—Nos han seguido —musitó Mark—, y no es el vigilante.

—Es a mí a quien están persiguiendo —dijo Diana.

Pero Mark no la escuchó. Parecía furioso. Recorrió el perímetro de la planta buscando una salida alternativa. Afortunadamente, había una puerta de seguridad que comunicaba con el pasillo del sótano 1.

Subieron directamente al último piso del edificio. Por los ventanales del rellano observaron que había dejado de llover. La tarjeta mágica de Mark les permitió coger la escalera de servicio y abrir de nuevo las puertas de seguridad. Ráfagas de aire les despeinaron cuando salieron a la azotea y después las mismas ráfagas se colaron ligeras entre las torres de refrigeración. Mark y Diana atravesaron la superficie bañada en agua hasta la baranda. Era negra noche. Tan sólo las farolas creaban una nube luminosa por debajo de ellos que cubría el aparcamiento. Las copas de los árboles se agitaban tumultuosas mientras los rayos descargaban líneas eléctricas en el horizonte. Al fondo del todo, iluminado como un barco, el edificio de la fundación navegaba entre los pinos.

Observaron que una silueta se desplazaba corriendo allá abajo, en el aparcamiento. Llevaba un impermeable que le tapaba la cabeza con una capucha y que se le hinchaba con el viento, como si fuera a volar. Poco después fue el guardia jurado quien apareció por la salida principal, trotando detrás del desconocido. Mark pensó que parecía el mismo individuo que había hecho acto de presencia en criopreservación. Saltó por encima de los parterres y resbaló en una curva, pero el hombre del impermeable era más ágil, y enseguida subió al monovolumen y arrancó. El vehículo dio marcha atrás con brusquedad, y giró hacia la salida del recinto, creando abanicos de agua a su alrededor. El guardia intentó cortarle el paso con los brazos levantados, pero en el último instante tuvo que saltar a un lado para no ser embestido. Al cabo de pocos segundos la furgoneta ya estaba circulando libremente por la carretera.

Diana y Mark se relajaron al ver que estaban fuera de peligro. Con toda seguridad inculparían al intruso de la capucha del asalto en criopreservación. Retrocedieron hasta situarse bajo una cubierta forrada de pinchos metálicos para ahuyentar a las gaviotas, que protegía una especie de trasteros. Un saliente de obra les sirvió de asiento seco. Notaron cómo los músculos se les destensaban poco a poco. Decidieron quedarse allí un rato y salir después por el vestíbulo, según el plan establecido. Inesperadamente, advirtieron que las torres de refrigeración que tenían más cerca dejaron de hacer ruido. Diana consultó el reloj: medianoche, la hora en que se desconectaba el aire acondicionado de algunas áreas del centro sanitario. ¿Tan poco tiempo había transcurrido desde que había entrado en el hospital? Era incapaz de responder. Le habían parecido horas, muchas horas. Habría asegurado que hacía una semana que había salido de casa con Sandra. Su hija… Claudi y Sandra estarían preocupados por ella. Descansaría unos minutos y después volvería a casa. Diana apoyó la cabeza en la pared, exhausta. Antes de cerrar los ojos aún pensó en Justin Curley; la idea de las células madre casaba con el antienvejecimiento. Y los tubos que se le habían escapado de los dedos, lástima…

25

Una sirena de ambulancia despertó a Mark. No llovía ni hacía viento. Aún estaba todo mojado y del bosque subía un olor intenso de pinocha húmeda. Las pocas luces de seguridad distribuidas a lo largo de la superficie del terrado conferían un ambiente mágico y acogedor. Miró el reloj. Hacía sólo media hora que dormían. Vio a Diana, que en la inconsciencia del sueño se había tumbado, reposando un hombro plácidamente en su regazo. Mark la miró con ternura. En el semblante le destacaban sombras azuladas bajo los ojos y una mancha morada del golpe recibido sobre la mandíbula izquierda. La piel había perdido el color por el contacto húmedo de la ropa, y se le veía extremadamente blanca. Admiró las piernas pecosas, la falda atrapada entre los muslos, el vientre hundido y al final, como la cima de una montaña, el pecho húmedo de bailarina, que descansaba sobre sus piernas. Le pasó la yema del dedo por el óvalo de la cara, el cuello de mármol y la clavícula, recta como el arco de un violín; después descendió hasta la axila, suave como la seda, y se detuvo en el lunar del pecho, que, atrevido, asomaba la cabeza por debajo de la camiseta. La notó fría, como si estuviera muerta. Le pareció una heroína romántica que descansaba después de la batalla. En aquel momento aquélla era la realidad, y él sintió un deseo irracional y apremiante de llevársela lejos de toda aquella gente que quería hacerle daño. Huirían a algún lugar seguro; quizá, si ella quisiera, podrían comenzar una nueva vida. Estuvo así mucho rato, hasta que notó que aquel cuerpo empezaba a moverse y regresaba a la vida.

Diana se incorporó turbada al ver que se había acomodado encima de Mark. Miró el reloj.

—Ostras, he dormido como un tronco.

Parecía más animada. Enderezó la espalda contra el muro y se pasó la mano por el pelo. Luego se puso de pie y se alisó la falda.

—Me pondré la ropa seca — dijo, cogiendo el pijama que habían descolgado del ropero.

Se dirigió al espacio estrecho que quedaba entre una hilera de placas solares y la baranda.

Mark, sin querer, observó cómo se contorsionaba dentro del angosto pasillo para desnudarse. Entre las sombras adivinó cómo levantaba los brazos para desprenderse de la camiseta, y cómo hacía bajar la falda por las caderas. Ahora movía los omóplatos hacia atrás para desabrocharse el sujetador, y observó la inquietante curva cóncava de su espalda y el magnífico perfil del pecho. Se dio la vuelta un tanto avergonzado.

—¿Qué piensas de Curley? —le preguntó ella de lejos.

—Seguro que participa directamente en el proyecto. Está claro.

Diana, ya cambiada, se acercó con las manos en los bolsillos.

—Entonces la Terapia 85 debe de estar relacionada con las células madre.

—Células madre y antienvejecimiento.

Diana soltó un suspiro suave y angustioso.

—Ese hombre, el de la capucha, me ha seguido desde casa.

Me quieren asustar. Desean que abandone.

Hizo una pausa. Se sentó a su lado.

—A veces pierdo las fuerzas y pienso que esto que hacemos no tiene sentido. —Hablaba en voz baja, como si las torres de refrigeración escucharan sus palabras—. A veces me quedo mirando de reojo a la gente del laboratorio. Me escondo detrás del libro de instrucciones del amplificador, con la cabeza gacha, como si estuviera ausente, como si no estuviera allí. Y veo que todo sigue funcionando, que la gente se mantendrá haciendo las tesis, escribiendo artículos y pidiendo proyectos, tanto si vuelve Lucena como si no.

Mark la miraba con tristeza.

—Detrás del libro de instrucciones hay más gente —dijo con voz profunda.

Cruzaron una mirada de afectuosa complicidad. Ella se quedó un rato en silencio. Despuésse echó hacia delante y, juntando las manos con fuerza entre las rodillas, dijo:

—Parece que todo el mundo piensa que estoy enferma. De la cabeza, ya sabes, paranoica.

—¿Y qué más te da?

—No puedo dejar de preguntarme qué opinan de mí los demás. Hay personas a las que les da igual, pero yo no puedo evitarlo. Y seguro que sería más feliz.

—Yo, si quieres, te explico lo que pienso de ti. No es malo.

Diana sonrió. No tenía ganas de andarse con bromas. Aún tenía que explicarle la asociación de ideas que había tenido con la visión del árbol del patio de Lucena. Le hizo un resumen. La situación de las llaves escondidas en el capítulo de los robles no era una casualidad sino una pista más: la fundación.

—¿Por los congeladores del almacén?

—Lucena no conocía el traslado de los congeladores. El traslado fue posterior a su desaparición. Debe de ser una pista para la localización de las bases de datos. Ahora tenemos también a Curley.

Mark le cogió la mano y se la estrechó con afecto, pero los dedos de Diana fueron a buscar de nuevo los bolsillos del pijama, alejando aquel intento de intimar. Entonces ella le explicó los deplorables detalles de la incursión al almacén, incluyendo el forcejeo con un guardia jurado que no había identificado como tal. Revivió el terror que sintió por la desaparición de su hija y después la desgraciada irrupción en la reunión de los comités. Mark la escuchó afligido.

—Me he dicho a mí mismo mil veces que he sido un cobarde y un egoísta —se disculpó él mientras bajaba la vista como si un peso le cayera sobre la nuca—. Me he comportado de una manera ridícula y soy el responsable de lo que te ha sucedido.

Después, súbitamente alentado por un deseo de compensación, le tocó con la punta de los dedos la magulladura del labio.

—Te curaré todas las heridas. Diana no podía seguir hablando. Se apretó con los dedos los lagrimales de los ojos para recuperar el control. Mark estaba lo bastante cerca de ella para ver que casi le asomaban las lágrimas. Se acercó aún más y, sin andarse con rodeos, posó la palma de la mano en la mejilla de Diana. El contacto tibio la sobresaltó.

—Ya lo sabes, ¿verdad? ¿Ya sabes que me estoy enamorando de ti?

Lo dijo sin cohibición, pero a ella comenzó a latirle con fuerza el corazón. Lo miró directamente a los ojos y le dijo con una voz que le salió anudada:

—No puede ser.

Él tragó saliva y la nuez le dio un salto pesadamente en el cuello. Seguían aguantándose la mirada. Mark alargó la mano, cogió el brazo de ella a ciegas y se lo acercó. Se estrecharon el uno contra el otro y se mecieron en silencio. Y callaron. Sólo los sentimientos profundos callan con tanta turbación.

Mark hundió la cara en el cuello de ella. Diana notó el contacto de los rizos negros húmedos y sintió que se le desbocaba el corazón. Él le buscó los labios medio abiertos, primero con prudencia, por la herida, pero Diana le respondió sin ninguna señal de dolor. Sus cabezas se movían e iban una contra la otra mientras los besos parecían querer beberse el alma. De repente, interrumpieron las caricias y se miraron desconcertados, como si no se reconocieran en la intimidad. Mark sonrió.

—¿Ya estás arrepentida?

Ella se tapó los labios con los dedos. Mark le cogió la mano.

—No te preocupes —le dijo en tono burlón—. No creo que los besos sean vinculantes, legalmente.

Diana le devolvió entonces otro beso profundo que dejó a Mark

sin respiración. Al acabar, lo miró a los ojos y musitó:

—Los besos están sobrevalorados, ¿no crees?

Deshicieron el abrazo, pero aún seguían muy juntos.

—Me gustas. Me gustas toda tú. —Mark le señaló la arruga de la frente—. Incluso esta arruga que tienes entre las cejas. Seguro que es de algún mal momento que has sabido superar.

Diana, que odiaba aquel surco profundo, volvió a entristecerse.

—Pues a mí no —dijo, separando la mano de Mark con suavidad.

Él se dio cuenta de que ella se había trasladado a otra parte. Tenía la mirada puesta en el horizonte, que se veía negro como el carbón.

—¿Tu marido estaba en la reunión?

Ella asintió. Mark le cogió la barbilla e hizo que lo mirara.

—No sé si tiene un secreto escondido, pero no quiero que te haga daño.

Diana lo atravesó con la mirada y Mark sintió como si le hurgara el cerebro.

—Y tú, Mark, ¿qué secretos tienes tú? Nunca me has contado por qué te metiste en esto.

Mark guardó silencio.

—¿Qué hacías en la morgue el día de la paliza de Lucena?

—¿Quieres que te lo explique? Diana asintió.

Mark pensó que era el momento de ser honesto con Diana, o ella no le perdonaría en una eternidad. En aquella intimidad regalada, al abrigo de la oscuridad, se sentaron otra vez bajo la cubierta. Él movió un poco la cabeza, como si buscara un punto invisible entre las sombras de la azotea.

—Es la historia de una chica.

Se llamaba Ona. Aquél era su nombre artístico, porque era una ilustradora de grafitis, muy creativa y audaz. Habían estado juntos unos cuantos meses. Ella era mucho más joven que él, y a sus padres no les hacía ninguna gracia que saliera con un chico mayor y encima medio extranjero. Un día le anunció que tenía que operarse de un quiste de ovario. Se quejaba a menudo de dolores pélvicos al comienzo de la menstruación. Después de una visita acompañada de su madre a la antigua Clínica Tarraco con el doctor Nicolás, se decidió a operarse. Mark había mantenido un debate en diferido con los padres de Ona en el que cuestionaba la indicación de la intervención. En primer lugar, no todos los dolores menstruales se correspondían con un quiste de ovario. ¿Le habían practicado una ecografía diagnóstica? Los quistes no siempre se operaban, ya que algunos desaparecían de forma espontánea en unas semanas. Los padres de Ona desoyeron sus opiniones por completo y la joven les quitó importancia. No se trataba de una operación complicada, se realizaba mediante laparoscopia, eso sí, con anestesia general, pero enseguida se recuperaría. No volvió a verla. Se enteró por sus compañeros de que había muerto por un accidente en la anestesia. Al principio se hundió. Estuvo unos cuantos días sin comer, sin dormir, enfermo. Se sentía responsable. Los padres de Ona lo culpabilizaron de provocarle el tumor por una actividad sexual prematura, lo trataron como una especie de depravado y lo apartaron de malas maneras cuando se presentaron el día del entierro. Se torturó sin límites, pero después lo superó y quiso reparar el daño. Por los ginecólogos con los que colaboraba en el CSIC, sabía que Nicolás, responsable de la operación de Ona, era un chapucero. Llevaba a cabo terapias hormonales sustitutorias más allá de los límites razonables y operaba quistes ováricos inexistentes para hacer negocio. Mark se propuso indagar en la clínica. Quería saber los pormenores del diagnóstico, que no le fueron facilitados. Sólo la familia tenía derecho a solicitar la historia clínica completa, y entonces decidió investigar por su cuenta. En aquel momento estaba a punto de inaugurarse el nuevo Hospital del Mediterráneo y solicitó una plaza de investigador en la nueva fundación. No fue un cambio de trabajo motivado únicamente por la muerte de Ona, ya que suponía también una oportunidad para estar cerca de su madre, en una ciudad acogedora. Y con mar. Había estado infiltrándose durante meses en el archivo de historias clínicas, en los registros de los servicios de radioimágenes y los informes de anatomía patológica. Aún no había podido encontrar ni una ecografía de Ona, y las que había podido examinar de otros pacientes eran en muchas ocasiones completamente normales. El resto de la historia ya lo conocía. El día de la morgue lo pillaron con los informes de las necropsias. Fue así como se encontró atrapado dentro del caso Lucena, que también desembocaba en las malas prácticas de su enemigo, Nicolás.

Diana permaneció callada todo el tiempo que duró su relato. Lo dejó hablar, asintiendo de vez en cuando, y sólo en algún momento le apretó la mano para reconfortarlo.

—Puedes pensar que te he utilizado para mi venganza personal. En parte es cierto. — Mark se pasó la mano por la cara—. Perdóname. Nunca imaginé que llegaría a sentir lo que siento por ti.

Se puso de pie y dijo con vehemencia:

—No quiero que nadie te haga daño, nunca más.

Cogió las manos de Diana para levantarla y se abrazaron de nuevo. Ella se notaba inquieta.

—¿Crees que lo lograremos?

—Sí, claro.

Ella propuso entrar como voluntaria en la ONG para poder tener acceso a las oficinas de la fundación, pero calló enseguida, ya que la idea, con sólo pronunciarla, le sonó completamente desprovista de futuro. Quizá podría investigar a Curley, añadió. Para animarla, Mark le aseguró que iría a Toulon, al hospital donde estaba ingresado Lucena. Conseguiría hablar con él, si estaba consciente. Diana se reavivó de golpe. Claro que sí, tenía que ir, cuanto antes mejor. Era el único testigo con el que contaban. Pero Mark no parecía decidido.

—No quiero dejarte aquí sola.

—Tienes que hacerlo, no me pasará nada. —Reflexionó unos segundos—. Estos días, con el congreso, no se atreverán…

El entusiasmo no les dejó pensar que el viaje a Toulon también sería peligroso. El técnico estaría vigilado por unos y otros.

Cuando se abrazaron por última vez, se sintieron atrapados en la tormenta que se alejaba, como si estuvieran en medio de los restos de un naufragio. Y Diana notó que se hundían.

El trayecto en coche del hospital a Les Roques le permitió sumergirse de nuevo en la niebla doméstica y rutinaria. Analizó con la objetividad de un forense las últimas horas y el resultado era claramente descorazonador: había dado muestras públicas de desequilibrio mental, se había visto amenazada una vez más y estaba comportándose como una adolescente enamorada, besuqueándose en la oscuridad con un compañero de trabajo. Entrando ya en el pueblo, se preguntó qué sentirían los debutantes de adúlteros. Seguramente temor a perderlo todo. Ella también comenzaba a sentir aquel miedo. Perdería el respeto de la persona con quien había compartido la vida, la consideración de su hija y, con toda probabilidad, el empleo. Pero al mismo tiempo que se llenaba la cabeza con estas ideas, suspiraba enternecida y bajo la lengua notaba un dulzor áspero. Vio el coche de Claudi aparcado en el descampado. Abrió la puerta de la casa sin saber qué esperaba encontrar. Había estado incomunicada unas cuantas horas, pero no era una menor, ni una desaparecida, y entraba dispuesta a disculparse. Y allí estaban los dos, Claudi y Sandra, su familia, con los restos de unas tazas de café vacías encima de la mesa.

Su hija se acercó corriendo para abrazarla.

—Estábamos preocupados por ti.

Claudi se levantó tan rápido que volcó la silla. Tenía cara de cansancio, el pelo despeinado y la camisa arrugada y por fuera de los pantalones.

—Necesitaba… que me diera el aire —se disculpó ella.

Él la besó en la frente. Diana se sentó en el sofá.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Claudi. Tenía los ojos pequeños, enrojecidos. Había estado preocupado por ella. A Diana le sobrevino un sentimiento de culpa abrumador y suspiró para aliviar el malestar.

Sandra se sentó a su lado.

—Me voy mañana, mamá. ¿Lo recuerdas? Cuando vuelva, pasaré unos días aquí, contigo. Tendré más tiempo.

Pobre Sandra, qué visita tan accidentada. Seguro que le habían calentado la cabeza con su enfermedad. Le pasó el brazo por los hombros.

—Yo también. Iremos a la playa.

Mientras Sandra iba a la cocina a prepararle una tortilla, Diana miró a su alrededor. Vio el volumen de Pinter en lo alto de una pila de libros apoyados en el suelo, el cojín de Tara sobre el sillón y el recetario de cocina local encima de la mesita.

Claudi se acercó y se sentó a su lado.

—Diana, tendremos que pensar en tu salud —dijo, poniéndole una mano posesiva en la rodilla—. He pedido hora con los psiquiatras del Instituto de Salud Mental. De aquí a unos días, cuando acabe el congreso, te acompañaré.

—No dejaré que nadie decida por mí.

—Tú crees que estas ideas son tuyas, pero en realidad nunca lo son.

A través de la pequeña ventana que comunicaba con la cocina, se oía el repicar del tenedor batiendo los huevos, y Claudi prestó atención, como si calculara el tiempo del que disponía para hablar.

—He sentido mucho la escena de esta noche. La tensión hace cometer errores. Tú lo sabes mejor que nadie. Déjalo ya. ¿Qué tienes que demostrar? Yo ya te he perdonado.

Diana lo notó distinto, ¿falso, quizá?

—Si realmente te crees tus sospechas… —insistió él. Y, haciendo una pausa solemne, casi teatral, añadió—: ¿No crees que te estás poniendo en peligro?

Diana se creyó por un momento su sentimiento de preocupación. Claudi parecía realmente afectado, pero quizá no fuera más que una nueva estrategia para frenarle los pies, a la desesperada.

Más tarde, cuando se metieron en la cama, él la estrechó contra su pecho y la besó. El contacto de los labios le hizo revivir el recuerdo del otro. Diana se dio la vuelta y se pasó la mano por la boca con un estremecimiento. ¿No se daba cuenta de que no quería su perdón? Ella sólo buscaba el perdón de sí misma. Se acurrucó en el extremo de la cama, cerró los ojos y buscó en su memoria los recuerdos de la azotea.

Al día siguiente, sábado, el temporal había cesado y el cielo, sereno y despejado, como recién estrenado, iluminaba los tejados aún mojados del pueblo. La tierra, empapada de lluvia, emanaba un aroma intenso que impregnaba las calles y las casas.

Claudi estuvo todo el día en el simposio preliminar del congreso, y Diana acompañó a Sandra a la estación de tren. Durante el trayecto la joven parecía querer decirle algo. Comenzaba con un «¿Sabes…?», o bien «He estado pensando…», y se interrumpía. Entonces cambiaba de conversación con la excusa de cualquier comentario sobre una amiga o sobre el viaje.

—Venga —le dijo en voz baja Diana cuando el tren asomaba por la curva—. Suéltalo.

Sandra carraspeó.

—Mamá, no te dejes ganar la partida. Yo estoy segura de que estás bien, sólo un poco cansada. Si papá no sabe valorarte… Quiero decir que eres una tía inteligente, ostras…

Diana la miró con sorpresa. Notó un sabor dulce en el paladar que le subió por la nariz y le hizo cosquillas.

El tren jadeaba ruidosamente al frenar delante del andén. Se abrazaron con fuerza.

—Y lo del año 85… —sonrió Sandra, pícara, negando con la cabeza—, parece mentira, ¿no lo sabes? Precisamente tú… Fue el año en que descubrieron la telomerasa, Liz Blackburn y Carol Greider, tus musas heroicas.

Sandra le dio un beso y subió al tren.

26

A través de la vidriera del despacho del hospital parecía mirar el mar, al fondo del pinar, pero lo que Lluís Nicolás escudriñaba en realidad entre las ramas de los pinos era el antiguo edificio de la fundación. Allí estaban las juntas directivas de la Asociación Europea y la Asociación Internacional de Cirujanos Plásticos y de la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética, reunidas en una comida celebrada como acto previo al congreso. Era una especie de bienvenida en petit comité por parte de Evarist Figueras. Y él, como director del hospital, se sentía excluido. Como cuando en el colegio te enterabas de una fiesta a la que no te habían invitado y todo el mundo hacía lo imposible —sin lucirse demasiado— para que la noticia no llegara a tus oídos. Nicolás había aparentado quitarle importancia, pero le dolía que hubieran ocupado la sala de reuniones principal de la fundación, la que gozaba de unas espectaculares vistas al mar y requería pagar por su uso, que hubieran escogido el mejor catering de la ciudad y que lo celebraran en un domingo excepcional, íntimo y familiar, justo antes de que la plebe colonizara la inauguración oficial. Y encima sufragado por instituciones y organizaciones ciudadanas que él personalmente había movilizado. Ya había calado la estrategia subrepticia de Evarist: le lucía como autoridad decorativa en los actos masivos intrascendentes y, en cambio, evitaba su presencia en las reuniones privadas, de confianza, las que daban fruto a largo plazo. Pese a vivir en una ciudad pequeña, Nicolás se consideraba un hombre de mundo y disfrutaba con el contacto de personalidades reconocidas de las que podía obtener anécdotas suculentas.

Aquellas historias llenaban su bagaje vital, que después explotaba en sus círculos profesionales y sociales. Dichas oportunidades eran habas contadas en una ciudad de provincias, y merecían ser aprovechadas como reliquias. Al menos, confiaba en tener a Friederich para él solo. Había querido invitarlo él personalmente para que impartiera la conferencia de clausura, aunque después se enteró de que Evarist había realizado la misma gestión por su cuenta. Quería llevarlo al mejor restaurante de la ciudad, con la garantía que confería una estrella Michelin, y lo tenía todo organizado y resuelto, incluso la ayuda pecuniaria clandestina de la empresa que suministraba sábanas al hospital. Todo excepto la confirmación del invitado. Friederich se mostraba inexpugnable. Una casa comercial de suturas lo había recogido en el aeropuerto y lo tenían secuestrado, paseándolo arriba y abajo con un chófer de la empresa.

Detectó movimiento en el aparcamiento y aguzó la vista. Los techos de los automóviles refulgían. Le pareció que el concejal de Urbanismo abandonaba la comida y que el chófer diligente le abría la puerta del vehículo. El gerente había autorizado una zona especial de aparcamiento en una explanada situada a la derecha del edificio de la fundación, bajo los pinos, para seguridad de los coches oficiales, negros y relucientes. Pero ¿cómo se explicaba la presencia allí del concejal de Urbanismo? Resultaba que el concejal de Sanidad debía asistir a una reunión urgente en la Generalitat, y el alcalde lo había sustituido por el que precisamente sonaba para la candidatura continuista. Ya se veía que quería promocionarlo, pues últimamente le daban mucha cancha.

Se sentó tras la mesa con desánimo. Tenía a todo el mundo en su contra. Él, que se encontraba en la flor de sus capacidades, había sorprendido más de una insinuación jocosa hacia su jubilación. Ya había visto a los lobos rondando al gerente. Algunos médicos de lengua afilada criticaban los recortes que había impuesto en el gasto, pero en el fondo sólo envidiaban el poder que había acumulado. Y el que le quedaba por acumular… Aún tenía la propuesta de un parque científico en el bolsillo, para cuando ocupara un asiento consistorial. En un gesto involuntario, dio una palmada enérgica en la mesa que hizo volar levemente la factura del alquiler del apartamento de la playa. López-Ambrosio, la única persona de confianza que le quedaba, se la había dejado allí, indiscretamente desplegada encima de la mesa. Taladró el documento de forma maquinal y lo guardó en la carpeta de gastos de representación «privados», que archivaba también «en un sitio privado». Otra contrariedad. Lamentaba profundamente tener que pagar aquel alquiler aunque tuviera un buen precio, aunque el apartamento estuviera a veinte minutos del centro y no tuviera ninguna vista sobre el mar y aunque no lo pagara él. Lo sentía más que nada porque no le sacaba provecho. Él había calculado un casto interludio de un mes por la plastia de Arcelia, pero el período transcurrido sobrepasaba ya con creces sus previsiones. Cabía agradecer, claro está, que la pobre chica, un poco ordinaria pero generosa, se hubiera operado para satisfacer sus demandas, pero ahora se quejaba de picores, escozores y molestias varias que lo mantenían alejado de su cama. De momento, lo único que había conseguido era sexo telefónico. Y tampoco era fácil. Debía asegurarse un rato de soledad en casa lo bastante largo para que a ella le diera tiempo a calentarle los oídos con su voz melosa. Él, por su parte, con el móvil pegado a los labios y la voz entrecortada, conseguía con notable satisfacción arrancarle a ella los gemidos más profundos justo antes de llegar al final. Todo eso estaba muy bien, pero estaban dándole gato por liebre. Aquella misma mañana había ido a ver a Claudi al simposio para exigirle un alta inmediata. Pero su amigo se hallaba en baja forma después del escándalo de Diana ocurrido la noche de la reunión de comités. Menos mal que él estaba allí, y había sabido cubrirle las espaldas. Después de que Claudi se fuera con su hija, él había hecho una intervención conciliadora sobre el estado depresivo grave de la infortunada, y todo el mundo, impresionado, lo compadeció.

Pero ahora era el momento de actuar. En cualquier instante llegaría la llamada impaciente e imperiosa. No hacía falta recordarle, le advertiría, que al día siguiente comenzaba el congreso y que todos los medios de comunicación de la ciudad estarían informando del acontecimiento, y una Diana libre, desocupada y delirante, constituía un peligro público. Si no la controlaba su marido, tendrían que hacerlo ellos.

Sacó una caja de alprazolam del cajón de la mesa y salió al lavabo de uso restringido. Con los dientes cortó la mitad de una minúscula pastilla. Guardó una parte en el receptáculo de aluminio abierto mientras se tragaba la otra con un trago de agua del grifo.

Aquella mañana de domingo en Les Roques Diana se había instalado delante del ordenador, aprovechando que Claudi era absorbido por el simposio previo al congreso, para remover cielo y tierra en internet en busca de algún cabo del que tirar relacionado con la misteriosa Terapia 85. En la bajocubierta volvía a reinar una temperatura infernal a pesar de que el verano tocaba ya a su fin. Tuvo que subir una botella de agua para hidratarse y graduar al máximo el ventilador.

No había dejado de preguntarse cómo era posible que no hubiera establecido la asociación entre el año 1985 y el descubrimiento de la telomerasa. Precisamente ella, que se suponía que era una experta en dicha enzima. Pero a menudo lo que tienes más cerca es lo que ves más desenfocado. También era cierto que se trataba de una asociación arriesgada. Nadie aseguraba que estuvieran buscando un descubrimiento. Además, ¿cuántos descubrimientos distintos habrían tenido lugar en 1985? Sin embargo, tampoco había tantos relacionados con el tema del envejecimiento.

El fondo azul de la pantalla, con todos los iconos ordenados en la izquierda, esperaba sus órdenes. Dejándose llevar por la rutina, buscó primero las bases de datos científicas. Comenzaría por:

«Telomerase and Longevity.»

¡Qué tontería! ¿Acaso no sabía ella que le saldrían más de mil artículos científicos en PubMed publicados sobre el tema? Se perdería en aquel universo de información.

«Telomerase and Therapy.» Peor, mucho peor. Cinco mil publicaciones acumuladas a lo largo de los años. Necesitaba palabras clave más concretas. Tal vez tendría que comenzar por otro cabo. Miró la mecedora vacía e inmóvil. Hacía muchos días que no oía el crujir del suelo bajo su vaivén. ¿Cuánto tiempo hacía? No quería pensar en ello. Cogió la bola de cristal con el ratón de plástico cautivo junto a una burbuja de aire, su talismán del laboratorio. Miró la estancia a través de ella. Necesitaba un hilo del que tirar.

«Oak and Sokolov Foundation.»

¿Existía alguna razón particular para escoger el roble como emblema de la Fundación Sokolov? Tan sólo en la web en inglés de la fundación señalaban que el emblema «Investigación, Fortaleza y Resistencia» respondía al deseo de que dichas virtudes guiaran los objetivos filantrópicos de la misma. Difuso y filosófico, nada nuevo. Decidió poner tan sólo la primera palabra.

«Oak tree.»

Wikipedia le ofreció múltiples ramas y ramillas tales como Botánica, Usos Industriales, Biodiversidad y Ecología, Enfermedades, Toxicidad y, finalmente, Significación Cultural. Optó por esta última bifurcación. El árbol en cuestión había sido elegido como símbolo por varios entes políticos, como el Partido Conservador del Reino Unido o los Demócratas Progresivos de Irlanda, por entidades culturales, como la National Trust inglesa, y por organizaciones militares, como el ejército alemán o las fuerzas armadas norteamericanas. Realmente no había sido muy original el grafista de los Sokolov. El roble era considerado incluso árbol nacional en más de diez países: Estados Unidos, Inglaterra, Estonia, Francia, Alemania, Moldavia… Los ojos de Diana quedaron clavados en la pantalla.

¿Moldavia también? Dejándose llevar por la mecánica adictiva de la adrenalina, escribió en el recuadro de Google:

«Moldavia, Moldova.»

La segunda nación más pobre de Europa y una de las más pobladas. Quiso realizar una búsqueda de imágenes:

«Oaks in Moldova.»

Le salieron varias fotografías de bosques frondosos, casas con tejados rojos y campanarios puntiagudos. Y una madre con niños pequeños, vestidos de modo heterogéneo, posando delante del tronco imponente de un roble centenario. De repente, le vinieron a la vista las fotografías colgadas en las oficinas de la ONG. Allí el roble estaba dibujado en la puerta, como emblema de la organización. Un fuerte presentimiento emergió de los azules intensos de la pantalla. ¿Y si la pista de los robles no iba encaminada a la fundación sino a la ONG? Pero ¿por qué la ONG?

¿Qué podía enlazar Terapia 85 con la ONG y Moldavia? ¿Algún tratamiento experimental de alguna enfermedad epidémica en aquel país?

«Moldovan diseases in children.»

¿Cuáles eran las enfermedades más frecuentes en los niños moldavos? No le sorprendió encontrar varias infecciones, entre ellas la tuberculosis, y también la anemia y la hipovitaminosis. ¿Era posible que se tratara de una nueva vacuna? Pero entonces ¿qué significaba el 85? Si cedía a las alusiones de su hija, tendría que relacionar tres ideas: la ONG, terapia y telomerasa. Descartada la presencia de algún tumor prevalente en dicha población, sólo quedaba la terapia antienvejecimiento. Entonces le llegó otra luz, como un cometa incandescente que cruzó el cielo de madera del desván. Le rondaba por la cabeza un artículo que había leído hacía años, en el que se discutía si una telomerasa ancestral con una actividad elevada en ciertos individuos determinaba la longevidad. Buscó varias opciones en PubMed:

«Ancestral telomerase», cuatrocientos resultados.

«Longevity populations», dieciocho mil artículos.

Se llenó la boca con un trago directo de la botella. Volvía a estar como al principio. Probó con varias combinaciones. Finalmente, escribió:

«Ancestral telomerase activity and survival longevity populations.»

Ahora sí que acotó el terreno: veinte publicaciones. Encontró fácilmente la revista. Era un Medical Hypotheses de un autor rumano. Exponía la idea de que unos telómeros hiperlargos, seguramente por una telomerasa muy activa durante la vida embrionaria, podían originar una marcada resistencia al envejecimiento. En las referencias señalaba una curiosa:

«Long telomers in an ancestral population with long life span.»

No era extraño que el texto hablara de una antigua población que tenía su origen en los Cárpatos y que presentaba telómeros largos y una gran longevidad. La respiración se le aceleró. ¿Podría ser que dicha población de los Cárpatos tuviera alguna relación con la vecina Moldavia? Era una revista antigua —publicada unos años más tarde del descubrimiento de la telomerasa —, no estaba indexada y tenía una accesibilidad limitada. Por deformación profesional, se empeñó en encontrarla para poder analizar el estudio en detalle.

Se pasó más de una hora dando vueltas por bibliotecas de todo el mundo, a punto de tirar la toalla en dos ocasiones, en busca de una que estuviera suscrita a la revista. Comenzó por bibliotecas del país de edición de la publicación, Italia, continuó por instituciones relacionadas con el envejecimiento, y acabó metiéndose en organismos estatales de países vinculados con los Cárpatos. Una biblioteca rumana del Instituto Nacional de Salud Pública disponía de todos los números y permitía la solicitud y el envío de artículos por correo electrónico, con un significativo recargo si era en menos de cuarenta y ocho horas. Sacó la tarjeta electrónica del bolso y lo pagó.

Aquel ejercicio de búsqueda rutinaria la había calmado. Se levantó para estirar las piernas y en aquel momento notó que el estómago se le revolvía de hambre. Miró el reloj. Claro, era la hora de comer. Bajó a la cocina y cogió una manzana. La frotó contra los tejanos, pensando en que antes de ponerse a comer en serio debía encaminar mejor la búsqueda. Con gesto ocioso, apartó la cortina de la ventana y contempló el retazo de pueblo que correspondía al de un día espléndido de septiembre, con un grupo de mujeres que regresaban de dar un paseo por el campo, bastones en mano y un par de niños corriendo delante de ellas en dirección a la plaza. Le dio un mordisco a la manzana y subió de nuevo a su refugio sofocante.

En cuanto se sentó a la mesa, se quedó embelesada delante de la página de la biblioteca. La manzana se detuvo cerca de su boca medio abierta, como si Diana no recordara por qué la había cogido. Volvió a PubMed.

«Moldova and Longevity.»

¡Bingo! Existía un grupo de individuos centenarios con una proporción de supervivencia que triplicaba la de otras poblaciones caucásicas. De hecho, era un prodigio. Se trataba de una población similar al caso Okinawa de Japón, con mucha gente mayor de cien años, que presumía de dieta sana y bajos niveles de estrés. Podría haberse ahorrado el recargo en la tarjeta. En el texto hallado se cuestionaba si alguna característica genética podría estar implicada. Y lo más importante: se explicaba que la mayor parte eran descendientes de los habitantes de una zona aislada de los Cárpatos que se habían diseminado por Rumanía y Moldavia. Se quedó estupefacta.

—Quiere decir que investigan con los niños —exclamó en voz alta.

Asustándose con su propia voz, comenzó a moverse de aquí para allá por las autopistas de la red como una poseída, de Moldavia a los robles, de los robles a la telomerasa y de la telomerasa a las poblaciones longevas. Absurdo, aquello era muy absurdo. No obstante, metió la mano en el cajón de la mesa para sacar la carpeta del PIM y buscó la fotografía: el grupo de excursionistas entre montañas y al fondo un campanario puntiagudo como el que había visto en las imágenes de aquel país. ¡Aquéllos eran los lugares que visitaba «el núcleo duro» en sus viajes de juventud!

El artículo le llegó al cabo de una hora y le sirvió para confirmar el origen de la población y su destino actual: Moldavia, mayoritariamente. Las mediciones de los telómeros y de la actividad de la telomerasa se habían realizado, en aquellos años, a través de métodos anticuados pero fiables.

Diana cogió el móvil para explicarle el resultado de sus pesquisas a Mark, que ya estaba en Toulon, pero le llegó el mensaje de desconexión. Guardó toda la información impresa en el archivador PIM y metió éste en el fondo del cajón. Pensó que aquella noche no podría dormir con toda la adrenalina que le corría por el cuerpo, y es que, de hecho, ya era media tarde y aún no había comido.

Mark había desconectado el móvil mientras se acercaba al hospital de la Corporación Sanitaria de Toulon.

Era un edificio moderno, rodeado de un espacio ajardinado con pinos y palmeras. Atravesó el sendero y entró en el vestíbulo. En el punto de información preguntó por el ingreso de Manuel Lucena. Éste se hallaba en la planta cuatro, curas intermedias, cama 8. No podían asegurarle que recibiera visitas.

Subió al ascensor entre la riada de familiares que el domingo por la tarde, como si se celebrara una gran fiesta en un centro cívico, acudían a ver a los parientes enfermos. El ascensor fue vaciándose en las primeras plantas y en la cuarta sólo salió él. Atravesó una sala de espera funcional, con sillas y plantas de plástico, y se vio frente a una puerta corredera de vidrio opaco, junto a la cual había un intercomunicador y un folio enmarcado con el horario de visitas. Hablando en inglés, pidió visitar al señor Lucena, de la cama 8. La enfermera dudó y llamó a alguien para que le contestara en el mismo idioma.

—El 8 tiene restringidas las visitas. ¿Es algún familiar?

—Sí —mintió él.

Se oyó un zumbido y las puertas se deslizaron hacia los lados.

La unidad mostraba unas cuantas habitaciones con paredes de vidrio que se abrían en un mostrador de control de enfermería centralizado. Todo estaba en un silencio absoluto, roto únicamente por los latidos discontinuos de los aparatos de monitorización y los zuecos de las enfermeras en el suelo. Una de ellas lo esperaba con la cabeza alzada frente al ordenador. Por la identificación que llevaba como un colgante, Mark dedujo que se trataba de la supervisora de la unidad.

—El paciente del box 8 está obnubilado, no creo que pueda hablar con él. —Al ver que Mark no hacía ningún gesto de claudicar, añadió—: Tendrá que entregarnos un documento de identificación.

Mark se descolgó la mochila del hombro para buscar el pasaporte.

—¿No será usted policía? — preguntó la supervisora con una mirada desafiante por encima de las gafas—. Aún no se puede interrogar al paciente.

—No. Soy un familiar. Pasaba por aquí; viajo por trabajo.

Mark dejó el documento en el mostrador mientras pensaba que al menos había una investigación policial en marcha.

—Está bien —asintió ella después de anotar el nombre en un listado—. La visita debe ser breve.

—Va mejorando, ¿verdad?

—Sí, lentamente. A veces sufre episodios de agitación. Si todo va bien, lo bajaremos a sala en pocos días. En ocasiones, el aislamiento de las curas intensivas es contraproducente.

Mientras tanto, con un susurro, la supervisora ordenó a una auxiliar que le trajera una bata y unas fundas de papel para los zapatos.

Una vez vestido de verde, Mark se acercó a la habitación, situada en un extremo. Le costó reconocer al pobre Lucena. El vendaje le ocupaba la mitad de la cabeza, y la otra parte se la habían rasurado por completo, dejando al descubierto algunas cicatrices pintadas de amarillo. Había adelgazado, y la sonda nasogástrica le deformaba la nariz. Debía de haber perdido mucha sangre porque el resto de la piel visible estaba muy pálida. Tenía las manos tan blancas como la sábana sobre la cual descansaban. Mark advirtió que llevaba un brazalete de identificación.

—¡Hola, jefe! —lo saludó en voz baja, poniéndole los labios cerca de la oreja derecha—. Soy Mark Günev.

Lucena movió un poco los párpados.

—Vengo de parte de Diana. Le envía muchos recuerdos.

Diana era el código infalible para llegar al corazón del pobre hombre y Lucena abrió los ojos y lo miró.

—Creíamos que la había palmado. Encontramos un buen charco de sangre en el pasillo.

Lucena cogió aire para hablar.

—La tiré yo —dijo con gran esfuerzo—. La sangre era mía. Me la saqué.

—¿Por qué?

Lucena calló, como si hablar fuera incompatible con la vida. Cerró los ojos de nuevo.

—Para que alguien investigara.

Mark reconoció en aquella respuesta al Lucena ingenuo, infantil. No insistió. Dejó pasar unos minutos para darle tiempo a recuperarse mientras observaba la gota del glucosado caer rítmicamente hacia el tubo de plástico. Se oía el chirrido del carro de curas en la habitación contigua, y la entrada de una ambulancia fuera, en la calle.

—Hemos encontrado las muestras en el congelador de la fundación.

Mark advirtió una leve sonrisa en la comisura de los labios de Lucena.

—Son tubos de ADN y sangre, ¿verdad? —Inmediatamente, se reprendió a sí mismo por hacer preguntas innecesarias—. Lo de Terapia 85 no sabemos qué significa.

Lucena volvió a coger aire para intentar hablar.

—Seleccionan a los niños. Apretó los párpados y frunció el entrecejo.

—Después hacen la extracción.

Era un intento de descripción metodológica digna de él, ordenada y sintética. Pero en aquellos momentos parecía absolutamente insuficiente. Mark se impacientó.

¿Qué quería decir? Sin ser consciente, le apretó el brazo.

—¿Qué niños?

El hombre pronunció algo ininteligible.

Mark acercó los labios a su oreja.

—¿Qué ha dicho?

De repente, Lucena comenzó a respirar agitadamente y los picos del electrocardiograma se juntaron.

—¿La extracción de qué? — insistió Mark, despiadado, apretándole el hombro.

La alarma acústica del electrocardiograma hizo que Lucena dibujara una mueca de fastidio bajo la nasogástrica. Mark vio cómo la enfermera atravesaba la sala en dirección al box.

—¿La extracción de qué? —repitió a la desesperada.

—Médula ósea, mesenquimales —fueron las últimas palabras claras que salieron de los labios resecos de Lucena.

La enfermera, con un francés autoritario, apartó a Mark del paciente como si fuera un niño pesado y estuviera molestando al abuelo enfermo.

Mark se desplazó hacia la puerta y levantó la mano. Lucena apenas se dio cuenta de que se marchaba, acaparado como estaba por la enfermera y la administración intravenosa del calmante. Mark se quitó la ropa de papel y la arrojó al cubo. Se sentía frustrado. No había conseguido su objetivo. Sólo contaba con cuatro frases inconexas. Informó a la supervisora de que estaría en la ciudad un par de días y le dejó su teléfono anotado en un post-it.

Una vez fuera de la sala, sacó la libreta PIM de la mochila y anotó las palabras exactas del técnico sobre los niños seleccionados y la extracción de médula ósea. No quería olvidar ningún detalle. Una mujer sentada en la sala de espera lo observaba con atención. Después se puso de pie y se le acercó.

—Disculpe, la supervisora me ha dicho que era usted un familiar de monsieur Lucena.

—Sí, así es —le respondió Mark, sorprendido, mientras guardaba la libreta en la mochila.

—Soy madame Crochet —dijo ella, tendiéndole la mano para presentarse—. Su vecina en Beaudine.

La mujer, vestida con una bata de flores y con el pelo corto y rizado, teñido de un tono rojizo, era corpulenta, de caderas anchas y brazos rollizos. Los ojos, de un color negro intenso, resaltaban sorprendentemente sobre la extrema blancura de su piel.

—¿Lo conocía? —se interesó

Mark.

Tras un momento de vacilación, madame Crochet negó con la cabeza.

—¿Es usted policía?

—No, claro que no. Ya le he dicho que soy un familiar. Un familiar lejano —añadió Mark, relajando los lazos sanguíneos.

Ella había ido a Toulon para ver al médico del asma y, de paso, interesarse por monsieur Lucena, con el que compartía enfermedad e idioma. ¿Tenía noticias sobre su estado?, le preguntó. Después estuvieron un rato hablando del aprecio de Lucena por las flores, aprecio que ella también sentía, y que lo había llevado a sufrir el terrible accidente. Ella, en cambio, sería incapaz de ir en bicicleta como lo hacía su vecino, porque las rodillas no dejaban de darle problemas. Y entonces se levantó el bajo del vestido para enseñarle una posible inflamación de la pierna derecha. Examinaron las rodillas y un poco más tarde los tobillos, y finalmente se despidieron deseándose entre sí la rápida mejoría del señor Lucena.

Cuando llegó al hotel, llamó a Diana.

—Ha abierto los ojos al oír tu nombre.

Mark notó que ella se emocionaba. Y cuando le contó que había sonreído al enterarse de que habían encontrado las muestras, ella exclamó: «¡Pobre hombre!». Incluso aseguró que haría una escapada para verlo. Terminada esta parte de la conversación, Diana lo interrumpió. Estaba deseosa de explicarle sus avances, comenzando por la idea de su hija sobre el descubrimiento del año 85, y siguiendo por la teoría de la población longeva de Moldavia basada en una telomerasa singularmente activa.

—Estoy segura de que investigan con los niños.

Hablaba en voz baja, tapando seguramente el aparato con la mano izquierda, supuso Mark. Él, por su parte, comenzó a atar cabos.

—Lucena ha dicho cuatro palabras: «selección de niños, extracción, médula ósea y mesenquimales» —leyó de la libreta.

Eso significaba que practicaban una punción en la cadera de algunos niños de la ONG para extraer células madre de la médula ósea. Diana no podía creerlo, se trataba de una intervención y no exenta de riesgos.

—¿Qué crees que hacen con las mesenquimales?

—Serán mesenquimales «eternas» con esta telomerasa tan potente. Deben de multiplicarlas y congelarlas para usos diversos. Supongo que pueden utilizarlas para intervenciones de relleno de arrugas, o para inyectarlas de forma intravenosa para el rejuvenecimiento en general. Aquí es donde intervendrá Justin Curley, en alguno de estos procesos.

«Selección de niños.» Diana recordó que los pequeños realizaban dos visitas. Probablemente, durante el primer viaje analizaban el gen de la telomerasa y seleccionaban a los niños genéticamente activos. En el segundo viaje regresaban los niños con «premio» para ser sometidos a la extracción.

—Justificarán la herida en la cadera con cualquier excusa, una caída, un golpe, un corte accidental.

Estaban preocupados; se sentían responsables. Él oyó una pausa con ruidos de fondo, como si ella se acomodara en un sitio distinto.

—¿Qué haremos ahora?

—Tenemos que averiguar quién está involucrado. Todo esto es muy peligroso. Mañana, después de pasar por el hospital, iré a hablar con la policía.

Otra pausa, esta vez tensa, mientras Diana pensaba probablemente en su marido. Después ella le preguntó:

—Y tú, ¿cómo estás?

La separación entre las dos partes de la frase y la ternura del tono eran una clara alusión a la noche en la azotea. Mark se conmovió.

—Estoy bien, pero me muero de ganas de estar un rato contigo. Necesito un médico a mi lado.

No le dijo que estaba molido del viaje, que aún no había dormido y que en aquellos momentos sudaba con profusión por la temperatura exagerada de la calefacción. Pero se sentía feliz. Incluso después de despedirse y colgar aquel maravilloso aparato comunicativo, siguió estrechando éste contra su pecho y siguió pensando en ella.

¿Qué les depararía el futuro? ¿Qué pasaría cuando superaran aquella trágica aventura? ¿Continuarían juntos o Diana sería incapaz de abandonar su vida? Imaginando que sí, pensó que sería maravilloso huir los dos a la otra punta del mundo y pasar una temporada en algún laboratorio. Podrían ir a un país con mar. Australia, quizá. Trabajarían durante el día, navegarían al caer la tarde y harían el amor cada noche en el barco.

Había oído decir que había buenas ofertas en la Universidad de Melbourne, en un nuevo instituto de investigación biomédica. Se quedó dormido mientras se imaginaba navegando por la bahía de Port Phillip, con delfines siguiendo el barco y los rascacielos recortados en el horizonte.

Cuando despertó, estaba desnudo en la cama. Había intentado desconectar la calefacción, pero no había mando alguno por ninguna parte. Fue a abrir un poco la ventana. La ciudad estaba adormecida entre la niebla de la madrugada, aunque las luces de la calle todavía estaban encendidas. La habitación estaba en la penumbra, con el resplandor difuminado de las farolas que entraba por las cortinas. Se duchó con el chorro de agua fría implacable sobre el cuerpo. Cuando salió del baño con la toalla alrededor de la cintura, oyó la llamada del móvil. Era del hospital. En un inglés afrancesado, el médico de guardia le hizo saber que lamentablemente el señor Lucena había fallecido aquella madrugada. Un inesperado empeoramiento de las constantes vitales lo había llevado a una parada cardiopulmonar. Por un momento, Mark quedó consternado. ¿Cómo había podido suceder eso? Probablemente debido a una crisis hipertensiva, le contestó el médico. Eso había reproducido la hemorragia cerebral y no habían podido controlarla. Lo tranquilizó: la policía se haría cargo de todo el trámite legal.

Mark se sentó en el borde de la cama y miró el móvil incrédulo, deseando que aquella llamada no se hubiera producido nunca.

27

Los días previos a la inauguración del congreso una epidemia de vanidad había transformado la ciudad. Los medios de comunicación llenaban los espacios con noticias relacionadas con el acontecimiento, las habitaciones de los hoteles y los coches de alquiler se habían agotado hacía semanas y el despliegue de seguridad era tan estricto que se prohibió iniciar cualquier obra urbana que no fuera realmente imprescindible. Todo el mundo pensaba en el congreso. Si tropezaban con un atasco, suponían que habría un autobús de dos pisos descargando extranjeros a las puertas de un hotel. Si se oía un tintineo, se imaginaban las copas de cristal que estaban dispuestas en las cajas de provisión del cóctel de inauguración. Si hacía sol, se alegraban por los futuros visitantes, y si estaba nublado también, ya que no pasarían tanto calor.

La sede que acogía la reunión científica era el Palacio de Congresos, una moderna edificación con una arquitectura espectacular que era la envidia de las ciudades vecinas. El ayuntamiento había colgado unas banderolas en las farolas que anunciaban, a lo largo de la avenida, el camino hacia la sede. Un camión de televisión había aparcado en la explanada de la fachada principal del edificio y había desplegado una grúa de altura considerable para grabar imágenes panorámicas del recinto. Se había subrayado en las noticias que el congreso constituía el primer acto internacional que acogía el Palacio de Congresos, y se mostraron imágenes del auditorio, una sala magnífica, con capacidad para mil personas, con paredes de roca y decorada con arcos y columnas, que imitaba una bodega romana.

—Aterrizarán a mediodía, justo antes del acto de inauguración

—advirtió el agente de Transeurop, la empresa contratada por la organización del congreso.

Àngels lo observó con admiración. La enfermera y su amiga especialista en suelo pélvico, junto con dos residentes de cirugía plástica, habían sido solicitadas para actuar de puente entre la agencia, las azafatas y el comité organizador. Sabían perfectamente que eso quería decir hacer un poco de todo, como las navajas multiusos de bolsillo, pero habían aceptado con agrado, pues representaba un dinero extra para la hucha de los viajes. Desde primera hora de la mañana, el agente, con la experiencia acumulada sobre los hombros de la chaqueta de lino, y la alegría de una camisa roja y una corbata brillante, les hizo cotejar el registro de asistentes al congreso con el de los colgantes identificativos, las carteras de la documentación y los certificados de asistencia. Le gustaba amenizar el rato con miles de anécdotas de todos los congresos que había organizado por el mundo.

—Vendrán todos juntos, como una bandada humana —murmuró con los ojos entrecerrados, como si fueran un grupo de conspiradores

—, deprisa y corriendo, para saludar a un ponente o sentarse al lado de algún congresista influyente.

Las azafatas sonreían insulsas, o quizá tímidas, perfectamente uniformadas con medias oscuras, el vestido azul marino y el fular de colores al cuello. Durante la mañana aún andaban ajustándose las faldas y recogiéndose el pelo. Eran muy jóvenes. Para muchas de ellas, era su primer congreso.

Las dos enfermeras también tenían muy buen aspecto. Se habían maquillado con esmero e iban peinadas de forma impecable, con un corte desigual y un marcado moderno. Herederas de la revolución sexual de los sesenta y las corrientes feministas, habían vestido faldas largas hindúes y chalecos de patchwork, y ahora sabían llevar con perfecta naturalidad un elegante conjunto rojo de chaqueta y pantalón, con camisa negra y zapatos de tacón que les había facilitado la organización. Orgullosas, y bien plantadas detrás del mostrador, tenían la misma pose de control absoluto que cuando mandaban en las consultas externas.

Durante la mañana las dos enfermeras pasaron un buen rato curioseando el segundo vestíbulo, donde se habían instalado los puestos de las casas comerciales.

El más entretenido era el área de las prótesis, que recordaba una carnicería futurista, con mostradores que exhibían pechos femeninos y pectorales masculinos, glúteos y otras prótesis blanquecinas, mezcladas con jeringas y frascos con gelatinas para infiltraciones faciales.

Finalmente, hacia el mediodía, vivieron la gloriosa (feroz, según el agente) llegada de los congresistas, en un goteo continuo al principio, y como una abrumadora invasión más tarde. Mientras las azafatas clónicas realizaban un trabajo excelente repartiendo carteras y colgantes identificativos, Àngels vigilaba la llegada de los ponentes y procuraba entonces que la atención fuera personal, amable y minuciosa. Ella sabía cómo hacerlo. Aunque necesitaba la ayuda de una azafata para el inglés, un reconocimiento, una sonrisa, era suficiente.

—¿El doctor Evarist Figueras? Àngels los miró con recelo.

Aquellos dos jóvenes no tenían aspecto de ponentes, ni tan sólo de congresistas. Se presentaron: un periodista y un fotógrafo del diario local. Mientras la compañera se comunicaba con la sala de actos para localizar al cirujano, sonó un móvil, y los dos hombres tuvieron que dejar las bolsas en el suelo para revolver uno por uno los múltiples bolsillos y compartimentos de su complicado interior.

—Sí, yo mismo… Bueno… Ya hicimos un reportaje… Sí, de los niños, hace un mes… ¿Otra visita…? ¿En la fundación o en el hotel?

El joven puso fin a la conversación con cuatro frases y colgó.

—Que les den. Tenemos que asomar las narices y hacer fotos sólo cuando ellos lo ordenan.

—Cuando les interesa ver todas las narices juntas… —dijo riendo el fotógrafo.

Guardaron silencio al ver que Evarist Figueras se acercaba a zancadas para conducirlos a una de las salas de reuniones que había alquilado para el comité organizador.

Si había algo que odiara en aquellos momentos era tener que vestirse e ir al cóctel de inauguración del congreso, se decía Diana tumbada en la cama con el móvil en la mano. Cómo podía poner buena cara o, como mínimo, una cara normal, delante de Nicolás, de Evarist Figueras y del propio Claudi, cuando sospechaba que ellos sabían perfectamente que habían matado a Lucena aquella misma noche. Pobre hombre, un enfermo indefenso, prisionero dentro de una cama de curas intermedias. Seguro que algún mercenario con zapatos de rejilla se había colado en el hospital de Toulon y le había inyectado cloruro de potasio en vena.

A disgusto, Diana se incorporó y fue al baño a mojarse la cara.

Después cogió del armario un vestido negro como su alma y se calzó unas sandalias con un poco de tacón. Era un vestido sobrio, abrochado a la espalda, ligeramente ceñido con pinzas. El único adorno era un bolsillo disimulado en el lado izquierdo. De mala gana, se recogió el cabello, se pasó el pintalabios por la boca y se dibujó una raya de lápiz en los párpados. Antes de salir, cogió un bolso de mano para las llaves y el móvil y un chal blanco. Había quedado con Mark en que él la llamaría en cuanto hubiera hablado con la policía francesa. Quería indagar si se consideraba una muerte «normal», o si se había solicitado una autopsia judicial.

Mientras cerraba la puerta de casa, preguntándose si volvería algún día el visitante del whisky, apareció entre las sombras la vecina con nocturnidad y alevosía. La cogió del brazo y no la soltó hasta que Diana no cerró la puerta del coche y arrancó. Las consultas varias sobre las recetas de medicamentos que tomaban su marido y ella la distrajeron de ver el monovolumen blanco aparcado en un rincón oscuro del descampado, detrás de una retama frondosa. Unos segundos después de que el Clio saliera del aparcamiento, el monovolumen abrió sus ojos luminosos y puso en marcha el motor.

El cóctel del congreso se celebraba en las ruinas del anfiteatro romano. Éste había sido uno de los obsequios del ayuntamiento: una visita guiada, y unas carpas sin coste alguno, en torno al monumento. Diana llegó tarde porque una manifestación contra las medidas económicas del Gobierno había cortado los accesos. Cuando entró en las ruinas, todos los congresistas estaban en medio del anfiteatro, boquiabiertos con las graderías de piedra que resaltaban con una iluminación mágica. Una música suave se mezclaba con las voces armoniosas de los asistentes y el aroma salobre del mar, todo ello iluminado por antorchas encendidas y una luna llena que asomaba por el horizonte. Fue la amable Àngels la que la guió sobre el entarimado de madera que el ayuntamiento había instalado en el suelo. Diana observó con disgusto que Claudi estaba en un grupo donde también se hallaban Lluís Nicolás y Marta.

—Diana, querida, cuánto tiempo sin verte —exclamó Marta con un abrazo.

Nicolás y ella se observaron con aversión mutua. Él, al menos, tuvo la delicadeza de manifestar una amnesia absoluta respecto a su dramática aparición nocturna.

La visita con la explicación del guía ya había terminado, y después de unos minutos se dirigieron a los túneles y las carpas. La decoración estaba marcada por el blanco: cortinas, manteles, sillas y flores, excepto en el suelo, donde el negro reinaba sobre unas placas que simulaban la textura de la pizarra. El grupo se instaló alrededor de una de las mesas.

—¿Conoces a la sobrina de Nicolás, Arcelia Céspedes? Es de la rama familiar mexicana —le presentó Marta.

Diana se vio obligada a besar a una joven vestida de rojo que parecía arreglada para una gala televisiva de segunda. Atrevida, más que vulgar. También le presentaron al tétrico ayudante de Nicolás, el doctor López- Ambrosio, y su esposa, una mujer de apariencia cansada, y al secretario del ayuntamiento, que no paraba de llenar la copa de cava a Arcelia. Para completar el círculo, había un par de cirujanos muy bien vestidos, uno italiano y otro francés.

Claudi no tomó asiento, sólo dejó la cartera del congreso en la silla forrada de blanco. Permaneció de pie para ser más visible y gozar asimismo de mayor visibilidad. Diana pensó que la preocupación que le había visto en la cara la otra noche se había esfumado y volvió a aparecer el mister Hide político, que saludaba aquí y allá, mirando al mismo tiempo por encima del hombro del interlocutor por si había algo mejor a la vista. Por otra parte, parecía rehuir, por algún motivo, la compañía del grupo.

Enseguida aparecieron camareros con magníficas bandejas en las que habían dispuesto en fila cucharitas de contenidos exquisitos.

—Perdonad —se disculpó de nuevo Claudi mientras se alejaba para atender el móvil.

Diana recordó que ella también esperaba una llamada de Mark, y sacó el aparato del bolso para ponerlo sobre el mantel.

—Yo me lo he dejado en casa —anunció la mexicana, como si aquello fuera de interés general.

Y sí que lo era, porque al momento el secretario del ayuntamiento, bajo la estricta vigilancia de Nicolás, le ofreció su aparato para que realizara las llamadas que deseara, y se entretuvo un buen rato en mostrarle las prestaciones del modelo.

Finalizada la llamada, Claudi sacó la cartera de la silla y se sentó al lado de Diana. Silenció el móvil con gesto de fatiga y lo depositó encima del mantel.

—No me dejan tranquilo.

—No te quejes. El congreso es todo un éxito —lo alabó Nicolás, alargando el brazo sobre una bandeja de pequeños boles con brandada de bacalao.

Media mesa hablaba en un idioma, y media mesa en otro. Era una reunión forzada. Nadie estaba dispuesto a dirigir una conversación común en torno al mantel. Claudi aparentaba estar pendiente de los invitados extranjeros y no prestaba atención al resto. Marta siempre había sido incapaz de dar conversación y le daba bastante igual. Nicolás estaba poniéndose celoso y seguía atento la conversación del secretario y Arcelia, y ésta, por su parte, estaba absorta en el ambiente de lujo y el hecho de tener a una autoridad pendiente de sus movimientos. De vez en cuando soltaba una risita en respuesta a alguna observación ingeniosa del político. Diana sólo podía pensar en los zarzales en los que se sentía apresada y no se veía con ánimo de construir ningún comentario banal o prosaico. Fue Marta, finalmente, quien rompió la media hora larga de conversaciones breves y asfixiantes. Se cogió del brazo de su marido como si tuviera que anunciar algo.

—¿Habéis visto la televisión este mediodía? —preguntó, levantando la voz y mirando a su marido—. Finalmente, han emitido el reportaje del hospital, y la entrevista con Lluís. Hacía semanas que estaba grabada.

Era una mirada de pretenciosa posesión maternal. Todos los presentes se interesaron cortésmente por el programa, y los que lo habían visto elogiaron la actitud del director y la inmejorable imagen del centro. El secretario del ayuntamiento emitió un ruidito que podía parecer de burla, pero tal vez sólo hubiera tosido levemente para limpiarse la garganta.

Diana no pudo resistir el impulso de hacer otra pregunta.

—¿Habéis oído la noticia de la muerte de nuestro técnico? — Fingió naturalidad, sabiendo que estaba lanzando una provocación entre los mondadientes y las servilletas arrugadas de la mesa.

Claudi le dirigió una mirada fulminante de desaprobación, como si hubiera dicho una grosería.

—Me lo han comunicado. Una lástima —dijo Nicolás después de un incómodo silencio general—. Parece ser que estaba grave.

Marta se interesó piadosamente por la enfermedad del hombre y Nicolás, humedeciéndose con avidez el labio inferior reseco como si le hubiera entrado sed, le explicó el choque con la bicicleta y la conmoción cerebral, como si hubiera sido un accidente de fin de semana, sin más.

Diana, haciendo caso omiso de la mirada de su marido, le preguntó cómo le había llegado la noticia. Nicolás le dirigió una de sus espléndidas y equívocas sonrisas.

—Como director del hospital, se me tiene informado. Yo no te pregunto cómo lo sabes tú, hija — respondió en un tono afectuoso, como si comprendiera las debilidades de Diana y quisiera ayudarla. Pero a ella aquel «hija» le sonó fatal, como una intimidación refinada.

De ahí en adelante, cada vez se sintió peor. No paraba de echar un vistazo tras otro al móvil, pero la llamada de Mark no llegaba. En un momento dado, oyó que Nicolás preguntaba a Claudi por Friederich. No lo había visto en el Palacio de Congresos y ahora tampoco. Lo creía secuestrado por la casa comercial que se ocupaba de él.

—Prefiere quedarse en el hotel. Ya sabes cómo es. Y en el César Imperial le preparan la cena de régimen y la cama calentita.

Diana prestó atención. Sir Friederich, el hombre íntegro y rebelde al que Mark tanto admiraba, se hallaba en la ciudad como ponente invitado. ¿Y si fuera una señal? ¿Y si aquella coincidencia representara la salida de aquel conflicto laberíntico en el que estaban metidos? La cabeza le daba vueltas, el bullicio que habían despertado los primeros sorbos de cava entre los asistentes se le hacía insoportable y notaba que Marta, y también la chica mexicana, la miraban fijamente. Cogió el bolso.

—Creo que me he dejado las luces del coche encendidas.

Se levantó y se adentró en la masa de trajes oscuros y brazos alzados con bandejas que daban vueltas entre las mesas. Justo cuando estaba en la puerta, se dio cuenta de que había olvidado el móvil en la mesa. Regresó presurosa y lo cogió.

—Si veo que me he quedado sin batería, te llamo —advirtió a Claudi, que la miró con los ojos muy abiertos.

28

El aparcamiento del mirador había sido desalojado de los manifestantes, pero la policía estaba presente para evitar posibles altercados con las autoridades asistentes al cóctel. Diana no comprobó si había dejado las luces encendidas ni si la batería había agotado sus energías. Puso en marcha el motor y calculó que en diez minutos estaría en el César Imperial.

¿Hacía bien dando ese paso?, se preguntaba mientras abandonaba las filas alineadas de coches. ¿Era un paso o un salto al vacío? Se dirigía a una personalidad de gran relevancia y autoridad moral para denunciar un delito gravísimo contra unos niños. Un posible delito.

Se torció el camino, tú ya sabes que no puedo volver.

Son cosas del destino, siempre me quiere morder.

Había buscado una emisora con música para distraerse mientras esperaba en un semáforo en rojo. Subió el volumen con curiosidad. Aquella canción de Fito Fitipaldi que había oído miles de veces adquiría ahora un sentido especial, trágico. No podía volver. Había llegado a un punto en el que el destino le marcaba lo que tenía que hacer. Posiblemente sería más feliz quedándose inmóvil, discreta y silenciosa junto a Claudi, fingiendo que no pasaba nada; terminaría la tesis, se estabilizaría como investigadora y sonreiría al futuro. Pero no podía. El destino la había mordido y la había hecho levantarse de la silla forrada del congreso, sentarse en el coche y apretar el acelerador.

Un claxon impertinente la avisó de que el semáforo estaba verde. Acosada por la masa que a esas horas circulaba impaciente, tomó la avenida principal. Recitaba la letra de la canción mientras notaba una efervescencia que le subía por las manos y los brazos y se le extendía por todo el cuerpo. Estaba cerca del final del camino, y se sentía animada y serena. Continuó con la letra de la canción unas cuantas travesías, hasta que tuvo que girar y mirar por el retrovisor. Entonces la letra se le quedó flotando en los labios. Un monovolumen que había visto salir con ella del aparcamiento del anfiteatro volvía a estar presente detrás. Se inquietó. ¿Podría ser el monovolumen de siempre? No era fácil que pasara desapercibido en una ciudad pequeña. Podía distinguir a los ocupantes, dos hombres. Por alguna razón, palpó el cuerpo minúsculo del móvil en el bolsillo del vestido y sintió alivio. Recordó que le quedaba poca batería pero podría hacer una llamada a Mark, y quizá a Sandra.

Diana enfiló la avenida de adelfas que conducía al hotel. Entonces ignoraba que Mark había sufrido un aparatoso incidente en la calle Bergés de Toulon. Le habían robado la mochila, con todas sus pertenencias, y lo habían dejado tirado en el suelo, inconsciente en medio del asfalto. Tampoco tenía presente que su hija se embarcaba en esos momentos rumbo a Brasil, y le quedaban por tanto doce horas de desconexión telefónica por delante. Si lo hubiera sabido no habría aparcado con la seguridad que lo hizo, ni habría olvidado el monovolumen blanco con los cristales tintados que había parado justo al lado del letrero del hotel.

Quizá fuera la presencia del pequeño autobús, estacionado ante la puerta principal, o la pareja de fotógrafos que vio charlando entre sí, o aquel destino consciente que la había mordido hacía un rato… todo le hizo pensar que los niños

Sokolov estaban dentro del hotel. Se quedó tan aturdida que un coche que salía del aparcamiento le hizo luces y su conductor la insultó por la ventanilla porque Diana se hallaba en medio del paso. A los pocos instantes los pequeños salieron por la puerta de vidrio giratoria. No eran muchos, media docena quizá, con pantalones de chándal azul marino, un polo blanco, y zapatillas deportivas. Las niñas llevaban el pelo recogido en una cola con una cinta roja. Como la primera vez que los vio, captó una nube triste que rodeaba la fila. Miraban a la gente a los ojos, y no hacían ruido; eran un grupo silencioso. Se trataba de los niños seleccionados, los que tenían premio, las víctimas propiciatorias para la Terapia 85. Diana se acercó corriendo, porque le pareció que uno de ellos era Irina. No le dio tiempo. Cuando llegó, ya habían subido al vehículo. A Irina le apareció una sonrisa blanda en la cara al verla por la ventanilla, y Diana notó un arrebato de ternura. Le dio un beso con la mano y la niña le contestó del mismo modo. Ése fue el recuerdo que le quedó grabado en el subconsciente: la niña pegando el beso al vidrio, con la palma de la mano abierta. No pudieron decirse nada porque el autobús arrancó enseguida y se puso en movimiento para dar la vuelta al terraplén ajardinado y desaparecer entre las adelfas. Entonces Diana tomó aire, y se miró los pies fijamente, como si quisiera coger fuerzas en las piernas. Llevaba en la mano el sobre de la invitación al cóctel. La utilizaría de cebo, como una carta que debía entregar personalmente a sir Friederich.

El vestíbulo se veía animado por los periodistas de la sesión fotográfica infantil, que recogían las bolsas y los trípodes, y también por algunos congresistas, que seguían sus propios actos sociales. Un cliente esperaba turno en la recepción y fue atendido con rapidez, ya que sólo quería saber dónde estaba alojada la señora Sokolov.

—Séptimo piso. En el rellano encontrará un servicio de información.

Finalizada dicha consulta, Diana se acercó al mostrador y colocó la carta sobre la superficie con la mano encima. En ese momento sonó el teléfono y el empleado se disculpó por ausentarse un minuto. Diana pensó que aquello era un mal presagio, una señal inequívoca de que nada iría bien.

No fue hasta entonces cuando descubrió a Justin Curley, con sus bermudas australianas, que estaba hablando con un extranjero, ambos con los colgantes identificativos del congreso al cuello. Afortunadamente pasaron por detrás de ella sin verla y salieron.

—El doctor Friederich me espera —dijo, aparentando seguridad ante un nuevo recepcionista que acababa de incorporarse al mostrador.

—¿De parte de quién?

—Vengo de parte del doctor Evarist Figueras. Tengo que entregarle esta carta en persona.

El hombre, entrado en años, descolgó el auricular, flemático, y pasó el mensaje al otro lado de la línea.

—Ya puede subir. Habitación 610, sexta planta —contestó.

Maravillada por la facilidad con que había logrado salvar el primer obstáculo, atravesó el vestíbulo lentamente, para intentar poner en orden sus ideas. Sería sincera. Le explicaría todo lo que había pasado desde el principio y le suplicaría su ayuda. Le diría que era la última persona en la que confiar. El inglés no era su fuerte, pero se haría entender.

Durante la vertiginosa ascensión, se vio acompañada por una pareja de jóvenes que no paraban de besarse y una señora gruesa que le preguntó dónde había comprado las sandalias. Cuando salió al rellano, le dio la sensación de que la hilera de puertas reflejada en el suelo reluciente parecían soldados en formación que le mostraban el camino a seguir y volvió a preguntarse si hacía bien con aquella visita. Transcurrió una eternidad hasta que Friederich abrió.

Sir Friederich le pareció más joven que el día de la fiesta Sokolov. Conservaba una mata de pelo rubio demasiado abundante para las profundas arrugas de la frente y los ojos empequeñecidos por los párpados hinchados bajo las cejas blancas. Llevaba una camisa de manga corta y corbata.

—¿Con quién tengo el gusto de hablar? —preguntó con caballerosidad en un castellano muy pulido.

—Soy la doctora Cladellas. — Diana le tendió la mano, y

Friederich se la estrechó con energía—. Trabajo en la fundación, en los laboratorios del hospital. ¿Le importaría dejarme entrar?

—Ahora mismo estoy preparando una conferencia — repuso él, continuando con una pronunciación perfecta.

Diana percibió que tras la puerta había una estancia ordenada con un acompañamiento de música clásica. Sir Friederich la miró directamente a los ojos, como si estuviera evaluándola. Luego se fijó en el pasillo y volvió la vista a ella. Se puso de lado y le franqueó el paso.

La habitación no era especialmente grande, pero disponía de un espacio adicional con una mesita junto al balcón, donde la invitó a sentarse. Diana vio un ejemplar de La ciencia de la lógica de Hegel en la mesilla de noche y varios CD con cubiertas típicas de música clásica esparcidos sobre la cama. Antes de sentarse, Friederich apiló un montón de papeles en el mueble del televisor, y guardó unos cuantos dossiers en el cajón del escritorio. Bajó el volumen de La escocesa de Mendelssohn y cerró la tapa del ordenador portátil. Diana, mientras tanto, contenía la respiración. Cuando el hombre se sentó finalmente enfrente de ella, fue consciente de que había llegado el momento de la verdad.

—Sólo serán unos minutos — dijo ella, poniendo la carta sobre la mesa.

—¿Éste es el mensaje del doctor Figueras?

Friederich había cogido el sobre por una punta, como si le diera aprensión.

—Bueno, de hecho es una invitación al cóctel del congreso al que usted ha rehusado asistir —respondió Diana, simulando una sonrisa. Después entrelazó las manos nerviosa—. Perdone la intromisión, no se lo tome a mal. Pero no es el congreso lo que me ha traído hasta aquí. Necesito hablar con alguien de confianza, y creo que usted lo es, señor.

Él la miraba bajo las cejas pobladas con curiosidad.

—¿Quiere tomar algo, doctora Cladellas?

—No, gracias. —Hizo una pausa—. Mi compañero de trabajo, Mark Günev, lo admira muchísimo. Ha leído su libro Ciencia infusa y se lo recomienda a todo el mundo. Trabajamos juntos en el laboratorio de la fundación, y es él quien pensó que quizá usted podría ayudarnos.

—Muy bien. Pues terminemos con este asunto antes de nada. — Friederich se sentó en el sillón de enfrente dispuesto a escuchar—.¿Cuál es su problema, exactamente?

—El problema es de la fundación, si me permite decírselo.

—¿La Fundación Sokolov?

Ella asintió, y se felicitó por haber pasado la pelota en cierto modo al asesor de la fundación.

—Creemos que está siendo utilizada como una tapadera de investigación ilegal.

Friederich exhaló un suspiro de insatisfacción.

—El señor Lucena fue amenazado para evitar que pudiera hablar demasiado. Y de hecho se escondió en el extranjero. —Diana hizo una pausa por si el nombre le recordaba algo, pero como no percibió ninguna indicación, continuó—. Bueno, no contaba con que estuviera al corriente.

—¿Al corriente de qué, exactamente?

—De su desaparición. Fue denunciada a la policía, porque sospechábamos que se trataba de un asesinato.

—¿Y quién es Lucena, si puedo preguntarlo?

—Uno de los técnicos del laboratorio de la fundación.

Evidentemente, Friederich lo ignoraba todo, concluyó Diana. Nicolás lo había mantenido en el limbo.

—Lucena me dejó una llave en un sobre dentro de un libro de botánica. Y tiró sangre por el suelo,

sangre suya, para que investigáramos.

El hombre asentía y sonreía, y Diana pensó que no tardaría en acompañarla a la puerta, dándole unas palmaditas en la espalda. Pero, por el momento, no había mostrado ninguna señal de impaciencia, y Diana decidió explicarle la historia paso a paso, desde la página de los robles, incluida la referencia al emblema de la fundación y la ONG, hasta los congeladores, los liofilizados humanos Escogen y las muestras de sangre congeladas de la Terapia 85.

—Así pues, ¿adónde nos lleva todo esto, en su opinión? — preguntó Friederich con una sonrisa cargada de preocupación.

—Creemos que la Terapia 85 se basa en la aplicación de células mesenquimales.

Friederich dejó escapar una especie de suspiro de alivio.

—Supongo que sabe que la investigación con células mesenquimales es una de las líneas prioritarias de la fundación. Se fichó al doctor Curley justamente con esta finalidad. No es nada ilegal, por el momento.

—Lamentablemente, creemos que esto también nos lleva a los niños de la ONG.

Friederich dio un respingo imperceptible, pero no dijo nada.

—Lo dijo Lucena: se seleccionan los niños y se hacen extracciones de células mesenquimales.

—¡Ah! Pero ¿apareció Lucena?

—Por poco tiempo. Fue descubierto por la policía en Francia, cuando tuvo un accidente de bicicleta. Ayer, estando ingresado, Mark pudo hablar con él. Por desgracia, ha muerto.

Friederich bajó la mirada para mostrar pesar.

—Por casualidad ¿tiene alguna grabación de dicha confesión?

—No, claro. Pero tenemos memorizadas las palabras.

—Y las muestras, ¿están todavía en el congelador?

—No. Desaparecieron —respondió Diana con desolación.

—¿Y qué conclusión saca usted de estas pruebas volatilizadas?

—Escogen era una empresa que trabajaba con vacunas antienvejecimiento. Por lo tanto, sospechamos que la investigación va en esa dirección. Hemos encontrado descrita la existencia de personas de especial longevidad en Moldavia. Es muy posible que estén investigando las características genéticas de los niños descendientes de esta población.

Diana hizo una pausa para invitarle a intervenir. Sabía que él había participado en un estudio europeo con individuos centenarios.

—Conozco el caso de la población moldava.

—Nos inclinamos a pensar que tienen una telomerasa especialmente activa en las primeras etapas de la vida.

—En tal caso, quizá tengan una mayor tendencia a presentar tumores.

Se sintió alentada por su interés.

—Estoy de acuerdo. Seguramente, han desarrollado mecanismos compensatorios. — Hizo una pausa—. En nuestra opinión, identifican a los niños que presentan estas características genéticas y, en estancias posteriores, se planifica una punción para obtener las células. Seguramente de médula ósea, de cresta ilíaca. Son niños con poca grasa.

—Qué horror —musitó sir Friederich, sacudiendo la cabeza con un gesto conmiserativo.

—Sí. Han llegado hoy precisamente. Tenemos poco tiempo.

—¿Poco tiempo para qué?

—Para impedir que se perpetre esta salvajada.

—¿Impedir a quién?

La pregunta la cogió considerablemente desprevenida.

—Pues a Nicolás, a Evarist Figueras. Ellos son los principales sospechosos.

Transcurrieron unos segundos de silencio.

—¿En qué momentos concretos se han comportado como sospechosos?

Ella intentó esgrimir argumentos y situaciones, pero la cabeza le daba vueltas.

—Nicolás, por ejemplo, quería evitar la investigación policial.

—Es comprensible. Es el director del hospital.

—Conocía desde hacía muchos años a Lucena. Éste había sido su instrumentista. Hacían viajes juntos. Precisamente tengo fotografías de un viaje a Moldavia —se aventuró a contarle Diana ante la necesidad de reforzar sus sospechas.

Hubo unos segundos más de silencio, durante los cuales Friederich se frotó la barbilla con el dedo índice.

—Creo recordar que Nicolás hizo la tesis doctoral sobre organogénesis fetal. Es posible que los liofilizados del congelador fueran de esta época… —observó.

Diana empezó a impacientarse.

—Eran unos liofilizados comercializados.

El investigador se quedó entonces un rato asintiendo con la cabeza, varias veces, como si reflexionara sobre ello.

—¿Alguna sospecha más? Diana creía haber aportado ya unas cuantas sospechas, pero se vio obligada a añadir las violaciones de domicilio.

—Han intentado intimidarme. Han entrado en mi casa. El único que tiene llave es Nicolás.

—¿Él tiene llave?

—Nos alquila la casa.

—Entonces es normal. El hecho de disponer de llaves no lo convierte en sospechoso.

Diana comenzaba a sentirse desconcertada y confundida. Friederich parecía interesado, pero no en el sentido que ella perseguía.

—¿Puso usted una denuncia?

—Sí.

—¿Y qué dice la policía?

—Creen que estoy nerviosa. Que podría ser un olvido.

Se sentía completamente desanimada y furiosa al mismo tiempo. Lo miró a los ojos.

—Así pues, ¿no piensa hacer nada?

—Somos dos adultos sensatos, ¿verdad? ¿Qué pretende que haga? Todo lo que me ha explicado es humo, ideas… aire embotellado.

Bajo aquella mirada indiferente, Diana notó que tenía un nudo en la garganta y la voz empezó a salirle alterada:

—Como asesor de la fundación, debería exigir ética en la investigación. —Hizo una pausa para reponerse—. Le ruego, le suplico, que ordene un seguimiento, una vigilancia de los niños. Acaban de llegar, estaban aquí abajo…