21
Lucena fue identificado por la policía en la Provenza francesa de forma casual, cuando sufrió un accidente de bicicleta durante el trayecto que hacía habitualmente desde Beaudine, donde vivía de incógnito, hasta una finca de Forcalquier. Realizaba dicho recorrido para visitar a monsieur Courtois, propietario de una gran plantación de plantas aromáticas, visita que repetía un día sí y otro también para regresar siempre con un manojo de espliego atado a la espalda. Fruto de un tropezón con una roca o una raíz virulenta —no se había esclarecido el origen exacto del choque—, había salido lanzado por los aires al fondo de un barranco y lo habían ingresado inconsciente de urgencia. La documentación recogida en el lugar del accidente permitió las indagaciones posteriores, ya que según los propios vecinos de Beaudine se trataba de un extranjero enigmático, de carácter huraño, que no se relacionaba prácticamente con nadie.
Así lo explicó Matilde Savall a la gente del laboratorio, sin hacer ningún comentario específico a Diana. De hecho, Diana ya se había incorporado al grupo y trabajaba junto a los becarios «oxidados», ayudando aquí y allá, siempre con un ojo en el correo electrónico, esperando la respuesta de los revisores de los artículos.
Diana y Mark se reunieron el día siguiente en El Gallo Alegre, después de que él pasara a recoger sus cosas. Mark aún renqueaba un poco y se sentó con cuidado a una de las mesas. Parecía desesperado. No se hacía a la idea de haber perdido el trabajo y de que, a partir de entonces, ni siquiera podría entrar en los laboratorios.
Diana le puso una mano sobre la suya.
—Te ayudaré. Descubriremos qué hay detrás de todo esto, y demostraremos que ha sido una injusticia.
—No tenemos ninguna prueba. Como Diana sospechaba, habían desaparecido los viales de liofilizados sobrantes durante la expoliación que sufrieron las neveras y los congeladores el mismo día en que lo despidieron.
—Y ahora, con la aparición de Lucena, parecemos más tontos que nunca —dijo Mark con un suspiro.
Diana había llamado al hospital de Toulon y le habían informado de que Lucena se mantenía inconsciente en la unidad de cuidados intensivos y no recibía visitas.
—Pondría la mano en el fuego a que lo han pillado en su escondite y han provocado el accidente de bicicleta —añadió Mark, malhumorado—. La única solución sería ir a hablar con él, a Francia, y llegar al fondo del asunto. Pero, por lo que dices, eso es imposible.
Mark tenía más noticias negativas. Su compañero de Padua le había informado de que la comunidad Salus Naturae hacía tres años que se había disuelto, no existía. Nadie hablaba ya de ella ni de la mítica Terapia 85.
—No tenemos nada. —Se miró las palmas de las manos—. Estamos como al principio.
Era descorazonador.
—Yo también tengo malas noticias —anunció Diana.
Le explicó la muerte de la gata. El apagón de luz, la horrenda pesadilla y la constatación terrible de que alguien había entrado en casa y golpeado al animal hasta matarlo. Era la primera vez que lo hablaba con alguien que no fuera policía y el escozor que notó en la garganta no le dejó acabar la explicación. Mark se percató de ello, y a punto estuvo de devolverle el gesto de consuelo cogiéndole la mano, pero en aquel momento apareció por detrás el hombre del bar con la bandeja de las bebidas y no se atrevió a dar muestras públicas de afecto. El camarero pasó la bayeta, colocó los posavasos y finalmente llenó los vasos hasta la mitad. Diana y Mark siguieron sus movimientos con una atención infantil.
—Lo he denunciado a la policía, pero no harán nada. No hay violación de domicilio, ni robo, y por lo visto un animal no es una propiedad de valor.
Mark la miró muy serio.
—¿Estás segura de que quieres seguir con esto?
Diana asintió con la cabeza.
—Tenemos que ir a buscar más liofilizados al almacén. Necesitamos pruebas.
Mark se quedó callado, como si no la hubiera oído. Miraba hacia el cristal que daba a la carretera, como si estuviera pendiente de los coches que pasaban. Diana le vio unos ojos distintos, viejos, castigados. No eran sólo los puntos de la herida en la ceja, que le hacían la mirada triste, sino la negrura profunda de las pupilas, que habían perdido su rebeldía.
—No vale la pena que nos arriesguemos más.
Parecía no atreverse a mirarla.
—Tenemos que conseguir pruebas —repitió ella, sacudiendo la cabeza con exasperación.
Estaba decidida a hacerse con los liofilizados. Era como si las amenazas la reforzaran. Le arrancó el compromiso de hacer una incursión en el congelador el viernes por la noche. Antes le era imposible porque tenía que preparar una presentación para la Savall en la Academia y subir después con ella y el resto de los «oxidados» a Barcelona el día de la sesión.
—En cualquier momento vaciarán los congeladores y nos quedaremos sin nada. —Diana soltó un resoplido—. Con pruebas podemos pedir ayuda. Sin pruebas no podemos hacer nada.
—¿Ayuda a quién? ¿A tu tío?
—¿A mi tío? —dijo ella, alarmada, aunque el tono de la pregunta de Mark era de escepticismo—. No, eso sí que no. Él nunca me ha tomado en serio.
En su fuero interno, Diana pensó que si se daba el caso, Claudi sería consultado de inmediato.
—Pensaba en la prensa…
—¿Y qué les diremos? No nos harán ni caso. Están atemorizados por las querellas que los pasean por los tribunales.
—¿Y aquel investigador tan importante, tan íntegro? ¿Friederich?
Mark asintió. Friederich era honesto y valiente, y sorprendentemente había llegado a la cumbre con un gran apoyo popular.
—Y, estando en la cumbre, ¿crees que le ha pasado por alto todo esto de aquí? Conoce a Nicolás, a Evarist Figueras…
Sí, por supuesto que era posible. Cuántas veces los gobernantes de primera fila están absorbidos en los aspectos vitales, como por ejemplo mantener los votos en las elecciones, y son los de abajo los que se venden por un plato de lentejas, dedicándose al nepotismo, el fraude y la evasión fiscal. Friederich trataba muy poco con la gente del hospital. Ya lo habían visto en la fiesta de los Sokolov. Apenas estuvo presente unos minutos.
Mientras salían del bar a paso lento, ya que Mark iba todavía un poco cojo, él le repitió que estaba descolocado con aquel golpe bajo del despido. Le confesó que había pedido una entrevista con la Sokolov como último recurso. Había tenido suerte, porque justamente aquellos días se encontraba en la ciudad. Lo recibiría aquella misma tarde, en la fundación. Tenía la firme intención de comunicarle las sospechas de que su organización estaba siendo utilizada como tapadera. Las manos le temblaban sobre la puerta de vidrio. Diana se asustó y le dijo que hacer algo así, en aquellos momentos,le parecía una imprudencia. Pero no le convenció.
Aquella tarde Diana cogió el coche y condujo hasta la casa de Lucena. Sentía la necesidad de visitarla, ahora que sabía que estaba vivo. Además, no se veía con ánimo de subir al desván sin Tara. Veía a la gata por todas partes, bajo la mesa, en la mecedora, junto al muro del patio. Era cierto que no era más que un animal, pero había sido un buen animal y una compañía fiel, y Diana se culpaba de su muerte, y sobre todo de su sufrimiento. Y aquellos pensamientos la llevaban al borde del abismo, a un paso del bajón emocional.
Antes de poner en marcha el coche se había pasado una hora en el aparcamiento del hospital, con la carpeta del PIM en el regazo. La intención era consultar la dirección de la casa de Lucena, pero después se había quedado enganchada de nuevo a la historia. Se atormentaba sobre todo con el nombre de «Terapia 85». Ahora que la comunidad Salus Naturae se había esfumado, sólo quedaba la posibilidad de que el «85» se correspondiera con el año 1985.
¿Qué había pasado aquel año? Se había entretenido subrayando el nombre con rotulador fosforescente en todos los párrafos del diario sin llegar a ninguna conclusión. Al final dejó la carpeta en el asiento trasero y arrancó el motor.
La calle de la Tarongeta se hallaba dentro de un barrio periférico que aún sobrevivía como vestigio de pueblo antiguo anexionado a la ciudad, con casas pegadas unas a las otras que tenían un patio en la parte de atrás y una fachada adusta, sin ornamentos, una puerta y una ventana en la planta baja y dos ventanas en el piso de arriba. Cuando aparcó delante del número 12, observó que la vivienda de Lucena hacía chaflán, y que un muro tapizado de parra virgen cerraba el lateral que daba a la calle. Diana pensó que él la habría escogido por eso, para tener un exterior más soleado que favoreciera el crecimiento de sus plantaciones de flores. Las persianas de las ventanas estaban completamente bajadas. Rodeó la casa y sus pasos resonaron en la calle como si no existiera nadie más en kilómetros a la redonda. Aquello parecía un pueblo fantasma. El cielo cubierto de nubes oscuras emitía una luz gris, y ráfagas de aire caliente hacían presagiar un cambio de tiempo.
Atravesó el callejón para observar de lejos la casa y fue entonces cuando recordó el árbol plantado en medio del patio del que le había hablado Lucena. A su mujer le gustaban los árboles, le había dicho. El tronco grisáceo mostraba grietas que denotaban que ya no era un árbol joven, y las ramas principales salían nudosas en forma de candelabro, construyendo una copa equilibrada y frondosa que se apoyaba en el muro y sobrepasaba generosamente el tejado por la parte superior. Diana volvió a cruzar la calle y se acercó a la puerta pequeña del jardín. Estaba cerrada. En aquel momento se produjo una suave ráfaga de viento que parecía que llegaba a través de un túnel invisible y las ramas del árbol respondieron moviendo los brazos como un gigante. En pocos minutos el ambiente se volvió oscuro y opresivo. Alargó el brazo para coger unas hojas que se balanceaban sobre su cabeza. Fue entonces cuando un alarido aterrador salió del árbol. Presa del sobresalto, Diana soltó la rama y ésta azotó con furia las hojas vecinas mientras una enorme sombra negra alzaba el vuelo con un ruidoso batir de alas. Si no hubiera sido inverosímil, habría pensado que se trataba de un águila o un gavilán descomunal. Asustada, sintió un escalofrío por la espalda y casi al mismo tiempo notó un roce inquietante que se deslizaba por sus brazos desnudos. Conteniendo la respiración, se volvió. Eran las hojas desprendidas del árbol en contacto con su piel. Fue en aquel instante cuando reconoció que tenía miedo. Huyó hacia el coche a paso rápido. Una vez dentro, puso las manos sudorosas sobre el volante e intentó razonar el motivo del desmoronamiento. Puede que fuera el silencio tenso, o la presencia etérea de Lucena en su mente, o quizá el presentimiento de que estaba cerca de algo terrible. Con un suspiro lleno de dudas, buscó las llaves en el bolsillo de los tejanos y no las encontró. En el asiento no estaban, ni tampoco habían rodado por la moqueta con las prisas. Probablemente se las habría llevado en la mano, dejando el coche abierto, y después se le habrían caído del susto. Sobreponiéndose a sus fantasmas interiores, tuvo que salir del automóvil y regresar a la puerta del muro. El llavero estaba en el suelo, rodeado de hojas. Se agachó a cogerlo. Una hoja quedó atrapada entre las llaves. Era alargada, de un verde grisáceo, con el perímetro lobulado: la hoja característica del roble. Como una explosión dentro de su cabeza, la luz se abrió camino entre las nubes. El roble entre las llaves… las llaves y el árbol. El roble del libro de botánica, el escondite de las llaves. ¿Sería el roble un mensaje en sí mismo? El roble era el árbol que presidía el sello de la fundación, «Investigación, Fortaleza y Resistencia».
Condujo como alma que lleva el diablo mientras le rondaban por la cabeza varias cuestiones.
¿Representaba la situación de las llaves en el capítulo de los robles una pista para orientar la búsqueda de los congeladores en el almacén de la fundación? Resultaba improbable que así fuera, ya que la localización de los congeladores parecía meramente circunstancial. Además, según concluyó, haciendo un cálculo fulminante, el traslado de los congeladores se había producido con posterioridad a la desaparición de Lucena y, por tanto, el técnico desconocía la nueva ubicación. ¿Existía pues alguna otra vinculación con la fundación? ¿Una relación directa entre la Terapia 85 y la fundación?
Tenía muy presente que Mark se disponía en aquellos momentos a hablar con Olga Sokolov y pensó que debía comunicarle de inmediato aquella sospecha.
Presa de la impaciencia, se detuvo en el arcén de la carretera para enviarle un mensaje. Dudó con los dedos sobre el teclado. ¿Qué consigna tenía que escribir? Revolvió el bolso en busca de la hoja de los códigos, que siempre llevaba consigo. PIM, NHN, LLLAP. ¿Por qué demonios adoraban los investigadores las combinaciones aberrantes de siglas? Los AB-65, AB-70 y AB-105 también eran un lío. Le mandó el LLLAP de urgencia, pero no obtuvo respuesta.
Finalmente, aparcó en el hospital y se dirigió caminando a la fundación con la confianza de encontrarlo esperando en el vestíbulo. Descubrió la moto aparcada junto al sendero que bajaba a la playa. Le costó reconocerla porque tenía el retrovisor roto y masilla blanca allí donde la pintura se había visto afectada por el accidente. Entró en el edificio. El vestíbulo estaba desierto. Por las puertas entreabiertas vio las oficinas vacías. Diana sabía que el despacho de la Sokolov estaba al fondo del pasillo y, de hecho, había dos hombres de seguridad allí, haciendo guardia y hablando por los móviles. Pensó que sería mejor esperar a que Mark acabara la reunión. Salió del edificio y le dejó una nota en el asiento de la moto, bajo una piedra. «Estoy abajo, en la playa. Tengo que hablar contigo. D.»
Descendió por el sendero entre matorrales hasta llegar a la arena. El crepúsculo daba una inquietante luz violácea al agua, ya que las nubes se habían vuelto totalmente negras y en el horizonte había una niebla espesa que ocultaba el centelleo de las barcas de pesca. El viento había amainado. Se sacó las sandalias y paseó por la orilla del mar, poco a poco, hundiendo los pies en la arena mojada. Ahora estaba más tranquila. El frío, ya fuera del agua, la nieve o la cámara fría, le quitaba las preocupaciones de la cabeza.
Seguramente los robles no tenían ningún significado especial y Mark se presentaría con buenas noticias; quizá con la ayuda de la Sokolov.
Pasó un rato. De vez en cuando levantaba la mirada a lo alto del montículo, donde estaba la moto de Mark. En su lento caminar se acercó a la caseta de pescadores y se sentó en el banco de piedra que la rodeaba. La cabaña había sido reconstruida con las obras generales y, como Diana había comprobado desde el balcón de la fundación, se utilizaba para guardar los juegos de playa de los niños. Al estar protegida por la punta rocosa, quedaba resguardada de los vientos de levante, cuando menos mejor que la fachada del edificio principal, que, a pesar de encontrarse en un plano más elevado, daba directamente al mar. Diana cerró los ojos. En un gesto inconsciente, sacó la hoja de roble del bolsillo e hizo girar el tallo entre los dedos. Se notaba extenuada. Habían pasado muchas cosas en pocos días y sentía como si comenzaran a fallarle las fuerzas.
Al oír un sonido de rozamiento, pensó que serían las hojas puntiagudas del pino que daban suavemente en el tejado. Pero en aquel momento no corría ni una pizca de aire. Tal vez fueran ratas, pensó, ya que el ruido procedía del interior de la caseta. Se arrodilló en el banco y miró por la ventana. Dentro estaba oscuro. Con las manos a los lados de la cara, cerró el campo visual
alrededor de los ojos y así pudo entrever un destello que se movía en la estancia del fondo. Quizá fuera un vidrio o un trozo de metal. Cuando la vista se le acostumbró a la oscuridad, descubrió con sorpresa dos cuerpos desnudos encima de una amplia colchoneta de playa. Era la colchoneta inflable la que, al desplazarse sobre el suelo rugoso, provocaba aquel ruido. Se disponía a bajar del banco, arrepentida de su indiscreción, cuando volvió a detectar el reflejo y se quedó sin respiración. Lo vio con claridad; era la placa metálica que Mark llevaba colgada al cuello, y que ahora le caía descolocada por la espalda. Sí, era su nuca, con sus espesos rizos negros sobre las orejas, aquellos brazos fuertes, aquella piel morena. Diana se quedó paralizada, con la nariz pegada en el cristal. ¿Quién era la otra persona? Deseaba saberlo con toda su alma. El rostro era poco perceptible bajo la piel sudada de él, pero no había muchas mujeres con el cabello tan dorado ni la piel tan blanca. Las manos de dedos largos apresaban las caderas de Mark y le clavaban las uñas, visiblemente pintadas de negro, de un negro como el azabache.
Diana sintió un mareo y pensó que era mejor huir antes de que la descubrieran desmayada a la puerta de la caseta. Subió el camino de tierra, resbalándose una y otra vez, y corrió hacia el coche. Si alguien la hubiera visto, habría pensado que escapaba de espíritus malignos.
La intimidad demostrada entre Mark y Olga Sokolov le pareció una deserción. Mark había antepuesto sus intereses particulares a la buena marcha del caso Lucena, y por tanto era del todo legítimo que ella se sintiera ultrajada. Diana tuvo que luchar con fuerza contra la idea de que se había quedado sola y que ya no le quedaba nadie en quien confiar. Pero en el fondo de su corazón esperaba secretamente que él la buscara para darle alguna explicación. Habría leído la nota en el asiento de la moto y querría saber si los había descubierto.
Por eso no le sorprendió que al día siguiente, de regreso a casa, después de haber trabajado hasta la saciedad en la aburrida presentación de la Savall, detectara una moto que seguía a su coche. No estuvo segura de que se trataba de Mark hasta que no identificó el casco rojo, y entonces le dio un vuelco el corazón. Él le fue a la zaga un buen rato, hasta que salieron de los barrios periféricos y se adentraron por la carretera rural entre campos de olivos. Entonces la adelantó, haciéndole señales con la mano, y se detuvo unos metros más adelante, en un camino de tierra que conducía a una masía. Diana lo siguió. Súbitamente irritada, tiró del freno de mano con ímpetu. Mark, sin apearse de la moto, se acercó a la puerta y se quitó el casco mientras ella bajaba el cristal de la ventanilla.
—Has sobrepasado dos veces el límite de velocidad.
Ella no contestó. La tirantez hacía que cualquier frase amable sonara corrompida.
—Diana, no querría que pensaras…
—¿Que pensara qué? ¿Que estás liado con la Sokolov?
—Ella quiso… —Mark se interrumpió—. Mira, soy débil, como cualquiera.
Calló arrepentido; parecía odiarse a sí mismo.
—No puedo confiar en ti. No trabajas en equipo. Unilateralmente pides la entrevista. Unilateralmente te propones informarle de nuestros descubrimientos, de nuestras sospechas. ¿Tuvisteis tiempo de hablar o fuisteis directamente a la caseta?
Diana dio un suspiro profundo. Estaba comportándose de una manera menos contenida y ecuánime de lo que hubiera deseado.
—No hables de ella de esa manera. Es una mujer inteligente y generosa. Es la única persona que nos puede ayudar.
—Que te puede ayudar — corrigió Diana con un espasmo de exasperación al ver que Mark admiraba a la Sokolov.
—Vale, hay una parte de egoísmo. Estoy destrozado, tienes que entenderlo.
—Me ocultas que odias a la Savall porque te quitó la plaza de coordinador, que maldices a Nicolás porque no te la concedió. Y ahora me escondes que estás dispuesto a todo para salvarte. Creo que lo mejor es que continúe yo sola.
Mark, sentado en la moto con los brazos cruzados, miraba hacia otro lado, al final de la carretera, hacia el campo de olivos y el bosque de pinos que recorría el arroyo. Era lo último que quería, iniciar un debate sobre las injusticias en la concesión del cargo de coordinador de laboratorios. Era evidente que se había equivocado con la Sokolov, estaba desconcertado y no sabía cómo hacérselo entender.
—Hablamos un rato, pero fui prudente. Me limité a confesarle mi preocupación por las amenazas que había recibido Lucena y por el accidente provocado. Le expliqué que todo estaba relacionado con posibles actividades sospechosas en el hospital. También añadí que mi despido respondía al deseo de quitarme de en medio. No entré en detalles, ni te involucré. Ella se mostró muy sensible y se ofreció a investigarlo.
—Me alegro por ti. Es fantástico. ¿Os seguiréis viendo?
Mark esgrimió una sonrisa alargada y forzada que le obligó a apretar los labios. No entendía la actitud de Diana. ¿Fingía estar celosa para ocultar que estaba celosa?
Ella, por el contrario, se sintió como si acabara de hacer una observación estúpida. Quizá pensara que buscaba protagonismo en el asunto de Lucena.
—Todo continúa igual que antes —la tranquilizó él con una chispa de disgusto en la mirada.
De repente, Diana dijo que la esperaban en casa y se despidió. Mark vio cómo daba marcha atrás apretando con fuerza el acelerador, pero después, al poner la primera, la rueda de atrás resbaló dentro de un hoyo lleno de tierra, sin poder avanzar. Él tuvo la sensatez de no intentar ayudarla. Finalmente, con un par de maniobras, Diana consiguió dar gas y salir a la carretera.
22
Más allá del dique el mar comenzaba a agitarse, pero las aguas en el amarradero tan sólo proporcionaban un suave balanceo que acariciaba el casco del barco. Mark, sentado dentro de la cabina, tenía la mirada fija en las migas de pan, vestigios de la cena reciente, que se esparcían por la mesa y por encima de la cubierta del portátil. Tomó un sorbo de vino. ¡La de cosas que habían ocurrido en pocas horas! Había ido a pedir ayuda a la Gran Duquesa porque él estaba desesperado y ella era indiscutiblemente poderosa. Y no había podido imaginar lo que sucedería. Mejor dicho, no había podido imaginar las consecuencias de lo que sucedería. De nada servía engañarse; conocía con bastante certeza lo que podía pasar. Desde la fiesta en el hotel César Imperial sabía que la Sokolov lo deseaba y por eso precisamente fue a pedirle ayuda.
—¿Le importaría acompañarme a la playa? —le había preguntado ella, empleando el turco, en un tono de súplica mundano y elegante—. Respirando el aire del mar, hablaremos mejor de los temas que le preocupan.
Como era de esperar, no hablaron prácticamente de nada, ni siquiera de la luna y los estrógenos, como la vez anterior. Había mentido a Diana en eso. La Sokolov lo lamió, lo chupó y lo absorbió como al líquido de una pipeta de un solo uso. Cuando Mark abrió los ojos exhausto sobre la colchoneta inflable, ella ya estaba en la puerta, vestida de nuevo de Gran Duquesa, dedicándole una mirada de majestad glacial justo antes de desaparecer. Y ahora sabía que había volado a Londres, a refugiarse a su palacio en la orilla del Támesis, acurrucada junto al magnate del petróleo. Cogió el vaso con una mano y la botella con la otra y salió a cubierta. Se tumbó en el suelo de la bañera, sobre la madera caliente del sol de la tarde, y apoyó la cabeza en una defensa hinchable.
Al ver la nota de Diana en el asiento de la moto, se temió lo peor. Desde el primer momento supo que los había visto. ¿Cómo podía recuperar la confianza de Diana? Estaba tan ofuscado por haberse quedado sin trabajo que había perdido el juicio. Y ahora no podría soportar perderla a ella también. Había sido un idiota cediendo a los deseos de una mujer todopoderosa, pensando que con un tratamiento intensivo de sexo lo arreglaría todo. Diana era capaz de imaginar que jugaba en el bando contrario o que la utilizaba en primera línea de fuego mientras él se escondía en los brazos de la patrona.
Escrutó el cielo y las estrellas mientras oía el tintineo de los palos de los veleros, con el bramido lejano del mar inquieto al otro lado del rompeolas, y revivía recuerdos una y otra vez. De forma melancólica, acudía a su memoria un pensamiento relacionado con Diana y lo paladeaba hasta la última gota. Desde el primer día que había entrado a trabajar en el laboratorio, la había catalogado con un cliché de investigadora de poca valía con muchas influencias y buenos padrinos. Habían tenido pocas ocasiones de intercambiar opiniones, pero cuando lo hacían, como por ejemplo para pactar un cambio de turno de Lucena, ella hablaba con frases correctas pero crispadas. Lo trataba impersonalmente y más bien lo rehuía. Detectó un primer cambio con el hallazgo de las llaves en la biblioteca. Los ojos se le volvieron más amables aunque en un principio rechazara noblemente la idea de investigar contra el hospital.
Mark se giró de lado, como un niño medio dormido, y lanzó un suspiro tan profundo que la teca envejecida del suelo se estremeció. Cómo había cambiado Diana en pocas semanas: de la prevención absoluta al compromiso incondicional. Todavía notaba la tibieza de la mano de ella sobre la de él, diciéndole que lo ayudaría, que demostrarían la injusticia del despido. No había sido el tacto impersonal de una enfermera que le toma a uno el pulso, no. Le había cogido los dedos y los había apretado. Y el día después del accidente de la moto, en la sala del hospital, cuando fue a verlo con la bata blanca sobre una falda corta, se sentó en el borde de la cama y, con un gesto infantil, se recogió la bata, metiendo las puntas entre las piernas, sobre las rodillas perfectas como dos esculturas de mármol. Y después se agachó y durante un par de segundos Mark vio aquel escote de bailarina que le encendía como una antorcha. Aquella piel aterciopelada, de melocotón de viña, con algunos lunares repartidos como ornamentos sobre su cuerpo. Sobre todo aquel tan sensual, plano y gris, que desaparecía más allá de la axila, bajo la camiseta de tirantes que llevaba aquel día de El Gallo Alegre.
Con los párpados cerrados, miró hacia dentro y se abandonó a la fantasía. Diana era la Sokolov. Era ella quien estaba en la caseta de pescadores, tendida en la colchoneta, con las piernas pecosas y los pechos firmes temblando con sus embestidas. Era ella quien gemía bajo sus hombros, con el ceño fruncido como la había visto aquella tarde a través de la ventanilla del coche. También le gustaba aquel genio, aquella determinación que la hacía aún más atractiva.
Mark se pasó la mano por los ojos para obligarse a despertar. No le cabía la menor duda de que estaba enfadada hasta el fondo de su alma. ¿Debía creerse aquella indignación? ¿Acaso no era exageradamente desproporcionada?
¿Y si lo quería? ¿Y si ella tuviera el deseo inconsciente de entregarse a él y hubieran sido los celos los que la hubieran llevado a aquella irritación desmedida? Quizá no volviera a verla. Ella no quería contar con él para la incursión del viernes en el almacén, tal y como habían quedado. Pero eso no podía decidirlo ella sola. En todo caso, tendrían que hablarlo.
Volvió a la posición supina y se quedó mirando el firmamento oscuro. ¿Era feliz, Diana…? ¿La hacía feliz su marido? Estaba convencido de que no. Detectaba en sus ojos un velo de insuficiencia vital, una mezcla de soledad y súplica que lo trastornaba. No tenía una relación amorosa real con él, sino una especie de dependencia «moral» que no acababa de dilucidar. Ella nunca hablaba mal de él. Sencillamente, no hablaba. Pero si hacía falta, lo defendía. ¿O quizá lo hiciera para defenderse a sí misma?
Oyó unos pasos en el muelle y se incorporó bruscamente. En la oscuridad reconoció una figura vestida de blanco, con un jersey azul claro anudado sobre los hombros, que se aproximaba por la popa levantando la mano a modo de saludo.
Evarist Figueras y Mark Günev prácticamente no se trataban. Eran vecinos en el puerto deportivo con sus respectivas embarcaciones, y alguna vez habían intercambiado un saludo de cortesía comprando pan en la tienda del puerto. De hecho, la lancha de Figueras —de veinte metros de eslora— estaba amarrada en la zona dedicada a los barcos de grandes dimensiones, alejada físicamente del velero de Günev. La motora del doctor era una maravilla de diseño y funcionalidad, según le había loado el encargado de la gasolinera. Lo cierto era que Evarist Figueras reivindicaba su particular versión del buen gusto en todos los objetos que lo acompañaban en la vida. En el vestir podía considerarse un gentleman, con un estilo exquisitamente descuidado, en el que combinaba tejanos deshilachados con polos de marca y náuticos ingleses. Mostraba incluso un toque de transgresión. Vivía en un loft en el barrio antiguo de la ciudad, no utilizaba nunca el coche, y en cambio adoraba un deportivo de época que mantenía encerrado en el garaje. Empeñado como estaba en construir barreras entre la vulgaridad y él, a menudo contrataba a un marinero entre los pescadores para que lo acompañara a navegar, porque no le gustaba ir solo, ni tampoco forzar excursiones con amigos coyunturales. De ese modo se había familiarizado con los secretos del mar y se había ganado fama de generoso entre los trabajadores del puerto. Sin embargo, con Mark no había intentado ningún tipo de aproximación.
Por eso aquella noche el investigador se alarmó al verlo caminar por la pasarela, y no tuvo más remedio que ofrecerle entrar.
—Magnífico —dijo el doctor al bajar a la sencilla cabina, con una mirada de desaprobación inmediata.
Los montones de revistas científicas ocupaban buena parte del pasillo, junto a dos garrafas y un par de botas de goma.
—¿Quiere tomar algo? —le preguntó Günev, escondiendo los restos de la cena en el fregadero.
Después de echar un vistazo a la lamentable bandeja de bebidas, Evarist pidió un vaso de vino.
Se instalaron fuera, en las banquetas de la bañera, bajo la temperatura tibia de la brisa marina. Evarist entabló la clásica conversación sobre el mar y el tiempo. Se decía que aquel año, extraordinariamente, los temporales se avanzarían. De hecho, acababan de emitir por el VHF el boletín meteorológico, que anunciaba temporal de levante para los días venideros. De este tema saltó a la navegación a vela y a su interés por dicho deporte. De joven había participado en algunas regatas. Evarist ensayaba intentos de conversación, como un astuto cirujano buscando el mejor abordaje quirúrgico. Pero Mark no cedía ni un pelo. Entre frase y frase, no paraba de preguntarse cuál era la intención real de la visita. No tardó mucho en averiguar la respuesta. Evarist se había enterado de su despido y quería manifestarle su rechazo al respecto.
—Esto de los recortes es una inmoralidad en un país puntero en salud e investigación biomédica. Yo mismo temo por mis médicos. Los cirujanos plásticos son un lujo en un hospital público como el nuestro.
—¿Alguien de su equipo podría quedarse en la calle? — preguntó Mark con un interés momentáneo.
—Todo es posible. Hay una especie de despidos pactados que están haciendo furor en muchos hospitales. Y sería una lástima porque Mas, por ejemplo, lo ha dejado todo para venir aquí. Y su mujer también. ¿Conoce a Diana?
¡Sí, claro! Si son compañeros de laboratorio.
Parecía que habían llegado ya al final del camino.
—Para ellos sería un golpe muy duro. Una lástima de familia, una experiencia tan truculenta…
Mark prestó atención. Con inmensa curiosidad, se sirvió otro vaso de vino e hizo un gesto de ofrecimiento con la botella.
—De acuerdo, sí, otra dosis —dijo Evarist, tendiendo la mano con el vaso—. ¿Conoce la historia?
Mark negó con la cabeza mientras le servía. Apoyando los brazos abiertos sobre la borda, el doctor se acomodó sobre los cojines.
—Pasó hace unos años. Claudi Mas tuvo un accidente quirúrgico, la prensa se hizo eco de ello y la familia se hundió. Como un barco, ¿sabe? Hundido del todo, hasta el fondo, hasta tocar arena.
Se trataba de una rinoplastia sencilla, donde el cirujano se limitaba a reseccionar el hueso que sobresalía del dorso, la giba nasal, dejando como resultado una nariz recta o ligeramente respingona, intervención que en muchos casos se realizaba con anestesia local. Aquel día Claudi Mas, en el quirófano principal de la clínica, estaba infiltrando, jeringuilla en mano, el anestésico en la nariz de aquella joven, agraciada y feliz, a la que se le había metido en la cabeza ser modelo. ¡Pobre chica!
Le daba angustia el hueso antipático que le envejecía el perfil de niña. Después de unos segundos, durante los cuales Claudi pidió un par de gasas, al volverse de nuevo, descubrió que un trozo de piel junto a la aleta derecha palidecía. Le dio un masaje con los dedos, pero el tono fue tornándose blanco por momentos. ¿Qué llevaba el anestésico? Adrenalina, como de costumbre, un vasoconstrictor para que la nariz no sangrara durante la operación. El caso fue que la concentración era equivocadamente alta y el tejido estaba quedándose sin irrigación. Un error, un error de cálculo en las cantidades del vasoconstrictor. Sí, fue espantoso. Claudi pidió un antídoto con urgencia, lamentándose, terriblemente angustiado. Lo inyectó y colocó gasas empapadas de suero caliente en la zona afectada. Todo el quirófano se movilizó. Las enfermeras musitaban detrás de las mascarillas, las auxiliares abrían los ojos alarmadas y la paciente, que notaba que algo no iba bien, lloriqueaba desde el sopor de los sedantes. No hubo remedio. La parte lateral sufrió una necrosis extensa y profunda y se perdió; como consecuencia de ello, la nariz se deformó sobre aquel rostro adolescente. Varios testigos definieron la entrevista del doctor Mas con los padres como dramática, pero aún fue peor el enfrentamiento al día siguiente con la joven, quien le echó en cara que le había robado la vida. Personalmente, Claudi sufrió una crisis grave, y Diana no lo resistió. Sufrió una depresión severa y aún hoy… En fin, había quedado tocada.
—¿Diana?
—Es una mujer muy perfeccionista, muy exigente.
—Pero ¿qué tiene ella que ver en todo esto?
Evarist calló, sacó los brazos de la borda, se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos.
—Fue ella quien le pasó el anestésico.
Un silencio denso cayó sobre sus cabezas. Dejaron de oírse las olas, los palos de los veleros y el universo entero. Acaso Mark exclamara de nuevo «¿Diana?», o tal vez sólo fuera un grito interior, no verbalizado.
Evarist Figueras, que había advertido la conmoción de Mark, bebía vino lentamente mientras dejaba correr los minutos como una transición silenciosa para que la noticia fuera penetrando por los poros de la piel. Después depositó el vaso en el suelo y retomó la palabra.
En aquella época Diana ayudaba a su marido en la consulta y el quirófano. Tenía demasiadas cosas en la cabeza: la niña, la tesis, la madre enferma. Un exceso de trabajo, de preocupaciones, podía provocar desaciertos incluso en las personas más capacitadas. Claudi lo ocultó a todo el mundo y asumió toda la responsabilidad.
Mark apuró el vaso de vino de un solo trago y se limpió la boca con el brazo. Conmovido, reconoció que siempre había sospechado una causa como aquélla para explicar el cambio brusco en la trayectoria académica de Diana. La extraña contradicción entre un pasado brillante y un presente insulso acababa de quedar resuelta: lo invisible resultaba ahora claramente evidente. También había intuido que el marido debía de estar por medio, porque el sentimiento de culpa de Diana le había creado una dependencia emocional con Claudi.
Evarist había cambiado el tono de voz, que pasó a sonar más conciliadora, para tratar el desenlace de la historia. Claudi salió del apuro. Mediante injertos y reconstrucciones plásticas continuadas y una gran dedicación a la joven y la familia, lo consiguió: la paciente recuperó su apéndice nasal, aunque nunca volvió a ser una chica normal, claro está. Evidentemente, pactaron una generosa retribución, y la intervención del tío de Diana en el Colegio de Médicos fue crucial para agilizar los trámites y hacer retirar la denuncia que lo habría llevado a los tribunales. Las aguas se calmaron, la prensa se olvidó del incidente y la vida cotidiana de Claudi se normalizó. Incluso la consulta, que había quedado paralizada durante meses, volvió a funcionar. Diana, bajo tratamiento riguroso, también superó la larga y dolorosa depresión.
—En estos casos, lo mejor para ella sería que se mantuviera en una situación de calma, sin tensiones que puedan hacerla recaer. —Evarist se puso de pie, como si ya hubiera cumplido su misión—. Debemos tener presente que todo el mundo puede tener un contratiempo de este tipo. El propio Nicolás protagonizó un ridículo accidente de anestesia hace poco, con un simple quiste de ovario. — Y, encogiéndose de hombros, añadió: Los médicos no somos dioses.
Mark tenía la mirada clavada a estribor. Evarist le puso una mano en el hombro, gesto poco habitual en él.
—¿Sabe cuál es la diferencia entre Dios y un cirujano? —le preguntó en tono de broma—. Pues que Dios no sabe operar.
Le dio una palmadita en la espalda y desapareció en medio de la oscuridad de la pasarela, tal y como había venido.
Al buscar la llave de hierro en el bolso, Diana topó con un tríptico del congreso que Claudi tenía por casa. Él lo había cogido porque los títulos de las sesiones le sonaban, cuando menos, chocantes: «¿Quién mató al tiempo?», «Sentido y sensibilidad», «Días de bótox y rosas», títulos literarios obsesionados con el paso del tiempo. Ella también pensaba a menudo en ello.
Pensaba porque no quería que los recuerdos se esfumaran un día sin más. Quería conservar las sensaciones de los regresos a casa por la tarde, cuando eran una familia de verdad. La pequeña Sandra se le colgaba al cuello y ella la tenía en brazos mientras despedían a la tía. Recordaba perfectamente el peso de aquel cuerpo, el olor a chocolate y goma de borrar. Cuando la depositaba en el suelo, la niña, impaciente, la cogía de la mano y la arrastraba hasta su habitación para enseñarle todas las cosas del día. Y ella era tan joven… Era capaz de jugar con la pequeña y al mismo tiempo ordenar la casa, estudiar y además reír con Claudi de la vida desordenada y atípica que llevaban. Era un mundo maravilloso, rodeado de libros de texto y fotocopias de las comisiones de apuntes. Cuando por la noche se encerraba a estudiar las enfermedades infecciosas exhaustivas o la neurología agotadora, oía a Claudi y Sandra caminando de puntillas por la casa, hablando en voz baja, hasta que entraban a por el beso de antes de acostarse. Y ella pensaba que cuando acabara la carrera, finalmente, tendrían todo el tiempo del mundo para ser felices. Qué extraño le parecía mirar atrás y recordar los ingenuos y simples razonamientos de una época tan lejana. ¿Para qué hacía falta rejuvenecer si de todos modos el tiempo no podía detenerse? Nunca más volvería a percibir los olores formidables del pequeño piso de Gracia, aquella mezcla de cera del suelo, colonia infantil y sofrito de cebolla, ni a sopesar el cuerpo frágil de una niña en los brazos.
¿De qué servía eliminar las bolsas de los párpados si no podían sentirse de nuevo las emociones vibrantes del pasado, si no podía recuperarse el pensamiento palpitante e inocente de la juventud?
Mientras atravesaba la plaza, observó que la casa estaba a oscuras, con los postigos cerrados, tal como los dejaba ahora, cada mañana, en un acto preventivo. Ya no le quedaba nada allí dentro. Ni tan sólo la gata, que se le enroscaba en las piernas y la miraba agradecida. Tara, otra pérdida, un agujero negro que aún le hacía daño.
El coche de Claudi no estaba aparcado en la plaza. De hecho, Claudi rara vez llegaba a casa antes que ella; operaba o visitaba a sus pacientes hasta tarde, ella lo sabía perfectamente. Pero aquel día, después de la escena con Mark y la moto, tenía ganas de estar a su lado y llorar con amargura, apoyando la cabeza en su pecho. Se sentía hueca como una caja de porexpán, vacía y abandonada en un rincón del laboratorio, sola y con el roble de Lucena a cuestas, que le pesaba como un muerto y que había silenciado a conciencia, pues ya no se fiaba de su compañero.
Subió al desván pensando que allí encontraría consuelo, pero la visión de la mecedora vacía y la carpeta del PIM disimulada en la librería, con los recuerdos de aquel renegado, la hicieron huir escaleras abajo.
Ordenó la ropa del armario que no había podido hacer por la mañana, se duchó y volvió a vestirse con una falda tejana, una camiseta y unas chanclas. Miró el reloj. Eran más de las nueve y Claudi aún no había llegado. A estas alturas tampoco se fiaba de su marido. ¿Por qué le mentía? Diana era consciente de que sus falsedades y contradicciones podrían no tener ninguna relación con el caso Lucena. Puede que no fuera nada más que un triste lío de faldas. Suspiró. Se sentía patológicamente sola.
Se tumbó en la cama con la obra de Pinter y se sumergió en el primer acto de Celebración. Le encantaban los diálogos aparentemente insignificantes, que escondían ideas y comportamientos sociales, y admiraba el ritmo, la música de las palabras y los silencios, donde podía descubrirse hasta la respiración del personaje. Como siempre, le serviría de ansiolítico.
A las diez oyó la puerta y a Claudi, que llegaba contestando al móvil.
—Sí, cada cuatro horas… ¿Y cómo es ese dolor? —Diana le dio un beso entre respuesta y respuesta—. ¿Lo tiene inflamado?
Claudi tapó el auricular con la mano.
—He merendado tarde. No cenaré.
Diana ya había puesto la mesa para los dos, y se sintió contrariada. Mientras Claudi seguía hablando, ella sacó la fuente de pescado y comenzó a cenar de mal humor. Le molestaba que aquella necesidad fisiológica y familiar, de las pocas que le quedaban, hubiera sido satisfecha vete a saber dónde.
—¿Mancha o no mancha las gasas? —preguntó Claudi a través del teléfono—. ¿De qué color?
Diana ya estaba acostumbrada a aquel tipo de conversaciones escabrosas y continuó cenando como si nada. Cuando acabó la llamada, Claudi se lamentó.
—Evarist se va de viaje y me deja a mí todos los marrones. —Alguien habrá de guardia,¿no?
—Es a mí a quien le toca resolver la papeleta.
De la manera que lo dijo, Diana intuyó que dentro de aquella papeleta estaba incluida ella. Habían tenido una conversación fría sobre su destitución, y él estaba profundamente preocupado por la pérdida de confianza en su persona.
Para desviar la conversación, Diana le preguntó por el congreso. Quedaban pocos días para la inauguración.
—Mañana tenemos la última reunión y hemos invitado a todos los comités. No vendré a cenar; picaremos algo allí mismo.
Después fue a prepararse un whisky. Diana observó el vaso alargado, con los cubitos de hielo bañados por el líquido dorado.
—¿Recuerdas si tomaste whisky la noche antes de marcharte a Madrid?
Claudi se quedó mirándola parado en medio del comedor, con el vaso en la mano.
—No, no lo recuerdo. ¿Porqué?
—Encontré el vaso sobre la mesa al día siguiente, y no lo entiendo, porque yo diría que lo metí en el lavavajillas.
Claudi se sentó en el sillón y movió la cabeza con un movimiento imperceptible.
—No es la primera vez que te pasa.
Cogió el mando de la televisión y subió el volumen. En aquel momento estaban hablando del tiempo y el presentador señalaba sobre el mapa de la costa, anunciando una borrasca con temporales en el litoral para la próxima semana.
—El sudeste somos nosotros… Estaba claro, la parte más afectada sería la costa de Tarragona. A Diana se le encendieron todas las luces de alarma. Temporal de levante. Los congeladores del almacén serían vaciados y las muestras trasladadas a un escondite desconocido. Realizó un cálculo rápido. Al día siguiente tenía que subir por fuerza a Barcelona, para la conferencia de la Savall, pero aún le quedaba el viernes para hacer la incursión al almacén. La agitación hizo que volcara un vaso de agua. Recogió el líquido vertido de cualquier modo, con las servilletas y el mantel, todo para no tener que ir a la cocina a buscar una bayeta y evitar perderse las previsiones. No se dio cuenta de que Claudi la observaba.
—Supongo que ya has desistido de las sospechas sobre la desaparición del técnico.
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo deseo, por ti y por mí. Ahora no hay ningún motivo… Deberíamos salir y distraernos. La muerte de la gata te ha afectado mucho.
¿La muerte de Tara? Diana notó como si una bola de plomo hubiera sustituido a la merluza que tenía en el estómago, y le empujara todas las vísceras hacia abajo. Lo miró con gravedad.
—Tara se ha escapado, nada más. Es algo que hacen los gatos cuando están en celo.
Claudi la miró extrañado.
—Pues lo dices estando dormida, en voz alta.
Aquello era mentira; ella nunca hablaba en sueños. Seguro que se trataba de una mentira más, una tan grande que ahora mismo no se veía con ánimo de discutir. Estaba demasiado ocupada en pensar en el temporal y los congeladores del almacén.
—¿Qué te parece si vamos al teatro el viernes? —propuso Claudi con una extraña jovialidad—. He visto que tienen un buen programa.
—¿El viernes? ¿Con temporal de levante?
Claudi se quedó con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas.
—¿Qué tiene que ver el temporal?
Diana se corrigió:
—No me apetece salir si hace mal tiempo.
Claudi contradijo su costumbre de callar ante la clásica falta de lógica femenina.
—El temporal es la semana que viene.
Diana se puso nerviosa. Se levantó y cogió la bandeja y el plato. Era mejor no alargar el tema.
—Estoy cansada. Subo arriba.
Claudi apagó la televisión con un suspiro y subió con ella. Una vez en la habitación, la abrazó por detrás. Se pegó a ella, estrechándose contra sus nalgas. Y Diana pensó que no, que aquel día no estaba para eso. Pero él ya estaba besándola de aquella manera tan incoherente que hacía pensar que detrás no había nada más, salvo la pretensión de calentar la entrepierna con rapidez. Le respiraba agitadamente sobre el cabello. Ella quería que parara, porque en aquel momento no podía quitarse de la cabeza las previsiones de temporal y la idea de que tendría que vérselas ella sola con las muestras del congelador, sin Mark, el desertor. Cuando Claudi le metió la mano bajo la camiseta, ella pensó que no le dejaría pasar de ahí. Pero él le quitó la falda y le besó el vientre, y ella se dijo que lo detendría cuando acabara con aquello. Él la empujó hacia la cama, le sacó las bragas y le separó las piernas con la rodilla.
Luego se desabrochó los pantalones. Ella oyó un sonido metálico que después olvidó.
—Relájate.
¿Cómo podía relajarse con el temporal a la vuelta de la esquina?
¿Y con el temor de estar perdiendo la memoria con aquello de la puerta abierta y el vaso de whisky? Estaba diciéndole que no, que aquel día no lo harían, pero Claudi la silenció con la boca húmeda y Diana sintió que entraba dentro de ella.
Notó un sabor pastoso en la lengua y las embestidas de él. Y decidió cerrar los ojos y dejar la mente en blanco.
A la mañana siguiente, mientras recogía la habitación, encontró una llave bajo la cama. Se trataba inequívocamente de la llave de la taquilla de Lucena, la que, según Claudi, hacía semanas que había entregado a Nicolás.
23
La radio del coche repetía con voz enlatada las noticias, enlazando la parte final de los deportes con la inicial de política nacional, de forma idéntica, una y otra vez, con las mismas frases grabadas. Pero Diana sólo prestaba atención cuando comenzaba la información meteorológica, y entonces apretaba con fuerza el acelerador sobre la autopista de regreso de la conferencia de la Savall.
«La Dirección General de Protección Civil activará la fase de prealerta del Plan de Emergencias para la previsión de un temporal de lluvia, vientos fuertes y olas que podrán superar los tres metros y medio de altura. Según ha informado el servicio de meteorología en un comunicado, las lluvias más intensas se producirán esta noche en las comarcas del interior, y se generalizarán por el litoral y prelitoral a lo largo del fin de semana…»
Evidentemente, no podía esperar al día siguiente. El avance de la borrasca la obligaba a cambiar los planes. Tendría que hacer la incursión al almacén de la fundación aquella misma noche si no quería encontrarse con el congelador desconectado y vacío.
Mientras hacía cola para pasar el peaje miró el reloj. Para la hora que era, la luz era muy tenue. Se agachó y observó a través del parabrisas cómo hacia el sur el cielo se veía completamente encapotado. Con suerte, estaría en casa a las nueve y media. Afortunadamente, Claudi le había dicho que llegaría tarde por la dichosa reunión del congreso, y no tendría que dar explicaciones a nadie. Suspiró. Claudi… menudo embustero. Se había quedado con la llave y no le había hecho la consulta a Nicolás. Ella lo había puesto a prueba con aquella copia falsa y le había fallado. ¿Cómo quería que confiara en él?
A pocos kilómetros pasado el peaje pudo ver el mar, a la izquierda de la autopista, y observó preocupada las agitadas crestas blancas que se dibujaban en la superficie. Echó un vistazo al marcador del depósito de la gasolina y calculó que le alcanzaría para llegar a casa. Buscó una emisora con música. Poco a poco, sus manos se relajaron al volante.
La conferencia de la Savall había cumplido los mínimos, nada más. La coordinadora nunca se había dedicado a la docencia y era de una exhaustividad soporífera en las exposiciones públicas. Por otro lado, la asistencia no había sido gran cosa. Unos cuantos jubilados, los becarios de la conferenciante y algún colega que le debía algún favor, o que tal vez lo necesitara en el futuro. Todo para llenar una sala de dimensiones reducidas.
Pisó el acelerador para adelantar a un camión mientras repasaba el grupo de los «oxidados» que se habían quedado a cenar con el presidente y la secretaria de la Academia. Diana se había disculpado; tenía un compromiso, dijo. Notó una especie de alivio en el grupo, casi de alegría. De hecho, ella era un elemento extraño «eventual» que impedía la libertad de expresión natural de la gente. Diana, por su parte, deseaba que dicha «eventualidad» fuera lo más corta posible. Había escrito al editor de la revista para reclamarle la revisión, haciéndole entender que estaba pendiente de las publicaciones para pedir un proyecto. La respuesta no se hizo esperar. El editor le recordaba que habían pasado apenas unas semanas de la sumisión de los manuscritos, como podría comprobar si hacía el seguimiento en la página web de la revista. Ya podían avanzarle que el tiempo medio establecido era de ocho semanas, si bien, añadía, a veces excedían dicho plazo. Así pues, no le quedaba más remedio que tomárselo con calma y serenidad.
A pocos metros de coger la comarcal que llevaba a Les Roques, comenzaron a caer unos goterones del tamaño de una moneda y en pocos minutos una cortina de agua la obligó a reducir la velocidad. Las innumerables curvas de la carretera se le hicieron eternas. Finalmente, aparcó en el descampado, detrás de la plaza. Sacó un paraguas que siempre llevaba en el maletero y caminó con cuidado por el barrizal. A juzgar por el agua que bajaba por las calles estrechas, el pueblo entero era un torrente que iba a desembocar a la rambla.
Con sólo ver la fachada de la casa ennegrecida por la lluvia, se entristeció. El agua rebosaba de los canalones y caía a plomo en forma de cortinas por delante de las ventanas cerradas. Qué lástima de casa, ciega, mojada y sumida en la oscuridad. ¿O no? Le dio un vuelco el corazón. ¿Era luz lo que salía por la ventana lateral del desván? ¿O se trataba de una ilusión óptica?
¿Sería quizá la misma iluminación de las farolas desfigurada por el aguacero? Se quedó inmóvil en medio de la plaza, con la lluvia golpeando el paraguas, sin querer reconocer que pensaba en el visitante del vaso de whisky. De hecho, era posible que Claudi hubiera vuelto para buscar algún documento antes de la reunión del congreso. Retrocedió hasta el aparcamiento, pero no vio su coche.
Diana se acercó con cautela a la casa. Oyó el chirrido de la puerta al abrirse como si saliera de sus labios. Casi le sorprendió que la puerta estuviera cerrada. Cerró el paraguas, que chorreaba agua por todas partes, y se adentró en el vestíbulo.
—¿Hay alguien?
No le contestó nadie. Dio al interruptor del salón. La visión del vaso sobre la mesa le produjo un sobresalto, como si fuera el cuerpo inerte de un asesinato. Lo cogió con una servilleta. Ninguna huella ni sombra de labios. ¿Había tomado whisky Claudi la noche anterior? Fue al lavavajillas. Allí estaba el vaso alargado, ordenado con los otros vasos del día anterior, bien limpio. No se acobardó, pero a partir de aquel momento se movió con precaución.
¿Cómo era posible que fuera quien fuese, hubiera entrado con el doble cerrojo que utilizaba ahora? Alguien la odiaba, eso no debía olvidarlo, y ese alguien era perseverante y violento. Con
exagerada intensidad, revivió sentimientos dolorosos mezclados en un remolino vertiginoso: los maullidos desesperados de Tara que oyó en sueños, su cara desfigurada, la sangre aún caliente bañándole el pelo, y también las órdenes imperiosas de Claudi en el quirófano, las miradas de las enfermeras, la nariz blanquecina entre las tallas verdes.
Entró en la cocina y después echó un vistazo al patio. Parecía estar todo en orden. Cogió un martillo del armario de las herramientas. Después miró la escalera. Aferrada a la baranda, se debatía entre subir o no hacerlo. Se sintió invadida por un miedo irracional a lo que pudiera encontrar arriba. Podía llamar a la policía y explicar que habían entrado pero sin forzar ni robar nada, sólo para tomar un vaso de whisky. Sonaba realmente inverosímil. Podía pedir ayuda a un vecino aunque después descubrieran una vulgar luz encendida por descuido en el desván. Fuera como fuese, Diana no pudo vencer la oscura tentación y comenzó a subir al primer piso.
A medida que ascendía, fue consciente del silencio inquietante de la casa, espeso y húmedo, que contrastaba con el rumor de la lluvia al otro lado de los muros y el azote del viento sobre las ventanas. El distribuidor, en el piso de arriba, se hallaba a oscuras; todas las puertas estaban cerradas, y si hubieran estado abiertas, los postigos clausurados habrían impedido igualmente la llegada de la claridad de las farolas. Avanzó por tanto entre sombras, hasta llegar al pie de la escalera que subía a la buhardilla. Bajo la puerta salía un hilo de luz. Diana sintió una punzada de aprensión con el crujido quejumbroso del primer escalón. Se detuvo, preguntándose si tendría coraje para continuar. Fue entonces cuando oyó un ruido pesado y alargado procedente del interior del desván, como si alguien estuviera arrastrando un cuerpo inerte. Se le cortó la respiración. Allí había alguien, no eran imaginaciones suyas, ni una luz olvidada, era el intruso, el bebedor de whisky, el asesino de Tara. Se aferró al martillo con la mano temblorosa. Con una fuerza desconocida, acabó de subir y abrió la puerta.
Quedó paralizada. Una bocanada de aire frío le tocó la cara, a la vez que oía un zumbido alarmante, como de insecto monstruoso. En medio de la penumbra descubrió el ventilador en marcha, misteriosamente vivo, paseando impertérrito la brisa a su alrededor. Entrevió la mesa, la silla y la mecedora en su sitio, pero había papeles por el suelo, la librería se había desmontado y los contenedores de plástico se amontonaban volcados sobre los archivadores, abiertos de par en par, como si un terremoto los hubiera sacudido hasta la muerte. Contuvo la respiración, sin ver aún al malhechor. Como una aparición, descubrió una sombra que salía de la oscuridad. Era una figura menuda que reculó de espaldas agachada y se puso derecha. Era Sandra, su hija.
—Lo siento, te lo he desordenado todo —se disculpó Sandra mientras se acercaba, quitándose los auriculares de las orejas.
Diana se quedó inmóvil al lado de la puerta, y le costó unos minutos reaccionar y responder al abrazo de la joven. Le salían lágrimas de los ojos, desbordándose tensión y alegría a la vez.
Habían pasado dos meses inexplicables desde que se vieron en una visita rápida en Barcelona, y confiaba en que Sandra no hubiera advertido la emoción en sus ojos ni el nudo que aún le oprimía la garganta.
—A ver, deja que te mire. Cuando se abrazaron, fue el cuerpo de su niña el que sintió contra su pecho, su olor aún infantil, la piel tersa de las mejillas, el cabello suave. Sandra también debió de notar los antiguos lazos que las unían, pues le dio una palmada irrespetuosa en el trasero, como cuando era pequeña.
—Me encanta la casa, mamá.
¿Por qué habré estado tanto tiempo sin venir?
—No lo sé —contestó Diana, aún sin palabras.
La chica no les había avisado de su llegada para darles una sorpresa. Se quedaría un par de días, antes de marcharse de viaje a Brasil. Le había extrañado encontrar la puerta entornada, y dio una vuelta por la casa hasta que al final decidió instalarse en el desván para utilizar el ordenador. La corriente de aire había hecho volar los papeles de la mesa y había cerrado la puerta de golpe. Más tarde se habían volcado las cajas de los archivadores cuando quiso poner a recargar el móvil en el enchufe de la pared situado justo detrás.
Bajaron al comedor y se prepararon una cena rápida con unos bocadillos calientes. A Sandra no se le escaparon los cambios en la actitud de su madre. Observó cómo calentaba la sartén al tiempo que untaba el pan con mantequilla y buscaba el queso en la nevera. Diana se movía ágil, pero también con ansiedad. Además, cuando la joven quiso sentarse en el sillón, ella la cogió por el brazo con una reacción exagerada y la obligó a levantarse con brusquedad.
—Te llenarás de pelos — exclamó Diana, quitando el cojín del asiento.
—¿Pelos?
—Sí. —Diana calló de golpe. Luego sacudió la cabeza y añadió
—: Tenía una gata.
—¿Y ya no la tienes?
—No. Se escapó.
Los ojos traidores se le anegaron y Sandra tuvo la certeza de que las cosas no iban tan bien como su madre quería hacerle creer.
—Ya veo que estás liada con la tesis —le dijo su hija, poniendo unas servilletas en la mesita del sofá—. Lo tienes todo muy organizado arriba, en la buhardilla.
Diana entró con un plato y los cubiertos en las manos. Ella no cenaría, no tenía hambre. Mientras los colocaba en la mesa, le explicó que había enviado los artículos y que llevaba muy adelantada la presentación escrita.
—¿Al final cuál ha sido el más activo? ¿El AB-105, el 70 o el 65?
Diana había vuelto a la cocina, y le contestó desde allí.
—El mejor, el AB-65. Metila muy bien el promotor del gen.
—¿Selectivamente? Quiero decir, ¿sólo el gen de la telomerasa?
Diana sacó la cabeza por la ventanita de la cocina.
—No, eso no. Pero la afectación de los tejidos normales debería ser leve, ya que el recambio celular es más lento.
Ya sentadas y mientras Sandra degustaba los bocadillos, Diana pasó a explicarle el proyecto de investigación sobre el tratamiento de tumores con ratones, en el que trabajaba en colaboración con su ex jefe de Barcelona, omitiendo a conciencia las penosas circunstancias de su degradación.
—No te va investigar con animales —le reprochó la joven, sacudiendo la cabeza.
Sandra inició entonces uno de sus discursos favoritos, aquel basado en la idea de que la investigación con animales es dolorosa e inútil, porque los resultados obtenidos no pueden aplicarse en el hombre.
—Y tú sabes mejor que yo que las reacciones no sólo son distintas a las de los humanos, sino que difieren de especie en especie.
Y Diana, por enésima vez, volvió a oír que la talidomida había producido malformaciones en diez mil niños y en cambio no era tóxica en las ratas.
Mientras Sandra hablaba, Diana la observaba con afecto. No se esperaba una de sus típicas discusiones tan pronto. Le habían subido los colores a la cara entre argumentos y cifras, y se encendió al ver que su madre no reaccionaba.
Diana se encogió de hombros.
—Podemos avanzar en nuevos medicamentos contra el cáncer — dijo sin buscar pelea, sólo para hacerla dialécticamente feliz.
—Sí. ¡Estamos hasta la coronilla de fármacos fantásticos que curan los tumores de las ratas y los ratones! —exclamó Sandra con sarcasmo—. Pero después en las personas son agua de rosas.
Y todavía añadió que los experimentos contradictorios con los animales retrasaban o impedían el progreso de otro tipo de investigación más eficiente. Los miles de millones que se gastaban se podrían invertir en la prevención y la investigación clínica.
—No tenemos alternativa — insistió aún Diana, consciente de que estaba posicionándose—. Trabajar con células en cultivo es muy limitado. No son organismos completos.
Sandra se alejó y la miró con cara de sorpresa.
—¿Estás a favor de la tortura de animales indefensos de forma genérica? Quiero decir, ¿para investigar armas, cosméticos y fármacos dudosos? ¿Dónde pondrías el umbral?
Diana reflexionó un momento y respondió:
—No estoy a favor del uso indiscriminado, Sandra, pero es un mal menor.
—Típico.
—¿Típico de qué? —preguntó Diana, incómoda.
—De los adultos «racionales». De los que miran a otro lado por no salir mal parados. —Y, adoptando un tono burlón, añadió—: Sí pero no, no pero sí, nada es blanco o negro, la ecuanimidad siempre vestida de gris.
Diana se preguntó si realmente no estarían hablando de otra cosa, y sintió una tristeza repentina y un vivo deseo de que se acabara la conversación.
—¿Quieres algo dulce? Estratégicamente fue a buscar unos trozos de torta que habían sobrado del desayuno. Se interesó por el cambio de piso, el viaje por Indonesia y los profesores y materias del curso siguiente. Se oía el rabioso repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Diana miró el reloj. Casi había olvidado el congelador del almacén. Fue entonces cuando propuso a Sandra que la acompañara al hospital. Había estado todo el día en Barcelona, se justificó, y ahora tenía que pasar por allí sin falta a buscar unas muestras para llevarlas al día siguiente a una facultad vecina. Iba improvisando sobre la marcha con una sorprendente capacidad inventiva. Sería sólo un momento. No haría falta ni que bajara del coche. Estaba claro que Diana necesitaba apoyo y Sandra estaba dispuesta a ayudarla.
Cuando salieron a la calle, la lluvia no había amainado en absoluto. Bajo el chaparrón que golpeaba el parabrisas, con las ruedas que proyectaban el agua hacia los lados, salieron del pueblo y enfilaron la carretera comarcal. Diana seguía preguntándose para sí cómo podían haber entrado en la casa con el doble cerrojo. Sólo una persona podía tener copia de una llave tan antigua: Nicolás.
El motor bramaba bajo el agua, el vaho cubría los cristales, y las alfombrillas del suelo habían quedado totalmente embarradas.
—¿Son muy importantes esas muestras?
—Sí.
Volvieron al silencio mientras la joven pasaba la palma de la mano por la ventanilla para tener visibilidad.
—¿Son para trabajar en el estudio de Barcelona?
—Éste es otro proyecto.
Sandra se dio cuenta de que Diana no quería hablar del tema. Puede que también se hiciera con animales de experimentación y su madre no quisiera avivar disputas. Permanecieron calladas un rato. Tenían tantas cosas que decir, y tanto temor quizá de no saber decirlas.
El viento se había enfurecido, y ramas arrancadas atravesaban volando la carretera. Diana pensó que era una imprudencia conducir en aquellas circunstancias, aunque faltaban sólo un par de kilómetros para llegar al cruce de la carretera de la costa, la que llevaba al hospital. Además, tenía la impresión de que les seguía un monovolumen. Se les había puesto detrás en cuanto salieron de Les Roques, y no había querido adelantarlas ni cuando tuvo oportunidad. Al final Diana salió de la calzada y se detuvo en la cuneta, con los dedos tamborileando nerviosos sobre el volante.
Sandra se volvió para mirarla.
—Mamá, ¿qué te pasa?
Diana salió del paso diciendo que iba agobiada con la investigación y la tesis, que Claudi se dejaba la piel y el resto del cuerpo en el hospital, consumido por el trabajo, y que en definitiva aquel cambio de vida no estaba resultando tan beneficioso como habían esperado.
—¿Y todos esos documentos de un extraño proyecto intramural que tienes escondidos en el cajón de la mesa? ¿Un «Caso Lucena» y
¿Algo como «Terapia 85»?
Diana la miró apretando los labios. Estaba claro que su hija había tenido tiempo de hurgar en sus papeles. Pero no le importaba. Necesitaba hablar. Llevaba demasiados días con la losa del silencio encima.
De un modo conciso, le explicó la desaparición del técnico y las llaves misteriosas, cómo ella y su amigo —un compañero de trabajo, se corrigió— habían descubierto el congelador y las muestras, cómo después de haberlas analizado, el compañero-amigo había sido despedido y las muestras habían desaparecido. Tenían sospechas fundamentadas de que estaba llevándose a cabo una investigación ilegal, una especie de proyecto llamado «Terapia 85». No sabían qué quería decir. Tal vez fuera un descubrimiento del año 85 que desencadenó la idea de la investigación. Sospechaban que tenía relación con el antienvejecimiento, pero lo ignoraban casi todo. Las muestras de liofilizados eran las únicas pruebas de las que disponían. Tenían que recuperarlas antes de que se produjera su traslado a causa del temporal.
—Y ese amigo o compañero, ¿por qué no te ayuda hoy?
—Está ocupado —atajó Diana.
Sandra se quedó pensativa. Al final dijo:
—Y papá, ¿qué dice de todo esto?
—Tu padre no quiere saber nada. Es muy escrupuloso con mis actividades.
Después de unos minutos en los que sólo se oía repicar el agua sobre la carrocería del coche, Diana dijo con la mirada fija en el parabrisas:
—Ya ves. Yo no miro hacia otro lado. Me comprometo.
No hacía falta salir de la cotidianidad para adquirir grandes compromisos, pensaba Diana. No hacía falta viajar a países lejanos ni a sociedades deficitarias. El compromiso más difícil era aquel que se adquiría con uno mismo. Miró el reloj. El viento parecía haber amainado un rato. Volvió a poner en marcha el motor, y al cabo de unos minutos entraron en la carretera general. Con una chispa de recelo, observó cómo un monovolumen blanco aparecía de nuevo en una curva. Después se serenó. De hecho, el vehículo mantenía una gran distancia con su coche. Si se trataba del mismo de antes, seguramente habría parado también por el mal tiempo. Cuando entraron en el hospital, el vehículo sospechoso continuó imperturbable por la carretera.
El suelo del aparcamiento del hospital estaba lleno de barro que había arrastrado el agua del pinar. Diana se metió las llaves del coche en el bolsillo y cogió el paraguas y también una linterna del portaequipajes. El viento era tan fuerte que le costó cerrar la puerta del automóvil. En el último momento Sandra se empecinó en acompañarla y Diana no pudo evitarlo. Atajaron por medio del bosque, cogidas bajo el paraguas, intentando mantener la orientación contra el viento para que las varillas no se torcieran con las ráfagas. Pisaron pinocha, agua y tierra mojada y, a medida que se acercaban a la fundación, un manto de arena de la playa que cubría el suelo. El aullido del viento entre los pinos se mezclaba con el resonar de los truenos y el bramido de las olas ocultas en la noche.
Al llegar, estaban empapadas como si acabaran de bañarse en el mar, con el cabello goteando agua, la ropa pegada al cuerpo y los zapatos como barcas inundadas.
—Por esta puerta —señaló
Diana, cerrando el paraguas.
En el vestíbulo del módulo de la ONG afortunadamente no había nadie. Una alfombra gruesa les permitió secarse los zapatos. Todo dormía en silencio. Diana reconoció la señalización de las dependencias infantiles y las oficinas a la derecha, y al lado mismo, la puerta misteriosa donde se leía «Privado», por donde se descendía al almacén. Bajaron por la rampa. La puerta del almacén estaba abierta, pero la bombilla no respondió a la acción sobre el interruptor y Diana tuvo que echar mano de la linterna para iluminar el paso. Bajo el haz de luz, el paisaje se veía aún más fantasmagórico que el primer día. Parecía un cementerio de cuerpos calcinados, con los aparatos de hierro blanco retorciéndose en la oscuridad. El olor a óxido se mezclaba ahora de forma intensa con el del salitre.
Diana avanzó entre la chatarra en dirección a la pared de los congeladores. Tan ofuscada caminaba que tropezó con unos palos metálicos que estaban amontonados en el suelo, de aquellos que se encajan en las camillas para colgar las botellas de suero. De vez en cuando notaba que pisaba sobre mojado y, enfocando la pared, vio cómo esta goteaba agua, que se acumulaba en el suelo y originaba riachuelos que atravesaban el almacén. Mientras tanto, Sandra examinaba un aparato de rayos X antiguo con la luz del móvil. Cuando Diana llegó a la otra punta del almacén, donde estaban los congeladores, observó con frustración que las puertas estaban abiertas y las luces de los pilotos eléctricos apagados. Dentro, evidentemente, no había nada, sólo estantes vacíos y pelados como el esqueleto de una fiera moribunda.
—¡Demasiado tarde! —exclamó, abatida.
Registró el interior de un armario metálico que había al lado, pero allí tampoco encontró nada. Al regresar finalmente hacia la entrada, arrimada a la pared para no hacerse daño, vio una sombra que bloqueaba la luz mortecina de la puerta. Alarmada, Diana profirió un grito. Sandra se volvió, pero la sombra se transformó en un hombre de complexión fuerte y reflejos inmediatos que inmovilizó a la joven poniéndole un brazo en la espalda. El haz de luz no conseguía iluminar los movimientos bruscos de ambos. Sandra se defendía a puntapiés, y en una distracción del intruso consiguió morder la mano del desconocido. Éste exclamó una blasfemia y se zafó de la muchacha con un violento empujón. De algún sitio llegó el ruido amortiguado de la cabeza de Sandra, que debió de chocar con un mueble de hierro. Diana se asustó, soltó la linterna, se abalanzó sobre el agresor y lo cogió de la ropa por la espalda. El hombre se volvió, furioso, y le propinó un golpe con el brazo, tan fuerte que la hizo caer, provocando que se diera con la mandíbula en una mesa de exploraciones. Diana sintió el estallido de un calor intenso junto a la cara, y se incorporó a medias, tambaleándose. En medio de la oscuridad pudo distinguir ante sí los pantalones del hombre y sus pies dando patadas para abrirse camino. Había vuelto a coger a Sandra y la arrastraba por el brazo. Se oían resoplidos y blasfemias mientras el uno tiraba y la otra se resistía. Diana cogió un palo de suero del suelo y se dispuso a atacar. Justo en aquel momento Sandra dirigió la rodilla a la entrepierna del hombre y éste profirió un aullido agudo, con las manos en la bragueta. Liberada por unos segundos, Sandra escapó por la rampa. Unos instantes después, el hombre salió detrás de ella.
A Diana le sangraba el labio y le palpitaban las sienes. Su hija no lograría escapar. No estaba familiarizada con el laberíntico edificio. La salida con la doble puerta no estaba bien señalizada y se perdería con aquella infinidad de accesos cerrados. Diana se quitó los zapatos mojados para sentirse más ligera y poder seguirlos. Con el palo de suero aún en la mano, salió al vestíbulo. Ni rastro de Sandra, ni del hombre. Salió al pinar, corrió desconcertada alrededor del edificio, con la lluvia anegándole los ojos. Mirando al mar, el panorama era espeluznante. Con los relámpagos, pudo ver que la playa había desaparecido, engullida por las olas que ahora batían directamente contra las rocas del montículo, llenando de espuma las paredes de la fundación. Llamó a su hija a gritos. Repitió su nombre en vano, ya que el viento se le llevaba la voz. Volvió a entrar. Desesperada, se metió por el pasillo mientras le subían las lágrimas de impotencia.
El comité organizador, el científico y el ejecutivo estaban sentados en torno a la mesa para decidir los últimos detalles del Congreso Europeo de Cirugía Plástica, Estética y Reparadora. No era la sala más grande de la fundación, ni contaba con abertura hacia el exterior, pero tenía la ventaja de disponer de un office con nevera, y un práctico carrito auxiliar por si había que comer algo durante la reunión. Ésta había sido precisamente la intención, y a una hora prudente se habían servido unos bocadillos fríos con varios zumos de fruta. Justo antes del refrigerio, el portavoz de cada comité había hecho una presentación de las labores llevadas a cabo, y ahora era Evarist Figueras, en calidad de presidente del congreso, quien se disponía a hacer la intervención final para terminar la reunión. Hacía unos minutos que todo el mundo callaba con respeto. Evarist había probado el puntero láser y el mando inalámbrico de última generación, pero ahora parecía que tenía algunas dificultades para abrir la presentación en el ordenador. El silencio era tan grande que podía oírse el bramido del mar, al otro lado de los muros, mezclado con los azote del viento sobre los pinos. Fue justo después de que Nicolás se levantara para apartar el carrito a fin de que no entorpeciera la visión de la pantalla cuando, como respuesta al chirrido de las ruedas, la puerta se abrió con brusquedad y una figura irrumpió en medio de la sala, cerca de la pantalla donde Evarist estaba a punto de proyectar solemnemente los puntos tratados en la reunión. La visión que apareció ante los miembros de las comisiones no podía ser más espeluznante. Una mujer con la ropa empapada pegada al cuerpo, descalza, goteando agua sobre la moqueta, enarbolaba un hierro en la mano. Tenía la cara medio tapada por un mechón de cabello mojado, y mostraba una herida en la pierna y otra cerca del labio inferior.
Se oyó una exclamación general amortiguada por el miedo. Hombres y mujeres la observaban incrédulos. Claudi fue el primero en reconocer a su mujer y se levantó de un brinco. Nicolás, aún de pie junto al carro del refrigerio, permanecía paralizado con la boca abierta, igual que Evarist.
—Sandra, nuestra hija… la han secuestrado —anunció Diana cuando distinguió a Claudi entre los reunidos.
Claudi dio unos pasos hacia ella. El silencio era expectante y absoluto. Nadie osaba decir nada ni hacer ningún comentario ante aquella escena de una gravedad indiscutible.
Pero en aquel preciso instante se oyó un correteo en la oscuridad del pasillo, con gritos y maldiciones. Y mientras Diana volvía a blandir el palo de suero apareció Sandra, con la ropa hecha jirones, en el umbral de la puerta, intentando soltarse del hombre fornido, que ahora, a la luz de la sala, descubrieron que era un guardia jurado.
—Perdonen… he encontrado… a estas intrusas —dijo el hombre resoplando mientras cogía las esposas del cinturón—. He tenido que reducirlas… por la fuerza.
Todos los allí reunidos, espectadores involuntarios de aquel sainete trágico, se quedaron mudos y quietos. Al final Claudi recuperó la movilidad y se aproximó para liberar a Sandra.
Diana, que en un primer momento sintió una inmensa alegría de recuperar a su hija sana y salva, después, presa de la vergüenza, se sintió ridícula en medio de las ruinas de su noche heroica. Soltó el palo y huyó. Corrió a través del bosque, resbalando con los pies descalzos en el verdín de las losas del camino. Quería entrar en el hospital y buscar los zuecos del trabajo para poder conducir el coche y así regresar a casa y encerrarse allí sola con su desesperación. Caminaba tan cegada por la lluvia que no vio el monovolumen que la había seguido por la carretera aparcado ahora dos hileras por detrás de su coche. Tampoco se dio cuenta de que un hombre envuelto en un impermeable con capucha abría la puerta y le iba a la zaga en su avance hacia el hospital.
Diana se coló en dirección a los ascensores en un momento en que el recepcionista estaba informando a un visitante, y bajó hasta el sótano 2. Cuando las puertas se abrieron, vio el pasillo en silencio, rodeado de las paredes de cristal de los laboratorios. Sólo las luces de seguridad aportaban una mínima visibilidad. Caminó hasta el laboratorio de la Savall, situado al fondo del todo, donde ahora tenía la taquilla. Por suerte, todavía llevaba las llaves en el bolsillo. Con el ruido que hizo la puerta metálica al abrirse, no oyó que el ascensor había vuelto a bajar y se había detenido de nuevo en los laboratorios. Se lavó el barro de las manos y las rodillas y se calzó los zuecos. Cuando se disponía a regresar al pasillo, le pareció oír un ruido indefinido junto al ascensor. Se paró en la puerta del laboratorio y asomó la cabeza con prudencia. Una sombra avanzaba arrimada a la pared, poco a poco, como si se escondiera.
Diana echó a correr, a gritar y a pedir auxilio por el pasillo, pero sólo en su imaginación. Lo que hizo en realidad fue agacharse por debajo del vidrio de la mampara y esperar con el corazón en un puño. Pasaron unos segundos largos como un día. Después un brazo salido de repente de la negrura la cogió por detrás y una mano le aplastó los labios.
24
El brazo se ablandó de golpe.
—¡Eres tú!
Mark la soltó sorprendido. Había bajado al laboratorio y había visto a alguien que se movía por las repisas del fondo. Pensó que un intruso estaba revolviendo las cosas de Diana.
—No pasa nada —se oyó decir ella con una voz lejana.
Fue entonces cuando Mark se fijó en su aspecto, con el cabello mojado, la falda manchada de barro y varias heridas en el pómulo y la rodilla. Enseguida sospechó que había adelantado la incursión al almacén por culpa del temporal, y que las cosas no habían ido bien. Diana se dio cuenta de que la miraba.
—He llegado tarde. Las muestras ya no estaban.
—Hemos pensado lo mismo. Precisamente había venido a buscar la copia de la llave. —Se le veía compungido; no encontraba palabras para consolarla—. Lo siento.
Diana no estaba disgustada con él. Las desavenencias pasadas se habían evaporado como el alcohol en una superficie de vidrio. Ahora le parecían casi infantiles.
—Es posible que las hayan trasladado al congelador de reserva.
Mark se refería al congelador situado en el servicio de criopreservación que servía de almacén temporal cuando algún congelador se estropeaba.
—Podríamos echar un vistazo, ya que estamos aquí —añadió.
Salieron al pasillo y acto seguido, esquivando las cámaras de seguridad, accedieron a la zona de servicios y se dirigieron a criopreservación.
El guarda de seguridad del hospital estaba sentado tras el mostrador, con un ojo en el partido de fútbol que se retransmitía por televisión y otro en el vestíbulo, y un tercer ojo, existente gracias a la silla giratoria, en las pantallas de seguridad. Con un matiz de autocompasión, recordó lo orgulloso que se había sentido de aquel panel iluminado de sofisticada profesionalidad, que ahora en cambio veía como una responsabilidad añadida que le pesaba como un plomo. Aquel día, sin embargo, todo estaba en calma y podía dedicarse a comer pipas mientras seguía emocionado el juego de su equipo favorito. Excepcionalmente, y por cuestiones de compatibilidad con competiciones extranjeras, el encuentro se celebraba entre semana y era crucial pese a estar en las primeras jornadas de la liga. En aquel momento, y a pocos segundos de que el árbitro pitara el final del partido, estaban ganando al contrario y además el eterno rival había empatado en casa, con lo cual, en la siguiente jornada, jugando fuera, tenía muchos números para perder, y entonces estarían ya a cinco puntos. Pero no si empataba o, Dios no lo quisiera, ganaba. En este último caso su equipo tendría que sudar la camiseta, porque los contrincantes que le quedaban eran duros de pelar, mucho más que los que le tocaban al otro… Sonó el teléfono y sufrió un sobresalto considerable. Era la línea interior. Escupió la pipa que tenía entre los dientes, pensando que sería alguna enfermera de planta que necesitaba una silla de ruedas. Pero no. Lo llamaban de dirección para instarle a realizar una vigilancia expresa en el servicio de criopreservación.
—Las pantallas están tranquilas —dijo el hombre, echando la primera ojeada de la noche a los monitores—. El compañero está en la puerta de urgencias.
Pero el interlocutor debió de responderle rotundamente, a juzgar por la voz aguda que rezumó el aparato, y el hombre se puso de pie, como un soldado.
—Sí, de acuerdo, sí señor. Ahora mismo, ya lo entiendo.
Mark había sacado una tarjeta personal que debía de haber robado a alguien, y abrió la puerta. El tenue ronquido de los aparatos acompañaba la penumbra tranquila. La cámara enfocaba directamente la hilera de congeladores donde se encontraba el de reserva. Para ocultarse de la vigilancia, se camuflaron con la ropa protectora que los técnicos empleaban para trabajar en la cámara fría. Escondieron la cabeza en gorras caladas hasta los ojos. —Diana hizo lo propio también con la trenza—, y se pusieron unos chalecos acolchados con el cuello levantado hasta la nariz. La sofocación era tal que agradecieron la humareda de aire gélido que salió de la puerta del congelador. El interior estaba sólo medio lleno. Mark, provisto de unos guantes gruesos, comenzó a extraer las cajas de los cajones. De paso cogió un contenedor con nieve carbónica por si tenían que trasladar muestras. Estuvieron un buen rato examinándolas después de depositarlas sobre una repisa iluminada. Lamentablemente, no encontraron ninguna de las cajas marcadas como Terapia 85 que habían visto en el congelador del almacén, ni tampoco los viales liofilizados.
El sonido de un trueno como un alud de rocas derrumbándose por encima de sus cabezas paralizó las manos de Mark. Aguzó el oído. No oyó pasos, ni voces. Todo volvió al silencio absoluto.
—¿Y el cajón de arriba?
—Están las cajas metálicas de Curley.
—¿Y por qué están aquí? No recuerdo que se haya estropeado ningún congelador del laboratorio…
Diana enseguida lamentó dudar de un compañero, pero Mark ya estaba sacando uno de aquellos contenedores relucientes. Al abrir la tapa, les sorprendió en un principio el tamaño de los tubos, que eran un poco más largos que los habituales. Mark cogió uno y lo puso bajo la luz.
—T-85 —leyó.
Diana se lo arrebató de los dedos, aguantando la respiración.
—No puede ser.
Cogieron otro y otro más. Todos llevaban el T-85 precediendo al número de identificación en la etiqueta.
Aquella vez no era un trueno.
Reconocieron el quejido del muelle del resorte antes incluso de que el portazo llegara a sus oídos, un golpe claro y contundente que anunciaba la presencia de alguien con autoridad reconocida. Diana quiso cerrar el congelador precipitadamente y se le cayeron los tubos de las manos. No tuvieron tiempo de ordenar las cajas ni de esconderse. El agente de seguridad irrumpió en la sala con la corbata medio torcida, zapatos de suela gruesa y una porra en la mano. Se puso delante de Mark con las piernas separadas y una expresión de incredulidad plasmada en la cara. El bolsillo del pantalón le hacía bulto, como si llevara otra arma, pero examinándolo con detenimiento, se veía que era una bolsa de plástico con letras de colores. El hombre, con los ojos entrecerrados, tardó un rato en acostumbrarse a la penumbra.
—Quieto, no se mueva.
Se dirigía a Mark, pues no había visto a Diana, que se había quedado parada junto al congelador. El hombre daba la triste impresión de dudar sobre cuál era el protocolo a seguir en dichas circunstancias. Nervioso, se lamía los labios sin parar. Se palpó el cinturón con la mano libre en busca de la radio, y emitió una maldición al darse cuenta de que seguramente se la había dejado olvidada en recepción. Entonces se registró los bolsillos buscando el móvil. Tuvo que sacar a la vista una bolsa de pipas, un calendario futbolístico y una quiniela doblada. Aprovechando aquellos segundos de turbación, Mark cogió la caja de nieve carbónica y se la tiró en la cara.
—¡Esto quema! —le amenazó con un grito.
El vigilante, envuelto en humo blanco, profirió un alarido y se protegió los ojos con las manos. Era el momento de huir. Diana y Mark echaron a correr por el pasillo en busca de la puerta de servicio, confiando en que podrían salir por el túnel de entrada de los suministros. Sin embargo, la puerta se hallaba cerrada. Evidentemente, a medianoche no había descarga de camiones. Oyeron los gritos ahogados del hombre cada vez más cerca. Se miraron con desesperación.
—Nos tenemos que esconder. Tomaron un desvío del pasillo principal. Corrían con el estrépito de los zuecos de Diana de fondo, volviendo la vista atrás de vez en cuando. De repente, Mark sacó de nuevo la tarjeta mágica y, cogiendo a Diana de la mano, se colaron por una puerta.
Era el ropero del hospital. Aflojaron el paso. Atravesaron la zona abierta a los trabajadores, con las máquinas dispensadoras de batas, que a aquellas horas estaba cerrada al público. Después abrieron otra puerta y se adentraron en el almacén. Se quitaron los casquetes, los chalecos y los guantes y lo tiraron todo a la bolsa gigante de la ropa sucia. Miraron a su alrededor. No habían estado allí nunca. La visión resultaba sobrecogedora. Había dos plantas con techos bajos en los que se hallaban fijadas unas guías metálicas serpenteantes, con centenares de batas colgadas, tan impecables que casi relucían en la oscuridad. Cuando alguien colocaba la tarjeta personal en el dispensador, el circuito se ponía en marcha hasta que el sistema daba con la prenda solicitada gracias al chip que llevaban cosido en el interior, y la desviaba hacia la máquina dispensadora. Mark cogió una bata.
—Coge algo que ponerte. Cuando salgamos, lo haremos vestidos de blanco.
Diana cogió un pijama. Después miró el reloj que colgaba de la pared y vio que ya pasaban de las once. Recorrieron las sinuosas hileras de ropa blanca. El suelo estaba lleno de pelusilla de algodón que se desprendía del tejido. Mientras observaban las batas y los pijamas en las perchas, Diana pensaba en Justin Curley. No podía quitárselo de la cabeza. ¿Estaría realmente implicado en la Terapia 85? ¿Y por eso escondía muestras en un congelador atípico? Era difícil saberlo. En los laboratorios del sótano 2 todo el mundo iba a lo suyo; rara vez alguien se interesaba por el vecino de al lado. ¡Lástima que se le hubieran caído los tubos de las manos!
Subieron por la estrecha escalera de hierro que comunicaba con la parte superior. Los escalones emitían un sonido como de gong de campana, triste y misterioso. Diana se estremeció. Allí arriba otro ejército de batas colgadas en fila llenaba todo el espacio con un aire cómicamente siniestro. Todo estaba sumamente silencioso. Allí no llegaba el sonido de la tormenta; era como si aquel silencio fuera imprescindible para el reposo de los soldados blancos.
De repente, Diana se puso en alerta y agarró con una mano la muñeca de Mark. Del piso de abajo les llegó el gruñido apagado de un motor lejano. En pocos segundos las batas comenzaron a moverse, deslizándose por las guías, como en un desfile fantasma. Mark y Diana se quedaron paralizados, conteniendo la respiración. Nadie del hospital podía utilizar los dispensadores a aquella hora de la noche. Se miraron en silencio. A Diana le pareció que Mark había palidecido y le adivinó una dilatación en las pupilas. Nunca le había visto con aquella expresión. Temieron que apareciera alguien de repente en el ropero, pero no sucedió nada. Mientras tanto, como en una visión apocalíptica, los fantasmas blancos iban pasando ante sus ojos, imperturbables. Mark se asomó con cuidado por la baranda. El piso de abajo estaba desierto. Entonces bajó poco a poco por la escalera. El zumbido del motor ocultaba el sonido de sus pasos. Sacó la cabeza por la puerta que daba a las máquinas dispensadoras. Al principio no vio a nadie. Cuando miró por segunda vez, distinguió la sombra de un individuo con una capucha en la cabeza, oculto detrás de una columna. No se movía, como si estuviera esperando a que salieran. Entonces el motor se detuvo, y las batas dejaron de rodar. Un silencio atroz volvió a penetrar entre los pliegues de la ropa blanca. La sombra, no obstante, no hizo ningún gesto de acercarse a la máquina dispensadora.
Diana se había quedado sola en el piso de arriba. Ya hacía rato que pensaba que todo aquello debía de ser un sueño. Pero se notaba la mejilla hinchada y el corte en la pierna que le tensaba la piel y le dolía, una sensación impropia de los sueños. Se aferró con fuerza al pijama que había cogido de las perchas. Durante un supersticioso instante creyó que todo aquello estaba predeterminado. Estaba segura de que la puesta en marcha de las batas no era obra del vigilante. ¿La habría provocado la misma mano negra del vaso de whisky? ¿Con qué objetivo la habrían seguido hasta allí? ¿Se trataba de un intento de secuestro o querían convertirla en una paranoica patológica?
Al detenerse el motor, se dio cuenta de que el mundo real se hallaba sumido en un silencio aterrador, que el pijama doblado le oprimía dolorosamente el pecho y que ya hacía mucho rato que Mark estaba en el piso de abajo.
Oyó unos pasos que se aproximaban, pero después vio que no, que eran los espasmos finales del sistema de rotación.
¿Y si Mark no regresaba? ¿Y si se había visto obligado a huir por otro lado? El hombre perverso iría a buscarla a ella. Se secó las manos con la ropa porque sudaba profusamente. No tenía ningún plan.
Y era demasiado tarde para planear nada porque de nuevo sintió el gong profundo de los escalones metálicos. Sólo cuando apareció la cabeza de Mark con el dedo en los labios, recuperó el control de sí misma.