Sir Friederich se puso de pie.
—¿Ordenar? Yo no soy nadie en la ONG. Veo difícil convencer a la señora Sokolov de un peligro inminente.
Por la entonación y la mirada, estaba claro que no pensaba mover un dedo. ¿Tendría miedo? No parecía escepticismo. Diana tampoco notaba que la creyera una fabuladora, o una enferma mental. No. De pronto tuvo la terrible impresión de que Friederich estaba al otro lado, en el bando del enemigo. Empezaron a disparársele todas las alarmas y, al sonar un móvil de forma inesperada, tuvo un sobresalto, como si se tratara de un aviso premonitorio. No era el suyo, sino el de Friederich, que sonaba en el lavabo.
—No quiero entretenerla — dijo él, como invitándola a marcharse.
Pero ella hizo un gesto con la mano, expresando que no le importaba esperar, y Friederich se dirigió al baño, desde donde entornó la puerta, como para no molestar.
Diana apretó las manos sudadas sobre el vestido. Era su oportunidad, se dijo, posiblemente la única oportunidad que tendría para investigar los secretos de sir Friederich. Como si el sillón la expulsara del asiento, salió disparada hacia el escritorio donde estaba el ordenador. Levantó la tapa del portátil y la pantalla se iluminó. Ciertamente aquello era un PowerPoint de una conferencia, con muchas imágenes y frases cortas. No parecía sospechoso. Minimizó la ventana y buscó en «Mis documentos». Había tantos que calculó que no tendría tiempo de explorarlos en el poco rato que podría durar la conversación telefónica. Así pues, volvió a bajar la tapa del portátil. Entonces empezó a remover el montón de papeles que había encima del mueble del televisor, de espaldas a la puerta del baño, por si salía Friederich. La búsqueda también fue infructuosa, ya que sólo encontró el programa del congreso, y numerosos correos electrónicos enviados por la organización. Levantó la cabeza para echar un vistazo a la puerta del baño, que continuaba entornada. Afortunadamente, Friederich hablaba todo el rato y, aunque a Diana escuchar el murmullo apagado de su voz no le permitiera seguir la conversación, ya que él se expresaba en alemán, sí le facilitaba controlar el tiempo. Con el pulso tembloroso, abrió el cajón del escritorio. Había varios dossiers con epígrafes delante. Echó una ojeada por encima, mirando uno a uno los de arriba y dando un vistazo rápido a los del fondo. Cuando estaba a punto de cerrar el cajón, vio el último dossier. Se le cortó la respiración al leer «T85». Terapia 85, allí la tenía. Intentó examinar el contenido sin revolver el resto de los documentos, pero fue imposible. Tuvo que sacarlos y colocarlos sobre la mesa. El pulso le latía en el cuello de forma desenfrenada.
Una inflexión del tono y el volumen de la voz le indicaron que Friederich se acercaba a los tramos finales de la conversación. Aun así, abrió la carpeta y extrajo el contenido. Había una serie de cálculos indescifrables, al menos con la midriasis adrenérgica que padecía en aquel momento, y unas cuantas fotografías de alta resolución y con microscopía confocal de lo que parecían arrugas en la piel, numeradas y emparejadas en un antes y un después de algún tratamiento. También encontró una lista escrita en papel con membrete de la fundación, correspondiente a los casos de un estudio. Una de las variables que figuraban en la primera columna era la edad de los individuos, y eran todas infantiles. El resto de la información, siglas y cifras, era sumamente difícil de interpretar en pocos segundos. Al final de cada caso detectó unos números combinados con letras que identificó como genotipos. Y aún había algo más que le llamó la atención. Se fijó en un añadido escrito a mano en el margen derecho con un trazo delgado de lápiz; correspondía a dos niñas. La palabra era «ovariectomía».
Friederich estaba despidiéndose con las últimas frases de cortesía. Diana dobló la lista con dedos temblorosos y recolocó los dossiers con torpeza, sin recordar el orden en que estaban apilados. Dio un empujón al cajón con la cadera y de un salto se sentó en el sillón. Cuando la puerta del baño se abrió, ya había conseguido guardar la lista estrujada en el bolso, pero el corazón luchaba dentro de su pecho como un animal rabioso y temió que la tela del vestido lo revelara.
Friederich se quedó un momento con la vista puesta en la ventana, como si regresara a la visita incómoda y a la decisión de cómo gestionarla. Se acercó con parsimonia.
—Disculpe.
Diana también estaba recapitulando. La adrenalina le había aclarado la mente. Recordaba la presencia de Justin Curley en el vestíbulo y dedujo que seguramente habían tenido una reunión allí mismo unos minutos antes. Seguro que el australiano cultivaba las mesenquimales para estudiarlas. ¿Y la ovariectomía? Era cierto que las células madre podían obtenerse asimismo a partir de ovarios, incluso en chicas muy jóvenes. En cualquier caso, podían moverse con total libertad para trabajar en el extranjero, en salas blancas desconocidas donde reproducirían las células. Friederich le había seguido el juego de las sospechas y era él, más que nadie, quien estaba al corriente de todo. Evidentemente, no hablaría con la Sokolov para no descubrirse a sí mismo, ahora lo veía claro. Sin embargo, no era momento de andarse con cavilaciones, sino de huir. Mark no se lo iba a creer.
Notó que Friederich la miraba.
El hombre seguía de pie, con las manos en el respaldo del sillón, y le preguntó en qué trabajaba. En un ejercicio de disociación mental, ella le explicó la tesis y sus objetivos al tiempo que ideaba la manera de salir de aquella trampa en la que se había metido ella sola.
—Quiero hacerle una pregunta —anunció él bruscamente, mirando las tupidas cortinas de la ventana—. ¿Sabe qué es la investigación translacional?
Era evidente que no deseaba ninguna respuesta. Seguramente estaba entrando en alguno de sus temas provocadores favoritos.
—La transferencia de la investigación básica a la práctica clínica. Seguro que lo sabía. Estará de acuerdo conmigo en que en realidad no existe. De ser así, la medicina habría progresado mucho más. Si hemos de ser sinceros, reconocerá que los avances son muy escasos.
Mientras hablaba, sir Friederich recorrió la estancia con una mirada de despreocupación fingida. Diana se percató, con un escalofrío, de que el cajón había quedado medio abierto.
—Se invierte en grandes centros de investigación, sofisticadas infraestructuras, fichajes de cerebros privilegiados. ¿Y qué tenemos? Una explosión de conocimientos sobre mecanismos y procesos biológicos que alimentan sin duda los currículos de los investigadores, pero que no se traducen, no se trasladan, hacia nuevos tratamientos. Y cabe preguntarse por qué. ¿Quiere mi opinión?
Friederich recuperó la atención de Diana, que todavía estaba inmersa en el resquicio del cajón.
—Se lleva a cabo una investigación acotada, discreta, por no decir repetitiva, que nunca arriesga, una investigación aburrida y estricta. Me gusta que hable de la ética. ¿Qué entiende usted por investigación ética? ¿La que tiene las aprobaciones de múltiples comités, que gasta millones de recursos y que no sirve absolutamente para nada? ¿Usted cree que si se dejara de hacer investigación en Europa alguien lo notaría?
Sacudió la cabeza, inexorable. Permaneció unos segundos en silencio y luego, repentinamente animado, se inclinó sobre el portátil.
—¿Quiere saber de qué va la conferencia de clausura?
Abrió el documento de PowerPoint, buscó la primera diapositiva y la maximizó.
—«La sostenibilidad de la vejez.»
La miró a los ojos.
—Sabe a lo que me refiero, ¿no? Todos queremos vivir muchos años con eso que denominamos «calidad de vida», expresión empalagosa donde las haya. Desgraciadamente, lo que hacemos es prolongar la vida, alargando la enfermedad. —Se rio distendidamente—. Mire mi chasis de sesenta años; le puedo asegurar que funciona a medio gas. Esto no es deseable para nadie, ni para las personas, ni para la sociedad, porque es insostenible económicamente.
Se volvió y extendió la mano hacia el escritorio, y Diana sintió un desvanecimiento. Pero pasó de largo y removió los papeles del mueble del televisor. Buscaba el programa del congreso. Cuando lo encontró, se lo acercó a los ojos.
—A las 17 horas. Está invitada. —Volvió a dejar el papel en su sitio—. La gente tiene que cuidarse para tener una vejez saludable. Todo el mundo debe ser responsable de su salud, y saber que el sistema sanitario no es un pozo sin fondo —dijo como si pidiera cuentas a alguien.
Después, como claudicando de aquella exigencia, volvió al ordenador.—Evidentemente la ciencia debe ayudar.
Pasó la diapositiva de una celebridad del cine, ya entrada en años, con el cutis liso, el óvalo de la cara tenso, los ojos sin bolsas y los tirabuzones dorados, producto de extensiones postizas en el cabello, que caían como una cascada sobre los hombros.
Diana hizo como que miraba la pantalla, pero de reojo vigilaba con inquietud la mano del célebre investigador llena de pecas seniles, que jugaba con el pomo del cajón, tirando de él para luego empujarlo hacia dentro.
—No es que quiera cargarme la cirugía estética, no lo haría ante miles de profesionales que viven de ello. Lo que quiero transmitir es que tenemos que ir unos pasos más allá.
La siguiente diapositiva mostraba a la misma actriz de lado, el perfil perfecto, el cuello estirado, los ojos grandes, el pecho firme, pero una angustiosa joroba incipiente en la espalda, que le separaba los mechones del cabello.
Un círculo rojo salía de la nada para hacerla evidente al público. Y unos segundos más tarde, otro círculo denunciaba una hinchazón espectacular en los tobillos.
Entonces puso la mano en el tirador del cajón y, con aire despreocupado, lo cerró. ¿Lo hizo expresamente? ¿Se habría dado cuenta de que no estaba abierto antes de la llamada?
—La vejez, por desgracia, no sólo son arrugas en la piel. Esta pobre dama parece una mala pasada del destino: una mujer de cincuenta y tantos, bien llevados, con la joroba, y la insuficiencia cardíaca de sus verdaderos setenta años.
Diana forjó en su mente planes de emergencia. Si Friederich abría el cajón y descubría los dossiers desordenados, buscaría el listado y no lo encontraría. Entonces no la dejaría marchar. Quizá, durante aquellos pocos segundos, ella tendría tiempo de coger el bolso e intentar salir de la habitación. El problema era que el espacio entre la cama y el investigador era estrecho. Con un leve movimiento del brazo, el hombre le cerraría el paso. Y Diana no se imaginaba saltando por encima de la colcha de seda.
—La cirugía, pues, no puede arreglar el declive estructural ni orgánico. La terapia antienvejecimiento debe ser integral, de todo el organismo.
Diana asintió, más que nada para mostrar que entendía que aquello era la conclusión final.
Friederich cerró el documento y bajó la pantalla del portátil.
—Personalmente creo que la investigación con las células mesenquimales tiene un gran futuro y la apoyo desde el primer día como línea prioritaria en la fundación. Se trata de una herramienta versátil que podría reparar cualquier tejido. —Se quedó pensativo, como si de repente recordara la causa de su presencia allí—. Y esas mesenquimales con telomerasa de larga duración… ¿se imagina el beneficio que proporcionarían a la humanidad?
Esbozó una sonrisa condescendiente y dio una palmada alegre en el escritorio.
—Lástima que todo lo que cuenta suene tan descabellado.
Friederich se puso de pie y, cogiendo el sobre de la mesa, se lo devolvió a Diana.
—Sin duda su preocupación es legítima y loable, y como asesor de la fundación le estoy profundamente agradecido.
Diana interpretó con esta señal que la dejaba marchar. Agradecida, lo alabó por la conferencia y, con pasos supuestamente tranquilos, se dirigió a la puerta. Sir Friederich la siguió. Diana oía su respiración ruidosa. Cuando la puerta quedó abierta y ella estaba ya físicamente fuera de la habitación, él, con aire de trascendencia, le tendió la mano.
—Decía Horacio que hay que ser oscuro para resultar claro. —La voz del hombre era rotunda—. Le deseo mucha suerte.
Se miraron a los ojos, el uno al otro. Aquellos segundos fueron suficientes para que ella se diera cuenta de que él sabía que había cogido la lista. Quizá estuviera diciéndole: «No sacarás nada y te meterás en el lodo hasta los codos como una cerda». ¿Por qué si no dejaba que se fuera?
Diana avanzaba por el pasillo, estrechando el bolso contra el pecho. Iría a la policía. Se presentaría en la comisaría con la lista inculpatoria y pondría una denuncia. Pero de repente se le enturbió la valentía, como si los pensamientos le entorpecieran las piernas. Sentía aquella especie de correa que siempre la frenaba: la responsabilidad, el compromiso. La denuncia marcaría a hierro y fuego la reputación de la fundación, su inmensa obra social. Incluso el trabajo en los laboratorios se vería afectado ¿Qué diría la señora Sokolov cuando supiera que denunciaba experimentos malignos con sus niños? Ella, que estaba en el piso de arriba, celebrando su llegada a bombo y platillo. Se quedó inmóvil ante la botonadura de acero del ascensor. ¿No debería comunicar inmediatamente el delito a la patrona de la fundación? Así sería ella quien tomaría las riendas de la investigación, y con su poder lo aclararía todo en un santiamén. Existía sólo la incertidumbre sobre su implicación. Evidentemente era un riesgo. Los patrones, como decía Mark, estaban siempre en el piso superior, sin saber lo que cocinaba el servicio. Pero ella pensaba que en muchas ocasiones así lo fingían, por su propio interés. Como un globo dentro del cerebro, la idea de hacer lo que debía iba inflándose con determinación. Quizá influyera el pasado de su padre, activista clandestino en época del franquismo, que más de una vez, con el tío Albert, había acabado en la comisaría cuando los atrapaban en reuniones no autorizadas. O el recuerdo del abuelo materno, que había perdido un brazo en la Guerra Civil, luchando con coraje en el bando perdedor. O la presencia de su hija y sus panfletos inflamables contra la tortura de los animales y a favor de la banca justa. O quizá sólo la mano de Irina pegando el beso en el cristal del autocar. Evidentemente habría sido más sensato huir escaleras abajo y buscar la comisaría de policía más cercana, pero Diana, sin ser consciente de ello, quería pedir perdón a la humanidad y expiar con heroicidad sus faltas, y fue esa actitud audaz la que finalmente llevó su dedo índice a pulsar el botón del piso superior.
29
Diana se quedó impresionada ante el aparato de seguridad que bloqueaba el pasillo de la séptima planta. Primero un hombre joven, apostado detrás de un mostrador, le preguntó con mucha educación si había concertado una entrevista, y ella admitió que no. Le pidieron el carnet de identidad mientras consultaban la posible autorización para su visita. El joven estuvo un buen rato al teléfono, en silencio, y luego pasó el auricular a la secretaria, que también permaneció un rato callada, antes de colgar. Mientras Diana esperaba la resolución se dedicó a analizar las caras del personal de guardia, como cuando uno atraviesa una zona de turbulencias y se fija de forma obsesiva en las expresiones de las azafatas de vuelo. ¿La miraban con indiferencia? ¿Curiosidad? ¿Prevención? ¿Hostilidad? De hecho, no la miraban, sino que paseaban los ojos del mostrador a la pantalla y de la pantalla al mostrador, donde debían de llevar algún tipo de registro.
Por segunda vez la suerte la acompañó, y la secretaria la hizo pasar por el detector de seguridad y luego hacia un distribuidor, donde esperó unos minutos de pie. Por una de las puertas salió un hombre vestido con chaqueta y corbata. La mandíbula prominente y la gesticulación brusca le hicieron recordar la presencia de aquel individuo el día del Journal Club y en la fiesta Sokolov.
—Doctora Cladellas. Soy el señor Phillips, el gerente de la fundación.
A pesar de su apellido extranjero, no tenía ningún acento especial en la voz. Entraron en un inmenso salón con un par de sofás en medio, mirando al ventanal. En un rincón había una mesa alargada, con seis sillas y varios documentos amontonados en un extremo.
—¿Quiere sentarse? —El gerente le mostró las sillas de la mesa—. ¿Querrá acompañarme a cenar? Ya me perdonará, pero a esta hora necesito carburante.
Diana declinó el ofrecimiento. La visión de una bandeja dispuesta, con una cena caliente, no fue capaz de estimular su estómago atribulado.
—¿Algo de beber?
Ella aceptó cortésmente un vaso de agua. Él dio las órdenes correspondientes a la secretaria y luego se metió una punta de la servilleta de lino blanco, bordada con una «S», por el cuello de la camisa.
—Usted dirá. ¿Tiene inconveniente en que vaya cenando?
—De hecho, quería hablar con la señora Sokolov, es un tema privado.
—La señora Sokolov me ha encargado que la reciba yo. Ahora mismo está dedicada en cuerpo y alma a la llegada de los niños.
Diana no contaba con aquello, tal vez porque se había hecho la idea de salvar la Fundación Sokolov en vivo y en directo, con la Gran Duquesa presente. Pero después lo pensó mejor. El objetivo era salvar a los niños, no figurar en la nómina de heroínas de los Sokolov. Por otra parte, reflexionó, a pesar de que aquel hombre tenía un aspecto francamente desagradable, quizá encontrara en él a un interlocutor serio a quien plantear sus sospechas. Con toda seguridad Olga Sokolov recurría al abogado como filtro previo cuando correspondía.
—He venido concretamente… Diana se interrumpió al ver que una camarera entraba con las bebidas. La joven, de facciones sudamericanas, colocó los vasos sobre unos posasavos de plata y le ofreció una segunda servilleta de lino.
—.. porque sospechamos que están dándose irregularidades en la investigación de la fundación.
Con las mejillas llenas de vino, el señor Phillips le hizo señas con la mano para que continuara.
Diana comenzó a exponer las pruebas que habían acumulado en torno a sus sospechas. Primero relató la desaparición de Lucena y luego continuó con el descubrimiento de los liofilizados Escogen y las muestras de sangre halladas en el almacén de la fundación.
—Hasta aquí le sigo —asintió el gerente, que estaba zampándose un pastel de hojaldre relleno de salmón, acompañado de verduras al vapor.
Diana también se tomaba su tiempo, y de vez en cuando bebía un sorbo de agua, ya que tenía la garganta completamente seca.
Cuando llegó a una de las primeras conclusiones, la priorización velada a la fundación de la investigación antienvejecimiento, el gerente puso la mano sobre la mesa como pidiendo una pausa.
—No es ningún secreto. Si usted lee el acta fundacional de nuestra institución, verá que una de las líneas prioritarias es ésa. Pero con innovación, ya me entiende. Se pide coraje para asumir una investigación de riesgo.
Diana maldijo no haberse documentado sobre las actas de la fundación. Hizo una pausa para volver a beber agua, y pensó que cada vez se sentía menos segura. La última confesión de un Lucena ya grave, intubado de arriba abajo en la cama de cuidados intermedios, coincidió con la succión ruidosa de las cabezas de las gambas del segundo plato del gerente.
—Siga, siga —la animó Phillips cuando ella calló después del primer borboteo.
Diana comenzó a encontrarse mal. Aquel hombre estaba comportándose de una forma surrealista, comiendo como un energúmeno durante su explicación. Estaba entrándole dolor de cabeza, e incluso el agua le sabía a agua de mar.
Quizá esperaba que, con la declaración de extracción de las células a los niños, el gerente sufriera un ataque al corazón, pero en lugar de ello, se quedó mirándola como ausente. Había apartado la silla de la mesa y tenía apoyada la copa de vino en el regazo, con la expresión tranquila de no entender nada.
—¿Eso va en serio?
Tenía un aire de inocente crueldad.
De repente, Diana se preguntó por qué la habría recibido.
Seguramente estaba en un momento fuera de su horario laboral, y ella no era nadie. Quizá hubieran llegado a sus oídos las declaraciones incómodas de Mark a la policía, las incursiones informáticas fraudulentas y los problemas que podría suponer todo ello a la fundación.
A través de una especie de móvil, el señor Phillips volvió a llamar a la camarera. Mientras ésta recogía la bandeja, él escogía los postres, listados en una carta de diseño informal. Durante unos minutos Diana pudo hacer un repaso visual a su alrededor. Sobre la mesa, además del montón de documentos, había un par de revistas del corazón y más allá dos marcos de fotos. Uno de ellos mostraba al matrimonio Sokolov en una instantánea parecida a la que Diana había visto en la fundación, en el panel del vestíbulo. En el otro, parcialmente oculto por el primero, había una foto antigua que había adquirido un tono verdoso, de película gastada, pero que estaba pulcramente enmarcada en plata maciza. La chica que salía en la imagen posaba sentada en un tronco, entre montañas. Llevaba un pañuelo estampado en la cabeza, una camisa con las mangas arremangadas, y un cinturón de flores.
—Doctora Cladellas —la llamó el gerente, reclamando su atención—, ¿querrá café?
—No, gracias.
Diana aprovechó para incorporarse y modificar su posición a fin de ver mejor la fotografía. En el ángulo oculto de la imagen pudo ver un campanario. El corazón se le aceleró.
La camarera tomó nota y desapareció.
—¿Puedo coger esa fotografía? —osó preguntar Diana.
El gerente asintió mientras la observaba. Ella sostuvo el marco en sus manos un largo rato. El pañuelo en la cabeza y aquel cinturón de flores no eran complementos comunes. ¡Por el amor de Dios! Se trataba de la misma chica de las fotografías de Lucena. La misma vestimenta, el mismo fondo de paisaje. Una Olga Sokolov sin títulos nobiliarios, una joven altruista que visitaba poblaciones humildes de la antigua Rusia, coincidiendo voluntaria o involuntariamente con las misiones secretas de Lucena y Nicolás. Diana analizó las facciones detenidamente. No era Marta, la mujer de Nicolás, como habían pensado en un principio, sino la Gran Duquesa.
—¿Es la señora Sokolov?
—Sí, de joven.
—Y esto es Moldavia, ¿verdad?
—No le sé decir. Sé que viajaba por los pueblos más miserables. Se desvivía por los que no tenían donde caerse muertos.
En ese momento volvió a entrar la camarera con una especie de crepe de frutas. El gerente se metió aún más la punta de la servilleta por el cuello y empuñó el tenedor y el cuchillo.
—A esta fotografía le tiene un especial aprecio. Se la hizo Friederich hace unos cuantos años.
Otro sonido de tambores en el subconsciente. Ahora tenía claro que en los viajes por Moldavia eran cuatro: Nicolás, Lucena, Friederich y la Sokolov. Aquél era el que Mark llamaba el núcleo duro que debía descubrir la longevidad de la población moldava, que comenzó a obtener liofilizados fetales, quizá a partir de la tesis de Nicolás. Diana se quedó aferrada al marco de plata para que no se evidenciara el temblor en sus manos. Lo sabía, maldita sea, lo sabía. Se había metido en la boca del lobo. Notó los hombros rígidos y el sudor cayéndole a chorro por la espalda. Phillips estaba engullendo el último pedazo de crepe y, con la boca llena, sorbía de una copa de brandy que se había servido. Ella volvió a beber agua.
De nuevo otra alarma luminosa, como una hilera de luces de colores de Navidad. ¿Cuántos años tenía la Sokolov? Según sus cálculos, todos los componentes de la fotografía estaban en aquella época en la veintena. Hacía pues cuarenta años de aquella instantánea. ¿Olga Sokolov tenía sesenta años? Levantó la mirada con lentitud. Phillips le adivinó la pregunta. Con la boca llena, dijo:
—Es una dama sorprendente.
¿Quizá se hubiera sometido ella misma a la Terapia 85?
¿Estaría involucrada en las pruebas experimentales… y además…? Comenzó a darle vueltas la cabeza. Miró de reojo al gerente. Concentrada como estaba en las fotografías, no había advertido que el hombre había acabado de cenar, había doblado la servilleta y estaba recogiendo la bandeja, apartándola a un lado, como si de repente tuviera prisa por terminar la conversación.
—Doctora Cladellas. —Diana advirtió un cambio de tono en la voz de Phillips—. No es recomendable salirse fuera de pista, ya me entiende. No es bueno para la salud. Es una lástima que haya tomado este posicionamiento contrario a la fundación. Ha perdido muchas oportunidades. Pero ahora el tiempo se ha acabado.
El gerente se puso de pie.
—Lucena era un buen instrumentista, muy bueno, de primera, y colaboró muchos años. Pero la muerte de su esposa lo trastocó. Se le fue la pinza, ya me entiende. No aceptaba la colaboración entre la fundación y la ONG. Tuvo que tomarse un respiro y esconderse debajo de las piedras. Luego sufrió el accidente y el infortunado e inesperado empeoramiento. Pero créame: él habría deseado este final.
Diana, asombrada ante aquella especie de confesión, comenzó a preguntarse si no tendría motivos para preocuparse seriamente, porque sólo alguien que sabe que la víctima no verá la luz del día sería tan imprudente.
—Los niños están en buenas manos, por si acaso temía lo contrario. Friederich tiene poderes ejecutivos, y es de toda confianza. Se les harán los tratamientos que se crean necesarios.
Luego pareció compadecerse de ella.
—Se ha equivocado, Diana. Es una lástima. Ha cometido muchos errores.
Ella se notaba alterada. La voz le falló cuando quiso hablar y se vio obligada a carraspear y empezar de nuevo.
—A los niños… no se les pregunta si quieren ceder sus células —dijo con verdadera conmoción.
Se oyó un ruido y unos pasos, y más tarde una voz aterciopelada femenina que salía desde un ángulo del salón.
—¿Qué sabe usted de los niños?
Era Olga Sokolov, que había entrado por una puerta lateral.
Llevaba pantalones y una chaqueta combinada en colores tostados, sumamente elegantes. Quizá regresara de dar una vuelta, o quizá, simplemente, hubiera estado escuchando detrás de la puerta.
—¿Qué sabe usted de todo lo que hacemos para ellos? ¿Cree que no lo vale a cambio de una pequeña cicatriz en la cadera? ¿O de tener un ovario menos? En pocos años estas niñas estarán disponibles en burdeles a menos de diez euros. — La Sokolov se quedó unos minutos en silencio, mirándola fijamente. Usted que lo sabe todo, ¿conoce la vida que les espera?
—Son personas y deben poder decidir. —La indignación le salía mezclada con franca incredulidad.
Olga Sokolov caminó hacia el ventanal y se quedó allí plantada, dándole la espalda.
—¿Cuántos años tiene usted, Diana? Rondará los cuarenta. Probablemente ha llegado a la mitad de su vida. A partir de ahora la decadencia será cada vez más visible. E invisible, también. Piense en su juventud, en aquella inocencia y emociones intensas, con el absoluto potencial de la vida en cada centímetro de la piel, en cada rincón del organismo. ¿No cree que debe buscarse la fidelidad a aquel tiempo precioso? Dicen que es banal el culto al cuerpo, pero es mucho peor la nostalgia de lo que fuimos.
La Gran Duquesa parecía sumida en un éxtasis o delirio, ajena por completo a la presencia de Diana y el gerente.
—Hay mujeres que quieren rejuvenecer para sentirse deseadas por los hombres, y hombres que, desgraciadamente, sienten una atracción fatal hacia la juventud. — Entonces se volvió de nuevo hacia ella y se quedó mirándola. Diana tuvo la impresión de que la compadecía—. A su marido le gustan las chicas jóvenes, ¿lo sabía?
Diana la miró absolutamente confusa. ¿Estaba hablándole de Claudi?
Lo había dicho con tanta seguridad que sus angustias de la barca inflable y las fisuras del edificio se reavivaron como una chispa.
—Ese deseo es banal, colateral. El objetivo real tiene que ser encontrar la armonía entre la forma y el sentimiento del alma. ¿No cree que ése es el paraíso que debemos perseguir? —De repente, como si estuviera cansada de sus propias palabras, abrió el ventanal de la terraza para salir—. Si me disculpan.
Diana no le había contestado porque no sabía muy bien qué le preguntaba. Se sentía aturdida.
—Los puedo denunciar…— musitó, como si hablara consigo misma.
—La acompañaré.
Phillips le llevó el bolso y el chal y, con el tono de alguien que liquida los últimos detalles, añadió:
—Usted es una persona desequilibrada, ha padecido fuertes depresiones, y ahora mismo está sufriendo una recaída. Ve cosas que no son, fabula. Lo ha mostrado con testigos, incluso con la policía.
Salieron juntos. Phillips le abrió la puerta del ascensor particular de los apartamentos. Diana notaba que las piernas le fallaban.
—¿Quién participa en el proyecto? —quiso saber justo antes de entrar en la cabina—. ¿Mi marido, Claudi Mas… participa? — preguntó en un tono patético.
—No estoy autorizado a revelar ningún detalle de los estudios de la fundación.
La puerta se cerró y el ascensor empezó a descender. Podía parecer que la liberaban, pero ella tenía la certeza de que no era así. El trayecto de bajada era directo, no había ningún piso intermedio. Al llegar al final, salió a un pequeño vestíbulo de la planta baja, el que daba directamente a la parte posterior del hotel.
Alguien pronunció su nombre al salir del edificio. Era una voz masculina que no había oído nunca. El hombre, alto y corpulento, con patillas pobladas, parecía estar esperándola junto a la puerta.
—Si quiere subir, la acompañaremos. —Las mejillas caídas se le movían al hablar.
Diana lo miró de reojo y descubrió horrorizada que calzaba unos zapatos de rejilla. A su lado, con las manos en los bolsillos, otro hombre la miraba como si pensara que aquello sería fatigante. Estaban los tres solos. En un instante se le situaron uno a cada lado. Diana inició un movimiento de rechazo, pero sintió que una mano fuerte se cerraba sobre su muñeca mientras el otro individuo, en un gesto que podía haber pasado por afectuoso, le pasaba el brazo por detrás de la espalda para inmovilizarla. Con dolor, Diana descubrió el monovolumen blanco con los cristales tintados unos metros más allá.
—Entre atrás sin hacer ruido.
—Notó los labios muy cerca de la oreja.
El más joven le arrebató el bolso y el chal.
—Sin equipaje, doctora.
Diana se dejó empujar al compartimento trasero del vehículo; una vez dentro, la hicieron sentarse en una silla de ruedas que estaba sujeta a las paredes, y luego le abrocharon una especie de cinturón de seguridad con código. Los tenía tan cerca que dudó que no hubieran notado el minúsculo bulto del móvil en el bolsillo del vestido. El segundo hombre llevaba en la mano las llaves del Clio. Diana dedujo que los seguiría con su coche.
¿Sería un viaje largo? Quizá le hubieran preparado una muerte trágica. Aquellos hombres, que con toda probabilidad habían golpeado a Lucena y habían matado a su gata, estaban perfectamente entrenados para procurarle un final merecido. Oyó comentar entre ellos que ya llevaba las vitaminas puestas. En aquel momento no supo interpretarlo, o más bien no fue consciente de la gravedad de aquellas palabras. Sólo un rato más tarde entendió que habían añadido somníferos al vaso de agua.
El hombre arrancó lentamente, como si no quisiera llamar la atención. Ella se volvió a medias y a través de la ventanilla trasera miró la parte posterior del hotel, por donde habían salido. No vio a nadie dispuesto a recordar su huida, sólo vislumbró la silueta familiar del Clio, que se situó obediente detrás de ellos.
Descendieron por la avenida de las adelfas y dieron la vuelta a la rotonda para dirigirse hacia el este. Recortado contra el parabrisas, el conductor conducía casi sin moverse, con el móvil en la oreja.
—¿Dónde coño está el jefe? ¿Todavía anda en Toulon? Pues que se mueva, porque cuando terminemos con esto, cogemos un vuelo y nos largamos.
Aquellas terribles frases le llegaron amortiguadas a través del vidrio que separaba los dos habitáculos. Y eran inequívocas. Habían pasado por el hospital de Lucena y ella sería la siguiente víctima. Estaba segura de que habían preparado un simulacro de suicidio, que cuadraría perfectamente con su antigua depresión. Un líquido agrio le subió del estómago.
—Eh, pago en dólares al máximo. ¿Me entiendes…? Bueno, un par de putas gratis no estaría mal.
Justo antes de llegar al centro giraron a la derecha, y luego hacia el norte. Por la ventana vio pasar la rambla y las calles comerciales iluminadas y concurridas. Luego cogieron la vía del mirador. Diana se preguntaba si la llevarían de vuelta al anfiteatro de donde había salido. Quizá se hubieran arrepentido o pensaran que era demasiado arriesgado secuestrarla de aquella manera. Huelga decir que no fue así. El monovolumen se detuvo cerca del aparcamiento del anfiteatro y recogieron a un tercer hombre que, después de saludar con la mano al del Clio, se sentó delante junto al conductor. A Diana le llegó hasta la parte trasera del coche la música lejana y el bullicio humano de la fiesta, exaltado por el alcohol. Hacía tan sólo un par de horas aquel campamento de carpas blancas junto a las piedras antiguas le había parecido absolutamente artificioso y ridículo; ahora, por el contrario, con un velo de lágrimas en los ojos, lo encontró cándido y alegre. En ese momento deseó que alguien saliera del aparcamiento y viera su coche conducido por un extraño, pero enseguida abandonaron el mirador, las carpas y el maldito congreso y tomaron la carretera de la costa.
Miraba por la ventana mareada de miedo, con la sensación de que los pinos eran atraídos y luego engullidos por la parte trasera del vehículo. ¿Qué habría sucedido si nunca hubiera encontrado la llave, si Mark y ella nunca hubieran descubierto las muestras? De pronto tuvo el fuerte presentimiento de que Mark estaba muerto. Hacía muchas horas que tendría que haber hablado con la policía, y aún no la había llamado. Comenzó a darle vueltas la cabeza. El agotamiento la hacía cada vez más vulnerable a los pensamientos que no deseaba.
Palpó el bolsillo con cautela. Aquel tramo de carretera se hallaba poco iluminado por falta de farolas.
Por algún impulso de supervivencia, pensó que la oscuridad la protegía. Ahora o nunca, se dijo. Aquéllos eran los últimos minutos de su existencia, antes de que las fuerzas la abandonaran. Con extremo cuidado, metió la mano en el bolsillo y extrajo el aparato que había pasado desapercibido al control de los hombres. No tenía por qué preocuparse, ya que estaba silenciado. Buscó los contactos sin mover la cabeza, limitándose a inclinar la mirada. Comenzó a notar los dedos entorpecidos. Cuando la pantalla le mostró por fin tres nombres, se extrañó. ¿Sólo tres nombres? Volvió a entrar en el icono que simulaba una libreta entreabierta. Quizá se hubiera equivocado con el temblor en las manos. Entró una y otra vez en la agenda. ¿Cómo era posible que se hubieran esfumado todos sus contactos? Diana, Sandra y ACR. Ésos eran los únicos nombres que la miraban insultantes desde la pantalla. ¿Y Diana, por qué Diana? Abrió los ojos con sobresalto. ¡Oh, Dios santo! ¡Ahora lo veía! Aquél no era su móvil, sino el de Claudi. Con las prisas había confundido los dos aparatos que estaban sobre la mesa. Observó que tenía varias llamadas perdidas de «Diana». Sería Claudi, que al darse cuenta del equívoco habría intentado localizarla. Lo llamó. El mensaje fue despiadado. El teléfono estaba desconectado o fuera de cobertura. Lo tenía muy presente; a su móvil se le había agotado la batería.
Una curva acusada hizo que el cuerpo se le inclinara en la silla de ruedas. La carretera seguía sumida en la oscuridad y las sombras de los árboles pasaban deprisa sobre sus cabezas. Le quedaba todavía el teléfono de Sandra. Apretó la tecla nerviosa, pero el aparato estaba igualmente desconectado. Su hija también le fallaba, en un momento en que su vida estaba en juego. Se vino abajo. Respiró hondo e intentó sobreponerse. Aquel ACR, aquel desconocido, sería su última oportunidad. Aprovechando que el conductor se disponía a realizar un adelantamiento complicado a un camión, inició la marcación con dedos temblorosos. Oyó un contestador automático impersonal, con la posibilidad de grabar un mensaje. En ese instante el hombre había bajado la ventanilla para insultar al camionero. Era el momento idóneo: «Soy la mujer de Claudi Mas y estoy en peligro. Me llevan en un monovolumen blanco por la carretera de la costa». El silencio repentino que se hizo después de la subida del vidrio la asustó, y cortó la conexión con brusquedad.
Guardó el móvil con cuidado. Le pesaban los párpados, pero se forzó a mirar por la ventanilla. Estaban pasando delante del desvío de Les Roques del Camp, lo anunciaba un cartel desconchado. Cuántas veces habría visto aquella señal con indiferencia que ahora la miraba nostálgica. A sólo media docena de kilómetros se hallaba su casa, bajo la luz plácida de las farolas de la plaza, con los postigos cerrados y la cartera preparada para el día siguiente. Un par de curvas más e identificó el fluorescente que dibujaba un gallo entero, erguido, con el pico levantado como si estuviera cantando: El Gallo Alegre, el lugar de las reuniones clandestinas con Mark. Comenzaba a ver borroso, pero distinguió el camino de losas y las mesas y las sillas de plástico apiladas en una esquina. Sin ser consciente de ello, intentaba conservar los últimos puntos de anclaje con la vida cotidiana. No tuvo tiempo de ver más, porque el vehículo frenó y vio el reflejo de la luz amarilla del intermitente en el vidrio. Entraban en el hospital.
Se espabiló de golpe. Circulaban por la ancha avenida y se dirigían al aparcamiento. Entraron en el camino de grava, donde las piedras rebotaron contra el guardabarros. Los dos vehículos aparcaron lejos el uno del otro. El tercer hombre se puso en el lugar del conductor, al parecer con la intención de quedarse allí, de guardia. Los otros dos volvían a estar juntos y, cuando la bajaron con la silla de ruedas, Diana observó que se habían puesto batas blancas y guantes de látex.
—¿Qué me han dado?
—Dormirás mejor que con el whisky de tu casa.
Con los ojos cerrados maldijo a aquellos asesinos torpes que se bebían el whisky en las incursiones ilícitas a su casa. Oyó comentarios desvergonzados sobre los privilegios de los médicos y los regalos que recibían de los enfermos, mientras se acercaban a la puerta principal. ¿Sería posible que entraran en el hospital y que nadie les llamara la atención? Así fue. Era tarde, y a los vigilantes de seguridad no les extrañó que dos celadores empujaran una silla de ruedas y la entraran en el ascensor.
De hecho, la silla era del mismo modelo que las del hospital. Nadie la reconoció. Las puertas del ascensor se cerraron y no pudo ver qué botón marcaban.
Cuando salieron al pasillo, miró al techo, deseando con afán vengativo que hubiera alguna de las cámaras de seguridad. Pero los párpados se le cerraban y volvió a adormecerse. Los abrió de nuevo al notar que maniobraban para entrar en algún sitio. Enseguida lo reconoció. Estaban ante la cámara frigorífica, en criopreservación, su refugio secreto. Qué burla del destino. Mientras uno abría la puerta, el otro la hacía ponerse de pie. Tuvieron que cogerla entre ambos, porque las piernas se le doblaban. La dejaron en el fondo de la cámara, sentada en el suelo. Cuando encendieron la luz, tuvo que taparse la cara con las manos porque el deslumbramiento le quemaba los ojos. El de los zapatos de rejilla ordenó al otro que limpiara las huellas. Uno mandaba y el otro obedecía.
—Dormirá como un angelito y la encontrarán sonriendo.
Cerraron la puerta con un golpe seco que sonó como el mazazo final de una sepultura. De repente, oyó que el motor de refrigeración bramaba con más fuerza y supo que habían bajado la temperatura con el mando a punto de congelación. Vio con claridad que simularían un suicidio: sobredosis de somníferos, sueño eterno y muerte por congelación.
Con sus antecedentes, les parecería natural. Y la cámara era un lugar que frecuentaba a menudo, tenía testigos. Empezó a temblar con violencia. Con un esfuerzo sobrehumano se arrastró hacia la puerta y se incorporó. Miró por la ventanilla. Durante los pocos segundos que tuvo antes que el vaho impregnara el cristal, pudo ver que el hombre estaba ahí fuera, esperando que ella perdiera el conocimiento. Intentó abrir la puerta, pero el hombre, al otro lado, se lo impidió. Entonces, con pasos lentos, buscó la alarma por las cuatro paredes de la cámara. La encontró junto a los estantes y la golpeó con desesperación. Pero la maquinaria no mostró señales de vida. Seguramente la habían desconectado. Asustada, dio una mirada a su alrededor. Recogió una caja de cartón y alguna funda de plástico para protegerse el cuerpo, se escondió acurrucada contra la pared y sacó el móvil. Gastaría las fuerzas que le quedaban en un último intento antes de claudicar. Los espasmos violentos del temblor dificultaban los movimientos. Con torpeza, escribió un nuevo mensaje al interlocutor misterioso ACR, y rogó que hubiera algún tipo de cobertura dentro de la cámara. Luego se hizo un ovillo en el suelo en posición fetal. Notaba un zumbido doloroso en los oídos, y un hormigueo preocupante en los pies. Si se mantuviera consciente, vería cómo los brazos y las piernas se volverían insensibles, como trozos de madera. Pero antes se dormiría.
30
El Hospital del Mediterráneo se vio rodeado de coches de la policía, cuyas luces giraban silenciosas como faros justicieros en la oscuridad. La entrada principal, la puerta de urgencias y el resto de los accesos fueron cerrados y se instalaron controles con identificación para todos aquellos que quisieran entrar o abandonar el edificio. El personal de noche, con sus batas blancas, se asomaba a las ventanas y los rellanos de las escaleras, y los enfermos preguntaban preocupados si serían evacuados.
Encontraron a Diana inconsciente, con la piel azulada, la carne dura al tacto y el pulso lento, casi imperceptible. Se había cubierto con cartones y plásticos para resguardarse del frío y se aferraba el móvil como si fuera una tabla de salvación. Fue ingresada de urgencia en la unidad de cuidados intensivos, donde se sometió a una descongelación gradual, y ahora reposaba con una manta con bomba de calor, conectada con una solución glucosada, y monitorizada con varias pantallas. Así acabó de pasar la noche, y con las primeras luces del alba abrió los ojos.
Lo primero que vio fue a Claudi, sentado a su lado, con la cabeza hundida entre las manos. Iba con una bata de papel verde, y llevaba aún los pantalones del traje oscuro del cóctel y los zapatos de vestir bien lustrados. Él notó el movimiento del brazo de Diana, que intentaba tocarse la cara, y se acercó. Le cogió la mano.
—¿Cómo estás?
Con los párpados entreabiertos, Diana adivinó una mirada cargada de disculpas. Se volvió a sumir en un sueño ligero. Cuando abrió los ojos de nuevo, había otra persona dentro de la habitación, de espaldas, mirando por el cristal de la puerta. Era un hombre con el pelo blanco y una espalda tan ancha que dificultaba el cierre de la bata de papel.
—¿Qué ha pasado? —musitó Diana.
El hombre de la espalda ancha se volvió. Era su tío Albert, el doctor Cladellas. Diana se asustó. Seguramente estaba a punto de morir.
—¿Qué ha pasado? —repitió ella con los labios secos.
Parecía que no querían decírselo. Le recomendaron que cerrara los ojos, y no pensara en nada. La enfermera les pidió que salieran a la sala de espera y que la dejaran descansar.
—Hemos tenido suerte de que pudiera llamarme —suspiró Albert Cladellas mientras se desabrochaba con dificultad la bata de papel—. Habría sido muy difícil localizarla a tiempo.
—No creo que supiera a quién llamaba. En la agenda sólo estaban tus iniciales. —Claudi hizo una pausa—. Por seguridad.
El doctor Cladellas asintió con un gesto de comprensión. Claudi dobló la bata y la dejó dentro de un cubo. Se sentó en una de las sillas de plástico con aire derrotado.
—Cuando pienso que podría haber muerto…
—¡Quién iba a imaginarlo! —exclamó mientras tomaba asiento a su lado—. Por lo menos, podemos dar por terminada la misión, y pienso que con éxito. Tengo plena confianza en que podremos atraparlos de lleno.
El inicio de la misión, como la llamaba el doctor Cladellas, se remontaba a dos años atrás, cuando comenzaron a llegar a la consejería varias cartas anónimas, supuestamente de Lucena, denunciando prácticas médicas ilegales en la antigua Clínica Tarraco. Además, tenían referencias diversas de que Nicolás no era trigo limpio. Como respuesta, habían hecho alguna inspección rutinaria sin éxito. Entonces el doctor Cladellas había pedido a Claudi que se incorporara como médico en el nuevo centro e investigara desde dentro, como un confidente de la consejería. Ambos habían acordado que, dada la peligrosidad de la empresa, Diana debía mantenerse al margen. Claudi, sin embargo, no había avanzado mucho. Había encontrado documentos que hablaban de la Terapia 85 en un archivador olvidado de la antigua clínica, sin una clara explicación de su contenido o significado de aquel nombre enigmático. Había seguido la pista falsa de los ochenta y cinco componentes, había viajado a Padua durante el congreso de Venecia y estuvo investigando la sociedad Salus Naturae. Interrogó a médicos, paramédicos y pacientes. La búsqueda por el hospital había sido tan intensa como discreta, aunque en ningún caso fructífera. Rastreó los despachos y archivos de Nicolás y Evarist, pero nunca llegó a sospechar de la fundación. Hacía unas semanas había sabido que la citada sociedad había dejado de existir.
—¿Cómo fue el interrogatorio con madame Crochet?
—Claro como el agua. La mujer había llegado a cierto grado de confianza con Lucena. Era la única persona que hablaba castellano en el pueblo y se ofreció a cuidarlo cuando sufrió un agravamiento del asma. Le vigilaba la medicación y le preparaba las comidas y el hombre le estaba agradecido. Lucena, al final, se sinceró con ella, aunque le rogó silencio absoluto, por lo menos mientras él estuviera vivo. Al parecer, el técnico rehusó desde el principio participar en las intervenciones con los niños de la ONG y explicitó concretamente las punciones en la cadera y las extracciones de ovarios. Una cosa era trabajar con tejidos fetales procedentes de abortos y otra muy distinta con personas vivas e inocentes. Según explicó, se trataba de terapias de rejuvenecimiento e infertilidad. Ante su negativa, lo sometieron a una vigilancia implacable, con amenazas de muerte. Aguantaba por su mujer. Pero cuando ella, debido a la enfermedad, murió, hizo planes para desaparecer y emprender una nueva vida lejos de los tentáculos de la fundación.
—Pero lo encontraron.
—Según madame Crochet, estaba obsesionado. Veía fantasmas que lo seguían por todas partes. Seguramente cometió algún error y lo cazaron. De hecho, el accidente en bicicleta no fue fortuito. La policía francesa halló indicios sospechosos junto al barranco.
—Y luego lo remataron en el hospital.
—Con toda seguridad.
—¿Dio nombres?
—Lucena no debía de querer involucrar a más inocentes. Madame Crochet habla de motes ambiguos, como el «Canciller», la «Gran Duquesa» y el «Partero». Las correlaciones son fáciles de imaginar: Friederich, la Sokolov y Nicolás.
—¿Cuál era la relación de fuerzas?
—Friederich era el cerebro. Nadie más podía serlo. La Sokolov, la promotora-financiadora, y Nicolás, el padre espiritual.
—¿Tenéis claro cuál era el procedimiento?
—Un tal doctor Günev ha hecho una declaración a la policía local de Toulon. —El doctor Cladellas no se dio cuenta de que Claudi, al oír el nombre de Mark, se había puesto rígido y tocaba la pared con la nuca—. Lucena le confesó antes de morir que primero seleccionaban a los niños, seguramente por sus características genéticas, y luego realizaban las extracciones de médula ósea para obtener células madre. Por cierto, Günev también ha sufrido agresiones.
Al ver que Claudi guardaba silencio, el doctor Cladellas continuó con sus reflexiones.
—Seguramente estaban involucradas otras personas, en un círculo más amplio. Alguien tenía que hacerse cargo de las muestras de médula ósea y congelarlas antes de proceder al envío, allí donde fuera que multiplicaban las células. Posiblemente alguien del sótano 2. Tengo entendido que hay un investigador especialista en este tema. Creo que un australiano.
—¿Quién pagará por todo esto?
—Quien sea culpable.
Estamos hablando de delitos muy graves de comercialización de tejidos humanos, con el agravante de que se han obtenido de menores y sin consentimiento. Evidentemente, a ello hay que sumar el asesinato de Lucena y la prueba inculpatoria principal, la tentativa de asesinato contra Diana. Les caerá una pena de las grandes.
Claudi permaneció callado.
—No tengas ninguna duda. Si la justicia no actúa en estos casos, ya me dirás cuándo actuará.
No fue hasta el mediodía, con las constantes ya normalizadas, cuando pudieron trasladarla a la sala. Mientras el celador recogía la camilla, Diana observó al hermano de su padre caminando pesadamente por el pasillo. Sin la bata de papel se le veía más grueso, más gastado. Ella se inquietó porque su tío, con una ceremoniosidad misteriosa, quiso sentarse a su lado, a solas, expresó.
Le hizo tomar media taza de caldo caliente, como si tuviera que coger fuerzas para lo que tenía que oír. Supo entonces que el acrónimo ACR que la había salvado era el de él, Albert Cladellas Romaní, el contacto secreto que Claudi tenía en la consejería para investigar los anónimos que habían llegado sobre prácticas ilegales en el hospital.
Diana permaneció en silencio todo el tiempo. De vez en cuando le clavaba una mirada de estupor y en otros casos lanzaba un suspiro de desaprobación. Cuando terminó, su tío le dio un beso en la frente.
—No te preocupes más. Ahora todo está encarrilado.
Como Diana había cerrado los ojos, él pensó que quería descansar y salió al pasillo. Claudi entró entonces con aspecto compungido, se sentó en el sillón junto a la cama y le pasó la mano por el cabello.
—Ahora ya lo sabes todo.
Ella seguía en silencio. Estuvieron así unos minutos. Al final Diana entreabrió los ojos y susurró:
—¿Habéis estado en contacto todos estos meses?
—Sí —reconoció Claudi—. En secreto, claro está.
A pesar de la debilidad que sentía, Diana emitió un resoplido de indignación.
—Cuando me viste por la Rambla, era uno de esos días, por ejemplo.
—Y lo negaste, cien veces.
—Sentí que dudaras de mí.
—¿Y la llave? ¿No se la diste nunca a Nicolás?
—La investigué yo. Aquí fuiste tú la que me liaste. Era la llave de la taquilla —se defendió él.
—¿Y cómo sabías que la gata estaba muerta?
—Lo decías en voz alta mientras dormías. ¿La mataron ellos?
Ella cerró los ojos y no le contestó. Ahora que conocía el posicionamiento de Claudi en la investigación, la otra posibilidad, que Nicolás lo hubiera involucrado en la trama, parecía grotesca, en contra de cualquier previsión. Pero eso no la aliviaba, todo lo contrario. Una semilla amarga surgía en su interior e iba creciendo con cada frase de él.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No podía.
—¿Por qué no podías?
—No quería implicarte. Aquella negación tenía el sonido inequívoco del proteccionismo hacia su salud.
—Tonterías.
Él se puso de pie y de espaldas, mirando por la ventana.
—Eres una buena investigadora, tenías la tesis a punto. Has trabajado hasta dejarte la piel, me lo has dicho muchas veces. Habrías pensado que te estaba utilizando.
—¿Acaso no pienso lo mismo ahora? Podría haber muerto.
—Te dije claramente que era peligroso.
—Me dijiste muchas cosas, y todas falsas.
No era ni proteccionismo ni temor al abuso. Claudi había buscado el protagonismo en la consejería, él, el héroe de la «misión» del tío Cladellas. A ella la había considerado un estorbo, más que una inhabilitada emocional. La indignación crecía en su interior como una llamarada que le subía por la garganta y le hacía temblar los labios.
—Pero Di…
—No me llames así —le espetó con voz afilada—. No me llames así, por favor —repitió más suave.
Claudi estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados, y se miraba los pies. Parecía afligido. Ella lo contemplaba desapasionada.
—Me he sentido humillada delante de todo el mundo.
—Yo te quería, pero lo haces tan difícil…
Guardaron silencio, ella atenta al tiempo verbal, hasta que murmuró con perplejidad:
—¿Me querías?
—Sí, y aún te quiero —se corrigió él—. Podríamos ser muy felices, como lo éramos antes. Puede que me equivocara. No te pido que me perdones…
—No te preocupes. Nunca te perdonaré.
El sarcasmo de ella lo espoleó. Con las palmas de las manos hacia fuera, Claudi se defendió.
—Las cosas no han salido bien, pero yo siempre te he protegido. —Hablaba de forma pausada, sin rastro de orgullo—. Te lo he dado todo, todo lo que un hombre puede dar. Quise que continuaras los estudios, que tuviéramos a Sandra. Acepté a tu madre enferma en casa y me ocupé de todo lo que pude. ¿Ya no te acuerdas de eso? Luego oculté el accidente, y di la cara.
—A veces pienso que lo hiciste todo para dejarme en deuda, para tener siempre reproches en el bolsillo.
—Eres injusta. Me estás haciendo daño.
Injusticia, daño… ¡Qué dramático! Menos mal que no había sacado a relucir deudas económicas, como por ejemplo que la había mantenido durante toda la carrera.
—¿Qué más tenía que hacer? Procuré que tuvieras siempre seguridad, calma, amor. Y cuando estuviste enferma, paciencia, ternura. Dime, ¿qué más tendría que haberte dado? —musitó Claudi, suplicante.
Diana reflexionó durante unos segundos. Le contestó inexorable, como si dictara sentencia:
—Confianza, Claudi. Confianza, lealtad.
Claudi bajó la cabeza. No supo qué responder. Al final suspiró profundamente y volvió a sumirse en sus pensamientos con la mejilla pegada a la pared.
Diana cerró los ojos. Culpar a Claudi no era sensato ni justo, pero era lo que le salía del alma en aquellos momentos.
La enfermera entró entonces con un mensaje y Claudi lo leyó en silencio.
—La enferma de Evarist vuelve a manchar la herida —dijo, metiéndose la nota en el bolsillo.
Ella se sorprendió entonces exclamando con una sonrisa:
—Mándala a hacer puñetas. A ella y a Evarist.
Diana rió. Era como si volviera a ver al Claudi de cada día, el hombre al que ella había amado, su amigo. Pero fue una risa incómoda. Nunca había experimentado tantos altibajos en sus sentimientos.
Incitado por la risa, Claudi se había acercado a la cama y trató de cogerle la mano, pero ella la apartó. Entonces él le dio un beso en la frente y dijo:
—Salgo a llamarla.
Aquello parecía una escenificación teatral, con intercambio de actores. Ahora volvió a ser su tío quien entró en la habitación y se le acercó.
—Querida Diana, no quiero por nada del mundo que estés molesta.
Ella dejó pasar aquel comentario. Él le puso entonces la mano sobre el brazo.
—Échame a mí la culpa, yo convencí a Claudi. No caí en que esto sería un obstáculo en vuestra relación. Y menos aún en que pudiera ponerte en peligro de muerte… Claudi, precisamente, quería protegerte…
—Me cuesta entender esta protección. Soy una persona adulta. Somos una pareja que se supone que se tiene confianza recíproca. No puede ser que él, que ambos — se corrigió, acentuando la severidad— me hayáis considerado una incapacitada.
Su tío se puso a mirar por la ventana. Sintió una gran compasión por sus sobrinos, Diana y Claudi. Ambos habían querido redimir su pasado a través de este caso. Sin ser conscientes, arrastraban el poso del triste accidente de quirófano en el fondo de sus vidas.
—No te preocupes, tío. Esto ha pasado porque nuestra relación ya no era la que debía ser.
¿Quedaba algo digno de respeto en su relación?, se preguntaba Diana. El tiempo lo cambiaba todo. Aquel tiempo contra el que luchaban encarnizadamente Friederich, con las células mesenquimales y la telomerasa, arrasaba como un tsunami la existencia humana, envejecía a las personas y disipaba el entorno, así como los sentimientos. Y en aquellos momentos Diana tuvo la certeza de que la pérdida de aire de la balsa inflable era eso, el sentimiento de alejamiento de Claudi y de su mundo de forma irreconciliable.
Mark se hizo presente en su pensamiento.
—También Mark ha estado a punto de perder la vida.
—¿Quién es Mark?
—Mark Günev. Mi compañero de trabajo. Él también sufrió un accidente provocado por esta gente.
—De pronto, se miró el reloj—.¿Qué hora es? No sé nada de él. Me preocupa. ¿Quién tiene mi móvil ahora?
El temor de un posible atentado contra Mark la agitó. El tío le aseguró que no había habido más heridos graves ni más muertes. Todo estaba controlado. Unos minutos más tarde la enfermera le administró un calmante.
Unos días después le dieron el alta y se acabó la sensación de eternidad flotante de la sala de hospitalización. Diana prefirió marcharse por la tarde para no encontrarse con nadie conocido. Salió por su propio pie, aunque andaba con una muleta. El coche de Claudi la esperaba en la puerta. El aire fresco del otoño cercano le acarició la cara y respiró fondo. El olor a mar y pinos era una delicia. El cielo estaba absolutamente limpio de nubes y los haces inclinados del sol, a aquella hora, daban un tono dorado majestuoso al pinar… Un día perfecto. En otros tiempos lo habría llamado un día perfecto.
Mientras el coche se detenía frente a la puerta principal, lo vio. Allí estaba Mark, plantado junto a una farola del jardín, delante del aparcamiento. Sus ojos negros la miraron con una sonrisa triste. Ella levantó la mano para saludarlo.
—Quiero despedirme de Mark —dijo ella con determinación.
Claudi apretó los labios y se metió en el coche.
Diana se acercó lentamente, apoyándose en la muleta. Él fue a buscarla. Se encontraron junto a un banco. Ambos se interesaron mutuamente por la salud del otro, y se alegraron de estar sanos y salvos. Ella le explicó que se instalaría en el piso de Barcelona; su hija la acompañaría al día siguiente. Cuando estuviera mejor, volvería a trabajar con su ex jefe, y presentaría la tesis allí. Él la miraba, sacudiendo la cabeza, con cierta exasperación. Le hubiera querido preguntar si pensaba continuar con su vida fría e insípida. Pero ella parecía empeñada en escribirle la nueva dirección. Protagonizaron una escena patética de búsqueda de papel y bolígrafo para apuntar con cuatro garabatos algo que luego podrían haberse pasado fácilmente por correo electrónico. Diana, con los dedos aún vendados, le apretó las manos, aquellas manos grandes, de marinero, acogedoras y tiernas. Los dedos se encontraron pero ni siquiera pudieron notar el tacto de la piel, y en cambio la caricia debía transmitir todo lo que no podían decirse. Sonó el motor del coche que Claudi, impaciente quizá, había puesto en marcha. Ninguno de los dos se movió. Eran sus preciosos minutos y estaban de pie frente a frente.
—Al final, todo ha salido bien —dijo Diana, como iniciando la despedida definitiva.
Mark no podía hablar. Los ojos lo decían todo. Ella se acercó y le besó en la mejilla, levemente. Pero él se acercó más y quiso besarla en los labios, y Diana le estuvo agradecida por aquel beso indigno. La pena le hizo estirar los labios, rozando los de él, y le rodó una lágrima por la mejilla. Fue un beso intenso, triste. Cuando ella se apartó, ninguno de los dos fingió que volverían a verse. Y lo deseaban desde lo más profundo de su alma.