6

La Savall había decidido que los interrogatorios se llevaran a cabo en la biblioteca y, como le gustaba cuidar hasta el último detalle, ofreció a los dos agentes una bandeja con un termo con café, azúcar y vasos de papel. Le habría encantado poder estar presente, pero entendía que el procedimiento era absolutamente confidencial.

—Si necesitan alguna cosa, estaré en el despacho —ofreció, solícita, y muy a pesar suyo, cerró la puerta.

Era primera hora de la mañana y no acababa de hacer buen tiempo. Las nubes cubrían el cielo e impedían que las temperaturas subieran como era habitual en aquella época del año. Mark Günev ya estaba allí, atrapado en una de las dos sillas de piel de diseño moderno en la que no conseguía mantener sus largas piernas en una posición cómoda. Josep Hernández, uno de los dos agentes encargados del caso, se presentó, y también su compañera, Cristina Sanfeliu. Él, alto y corpulento, como salido de un anuncio de gimnasio, aparentaba más edad y experiencia que ella. Cristina Sanfeliu, con el cabello recogido en una cola, los pantalones bajos de cintura y las zapatillas deportivas, no parecía en absoluto una policía, sino más bien una estudiante recién salida del instituto. Pero la manera en que sacó los utensilios de la mochila, dos libretas y una grabadora, y la determinación con la que los colocó sobre la mesa de reuniones, dejaba entrever una personalidad madura y fuerte.

Josep Hernández puso en marcha la grabadora y, después de comprobar su funcionamiento, abrió una de las libretas y se dispuso a formular sus preguntas. Una desaparición como aquélla constituía un caso interesante y de notable importancia para la categoría de denuncias que solían llegar a sus manos, y ambos agentes se habían preparado a conciencia.

—Antes de nada, si no le importa, validaremos la información que tenemos de usted.

Mark asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Origen británico, padre turco y madre española, ambos inmigrantes. Estudia en Londres, realiza los estudios de doctorado en Cambridge y regresa después a la patria materna.

Mark, con la cabeza gacha, volvió a asentir.

—Así pues, vayamos al asunto que nos ocupa. ¿Cuál era su relación con el desaparecido, el señor Lucena?

—Era mi ayudante en el laboratorio, un técnico compartido con la doctora Cladellas.

—Cuando dice «técnico», ¿se refiere a alguien que trabaja en investigación con usted? —preguntó el policía mientras escribía.

—Me refiero a alguien que prepara los reactivos y, si está entrenado, lleva a cabo los experimentos.

—¿El señor Lucena estaba entrenado? Tengo entendido que hacía poco que se dedicaba a la investigación de laboratorio.

—Desde que abrieron el hospital. Antes trabajaba en quirófanos.

—Antes, ¿dónde?

—En la Clínica Tarraco.

—¿La antigua Clínica Tarraco, quiere decir? —Al ver que Mark asentía en silencio, el agente añadió

—: ¿Es compatible una formación en quirófanos y la de investigación?

—De todo se aprende. —Mark pensó que su respuesta merecía alguna explicación más y agregó—: No es tanto una cuestión de titulaciones, sino de capacitaciones y motivación. Los enfermeros pueden dedicarse a las labores de investigación, lo que ocurre es que normalmente dichas labores quedan lejos de sus intereses.

—¿Cómo se distribuyeron los técnicos? Quiero decir si había alguna razón especial para que ustedes dos fueran sus investigadores responsables. No sé, similitud de técnicas, temas parecidos.

—No había ninguna planificación específica, que yo sepa. Yo trabajo en hormonas, y la doctora Cladellas, en telomerasa. Son cosas distintas. Si bien es cierto que hay técnicas básicas que son comunes.

—¿Cómo lo compartían?

—Una semana estaba con ella y otra conmigo. Siempre con cierta flexibilidad. Si alguno de los dos necesitaba ampliar días, nos lo arreglábamos.

—¿Tienen relación con el personal de los laboratorios del sótano 1? ¿Colaboran, hablan, se tratan?

—Poca, de momento. En el sótano 1 se hacen técnicas de rutina para el hospital. Es una analítica muy concreta, con intereses asistenciales, no de investigación.

—Con la doctora Cladellas, ¿qué relación tiene?

—Tenemos una relación profesional, normal.

—¿Qué concepto tiene de ella?

—¿Qué concepto? —preguntó Mark, extrañado.

—Sí, en general.

—Pues no sé —contestó el investigador, encogiéndose de hombros—. Es trabajadora.

El agente esperaba una respuesta más amplia, pero como ésta no llegaba, continuó: —¿Y Lucena? ¿Tenía buena relación con usted?

—Sí, buena. Nada de particular.

—¿Y con la doctora Cladellas?

—También.

—Tenemos entendido que existía una buena química entre el señor Lucena y la doctora Cladellas.

Mark sintió una punzada de celos en algún rincón profundo de su ser. Hasta la policía estaba enterada de que Lucena prefería trabajar con Diana que con él. Y eso que ella era una investigadora de segunda fila y sus publicaciones eran escasas y antediluvianas. Era el típico caso de esposa de médico y sobrina de un pez gordo de Sanidad recolocada por los padrinos de la dirección del hospital.

—Sí, Diana estaba muy pendiente de él. Lo ayudaba, le enseñaba. —Mark sonrió condescendiente—. Más que yo.

—¿Con quién, aparte de ustedes dos, se relacionaba el señor Lucena?

—Con nadie más. Era educado con el resto del personal, me refiero a otros técnicos, becarios, pero nada especial. Comía solo y se iba solo.

—¿Sabe si tenía amigos, familia?

—Se había quedado viudo hacía poco tiempo. No me hablaba mucho de ello.

—¿Iba con malas compañías?

¿Frecuentaba algún local sospechoso?

—Lo dudo. Era una persona de vida ordenada.

Josep Hernández estaba acabando de rellenar la primera página de su libreta cuando recibió una llamada por el móvil y se retiró a un rincón de la sala para hablar con monosílabos. Cristina Sanfeliu aprovechó para iniciar su interrogatorio.

—Usted es relativamente nuevo aquí.

—Desde que abrieron los laboratorios, hace unos meses.

—Antes trabajaba en el CSIC.

—Sí, así es.

—¿Tenía una beca fija?

Mark Günev sonrió levemente, perdonándole aquella pregunta equívoca.

—Ya hace muchos años que no soy becario, si es lo que quiere decir. Tenía plaza permanente.

—¿Y cómo se explica el hecho de dejar un empleo reconocido y fijo para venir a trabajar a este hospital? Usted tiene un buen currículo.

Mark se recostó en la silla.

—Mire, en los laboratorios del CSIC cada cual tiene su corralito, ya sabe: quien quiere avanzar no tiene ninguna opción.

Mark encogió los hombros para escenificar aquella afirmación.

—¿Qué corralito?

—Cada departamento tiene un jefe que no desea que nadie le haga sombra. —respondió el investigador. Y, retomando la analogía anterior, agregó—: Un gallo que vigila que nadie coma más de la cuenta. Y es difícil saltarse la alambrada.

—Ya entiendo. Así pues, usted deja el corral de Barcelona y se mete en el corral de Tarragona — dijo la agente, sonriendo—. ¿Qué tipo de contrato tiene?

—Todos los investigadores tenemos un contrato de cinco años. Aunque inicialmente son seis meses de prueba.

—¿Vive en la ciudad?

—De momento, a medias. Vivo en mi barco.

Sanfeliu permaneció impasible, delatando que ya estaba al corriente de la circunstancia.

—No es habitual que un investigador viva, digamos, de forma bohemia.

Mark quiso aclarar que era un aficionado a la vela desde joven. Y que doce metros de eslora como casa provisional no podía considerarse ni un habitáculo de trotamundos ni tampoco un lujo desproporcionado.

En aquel momento Hernández volvió a la mesa y, mientras se metía el móvil en el bolsillo, Mark alcanzó a ver durante unos instantes el cuerpo del arma negra escondida bajo la cazadora de verano.

—Señor Günev. —El agente se corrigió—: Doctor Günev. — Volvió a coger el bolígrafo—. ¿Cuál fue el último día que vio al señor Lucena?

—El último día no trabajaba conmigo, trabajaba con la doctora Cladellas. Pero sí que lo vi.

—¿Le pareció triste, preocupado, de algún modo especial?

—No me fijé, la verdad. Fueron unos días de mucho trabajo.

—¿Sabe que tenía tendencia a sufrir depresión? —intervino Sanfeliu.

—Sí, eso decían. Había sufrido la pérdida de su mujer. Era un hombre reservado. Pero trabajaba con normalidad. —Mark añadió con súbita exasperación—: Yo no pienso en el suicidio, no.

—¿No?

—Rotundamente no —insistió él con vehemencia.

—¿Y por qué esa «rotundidad»? —preguntó la agente con frialdad.

—No presentaba un estado de ánimo como para intentar algo así.

—Mark se quedó callado un par de segundos y agregó con decisión—: En cambio, lo veía preocupado. Incluso asustado.

—¿Piensa en un secuestro o un asesinato?

—Ustedes son policías y sabrán… Yo tropecé con un charco de sangre a la mañana siguiente de su desaparición.

—Sí, ya estamos enterados de ello. Lo cierto es que no hemos detectado ni rastro.

Según explicó Hernández, habían pasado demasiados días para poder indagar aquel hecho. Ni la policía científica podría encontrar una traza microscópica de restos hemáticos.

—Tampoco sabemos si había señales de violencia o indicios de que se hubiera arrastrado un cuerpo. No es habitual encontrar sólo sangre en la escena de un crimen.

—Alguien se encargó de limpiarlo todo rápidamente.

—¿No se le ha ocurrido que podría haber sido un accidente? Ya sabe, unos tubos que se derraman.

—¿Sin cristales rotos?

La agente retrocedió unas cuantas páginas en su libreta y durante un par de segundos consultó alguna nota previa.

—Hay tubos que son de plástico —determinó entonces con seguridad.

—Nadie ha confesado el accidente ni la pérdida de las muestras —objetó Mark, contrariado.

—Los auxiliares, los técnicos o como se llamen pueden temer represalias. Las muestras de sangre son valiosas.

—En un caso así creo que lo habrían confesado —repuso Mark con desgana.

El policía soltó un resoplido de impaciencia y se dejó caer sobre el respaldo de la silla.

—Doctor, le agradecería que no marease la perdiz. No disponemos de mucho tiempo. Si tiene alguna prueba, nos gustaría saberlo.

Mark se apoyó en la silla e hizo una inspiración profunda.

—Sí que tengo una prueba. Sanfeliu levantó la mirada con sorpresa. Mark continuó:

—Presencié una escena. Ya hace tiempo.

—¿Qué fecha era concretamente?

—El día de la inauguración del hospital.

—¿Hora? —inquirió el agente.

—A última hora de la tarde.

—¿Lugar?

—En el depósito de cadáveres.

Los agentes, como si se tratara de un baile sincronizado, pasaron hoja los dos a la vez y apoyaron el bolígrafo en la parte superior de la página siguiente, preparados para tomar nota de la prueba que Mark se disponía a revelar.

Hacía un rato que habían finalizado los actos inaugurales del hospital. Mark había bajado a la sala de autopsias a consultar certificados de defunción para documentar un proyecto sobre un estudio epidemiológico. Era una hora de tranquilidad que, como recalcó, le permitía concentrarse y adelantar trabajo. Estaba concentrado, examinando un archivador, cuando oyó unas voces alteradas en el pasillo. Entreabrió la puerta y vio cómo tres hombres con bata blanca avanzaban por el extremo del corredor. Había algo extraño y violento en el grupo. De hecho, al hombre del medio lo llevaban casi en volandas por los brazos, e iba discutiendo con sus dos acompañantes. Mark descubrió con sorpresa que se trataba de su técnico, Lucena, y advirtió también con sorpresa que, con toda probabilidad, se dirigían a la morgue. No había muchos sitios donde ocultarse, así que se quitó los zuecos y se tumbó en una camilla, cubriéndose de arriba abajo con una sábana. El disfraz resultó de lo más efectivo, pues ninguno de los tres hombres dudó ni por un momento de que estuvieran entre difuntos. Una vez cerrada la puerta, los dos acompañantes propinaron un par de puñetazos a Lucena, acusándolo de explicar ciertas cosas. Mark pensó en intervenir, pero la curiosidad lo obligó a permanecer en silencio e intentar averiguar de qué estaban hablando. Pero lo cierto es que Lucena no abría la boca. Le dieron una buena paliza y al final lo metieron en una de las neveras. Al pobre hombre se le desencadenó un ataque de asma y Mark comenzó a sufrir por su vida. Así que se le ocurrió resucitar al difunto que encarnaba con convulsiones y sonidos guturales, cosa que asustó a los agresores. Los hombres sacaron a Lucena de la nevera, lo arrastraron hasta el pasillo y huyeron como alma que lleva el diablo.

Por primera vez los bolígrafos de los policías habían quedado suspendidos en el aire sin tocar el papel.

—¿Qué pasó al día siguiente? —preguntó el agente.

—Se presentó en el trabajo con aparente normalidad, pero estuvo utilizando el inhalador antiasmático varias veces y se le veía poco centrado. Lo llamé a mi despacho y le pregunté qué había pasado la noche anterior. Se cerró en banda. Me dijo que nada de particular. Cuando le pregunté directamente si había estado en el depósito de cadáveres, me miró atónito y después, como dolido, me respondió que ya era mayorcito para que nadie lo vigilara y que era mi técnico, no mi hijo.

—¿No puso ninguna denuncia? —quiso saber Sanfeliu.

—No.

—¿Lo comentó con el responsable del personal del laboratorio?

—No, tampoco. Me resultaba difícil explicar mi presencia en el depósito. La Savall me habría hecho preguntas, y después Lucena lo habría negado todo.

—Y, por cierto, ¿qué hacía usted en el depósito?

—Un estudio, ya se lo he dicho. Un estudio que todavía no ha sido aprobado. Recogía información preliminar.

Josep Hernández jugaba discretamente con el bolígrafo, tan indiferente como si le acabara de explicar un partido de fútbol.

—Así pues, ¿usted piensa que la desaparición del señor Lucena podría estar relacionada con este hecho?

—Eso creo.

—¿Tenía enemigos?

—Si me habla de personas concretas, no lo sé.

—¿Está pensando en un asesinato corporativo?

—¿Corporativo?

—Por intereses del centro, por ejemplo.

Mark tardó unos segundos en contestar.

—Él había trabajado mucho tiempo en quirófanos. En la antigua clínica lo conocía todo el mundo. Había instrumentado muchos años con el director. Es probable que fuera testigo de algunas irregularidades y que conviniera hacerlo callar.

—Irregularidades, ¿como cuáles?

—Irregularidades con fines lucrativos.

—Póngame un ejemplo.

—Mire, por casualidad ha caído en mis manos la estadística de intervenciones en los últimos años.

—¿Y?

—El índice de ovariectomías es muy elevado, un veinte por ciento más alto que lo que es habitual. Si lo compara con otros centros podrá ver la diferencia.

—¿Quiere decir que extraen los ovarios sin justificación? — inquirió la policía.

—Eso mismo. Son quistes ováricos falsos. ¿Me entiende? Adolescentes con molestias menstruales a las que meten en un quirófano, de donde salen con un ovario menos y los padres echando en falta unos cuantos miles en los bolsillos. Anestesia, laparoscopia, derechos de quirófano y hospitalización. Si tienen mutua se paga menos, pero si es una privada se llenan los bolsillos de todo el mundo, del ginecólogo y de la clínica.

—Pero no tiene pruebas directas —observó la agente Sanfeliu después de unos segundos de reflexión—. Podría ser que hubiera una frecuencia mayor en la comarca.

—O por un exceso de celo — replicó Mark en tono adusto—. Si lo quiere justificar, siempre podrá encontrar una razón. Pero estoy seguro de que esto no es más que la punta del iceberg de un negocio a gran escala.

Como parecía que los agentes no querían insistir en el tema, Mark se enderezó, puso las dos manos sobre la mesa y añadió: —También tengo constancia de que se administran hormonas a las mujeres menopáusicas de forma continua.

—¿Y eso es ilegal?

Los párpados de Mark se habían vuelto azulados.

—Los estrógenos no pueden administrarse indiscriminadamente. Son sustancias proliferativas; pueden generar cáncer de mama, de endometrio.

—¿Eso lo dice usted?

—Lo digo yo, y lo dice cualquiera que tenga dos dedos de frente. Con la excusa de evitar la sintomatología menopáusica están haciendo barbaridades para alargar la juventud y sacarse un sobresueldo.

—¿Quién? ¿A quién se refiere?

—Pues al servicio de ginecología otra vez.

—¿Al doctor Nicolás?

—Sí, al doctor Nicolás.

—Es el director del hospital, ¿no?

—Director médico, copatrón de la fundación, consejero de la Sociedad de Gestión Sanitaria del ayuntamiento y quién sabe si concejal en un futuro —enumeró Mark con sorna.

Los agentes ya estaban al corriente de que Lluís Nicolás había hecho algún intento, años atrás, de presentarse dentro de una lista a las elecciones municipales, y no dieron ninguna muestra de sorpresa.

—¿Cuál era la relación entre el director y el desaparecido Lucena?

—Había sido su instrumentista, como ya le he dicho. Pero Lucena no quería hablar de ello. Se salía por la tangente cuando yo le intentaba tirar de la lengua.

—Y usted, ¿qué relación tiene con el doctor Nicolás?

—Apenas tenemos relación, afortunadamente. Él está allá arriba, en su despacho maravilloso, y yo aquí abajo, en el sótano.

—Es un hombre bien considerado.

—Para sus admiradores es un gran político, un gran gestor.

—¿Y para los que no son admiradores suyos?

—Un médico ambicioso, un trepa.

Josep Hernández inclinó la cabeza como para observar a Mark desde otra perspectiva más reveladora.

—¿Es cierto que le denegó el cargo de coordinador de los laboratorios?

Mientras se le revolvía el estómago, Mark se preguntaba quién demonios les habría facilitado dicha información. Pero se reprimió e intentó mantener el tono equilibrado de la respuesta.

—Presenté mi propuesta, y no fue considerada.

—Y ahora es la doctora…

—La doctora Savall —añadió el investigador, dejando que se notara en su voz cierto regusto de desprecio—, si se le puede llamar coordinadora.

—¿No ejerce como tal?

La mirada del agente era implacable.

—No vale una mierda — replicó Mark en voz baja.

Los dos policías intercambiaron una mirada rápida. Mark continuó, ya sin reprimirse:

—¿Qué quieren que les explique? ¿Cómo se aprovecha del cargo? ¿Cómo obtiene más becarios que nadie? ¿Cómo justifica una plantilla de administrativas con razones varias? Tenemos un control del gasto ridículamente exhaustivo, una oferta de información repetitiva e inútil y la exigencia de aportar datos continuamente para la elaboración de unas memorias que sirven de autobombo al director. Esto es lo que tenemos con esta coordinación de excelencia. — Mark rubricó esta última frase con un resoplido—. ¿O acaso no saben que en nuestro país hay más secretarias que «investigan» que becarios?

—Doctor, solo estamos intentando obtener información.

—Pues ya la tienen — respondió Mark, cada vez más irritado, mientras se pasaba la mano por el cabello.

Por un momento los únicos ruidos que se oyeron en la estancia fueron de pasos en el pasillo y de un vehículo que circulaba por el túnel de suministros del hospital.

—O sea, que su relación con la institución no es del todo cordial—concluyó el agente, repantingándose en el asiento, al tiempo que dejaba el bolígrafo sobre la mesa.

Mark no contestó. Se quedó mirando al techo mientras lamentaba demasiado tarde su reacción en caliente.

7

Aquella tarde, la última tarde antes de su desaparición, después de darle las flores y buscar un matraz donde ponerlas con agua, Lucena la había cogido por el codo y, empujándola con suavidad, la llevó por el pasillo y las escaleras hasta la biblioteca. Diana había preparado mil excusas amablemente disuasorias por si la conversación se alargaba demasiado, pues había algo inquietante en Lucena. Era alto, blando, con el cabello largo y cano y la piel enferma. Y aquel insoportable ruido de las chancletas a cada paso. Al principio le inspiraba respeto. Le ponía nerviosa la costumbre que tenía aquel hombre de situarse muy cerca de ella, y notar el soplo de su aliento en la nuca. Era un tipo extraño. No se lo imaginaba en el quirófano, haciendo de instrumentista en una intervención complicada, con la mesa repleta de instrumental ordenado escrupulosamente, él, que tenía los cajones a rebosar de cajas vacías y galletas.

Al llegar a la biblioteca, Lucena fue directo al estante inferior, que admitía ejemplares de gran formato, y de allá sacó un libro de jardinería que se habría colado entre los textos de bioquímica y biología molecular. Era un libro voluminoso, con las páginas satinadas y fotografías a todo color que ilustraban cada familia botánica. Lucena lo depositó sobre la mesa con mucho cuidado e hizo que Diana se sentara a su lado. Luego abrió el libro por las páginas centrales como si supiera exactamente lo que tenía que encontrar.

—¿Sabe por qué planté un roble en casa, Diana?

Ella negó con la cabeza. Lucena le acercó el libro abierto justamente por el capítulo de los robles, y Diana retiró el codo como quien no quiere la cosa para evitar el contacto de la piel escamosa y blancuzca.

—A mi mujer le gustaban los árboles, pobrecilla. Era tan frágil…

El hombre se quedó en silencio mientras guardaba el recuerdo de su esposa en algún cajón secreto de la memoria.

—Mire, en la Edad Media era un símbolo de constancia e inmortalidad para los teutones, ¿entiende? Pero aún es más antiguo que todo eso. Era el árbol de los celtas por excelencia. Para los druidas era sagrado, pues lo tenían por un árbol mágico y de él recolectaban muérdago. También utilizaban sus ramas en las ceremonias, para atraer los relámpagos y, con ellos, la lluvia y el fuego. —Añadió entonces un par de tosidos agudos—. Le enseñaré una cosa.

De repente, comenzó a desabrocharse la camisa por los botones de abajo y Diana sintió una señal de alarma. Con repulsión vio cómo aparecía un abdomen

extremadamente blanco en medio del cual crecía el tatuaje de un roble, con el tronco bajo el ombligo y la copa con las ramas y hojas dibujadas en detalle por encima de éste.

—El cordón umbilical es nuestro nexo de unión con la naturaleza. Todos nacemos de ella. Como los robles y todos los árboles.

—Está muy bien dibujado — dijo Diana mientras echaba un vistazo al reloj.

—Me lo hizo un tatuador que era un artista. Pero a mi mujer no acababa de convencerle. —El hombre se quedó callado unos segundos y después volvió a abrocharse la camisa—. No sé muy bien por qué planté el roble, no lo recuerdo.

Lucena se hurgó en el bolsillo y sacó una caja de caramelos para la garganta.

—¿Quiere uno?

Diana aceptó. Le sorprendió ver cómo le temblaban las manos mientras abría la tapa de cartón.

—El roble también tiene una cara maligna, ¿sabe? Sus hojas están llenas de venenos, los taninos. Usted ya lo sabrá, pero las pobres vacas que se las comen, no. Pobres animales, pierden el apetito, sufren gastroenteritis, depresión. ¿Qué le parece?

—Ya veo que es un experto.

—Como todo en la vida, son armas de doble filo. Magníficas en apariencia, pero peligrosas para los más vulnerables.

Pasándose el pulgar por el labio inferior, volvió la hoja para acariciar después, con la palma de la otra mano, la superficie de las páginas siguientes. Qué maravillosas eran las sabinas, las secuoyas, los tilos y los tejos de papel cuché. Y Diana observaba las manos de Lucena, que, a diferencia de su cuerpo, eran finas, casi aristocráticas: nudillos fuertes, dedos largos, sobrios, con las uñas limpias y bien recortadas.

El técnico retrocedió hasta el principio de la letra T y se detuvo en la planta del tabaco.

—¿Usted sabía que la planta del tabaco, cuando teme verse infectada por los virus, crea una zona de células muertas alrededor del punto infectado? Sí, sí, un estado de apoptosis tan real como el de nuestras células. Las hojas prefieren morir un poco antes de ser parasitadas por el mal. —Lucena la miró a los ojos—. Yo he sufrido mucho por los parásitos.

—Qué cosas dice —exclamó amable ella.

—De eso hace muchos años —añadió Lucena, y se le escapó una media sonrisa por la comisura de los labios—, aún tenía los telómeros largos.

Cogió la caja de los caramelos y le arrancó la tapa con violencia. Después la rompió poco a poco en trocitos minúsculos que tiró encima de la mesa. Un tiempo atrás Diana se habría sentido atemorizada por la furia de aquel gesto, pero ahora lo observaba simplemente con extrañeza.

—¿Sabe una cosa? —dijo el hombre, y luego se quedó callado.

Diana, expectante, guardó silencio.

—¿Sabe por qué cambié de vida?

Lucena hablaba sin mirarla, con los ojos fijos en aquella planta.

—¿Por qué? —preguntó Diana, aunque no sabía a qué se refería.

—Pues por los parásitos. Por los malditos parásitos. Me infectaron por todas partes, tenía la piel, la cara y los ojos envenenados. ¿Qué le parece?

Diana no lo seguía.

—No podía librarme de ellos. Se me comían por dentro.

Lucena reunió los trocitos de cartón en un montón mientras las facciones se le contraían en un gesto casi de dolor.

—Tienes que morir un poco para protegerte de las plagas, como la planta del tabaco. —El técnico se volvió para mirarla de perfil—.

Usted, Diana, es muy joven. Es como un ratón al lado de la trampa.

A Diana le sorprendió su tono de voz y la gravedad de su mirada.

—¿Y al final se curó? — preguntó ella por decir algo.

Él guardó silencio unos segundos y, mirando hacia la ventana, dijo: —Desde entonces han pasado muchas cosas que no vale la pena que le explique. — Lucena le rozó la mejilla con un dedo rasposo—. Usted es una mujer con luz interior y sabe ver más allá de la oscuridad.

Dicho esto, se levantó, guardó el libro en su sitio y tiró los cartones a la papelera mientras se disculpaba por haberla entretenido con sus historias.

Diana, sentada en la biblioteca, rememoraba aquella escena justo antes de la reanudación del interrogatorio. Después de un pequeño descanso, que aprovecharon para hacer unas llamadas en el jardín, los dos agentes volvieron a entrar y expusieron sus armas de batalla alineadas sobre la mesa de reuniones, delante mismo de donde estaba sentada Diana. Josep Hernández se inclinó hacia delante y encendió la grabadora, mientras que Cristina Sanfeliu se apoyaba sobre la libreta, preparada para el primer turno de preguntas.

—Usted conocía bastante bien a Lucena. Lo ha tenido a su cargo en los últimos meses. ¿Cree que su desaparición podría explicarse por un deseo de autodestrucción?

Diana se mantuvo unos segundos circunspecta.

—Todo es posible. A menudo estaba triste. —Después añadió decidida—: Me resulta difícil valorar su estado mental. No soy psiquiatra ni forense.

—A usted le tenía confianza. Le mostraba una especie de preferencia.

Diana no contestó, pero sonrió. Muchas veces había percibido este hecho diferencial, y le causaba una agradable sensación, como de dominio, de energía.

—¿Le habló alguna vez de la posibilidad de quitarse la vida?

—A veces decía frases como «No puedo vivir sin mi mujer» o expresiones parecidas. Pero del dicho al hecho hay un abismo.

Sanfeliu miró a su compañero como pidiéndole permiso para algo y él asintió.

—Hemos ido al abismo —dijo ella mientras revolvía el contenido de una mochila.

Sacó una bolsa de plástico con una tarjeta comercial y un boleto impreso en su interior y la colocó encima de la mesa.

—Al acantilado del Grito, un lugar elegido por los suicidas.

—¿Y lo han encontrado?

—Hemos interrogado al dueño del chiringuito de la cala que hay al principio del camino. Parece ser que Lucena lo frecuentaba a menudo. El hombre recordaba perfectamente que había estado allí la tarde de su desaparición. Lo tenía presente porque le regaló este número de lotería, para el sorteo del día siguiente.

Diana examinó el boleto que estaba dentro del plástico.

—¿A qué hora fue? —preguntó después de pensárselo un poco.

—Era por la tarde, pero no tenemos una hora concreta.

—Puede que fuera simplemente para pasear. Le gustaba el mar.

—No hacía falta ir tan lejos.

El mar lo tiene aquí mismo — repuso la agente en tono reprobatorio, levantando la barbilla para señalar el bosque de pinos a través de la ventana—. Es una pista que nos lleva a pensar en el suicidio. La Guardia Civil está buscando el cuerpo por la franja marítima de la zona. —Después, como si le viniera a la cabeza un recuerdo, añadió—: Usted misma ha colaborado en la identificación de un ahogado, ¿no es así?

Le explicaron que hallar un cadáver en el mar no siempre es fácil. Podían pasar meses hasta que apareciera. El tema era que, sin el cuerpo del «delito», poco se podía investigar. La agente volvió a guardar la bolsa de plástico en la mochila.

—Usted fue la última persona que lo vio. Cuéntenos cómo fueron sus últimas horas.

Diana tardó unos segundos en expresar los recuerdos que ya había ordenado previamente en su cabeza. Miró al frente y, con los ojos desenfocados, los relató.

—Durante el día no pasó nada especial. Había acabado una serie de experimentos y me quedé unas horas más para introducir los datos en el ordenador, hacer los cálculos y los gráficos. Estábamos los dos ilusionados porque los resultados eran positivos. Y digo los dos porque él se involucraba mucho en la investigación. —Diana hizo una pausa—. Se había hecho muy tarde. Ya no quedaba nadie en los laboratorios. Estaba imprimiendo los gráficos de los experimentos de inmunoprecipitación, que mostraban claramente que con el metilador AB-65 el gen de la telomerasa quedaba silenciado en un cuarenta por ciento, lo que suponía un buen resultado. Cuando ya apagaba el ordenador, apareció Lucena.

—¿Le dijo si venía del Grito, o si pensaba ir allí?

—No. No dijo nada. Sólo que se había dejado la bicicleta en casa, porque le faltaba una pieza. Y estuvo un rato trajinando en la sala de los vestuarios. Le mostré los gráficos y los buenos resultados del AB-65 comparado con el AB-70 y 105.

—¿Estos compuestos tienen interés, digamos, «comercial»?

—No, de momento no.

—¿Nos puede explicar por encima en qué consiste su investigación?

—Yo estudio la telomerasa y sus mecanismos de regulación.

—Sí, he oído hablar de ello.

—Sanfeliu abrió otra libreta de tapas rojas y leyó—: «La enzima de la inmortalidad». En la vida adulta no funciona, ¿no es así?

Diana se quedó admirada ante el grado de documentación que mostraba la agente.

—Exacto. En la mayor parte de las células esta enzima sólo funciona en la etapa fetal, que es cuando se da el mayor número de divisiones celulares. Es como un vigilante responsable de que los telómeros de los extremos de los cromosomas, al dividirse, mantengan su integridad. —A continuación, puso el ejemplo clásico—: Los telómeros actúan como el refuerzo metálico que solía ponerse en los extremos de los cordones de los zapatos para evitar que se deshilacharan de tanto atarse y desatarse. Una vez que nace el individuo, la telomerasa ya no está presente y, a partir de aquí, en cada división celular las puntas de los cromosomas se van desgastando. La célula no aguanta más de cincuenta divisiones. Se vuelve mortal, y convierte en mortales a los humanos.

—Es decir, que si la telomerasa estuviera siempre activa, las células no envejecerían, ¿no?

—Efectivamente.

—¿Tendría que ver con las personas centenarias?

—Hay quien dice que una telomerasa muy activa durante la fase embrionaria da lugar a individuos con telómeros hiperlargos, que envejecen muy lentamente.

—O sea, que saldrían de fábrica mejor preparados.

Los dos agentes tomaban apuntes como dos alumnos aplicados sentados en la primera fila del aula. Cuando acabaron, levantaron la vista, como pidiendo la siguiente lección. Diana continuó.

—A mí me interesa conocer cuál es el interruptor que apaga la telomerasa. —¿Por qué?

—La enzima vuelve a aparecer de forma inexplicablemente activa en las células malignas. Y es la que hace, entre otras cosas, que las células cancerosas se multipliquen indefinidamente. La familia de agentes metiladores que estudio, el AB-65, AB-70 o AB-105, vuelve a inactivarla.

—Así pues, dichos compuestos serían un buen tratamiento para el cáncer.

—Correcto.

Llegado este punto, Hernández intervino:

—¿No podría haber alguien interesado en estas fórmulas? ¿Aunque fuera a largo plazo?

—No tienen ningún valor: están patentadas. Sólo tienen interés científico.

—¿Sólo las células cancerosas tienen telomerasa, en las personas adultas, quiero decir?

—Hay otra excepción: las células madre. Son como una especie de seguro para la regeneración de los tejidos.

Se produjo un silencio mientras ambos agentes se aplicaban sobre las libretas. Hernández terminó antes.

—¿Quién le subvenciona la investigación? ¿Algún laboratorio farmacéutico?

—No, de momento trabajo con el start-up que la fundación nos dio a todos los investigadores para comenzar.

—¿Y en el futuro?

—He solicitado un proyecto conjuntamente con mi antiguo jefe de Barcelona.

El policía lanzó un suspiro al tiempo que trazaba una raya con el lápiz, como si empezara un capítulo nuevo.

—Volvamos a la noche de la desaparición del señor Lucena. Usted le enseña los resultados y ambos se felicitan. ¿Qué más?

—Me dio las gracias. Siempre repetía que trabajar en el laboratorio le curaba todos los males. Era un hombre agradecido. —Diana añadió después: Me trajo flores.

Cristina Sanfeliu echó el cuerpo hacia delante y apoyó la barbilla en el puño.

—¿Hacía a menudo eso? — preguntó por encima de los nudillos de la mano.

—¿Lo de darme las gracias?

—Lo de llevarle flores.

—No. Fue la única vez. Lucena era aficionado a la jardinería y le gustaba explicarme cómo cultivaba las plantas de su jardín.

—¿Ha estado alguna vez en su casa? —la interrumpió el policía.

—No.

—No es un jardín, es un patio, ¿verdad, Cris?

La agente asintió.

—Bueno, no me explicaba la extensión real de los cultivos, pero sé que tenía árboles y flores.

—Le lleva las flores y le da las gracias. ¿De qué más hablan?

—De las plantas, los árboles. Me enseñó un libro de botánica. Lucena era un ecologista errático. Soltaba comentarios incisivos sobre la protección de los bosques, y proclamaba su desconfianza en la humanidad y su fe en la naturaleza. En cambio, al día siguiente utilizaba plásticos para envolver el bocadillo y los tiraba al contenedor del papel.

—¿Cómo lo definiría, como un romántico, un idealista o un loco?

—Un romántico. —Diana hizo una pausa y sonrió—. Un poco loco, como tienen que ser los idealistas.

—¿Recuerda algún aspecto concreto de aquella conversación?

—Recuerdo que en algunos momentos adoptó un aire de ceremoniosidad, de trascendencia… —Diana añadió pensativa—: Entonces no supe interpretarlo, pero quizá se estuviera despidiendo.

Josep Hernández inició de nuevo su turno de preguntas.

—¿Le habló en alguna ocasión de su pasado, cuando trabajaba en quirófano?

—No, nunca.

—¿Le habló de su familia, de sus amigos, de su vida?

—Sólo me hablaba de su mujer…

—¿Alguna vez le dio la sensación de que disponía de información secreta sobre actividades pasadas?

Diana se dio cuenta de que Mark les habría contado su versión de los hechos.

—No, no tuve nunca esa percepción.

—¿Lo veía preocupado?

—Es difícil saberlo. Muchas veces lo veía triste. Yo lo atribuía al pesar por el fallecimiento de su esposa. Y él mismo así lo justificaba.

—El doctor Günev encontró un charco de sangre la mañana siguiente a la noche que nos acaba de relatar. ¿Puede dar alguna explicación a este hecho?

—Cuando yo me marché, Lucena se quedó porque necesitaba imprimir unos documentos. Pero todo quedó en orden.

—Aparte de Lucena, ¿no había ningún técnico más?

—No.

—¿Los técnicos de los laboratorios del sótano 1 tienen acceso al sótano 2?

—A veces bajan a buscar muestras. Pero en aquel momento no vi a nadie.

El policía se separó de la mesa y cruzó los brazos detrás de la cabeza, como si se apoyara en un cojín.

—Nos gustaría conocer su opinión personal —dijo con voz emperezada. ¿Por qué se decantaría usted, por una desaparición intencionada, un suicidio, un secuestro o un asesinato? Todas las apuestas están abiertas.

El agente no buscaba una respuesta de Diana, sólo poner en evidencia el callejón sin salida donde se encontraban.

Transcurrieron unos minutos en silencio. Mientras Sanfeliu acababa de escribir un párrafo sobre las impresiones de esta última parte del interrogatorio. Cuando acabó, Hernández volvió a la posición de combate, con los brazos estirados sobre la mesa.

—Para terminar, ¿le importa que le haga un par de preguntas personales?

—Claro que no —contestó Diana, encogiendo los hombros con una sonrisa forzada.

—Usted es médico. Acaba la licenciatura con notas brillantes, un expediente magnífico —disparó el agente sin esperar respuestas—. A los veintitrés años comienza una carrera investigadora prometedora, con una beca del ministerio.

Diana, sorprendida por la metralla, permanecía callada. Después vaciló un instante.

—¿Y…?

—Y nada. Ésta es la incógnita. Aquí se detiene su currículo. Alguna publicación de segunda, contratos a tiempo parcial. —Un silencio absoluto. No es que fiscalicemos su trayectoria, pero tenemos que entender perfectamente el entorno del asunto que nos ocupa. ¿Existe alguna razón para este cambio?

—Situaciones personales — admitió Diana de mala gana—. La vida no se puede controlar al cien por cien. Sucedieron una serie de acontecimientos que ralentizaron mi carrera.

—¿Como cuáles?

—Tener una hija, un marido, una familia que atender. Y después mi madre, que sufrió una enfermedad degenerativa. Yo era la hija médico y tuve que hacerme cargo de ella. Hasta que murió. — Diana hizo una pausa. Y luego sufrí yo una depresión.

—¿Y por eso perdió pie? — Una leve sonrisa—. ¿En el mar de su carrera, quiero decir?

—Perdí la oportunidad de hacer el doctorado en el momento en que debía hacerlo. Después he tenido contratos con la industria farmacéutica, una investigación de rutina… —Diana cambió de idea y buscó el lado positivo—. Pero gracias a eso me he mantenido al día.

—Perdió pie pero sabe nadar, ¿no es así?

Diana hizo un leve movimiento con la cabeza.

—Su incorporación al Hospital del Mediterráneo responde a un traslado familiar. Tenemos entendido que su marido, el doctor Claudi Mas, fue fichado como adjunto del servicio de cirugía plástica y estética con el doctor Evarist Figueras. ¿Digo bien?

—Sí, es correcto.

—Perdone mi ignorancia, pero ¿qué diferencia hay entre la plástica y la estética?

—La cirugía plástica es una cirugía necesaria, reconstruye deformidades o corrige deficiencias funcionales. La estética no; se hace por embellecimiento, como la cosmética.

—¿Conocía de antes al doctor Figueras?

—Todo el mundo lo conoce. Con mi marido coincidían en congresos, en la Academia. — Diana pensó sobre ello—. Si lo que me pregunta es si éramos amigos, la respuesta es no.

Josep Hernández estuvo escribiendo mucho rato para lo que parecía que correspondía a una respuesta simple. Al acabar, le preguntó con una sonrisa: —Así pues, formaban un paquete de oferta, si me permite la comparación: cirujano de prestigio con una buena investigadora en potencia —leía el agente en voz alta mientras escribía sus palabras en la libreta.

Que subrayara la expresión «en potencia» a Diana le dolió profundamente.

—¿Su tío intervino en los tratos?

—¿Mi tío? —exclamó Diana, sorprendida de nuevo.

—Es un director de algo gordo en Sanidad. —Miró a su compañera, que acudió en su ayuda.

—Director general de Hospitales —leyó la agente en una de sus páginas mágicas.

—Mi tío no se metería nunca —respondió Diana, abrumada—. La decisión se tomó por un concurso de méritos.

—Es decir, que fue todo claro y transparente. Como el agua.

Diana, avergonzada, no respondió.

—Y a ustedes, ¿les interesó marcharse de Barcelona? —Aquí el agente se corrigió—: Quiero decir a su marido. Él tenía una posición cómoda, tanto económica como profesional.

Diana se removió inquieta en su asiento.

—Disculpen, pero no comprendo por dónde va el interrogatorio. Primero se meten con mi carrera profesional y ahora con la de mi marido. Pensaba que la razón por la que estábamos aquí, según tengo entendido, es que investigan una desaparición.

—Investigar una desaparición implica rascar los recovecos de su contexto. Y uno de estos interrogantes es el aterrizaje a un hospital nuevo de una serie de médicos e investigadores de prestigio.

—Los médicos se mueven por razones diversas. Pocas veces por cuestiones económicas, si es lo que piensa. En el caso de mi marido, él vio claro que podría progresar en su especialidad.

—¿Y en su caso?

—Yo espero «hacer pie», como dice usted.

Diana respondió en un tono tan amargo que la policía levantó la cabeza para mirarla en silencio.

—¿Lucena tenía algún tipo de relación con su marido?

—No, nunca.

Josep Hernández hizo una pausa y acto seguido carraspeó, como si quisiera avisarla de un nuevo asalto.

—Su marido sufrió un accidente profesional. Una paciente no salió muy contenta de una intervención.

Diana se vino abajo. ¿Cómo podía ser que aquellos dos mocosos osaran hurgar en los rincones de su casa? ¿Qué derecho tenían?

—Fue hace mucho tiempo.

—Lo denunciaron —insistió el policía.

—La denuncia fue retirada — atajó Diana, indignada.

—¿Qué pasó exactamente?

Diana se transformó en una estatua de cera. El semblante se le volvió inexpresivo, y las manos se aquietaron una junto a la otra sobre la mesa.

—Eso tendrán que preguntárselo a él.

Cristina Sanfeliu cogió de nuevo la libreta y leyó:

—Operación de rinoplastia. Necrosis lateral del apéndice nasal por un error en la preparación del anestésico. —Como conclusión, añadió—: La paciente perdió parte de la nariz.

Diana permaneció en silencio, con los ojos mirando al suelo y la mandíbula rígida.

—Intentaremos hablar con él, pero nos ha dicho que estará fuera unos días —dijo el agente, arqueando una ceja.

Entonces dejó caer el lápiz con un gesto que podría parecer de impotencia.

Por los cristales de la biblioteca goteaba una lluvia silenciosa, como lágrimas contenidas que rodaban por las mejillas. Nadie se había dado cuenta de que se había puesto a llover durante el interrogatorio.

Cuando los agentes se fueron, Diana se cruzó la bata sobre el pecho, como para protegerse de los escalofríos que le habían entrado durante el interrogatorio. Le dolían las mandíbulas de tanto apretarlas a causa del disgusto y volvía a notar aquella opresión sobre el pecho. Sin embargo, la visión de los libros le recordó que la víctima no era ella, sino el pobre Lucena, desaparecido sin combate, sin huellas ni sospechosos. Y se levantó para irse.

De pronto, paralizada por una premonición que le asaltó desde el fondo del alma, dio media vuelta. Se dirigió al extremo de la librería y buscó con la mirada el lomo del famoso libro de botánica. Todavía estaba allí, atrapado entre un vademécum antiguo y un atlas de anatomía. Lo cogió con respeto y lo depositó encima de la mesa como lo hizo aquella tarde Lucena. Y mientras examinaba la cubierta con la ilustración floral, pensó cautelosa que abrir aquel libro era en cierto modo como destapar el ataúd de un muerto. Pero el libro se desplegó casi espontáneamente y quedó abierto de par en par sobre la superficie pulida de la mesa. A Diana le chocó que las páginas elegidas fueran nuevamente las de los robles, lo que le hizo descubrir que Lucena había dejado como punto un sobre de color blanco. El sobre no estaba cerrado y pesaba un poco. Cuando miró en su interior, un reflejó metálico la deslumbró desde el fondo. Eran unas llaves, unas llaves pequeñas, como de taquilla.

8

Aquella mañana Lluís Nicolás había sufrido el interrogatorio con la policía, lo que le había generado una sensación de angustia creciente que ahora, al caer la tarde, ahogaba en un generoso vaso de ginebra y en aquella llamada telefónica. En mangas de camisa, llevaba el móvil pegado a la oreja como un flotador salvavidas.

—Ellos piensan en un suicidio como primera opción, pero no quieren cerrar la idea del homicidio —dijo en tono categórico. Después vino una pausa prolongada en el tiempo—. Y yo qué sé. Yo también pensaba que estaba todo orientado… Sí… Él se mete en todo, pregunta, va a lo suyo. Hace comentarios imprudentes a la policía. El otro día estuvo interrogando al técnico del laboratorio de bioquímica.

Tomó un sorbo de la bebida helada. A menudo, con la refrigeración, le quedaba la garganta áspera, como si tuviera arena engastada.

—Sí… ya lo sé. Eso era antes, cuando éramos jóvenes —concedió, atirantado. Prefiero no ser yo quien hable con él. Sería contraproducente…

Cansado de dirigirse a la naturaleza muerta que colgaba de la pared, Nicolás se dirigió hacia la vidriera.

—Naturalmente… Sí, ya sé, hacer fuegos artificiales, distraer a los medios… Podríamos pactar algún premio de segunda, de esos que dan que hablar a la prensa local, ya me entiendes. —Nicolás soltó una carcajada—. Exacto, «Percepción de la calidad asistencial del enfermo bla, bla, bla…».

Observó el crepúsculo sin fijarse en que unas nubes negras se acercaban por el oeste. Tomó otro trago.

—Ya pensaré en ello. —De repente, se le oscureció el semblante—. Pero ¿qué coño quieres que haga? Preferiría un poco menos de coacción.

Y, casi al instante, añadió enfadado:

—Eh, que apenas juego al tenis. A ti sí que se te oxida jugando al golf.

Nicolás se apoyó en la mesa del despacho. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente perlada de sudor.

—Que sí, que estoy de acuerdo contigo. Hay que cortarlo en seco. Pero ¿cómo? Ostras, me parece que no pregunto ningún disparate… Ya tenemos guardias de seguridad… —Se enderezó de golpe

—. ¿Cámaras?

Dio la vuelta a la mesa y, cogiendo un bolígrafo, garabateó algo en un post-it.

—No tengo ni idea, pero no valdrá cuatro duros.

Volvió a ponerse de cara a la vidriera y lanzó un profundo suspiro.

—Bueno, lo tendré en cuenta. —Pausa—. Vale, nos llamamos entonces.

Se desplomó en el sofá de piel que decoraba un rincón del despacho y se aflojó el nudo de la corbata. —¡Mierda!

Se reclinó en el respaldo, hizo chocar los hielos de la bebida contra las paredes del vaso y cerró los ojos para reordenar pensamientos y prioridades. Cogió un hielo y se lo puso encima de un párpado. Después se lo pasó sobre el otro. Unos minutos más tarde volvió a levantarse y se acercó a la mesa para apuntar en la agenda, en el apartado dedicado a las tareas de López-Ambrosio, que le buscara un presupuesto para instalar cuatro cámaras en el sótano. No se trataría de una vigilancia estricta, sino de una medida disuasoria. Hablaría con la fundación para ver de dónde demonios podía sacar aquel dinero.

Se quedó absorto mirando al infinito y, de repente, pasó las hojas de la agenda ávidamente.

—La fiesta de la ONG Sokolov —reflexionó en voz alta.

Eso serviría para distraer a aquella cuadrilla de periodistas zarrapastrosos, meditó. Harían propaganda para los investigadores de la fundación; sería como una fiesta de fin de curso. Echó un vistazo al reloj. En cuestión de una hora pasaría a recoger a Marta por la consulta de Claudi, a ver si con la intervención se le aplacaban los ánimos.

De repente, el pitido de un SMS sonó alegre bajo la bata blanca. Era un mensaje en clave de López-Ambrosio, que jugaba a ser agente secreto.

«Profesor, ya he conseguido apartamento en buenas condiciones económicas para la paciente mexicana, para la semana que viene.»

—He tenido que intervenir otra vez —informó, molesta, Àngels. Claudi inclinó la cabeza, como si sólo oyera por un oído.

—La enfermera de dermatología, otra vez. Le he dicho que hablaría con usted.

Àngels prefería tratar a Claudi de usted, aunque él era mucho más joven que ella. Así se lo habían recomendado en el cursillo de preparación antes de incorporarse al nuevo hospital. Un cursillo de un día para las enfermeras exclusivamente hospitalarias y de dos para aquellas que completaban la asistencia con la privada. Éste era el caso tanto de Àngels como de su amiga, la enfermera de suelo pélvico, que hacían horas extras por las tardes en las consultas de la clínica privada, a fin de ir ahorrando para sus viajes.

—Lo ha hecho tres veces y lo ha intentado tres veces más. Yo que usted hablaría con la dirección. — El temblor de su voz denotaba indignación.

Cuando Àngels se enfadaba, las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos y las cejas le amargaban los rasgos infantiles que aún conservaba en su cara pecosa.

El hecho era que compartían los espacios de la consulta privada, mostrador y sala de espera con el especialista de dermatología. Según la versión de Àngels, la enfermera de dermatología había sido instruida por su superior para que los pacientes-clientes con patología dérmica «ambigua», es decir, lipomas, nevus, quistes sebáceos y angiomas, aunque llegaran por «confusión» a cirugía estética, al doctor Mas, fueran reconducidos al despacho, quirófano y, más tarde, facturación del especialista dermatólogo. Aquello era un robo descarado, imposible de revertir una vez que el paciente había realizado la primera visita.

—De acuerdo, ya hablaré con ella —aceptó Claudi.

Àngels se lo quedó mirando desconfiada. Poco ambicioso, el doctor Mas. Demasiado austero. Si lo comparaba con el dermatólogo, un hombre maduro que iba hecho un figurín, con reloj y zapatos de marca y el coche deportivo en la puerta. Incluso le había regalado un bolso italiano a su enfermera por su santo. Y eran aquellos regalos, invariablemente, los que garantizaban el trasvase sistemático de pacientes.

—Acabo este informe y me hace pasar a la señora Nicolás.

Àngels volvió a salir al mostrador y echó un vistazo a sus pacientes. A pesar de aquellas trifulcas fronterizas, a ella le encantaba trabajar en la consulta de cirugía estética (o satisfactiva, como la llamaban ahora). Artistas, modelos, famosos mediáticos y también personas con capacidad adquisitiva alta, todos se disputaban aquel tratamiento que rellenaba los pómulos, alisaba la frente y las patas de gallo y garantizaba un cutis fino. Tanto daba que el tratamiento tuviera que repetirse constantemente y que la tarjeta de crédito quedara en ruina cada vez. Àngels compartía plenamente estos anhelos. Siempre había creído que la gente guapa eran más buenas personas. No tenían manías ni complejos. No sentían la terrible envidia.

Con una sonrisa amable, hizo saber a la señora Nicolás que enseguida la visitaría el doctor Mas.

Los consultorios disponían de un pequeño quirófano, compartido entre varios despachos, que permitía realizar intervenciones ambulatorias con anestesia local, tales como el relleno con grasa propia que estaban preparando ese día. Era la primera vez que Claudi la practicaba, pero en principio no le inspiraba ningún tipo de prevención, ya que no se trataba de ninguna técnica quirúrgica compleja. Echó un vistazo a la mesa donde Àngels había extendido el instrumental necesario para las punciones, y después pasó la mano por la mejilla de la paciente.

Sin la verborrea que hacía unos minutos inundaba el despacho, la señora Nicolás yacía silenciosa sobre la mesa de exploraciones, cubierta por una talla estéril hasta el pecho y con el tranquilizante corriéndole por las venas a velas desplegadas. Marta, que rondaba los sesenta, nunca se había sometido a ninguna intervención rejuvenecedora, pero ahora, finalmente, las arrugas comenzaban a afectar su humor y la paciencia de su marido, y cuando pidieron la opinión del amigo cirujano, Claudi recomendó empezar con aquellas correcciones de relleno.

—Le estoy muy agradecido de que me permita asistir a la intervención.

La voz melosa del ayudante le llegó por detrás mientras Claudi se ponía la bata en el despacho. Era un residente de primer año que se jactaba de haber sacado uno de los primeros números del MIR y había escogido con gran ilusión, y posiblemente obsesión, formarse junto a Evarist Figueras. Era un joven no muy alto, rechoncho, de mejillas coloradas y ojos pequeños. El cabello, que le clareaba por la parte central de la cabeza, anunciaba que llegaría a los cuarenta con una calvicie manifiesta. Extremadamente atento, después de mostrarle su profusa gratitud, repitió a Claudi su brillante prueba del MIR y su apasionamiento por la estética molecular.

—¿Molecular? — preguntó Claudi suavemente. Sabía muy bien qué quería decir el residente, pero desconfiaba de alguien que utilizara con frivolidad la terminología científica.

—Sí, el empleo de las terapias basadas en el conocimiento del genoma humano, las células madre, las moléculas inteligentes. Estoy seguro de que influirán inequívocamente en el mantenimiento de la juventud.

—¿Crees realmente que lo conseguirán?—dijo Claudi, aburrido, mientras se lavaba las manos con la solución antiséptica en la sala de curas—. ¿Pasaremos los años sin envejecer?

El residente, con la confianza del alumno aplicado que despierta el interés del profesor, se situó a su lado y Claudi sospechó enseguida que no sólo se desinfectaría las manos, sino que también le daría la tabarra.

—La intervención de hoy es un ejemplo. Una técnica muy bien estructurada, en mi opinión: primero la obtención de plasma, después la extracción de células grasas del abdomen y, finalmente, la inyección de la mezcla plasma- grasa en los puntos estratégicamente marcados con rotulador para las arrugas y los surcos del rostro.

—¿Y ya sabes la función que tiene el plasma?

El residente dejó de cepillarse las manos y lo miró de reojo intentando adivinar si le hablaba en broma o quería ponerlo a prueba.

—Pues formará un lecho rico en factores de crecimiento. Las células grasas crecerán mucho mejor y rellenarán los vacíos que la edad ha dejado bajo la piel.

¡Cómo se apasionaban los jóvenes por las nuevas técnicas!, pensó Claudi mientras miraba al chico con escepticismo. De hecho, él practicaba aquellas técnicas a instancias de Evarist Figueras, que insistía a menudo en que los tratamientos de la medicina estética eran revolucionarios.

El residente, ataviado ya con bata, mascarilla y gorra de quirófano, estaba pintando con desinfectante la zona que rodeaba el ombligo con una gasa doblada cogida con una pinza. Miró a Claudi como pidiendo su aprobación.

—Marta, ahora procederemos a la extracción de células grasas del abdomen. Volverán a ser unos pinchazos molestos —advirtió el cirujano mientras se situaba junto a la mesa y hacía señas al ayudante para que se colocara al otro lado.

Claudi realizó unas cuantas punciones con distintas jeringuillas. Introducía la aguja, buscaba por el tejido subcutáneo y, cuando salía un poco de líquido rojizo, aspiraba con desazón.

—Cuanto más vascularizada es la zona, más activas serán las células extraídas —continuó el residente, orgulloso de poder demostrar que se lo había estudiado—. Quiero decir que, además de los adipocitos, encontraremos mezcladas células madre.

—¿Células madre, aquí? — objetó Claudi, nada impresionado, para ver cómo el joven salía del apuro.

—Bueno, son células madre mesenquimales —se corrigió el chico—. De hecho, podríamos extraerlas de la médula ósea con una punción en la cadera, pero sería mucho más agresivo. —El joven se detuvo porque Claudi señaló al techo con la jeringuilla, indicándole que debía callar y concentrarse en el abdomen de la señora Nicolás.

Marta era una mujer que había envejecido de forma aburrida, tanto de cuerpo como de alma. No estaba gruesa, pero todo el sobrepeso se le había acumulado en la cintura, como si llevara un neumático para aprender a nadar. De joven, según recordaba Claudi, Marta había sido una mujer atractiva y alegre que realizaba infinidad de actividades. Claudi los tenía presentes a los dos, a Nicolás y ella, siempre juntos, desde el principio de los tiempos. No podía recordar a Lluís sin Marta ni a Marta sin Lluís. Ella, bastante más inteligente y culta que él, había heredado una cadena de tintorerías que dirigía a distancia a través de un gestor. Era una mujer enérgica, que había tolerado con vaivenes depresivos y miopía voluntaria las infidelidades de su marido. Justamente el día de la boda de Claudi y Diana, Marta acababa de enterarse de la relación que mantenía Nicolás con una auxiliar de dispensario por una llamada telefónica que ella había cogido accidentalmente desde el supletorio de la cocina. Asistió a la fiesta con una expresión dominante, casi altiva, que reflejaba su amarga derrota.

—No seas sincero nunca —le recomendó Lluís inundado de ginebra hasta los ojos—. Niégalo todo, absolutamente todo. Llora, blasfema, pero nunca aceptes la verdad.

Estaban en un rincón del comedor del convite. Ya habían acabado el pastel, el café y el baile de rigor. Sólo quedaban los amigos más íntimos, y los restos familiares desperdigados por las mesas, con una barra libre que invitaba a las últimas confesiones. Hacía media hora que Claudi estaba allí, secuestrado, luchando contra el efecto narcótico del monólogo alcoholizado de su amigo.

—Yo admiro a Marta. La admiro profundamente. ¿Y sabes por qué? Pues porque sabe cómo soy, y calla. Mira al cielo y no dice nada. Pero un día me da por ser sincero, o medio sincero, y hablo más de la cuenta, involuntariamente, sin intención de hacer daño. Y entonces revienta.

Lluís tomó un trago profundo que con toda seguridad quería ahogar la reacción inesperada de su mujer y después, alzando el vaso, observó con estupefacción cómo los cubitos de hielo habían quedado absolutamente secos tras la última embestida. Entonces levantó la mano para indicar con un gesto al camarero que se acercara y le sirviera una nueva dosis.

—Has hecho lo que tenías que hacer —exclamó, animado de repente, haciendo chocar de nuevo el borde del vaso con la copa de cava de Claudi en un brindis forzado—, una boda con futuro. Esto es un seguro de vida, hombre.

—¿A qué te refieres con futuro?

—¡Joder! Mira a tu alrededor. La política es tu futuro. Estás casado con la sobrina de una de las personas más influyentes en Sanidad. —Nicolás quiso darle unas palmaditas en la espalda que lo desequilibraron, y se salpicó los pantalones de ginebra. Se sacó con dificultad el pañuelo del bolsillo y se frotó las manchas toscamente.

Claudi permaneció en silencio.

—Ahora no te hagas el sorprendido. No me digas que no se te había pasado por la cabeza. Yo hice lo mismo. Yo tengo las tintorerías y tú tendrás lo que quieras. Es cuestión de tocar la tecla familiar que más te convenga.

Después de secarse los labios con el pañuelo, Lluís intentó doblarlo con cuidado sobre la barra, pero no lo logró. El pliegue era tan irregular que daba risa. Finalmente se lo metió en el bolsillo de cualquier manera. Luego, moviendo como un mimo las dos manos en el aire, añadió:

—Y tendrás las manos libres, bien libres, para decidir con tranquilidad tu destino sin necesidad de sufrir haciendo números para llegar a final de mes.

Mientras respondía con una frase evasiva, Claudi miraba a Diana, que en aquel momento, con su vaporoso vestido blanco y su cabello trenzado con rosas minúsculas, se despedía con un abrazo de su tío. Desde la muerte del padre de Diana, el tío ejercía de referente paternal a distancia. Era un hombre soltero y, por tanto, no le costó mucho asumir dicho papel. La llamaba semanalmente, se interesaba por la enfermedad de su madre y realizaba una visita protocolaria en las celebraciones familiares. Albert Cladellas i Romaní había querido entrar en la ceremonia con la novia del brazo, y el hermano de Diana, pese a la oposición de ella, le había cedido la prerrogativa a sabiendas de que su madre lo prefería. El discurso del brindis, las satisfacciones pletóricas y los agradecimientos rotundos surgieron de los labios del político, bajo aquella barba bien recortada, acompañados de gestos elegantes e inflexiones de voz oportunas. La verdad es que la vida familiar de Diana era muy reducida: una madre viuda que no tardaría en mostrar un grave trastorno mental y un hermano más preocupado por la promoción personal en la empresa farmacéutica donde trabajaba que por las relaciones fraternales. El tío era la pieza familiar más valiosa, y Claudi enseguida congenió con él. Como coleccionaba monedas antiguas, Claudi mostró desde el primer momento un gran interés por dicha afición. Se las ingenió para que el tío lo invitara a mostrarle sus últimas adquisiciones y pasó muchas tardes de domingo en la biblioteca de su casa, en el barrio de Sarriá, repasando la magnífica colección. Otras veces se ofrecía para acompañarlo a la plaza Real y a los establecimientos numismáticos de los que era cliente. Al final llegó a valorar un Amadeo no muy bien conservado, de una pieza flor de cuño sin circulación en un estado casi perfecto. Entre moneda y moneda le tiraba de la lengua y se enteraba con gran anticipación de quién sería el director general del ICS, y qué candidato recibiría el apoyo institucional para la presidencia del Colegio de Médicos.

—Yo no digo que no la quieras —dijo Lluís, que había seguido la trayectoria de la mirada de Claudi hacia su mujer—, pero el amor no dura siempre, y entonces tienes el plus, el regalo que te compensa de las carencias.

Lluís hizo bailar los cubitos dentro del vaso, tomó un trago y después, con una desgana encantadora, reconoció las virtudes de Diana: inteligente, agraciada, trabajadora, con toda seguridad una buena madre para sus hijos. Pero después, ayudado por el alcohol, añadió incómodas fanfarronadas a propósito de necesidades sexuales descubiertas.

—Quiero hacerte una pregunta —anunció bruscamente. Con el vaso de gin-tonic le señaló una invitada jovencita, prima de Diana, que bailaba en medio de la pista con movimientos inocentemente provocativos enfrente de un chico que se había sacado la camisa por fuera de los pantalones—. ¿No te estimula los instintos?

Con la cara colorada, los ojos inyectados en alcohol, la corbata absurdamente torcida hacia un lado y la mirada claramente incestuosa situada en la pista de baile, aún añadió con la voz medio trabada por un ataque de tos:

—¿Has sentido alguna vez la potencia del deseo cuando se mezcla con la culpa?

Era una especie de alegato de defensa que no pedía respuesta, pero sí un repuesto líquido perentorio, y cuando quiso apartar un taburete de la barra para llegar a una botella que había detrás del mostrador, Lluís resbaló con la humedad del suelo y dejó caer el vaso, que se estrelló con un estrépito ensordecedor. Se acercó un camarero para recoger el desaguisado y más tarde Marta, que viendo el estado de su marido, decidió, avergonzada, meterlo en un taxi y hacerlo desaparecer.

Claudi, con la jeringuilla en la mano, aterrizó en el vientre de Marta como parte final del proceso en el que ya había succionado varios puntos abdominales, de los que había obtenido unas jeringuillas de grasa. Sin embargo, el residente aún no había acabado la conversación y, mientras revisaba las jeringas y pasaba el contenido a los tubos, dijo como si no hubiera existido ninguna interrupción en su discurso:

—Quiero decir que las células mesenquimales son células madre que retienen aún la capacidad de transformarse en células de la piel. Las infiltramos en los sitios más necesitados. —Hizo una pausa mientras separaba los tubos en las gradillas—. Incluso se podrían realizar infiltraciones heterólogas, con células de otra persona. Parece que las mesenquimales no generan rechazo.

—Unos guantes nuevos, por favor —le cortó Claudi.

Mientras el ayudante le ofrecía la embocadura del guante abierta para que metiera la mano, el cirujano informó a la paciente de los pasos siguientes.

—Vayamos a la parte final, Marta. —Claudi sabía por experiencia que repetir el nombre de la persona relajaba la contracción muscular—. Realizaremos los últimos pinchazos en la cara. Ya has visto que son molestos, pero no dolorosos. Lo haré con mucho cuidado.

Se oyó un murmullo de consentimiento. Con los guantes ya puestos, Claudi hizo ejercicios de ajuste con los dedos. El ayudante le pasó la primera jeringa con el líquido grumoso y Claudi fue distribuyéndolo sobre el mapa de puntos estratégicamente diseminados por la piel. Con la mano izquierda el cirujano realizaba constantemente un leve masaje mientras la otra mano presionaba el émbolo. Alguna que otra vez la mujer ahogaba un grito, y la mano del cirujano se frenaba. De ese modo Claudi fue repartiendo los pinchazos por toda la frente.

El silencio en la sala de curas era total. Tan sólo se oía de vez en cuando el viento ululando al otro lado de los muros y la conversación tamizada por la puerta de vidrio de Àngels, en el vestíbulo, comentando por teléfono que prefería sus días de vacaciones divididos en dos tandas para poder asistir a unas jornadas de baile en línea que se celebraban en otoño en el sur de Francia.

Hasta aquel momento la intervención había seguido la dinámica esperada. Quedaba por tratar la zona que rodeaba la nariz, las arrugas de expresión, el labio superior y las comisuras de la boca. Fue entonces cuando Claudi se quedó abstraído, inmóvil, como si no estuviera allí. Con la jeringuilla en la mano, tenía la mirada fija en los puntos de rotulador situados alrededor del apéndice nasal y, sin embargo, parecía no verlos.

—¿Pinto de nuevo? — preguntó el residente, inquieto por la pausa dilatada.

Como el cirujano no respondía, dedujo que el silencio era una afirmación y pasó la torunda con antiséptico en torno a la nariz.

Finalmente, como si volviera de otro mundo, Claudi se echó primero hacia atrás y luego hacia delante, como si se dispusiera a iniciar una carrera, preparándose física y mentalmente para la infiltración en el ángulo de la aleta nasal. El grito de la paciente en el momento en que le clavó la aguja hizo que le temblara el pulso. La otra mano, que tenía apoyada sobre la talla, le quedó paralizada, estrujando la tela. Transcurridos unos segundos eternos, apretó el émbolo con firmeza. Después se produjo un interludio largo. Claudi se entretuvo, presionando la zona tratada, como un ejercicio de relajación. Poco a poco fue inyectando el contenido, con pausas acusadas, durante las cuales el cirujano se obligaba a mover los dedos, como si se le quedaran agarrotados. La frente perlada de sudor traicionaba la tensión del momento. El residente fue a buscar una gasa para secarle la piel y las cejas. Daba la sensación de que la mascarilla lo asfixiaba.

Cuando acabó, Claudi parecía estar extremadamente cansado. Dio instrucciones al residente y también a Àngels, que acababa de entrar, para el tratamiento final y se levantó poco a poco de la silla. Se movía con dificultad, como si estuviera recuperándose de una enfermedad.

—Habría que subir el aire acondicionado —dijo como excusándose.

Se sentía con la cabeza y el cuerpo entumecidos, incapaz de escribir ni tan sólo el informe operatorio. Mientras se quitaba los guantes y la mascarilla, oyó de lejos cómo Marta, medio despierta, preguntaba si ya se le notaba alguna cosa, y cómo el residente le respondía que había que dar tiempo a las células para que trabajaran, dos o tres semanas. La paciente se quedó tumbada con la luz tenue en una sala adyacente de recuperación. Después Àngels avisó a su marido, el doctor Nicolás, y la acompañó hasta la entrada del hospital.

El despacho de Claudi era más pequeño que el de Evarist Figueras, pero bastante más amplio que los de su consulta de Barcelona. La pared sur era una lámina de vidrio que iba del suelo al techo y ofrecía una gratificante panorámica de las copas de los pinos que rodeaban el edificio. La estancia disponía de una pequeña zona de curas con una mesa de exploración separada por una cortina.

—Me voy. Dejo todo cerrado —anunció Àngels, asomando la cabeza para despedirse.

Claudi levantó la mano pesadamente. Después se reclinó hacia atrás y, con dos dedos, se presionó los párpados. Hizo girar el asiento para dejar que la mente se relajara delante de la luz vaporosa del atardecer que entraba por el ventanal. Había comenzado a llover.

Cogió el libro de cirugía estética, la última edición de un texto clásico, que había comprado para ponerse al día de las intervenciones quirúrgicas en dicho campo. Él sentía más atracción por la plástica y reparadora, pero con la situación actual había tenido que aceptar también la estética. Era una especialidad que odiaba y rehuía por varias razones: por superficial, por poco agradecida y sobre todo por aquel desdichado accidente que no quería ni recordar.

Hojeó el libro con parsimonia mientras oía el agua detrás de los cristales. El tratado constaba de dos partes: cirugía corporal y cirugía facial. Los primeros capítulos contenían la cirugía del abdomen, el pecho y el alisamiento de brazos y codos, así como de piernas y rodillas. El final de la primera parte se dedicaba a todo tipo de prótesis existentes en el mercado, empleadas preferentemente en cirugía masculina, para realzar la musculatura pectoral, los bíceps y los glúteos, y que él sabía que tenían una gran aceptación en el mundo gay.

Cuando llegó a la cirugía facial frenó la velocidad de la lectura. Un malestar trabado en el subconsciente le impedía pasar las hojas con agilidad. Las ritidectomías totales aún se realizaban con frecuencia, recurriendo al estiramiento de toda la piel de la cara con una incisión que rodeaba la parte superior, donde comenzaba el cabello, y finalizaba a ambos lados del rostro, por delante de las orejas. En la actualidad se practicaban técnicas menos invasivas, como el estiramiento endoscópico de la frente o la implantación de cables subcutáneos fijados a un músculo, que lo estiraban hacia atrás y quedaban ocultos bajo el cuero cabelludo.

Un golpe de viento sacudió todos los marcos de las ventanas del edificio y a Claudi también le dio un vuelco el corazón. Tenía delante el capítulo dedicado a las rinoplastias. La primera página se ilustraba con la fotografía de una joven con el cutis fresco y el cabello liso como una cortina sobre los hombros. La chica miraba al frente de lado, como le habría pedido el fotógrafo. Tenía una nariz prominente, con el caballete como un pequeño montículo en medio del perfil nasal. Debajo se mostraba una fotografía similar, en la misma posición y con el mismo peinado, pero la gran diferencia era la nariz, una nariz pequeña, delicada, un poco respingona, que le suavizaba las facciones hasta el punto de que no parecía la misma persona: le hacía los ojos grandes, la frente noble y las mejillas más redondas, ligeramente brillantes. La joven se sentía supuestamente más guapa, más feliz. Claudi no pudo seguir. Cerró los ojos y después, bruscamente, el libro. Se tapó la cara con las manos y permaneció quieto unos minutos. Luego lanzó un suspiro vigoroso, como si quisiera liberarse de la losa que le oprimía el pecho. Se levantó y miró por el ventanal. La lluvia había amainado y el suelo del bosque había quedado completamente tapizado de pinocha húmeda.

Sonó el teléfono. Era Diana, que llamaba para avisarle de que se le había alargado el trabajo por culpa del interrogatorio de la policía. Aún tardaría un poco en llegar a casa.

—No te preocupes, yo también tengo cosas pendientes en el despacho.

Le podría haber propuesto ir a cenar juntos por ahí, como hacían muchas parejas entre semana, pero se sentía demasiado cansado. Demasiado cansado para dar vueltas por calles desconocidas en busca de un restaurante. Y al día siguiente se iba a París.