18
La tarde en la que se desató el desastre todos los investigadores del sótano 2 habían asistido a una sesión que impartió el doctor Evarist Figueras, invitado cortésmente por la doctora Savall. El eminente cirujano había tenido ese deseo: quería mostrar que no sólo era un artesano modelador de cuerpos, sino que también dominaba los aspectos científicos.
Se había atrevido a hablar de «La biología del envejecimiento de la piel» ante un público especializado en investigación básica.
No fue una tarde especialmente calurosa, y todo el mundo comentaba que empezaba a intuirse el final del verano. El doctor Figueras inició la conferencia definiendo el envejecimiento como aquel proceso complejo que acaba convirtiéndote en hijo de tus hijos, frase que no consiguió arrancar más que una risa modesta en una enfermera de edad avanzada. Las primeras diapositivas, con un cariz más bien divulgativo, mostraban cómo los fibroblastos de la piel segregaban fibras de colágeno, que ejercían la función de estirar la epidermis, como si fueran cables en tensión. Por acción del tiempo — representado por un reloj que aparecía por un lado— y del sol — simbolizado por un astro que salía al otro lado, dichas fibras se hacían añicos y los fibroblastos, sin los cables tensores, se encogían. De esta manera se perdía la integridad estructural de la piel y aparecían las primeras arrugas.
—Todo el mundo a los cuarenta años tiene momentos de estupefacción al observarse en el espejo —concluyó.
A partir de aquí quiso dar un giro «científico», pero sólo consiguió ser aburridamente exhaustivo. Se alargó en la explicación de los diferentes tipos de fibras, las redes tridimensionales que formaban y las múltiples cadenas polipeptídicas del colágeno. Se oyeron murmullos impacientes desde distintos puntos de la sala. Evarist Figueras dejó de hablar, hizo una inhalación profunda y se impuso quedarse muy serio mientras recorría la concurrencia con la mirada para intentar identificar a los rebeldes. Sabía que los investigadores básicos sustentaban una vigorosa cultura de cada mochuelo a su nido, y lo verían como un pedante por querer explicar detalles de algo de lo que ellos se consideraban la quintaesencia. ¿Les daba miedo la amenaza de un clínico en su terreno? Un médico tenía pacientes, muestras humanas y ensayos clínicos en los que experimentar con fármacos. Y él, en particular, contaba con la inmensa confianza y fidelidad de las agencias financiadoras de investigación.
Figueras reconoció al doctor Cuevas, al que pilló tapándose la boca mientras inclinaba la cabeza sobre el vecino de la derecha, y dos filas atrás al joven turco, Günev, que estaba haciendo un comentario a una becaria. Claudi Mas se hallaba sentado en primera fila con semblante distraído, ajeno al agravio que estaba sufriendo.
Evarist se pasó la mano por los cabellos blancos y se preguntó si valía la pena perder el tiempo delante de aquella panda de chupatintas de poyata. Pero después se fijó en sus zapatos exclusivos, hechos a mano y personalizados con sus iniciales, y la constatación de los privilegios personales lo decidieron a continuar. Cogió aire y cambió el rumbo. Dejó atrás dos diapositivas abarrotadas de nombres bioquímicos y estructuras complejas e inició un repaso, que él calificó de paseo ágil e informativo, por los tratamientos restauradores que se habían desarrollado en los últimos años. Habló del ácido hialurónico, que pretendía activar a los fibroblastos para la producción de nuevas fibras de colágeno, del ácido retinoico, que a través de procesos complejos también contribuía a ese mismo propósito, de la melatonina y de otros antioxidantes que servían para evitar la oxidación de las células, y evidentemente de la toxina botulínica, que relajaba la musculatura facial y facilitaba la recuperación de las arrugas de expresión. Para acabar, como colofón, explicó su experiencia con el relleno con células madre mesenquimales. Al hallarse entre analfabetos en las técnicas de medicina estética, podía decir cualquier cosa de una intervención que acababa de ser implementada. Supo venderlo combinando descripción técnica con varias fotografías macro y microscópicas de los resultados obtenidos. En este caso sí que encontró el tono adecuado, y logró la deseada conexión con el público, que finalmente lo ovacionó de un modo sincero.
La Savall subió a la tarima e, inclinándose sobre el micrófono, le agradeció infinitamente la sesión: había ofrecido una mirada clínica al envejecimiento que podía responder a muchas cuestiones básicas, una floritura retórica que nadie entendió. Después invitó a todo el mundo a inscribirse en el congreso que presidía el doctor Figueras, un extraordinario acontecimiento científico con una enorme repercusión local e internacional, que a buen seguro contendría aspectos innovadores de investigación. Quedó patente que la coordinadora sabía muy bien cómo complacer a Evarist Figueras, una pieza de ajedrez valiosa en el tablero del hospital y de la fundación. Tras dedicarse los últimos halagos mutuos, se dispersaron.
Fue justamente en el tránsito hacia esta diseminación organizada cuando Matilde fue directa en busca de Mark Günev. Avanzó hacia él con los ojos encogidos, como los de un gato enfurecido. Le comunicó que había detectado a través del informe del servicio de seguridad de informática que él, desde su ordenador, había entrado en la red utilizando la identificación y contraseña personal de Diana. Y, sacudiendo la cabeza, se quedó mirándolo como si fuera una especie de pervertido.
Mark maldijo a los dioses. Se la había jugado y había perdido. Y, para su disgusto, no había hallado nada interesante. De hecho, se había frustrado por completo en el intento. La red estaba pensada para dar servicio al funcionamiento del hospital y se utilizaba para entrar el curso clínico de las historias, y también datos administrativos, como pedidos, facturación y ocupación de camas. Descubrió, además, que la entrada en las bases de datos personales estaba doblemente protegida. Intentó en vano acceder, una y otra vez, con distintas posibilidades de códigos, como por ejemplo la dirección de correo de la Savall, su DNI o su año de nacimiento, que había conseguido a través de su amiga de personal. Y, evidentemente, probó también a combinarlo todo con todos. Ningún conjunto de signos le abrió la cueva de Alí Babá, y con tantas probaturas y la adrenalina a flor de piel, no cayó en la cuenta de que, trabajando desde su ordenador, corría un riesgo de alta tensión, ya que la entrada a la red quedaba registrada, y además que se había producido desde una unidad no autorizada.
Diana y Mark fueron convocados oficialmente al despacho de la coordinadora aquella misma tarde.
—Diré que quería comprobar un pedido.
Se hallaban en la balconada, en penumbra, esperando el ataque directo que recibirían cuando la Savall acabase de hablar con el representante de los cartuchos de impresoras. Ambos sabían que ninguna coartada resultaría creíble, ya que los movimientos por la red habían quedado registrados. Permanecieron en silencio unos minutos, separados por un par de metros de distancia, Mark apoyado en la pared y Diana rígida, un poco inclinada sobre la baranda, mirando abajo, a los laboratorios iluminados por los fluorescentes.
Mark se arrepentía de haber arrastrado a Diana en aquel hundimiento catastrófico. Tenía que reconocer que había querido utilizarla como escudo, pensando que era una persona protegida por la dirección. Ahora se daba cuenta de que había sido un error. Diana, pendiente aún de leer la tesis, no tenía detrás a un grupo de investigación que la convoyara, ni contaba con un puesto de trabajo estable. No era ni mucho menos la persona más idónea para ser expuesta a una situación de riesgo. Ahora la observaba delante de él, inclinada sobre el espacio vacío, como aquella tarde en el Grito, el acantilado de los suicidas. Diana tenía la mirada extrañamente fija en los laboratorios. De repente, Mark la vio balancearse, como si sufriera un vahído. Tuvo que aferrarse con las dos manos a la baranda para no perder el equilibrio.
—¿Qué te pasa?
Mark se le acercó y la cogió por el brazo. Ella dijo en un murmullo:
—Es terrible.
Provocada seguramente por la tensión del momento, o quién sabe si por la influencia de la sesión del doctor Figueras, Diana acababa de tener una visión reveladora.
—El reloj del tiempo.
De hecho, no era la primera vez que comparaba el trabajo coordinado de los laboratorios con la maquinaria de un viejo reloj: unos investigadores hacían de piñón, accionando la rueda de la corona, y los otros movían los dientes del engranaje y con ello forzaban la segunda rueda, la cual movía a su vez el piñón de la tercera. Pero aquel día cada componente tenía un significado especial, un significado que le provocó una conmoción.
—¿No lo ves? —dijo, señalando con la barbilla hacia abajo—. Mira el laboratorio. Mira los grupos.
Mark la observaba sorprendido. No veía nada extraordinario que no fuera el trabajo habitual de los investigadores en los cubículos, las poyatas y los pasillos.
—Todos trabajamos en líneas de antienvejecimiento. Todos — repitió en voz baja pero aguda, como un llanto contenido.
Mark la miró fijamente. Después, como en un tráiler cinematográfico, repasó mentalmente las actividades de los investigadores: la Savall y los sistemas antioxidantes como protectores de enfermedades, pero también de la vejez; el doctor Cuevas, con las sirtuinas, claves en la supervivencia de las especies; Curley y las células madre, protagonistas de las últimas tendencias del rejuvenecimiento; su propio grupo con los estrógenos, hormonas de la juventud, y Diana con la telomerasa, la enzima de la inmortalidad. Era cierto. Todas las líneas podían aplicarse al antienvejecimiento.
—Nos están utilizando —dijo ella, mudando el semblante.
En la oscuridad del anfiteatro, con la respiración cortada, se sentían irremediablemente atraídos por aquella visión seductora de una maquinaria perfecta que, como el tren de rodaje de un reloj de cuerda, estaba diseñada para medir el paso del tiempo.
19
Sentada en el desván, con la carpeta del PIM abierta encima de la mesa, Diana esperaba la llegada de su marido. Claudi le había avisado de que saldría tarde del hospital, porque tenía una reunión con la dirección, y ella estaba segura de que Nicolás le contaría de principio a fin la crónica del espionaje en la red.
La Savall les había hecho pasar, a Mark y a ella, a su despacho en medio de un silencio amenazador. Tras poner el informe sobre la mesa, les había leído lo que consideraba una violación de la confidencialidad del centro. Había sido concisa y contundente: se trataba de una falta grave penalizable. Mark hizo un intento de disculpar a Diana, pero la coordinadora continuó hablando con exasperación, como si no lo hubiera oído, asegurando que el informe sería adjuntado a su expediente —parecía dirigirse sólo a Günev— y que por fuerza también habría de pasar a dirección. Respecto a Diana, no abrió la boca. Con aire de capitulación, la examinó y la desestimó al mismo tiempo. No le hizo ninguna advertencia ni le dio ningún consejo.
Ahora, bajo el ambiente denso de la buhardilla, Diana escribía frenéticamente en la libreta los últimos acontecimientos. Transfirió al papel las visiones que había tenido en el anfiteatro de coordinación, que se concretaban en la sospecha de un laboratorio enfocado a la investigación antienvejecimiento. Pero ¿dónde hacían, o dónde pensaban hacer, la investigación real aplicada? ¿En otro laboratorio, lejos del hospital?
¿En el laboratorio de las analíticas de rutina? ¿O quizá sólo fuera cuestión de tiempo que todos acabaran adecuando los experimentos a los objetivos del centro? Por otra parte, estaba convencida de que aquella priorización había existido desde el principio. Trató de recordar la entrevista que le hicieron el día en que se acabó de decidir el contrato. Estaban presentes la Savall y Nicolás. Le preguntaron sobre las líneas de investigación en las que trabajaba. En aquel momento ella intentaba desarrollar marcadores de resistencia al tratamiento del cáncer, algo que no despertó el más mínimo interés entre los allí reunidos.
—El tema de la tesis era otro —insistió la coordinadora.
A Diana le sorprendió que se hubieran interesado por publicaciones más antiguas.
—Sí, el tema era la modulación de la telomerasa como herramienta farmacológica para el tratamiento del cáncer.
Enseguida se mostraron entusiasmados en aquella línea y los marcadores de resistencia quedaron arrinconados al fondo del currículo. Lo mismo ocurriría con todos los investigadores contratados. Seguro que les habían exigido desarrollar aspectos concretos de su trabajo.
En aquel momento oyó la llave en la puerta de la calle y la gata, que estaba tendida sobre la mesa, se incorporó con las orejas orientadas hacia la escalera. Diana cerró la libreta, pero no se movió. Después le llegó el sonido de los zapatos restregándose en el felpudo, seguido de los pasos de Claudi al entrar en la cocina y luego en el comedor. Desde el pie de la escalera le gritó: «¿Dónde estás?». Se notaba una agitación anómala en su voz; parecía nervioso. Diana escondió la libreta en el cajón y bajó las escaleras. Ya en la puerta del comedor, intentó calmar la respiración y luego tosió levemente. Claudi estaba de espaldas, mirando la televisión con el volumen bajo, y se volvió con semblante triste, apesadumbrado.
—Siéntate.
Ella se acomodó en el sofá y cogió un prospecto de propaganda para hojearlo con aire distraído. No tuvo que esperar mucho para que Claudi le confesara que lo sabía todo. Nicolás se lo había explicado, terriblemente disgustado, amplificando las imprudencias de Mark como un espía oficial de los datos privados de la dirección.
—Pensaba que te había pedido que te alejaras de ese loco —dijo Claudi con voz cansada.
Diana callaba con los ojos cerrados.
—No te beneficia de ningún modo. Ni a ti ni a mí.
—Pero Claudi… ¿Y si fuera verdad? ¿Y si…?
—Diana, por favor —la interrumpió él.
—Tengo un presentimiento. Él la miró con aflicción.
—¿Qué presentimiento?
—He tenido una visión. Pienso… pienso que están priorizando de un modo encubierto un tipo de investigación en concreto. Una investigación dirigida.
—Pues claro, es natural.
—Quiero decir con intereses lucrativos, incluso ilegales.
Claudi la miraba fijamente. Su semblante reflejaba preocupación, pero había algo más: ¿quizá alarma?
—Cuando me contrataron, planteé una línea de marcadores de resistencia a la quimioterapia. ¿Recuerdas que ésa fue mi primera propuesta?
Claudi permaneció impasible.
—Y entonces la Savall insistió en recuperar la línea de la telomerasa —prosiguió Diana, dando vueltas a los anillos del dedo —. Es muy extraño.
—¿Por qué? La telomerasa es un tema actual, ha sido un premio Nobel reciente.
—¿Y todos los demás? Fíjate: los estrógenos, los antioxidantes, las células madre. Todos son líneas de investigación aplicadas al antienvejecimiento.
Él la miró con extrañeza, medio cerrando los párpados.
—¿Antienvejecimiento? — Claudi hizo una pausa de unos segundos—. Creo que te equivocas. Son líneas potentes, modernas. Si confluyen en el envejecimiento es porque envejecer es la causa de muchas enfermedades. Eso lo saben hasta los alumnos de primero. Diana, por favor, estás imaginando cosas.
A punto estuvo ella, en un arranque de sinceridad, de confesarle el descubrimiento de las muestras del congelador, de la empresa Escogen y de los liofilizados humanos, pero algo la frenó.
Claudi se pasó la mano por la cara como si quisiera borrar un recuerdo amargo.
—¿Sabes lo que piensan de ti? —se decidió finalmente a decir—. Que aún no estás bien. Piensan que estás desequilibrada, que deberías iniciar de nuevo el tratamiento.
—¿Eso quién lo dice?
—La Savall, los compañeros.
Parece ser que no te tratas con nadie. Salvo el tipo ese. Creo que estás muy sensible y distorsionas la realidad. Puedes volverte paranoica.
Diana se sintió herida. Con qué frivolidad soltaba Claudi —y Nicolás, detrás de todo— diagnósticos psiquiátricos. Pero frenó sus sentimientos adversos al ver a su marido con el semblante desencajado. Tenía los ojos pequeños y los párpados muy cargados, y se le habían formado unas bolsas por debajo que antes no existían. Con un escalofrío, Diana comprendió que él también estaba afectado. A menudo, en el pasado, ella había sufrido ataques de ansiedad que él había tenido que soportar y aquietar. Quizá ahora él tuviera miedo de que todo aquello volviera a comenzar.
Diana se levantó y le pasó la mano por el cabello.
—No te preocupes por mí. Estoy bien. Le salió una voz completamente distinta, casi derrotada. Se disculpó por no cenar con él y se metió en la cama sin pensar en nada más.
Las fisuras óseas, provocadas por golpes violentos o a causa del envejecimiento, rara vez son estables, como tampoco lo son las grietas en las relaciones de las personas, que si no se tratan, avanzan peligrosamente hacia una fractura o la infección. Diana había sufrido una fisura en el crédito a su marido y estaba soportando la respuesta inflamatoria aguda con una afectación general, hiperestesia e hiperemotividad, en espera de la cura espontánea y la formación del callo óseo. Hasta aquella tarde, al volver a casa, todavía confiaba en la recuperación.
El día había transcurrido con aparente normalidad y Diana se dedicó a descongelar las células que había traído de Barcelona para familiarizarse con su cultivo. No había visto a Mark ni en el laboratorio ni en el estabulario, y tampoco se atrevió a preguntar por él. Con ganas de refugiarse en el desván, salió del hospital puntual. Al llegar a Les Roques, vio que tenía una llamada perdida de Sandra, lo que significaba que ya había regresado de Indonesia. Y sobre todo, pensó, que buscaba que la escuchara.
—¡Hola, mamá! ¿Cómo estás?
—Su hija parecía alegrarse de oírla.
Enseguida comenzó a hablarle del viaje, y de los proyectos en los que había participado. Se afanaba en dar interpretaciones sobre las dificultades en la recuperación económica del país por culpa de los retrasos en las reformas y la corrupción. Se lo explicaba poniendo pasión en cada persona que había tratado y cada hecho que había vivido. En un momento dado, y como de pasada, le hizo saber que el compañero que había vuelto antes de tiempo porque no se encontraba bien les enviaba su agradecimiento. Ya estaba todo encarrilado. Diana se dio cuenta de que le hablaba como si ella estuviera al corriente de la enfermedad del chico.
—Papá lo visitó y lo dirigió a un especialista. ¿No te lo contó?
—No.
—Se le pasaría.
Con reflejos insospechadamente vivos, Diana le preguntó cuándo lo había visitado. Sandra lo ignoraba.
—¿Qué día llegó de Indonesia?
—El lunes de la semana pasada.
Diana puso en marcha el cálculo mental que tenía hiperactivado últimamente. El lunes era el día antes de que ella subiera a Barcelona, recordó. Era imposible que lo hubiera visitado el mismo día de la llegada. Lo más probable era que lo viera al día siguiente, martes, el día que ella había ido a Barcelona. Se le puso un peso en el estómago. Había muchas posibilidades de que fuera así. Sandra continuó hablando, pero ella sólo era capaz de oírla en un murmullo lejano. Trabajaba por las noches en un centro de acogida para poder pagarse el siguiente viaje a Brasil, y estudiaba de día. Se había dejado una asignatura para septiembre. Se despidió con la promesa poco definida de una visita y del envío por mail de las fotografías del volcán Bromo y los bosques umbríos de Sumatra.
Diana se despertó de madrugada sobresaltada. Claudi dormía a su lado, mirando hacia la otra punta de la habitación. Era cierto que Claudi había estado en Barcelona y le había mentido intencionadamente. Y si mentía en eso, mentía también en muchas otras cosas. Convencida de que no podría volver a conciliar el sueño, se incorporó con cautela y salió al rellano de la escalera. Desde el umbral de la puerta, oyó la respiración acompasada de su marido, de sueño profundo.
Enroscada en el taburete de terciopelo, con la cabeza entre las patas traseras, Tara la miró con un ojo mientras ella buscaba la linterna en el armario ropero. La gata levantó la cabeza al encenderse la linterna, y saltó detrás de Diana cuando ésta entró de puntillas en el despacho de Claudi.
Diana iluminó la estancia y descubrió el maletín de su marido, que reposaba en la silla. Tras abrirlo con precaución, sacó de su interior un dossier con las actividades y sesiones del servicio, otro con el programa operatorio correspondiente a las visitas privadas y una carpeta abultada con la documentación del congreso. Lo manejaba todo metódicamente, recordando la situación original que ocupaba cada cosa dentro del maletín. Pero pese a revolver hasta el último compartimento, no halló nada sospechoso. Encontró la cartera en el bolsillo de la americana, que estaba colgada en la silla. ¿Qué buscaba? ¿Un billete de peaje de la semana pasada, un recibo de un taxi o un tíquet de aparcamiento? De nuevo, no descubrió nada sospechoso. Del bolsillo derecho sacó la agenda, que era una libreta clásica, fácil de consultar. Nunca se había fijado en la letra tan pequeña, puntiaguda e ilegible que tenía Claudi. Conciso y estricto, escribía tan sólo alguna anotación escueta en medio de cada página. Diana fue a parar a la página del martes conflictivo, que para su decepción se hallaba en blanco. Retrocedió al día anterior, donde sí había un recordatorio: «Consulta mañana por la mañana». No quedaba claro, sin embargo, si se refería a la consulta del hospital comarcal o a la del compañero de Sandra en Barcelona. Se dirigió a la mesa y revisó el montón de documentos que había bajo el pote de los lápices. Al igual que había hecho antes, movió los objetos y los dejó en la misma posición. Calendario de intervenciones, billetes de viajes, mensajes de correos.
—Chissst —regañó a la gata, que se había encaramado al escritorio.
Abrió el único cajón de la mesa y la madera protestó con un chirrido que para Diana sonó como el estrépito de una sierra eléctrica, lo que hizo que todos los músculos se le tensaran primero y se aflojaran después. Con el pulso aún tembloroso dirigió el haz de luz hacia el interior. Sólo había papel de carta, sobres, algunas facturas y una caja de caramelos. Dio un vistazo general. Pensó en vaciar la papelera, pero eso podría hacerlo lícitamente por la mañana. Al final decidió arriesgarse y tratar de examinar el móvil que había al lado del pote de los lápices. Apagó la linterna y volvió a salir al distribuidor para comprobar que Claudi seguía durmiendo. La respiración de su marido le llegó rítmica y ruidosa hasta la puerta. Diana regresó al despacho y abrió el móvil. Era del mismo modelo que el suyo y, por tanto, la exploración tenía que ser sencilla, si el temblor de las manos no le jugaba una mala pasada. Con el corazón en un puño, a punto de la fibrilación, buscó el apartado de los mensajes para espiar los recibidos y los enviados. Había oído decir que aquélla era una forma de destapar segundas vidas, infidelidades crónicas y líos de cortos vuelos. Para su desilusión, las carpetas estaban completamente vacías. La agenda con los números de teléfonos tampoco ayudó mucho. Claudi era alérgico a realizar llamadas con el móvil, siempre sentenciaba que sólo lo utilizaba para recibirlas. Sólo un par de nombres familiares y un teléfono con un nombre resumido (o codificado quizá) con las iniciales ACR ocupaban un listado. Quiso anotárselos. Llamaría con cualquier pretexto para conocer quién se escondía detrás. Buscó un bolígrafo con una mano mientras con la otra sujetaba el móvil. En un gesto torpe fruto de la inquietud, sus dedos pulsaron sin querer la señal de «marcar», y se iluminó terroríficamente la pantalla de «llamada» en el teléfono misterioso. Diana pensó que se moriría de un infarto mientras intentaba presionar la tecla para interrumpir la comunicación. ¡Dios santo! Fuera quien fuese, encontraría una perdida de Claudi a las tres de la mañana. Se desplomó en la silla, pensando que no resistiría mucho aquellas dramáticas emociones. Volvió a colocar el móvil al lado del pote de los lápices, cogió a la gata y salió del despacho. Regresó al dormitorio y se metió en la cama. El calor confiado del cuerpo de Claudi le llegó hasta las piernas. Medio consciente de la entrada de ella bajo las sábanas, él cambió de posición hasta quedar boca abajo. Diana cerró los párpados con fuerza, manteniendo presionada la tapadera sobre el borboteo incesante de sus pensamientos.
Al día siguiente Diana decidió poner a prueba a su marido. Lo hizo después de pasarse la jornada haciendo cábalas inútiles. Por la mañana estuvo delante del ordenador. Insertó una tabla en una pantalla de Word con el calendario de la semana de la visita a Barcelona. Descartó el lunes por imposible al consultar los vuelos y ver que llegaban por la tarde. Seguramente habrían hablado por teléfono aquel mismo día y quedado para el día siguiente. El martes era el día fatídico. El miércoles, jueves y viernes Claudi había estado en Venecia, algo que ella podía comprobar con la nota que él le había dejado con el teléfono del hotel. Estaba claro, no había nada más que discutir. La constatación de los hechos le provocó una opresión en el pecho que la asustó. En aquellos momentos vio el aviso de un correo en la pantalla del ordenador: «Lo siento».
Era Mark. Aún no había dado señales de vida, pero estaba encerrado en su despacho. «No te preocupes», contestó ella. «¿Estás bien?», tecleó él. Ella se mordió el labio inferior. «Sí, ¿y tú?» Mark: «Voy tirando». La voz de la Savall en el pasillo interrumpió momentáneamente los correos.
Diana le había dicho que estaba bien, pero se encontraba fatal. Sin embargo, no quería confiarle de ningún modo los escrúpulos que sentía hacia su marido. Abandonó el despacho y aprovechó que la campana de cultivos estaba libre para sumergirse en el trabajo rutinario de los cambios de medios en las células. Cuando dejó los frascos en la estufa ya estaba completamente decidida a acabar con aquel estado de incertidumbre. No se veía con ánimos de seguir controlando móviles, registrando cajones y vaciando papeleras. Al final acabaría pareciendo una paranoica real. Lo mejor sería ir de frente y soltarle las preguntas a bocajarro. Aquella misma noche.
Curiosamente Claudi llegó de buen humor aquella noche. Diana oyó desde el desván el golpe de la puerta y después una canción silbada que su marido había cantado de joven en una obra de teatro.
—Estoy aquí, Di.
Sólo la llamaba Di muy de vez en cuando. Ella lo oyó trajinar en la cocina, abriendo la nevera para coger unos cubitos de hielo y agitarlos después dentro del vaso de whisky.
Cuando Claudi la vio entrar, dio unas palmaditas en el espacio del sofá que había a su lado. Diana le dio un beso, pero luego se sentó en el sillón pequeño mientras él desplegaba el periódico. Él sonrió pero ella no le devolvió la sonrisa.
—Claudi, necesito que me expliques por qué no reconociste que habías subido a Barcelona la semana pasada.
Claudi bajó el diario y la miró con los ojos muy abiertos.
—Diana, querida, no comencemos…
—Por favor —lo interrumpió ella en un tono de voz suplicante—. Necesito saberlo.
Él cerró el periódico sobre el regazo, prestándole toda su atención.
—Está bien. ¿Qué pasa?
—Necesito saber por qué subiste a Barcelona la semana pasada y después lo negaste.
Él la escudriñó con la mirada.
—Lo negué porque no era cierto.
—Mientes —dijo en voz baja. —Estuviste en Barcelona el mismo día que yo fui a buscar las células. Te vi por la Rambla. Te llamé, pero no me oíste.
—Diana, ¿de qué estás hablando?
—¿No lo recuerdas? Por la noche te lo pregunté y lo negaste. Sé que me ocultas algo, y yo…
—Querida, yo nunca haría eso. Claudi se levantó y se sentó a su lado.
—Subí un día hace poco, pero no fue la semana pasada.
Diana sintió una punzada de dolor.
—¿Estás seguro? —insistió—. Piénsalo bien. Yo te vi el martes.
—La semana pasada seguro que no, y menos aún el martes.
Diana se sintió desfallecer y cerró los ojos. Se repitió mentalmente que su marido mentía en aquello y en muchas cosas más. Cuando volvió a abrir los ojos, vio a Claudi a su lado, mirándola sonriente. Patético.
—He hablado con Sandra. Visitaste a su amigo en Barcelona, la semana pasada.
Claudi no reaccionó. —No me lo dijiste —se quejó ella.
—Se me pasaría, lo siento. Pensaba que lo había hecho.
Diana insistió.
—Sandra dice que lo visitaste en Barcelona.
Al principio él se quedó igual, como si ella no hubiera hablado. Pero después se le iluminó el semblante.
—¿Qué día?
—No lo recordaba.
Él desvió la mirada y se rascó la nuca. Se le notaba nervioso.
—Pues seguro que no fue el martes.
—Llegó de viaje el lunes.
¿Crees que pudo haber sido el miércoles, o el jueves? —preguntó ella.
Él la miró fijamente a los ojos.
—Probablemente.
—Estabas en Venecia.
Diana observó que él abría la boca y después la cerraba. Tenía un aspecto casi grotesco. Dedujo que estaba contando.
—Fue el viernes. Fui del aeropuerto a la ciudad. Había dejado el coche allí.
Diana miró al techo. Menuda invención. En ningún momento había imaginado que aquella conversación sería fácil, pero estaba llegando a unos límites impensables.
Claudi estaba tenso. Se puso de pie y dio unos pasos hacia el ventanal que daba al patio.
—Siento que dudes de mí de esta manera.
Diana ya no tenía ganas de seguir aquella discusión absurda, pero aun así le habló, fríamente.
—Necesito confiar en ti.
Claudi suspiró, como aliviado, y volvió a sentarse a su lado.
—Pues claro que puedes confiar en mí.
Le cogió la mano y la frotó como si quisiera quitarle la gelidez de los dedos.
—De acuerdo —dijo ella, claudicando.
Su marido, más calmado, se levantó y se agachó para darle un beso en la mejilla. Ella no se lo devolvió. Observó cómo él iba a servirse otro whisky.
—Por cierto, ¡casi me olvidaba! —exclamó Claudi, volviéndose—. Te he traído un pequeño regalo.
Fue a buscar la cartera a la entrada y regresó con un paquete cuadrado de joyería.
Diana lo abrió de forma maquinal. Dentro había una pulsera hecha de piel con colgantes de amatistas y pepitas alargadas de plata. Le dio las gracias y dejó el estuche en la mesa. Le dijo que no podía ponérsela, por temor a que se estropeara mientras trajinaba en la cocina.
—He comprado un billete de AVE para que vengas mañana a Madrid conmigo. ¿Qué te parece? Un fin de semana de hotel para alejarnos de todos estos quebraderos de cabeza.
Claudi estaba delante de ella y le puso las manos en los hombros. Era el último viaje para los preparativos del congreso. Tenía el compromiso de una reunión con Evarist Figueras y el presidente de la sociedad, pero después podrían salir y relajarse un poco.
—No puedo, imposible —dijo ella sin saber dar ninguna explicación.
—¿Estás segura? Ya tengo los billetes…
Él le brindó una sonrisa triste, fatigada. Ella negó con la cabeza.
Después de cenar, cuando ya estaban en la habitación, Claudi le preguntó si no le había gustado el obsequio, y entonces ella volvió a abrir el estuche. Él le abrochó la pulsera alrededor de la muñeca. Luego le besó las manos, la acercó a él, cogiéndola del brazo, la estrechó contra su cuerpo y le dio un beso en los labios.
—¿Estás más tranquila?
Ella sintió su cuerpo ancho y respiró su olor. Pese a no desearlo, respondió a sus besos. Trató de imaginar que no había pasado nada, ni el hallazgo de las llaves y el congelador ni la visión de él en la Rambla, que todo había sido un malentendido y que ella no tenía ninguna incertidumbre respecto a su honestidad. De hecho, él también estaría pasándolo mal con la mala sangre de Nicolás.
Claudi le quitó la camiseta y le acarició los pechos. Se sacó los zapatos, pisándose con fuerza los talones, y se desabrochó la bragueta con diligencia. Se tumbaron en la cama, medio desnudos. Diana quería borrar los recuerdos, la angustia; quería amarlo. Necesitaba amarlo.
—Claudi —dijo—. Claudi —repitió. Pero él no contestó.
Cerró los ojos y se aferró a su cuello. Primero le vino el recuerdo de él caminando por la Rambla mientras ella lo llamaba. ¿Sería él? Medio minuto más tarde se vio transportada a la balaustrada del laboratorio, con la visión fantasmagórica del reloj humano que estudiaba el paso del tiempo. Observaba al grupo de los famélicos, que hacían pasar hambre a los ratones para alargarles la vida, y a la Savall, que administraba resveratrol a las ratas para disminuir las placas de ateroma en las arterias.
¿Era bueno saber la verdad?
¿No se podía ser más feliz viviendo en la ignorancia? Al fin y al cabo, ¿qué era la verdad, sino nuestra pequeña verdad, la que nos creemos porque nos conviene?
Abrió los ojos. Sintió a Claudi dentro de ella, y su respiración agitada.
—Claudi.
Él ya no la oía. Demasiado tarde. Con pequeños gemidos ahogados, cayó pesadamente sobre su pecho. Ella se cogió a él con todas sus fuerzas. Lloraba.
—¿Qué te pasa? ¿Te he hecho daño?
¿Qué podía decirle? ¿Que era una depresiva neurótica? ¿Que quizá era demasiado racional? Pronto no sería capaz ni de hacer el amor.
Se quedó inmóvil. Desnuda sobre las sábanas hechas un rebujo, notaba las lágrimas acartonadas en las sienes. El aire de la noche entraba fresco por el balcón desde las hojas perfumadas de la higuera. Era un placer que le rozara los muslos, le acariciara los pechos y se colara hasta el cuello y el cabello, que se le había quedado pegado con el sudor y el llanto. El aire de la noche, fresco, delicado, como las manos de un amante experto.
Fue en aquel silencio, roto únicamente por la respiración superficial de Claudi y unos pasos lejanos que atravesaban la calle, en el que sonó el aviso breve del móvil. Un mensaje. Alargó la mano y cogió a tientas el aparato de la mesilla de noche. Al principio no reconoció el número. Era la segunda vez que Mark le mandaba un mensaje. Sin embargo, estaba vez lo escribió tal cual, sin codificación ni clave secreta.
«Soy Mark Günev.» Ella se tapó el pecho con la sábana, como si él pudiera verla desde la pantalla del móvil. «He sufrido un accidente con la moto. Provocado. No me ha pasado nada. Ojo, ten cuidado.»
20
Las inquietantes noticias de Mark la desvelaron. ¿Podría existir un complot que pretendiera quitárselo de en medio? Y a ella después, por descontado, como cómplice. Ella era una presa fácil, desamparada en aquella casa solitaria en la que dormía sola tantas noches. ¿Cómo podría defenderse? No pensaba instalar alarmas o sistemas sofisticados de seguridad porque no tenía motivos confesables ante Claudi. Como mucho, podría reforzar con doble cerradura la puerta principal. Y mientras se serenaba con dicha posibilidad, el reloj de la iglesia tocó las tres de la madrugada, y su mente, cansada y confusa, cedió al sueño.
A la mañana siguiente le costó abrir los ojos. Cuando por fin lo consiguió, Claudi ya estaba a punto de irse.
—¿Seguro que no quieres venir?
Llevaba la maleta pequeña de ruedas y el maletín del trabajo. Le pegó meticulosamente el post-it con el teléfono del hotel de Madrid en la mesilla de noche.
—Si te decides, llámame. Claudi le dio un beso en la frente. Cuando Diana oyó que la puerta se cerraba, notó un escalofrío. Otra vez sola, dentro de aquella casa desocupada, donde sentía que llevaba una vida insustancial y a veces absurda. Tara subió a la cama de un salto, encantada de colarse por la puerta y hacerse un hueco entre los pliegues de la colcha. Comenzó el concierto de los ronroneos de felicidad al lado de su dueña mientras ella le rascaba la cabeza con suavidad. Diana consideró la posibilidad de quedarse en la cama todo el día, sin mirar el reloj siquiera, sola dentro de aquella habitación, con la gata y sus pensamientos. Se lo negó con indulgencia. Debía tomar la firme decisión, una de las decisiones que últimamente tomaba cada mañana, de bajar a la cocina y comenzar la jornada despacio, poco a poco.
Después de ducharse y tomar un café con leche, salió a comprar el pan. Ver cómo despuntaba el día entre los callejones se había transformado en una práctica rutinaria, de la que disfrutaba especialmente. Como cada mañana, Tara salió con ella y se dispuso a esperarla en el primer banco de la plaza, situado al lado de un plátano. Sin embargo, aquel día el banco estaba ocupado. Había un hombre joven leyendo el periódico con las piernas cruzadas. Tara retrocedió y se sentó bajo una papelera. Mientras avanzaba por la calle, Diana pensó que no había visto nunca a aquel hombre con el cabello cortado al cero y las patillas hasta las mandíbulas. Además, había algo especial en él que no lo vinculaba con los vecinos del lugar. Puede que fuera la forma de vestir, como el calzado, por ejemplo. En Les Roques ningún hombre llevaba zapatos de rejilla ni anillos plateados en dos dedos. Y otra cosa: estaba demasiado absorto en la lectura. En ningún momento levantó los ojos del periódico para fijarse en la gente del pueblo que pasaba por la calle. De vuelta en la plaza, con la barra de pan bajo el brazo, Diana vio que el hombre ya había desaparecido y que el banco había sido reconquistado triunfalmente por la gata. La vecina la esperaba en la puerta, fingiendo estar barriendo la calle. Le deseó buenos días, como cada mañana, y Diana a cambio se interesó, también como cada día, por la salud de su marido, lo que siempre daba para alguna consulta médica.
—Ya has hecho una buena acción, nena, para comenzar la jornada con buen pie —le agradeció la vecina.
Antes de entrar en casa, reparó en una camioneta blanca con las lunas tintadas de negro aparcada en la otra punta de la plaza. Se trataba más bien de un monovolumen, de aquellos cuyas puertas se deslizaban hacia los lados. Le pareció ver al hombre del banco dentro, con el cristal bajado. Automáticamente se puso en guardia, ya que nadie estacionaba en la plaza al lado de los contenedores de basura, cuando en el descampado de detrás siempre había sitio.
Diana metió la llave en la cerradura. Quizá estuviera sacando las cosas de quicio. No hacía falta detectar sospechosos bajo las piedras.
Lo primero que vio al llegar al laboratorio fueron cuatro gradillas con tubos de plasma, un vaso de precipitados y un matraz, todo muy bien distribuido sobre su repisa. Extrañada, miró lo que estaba escrito con rotulador en el vidrio. Entonces apareció un becario «oxidado».
—He dejado esto aquí porque, como tendremos dos becarios más, necesitaremos espacio. —Y, por si había alguna duda, añadió—: Lo ha dicho la Savall.
Diana se quedó rígida. Olvidó de golpe el accidente de moto, la doble cerradura en la puerta y el hombre de la plaza. Pero no le dio mucho tiempo a enfadarse, ya que a continuación aparecieron las becarias de Mark, que le anunciaron que estaba ingresado en traumatología porque se había roto un pie.
—Ya le hemos dicho que nos han concedido un becario, para que se anime —dijo sonriente una de las chicas.
Ahora tenía claro que ya había salido la resolución de los becarios y que a ella no le había tocado ninguno. Encendió el ordenador. El correo de la fundación había llegado con dos documentos adjuntos, el listado de concesiones y el de denegaciones. El primero era largo. Habían adjudicado casi todos los becarios prometidos, salvo el de ella. «No reúne los requisitos de la convocatoria», decía la frase explicativa en el segundo documento. Se sintió desfallecer. Primero habían decidido hacer una excepción con ella, y después se habían arrepentido. ¿Cuál habría sido el grado de influencia de la falta informática grave y sancionable en dicho arrepentimiento? Eso nunca lo sabría. Si iba a hablar con la coordinadora, seguro que ésta fingiría haberlo intentado todo y se escudaría en que en las altas esferas habían impuesto la legalidad de los requisitos internos.
—¿Puedes subir un momento?
—Como si le hubiera leído el pensamiento, la Savall la llamó por la línea interna.
No era una coincidencia fortuita. La gravedad de la voz que oyó al otro lado del aparato le anunciaba que la denegación del becario constituía sólo una parte del kit tóxico. Subió las escaleras pesadamente, como si tuviera los pies de cemento.
—Siento que no te hayan adjudicado el becario, las cosas son así. —La coordinadora no se anduvo con contemplaciones—. Se ha decidido que no eres doctora y no puedes formar grupo hasta que lo seas.
—Ya sabes que dedico todas las horas que puedo a escribir la tesis.
Diana se tragaba el grumo de la ofensa y deseó que no hubiera más. Pero la coordinadora estaba buscando un dossier encima de la mesa.
—En relación con eso, hay varias cosas que tienen que cambiar. Para empezar, está claro que no harás más de «supervisora». Te liberaremos de esta responsabilidad. Eso te dará más tiempo para investigar. Es una medida que hemos pensado precisamente para que estés cómoda, y para que te adecues a tu estatus.
Era natural, después del episodio de Mark. Evidentemente, aquella liberación comportaba la retirada de la contraseña de entrada en la red. Pero había algo más en relación al «estatus», enunciado con aquel plural extraño. Ese añadido parecía estar dentro de un dossier que no acababa de salir entre las carpetas de colores que estaban amontonadas encima de la mesa y que Matilde no paraba de revolver. Por alguna razón, Diana rezó puerilmente para que no lo encontrara.
—Como ya te he dicho, hasta que no presentes la tesis, no podrás trabajar de forma independiente. Tendrás que integrarte en otro grupo.
Diana se quedó paralizada.
—¿Cómo?
—Que no podrás investigar sola. —La Savall la miró con severidad—. Nuestro grupo es el más indicado. Nos acaban de conceder un proyecto europeo y necesitamos manos.
En un ataque agudo de verborrea, Matilde le describió con pelos y señales el proyecto en un monólogo autocomplaciente que hizo que Diana desconectara del todo.
¿De qué estaba hablándole?
¿Aquello que había salido de la boca de Matilde, dentro de una nube de viñeta de cómic, era una destitución? ¿Acababa de anunciarle que la degradaban, que dejaba de ser una investigadora de la fundación para recular a becaria predoctoral al servicio de Matilde Savall?
Aún profundamente desorientada, aprovechó un momento en que Matilde calló mientras buscaba un documento en el ordenador para alegar que tenía varios experimentos en marcha.
—Ve cerrándolos. Tienes un par de días para hacerlo.
La coordinadora descolgó el auricular del teléfono y, con un tono estúpidamente afectuoso, preguntó por una tal Isabel de la unidad de proyectos y contratos. Asintió dos veces y colgó.
—Ya lo tienen todo preparado para tu incorporación al proyecto. Pasa ahora mismo por la fundación.
Matilde le hizo salir del despacho porque tenía una reunión urgente en dirección. Diana estaba tan aturdida que no dijo nada, y encima se dio sin querer un golpe doloroso en el hombro con el marco de la puerta. Cuando subieron al ascensor, comenzó a temblarle la barbilla. Con un esfuerzo sobrehumano, en la parada del vestíbulo, hizo un último intento:
—¿Vale la pena cambiarlo todo por unas semanas?
—Yo no veo que la tesis sea tan inminente.
—Estoy esperando la respuesta de los editores de las publicaciones y mientras tanto voy escribiendo el borrador. Te lo puedo traer mañana, si quieres.
—Cuando tengas los artículos, ya hablaremos.
El futuro debía ser un tiempo verbal esperanzador.
Diana notó como si toda la impotencia le bajara a las piernas. No podía caminar con seguridad, y aún menos ir hasta la fundación. Volvió a descender a los sótanos del edificio, a su refugio particular, la cámara fría. Durante unos minutos se quedó sola consigo misma, con el frío que se filtraba por las mangas y el cuello de la bata. Sintió indignación y lástima, y después más lástima que indignación.
¿Cuánto tardaría en leer la tesis? Había quien comentaba que los revisores podían tardar meses en dar un veredicto sobre los manuscritos. Y a veces, de hecho, muchas veces, se pedía una segunda revisión. Aún podría transcurrir mucho tiempo. Después de todo, Matilde solía ser más realista que el eufórico doctor Grau. El frío le picaba en los párpados y la nariz. Observó los reactivos que había comprado para el nuevo proyecto, almacenados en un estante de la cámara. El agitador orbital y la centrífuga eppendorf que había podido financiar con el start-up de la fundación. Pensó en su mesa, que pronto dejaría de ser suya, y en el despacho con los estantes repletos de facturas, pedidos y la bibliografía experimental. Y de repente cayó en la cuenta de que había vivido en unas circunstancias profesionales magníficas y que las había asimilado sin reconocer los privilegios. Y en aquel momento estudió detenidamente las instrucciones clavadas en la pared para el buen mantenimiento de la centrífuga a fin de contener las lágrimas. Qué desperdicio de ratones. Congelaría las células e intentaría devolver los animales.
Y lo peor del caso era que Claudi pensaría que se lo había ganado a pulso.
Volvió a subir al vestíbulo y se dirigió a la puerta de salida para ir a la fundación. Al pasar junto al punto de información, fue plenamente consciente de que no seguía una línea del todo recta hacia las puertas correderas. Si no estuvieran esperándola, iría a ver a Mark, pero estaba claro que la esperaban, especialmente aquella conocida de la Savall, arraigada ahora en su subconsciente. Sin poder evitarlo, su camino viró de un modo patente en dirección a los ascensores de las salas de hospitalización y, cuando las puertas metálicas se abrieron, se vio absorbida junto con la masa humana que esperaba en el vestíbulo.
Mark estaba tumbado en la cama, vestido con un pijama azul de médico. Ella se quedó parada en la puerta, con el proyecto de la Savall en las manos. Vio que a él se le iluminaba el semblante al verla y sintió una corriente de afecto. Tenía la pierna y el pie izquierdos vendados, y en la cara llevaba unos puntos en la ceja.
—No tienes buen aspecto.
—Espero que no sea una opinión profesional.
A Diana le gustaba que le recordaran que era médico.
—¿Cómo estás?
—Cabreado.
Mark le contó que había perdido el control de la moto justo a la salida del hospital. Por suerte, no iba muy deprisa y la carretera estaba vacía. Tuvo que improvisar un aterrizaje de emergencia a unos metros de El Gallo Alegre. La moto se había estrellado contra la protección lateral de la calzada, y él había salido catapultado hasta caer como un saco en la cuneta. El diagnóstico del mecánico había sido que inexplicablemente había perdido el líquido de frenos. Inexplicablemente porque hacía justo una semana que había pasado la revisión en el taller. Mark había puesto una denuncia en la policía, aunque estaba convencido de que sería papel mojado.
Ella se sentó en el borde de la cama.
—¿El pie?
—Fractura interfalángica. Parece que no es nada grave. Tú que eres médico lo sabrás.
—¿Qué te han hecho?
—Una reducción y un imbricado.
—No sé qué es eso. No me vería capaz de hacerte nada parecido.
—Ni yo te lo pediría, créeme —repuso él en tono burlón.
Diana sonrió un poco violenta, pues aquel comentario, no sabía por qué razón, le sonó a proposición obscena.
Entró una enfermera y dejó un vaso con la medicación en la mesita. Después llegó un momento de silencio cómodo y afectuoso.
—¿Hay novedades?
—De mal pronóstico — contestó ella, triste.
—¿Y eso?
—Vuelvo a ser becaria. Una becaria sin becario.
Diana le explicó la denegación de la solicitud y la destitución simultánea anunciada por la Savall. Mark enmudeció. La veía cansada, triste y pálida, y cuando miraba hacia abajo los párpados le pesaban sobre los ojos. ¿Cómo era posible que le fuera todo en contra? Movido por la compasión, pensó que Diana necesitaba a alguien que la cogiera de la mano y la liberara de aquella especie de carga invisible que llevaba sobre los hombros.
—Haz lo que te dicen. Cuando presentes la tesis, ya recuperarás el tiempo perdido.
En el momento de la despedida, Mark la detuvo cogiéndola por la manga de la bata y le clavó una mirada larga y silenciosa.
—No deberías quedarte sola. Le advirtió del peligro que corría. Era evidente que aquella gente no tenía escrúpulos. El rostro se le ensombreció de aquel modo tan propio de él, con la mirada penetrante y los labios apretados con fuerza.
—No me gusta nada el giro que están tomando las cosas.
Ella lo notó alterado, con un nerviosismo epidérmico.
—Estaré bien, no te preocupes.
A Diana se le había olvidado por completo que precisamente aquella noche Claudi estaba fuera, en Madrid.
Diana llegó a Les Roques cuando ya era de noche. Matilde le había dado un montón de artículos para leer, pidiéndole una opinión para el día siguiente. Ella se notaba superada por los acontecimientos, deshecha e incapaz de trabajar en el desván.
La casa estaba a oscuras y la plaza solitaria. Encendió la luz de entrada y Tara apareció de inmediato con la cola estirada hacia arriba. La cogió en brazos y le acarició la cabeza.
—Pobrecilla, siempre sola y aburrida. Hoy no trabajaremos.
Estoy demasiado cansada.
Diana subió al piso de arriba. Cuando Claudi no estaba, la habitación tenía un olor diferente, impersonal, como de hotel. Se desvistió y entró en el baño para darse una ducha. Se miró en el espejo. Se vio pálida, encorvada, un poco más vieja. Dejó el grifo abierto un rato, hasta que su reflejo comenzó a desaparecer bajo el vaho. Después permitió que el agua caliente cayera a chorro sobre su cuerpo, hasta que se notó un poco recuperada. Se vistió con unos pantalones cortos y una camiseta y bajó de nuevo a la cocina. Sintió una sensación extraña, de frialdad, como si la casa hubiera estado ventilada todo el día. De hecho, la ventana del patio siempre estaba cerrada y, si Tara quería salir, lo hacía por la gatera. Añadió pienso al plato del animal. Luego abrió la nevera y decidió que cenaría poco porque se le había ido el hambre del estómago. Se preparó un plato con dos lonchas de queso y dos rebanadas de pan con tomate, la cena típica en ausencia de Claudi. Al abrir la nevera, vio la botella de vino que él había abierto la otra noche, y que casi estaba llena. Ella no solía beber vino. Lo había tenido contraindicado mucho tiempo, cuando tomaba antidepresivos, y de hecho se había acostumbrado a prescindir de él. Pero aquel día lo necesitaba. Se sirvió una copa y se sentó en el sofá mientras Tara la observaba desde el sillón de Claudi.
—Ha sido un día duro, amiga mía. Necesito energía pura.
Y tomó un trago generoso, seguido de un mordisco obligatorio de pan con queso.
En el preciso instante en que llevaba la bandeja de vuelta a la cocina, se fue la luz. La casa quedó sumida en una oscuridad inquietante. Salió a la calle. Las luces de las dos casas de enfrente estaban apagadas, pero las de la plaza no. Que se fuera la corriente no era un hecho extraordinario. Se decía que eran frecuentes las sobrecargas en el sistema debido a un pico de demanda de electricidad por las refrigeraciones cada vez más generalizadas en verano. De hecho, los apagones intermitentes estaban a la orden del día durante los meses de calor. Inconscientemente, reparó en que el monovolumen blanco que había visto aquella mañana ya no estaba aparcado en la plaza.
Encendió una vela grande, de aquellas de decoración, y se sirvió otra copa de vino. Esperó un buen rato a que regresara la corriente. Como su deseo no se cumplía, decidió subir a la habitación y se tumbó en la cama para leer. Se instaló con dos cojines en la espalda, la vela y la copa en la mesilla de noche. Cogió las obras de Pinter y comenzó Traición. Tara subió encima de la colcha y se tendió a su lado, apoyando la cabeza en su pierna. Cuando Diana le rascaba la cabeza, entre las orejas, la gata respondía con un ronroneo ruidoso, como sabía que le gustaba a su dueña.
Posiblemente fue el vino lo que la sumió en un letargo creciente. No estaba acostumbrada a beber. El titileo de la vela también debió de ayudar. Los párpados se le cerraban y Pinter le cayó de las manos en un par de ocasiones. Al final entró en un sueño que primero agradeció, pero que después la inundó de imágenes temibles que la desasosegaron.
Veía a un hombre de espaldas que caminaba por una playa solitaria. Aunque en ningún momento llegaba a verle la cara, en un principio creyó que era Claudi, y dos minutos después descartó la idea. El desconocido caminaba despacio bajo una puesta de sol rojiza, con un mar oscuro como el petróleo y una arena dorada por la luz de poniente. De repente, aceleró el paso y subió por el camino, desde donde podía verse el edificio de la fundación junto a la playa y la caseta de pescadores. Cuando el hombre llegó a la puerta del módulo del almacén misterioso, ya era noche cerrada. Encendió una linterna e iluminó las paredes. En uno de los barridos luminosos, Diana descubrió que el hombre no estaba en la fundación, sino en su casa. El sofá, el sillón grande y el pequeño se vieron traspasados por el haz de luz. Y cuando el intruso entró en la cocina, vio la ventanita que comunicaba con el comedor, e incluso la bandeja de la cena que ella acababa de dejar encima del mármol. Diana no se preguntó qué hacía aquel individuo en su casa, sino cómo era posible que ella pudiera hacer de espía invisible. El hombre iluminó los cristales de la puerta del patio y la abrió. Cuando salió, la luz de la luna reflejó un dorso ancho, unos brazos poderosos y una azada. El intruso comenzó a golpear el suelo con la herramienta. Se movía aquí y allá, manejando la azada con fuerza. Diana oyó entre sueños un alarido agudo y después un rugido y un maullido desgarrado.
Y supo que el hombre había acorralado a la gata al fondo del patio y estaba golpeándola. El animal, desesperado, le plantaba cara con la pata lisiada, asestando zarpazos imposibles, con media extremidad sin garra y bufidos que pretendían ser amenazadores. La gata no tenía escapatoria. La puerta estaba cerrada y el tronco de la higuera y los muros de alrededor resultaban inalcanzables para un animal que no podía trepar. Un golpe preciso de azada la tumbó en el suelo. La gata intentó levantar la cabeza y consiguió incorporar medio cuerpo, pero una segunda embestida, y una tercera aún más fuerte, la dejaron convulsionando en el suelo. La sombra humana estuvo un rato más golpeando el pelaje atigrado del animal, y la sangre encharcó el suelo.
Diana despertó con la respiración entrecortada y el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Había bajado del sueño como si rodara por una pendiente, y ahora percibía un silencio violento, como si algo hubiera llegado a su fin y aún quedara el eco de los gritos impregnados en las paredes.
Mientras se incorporaba en la cama notaba la cabeza solidificada, como los geles de electroforesis que se espesaban con el tiempo. Se aferró a la idea de que los sueños eran sueños hasta que no se demostrara lo contrario. Una cuña de luz entraba tenuemente por la puerta medio abierta procedente del piso de abajo. Debía de haber vuelto la corriente mientras dormía. Miró la copa vacía y la vela consumida por completo a su lado. Se levantó. Bajaría, se tomaría un ibuprofeno y la apagaría. Desde la baranda observó que la iluminación provenía de la cocina y no del salón. No recordaba haber apagado la luz antes de subir. El silencio de la casa era total. Mientras avanzaba por el vestíbulo en medio de la penumbra descubrió con pavor el reflejo del vaso de whisky sobre la mesa. Pero fue al dar al interruptor del salón cuando el pánico la paralizó al ver abierta de par en par la puerta del patio. El recuerdo del sueño se le mezcló con la realidad en toda su crudeza. El suelo estaba lleno de pisadas de barro rojizo claramente visibles. Horrorizada, encendió la luz del farol y salió al patio. En el rincón del fondo, como un bulto de piel y sangre, descansaban los restos amorfos de su gata. Ahogó un grito. Se agachó. El cuerpo del animal estaba destrozado y la cabeza desfigurada, y, sin embargo, aún podía reconocer a su amiga. Tara todavía respiraba. A Diana le pareció que la miraba. Tenía las orejas manchadas por un grumo de sangre espesa. Diana se quedó a su lado y le habló mientras le tocaba el lomo con la punta de los dedos. Pobre Tara, pobre animal. Finalmente la gata realizó una última inspiración, como un suspiro, y murió.
La enterró bajo la higuera mientras derramaba lágrimas de dolor. Aplanó el suelo para que nadie lo notara removido y colocó una maceta de margaritas encima del montículo. No, no se lo diría a Claudi. Por alguna razón, no quería compartir con él su dolor. Limpió el suelo del comedor de las pisadas sanguinolentas que desaparecían por la puerta principal. Quitó la sangre del muro con la manguera y también de las sillas del jardín. Cuando acabó, se duchó. Dejó que el agua se llevara por el desagüe la sangre, el barro y sus lágrimas. Se vistió con ropa limpia y después se hundió en el sillón del salón. El dolor y la rabia le habían quitado todas las fuerzas. Si alguien le hubiera preguntado si tenía miedo, si temía por su persona, seguramente le habría dicho que no. Le daba igual. Se quedó así, herida, abatida, hasta que comenzó a amanecer.
Recordaba que el agente Josep Hernández le había dejado un teléfono en caso de que dispusiera de información para proceder a lo que él llamó una «ampliatoria» de la denuncia de desaparición de Lucena. Lo llamó y quedaron por la tarde en la comisaría de la calle de Les Gavarres. Después de identificarse en la «pecera» de la recepción, fue recibida por el mosso d’esquadra en su oficina. Le pareció menos propenso a la comunicación. El agente le comentó de modo escueto que el caso Lucena estaba parado pero no cerrado. Si tuvieran nuevas pruebas, se reabriría.
—Por eso estoy aquí. Creo que tengo pruebas indirectas, claro está.
El mosso esperaba en silencio con los brazos sobre la mesa.
—Quería denunciar que han entrado en mi casa.
Con movimientos monótonos, el agente abrió un modelo de formulario en la pantalla del ordenador y se dispuso a rellenarlo.
—¿Forzaron la puerta?
—No.
—¿Estaba abierta?
Diana se quedó pensativa unos instantes.
—Salí a la calle porque se había ido la luz y vi que afectaba a unas cuantas casas. Es posible que se me olvidara cerrarla.
—Así pues, violación de domicilio sin fuerza —pronunció lentamente Josep Hernández mientras escribía—. ¿Fecha?
—Anoche.
—¿Algún robo? ¿Algo anormal?
—No, robar no. Han matado a la gata.
Josep lanzó un suspiro de paciencia, como si aquello no fuera de su incumbencia. Mucho tiempo después Diana recordaría aquel suspiro.
—¿Qué relación tiene eso con la desaparición del técnico?
—Tengo la impresión de que alguien me quiere intimidar. Yo tendría que estar en Madrid con mi marido. Es alguien que entra y deja un vaso de whisky como prenda. No es la primera vez, ¿sabe?
El Josep Hernández del interrogatorio en el hospital le habría tirado de la lengua ante aquella sospecha, pero el Josep Hernández que tenía delante ni se inmutó. Siguió cumplimentando fríamente la denuncia.
—¿No es la primera vez que qué?
—Que entra alguien en mi casa y deja un vaso de whisky. Hace unos días ya pasó.
—¿Y entonces tampoco echó de menos nada de valor?
Diana negó con la cabeza. Se frotó las manos nerviosa.
—Puedo traer el vaso para que lo analicen. No tengo nada más. Lo limpié todo… —dijo como arrepentida.
—No hace falta. Nunca iniciamos una investigación en estos casos. Sólo se trata de una violación de domicilio sin fuerza. Tampoco ha habido robo.
Diana frunció el cejo.
—Pero ¿y la gata muerta? — exclamó perpleja—. Eso es grave.
—Sólo son punibles los actos contra personas.
Diana se quedó aturdida.
—Era una propiedad mía. Es como si me la hubieran robado.
¡Peor, mucho peor!
—¿Era un animal de valor? Quiero decir, ¿de esos que ganan medallas con cintas de colores?
Diana negó de nuevo con la cabeza, pero el gesto no iba dirigido a la pregunta de los trofeos de competición, sino al hecho de que no podía creer lo que estaba oyendo.
—Sólo en caso de conocer al autor del maltrato se puede poner una sanción administrativa. Como una multa de aparcamiento, ¿me entiende?
Diana se reclinó en la silla. Después se tapó la boca con las manos.
—¿Qué más me dirá ahora? ¿Que no puede hacer nada? ¡Me dirá muy amablemente que no puede hacer nada, claro! ¿Qué piensa? ¿Que el delincuente de las narices me lo estoy imaginando? ¿Y el vaso de whisky? Me lo tomé yo, cómo no, y no me acuerdo, de la curda que cogí. ¡Pues se trata de un crimen, señor policía, un crimen de verdad. Para su información, ¡era una gata lisiada! —Estuvo a punto de añadir «Y era lo único que tenía», pero la voz se le quebró. Hizo una pausa para respirar hondo—. Supongo que es un crimen que no merece hacer perder el tiempo a un policía serio y como es debido, que debe cuidar de que las motos vayan matriculadas y los perros no defequen en la acera.
Josep Hernández permaneció mucho rato callado, repartiendo la mirada entre ella y la pantalla, alargando cada vez más el tiempo que dedicaba a la pantalla.
Cuando Diana acabó, el hombre la examinó con detenimiento.
—Debería tomar algún calmante.
El agente se puso de pie con un gesto educado.
—Todo escrito. Si firma aquí, tramitaré la denuncia.
Diana firmó y se marchó. Cuando volvió a Les Roques, fue directa a la cocina. En el armario del butano había colgada una llave de hierro antigua, muy grande. Pertenecía a la cerradura vieja de la puerta principal. Según les había explicado Nicolás, hacía unos años habían añadido una cerradura moderna que evitaba llevar encima aquel cachivache enorme. Tuvo que rociarla con espray lubrificante para que la llave girara con suavidad. El picaporte de hierro era casi de ocho centímetros de ancho, firme y robusto como la propia puerta.
Diana no tuvo tiempo de derrumbarse con la muerte de Tara. Los sucesos de la semana siguiente fueron tan relevantes que cambiaron el rumbo de la investigación. A las tres de la tarde del lunes Mark Günev recibió una carta de despido fría y concisa. La evaluación de su línea de investigación y el trabajo realizado durante los meses de prueba del contrato no habían sido positivos, y por desgracia las restricciones presupuestarias aconsejaban recortes de personal que le afectaban directamente. Mientras estaba en el despacho de la Savall para aclarar las condiciones del despido, unos técnicos del hospital revolvieron sus neveras y congeladores, y se llevaron algunos reactivos que necesitaban, como explicarían las becarias.
Aquella misma tarde, dos horas después, otra noticia de igual calibre sobrevoló los laboratorios a la velocidad de la luz. Lucena había reaparecido.