimen a pasar la bayeta y, al ser sorprendido por su llegada inesperada, se vio obligado a huir, dejando el charco de sangre en medio del pasillo.

Ésta era su hipótesis, que no había compartido con nadie. La policía no parecía inclinada a aceptar la teoría del asesinato, y por tanto no gastaría tiempo ni saliva en tratar de convencer a aquel par de incompetentes —con toda probabilidad untados desde arriba— de la coherencia de sus ideas. La policía siempre apoyaría la cómoda hipótesis del suicidio frente a la arriesgada teoría del complot. La personalidad de Lucena tampoco ayudaba mucho. Era más fácil imaginar a aquel desgraciado loco y solo, quitándose la vida en un arranque de depresión, que como víctima de una confabulación organizada. Por otra parte, el aparato directivo del centro rechazaba de lleno que se planteara un hecho delictivo como aquél. Evidentemente, no interesaba al director que alguien sospechara que en su flamante hospital se daban acontecimientos anormales. El pretencioso Lluís Nicolás, que tenía comprado al servicio de prensa local para que amplificara incluso el último tratamiento de callos y juanetes, no admitía ninguna opinión crítica sobre su funcionamiento. Antes moriría que aceptar dichos hechos. Si él tenía algún tipo de responsabilidad o relación, cosa probable, el escándalo podría apartarlo de la dirección del hospital e incluso de las futuras listas municipales. La Savall tampoco podía consentir que, bajo su eficiente coordinación, se le hubiera pasado por alto un suceso como aquél. Ella, que se suponía que tenía un ojo detrás de cada probeta, que no se le escapaba ni la desaparición de una jeringuilla, que hasta cuando hacía el amor consultaba el móvil por si tenía algún mensaje, ¿cómo podía haber ignorado a un Lucena amenazado, seguramente raptado y finalmente asesinado? No, no descartaba que también pudiera compartir una parte de responsabilidad.

El principal problema era que la policía no veía un móvil claro para un asesinato. En cambio, él estaba convencido de que, aparte de los tejemanejes económicos de Nicolás, se ocultaban asuntos de peso. Bastaba con recordar la gravedad de las amenazas que había presenciado.

—¿A qué hora es la sesión?

La becaria de primer año, rubita y de ojos almendrados, asomó la cabeza por la puerta. Mark miró presuroso el reloj del móvil.

—Tienes razón, ya no me acordaba. A las doce y media.

El Journal Club era justamente aquel día, y corría a su cargo. Tenía preparada una crítica muy agresiva contra un artículo que estudiaba los estrógenos en las ratas y que defendía la ausencia de efectos tóxicos, aduciendo por el contrario un efecto beneficioso ante las pruebas cognitivas de envejecimiento. Lo había destripado de arriba abajo: carencias bibliográficas flagrantes en la introducción, metodología con graves errores de cálculo en la muestra de animales, ausencia de pruebas analíticas concluyentes e inclusión de abundantes tests subjetivos.

La toxicidad de las hormonas femeninas era un tema controvertido que tenía partidarios y detractores entre los facultativos. El deseo de las mujeres de mantener la piel suave, el pecho firme y el aparato genital en buena forma coaccionaba a los ginecólogos para que las administraran en la menopausia. Había autores que mostraban dichas hormonas como culpables del cáncer de útero, o de los tumores mamarios, pero eso a Mark le parecía tan poco leal como hablar a las niñas de primaria de los peligros del infierno. Él prefería buscar un punto intermedio ideal donde sustentar la idea de una terapia transitoria para un descenso gradual de las hormonas, de forma natural y fisiológica, sin riesgo de deslices peligrosos.

Mientras grababa la presentación en un lápiz USB, pensaba que era una irresponsabilidad que investigadores arribistas como aquel grupo de húngaros publicaran en revistas de difusión médica.

Las sesiones de los viernes solían tener mucho éxito, entre otras cosas porque a nivel grupal reconocían que ya estaban al final de la semana y eso siempre animaba, aunque una parte importante de los becarios continuara trabajando el sábado e incluso el domingo, porque había que alimentar las células y terminar experimentos. Daba igual que se anunciara un fin de semana tórrido, con temperaturas que subirían de forma inverosímil muy por encima de los treinta grados.

Las sesiones habían comenzado a organizarlas los investigadores del sótano 2, y el personal del sótano 1 rara vez aparecía. Con el tiempo no sorprendió a nadie la falta de asistencia, ya que los laboratorios superiores constituían un mundo aparte, rutinario y finalista, donde el interés por la ciencia se veía desplazado por la acumulación del trabajo asistencial. Tampoco importó mucho, ya que, siendo suficiente masa crítica, las reuniones se desarrollaban mejor si la afluencia no era excesiva. Para los becarios dichas sesiones suponían una parte importante en su formación, especialmente a través de las obligadas presentaciones de resultados propios, donde debían enfrentarse a un público que preguntaba aquí y allá, poniendo a prueba sus conocimientos en la materia. Por otra parte, los séniors participaban en el Journal Club criticando los trabajos publicados por otros autores, normalmente extranjeros, ejercitando el análisis riguroso que después precisarían cuando fueran convocados como revisores de artículos y proyectos internacionales. Era un destripamiento cómodo, porque los autores diseccionados solían hallarse a miles de kilómetros de distancia y no podían defenderse.

Mark solía presentar el Journal Club en inglés. No lo hacía para farolear, sino con la convicción de que la práctica de este idioma era una ayuda para los otros investigadores, además de imprescindible cuando algún investigador era requerido para evaluar un artículo. De hecho, sólo la Savall y él eran capaces de hacerlo con un alto grado de normalidad. Los demás podían leer, escribir o incluso preparar una presentación corta para una comunicación en un congreso, pero difícilmente podían defenderse con dignidad en una discusión abierta con el público. Por eso aquella mañana, cuando Mark comenzó su exposición en dicho idioma, a todo el mundo le pareció lo más natural del mundo.

Cuando llevaba unos cuantos mordiscos descarnando el trabajo «Estradiol effects on rats tissue in long term exposure», firmado por aquellos ilusos científicos de Budapest, la puerta del fondo del seminario se abrió y entró Lluís Nicolás, acompañado de una mujer muy elegante y de un joven con un traje oscuro. Después de una breve deliberación en la que, supuestamente, el director les invitó a pasar a primera fila y ellos se negaron, resolvieron sentarse con discreción en las filas de atrás, y el chico, que parecía un empleado de seguridad, se quedó junto a la puerta. Aquello no habría tenido más importancia si, acto seguido, la Savall, habiéndose percatado del hecho, no hubiera obligado a levantarse a la fila entera de becarios para pasar por delante y poder saludar a los recién llegados. Todos, excepto Mark, supieron en pocos minutos y gracias a la propagación horizontal y transversal entre el público que la señora Sokolov, patrona de la fundación, conocida a pie de laboratorio como la Gran Duquesa, acababa de llegar de forma inesperada. La mayoría de los presentes sólo conocían a su máxima autoridad por las fotografías de las revistas del corazón, y unos cuantos cuellos se torcieron como aves acuáticas para comprobar que realmente se trataba de una mujer atractiva. Con el cabello rubio, cuidadosamente peinado en una cascada de ondulaciones irregulares, la Gran Duquesa se apartaba de vez en cuando un rizo rebelde, con manos blancas y delicadas y unas uñas sorprendentemente pintadas de negro, brillantes como el azabache. Llevaba un traje pantalón de color arena, adornado con joyas discretas. El perfil respingón hacía pensar en una cirugía estética excesiva, pero en conjunto resultaba sumamente seductora. La Savall, con una amabilidad extrema, le resumió el tema de la sesión y ella se lo agradeció con gesto educado, pero después se inclinó hacia delante en una actitud de franca concentración.

En aquellos momentos, Mark, con una retórica calculada, preguntaba al público sobre los puntos clave del trabajo, dando varias posibilidades de respuestas para concluir, dialécticamente, que ninguna de ellas era aceptable.

—Mi diagnóstico es el siguiente: irrelevante, indocumentado, inadecuado en la metodología y absolutamente prescindible. —Y añadió—: Lo siento por los investigadores húngaros. Seguramente no disponen de recursos ni de tecnología puntera. Es probable que hayan dedicado muchas horas a hacer y rehacer estos experimentos, pero eso no justifica que haya que abrirles las puertas de par en par en la investigación internacional.

Cuando el Journal Club era en inglés, al público le costaba mucho alzar la mano y hacer alguna pregunta, y aquel día aún más con la presencia de los invitados especiales. Por esta razón, y para intentar mantener la normalidad de la sesión, fue la Savall quien intervino, preguntándole su opinión sobre la investigación en países terceros, como era el caso en cuestión.

Con las luces encendidas, Mark pudo confirmar que debía de haber alguna visita «protocolaria» del hospital, porque Lluís Nicolás, con las manos cruzadas sobre el pecho, lo miraba con una sonrisa beatífica desde la penúltima fila. Seguro que no le había gustado nada el ataque directo contra el uso indiscriminado de las hormonas femeninas, aunque fuera en ratas, con las que él inflaba a sus pacientes con tratamientos de por vida.

Y mientras Matilde continuaba con su verborrea, Mark se fijó en aquella mujer distinguida que estaba sentada al lado del director, relajada, expectante. ¿Le sonreía?

—¿Qué investigación, pues, pueden llevar a cabo estos países?

Mark se había quedado sorprendido por el planteamiento de la Savall, ya que normalmente había que preguntar por el contenido del artículo y no por una cuestión de política científica; pero él había dado pistas en dicho sentido y ahora pagaba las consecuencias.

—Son centros con dificultades manifiestas para la investigación. No tienen personal formado y a muchos de ellos les faltan recursos y utillaje. ¿Hay que darles una oportunidad? Evidentemente, tienen derecho a hacerse un lugar en la ciencia mundial. Pero no a cualquier precio.

Pero la coordinadora tenía ganas de hablar un poco más.

—La pregunta iría más en el sentido de «¿Todo el mundo tiene derecho a investigar?» o «¿Vale la pena que se inviertan recursos cuando nunca llegarán a ser competitivos a nivel mundial?».

—Efectivamente, creo que habría que priorizar líneas de trabajo donde hubiera perspectivas de crecimiento y competencia para cada país.

—Así pues, ¿en qué les dejarías trabajar? Cáncer supuestamente no, enfermedades neurodegenerativas tampoco, células madre ni hablar. —Matilde hizo una pausa, como si meditara—.¿Tendrían vedadas las áreas más importantes de investigación biomédica?

De repente, Mark vio claro que la importante visita que estaba sentada delante de la Savall y al lado de Nicolás era la señora Sokolov, sí, la recordaba perfectamente de las fotografías de la prensa. Esto explicaba la insistencia de la coordinadora de los laboratorios en aquel debate demagógico. Quizá quisiera hacerle caer en la trampa de dar una imagen de investigador egoísta, centrado en la investigación de élite, que menospreciaba los derechos de los países en desarrollo, maltratando a la señora Sokolov y sus ONG tercermundistas. Pero lejos de dar muestra alguna de contrariedad, la Gran Duquesa estaba encantada con la polémica y se mantenía con el cuerpo echado hacia delante, como si aquella posición aumentara la capacidad auditiva y visual. Y es que no le quitaba los ojos de encima al investigador.

—No es un problema de áreas,es un problema de investigación de calidad. Supongo que todos convendríamos en poder imaginar la ciencia —dijo Mark, e hizo una pausa mirando a su alrededor, como dudando de aquel reconocimiento— como un inmenso rompecabezas con millones de piezas minúsculas. Cuantos más investigadores participen en la ardua labor de ir encajándolas, mejor.

—Así pues, ¿no estás a favor de concentrar recursos en grupos de excelencia?

—Claro que no. Sólo se busca el beneficio de unos cuantos. La investigación es un mosaico acumulativo de conocimientos, y todas las contribuciones son imprescindibles. Ahora bien, las piezas deben encajar correctamente, cada lengüeta en su hueco, y cada hueco con su lengüeta. Eso es lo que estos investigadores húngaros no han sabido hacer.

La Savall reclinó la espalda en el asiento, mostrando que no quería continuar la discusión. Seguramente se arrepentía de haber abierto aquel debate en presencia de la copatrona. Pero Mark ya había cogido carrerilla.

—Nosotros, aunque no quiera aceptarse, también somos un país pobre sin financiación para investigar. Dedicamos todas las horas del día a luchar para obtener fondos que siempre son ridículos. Somos unos héroes, unos héroes a los que Europa mira por encima del hombro.

Mark notó que el público se encogía en sus butacas.

—No tenemos una industria con departamentos de investigación potentes capaz de absorber a nuestros becarios, no tenemos una economía consumidora de investigación. En Estados Unidos la investigación es productiva, es negocio; aquí es absolutamente artificiosa. Se crean grandes parques científicos, pretenciosos y carísimos, que sólo albergan desinterés político y falta de presupuestos para mantenerse. Pero nosotros trabajamos bien, y se nos evalúa estrictamente.

Mark se había quedado con las manos separadas, como esperando una nueva embestida. Pero la Savall se puso de pie para dar por finalizada la sesión, agradeciendo a todo el mundo su asistencia.

A la salida el ponente fue solicitado por la señora Sokolov, y Mark se acercó al círculo de autoridades, al que se había unido en el último momento y de forma apresurada el gerente de la fundación, el señor Phillips, de cabeza grande, rasgos prominentes y mandíbula fuerte, con un distinguido traje claro y una corbata de seda. Decían que nunca dejaba sola a la Gran Duquesa para así poder vigilar de cerca los intentos de inversiones supuestamente altruistas que siempre suscitaba. La señora Sokolov, elegante y sin edad definida, como era propio de las mujeres de la alta sociedad, felicitó a Mark con un leve movimiento de cabeza, como de asentimiento. Esbozando una sonrisa, se interesó por su apellido y su ascendencia, y después quiso conocer su formación. A continuación, y sin previo aviso, se dirigió a él en un idioma desconocido, que todo el mundo dedujo que era turco. Sólo Nicolás recordaba que Olga Sokolov procedía de Kazajistán, antigua república soviética, donde se hablaba dicha lengua. Así pues, el director y la coordinadora, sintiéndose ignorados idiomáticamente y fuera de juego, realizaron un pequeño desplazamiento a la distancia justa para poder recuperar en pocos segundos la posición inicial. Allí sólo quedó el gerente, plantado como una figura de cera.

—Te veo muy atareado —observó la Savall.

Nicolás sonrió muy ufano. Le encantaban las oportunidades de lucir las dignas preocupaciones de su cargo. Subrayó su papel de cohesionador del personal, y de puente con el consistorio, función vital para ofrecer el contrapunto sanitario a la visión economicista de los políticos municipales.

—A menudo me asusto de la responsabilidad que tengo —dijo, sacudiendo la cabeza con un aire de preocupación sublime.

Habían quedado situados en la puerta de salida, codo con codo con el joven de seguridad. Diana, que se escabullía entre los corros de gente, intentando huir hacia el laboratorio, tropezó con ellos.

—¿Cómo va todo, amiga mía? —la saludó el director—. ¿Paz y tranquilidad por Les Roques?

Diana se vio amablemente retenida y tuvo que soportar una tediosa discusión sobre si Les Roques pertenecía a un municipio o a otro, o si contaba con ayuntamiento propio.

—Sea como sea, queda fuera de tu futura jurisdicción —le dijo riéndose la Savall. Y, dirigiéndose a Diana, bromeó—: No necesita tu voto.

Con un sorprendente fervor por la política, la Savall se interesó por la predicción de las futuras elecciones municipales. Sabía perfectamente que si quería contentarlo, bastaba con sacar el tema para que él cantara de inmediato la aritmética de los posibles resultados.

—Lo tenéis bien —lo animó Matilde, satisfecha de la felicidad que había causado a su director.

—Sinceramente, creo que sí —dijo Nicolás, levantando los hombros con un resoplido—. El alcalde actual se tira piedras a su propio tejado cada mañana cuando sale de casa. —El director hizo una pausa, como si pensara. Si no surge algún inconveniente de última hora…

Con un gesto imperceptible, Lluís miró a Diana y, como si la descubriera de nuevo, le pasó el brazo por los hombros y se la acercó afectuosamente.

—Pobre Diana, la aburrimos con nuestras disquisiciones políticas —la compadeció con una sonrisa—. ¿Cómo van tus investigaciones?

—Bien, poco a poco, voy tirando.

—Y la doctora Savall, ¿se porta bien contigo?

Todos rieron y Diana pudo ahorrarse la respuesta.

—Tendrás más trabajo sin la ayuda del técnico, ¿no?

—¿Se sabe algo?

—La policía ha finalizado los interrogatorios, creen más bien en un suicidio.

La Savall adivinó que Nicolás quería quedarse a solas con Diana, y discretamente repitió un nuevo giro hacia la derecha que la incluyó en el círculo de los famélicos, que ya estaban organizando una barbacoa en la playa.

—Hay quien dice que puede haber algo más —comentó Nicolás con un afán desaprensivo por hurgar.

Diana se quedó mirándolo un tanto violenta, pero Nicolás se puso a reír ostentosamente, como si fuera a explicarle un chiste.

—Dicen que puede ser un crimen organizado, ¿no? ¿Verdad que dicen eso?

Nicolás se secó la boca con un pañuelo que se había sacado del bolsillo, pero de repente el semblante se le ensombreció.

—La policía sólo debe considerar la hipótesis del suicidio —dijo con autoridad—. No podemos admitir que se plantee una teoría tan absurda como la de un crimen.

—No creo que nosotros podamos decidir las hipótesis de los Mossos.

Él la interrumpió.

—La policía, los Mossos, o como se llamen ahora, se guían por las declaraciones… y la tuya es importante. Tú lo conocías, sabes que era un hombre que se podía suicidar cada día, y dos veces al día también.

—Yo no lo sé —lo contradijo ella—. No soy psiquiatra ni forense.

—Eres médico. Es tu palabra de médico. —Nicolás dudó un instante—. No hace falta que te diga que en estos momentos una noticia así sería una catástrofe para el centro. Necesitamos paz y armonía.

El director giró la cabeza para comprobar que la conversación turca aún continuaba entre la señora Sokolov y Günev.

—Diana, no te fíes de nadie. Todo el mundo tiene sus intereses.

Si quieres saber alguna cosa, me la preguntas a mí. Y si quieres saber otra cosa, me lo vuelves a preguntar a mí. Somos amigos, ¿no? Tu marido y yo somos como de la familia. ¿Me entiendes?

Diana quiso mirarlo así, como un amigo de la familia, como alguien que los había acompañado desde el momento de su boda. Alguien en quien confiar…

—Lucena se ha suicidado, no le des más vueltas —insistió Nicolás. Y después, acercándose a ella y bajando la voz, añadió—: Me lo dijo a mí aquel mismo día.

—¿Qué te dijo?

—Que quería acabar con su vida. Estaba desesperado.

—¿Te lo encontraste?

—Por la tarde, en el bar del hospital. Ya se lo he explicado a la policía. Yo le dije que cogiera la baja, que tenía derecho, pero él contestó que no haría falta. —Un suspiro—. Sí, chica, me lo confesó.

—Y después, como si el pensamiento se alejara de allí, agregó—: Lo conocía de hacía tiempo, pobre hombre, me tenía franqueza. Quién hubiera imaginado que en pocas horas…

Diana se mordió el labio. Nicolás estaba mintiéndole. Lucena, por sus peculiares principios, no habría puesto nunca los pies en el bar del hospital. Siempre criticaba ásperamente la exagerada comisión que cobraban.

A partir de aquel momento pasaron dos cosas importantes. Por un lado, a nadie se le escapó que la señora Sokolov miraba con buenos ojos a Mark. Estuvieron hablando un buen rato con la carabina testimonial del gerente, y bajo la vigilancia a distancia de Nicolás y la Savall. Finalmente, la Gran Duquesa lo había invitado a dar una conferencia sobre las estrategias de anticoncepción en los países del Tercer Mundo en la sede central de su ONG, en Londres, donde tenía un programa de formación para cooperantes.

En segundo lugar, Diana, en otro arranque premonitorio de esos que le daban a menudo últimamente, volvió a probar las llaves en la taquilla de Lucena y descubrió con estupor que las dos llaves, pese a ser muy similares, eran distintas: una abría la taquilla y la otra no. Quedaba por tanto una llave huérfana aún de cerradura que ella marcó de inmediato con un asterisco rojo pintado con rotulador indeleble. A la otra, la de la taquilla, le puso una raya negra, como un signo negativo.

Después de una cena frugal en compañía de Tara, ya que Claudi todavía estaba en París, Diana volvió a observar la llave con calma. ¿Valía la pena romperse la cabeza por aquel objeto insignificante? ¿Era necesario poner en peligro su amistad con Nicolás, arriesgar su puesto de trabajo? Y sobre todo, ¿era necesario jugar con la confianza de su marido? Con la mirada fija en aquel ser diminuto, imaginó el perfil de sus dientes metálicos como un camino tortuoso que posiblemente no la llevaría a ninguna parte.

10

Aquella mañana de lunes Evarist Figueras comenzaba el programa semanal de intervenciones con la parte final de la reconstrucción mamaria de una mujer que había sufrido una mastectomía a causa de un tumor. En un primer momento había realizado un colgajo de grasa y piel del abdomen que había sido trasplantado con una minuciosa unión de todos los vasos microscópicos. No era una mujer gruesa, pero disponía de material suficiente para generar un pecho natural y parecido al otro. En aquella segunda intervención le correspondía crear un pezón a partir del que quedaba intacto en el sano. Había valorado varias posibilidades y, finalmente, el tamaño del pezón superviviente, similar a una frambuesa, y sobre todo el de la areola, que ocupaba buena parte de la mama, permitía hacer una donación amplia. Con bisturí y hoja del once, seccionó la mitad inferior del pezón y, acto seguido, una espiral rosada a su alrededor. Con un cuidado exquisito, trasladó los dos injertos a la mesa de la instrumentista, que los conservaría entre gasas húmedas hasta el momento de la implantación.

—¿Quién ha traído hoy la música? —quiso saber el cirujano mirando hacia la atmósfera oscura, por encima de las fundas esterilizadas en los mangos de las luces.

Habitualmente la supervisora programaba un fondo musical estándar, pero a menudo eran el residente y los adjuntos los que aportaban sus preferencias en un CD o un lápiz de memoria. Al residente, que actuaba como segundo ayudante, se le sonrojaron las superficies faciales que le sobresalían de la mascarilla.

—He sido yo —respondió con voz temblorosa, temiendo que B. B. King no fuera del agrado del jefe.

Pero el cirujano añadió:

—Felicidades, chico, muy acertada. Yo no lo habría hecho mejor.

La tonalidad escarlata de las mejillas y la frente se acentuó. El doctor Figueras volvió la mirada al tórax de la paciente y procedió a preparar una circunferencia, retirando la piel en la cúspide del pecho reconstruido para instalar el nuevo pezón y la espiral de la areola mientras el ayudante cerraba las zonas donantes con puntos de sutura.

—Coagulación. —La orden del cirujano salió con firmeza bajo la mascarilla al tiempo que extendía la mano hacia la instrumentista.

Un vaso rebelde expulsaba un chorro de sangre y el bisturí eléctrico lo sometió diligente con una crepitación acompañada del ineludible tufo a chamuscado.

—Vicryl.

Unos puntos de fijación de material absorbible y, a continuación, inició con esmero la sutura del borde, rodeando la espiral y cerrando el injerto. Puntos pequeños sin apenas tensión, muy juntos para no dejar cicatriz. Y la voz profunda de King llenando los rincones vacíos del quirófano, las pulcras repisas de acero y la superficie rugosa de las batas verdes de papel.

En aquellas circunstancias, y a pesar de que la tensión regía las manos de Evarist Figueras, era tan largo el rato de la sutura y tan grande el dominio de la técnica que los pensamientos vagaban sin control y se le desvinculaban de aquellos ojos azules, intensamente azules, que por encima de la mascarilla dirigían concentrados la labor detallista del portagujas. Le venían las imágenes de sus frustraciones de cuando trabajaba en la Seguridad Social. Había tenido que aceptar una plaza en el hospital de Tarragona para poder volver tras su formación en Estados Unidos: una plaza de cirujano plástico sin servicio, sin equipo, con un quirófano de higos a brevas, un sueldo exiguo y una lista de espera interminable. A los cuarenta años, en la cima de su potencia profesional, se vio con las alas tan cortas que le era imposible levantar el vuelo.

—Deje los cabos más largos, si no tendremos que retirar los puntos con lupa —advirtió al residente que lo ayudaba con la sutura.

El joven, que hacía rato que contenía el aliento mientras cortaba la seda cuando el maestro finalizaba el nudo, bajó la mirada en señal de asentimiento, y se oyó un murmullo de disculpa ahogado por la mascarilla.

Los residentes se disputaban el privilegio de ayudar al doctor Figueras, como él lo hizo en su día junto al gran MacPherson en la Clínica Mayo de Rochester. De su residencia en el hospital americano había extraído todo lo que sabía, y especialmente la convicción de que la formación continuada y la investigación constante eran los únicos recursos para estar en boga y no quedarse en la cuneta. Por eso, cuando en los comienzos se le criticaban sus intervenciones, le subía la sangre a la cabeza. Se le cuestionaba constantemente si sus colgajos para rehacer los pechos eran un lujo, y si no serían mejor los implantes de silicona de revista del corazón barata. ¿Cómo podían comparar una reconstrucción mamaria avanzada, donde podía reproducir el tacto natural del pecho, su temperatura y su textura, con aquel globo a presión, en el que se daban contracciones de la cápsula cada dos por tres? Claro que la microvascularización del injerto que practicaba él costaba un ojo de la cara, requería manos de plata y muchas horas de quirófano, y eso no le gustaba a nadie.

Un móvil sonó por segunda vez encima de la repisa, y Evarist autorizó a la auxiliar a que contestara.

—Es la secretaria del doctor Nicolás.

Con un gesto, el cirujano pidió a la joven que le colocara el aparato sobre la oreja. La auxiliar lo hizo con mucho cuidado, sin tocar la gorra especial que el doctor Figueras había traído de la Clínica Mayo.

—Doctor Figueras, siento molestarlo, pero el doctor Nicolás lo convoca a una reunión esta tarde, a última hora.

—¿Es urgente?

—Eso parece.

Quedaron de acuerdo para la reunión, que se celebraría en el despacho de dirección. Mientras la auxiliar retiraba el móvil y admiraba la gorra con dibujos de colores, Evarist pensaba en lo irascible que se mostraba últimamente el director, más de lo que era habitual en él. Continuamente los convocaba a reuniones inútiles con el único propósito de calmar los ánimos.

—Señores, ya hemos acabado. Evarist había practicado el último punto de la última sutura superficial, que él siempre se empeñaba en realizar personalmente. Con el portagujas aún en la mano, se alejó de la mesa de operaciones mientras los ayudantes retiraban las tallas quirúrgicas que habían hecho olvidar que aquel trozo de carne era una persona real que dormía intubada con la cabeza envuelta en una gorra de papel. El doctor se alejó para poder observar los pechos a una distancia normal, como si viera a aquella mujer en la playa un día de verano. Buscaba naturalidad y elegancia. Evidentemente, la playa que imaginaba nunca estaba repleta de gente, como la de un domingo de agosto, sino más bien desierta, con el agua verde esmeralda y la arena fina de la costa del Caribe, con tumbonas bajo sombrillas de caña. Pero esta vez su obra no acababa de casar con la playa caribeña, ya que las areolas quedaban un poco pequeñas en relación con el tamaño del pecho.

—Habrá que tatuar — concluyó mientras dejaba el portagujas con desgana sobre la mesa de la instrumentista.

Enviaría a la paciente a la unidad de pigmentación intradérmica para que dieran color a las cicatrices y de paso ampliaran el diámetro del pezón de las dos mamas.

El cirujano dejó que los dos ayudantes finalizaran los apósitos.

—Espero ver unas mamas bien colocadas, con la presión correcta.

Después de echar un vistazo a las constantes vitales del monitor y, con un ligero movimiento de aprobación hacia la anestesista, cogió el móvil y se retiró al prequirófano, no sin antes avisar al equipo que estaría disponible por si tenían alguna duda.

Una vez en la sala de descanso, se quitó la bata de quirófano y la gorra de papel, se bajó la mascarilla y cogió una dosis de café nacarada para la máquina exprés. Mientras esperaba a que el chorrito oscuro goteara sobre el vaso, sacó el reloj del bolsillo del pijama y consultó la hora. Después se tumbó en un sillón reclinable que había mandado adquirir expresamente para él. Se pasó la mano por el rostro, pulcramente bronceado, y luego por el cabello blanco, espeso y brillante, y observó las copas de los pinos recortadas en las estrechas ventanas que había a lo largo de la pared norte del quirófano, unas aberturas inusuales en aquellas instalaciones que había sugerido él personalmente. En aquel momento entró Glòria Ferrer, la enfermera supervisora, con la planificación de las intervenciones en las manos.

—Perdone, doctor Figueras, me han dicho las enfermeras del quirófano tres que les ha pedido que bajen al siguiente paciente. — La voz de la mujer mostraba cierta irritación—. Ya sabe que eso no se puede hacer.

—Me temo, señorita Glòria, que el doctor Mas debe de estar acabando el injerto de la quemadura —respondió él con educación fingida.

—Hasta que el quirófano no quede libre, no está permitido entrar pacientes —dijo determinante la enfermera—. Ya sabe que no se puede aparcar a enfermos nerviosos en el prequirófano.

Evarist había hecho cálculos temporales y estaba inquieto. El quirófano actual se hallaba reservado por los cirujanos vasculares y él tenía que comenzar la última intervención en la sala de operaciones ocupada por Claudi. Existían muchas posibilidades de que los anestesistas le anularan la intervención por falta de tiempo.

Sin esperar respuesta, Glòria Ferrer salió de la salita y el cirujano quiso ser lo bastante elegante para fingir indiferencia. Pero, en realidad, Evarist Figueras no podía soportar la ostentación de autoridad que ejercía la enfermera.

Tenía que reconocer que era una mujer trabajadora y eficaz, pero se colocaba siempre en un estrato superior al que le correspondía, dando instrucciones a los cirujanos y metiéndose con los anestesistas. Para él resultaba intolerable y difícilmente digerible el estatus de mando que habían adquirido las supervisoras en los últimos años.

Tomó un sorbo de café y después, aún con el vaso sobre el abdomen, se reclinó y cerró los ojos. El perfume de la infusión le relajaba todos los músculos y la cafeína, la mente. Respiró hondo. Claudi Mas era excesivamente pulcro en sus intervenciones. Pulcro por no decir lento. De hecho, le había sido impuesto por el director Nicolás con el argumento de que necesitaban un núcleo duro de fichajes de la mayor confianza. Y Mas era sobre todo eso, un hombre de confianza de Nicolás. Podía admitir que era un buen cirujano, pero tenía que espabilarse en las técnicas de cirugía y medicina estética, porque él no tenía tiempo. Todos debían jugar al mismo juego, y Mas, concretamente, había sido contratado con esas condiciones. La estética no parecía atraerle, y era lógico, después del contratiempo que había tenido con aquella paciente. Pero ahora, por lo visto, estaba decidido a repescarla, y no había puesto ninguna condición a los compromisos que le habían exigido. Ahora que ya había regresado de París, le hablaría de un par de intervenciones pendientes, aquella misma tarde, en la reunión.

Metió la mano en el bolsillo del pijama en busca del móvil particular que acababa de comprar, una maravilla de la tecnología. Lanzó otro suspiro. Mas era tan simple, con la vanidad y el amor propio de la clase media, y los pretenciosos zapatos de ante de intelectual de vía estrecha. Observó los zuecos verdes del hospital en sus pies. No podía soportar la vulgaridad de aquel calzado uniforme. Dudaba si comprarse unas zapatillas deportivas anatómicas de última generación. No le reportarían un beneficio estético, porque tendría que ocultarlas bajo las polainas de papel, pero las sentiría aterciopeladas sobre los pies. Cuando lo comentó un día con Nicolás, éste le ofreció hacer un estudio de la indumentaria de quirófano para plantear cambios. Evarist no volvió a sacar el tema nunca más. Él no ambicionaba cambiar el mundo, sino simplemente alejarse de él.

La enfermera añadió un nuevo mensaje a la ristra de post-it que se habían acumulado durante la estancia del doctor Mas en París y que había adherido a la mesa del despacho. El cirujano miró la nota mientras se sacaba la americana y se ponía la bata.

—Ha llamado una secretaria.—El tono de la mujer denotaba exasperación.

Àngels estaba acostumbrada a las presiones de los pacientes para que los adelantara en las listas de espera, pero lo que no podía soportar eran las peticiones que llegaban de estamentos políticos que no daban la cara, sino que obligaban a una administrativa, convenientemente instruida, a pedir el favor para el cuñado o el hijo de la portera. Insistían, además, que querían hablar con el doctor personalmente. ¡Qué desfachatez!

Ella les respondía que tenía que llamar el interesado personalmente para hablar con él.

Sacudió la cabeza e hizo chasquear la lengua, pero Mas no se dio cuenta, concentrado como estaba en despertar el móvil de la desconexión del viaje. Así pues, con un último suspiro, la enfermera volvió al mostrador de recepción y echó una ojeada a la lista de visitas de la mañana. Enseguida vio a la mexicana, Arcelia Céspedes, otra recomendada de la dirección, a la que se le había dado hora de visita exprés buscando huecos inexistentes. A media mañana la llamó por el altavoz. La chica entró en el consultorio con una sonrisa tan amplia como su escote. Saludó a Claudi con una mano, blanda y húmeda, como de niña pequeña.

—Muchas gracias por recibirme tan rápido —le agradeció ella, reteniéndole la mano entre las suyas unos segundos.

Después tomó asiento y cruzó las largas piernas con lentitud aprendida; el vestido se le subió dos palmos sobre las rodillas y la sandalia de charol blanco, con un tacón vertiginoso, quedó suspendida en el aire. Y Claudi percibió enseguida una fuerte fragancia que le resultó familiar.

Con un dulce acento mexicano, la joven le explicó que era artista, que cantaba en un local nocturno en su país desde que era adolescente. El parto de un niño, que ahora estaba con su abuela en la otra punta del Atlántico, y una episiotomía mal curada le habían producido una relajación de la abertura vaginal. Claudi la escuchaba mientras en la línea de indicación quirúrgica escribía «Abertura vaginal relajada». De hecho, se trataba de una intervención que practicaban los ginecólogos cuando el problema era médico, pero si el criterio era estético o tenía como fin mejorar el placer coital, éstos las pasaban a los cirujanos plásticos, con lo que se ahorraban falsas expectativas y absurdas reclamaciones.

El cirujano comprobó que los datos generales ya habían sido introducidos por Àngels.

—Arcelia María Céspedes. ¿Segundo apellido?

—Ruelas.

—¿Aún no tiene dirección?

—Me alojo en casa de una amiga, pero estoy buscando un apartamento.

Comenzó la historia con los antecedentes familiares (ninguno importante), edad de la primera menstruación (doce años) y de la primera relación sexual (trece años).

—¿Qué tipo de relación practica habitualmente? —preguntó Claudi—. Quiero decir, si cambia a menudo de pareja. ¿Cómo son sus relaciones?

—He tenido varios hombres en mi vida —contestó ella, mirando al techo como si contara—, tres o cuatro, puede que cinco.

Mientras Claudi apuntaba en la historia, ella lo interrumpió como queriendo aclarar aquel punto.

—Soy una artista, y los artistas somos sensibles, bohemios. Lo cierto es que me enamoro cada dos por tres.

«Promiscuidad», apuntó el cirujano en la historia. Y sin levantar la vista preguntó:

—¿Infecciones?

—La episiotomía se infectó después del parto. Tardó mucho en curarse —dijo ella como preocupada.

—Y ahora, concretamente, ¿cuál es el problema? —preguntó Claudi, siguiendo el formulario, aunque ya disponía de la información.

—Ahora tengo una relación privativa, quiero decir, formal, con Lluís, y ambos querríamos mejorar las condiciones.

—¿Tienen alguna dificultad especial?

—Él dice que mi estuche es demasiado grande para su instrumento —dijo ella con una expresión risueña—. Eso dice. Cree que disfrutaremos más.

«Observaciones: mejora de las relaciones sexuales.» Y, entre paréntesis, Claudi añadió: «pareja de edad crítica».

Después de finalizar el historial médico, Claudi la invitó a someterse a una exploración. A partir de dicho instante, todo se le hizo confuso. Tuvieron que ir a un despacho contiguo, equipado con una mesa de exploraciones con perneras. Claudi no recordaba si no le había dado tiempo a avisar a la enfermera, o si Àngels estaba ilocalizable, pero el caso fue que la joven, sin previo aviso, se había quitado el vestido por la cabeza y quedado desnuda, con unas bragas exiguas de puntilla que hizo resbalar entre las piernas para después recogerlas con la mano ayudándose de un pie. Claudi creía que fue él mismo quien fue a buscarle una bata de papel al vestuario y la ayudó a tumbarse en la mesa de exploraciones.

Cuando Àngels apareció, Claudi ya había controlado la escena de sainete y estaba palpando el abdomen de la joven. La enfermera le preparó el instrumental y el cirujano se sentó en el taburete delante de las piernas de la paciente. Encendió el foco y se puso las gafas y los guantes. A partir de aquel momento la mujer, fuera guapa, fea, gorda o delgada, perdía sus cualidades carnales y se transformaba en un objeto de estudio. Separó los labios con los dedos y exploró el introito. Existía realmente una relajación de la vagina, pero no había descenso de la uretra. Claudi hizo toser a la joven para comprobar la continencia de la orina. Entonces introdujo el espéculo con un movimiento de rotación para visualizar el fondo vaginal y observó un ligero descenso del cuello uterino. Le hizo toser otra vez para comprobar el estado real del descenso. Después de retirar el espéculo, procedió al tacto vaginal y volvió a examinar la situación del cuello del útero con la ayuda de la tos y la contractura adecuada del músculo elevador del ano.

—Muy bien.

Claudi se quitó los guantes y, una vez recuperada la noción de paciente-mujer real, volvió a su despacho a refugiarse tras el escritorio, la pantalla del ordenador y las gafas de pasta.

Vestida de nuevo, Arcelia apareció en el umbral de la puerta y se sentó en la butaca, silenciosa, con las manos cruzadas sobre el regazo. Claudi, por el contrario, recobró el don de la palabra y fue capaz de hacer un esquema de la operación, con las explicaciones adecuadas, como por ejemplo que no precisaría anestesia general, que volvería a casa el mismo día y que le practicaría una técnica especial que respetaba con sumo esmero las terminaciones nerviosas para mantener la sensibilidad de la zona. Como Nicolás ya le había pedido las pruebas preoperatorias, la intervención la programaría aquella misma semana.

—Después, en el postoperatorio, tendrá que practicar gimnasia de la musculatura vaginal para reforzarla. Una enfermera especializada le explicará cómo funciona: ya sabe, bolas vaginales y todo eso…

Ella asentía seria y él, en su fuero interno, pensaba que seguro que la paciente lo sabría hacer mucho mejor que la propia enfermera.

—También tengo que decirle que las relaciones sexuales serán distintas. Ahora goza de una penetración fácil; después no será tan sencillo. Claro que también depende de la potencia de su pareja.

Claudi se interrumpió para no personalizar en Nicolás el tamaño y la dificultad en la penetración. Un tanto incómodo, cerró la historia, se levantó y acompañó a la joven hasta la puerta.

—Ya la llamarán para confirmarle el día —le dijo mientras le ofrecía la mano para despedirse.

Fue entonces, estando ambos junto a la puerta, cuando la chica estalló en llanto. Abrió el bolso que llevaba colgado del hombro y, sin dejar de sollozar, estuvo un rato rebuscando hasta que sacó un paquete de pañuelos de papel.

—No sé qué pensará de mí — dijo, llorando—. Ya se imaginará que no soy bohemia, enamoradiza ni nada parecido.

Desplegó un pañuelo de papel

y se secó con cuidado un par de lágrimas imaginarias en las mejillas.

—No se preocupe por eso — masculló Claudi, aturdido.

Ella se lanzó entonces sobre el médico, lo rodeó con los brazos y se estrechó contra él.

—Gracias por todo.

Él se quedó rígido ante aquel arranque emotivo. Aquella reacción lo cogió de sorpresa. Ella no lo soltaba y no paraba de sollozar.

—Si puedo hacer algo por usted —le susurró al oído, aún con los brazos alrededor de su cuello.

Claudi observó la curva de las nalgas, acentuada por el ajustado vestido de punto. Le resultó turbador sentir los muslos de ella pegados a los suyos y aquella fragancia a coco, ahora ya identificada, que le impregnaba el cerebro. Y comprendió que debía librarse de aquel abrazo. Cogió a la mujer de las manos y la obligó a soltarle el cuello.

—La operaré lo antes posible.

Súbitamente avergonzada por su comportamiento, Arcelia dio un paso atrás con el pañuelo en la nariz y, abriendo la puerta, salió al pasillo. Claudi volvió a sentarse con una ansiedad que le resultaba incómoda.

Después de cenar, Diana miraba cómo Tara jugaba con las misteriosas llaves que había dejado sobre la mesa de la cocina. Le pasó la mano por el lomo y el animal levantó la cola y se le acercó mimoso. En pocas semanas había engordado y tenía el pelo brillante y lustroso. Correteaba con las tres patas por la vivienda, salía al patio, subía las escaleras y se tumbaba cuan larga era encima de la cama. Se movía por la casa como si fuera la suya, de toda la vida.

Diana preparó los sobres de poleo, uno en cada taza, y el azúcar, dos cucharaditas para Claudi y una para ella. Fue hacia el calendario que colgaba de la pared de la cocina y despegó los post-it con los teléfonos de París. Había esperado impaciente el regreso de Claudi para explicarle el descubrimiento de las llaves. De hecho, la noche antes de su partida, él llegó tan tarde que no habían podido hablar del interrogatorio de la policía.

—Me dieron la vuelta como si fuera una papelera llena. Querían saberlo todo, desde los motivos del traslado familiar hasta la línea de investigación —comentó Diana mientras colocaba las tazas en la mesita de los sofás con un ligero temblor en las manos—. Me han preguntado por el accidente de quirófano. Ha sido horroroso.

Claudi no mostró ni el menor gesto de contrariedad. Ni siquiera pestañeó.

—Es natural. Tienen que investigar los antecedentes, supongo.

Diana sirvió las infusiones con una pausa silenciosa.

—Me hicieron recordar todo lo que había pasado la última noche que vi a Lucena.

—¿Y pasó algo especial?

—Como siempre, estuvo hablando de las plantas y los árboles. Eran su pasión. Me llevó a la biblioteca y cogió un libro de botánica.

—¿Y qué hacía allí un libro de botánica?

—Me imagino que sería de él, porque se lo sabía de memoria.

—Cada uno tiene sus manías. Y ese hombre tenía unas cuantas, por lo que sé.

—¿Y qué sabes? —Diana le soltó la pregunta desde el fondo del alma.

En su fuero interno percibió el eco que envolvía sus palabras: «¿Qué sabes tú, Claudi? ¿Qué sabe Nicolás? ¿Qué hay de verdad en las sospechas de Mark?». El tono de voz le salió tan agudo que Claudi se la quedó mirando detenidamente, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Yo no sé nada, Diana. Sé lo que todo el mundo dice. Que estaba medio loco, que era un suicida en potencia.

—¿Y si no se hubiera suicidado?

—Pues puede que haya huido con una fulana a México —dijo Claudi, recordando la visita de la tarde.

Diana, de pie, se frotaba las manos indecisa.

—Después del interrogatorio encontré unas llaves dentro del libro. —Hizo una pausa para recobrarse—. ¿Entiendes?

La mirada se le iluminó. Esperó unos segundos, emocionada, pero Claudi no reaccionó.

—¿Entiendes que puede ser una pista? Un mensaje del viejo Lucena.

—¿Unas llaves?

—Bueno, de hecho es una llave. La otra corresponde a la taquilla de Lucena, lo hemos comprobado.

—¿Quiénes lo «habéis» comprobado? —preguntó Claudi, atento a los plurales.

—Günev y yo.

Claudi soltó un resoplido de impaciencia mientras se ponía erguido y comenzaba a caminar nervioso por la estancia. Luego se detuvo delante del ventanal del patio.

—¿Lo sabe la policía?

—No, todavía no.

Claudi se volvió y, cogiendo a su mujer del brazo, hizo que se sentara en el sillón de flores.

—Diana, quedamos en que no te meterías en esto. Te lo dije. No quiero de ninguna manera que me compliques la vida. Estoy en un puesto de confianza de la dirección del hospital.

—Lluís miente —dijo airada Diana.

Ella le contó que Nicolás defendía el suicidio argumentando que el propio técnico se lo dijo aquella misma tarde en el bar del hospital.

—Lucena no pisaría nunca ese bar. Antes se moriría de sed que comprar una botella de gaseosa allí.

—Puede que se lo encontrara en la salida del bar, son maneras de hablar. Lluís y todos nosotros necesitamos que la policía zanje este tema, porque si no nos saldrán periodistas fisgones por todas partes. Y dentro de cuatro días es el congreso.

Diana se quedó mirándolo distante. ¿Cómo podía ser que defendiera a Nicolás de aquella manera? ¿Tan ambicioso era su marido? ¿Qué le habría prometido esta vez? ¿Quizá un cargo en el ayuntamiento? ¿O en el hospital?

¿Tal vez ser su sustituto cuando él ganara las elecciones? ¿Tanto le podían las ansias de poder?

Pero luego quiso mirarlo con ternura. Era su marido, el Claudi de siempre, con quien había tenido a Sandra y formado una familia, con quien discutían sobre los derechos de los pacientes y los deberes de los médicos. El Claudi de cada mañana, y de cada noche.

—Claudi, querido, imagínate que sospechas que un paciente ha recibido un mal diagnóstico, y que sufre un trastorno grave, y que podría curarse si se descubriera la verdad. ¿Qué harías tú? ¿No intentarías buscar el origen real de la enfermedad?

Claudi la miraba de pie, mudo, con la frente arrugada.

—Imagínate que sospechas que es una enfermedad infecciosa que puede afectar a mucha otra gente —imploró ella.

Claudi suspiró y muy lentamente le dijo:

—Diana, no es tu paciente, no es tu hospital. En una situación ficticia como la que planteas, no te dejarían apoyar el fonendoscopio en el pecho del enfermo ni un segundo. Ni un segundo, ¿me entiendes?

Claudi se desplomó sobre el sofá.

—¿Sabes lo que pienso? Diana no contestó.—Parece que quieras demostrarte algo.

Diana cogió la taza y removió nerviosa el contenido.

—Ya sabemos que has sufrido un parón personal importante, pero no hace falta inventar un asesinato para remontarlo.

Claudi se levantó, se arrodilló junto al sillón y le cogió las manos.

—Es peligroso…

Diana lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Ya sabía lo que vendría a continuación: la enfermedad, la sobreprotección a la que la tenía sometida. Claudi acabó la frase como si luchara contra su voluntad:

—… por tu salud. Eres muy vulnerable, ya lo sabes. Necesitas una vida tranquila, si no volverás a recaer.

Diana sacó un pañuelo de papel y se lo pasó por los ojos.

—Yo te quiero, no lo dudes —dijo él, aún de rodillas.

Claudi la abrazó, apoyando la cabeza sobre su pecho. Diana le acariciaba el cabello.

—Volveremos a ser felices. Iremos a pasear juntos, al teatro. Hacen una temporada de otoño muy buena. —Él se separó y la miró a los ojos—. Dame la llave y olvídalo todo.

Se lo pidió casi como una muestra de amor, como una prueba de confianza.

—Si lo deseas, ya lo investigaré yo. Hablaré seriamente con Nicolás y averiguaré lo que haga falta, por mi cuenta. Tú sólo tienes que ocuparte de la investigación, del nuevo becario y de la tesis doctoral. Y nada más.

Diana se quedó mirándolo, con el corazón lleno de dudas.

—Confía en mí.

Diana se levantó y, caminando poco a poco, con la cabeza gacha, fue a la cocina a buscar la llave.

No se tomaron las hierbas. Subieron al dormitorio y se arrancaron la ropa con torpeza, como si fuera la primera vez. Claudi hizo el amor con furia, como si luchara con algún fantasma interior. Al terminar, acabaron los dos rendidos, como si hubieran librado una batalla campal. Claudi se quedó dormido enseguida. Tendido boca arriba, con el perfil perfecto y los párpados cerrados sin una sola arruga de preocupación, respiraba profundamente, con las manos abandonadas a ambos lados del cuerpo. Con aquella placidez absoluta, ignoraba que la llave que había conseguido de las manos de Diana no era la valiosa llave que él quería, sino la de la taquilla de Lucena, vacía como una concha de molusco abandonada, y que la llave misteriosa, marcada con un asterisco rojo, estaba aún escondida en el cajón de los cubiertos.

Diana lo observaba acurrucada a su lado. Se acercó un poco y le dio un beso en el hombro. No podía evitar los pensamientos de sospecha hacia su marido. ¿Por qué se oponía de un modo tan virulento a que ella investigara el caso Lucena?