14

Mark se había emocionado al ver a sir Friederich entrando en la sala. Sabía que formaba parte del jurado para los premios nacionales de investigación que se otorgaban aquellos días en la capital, y posiblemente fuera aquélla la razón de su presencia en aquel acto. Con aire de caballero británico de tiempos pasados, representaba la rectitud personificada con la prestancia de sus formas, el tempo comedido de sus palabras y sobre todo con su voz crítica para con la ciencia mundial. Para Mark constituía uno de sus referentes y lo respetaba profundamente. Era profesor de la Universidad de Oxford, investigador brillante en genética de poblaciones, asesor del Ministerio de Universidades y Ciencia del Reino Unido, sir por nombramiento de la Casa Real y autor de varios ensayos de divulgación científica y de un libro de gran éxito titulado Ciencia infusa. La impresión que le causó sir Friederich en persona reforzó el entusiasmo que sentía cuando lo veía o lo oía en los medios de comunicación. La mirada franca, el semblante armónico y la cabellera blanca ondulada reflejaban justamente la percepción de criterio firme y principios trascendentes que siempre había asociado a su persona.

¿Cuántas veces habría aplaudido declaraciones suyas cuando reprendía a las agencias financieras europeas por priorizar de forma descarada los proyectos presentados por lobbies de investigación? El doctor Friederich apoyaba el clamor de los laboratorios modestos para que se hiciera pública la producción científica de estos grupos de «excelencia», corregida por la extraordinaria financiación recibida, y junto a ellos denunciaba la sordera aguda que sufrían las consejerías y los ministerios.

A raíz de un artículo de opinión de sir Friederich publicado en The Guardian sobre el mestizaje genético de las poblaciones europeas, resultado de siglos de movimientos migratorios, con una lectura contraria a la pureza racista que postulaban algunos movimientos sociales, Mark le había enviado una carta de apoyo, congratulándose de aquella visión integradora ante las generaciones de inmigrantes como él. Al cabo de una semana recibió una misiva con dos palabras de agradecimiento y su firma. Aún guardaba la tarjeta con el sello de la corona al lado del logotipo de la universidad. Por eso en aquel momento, cuando vio que sir Friederich saludaba a aquella pandilla de aprovechados, sintió un espasmo de irritación.

—A éste no podrán embaucarlo. Es un hombre íntegro —manifestó Mark, desafiante.

—Nadie tiene por qué embaucarlo —contestó Matilde Savall—. Su función es marcar las grandes prioridades de la fundación. Es una persona bien relacionada, con información de primera mano sobre los proyectos europeos y las tendencias internacionales.

El dorso de alpaca de sir Friederich se ensanchaba cuando hablaba, y permanecía inmóvil cuando escuchaba respetuosamente las observaciones de los presentes. Pero, de repente, se produjo una segunda ronda de encajadas solemnes y risas afables y bajó del escenario acompañado por el señor gerente. Unos segundos después desaparecieron por la puerta principal.

Aprovechando que Matilde Savall era solicitada por la jefa de las bibliotecas de la ciudad, Mark abordó a Diana. Ella se había situado en todo momento detrás de la aglomeración, aparentemente esquivándolo. No tenía ganas de hablar del caso Lucena y aún menos de los congeladores de la fundación. No era el momento, se sentía violenta. Y primero quería estar segura.

—Puede ser una persona clave —le dijo Mark en voz baja mientras señalaba con el mentón hacia el escenario—. Friederich es un hombre honesto y honorable, con criterio propio. Si hiciera falta, nos podría ayudar.

¿Era realmente necesario pensar en trapos sucios cuando todo el mundo estaba tan contento? Definitivamente Diana se sentía incómoda hablando de ello en medio de la fiesta. Veía a Claudi tan feliz, relacionándose con la clase política, que aún sufría más con la duda de si dicha relación tenía que ver con las irregularidades que tal vez estuvieran sucediendo. Mark se dio cuenta de su refractariedad. No era la primera vez que Diana expresaba reservas residuales.

—Si me salto las normas, avísame —dijo Mark, visiblemente molesto.

La Savall volvió a acercarse y Mark manifestó una necesidad imperiosa de dátiles con jamón y se desplazó hacia la mesa vecina. La coordinadora, secretamente complacida por su huida, vigilaba a Diana con atención indulgente.

—Hay quien comenta que os habéis hecho muy amigos, Günev y tú.

—¿Ah, sí? —Diana arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

—Eso dicen.

Al ver que Diana se hacía la desentendida, Matilde continuó:

—Mira, no confíes en él. Es un resentido —dijo con crudeza.

Diana permaneció callada.

—¿Sabes que se ofreció para ser el coordinador de los laboratorios?

Matilde le contó que la oferta había sido rechazada unánimemente por la dirección del hospital. Al parecer, esa historia la conocían todos los investigadores del sótano 2 y había sido objeto de múltiples comentarios, unos a favor y otros en contra. Pero Diana la ignoraba. Al oírla, hizo un gesto indefinido con la cabeza.

—Eso fue antes de tu incorporación. Sí, fue él quien ideó el cargo de coordinador, y lo defendió ante la fundación. Y a todo el mundo le pareció perfecto, porque lo es. Es una función útil y necesaria dentro de la estructura del laboratorio. Lo que él no se esperaba era que no lo escogieran para el cargo. No ha perdonado que lo sea yo. No se lo ha perdonado a nadie, ni a mí ni a la dirección.

La expresión de Matilde había cambiado. La miraba seria, revestida de una autoridad indiscutible, más digna. Parecía haber crecido tres o cuatro centímetros dentro de su vestido de fiesta vaporoso.

—La envidia nunca es una emoción agradable.

Diana se preguntaba cómo era posible que no se hubiera enterado de aquel hecho. Mark nunca había querido tocar aquel tema. Puede que estuviera demasiado dolido.

Pero ¿y los demás? ¿Cómo podía ser que nadie le hubiera hecho partícipe de ningún comentario? La realidad era que vivía aislada en el laboratorio. Intercambiaba cuatro palabras imprescindibles con sus compañeros, no iba a tomar café en grupo y comía con fiambrera en la mesa. Puede que la gente pensara que Mark era amigo suyo y por eso guardaban silencio. Por alguna asociación interesada de ideas, recordó que ella tenía pendiente la adjudicación de un becario, y que la Savall mandaba. Mandaba con aquella falsa preocupación maternal tan suya.

—Yo trabajo para mi tesis, ya lo sabes.

Entonces miró a Mark, que estaba en un rincón de la sala, solo, cambiando el vaso vacío por una copa de cava a un camarero, y sintió como si estuviera traicionándolo. Decidió entonces que era el momento oportuno de ir a saludar a su tío.

Diana tuvo la extraña sensación de que debían de estar hablando de ella porque fue recibida por un coro de carraspeos.

Albert Cladellas la abrazó con afecto.

—Te veo francamente bien.

—Tú también estás en forma —contestó ella, dándole una palmadita cariñosa en la barriga incipiente.

En los actos públicos su tío solía adoptar una pose aristocrática, con la raya del pelo cano marcada cuidadosamente en la cabeza y una mano escondida en la espalda. Transmitía una imagen de superioridad trabajada, de nobleza. Una banda azul celeste y un par de medallas en el pecho no habrían estado fuera de lugar. Su tío se interesó por su integración en los laboratorios de la fundación y la marcha de sus trabajos de investigación.

—Cuando presentes la tesis, avísame, por favor. No me lo quiero perder.

Diana le aseguró que lo haría. Después aceptaron unas copas de cava que un camarero distribuía entre las personalidades del escenario, y la conversación derivó entonces hacia el control económico del gasto en los hospitales, en aquella época de crisis económica terrible que estaba pasando una enorme factura a la sanidad, y su tío, adoptando el papel de gestor y responsable gubernamental, hizo un repaso de la situación de los centros de la zona. Cuando llegaron al Instituto Psiquiátrico de Tarragona, hizo referencia al director del mismo, que parecía una persona con buena disposición a asumir las consecuencias de los recortes del Gobierno.

—Es un gran profesional — subrayó su tío, satisfecho, poniéndose de puntillas con los brazos cruzados—. Es el psiquiatra del que te hablaba antes.

El tío de Diana añadió aquel último comentario sin darse cuenta de que ponía en evidencia una conversación previa. Claudi apretó los labios y cambió el peso alternativamente de un pie al otro, como si se sintiera incómodo. Turbado por la mirada penetrante que le dirigió su mujer, soltó una risa nerviosa. Diana tuvo entonces la certeza de que habían estado hablando de ella. Se sintió como la enferma que había sido en el pasado, aislada, sobreprotegida y menospreciada. ¿Habrían comentado su curso clínico en una conversación de salón? Seguramente Claudi le había explicado sus chaladuras mientras decidía qué canapé coger, o mientras su tío echaba un vistazo crítico a la corbata del vecino. Los dos hombres desviaron de inmediato la conversación hacia las elecciones municipales y Diana, con una excusa vaga, se retiró del escenario.

El bufet frío de lujo, con varios ahumados, foie y brochetas de langostinos, sólo había atraído a unos cuantos comensales, que se agrupaban en parejas con aire distraído y más bien aburrido. De más éxito gozaba el bufet caliente montado en el jardín, con una larga cola que esperaba a servirse con un plato en las manos. Desajustando el propio comportamiento a las preferencias generales, Mark se sirvió una porción generosa de salmón ahumado y se sentó solo a esperar los acontecimientos, tras una máscara de expectación entretenida. Se admiraba de la alegría general de los asistentes, de aquella euforia que aún no se había corrompido por el cinismo. Todo llegaría.

Había asistido a la fiesta a regañadientes. Odiaba la parafernalia que desplegaba Nicolás al darse tono como protagonista del acto y, de hecho, podría haberse hecho el remolón e inventarse un viaje que justificara su ausencia. Pero tenía una cantidad ingente de trabajo en el laboratorio y una visita de compromiso en Cambridge en breve. No tenía tiempo de jugar al escondite. Por otra parte, se trataba de contribuir a una causa altruista y, sobre todo, no quería engañarse, él formaba parte de la fundación, era un trabajador asalariado de los grandes Sokolov.

Lanzó una mirada distraída al escenario, donde los representantes de la organización permanecían ostentosamente visibles,con aduladoras carcajadas que lo irritaban. Con un menosprecio corrosivo, dio un repaso visual a todos los protagonistas de la función. Visto de lejos, Lluís Nicolás era la imagen viva de la concupiscencia del poder. No hacía más que arrimarse al alcalde y al director general de hospitales para contagiarse de su aura política, pasar el brazo por la espalda de Evarist Figueras para imbuirse de su profesionalidad y situarse a la derecha de la Gran Duquesa para compartir un ínfimo rayo de luz de su halagadora aureola social. ¿Y el eminente doctor Figueras? El excelentísimo cirujano, con aquella manera de mirar de quien todo lo sabe, establecía un espacio virtual a su alrededor, como si todo aquello no fuera su entorno natural, como si el mundo le debiera un favor por su asistencia y como si únicamente la presencia de la señora Sokolov la justificara. El marido de Diana era otra cosa. Mantenía una pose digna, pero de hecho sólo lamía las migajas que tiraban los demás. La Gran Duquesa, Olga Sokolov, resplandecía dominante, distanciada quizá, o incluso distraída. Entendía bien el idioma pero le costaba expresarse. De vez en cuando cruzaba alguna palabra con aquella corte de provincianos mediocres, pero en general se limitaba a asentir en silencio. Y aun así destacaba en el escenario, hermosamente elegante, terriblemente rica, inquietantemente distinguida. En un momento dado, Mark imaginó que sus miradas coincidían, y hasta llegó a pensar que le sonreía. Parecía una mujer inteligente, sensible, que con toda seguridad ignoraba que su fundación era utilizada como tapadera con fines comerciales.

—Los polifenoles del vino activan las sirtuinas, pero ¿alguien conoce la concentración en este misterioso brebaje?

Era Cuevas, que se había sentado a su lado medio borracho mientras escrutaba el interior de una copa sin ver nada. Tres combinados en el estómago le habían pasado directamente a la cabeza porque seguía la misma dieta de restricción calórica a la que sometía a las ratas y no disponía de ningún colchón alimentario que paliara los efectos del vodka ruso.

Cuevas vestía un traje oscuro de épocas pasadas en el que la americana le colgaba por los hombros y se le cruzaba con sobrada amplitud delante del pecho.

La camisa, de la que se había desabrochado los tres botones superiores, dejaba entrever una camiseta imperio pasada de moda. Era un hombre de unos cincuenta años, monotemático, incapaz de leer otra cosa que no fueran artículos científicos ni de disfrutar de nada más que de los experimentos de la biología de la supervivencia, a los que había dedicado toda su vida con una convicción que resultaba aterradora. Mark advirtió que de vez en cuando cerraba los ojos y parecía echar el cuerpo ligeramente hacia delante. Uno de sus becarios, que también se había percatado de su estado, fue a buscarle un café cargado.

En aquel momento un camarero trajo a Mark un mensaje escrito en inglés dentro de un papel doblado. «Sir Friederich quiere concretar los contenidos de su conferencia en Londres. Le espera en el séptimo piso.»

Conmovido, miró hacia el escenario. Sir Friederich continuaba ausente. Feliz y excitado, Mark atravesó la sala legítimamente aliviado de poder abandonar la fiesta. Resultó que el ascensor que subía a la séptima planta no llegaba al vestíbulo sino que tenía que cogerse desde una especie de entrada secundaria. Con lo que no contaba de ninguna manera era con que, al llegar a su destino, toparía con un sorprendente dispositivo de seguridad. Al principio del pasillo se había instalado un mostrador con un hombre uniformado de guardia jurado que le pidió la documentación y lo hizo pasar por un arco como el de los aeropuertos. Al otro lado, unas sillas pegadas a la pared servían como sala de espera.

—Ahora mismo lo atenderán —anunció una especie de recepcionista.

Después de unos minutos de observar los vaivenes de secretarias y personal diverso abriendo y cerrando puertas de las seis habitaciones que daban al pasillo, una mujer alta y delgada lo hizo pasar por la puerta del fondo. Era el enorme salón de una inmensa suite, exquisitamente decorada con un sofá rinconero tapizado con raso dorado viejo. La sala de estar se abría a un amplio ventanal que daba a una terraza tenuemente iluminada y rodeada de cipreses recortados con pulcritud.

—Me alegro de que haya podido venir.

Una nueva sorpresa. Aquellas palabras de bienvenida en inglés no salieron de sir Friederich sino de los labios de Olga Sokolov, quien, ataviada ahora con un vestido de seda blanco cruzado en la cintura, lo recibió saliendo de una habitación contigua. Le estrechó la mano con una cálida sonrisa. Mark se sintió primero contrariado y después cohibido.

—Sir Friederich ha pedido al gerente que lo excuse —dijo ella. Y, con una risa suave, añadió—: Y el señor Phillips me lo ha pedido a mí. Lamentablemente los dos han tenido que irse por un imprevisto. De todos modos, les puede enviar los contenidos directamente por correo electrónico.

La señora Sokolov se dirigió hacia un escritorio pomposo sobre el que descansaban algunos documentos.

—El curso es en noviembre.

Le anunció que la secretaria le pediría un par de fechas para poder organizar un calendario preliminar.

Mark sacó la agenda y movió las pantallas de los meses para comprobar que el congreso que tenía en otoño se celebraba a finales de octubre. En noviembre sólo había anotado el compromiso de un tribunal de tesis doctoral, aún sin fecha, y una sesión del Journal Club.

—Tengo un noviembre tranquilo.

La Gran Duquesa lo cogió entonces del brazo y lo condujo hacia la terraza.

—La fundación se hará cargo de todos los gastos. La señora Ivanova le tomará nota de las preferencias de vuelos, hoteles y todos los pormenores —le explicó, y le dio un golpecito en el antebrazo, como si le concediera un premio a un niño caprichoso—. Pero primero tenemos que brindar por su colaboración.

Mark, dócil, se dejó llevar a través de la puerta de vidrio. Quizá encontrara un momento para dejar caer alguna sospecha sobre la desaparición de Lucena.

Una bocanada de aire caliente los envolvió cuando atravesaron la vidriera. Fuera se oía el leve rumor de la fiesta en el jardín, con la música de fondo y el murmullo de las conversaciones. En un rincón de la terraza había dos chaise longues de teca con impecables cojines blancos, tendidas una junto a la otra. Sobre una de ellas habían dispuesto una bandeja con copas de vidrio tallado y champán en un bol lleno de hielo. Ella llevó a Mark hacia la baranda, desde la que contemplaron la magnífica vista sobre la ciudad y el mar, un pequeño baile de luces sobre la negrura del horizonte. Olga Sokolov alzó la mirada hacia la luna.

—Cuarto menguante —dijo aún en inglés, acomodándose unos metros más allá—. Usted que trabaja con las hormonas femeninas, ¿conoce el influjo de la luna?

—No, no mucho.

—Las fases lunares se manifiestan trece veces al año a un ritmo de veintiocho días, como los ciclos de las mujeres.

Ella hundió la barbilla entre los puños de las manos.

—En el momento de la luna llena se producen mareas matutinas y nocturnas en nuestro cuerpo, que es como un pequeño océano, lleno de agua.

Se hizo un largo silencio. Ella lo miró.

—Soy una admiradora de los científicos. Dedican toda la vida a una idea, obstinados en avanzar una milésima de conocimiento, satisfechos por conseguir un grano de arena. A nosotros nos falta ese sentido de la vida.

—Ustedes sí que… —comenzó a decir él en señal de desacuerdo, pero ella lo interrumpió.

—Nosotros nos pasamos el rato haciendo fundaciones, y hacemos fundaciones para pasar el rato. Me encantaría sentir esa obsesión, y al mismo tiempo ser tan generosa y desinteresada como ustedes.

Mark sonrió complacido.

—Hay de todo.

Se dispuso a continuar con los ejemplos nocivos que tenía muy presentes en su cabeza, pero ella se le acercó de nuevo y volvió a cogerle del brazo.

—Debería sonreír más a menudo. —Lo condujo hacia el rincón de las chaise longues—. ¿Le importa si nos sentamos y me sirve un poco de champán?

Se sentaron de lado sobre los cojines mullidos. Él abrió la botella y sirvió las copas en silencio.

—Por su generosa participación —dijo ella, haciendo chocar suavemente los bordes de las copas—. ¡Y por los estrógenos y sus efectos!

Él se fijó en sus manos alrededor de la copa, con aquellos dedos blancos que contrastaban con las uñas negras y relucientes. Ella se llevó el borde de cristal a los labios carnosos y tomó el primer sorbo mirándolo fijamente.

—Explíqueme qué hacen dichas hormonas, si no tiene inconveniente —le pidió ella en un tono distinguido.

—En absoluto —aceptó Mark, dejando la copa en la mesa.

En pocas palabras le explicó la regulación del ciclo menstrual a través de los estrógenos y la progesterona. La combinación de dichas hormonas preparaba la capa interna de la matriz para una posible implantación del óvulo fecundado. La bajada última de la progesterona, si no había embarazo, hacía que se desprendiera esta capa y que llegara la menstruación.

—Los estrógenos son los que mantienen la piel suave, los responsables de la belleza, de la juventud —concluyó con una sonrisa.

Mark se dispuso entonces a coger de nuevo la copa de la bandeja, pero antes de alcanzarla notó que ella interceptaba sus dedos y se los acercaba al escote.

—La piel suave —repitió ella, pasándose al turco en un viraje ágil —, y el pecho firme.

Los dedos meñiques y anular de él se colaron bajo la ropa, pues el escote del vestido era generoso. Mark sintió la piel caliente y el latir del corazón a flor de piel.

En algún momento en medio de la turbación, buscó la manera de retomar el diálogo interrumpido, pero ella hundió su mano hasta el fondo del escote sin dejar de presionarla contra el pecho. Mark notó su desnudez bajo los dedos, la redondez voluptuosa, el pezón abultado, el tacto sedoso de la areola. En cambio, no percibió la cicatriz fina, lisa, como una cinta brillante que se ocultaba discreta sobre la base del pecho.

—La luna creciente representa a la mujer enérgica, extrovertida, receptiva para cualquier experiencia. La luna llena simboliza la plenitud, la maternidad —recitó dulcemente ella en un turco musical que flotaba como una nube en torno a ellos dos.

Ella sacó entonces la mano de la ardiente guarida y, conduciendo el dedo índice de él hasta su boca, lo chupó suavemente. Con los labios bien apretados, recorrió dos veces la longitud de las tres falanges. Él notaba la lengua húmeda y acogedora mientras lo envolvía amablemente. La perturbación desencadenada por esta nueva aproximación hizo que se debatiera entre el abandono y la prudencia. Respirar se convirtió en un esfuerzo consciente. Cuando ella acabó, cogió con la otra mano una servilleta de lino y le envolvió el dedo con mucho cuidado. Él permanecía rígido. Al fin y al cabo, aquella penetración placébica lo había llevado a un punto de excitación incómoda.

—La luna menguante, la de hoy, nos muestra que es el momento de recoger los frutos, de experimentar toda la energía sexual sin miedo, libremente.

Ella cerró los ojos unos instantes y le puso la mano entre las piernas. Después, sin previo aviso, se irguió delante de la vidriera del salón y se anudó el cinturón del vestido.

—Le agradezco mucho su visita. Estaré encantada de volver a verlo.

La luz atravesaba la seda blanca del vestido, bajo el cual, según había quedado patente por un instante, iba completamente desnuda.

15

El edificio histórico de Calallonga, ahora ocupado por la fundación, había sido un centro preventivo en la posguerra, adonde enviaban a los niños a pasar una temporada bajo tutela. La leyenda hablaba de una vigilancia rígida que rayaba el maltrato. Los pequeños, que rondaban los siete años, se veían sometidos a una disciplina férrea que después los convertiría en hombres al servicio de la patria. Comían obligatoriamente todo lo que se les servía, y también lo que alguno regurgitaba. Tan sólo les permitían tomar un vaso de agua por niño y comida y hacer sus necesidades una vez al día, siempre después de una siesta ineludible, durante la cual no podían moverse de la cama. Por no hablar de las temibles duchas, dispuestas a lo largo de un pasillo con chorros de agua fría, donde los metían a docenas y resbalaban con el verdín del suelo entre los gritos de los más pequeños, que llamaban a sus madres.

Todo eso lo leyó Diana en Google la misma noche de la fiesta al regresar a casa. Entró en el buscador para elucidar la posible existencia de sótanos en el viejo edificio a través de planos o descripciones técnicas y dio con aquella historia acompañada de abundante documentación fotográfica. Por lo visto, la leyenda había representado una fuente de atracción continua. Ella, como todo el mundo, había oído hablar de la tétrica crónica del centro, pero ahora, al ver las fotografías en blanco y negro de la época, sintió un escalofrío. Parecían sacadas de una película de terror. El antiguo complejo de Calallonga estaba formado por seis módulos: los dos centrales, edificados sobre el montículo, delante justo del mar — que se correspondían con los existentes en la actualidad—, y detrás cuatro módulos más, dos alineados a la derecha y dos más a la izquierda. Todo el perímetro se veía rodeado de una alambrada de considerable altura. La estética respondía a la de una institución entre cuartel y prisión. A ello se añadía una playa virgen, un roquedal agreste y el bosque, en esa época escuálido, sin más edificaciones. Aislamiento absoluto.

Mientras suspiraba profundamente, Diana dio la orden a la impresora para pasar las imágenes al papel. Después pulsó sobre la información actual que hacía referencia ya a las obras de remodelación dentro del complejo hospitalario para albergar la Fundación Sokolov. El módulo de la ONG había sido la parte más avanzada, y había podido inaugurarse el año anterior con la primera remesa estival de niños moldavos.

Hizo llegar un mensaje a Mark con un British Medical Journal que escondió dentro del cajón de su mesa, según el protocolo aprobado en El Gallo Alegre. Dentro de la publicación, resumió en un folio las sospechas de la existencia de un almacén con congeladores de la Clínica Tarraco en el sótano de la fundación. También le proponía una inspección rápida. Al final se encontraron el lunes a última hora de la tarde en la entrada del módulo de la ONG. Diana no había visto a Mark desde la fiesta Sokolov, cuando lo había abandonado delante del bufet frío. Aquel día lo vio con los labios secos y agrietados. Le anunció que ella sólo se quedaría un rato.

Visiblemente nerviosos, atravesaron la puerta con el rótulo de «Privado», recorrieron la rampa cubierta de cemento y, después de un ángulo de noventa grados, bajaron por un desnivel pronunciado. La oscuridad intensificaba el olor a cerrado y la sensación de frío. Debían de estar bajo tierra. Al final de la rampa dieron con una puerta sin rótulo ni cerradura. Mark, decidido, la abrió. Les invadió un hedor penetrante, mezcla de salitre y humedad. Estaba completamente oscuro. Buscar a tientas el interruptor fue relativamente fácil, ya que se trataba de un modelo para exteriores protegido por una tapa de gran tamaño, pero la luz que se encendió resultó tristemente mortecina. Sólo se hizo visible la parte de la estancia más cercana, mientras que el resto quedaba sumido en la penumbra. Entraron, primero ella y luego él. Mark cerró la puerta a su espalda con sumo cuidado. El almacén no era tan grande como cabía esperar, ya que tan sólo ocupaba la mitad de la superficie del edificio. Seguramente lo habían construido aprovechando el desnivel natural del montículo, y también excavando directamente la propia roca. De hecho, los muros eran de piedra natural y, si pegabas la oreja a las paredes de obra, se podía oír el rumor de las olas del mar. En la zona más iluminada se amontonaban varios artefactos de aspecto siniestro, como una camilla de quirófano, palos de suero, una vitrina de cristal antigua, un carro de curas decimonónico e incluso un aparato de rayos X de principios de siglo. Diana se quedó paralizada junto a la puerta. Se había propuesto irse y ceder la inspección a su compañero, pero la visión del almacén, con todos aquellos objetos fantasmagóricos, la tenía fascinada.

—Ostras, está mojado — observó Diana, que al dar un paso adelante había metido el pie en un charco de agua.

Mark, que había sacado una linterna de la mochila, iluminó la pared y observó regueros de agua en la misma. Pasó un dedo por la superficie rugosa, y después por los labios.

—Está salada. Debe de filtrarse por alguna vía entre las rocas.

Se decía que los días de temporal las olas batían a los pies del edificio, e incluso los vidrios de las ventanas quedaban salpicados por la espuma.

—¿Sabías que éste era el temible pabellón cuatro de Calallonga? —comentó Mark, misterioso.

Diana no había leído nada específico sobre aquel pabellón.

—Cuando algún muchacho intentaba huir, lo buscaba la Guardia Civil con perros, y cuando lo encontraban asustado detrás de una roca o un arbusto, iba a parar aquí, al pabellón de los rebeldes.

No te extrañe que utilizaran este sótano como celda de penalización.

—Menuda coincidencia. El pabellón de castigo sirve ahora justamente para albergar a los niños Sokolov —reflexionó Diana, sintiendo un escalofrío en la piel.

—Se decía que los encerraban a oscuras, sin letrinas, con agua y comida bajo mínimos.

Una vez acostumbrados a la penumbra, no tardaron en descubrir en la pared del fondo dos congeladores. Y sorprendentemente estaban encendidos los dos. Los paneles de conexión eléctrica se veían iluminados y los motores respiraban con suavidad. Mark avanzó y se agachó para leer las etiquetas laterales de los aparatos.

—Clínica Tarraco y Clínica Tarraco.

El primero estaba abierto. La puerta mostraba varios rótulos donde se informaba del contenido: «Muestras 1980-1990» y «Muestras 1991-2001». Y un letrero más pequeño situado debajo advertía:

«Avisar al hospital en caso de avería», y añadido a mano al lado se especificaba «o de temporal». Estaba claro que allí había una serie de muestras antiguas que no habían sido consideradas almacenables en el servicio de criopreservación del hospital. La causa sería con toda probabilidad falta de espacio o un vacío en el protocolo interno sobre ese tipo de muestras. En cualquier caso, seguramente se guardaban allí provisionalmente hasta que encontraran un emplazamiento definitivo.

—Seguro que esto se inunda cuando hay temporal de levante.

En el segundo congelador no había ningún letrero explicativo en la puerta y estaba cerrado con llave. Con movimientos agitados, Mark buscó la llave en el bolsillo mientras Diana contenía la respiración. Concentrado, intentó introducirla en la ranura, pero sólo penetró la punta de la tija. La giró y volvió a probar. Diana se preguntaba si era su corazón el que latía más fuerte de lo que aparentaba o sería el de Mark. Y entonces, milagrosamente, la llave encajó a la perfección dentro de la hendidura metálica, como si fuera su casa, como si hubiera estado esperándolo todo aquel tiempo.

—Hemos dado en el blanco — dijo Mark. Y, lanzando una mirada rápida a su compañera, añadió—: Te corresponde a ti abrir la puerta.

—No, no. Hazlo tú —dijo ella, sintiendo un mareo que la obligó a sentarse en una silla de ruedas de hierro.

Mark tiró del asa de la puerta y una humareda blanca lo envolvió. Tardaron unos segundos en poder distinguir algo a través de aquella nube y no podía decirse que les chocara lo que vieron después en su interior. De un modo indefinido, era muy parecido a los modelos modernos que tenían en el laboratorio: módulos con archivadores metálicos que se abrían hacia delante.

—¿Tienes pañuelos de papel? Diana buscó dentro del bolso y sacó un paquete. Utilizándolos como manoplas para no quemarse los dedos, Mark estiró uno a uno los cajones metálicos. A primera vista parecían vacíos, pero después descubrió que en algunos había un montón de cajas etiquetadas. Tan sólo el último estante estaba casi vacío, con unos pocos contenedores descoloridos de distinto formato. El silencio en el almacén podía palparse. Era como si ambos estuvieran aguantando la respiración al mismo tiempo. Con mucho cuidado, Mark extrajo una caja de uno de los cajones y la depositó sobre el vidrio de un carro de curas. Tras frotarse las manos para quitarse el frío, la abrió, sacó un tubo pequeño y lo observó enfocándolo con la linterna.

—Parece sangre.

Abrieron varias cajas de cada estante. La mayoría eran muestras de sangre y otras parecían ADN extraído de las mismas muestras, ya que coincidían con los números de identificación, que, según calcularon, eran del orden de las centenas. Centenares de muestras que quizá correspondieran a centenares de personas. En la base de las cajas figuraba una leyenda escrita con rotulador que el paso de los años había medio borrado.

—¿«Terapia S5»? —aventuró Mark.

Entonces sacó una caja del último estante, que conservaba la letra claramente legible.

—Terapia 85.

Entendieron de inmediato que aquél podía ser el nombre de un tratamiento, un proyecto o lo que fuera que estuviera relacionado con aquellas muestras. Las cajas estaban ordenadas por años: comenzaban en 1985 y avanzaban hasta la actualidad.

—En algún ordenador existirá una base de datos con la correspondencia de la numeración.

Mark depositó con cuidado las cajas sobre un antiguo carro de curas y cerró el congelador para evitar que la temperatura bajara excesivamente y sonara una alarma no deseada. Con los brazos caídos y una expresión de verdadero desconcierto, se quedó mirándolas pensativo.

—Estarán buscando un lugar seguro para trasladarlas.

Diana se sobrepuso a la opresión dolorosa que comenzaba a sentir en el pecho. Ayudada por los pañuelos de papel, cogió un contenedor grisáceo con una tapa de plástico transparente del último estante. Observó la caja. Parecía un envase antiguo de algún tipo de material sanitario, aprovechado como contenedor. Dentro había unos viales de vidrio, cerrados al vacío, con el aspecto de inyectables preparados para añadir un solvente para su administración. El material parecía liofilizado y su coloración variaba según el envase. Mark leyó la etiqueta alumbrándose con la linterna.

—Pone un número de registro comercial y, a mano, una letra y un año.

Efectivamente, podía leerse una secuencia de números y después una letra que era variable según el vial. Los marcados con una A eran rosados, los B tirando a terrosos y los C, de un marrón oscuro. Los años iban de 1980 a 1985.

—Fíjate. Cuando se acaban los liofilizados, comienzan las muestras de sangre. Es extraño.

Se oyó un ruido en el piso superior y Mark, aparentemente alterado, se quedó quieto, aguzando el oído.

—Tenemos que irnos.

Sólo después de mucho dudar, seleccionaron unos cuantos viales para analizar, uno de cada coloración, que fueron a parar al fondo de la mochila de Mark. Diana, rígida, evitando que se le notara el temblor en las manos, anotó en una libreta el rango de la numeración de las muestras de sangre y la cantidad de viales de liofilizados de cada tipo con los datos correspondientes. Al acabar, realizaron un repaso visual para dejarlo todo en orden. Cerraron con llave el congelador y apagaron la luz. Escondieron los pañuelos de papel en el bolso y escalaron la rampa a zancadas, con el corazón en un puño. Ya en el vestíbulo, con el rumor de los niños que jugaban en las aulas de la planta baja, toparon con una enfermera que por suerte no se mostró extrañada de su presencia. No obstante, se separaron en cuanto salieron al jardín. Él se quedó con la llave para hacerse una copia de seguridad y también con los viales para esconderlos en su laboratorio. Afortunadamente, tenía que viajar a Cambridge en los días siguientes y rogaría a su amigo Salvador Mestre que los analizara, lejos de las miradas locales.

Aunque se fueron animados, pensando que la fortuna les había sido favorable, la realidad era bien distinta. Ninguno de los dos se había percatado de que en la rampa del almacén, detrás de una voluminosa cornisa en el techo, se escondía el ojo negro y reluciente de una cámara de seguridad. Ni Diana ni Mark habían pensado en aquella posibilidad.

Al día siguiente, cuando regresó del trabajo, Diana subió al desván. Ya hacía días que le rondaba por la cabeza la idea de ponerse de nuevo con la tesis tranquilamente en casa.

Lo cierto era que se había acostumbrado a quedarse hasta las tantas en el laboratorio para terminar las tareas pendientes, como una manera de evitar la soledad y los ratos vacíos. Ahora necesitaba limitar el tiempo en el hospital y poner distancia con las investigaciones clandestinas. Volvía a sentirse angustiada y con una excitación infame que le mantenía el sueño a raya. No era de extrañar. Desde el descubrimiento de las muestras congeladas, cuando dormía sufría pesadillas con charcos de sangre que pisaba descalza y gritos desgarradores de Lucena desde el almacén insalubre. Despertaba con una sensación de mal augurio y una nueva opresión en el pecho. Necesitaba borrar temporalmente de su mente los pensamientos sobre el almacén, el congelador y la Terapia 85. Si pudiera encontrar un rincón para trabajar, instalaría el portátil, la bibliografía, las libretas de resultados y regresaría pronto para centrarse exclusivamente a escribir la tesis doctoral.

La casa, fiel a la estructura original de vivienda humilde de pueblo, contaba tan sólo con tres habitaciones. La de matrimonio, con un ventanal y un balcón que daban al patio de detrás, y dos individuales, con ventanas a la plaza. Ella había cedido generosamente una de las pequeñas a Claudi para que pudiera poner allí su estudio. Era una estancia decorada con una librería y una mesa antigua, donde había instalado un ordenador conectado por wifi a internet. La otra habitación, amueblada con una cama, la había dispuesto para invitados, confiando obstinadamente en que Sandra pasaría algunas semanas con ellos. Así pues, aquel cuarto era intocable. Quedaba por lo tanto el desván. Había subido un par de veces con Claudi para dejar cajas de libros y sabía que estaba lleno de trastos y también que la temperatura bajo cubierta se disparaba en aquella época del año. Pero esperaba hacer una buena limpieza y, si hiciera falta, compraría un ventilador.

Así que aquella tarde, con la idea de una primera exploración, se dirigió a la empinada escalera de madera que comunicaba el distribuidor del primer piso con la buhardilla. Tara intentó seguirla, pero le costaba darse impulso sin la ayuda de la pata delantera. Diana la cogió en brazos y ambas subieron los peldaños que crujían penosamente a cado paso. Tuvo que empujar con fuerza para poder abrir la puerta atascada. Dentro reinaba una penumbra rota únicamente por un rayo de sol de poniente que atravesaba el tragaluz del techo, el cual se hallaba cubierto de manera tosca con un tablón. También había una ventana pequeña y alargada en la pared norte, cerrada con un postigo. Las vigas se veían tiznadas y adornadas con telarañas y, al caminar, el suelo crujía bajo una capa de polvo muy fina. Diana liberó las ventanas, abriendo los postigos y quitando el tablón de madera con una barra de hierro que encontró en el suelo, y la luz bañó la estancia por doquier. El panorama mostró un montón de muebles viejos que le parecieron francamente atractivos y que iban desde una mesa de cocina hasta una mecedora de rejilla, pasando por una bicicleta oxidada y un somier de muelles. Con un par de sofás y un tocadiscos, Diana podría haberse imaginado fácilmente en el granero donde jugaba con su hermano los veranos en la Cerdaña. Se acercó a la mesa. Era una de aquellas macizas, de una solidez magnífica, con un cajón en medio donde se guardaban los cuchillos. Alguien con criterio dudoso la había sustituido por la mesa de fórmica moderna que ahora ocupaba el espacio central de la cocina. La examinó con atención sin encontrar señales de carcoma y convino que sería perfecta como mesa de trabajo. ¿Y la corriente eléctrica? Dedicó un buen rato a investigarlo. De una viga colgaba una bombilla desnuda que pudo encender con el interruptor que había fuera, y que también daba corriente al único enchufe situado en la pared de la derecha. Fue mientras revisaba la funcionalidad de las conexiones cuando descubrió cuatro contenedores de plástico vacíos al lado de las cajas que habían subido con libros y ropa. Aquello podría simular una librería funcional con los contenedores apoyados en la pared.

—¿Qué te parece? —preguntó Diana a la gata mientras la cogía del suelo—. Daremos un barrido y quedará perfecto.

Con renovada energía, Diana pasó dos tardes limpiando y ordenando el desván. Subió una silla del comedor y una luz de pie de la habitación de los invitados. Claudi no puso ningún inconveniente, sino todo lo contrario; incluso sugirió comprar una impresora para ella sola. Por suerte, el portátil captaba perfectamente la conexión de internet del despacho de Claudi, que se hallaba justo debajo de los tablones de madera del suelo. Diana compró un ventilador y también un corcho enmarcado para clavar el planning de trabajo, el croquis y el índice de la tesis. Colocó las carpetas con la bibliografía en los estantes provisionales, y también un par de tesis doctorales en formato compendio de artículos que su director le había dejado como modelo. Aquella misma semana comenzó a trabajar, con Tara observándola desde la mecedora, con las patas recogidas por delante y cerrando los ojos de satisfacción. Y con ello dejó de pensar momentáneamente en los tubos humeantes de la Terapia 85.

Asimismo, para apaciguar la mala conciencia, quiso concretar los tratos como voluntaria de la ONG Sokolov. Había rellenado la solicitud que le había entregado la enfermera y un día, a la hora de comer, se acercó al edificio de la fundación. Con la solicitud en la mano y el pisapapeles del ratón en el bolsillo de la bata, pasó por el vestíbulo de la planta baja, evitando poner los ojos en el acceso al almacén, y abrió decidida la puerta de la ONG. El emblema «Investigación, Fortaleza y Resistencia» y el escudo de la fundación le informaban que se adentraba en territorio Sokolov.

Las oficinas, situadas en el primer piso, parecían más la recepción de una escuela de primaria que un despacho administrativo, pintadas como estaban de un amarillo vivo y rodeadas de murales de colorines. La decoración representaba las distintas repúblicas soviéticas, con figuras ataviadas con los distintos trajes regionales, fotografías de las plantas típicas de cada zona y algún monumento representativo.

La administrativa le cogió la solicitud, buscó un archivo en el ordenador y, con pulcritud, entró sus datos en la pantalla.

—Tendría que hablar con la responsable; está abajo, en el comedor —le aconsejó mientras tecleaba.

En la pared que tenía al lado había un tablón imantado con la planificación semanal de las actividades de los niños, entre ellas una excursión al Delta del Ebro, clases de gimnasia rítmica y trabajos manuales. Aún se veía anunciada por doquier la fiesta de la ONG, Welcome to the Farewell «fiesta» for Sokolov Children.

Diana se despidió y bajó de nuevo las escaleras hasta la planta baja, donde a través de distintas aulas infantiles se llegaba finalmente al comedor. La puerta de dos hojas de vidrio mostraba mesas dispuestas en hileras donde estaban comiendo los niños. Un ruido de voces infantiles mezclado con el tintineo de los cubiertos salía por las rendijas de la puerta. Al entrar se esperó prudentemente en la puerta hasta que la monitora pelirroja, que estaba acabando de poner los vasos de plástico, la vio y se le acercó. Aquel día llevaba el cabello mojado y peinado hacia atrás, como si acabara de salir de la ducha.

Diana le manifestó su interés por participar como voluntaria en la organización, ya que trabajaba en el hospital, sabía inglés y tenía disponibilidad de tiempo libre.

—Ahora mismo no cogemos a nadie, porque los niños están a punto de acabar su estancia aquí. Quizá para el próximo turno.

La chica le describió el programa variado e intenso con el que procuraban mantener a los niños distraídos todo el día. Durante la explicación, la coordinadora iba dando un vistazo de vez en cuando por las mesas, vigilando que las criaturas no jugaran con la comida. Se interrumpió porque un niño había metido un trozo de pan dentro del vaso de agua.

—Perdona —se disculpó.

La monitora estuvo hablando en inglés unos minutos con el pequeño travieso, hasta que la camarera le cambió el vaso por uno limpio. Diana, mientras tanto, recorrió con la mirada todos aquellos rostros infantiles alineados en las mesas. Los había rubios, morenos, de ojos grandes, achinados, risueños, serios.

—¿Está Irina? —preguntó cuando volvió a su lado la coordinadora.

—¿Irina?

La monitora tardó un rato en contestarle, como si estuviera pasando lista mentalmente a los niños.

—No, no está. La han acompañado a hacer la excursión que se perdió el día que estuvo enferma.

—¡Ah, lástima! Le traía un recuerdo.

La chica se ofreció a dárselo, pero Diana prefirió hacerlo personalmente. Agradeció de nuevo la información y salió por las puertas de vaivén, notando el peso del pisapapeles en el bolsillo.

Aquella tarde, al volver a casa, subió al desván y dejó la bola de cristal encima de la mesa. Con un suspiro, contempló el ratón blanco apresado en el vidrio, minúsculo, con las orejas redondas, la cola enroscada y los dos puntitos rojos de los ojos. Recordaba la imagen de la niña, con las piernas inmóviles colgando del banco, la vista fija en el edificio de enfrente, con aquel aire obstinado que tanto le recordaba a Sandra de pequeña. La mirada inmaterial de Irina presidía los pensamientos apenados de Diana al final de su maternidad activa. Sentía una mezcla grumosa de disgusto, tristeza y frustración por haber perdido a su hija con el cambio de ciudad. Era evidente que tenía que aceptar que la pequeña Sandra, la niña que había sido tan suya, ya no existía, pero aún notaba el escozor de la añoranza. Rebuscó en las cajas que Claudi había dejado en el rincón de la buhardilla hasta encontrar una camiseta de tirantes de color verde caqui. Era de Sandra. Se le había traspapelado con su ropa, cosa que pasaba a menudo y no por su culpa. ¿La habría echado de menos en la mochila del viaje a Indonesia? Ella sí que echaba de menos a su hija.

La relación con Sandra había sido aceptablemente buena, exceptuando la dejadez en el orden de su habitación y su persona. Hubo una temporada que eso las enfrentó de un modo muy virulento. Cada vez que abría la puerta de la habitación de su hija, Diana se admiraba de los desperfectos irreversibles que causaba la genética en los hijos de progenitoras ordenadas y perfeccionistas. Observaba con estupefacción cómo la chica salía a menudo con un calcetín de cada color o la camiseta del revés, con las costuras ostentosamente visibles. Sandra era de aquellas personas a las que, aparentemente, no les importaba. A Diana sí que le importaba.

Al principio intentó modificar la actitud de la joven comprándole prendas de vestir que le hicieran ilusión. Pero al día siguiente los tejanos rasgados se arrastraban por el suelo y la camiseta que prometía un mundo más justo sin entidades bancarias aparecía hecha un rebujo debajo de la cama. El segundo intento consistió en comprar un armario a medida, sin puertas, como los que a ella le gustaban, con estantes a distintos niveles, cajones generosos y colgadores que se desplegaban hacia delante. A medida que pasaban los días, los montones de ropa que Diana había doblado y guardado en cada compartimento se transformaban en islotes informes multicolores. Incluso encontró bolsas de golosinas abiertas y mezcladas con la ropa interior.

—Respeta su territorio —le decía Claudi.

Y eso fue lo que hizo a partir de cierto momento. Se limitó a doblar la ropa limpia en un armario que habilitó en el pasillo con la idea de que Sandra se hiciera responsable de guardarla en su habitación. Organizó una pila para Claudi, otra para ella y por último una tercera para su hija. Pero cuando Sandra cogía la ropa, revolvía y desmontaba las otras pilas y mezclaba la ropa de Diana y Claudi, cogiendo muchas veces prendas que no le pertenecían. Armándose de paciencia, Diana aumentó las distancias entre pilas y pegó etiquetas identificativas en la parte frontal de los estantes con el nombre de los tres. Al día siguiente las tres pilas habían desaparecido y una masa de ropa desdoblada ocupaba la superficie.

—Cada uno es como es. Tú te pasas de perfeccionista, y tu hija, de todo lo contrario.

Todo este episodio bélico de la ropa fue antes de la enfermedad. Después se cambiaron las tornas. Fue Sandra la que durante meses ordenó las cosas de su madre y Diana entendió que el cariño mueve montañas. Y ahora mismo añoraba a su hija y su desorden. Quizá la larga temporada en el bando de los débiles la había hecho más sensible.

De Mark sabía que todavía estaba fuera, en Cambridge. Había recibido un par de mensajes NHN, sin noticias. Finalmente, al día siguiente, encontró un correo codificado en el que anunciaba que en un plazo de tres días le enviarían unos reactivos. Le habían asegurado que el transportista llegaría a las 17 horas. ¿Podría estar pendiente? No hacía falta decir que era vital que llegaran bien. Una interpretación libre de la contraseña llevaba a una convocatoria de reunión en El Gallo Alegre para compartir una información trascendental — seguramente del análisis de los liofilizados— para la investigación del caso Lucena.

16

Aquellos tres días transcurrieron con una lentitud exasperante. Diana era víctima de un nivel de ansiedad un poco más alto de lo que estaba dispuesta a reconocer. Por suerte, llegaron unos cuantos ratones inmunodeprimidos con los que ir poniendo en práctica las nuevas técnicas. Sólo quedaba pendiente subir a Barcelona con el doctor Grau para recoger las células.

También distraía los nervios con la ilusión del nuevo becario —la resolución de la convocatoria parecía inminente— y no podía por menos de imaginar al joven afortunado, contagiado de entusiasmo por el nuevo proyecto.

Durante las tardes que precedieron a la reunión, Diana se encerraba en el desván, bajo el aroma de la madera recalentada de las vigas y la agradable brisa del ventilador, hasta bien entrada la noche, cuando Claudi regresaba de la consulta.

—Sal de aquí —regañaba a la gata cuando ésta subía a la mesa, saltando desde la mecedora, y atravesaba el teclado del ordenador con toda su inconsciencia animal.

A menudo se sentía tentada de abrir la carpeta «PIM», situada discretamente en un lateral del escritorio de la pantalla. De momento, dicha carpeta contenía un solo documento con el calendario de todos los hallazgos del caso Lucena. Diana se debatía entre revisarlo o centrarse en la farragosa introducción de la tesis. Siempre acababa con el deber por delante, pero los ojos se le escapaban hacia el plano de la ciudad que estaba clavado en el corcho de la pared, donde había marcado con disimulo los puntos críticos de la investigación. Se entretenía sin querer con reflexiones anodinas, tales como la distancia tan corta que había entre la antigua Clínica Tarraco y la casa de Lucena, que permitía que el técnico tardara pocos minutos en llegar en bicicleta al trabajo. En cambio, el nuevo Hospital del Mediterráneo le quedaba mucho más lejos. A la postre, y por razones que le costaba explicarse, se notaba tan enganchada a la investigación como lo estaba aquel papel a la pared.

Al final, una tarde, cansada del control de los pedidos que había tenido que sufrir a instancias de la Savall, se dio permiso para distraerse excepcionalmente con el caso Lucena, y decidió organizar una carpeta de anillas con el material PIM. En ella introdujo todo lo que tenía en el ordenador, más una bolsa con la llave original del congelador (Mark tenía una copia), los códigos secretos que había ideado su compañero y las búsquedas bibliográficas, como por ejemplo la información sobre el antiguo edificio de la fundación. Y como el permiso temporal de recreo era laxo y quizá diera para diez minutos más, ¿por qué no buscaba en internet información sobre la Terapia 85? Sorprendentemente, los resultados de la búsqueda mostraron nueve entradas que se adaptaban a las palabras clave, con la misma referencia a un misterioso tratamiento: la combinación de ochenta y cinco componentes, entre fitocompuestos y oligoelementos, que se autodenominaban esenciales para la vida humana. Los blogs correspondían a varios miembros de una comunidad italiana de naturistas cristianos llamada Salus Naturae y, según sus comentarios con cierto regusto místico, el consumo de estos ochenta y cinco componentes, en unas dosis y una frecuencia concretas, aprovechaba la tendencia natural del organismo a buscar la fuerza curativa de la naturaleza. A partir de este primer indicio, localizó a dicha comunidad en una web modesta, prácticamente sin páginas secundarias, pero como mínimo con una dirección física real, en Padua, Italia, con un correo electrónico de contacto.

—Puede ser una pista. El mundo es muy pequeño —dijo en voz alta a la gata.

Tara, sentada en la vieja mecedora, la miraba fijamente con los ojos dorados, intentando interpretar si aquello tenía relación con el trocito de hígado que cada noche le daba de premio.

Entonces oyeron el ruido de la puerta de entrada, y la gata bajó de la mecedora y miró por el hueco de la escalera. Diana escuchó cómo Claudi dejaba el maletín en el suelo y se sentaba en el sofá del comedor. Escondió la carpeta PIM en el cajón y miró el reloj: ya era la hora de cenar.

El último correo de Mark no aclaraba el porqué del cambio de lugar de reunión, que había pasado de El Gallo Alegre a cultivos, pero Diana ya había detectado el bar cerrado al pasar por delante aquella mañana, por fiesta semanal. Comprobó que alguien había reservado las dos campanas del cubículo de la derecha, una para él y otra para ella. Cultivos no era el lugar idóneo para el intercambio de información, porque siempre estaba lleno de becarios, pero en situaciones de urgencia como aquélla, y si la convocatoria era a última hora de la tarde, las posibilidades de poder hablar con tranquilidad aumentaban de forma considerable.

Cuando se dirigió a la campana con una placa y tres frascos como coartada, vio a Mark en el laboratorio contiguo, acompañado de la becaria rubita de ojos almendrados. A través del cristal que separaba las dos salas, los observó con el placer secreto de la indiscreción. No lo había visto desde su regreso de Cambridge y le pareció que estaba más serio, tal vez más delgado. La estancia en el laboratorio de Salvador habría sido extenuante. Tuvo que reconocer que era atractivo, incluso con aquel disfraz de papel. Seguro que la becaria estaba perdidamente enamorada de él, con aquel bajón de defensas que se sufría en la juventud. Se fijó en su boca. Era una buena boca, tal y como la recordaba. Si fuera atrevida, habría sido capaz de dar un beso a muchos hombres, así, de entrada, por el simple placer de hacerlo. Le cogería la cabeza por las sienes con los dedos entre los rizos negros y la aproximaría a ella. Sobresaltada, interrumpió sus pensamientos. ¿A qué venía aquello? Ella, que precisamente no era nada besucona, que rehuía cortésmente el mejilla con mejilla gratuito. En aquel preciso instante, Mark se humedeció los labios y levantó la vista. La descubrió mirándolo. Se puso de pie y dio la vuelta para entrar en su sala.

—Hola, acabo enseguida — dijo. Y, volviendo a asomar la cabeza con una extraña animación, añadió—: Te he dejado bibliografía.

Al lado de su campana, en efecto, había una carpeta con la agenda del PIM y unas fotocopias. Evidentemente, no se trataba de bibliografía científica, sino de búsquedas por internet. Diana sacó los papeles y los leyó, como si estuviera preparando un protocolo experimental. Curiosamente, un fajo correspondía a los mismos resultados que ella había obtenido respecto a la Terapia 85. Idénticas referencias sobre los cristianos naturistas y los ochenta y cinco componentes. Al final había un post-it pegado:

Flavio Cascone

Via Altinate, 11

Padua

fcascone@unipd.it

El segundo paquete de información bajada de Google la sorprendió mucho más. Se trataba de la propaganda de una empresa llamada Escogen. En el margen de la primera página, Mark había garabateado en bolígrafo: «Los viales de liofilizados llevaban grabado este nombre en el vidrio». Eran treinta páginas impresas por una sola cara. Diana se las leyó de un tirón, como si fueran un Annual Review. Se trataba de una empresa chilena que había trabajado entre los años ochenta y noventa con una vacuna rejuvenecedora «anti-age». Se especificaba que los liofilizados provenían de tejidos embrionarios vacunos, de ovario, testículo, cerebro e hígado, entre otros. Con un inyectable a la semana en la zona glútea durante cinco semanas para personas de menos de cuarenta y cinco años y durante diez semanas para los que tuvieran entre cuarenta y cinco y sesenta años, podían conseguirse propiedades milagrosas que iban desde el refuerzo de las funciones cognitivas y la revitalización de la vida sexual hasta el aumento de la elasticidad de la piel. Todo ello enfocado a la prevención del envejecimiento.

Sacudió la cabeza con desaprobación. ¿Cómo era posible que existiera gente tan crédula, capaz de pincharse aquello, con el riesgo de provocarse una infección, una alergia o un molesto absceso en el trasero? Según había escrito Mark en una reflexión en la última hoja, todo hacía pensar que habían organizado un laboratorio semiindustrial para producir aquellos liofilizados de tejidos desde 1980 a 1985.

En la agenda PIM él ya le había indicado los puntos que tratarían.

Búsqueda 1: Se inicia la etapa previa con la producción de liofilizados Escogen, que se interrumpe en 1985. Podríamos considerar la etapa preterapia 85.

a) Pendiente el análisis de liofilizados.

Búsqueda 2: Terapia 85 cristianos naturistas de Padua.

a) Ignoramos si es «nuestra» terapia.

b) Consultar contacto en Padua.

c) Es muy posible que se mantenga el objetivo de vender el antienvejecimiento.

Búsqueda 3: Deberíamos encontrar las bases de datos que se correspondan con las muestras de sangre.

—Tengo noticias importantes. Después de cerrar la puerta, Mark apoyó la espalda en ella, como si quisiera impedir que la becaria lo oyera.

—¡Son humanos!

—¿Quiénes? —preguntó, desorientada, Diana.

—Los liofilizados. Son humanos —repitió él con gravedad—. Hicimos las pruebas y salieron positivas, no hay duda.

Diana abrió desmesuradamente los ojos.

Mark pensaba que, del mismo modo que la empresa Escogen trabajaba con material fetal vacuno, era muy probable que hubieran pasado a emplear fetos humanos conseguidos de abortos de manera fraudulenta.

—¿Te imaginas qué tratamientos rejuvenecedores hacían?

No, Diana no quería imaginárselo. Era terrible. No quería ni plantearse las razones por las cuales cambiaron de embriones vacunos a humanos. Probablemente dieran menos problemas de rechazo en el momento de la inyección. Pero era difícil avanzar en esa dirección, ya que habían pasado muchos años.

—Debemos ir hacia el presente y sacar a la luz en qué andan metidos ahora.

Los becarios de Cuevas pasaron por el pasillo y los miraron por el cristal. Diana y Mark callaron de golpe y fingieron ponerse a trabajar. Ella se enfundó los guantes y distribuyó los frascos en su campana al tiempo que Mark, en la suya, preparaba las pipetas y cogía una botella de medio de la nevera. Mientras manejaban los líquidos sobre los falsos cultivos, reanudaron la conversación. Comentaron la búsqueda «bibliográfica» en la que justamente habían coincidido. Diana había elaborado por su cuenta un listado de todos los componentes de la Terapia 85 de Padua, intentando dilucidar algún vínculo con las muestras congeladas. Por lo que había visto en una primera aproximación, se trataba de una lista meramente acumulativa, incluso repetitiva, integrada por compuestos de la misma familia con un espectro de acciones muy similar. Se comprometió a realizar una revisión farmacológica más exhaustiva. Mark, por su parte, le explicó que había conseguido contactar con un compañero suyo, Flavio Cascone, el del post-it, para que investigara las actividades de la comunidad Salus Naturae.

—Me hará este favor. De hecho, le encantan estas comunidades misteriosas. Hemos quedado en que me llamará.

—¿Qué otro significado podría tener este 85? ¿Una terapia dirigida a la gente de ochenta y cinco años? —se preguntó Diana.

Aquello sonaba muy mal, como a eutanasia activa.

—Yo me inclinaría por el año 1985. Es el momento de inflexión entre los liofilizados y las muestras de sangre. Un descubrimiento de dicho año explicaría un cambio de estrategia.

—El sistema operativo Windows es de 1985.

—Y también es el año en el que se descubrieron los restos hundidos del Titanic. Pero no creo que tenga nada que ver.

¿Dónde estaban aquellas bases de datos con la información de las sangres congeladas? Las últimas muestras habían sido recogidas recientemente. Tal vez se introdujera toda la información in situ en algún ordenador de acceso restringido. Mark se comprometió a hacer un mapa de los PC que podían contener dicha información y cómo acceder a ellos.

—¡Anímate! —exclamó él—. Cada vez sabemos más, pero no sabemos de qué.

—¿No estaremos cometiendo un error? —preguntó Diana con un deje de preocupación.

Mark puso aquel semblante sombrío que adoptaba a veces, cuando los ojos se le llenaban de una oscuridad violenta.

—No es ningún error, Diana. Lucena ha desaparecido, estaba amenazado. Te ha dejado un mensaje a ti, una llave que conduce a un congelador del almacén. — Mark hizo una pausa, como si estuviera hablando solo y se debatiera con una opinión contraria —. Y ahora tenemos unos liofilizados y unas muestras que no están registradas en ninguna parte.

Diana adivinó en su rostro un rictus de menosprecio, o aversión, difícil de definir.

—Él quería denunciarlo, pero tenía a su mujer enferma, y no se la podía jugar. Y cuando fue libre, se lo cargaron antes de que pudiera abrir la boca. Puedes estar segura de que deseaba que nosotros investigáramos estas muestras y desenmascarásemos a los culpables.

Cogiéndose a la esquina de la campana, Mark hizo rodar el taburete hasta que las piernas le quedaron completamente separadas del tablero. Una bocanada de silencio se coló por en medio; sólo se oía el ruido del extractor y el pitido lejano del aspirador de la becaria del laboratorio contiguo.

Mark levantó entonces la vista, cruzó los brazos y la miró fijamente.

—¿Qué piensa tu marido de todo esto?

A Diana la pregunta la cogió de sorpresa.

—No dice nada. No lo sabe. Estuvieron unos segundos callados; él se entretuvo jugando con una pipeta envuelta en papel de celofán, con la que se daba golpecitos en las piernas. Al final le preguntó:

—¿Podría estar implicado?

—¿Claudi? —exclamó Diana con una expresión de sorpresa que hizo que Mark se arrepintiera en el acto de la pregunta.

Diana lo negó, pero lo hizo con una negativa escueta, seca. No, no lo creía. Claudi no era así. Era una persona honesta, trabajadora, seria. Ella lo conocía bien después de tantos años.

Mark la observó mientras ella recogía poco a poco la libreta, la placa y los frascos vacíos. Lamentó haberle provocado un disgusto.

17

Una pareja de un recorrido de casi veinte años como Diana y Claudi acumulaba vivencias comunes, pero por fuerza también vivencias individuales que eran necesarias para reforzarse mutuamente, según creía Diana. La intimidad cotidiana la llevaba a conocer de él la manía de sorber la sopa de la cuchara, la aversión a los calzoncillos bóxer o la extrema tendencia a la austeridad cuando se compraba un coche. Pero eso no les obligaba a que ninguno de los dos supiera toda la vida del otro. Ella descubrió por ejemplo una obra de teatro pasada a máquina e inacabada dentro de una caja escondida en lo alto de un armario, una obra que Claudi debió de escribir en la adolescencia. Desconocía también el trato que tenía su marido con los compañeros del hospital, médicos, enfermeras e instrumentistas, como él tampoco tenía idea de muchos de los pensamientos ni deseos de ella. Ignoraba que se compraba más novelas de las que podía leer, que le gustaba mantenerse despierta por las noches soñando vidas alternativas, o su dedicación secreta al PIM y la amistad con Mark, por ejemplo. A menudo, sólo se conocía una parte limitada del otro. Como decía Söderberg, «Abrazamos una sombra y amamos un sueño». De lo que Diana estaba convencida era de que, con tantos años de convivencia, habían llegado a conocerse mutuamente en los aspectos primordiales, vitales y críticos. Así que era normal que el día en que Mark le preguntó si su marido «podía estar implicado», ella se escandalizara, aunque de vez en cuando sufría aquel sentimiento de alerta indefinida,unido a la barca inflable que perdía aire. Pero, en general, creía incondicionalmente en la sinceridad y transparencia de su marido.

Hasta aquella mañana, en Barcelona. Si hubiera cogido el tren de las 12.30 horas, como tenía planeado, o incluso media hora más tarde, no habría cambiado aquella percepción de él. Unos minutos, unos pocos minutos, según ella, habían bastado para abrir la primera grieta en su relación.

Después de un retraso considerable debido a las vacaciones del personal de laboratorio del doctor Grau, finalmente aquella mañana Diana había subido a Barcelona con una neverita portátil a buscar las células cancerosas humanas para inocularlas a los ratones. Aprovechando la visita, había revisado junto con el doctor Grau los dos artículos sobre el AB-65. Grau le dio el visto bueno para que los enviara a publicar aquella misma semana. Dichos artículos eran fundamentales, ya que debían dar cuerpo a la tesis doctoral. Grau le había aconsejado editoriales modestas que le asegurasen una crítica aceptable en un plazo de tiempo razonable. Si las cosas no se torcían, en unas semanas tendría los informes de los revisores, y en unas semanas más la aceptación si su respuesta convencía al editor. Grau pensaba que los dos trabajos tenían calidad, no eran conflictivos y con toda seguridad irían a misa. Calculó que probablemente podría presentar la documentación de la tesis y el depósito en otoño, quizá en octubre. Mientras esperaba la contestación de los revisores, le aconsejó que fuera avanzando en su redacción, siguiendo el modelo oficial de la universidad para compendio de artículos. Antes de Navidad podría hacerse la presentación. En el momento de la despedida, el doctor Grau se quitó las gafas y le dio dos besos. Diana lo vio eufórico, con un optimismo contagioso.

Al salir de la facultad, llamó a Claudi para transmitirle las buenas previsiones, pero vio que su marido tenía el móvil desconectado. Entonces recordó que aquella mañana lo habían llamado para una consulta en un hospital de la comarca vecina. Así que envió un mensaje a Mark: «La tesis adelante. Estoy contenta». Tenía la necesidad perentoria de comunicárselo a alguien. Él le contestó a los pocos minutos: «Perfecto, doctora». Casi al instante recibió otro mensaje:

«Los reactivos llegan mañana al lugar habitual. Hacia las 18 horas». Diana sonrió, pero después, sacudiendo la cabeza, pensó que la labor de detective no debía robarle tiempo a la tesis. Tendrían que hacer reuniones cortas y efectivas.

De camino a la estación de tren, cargada con la nevera al hombro, aprovechó para hacer algún recado pendiente. Caminaba bajo el sol que caía vigoroso sobre la ciudad, confiando en que la nieve carbónica mantuviera la temperatura de las células congeladas. Iba cambiando de acera, buscando los lados de las calles donde daba la sombra. Afortunadamente, la mayoría de las tiendas habían finalizado el período de vacaciones y avanzaban la moda de otoño. Entre otras cosas, quería mirarse un vestido para el día de la tesis. En actos como aquél la imagen del doctorante era crucial.

¡Cuántas cosas podía decir de uno mismo la ropa que uno llevaba puesta! Y ella, ¿qué quería transmitir? ¿Que era moderna, discretamente sofisticada, intelectual quizá? Aunque se olía que era un asunto complejo, decidió avanzar en el tema y visitar una tienda de la Rambla de Cataluña de la que era clienta habitual. El local tenía el toldo bajado para impedir que el sol diera directamente sobre la luna del escaparate. Allí vio un conjunto en particular que le convenció. Constaba de unos pantalones negros de corte moderno y estrechos de bajos que combinaban con un zapato plano de vestir. Encima llevaba un jersey gris, de cuello y mangas desbocados, con mucha caída, lo que le confería un estilo elegante. No era un conjunto de invierno, sino de entretiempo, justo lo que ella necesitaba. Y el punto se veía de calidad. Intentó averiguar cuál de los rótulos con los precios correspondía a las prendas de vestir deseadas, ya que se hallaban desperdigados por el suelo del escaparate sin ton ni son. Finalmente, decidió entrar a preguntar. Fue entonces, cuando apartaba los ojos del escaparate para dirigirse a la puerta, cuando vio en el vidrio el reflejo de un hombre que pasaba por el centro del paseo. Se quedó mirándolo inmóvil, como si hubiera visto una aparición. El perfil, el cabello, la forma de caminar, la ropa… era Claudi. Diana giró rápidamente la cabeza sorprendida, con la alegría de ver a su marido allí precisamente. Lo llamó, pero el nombre se perdió entre el ruido del tráfico, y el hombre continuó caminando sin volverse. Le fue imposible atravesar la calzada, ocupada por una riada de coches apresurados e indiferentes, y cuando finalmente lo consiguió, embistió anhelante a la gente que bajaba por el paseo, con la nevera golpeándole en el costado. Pero para entonces la figura de Claudi ya había desaparecido en algún cruce, entre cabezas multiformes, terrazas y sombrillas multicolor.

Diana se llevó la mano al pecho. ¿Era él? Claudi le había dicho que estaría en el hospital comarcal. Además, él sabía que ella subía a Barcelona. Habría sido absurdo no hacer el viaje juntos. Los pensamientos volaban rápidos por su cabeza y luego aterrizaban pesados sobre algún lugar cercano al estómago. De la alegría pasó a la duda, y de la duda a la inquietud. Caminando sin rumbo, olvidó los pantalones estrechos y el jersey desbocado y se alejó de la estación unas cuantas travesías, hasta que al final se convenció de que lo mejor sería preguntarle a él directamente al volver a casa. Seguro que existía una explicación razonable.

Aquella noche Diana comentó a su marido la visita al doctor Grau.

Inocentemente esperaba que Claudi cerrara el periódico, contrariado, exclamando: «Ostras, no he caído en que ibas a Barcelona. Yo también estaba allí», y le explicara cualquier situación que le hubiera obligado a aplazar la visita al hospital comarcal. Pero Claudi no hizo ningún gesto. Incluso cuando ella le preguntó cómo había ido la consulta, él levantó la vista del diario, sorprendido.

—Bien. ¿Por qué?

—No recordaba si después tenías que ir a Barcelona.

—No. Te confundes —negó él con voz neutra—. Es mañana cuando voy al aeropuerto, por el viaje a Venecia.

—Entonces ¿no has estado en Barcelona? —insistió ella.

Negó con la cabeza y con un chasquido de la lengua.

Pocas veces se percataba Claudi de sus inquietudes, pensó Diana. Su marido no se había caracterizado nunca por la intuición ni por la sensibilidad. Había leído que la sensibilidad era un hábito que se adquiría mediante una experiencia reflexiva, y él no disponía de mucho tiempo para reflexionar.

—¿Le diste la llave a Nicolás? Él la miró por encima del periódico.

—Sí, claro. Me prometió que él se haría cargo y que me tendría al corriente.

—¿Y si no te dice nada? — insistió ella—. ¿Y si él está involucrado?

—Entonces lo sabría yo. Me daría cuenta.

Parecía sincero, pensó Diana. Pero cuando fue a la cocina y lo observó, enmarcado en la ventana del pasaplatos, con aquella pose elegante que adoptaba al atardecer, el vaso de whisky preparado en la mesita, el cabello brillante bajo la lámpara de pie y los ojos medio cerrados por la lectura, recordó que Claudi, en su juventud, había sido un gran actor y se le daba muy bien mentir.

No le explicaría a Mark sus dudas sobre Claudi, pensó Diana mientras apoyaba el hombro en la puerta de cristal de El Gallo Alegre. Era un tema privado, íntimo y, de momento, ínfimo. Prefería guardárselo para ella sola. Dudando si se había adelantado a la hora acordada, miró el reloj y, al ver que las agujas pasaban del tiempo, se dispuso a esperar ocupando una mesa cercana al ventanal. Sacó de la cartera un par de artículos de telomerasa que acababan de salir y se puso a leerlos, subrayando aquellos aspectos que podría aprovechar para escribir la introducción de la tesis. Sin embargo, a los pocos minutos se dio cuenta de que le sería imposible concentrarse en aquella mesa de fórmica, con el guirigay de la máquina del millón que emitía notas y pitidos varios. Un joven con tejanos y zapatillas deportivas era el jugador ruidoso.

En aquel momento estaba hurgándose los bolsillos de los pantalones en busca de más monedas. Exhibía unos bíceps fornidos y unos pectorales amplios bajo una camiseta ajustada. Después de introducir el peaje monetario, se inclinó para reanudar un nuevo ataque. Movía las manos con movimientos rápidos y precisos, tensaba las barras y la musculatura de los brazos al mismo tiempo y embestía con el pubis el frontal metálico, acompañándolo todo de los efectos sonoros pertinentes. Cuando acabó la partida, sonrió satisfecho.

—¡Eh! ¡Le he metido doscientos cincuenta puntos! No está mal, ¿no? —exclamó al aire, como si esperara los aplausos de un auditorio inexistente.

Recogió su bolsa y se fijó en Diana, que se encontraba en pleno análisis descriptivo.

—Vaya, tengo una tía guapísima entre el público.

Diana bajó la mirada a la separata, disgustada por que la hubiera sorprendido.

—¿Estás sola?

—No —negó con seguridad fingida—, espero a alguien.

—Pues tiene suerte ese alguien. —El joven se apoyó en la silla de al lado; sus cumplidos eran tan manidos que denotaban una falta absoluta de imaginación—. Si te aburres durante la espera, me ofrezco a distraerte.

Tenía la piel morena y un flequillo que le bailaba sobre los ojos.

—Yo no sé jugar a las máquinas —dijo Diana, arrepintiéndose al instante de seguirle la conversación.

—No me refiero a esta chatarra, sino a otra máquina más interesante.

Diana se concentró en la lectura del artículo, como si no hubiera oído aquella propuesta grosera. En aquel momento sintió no contar con recursos inmediatos para soltar una frase cortante. No soportaba la arrogancia masculina. Si le sucediera a menudo una situación como aquélla, seguro que habría elaborado un catálogo de réplicas ingeniosas para dar por acabada la conversación. Pero ése no era el caso.

—Si me necesitas, sílbame — le dijo el joven, pasando por su lado mientras se dirigía a la barra, donde le esperaba una jarra de cerveza.

Diana no levantó la vista del American Journal. No le quedaba más remedio que permanecer dignamente en silencio. No se podía decir que le hubiera desagradado el incidente. Más bien le había sorprendido que un chico joven se fijara en su persona, y se preguntó por qué habría pasado precisamente aquel día. Claro que no frecuentaba mucho los bares de carretera, y menos con una camiseta de tirantes un tanto escotada. Observándose de reojo en el ventanal del bar, recordó que no llevaba la trenza y que se había dejado la melena suelta sobre los hombros. El joven de la barra seguía mirándola y, si en aquel momento no hubiera entrado Mark, con el casco rojo en la mano y cara de arrepentido, se habría ido.

—Perdona el retraso —se excusó Mark, dejando la mochila y el casco sobre la silla.

Después de sentarse, miró a su alrededor como si quisiera identificar a algún espía camuflado.

—Antes de nada, el informe final de Salvador. Esta copia es para ti.

Mark esparció unos papeles encima de la mesa y un sobre. El documento señalaba, como ya le había avanzado él, que se trataba de liofilizados humanos. No podía definirse el órgano ni tampoco si se trataba de tejidos fetales o adultos, porque la técnica no lo permitía. Habían analizado los telómeros y, por su longitud, se podía pensar que eran tejidos muy jóvenes, seguramente embrionarios.

A continuación, sacó una fotografía del sobre. Era de aquellas robadas de casa de Lucena. Se trataba de una instantánea en color, sin marco, con una arruga ya incorporada en el papel que la cruzaba en diagonal. En ella se veían tres personas en medio de un valle, rodeadas de montañas, y al fondo un pueblo minúsculo con un campanario puntiagudo. En un extremo de la imagen, un Lucena treintañero, con pantalones tejanos anchos y cabello largo, cargaba una mochila a la espalda. En medio del grupo, otro joven con bigote espeso caído hacia los lados, camiseta ceñida y un jersey anudado a la cintura, miraba hacia la cámara. Y a la derecha, de perfil, como si observara el pueblo en el horizonte, había una chica sentada en un tronco, con un pañuelo estampado en la cabeza, las mangas de la camisa arremangadas y unos tejanos con un cinturón con flores bordadas. Los tres jóvenes lucían la estética de los años ochenta: cabello largo, ropa ajustada y calzado de montaña. El del bigote era Nicolás. Diana no lo dudó en ningún momento. Lo recordaba perfectamente de las fotografías de la boda, cuando aún no había perdido el pelo y llevaba mostacho, siempre moreno y delgado. Lucena y Nicolás. Era evidente que no sólo se conocían del quirófano, sino que cultivaban también una relación personal de juventud.

—Y supuestamente la mujer de Nicolás.

Diana cogió la fotografía y se quedó mirándola incrédula.

—¿Marta? Me cuesta creerlo.

—Es lógico. Son coetáneos, y se conocían en aquella época. Éste era el núcleo duro, estoy seguro.

—De esto hará treinta años. — Diana miró al techo como si contara—. Era la época en la que debieron de comenzar a recoger los liofilizados.

¿Quién sacaría la fotografía?, se preguntaron después. Quizá estuvieran ante una cuarta persona, desconocida o conocida, inocente o culpable. Quizá nunca lo supieran.

Mark dejó la fotografía delante de ella.

—Esta copia es para ti. Entonces sacó de la mochila la libreta de los deberes.

—Flavio Cascone no me ha escrito ni me ha llamado. Ninguna noticia, de momento.

Diana le enseñó la revisión que había hecho de los compuestos de la Terapia 85. Había elaborado una tabla con mecanismos de acción, transportadores y vías metabólicas. En su opinión, no se había seguido ningún criterio farmacológico en la selección. Tampoco las dosis ni las pautas de administración se correspondían con alguna incompatibilidad farmacocinética o farmacodinámica.

Acordaron que en aquellos momentos era prioritario centrarse en la búsqueda de las bases de datos de las muestras de sangre.

—Yo sospecho que las tiene la Savall. Para mí, es otra sospechosa. El brazo largo de Nicolás, me temo.

La chispa amarga de la envidia quedó reflejada en el rostro de Mark, y Diana recordó las palabras de Matilde en la fiesta de los Sokolov.

—¿Quién más podría hacerlo aquí? —prosiguió él—. Las muestras de sangre llegan hasta fechas actuales. La entrada de datos debería ser simultánea.

Lo dijo con tanta seguridad que Diana guardó silencio.

—Si pudiera entrar en la intranet del hospital, seguro que encontraría alguna pista. La gente tiene bases de datos personales dentro de la red.

—Yo puedo —afirmó Diana sin pensarlo mucho.

—¿Tú?

—Tengo la contraseña para hacer los pedidos.

Mark se quedó mirándola fijamente.

—No tiene por qué pasar nada —dijo ella.

Y, cogiéndole la libreta, le anotó la combinación de números y letras que le permitía el acceso. Diana prefería dársela que encontrarse ante la petición de que lo hiciera ella.

Mark se puso contento. Podría hacer una primera exploración e intentar infiltrarse en el espacio íntimo de la Savall. Levantó la mano para pedir unas bebidas y se relajaron. Por suerte, la televisión estaba apagada y el jugador de la máquina del millón hacía rato que se había ido.

Comentaron las últimas nuevas del laboratorio. Se anunciaba un descenso del presupuesto que pondría en peligro la compra de infraestructura, el mantenimiento de los salarios o hasta la continuidad de la plantilla. En el caso de los investigadores de la fundación, sólo una parte del sueldo era sufragado por los Sokolov, mientras que la mayoritaria corría a cargo del Gobierno.

—En muchos hospitales están utilizando las listas de despidos para desquitarse con el personal resistente a las gerencias. Lo único que quieren son títeres que puedan manejar a su antojo —dijo Mark.

Comentaron casos conocidos que se hallaban en un apuro económico, con problemas para poder pagar las hipotecas o las escuelas.

Entonces él la empujó a entrar en el territorio personal preguntándole si tenía hijos. Diana le respondió que su hija era mayor, estudiaba biomedicina y se había independizado. No les daría quebraderos de cabeza. Por la entonación, Mark intuyó que los estudios elegidos por su hija iban en contra de su criterio, pero prefirió no husmear por ese camino.

—Y con Salva, ¿fuisteis más que amigos?

—¿Más que amigos? —Diana calló un par de segundos—. Pues sí, se puede decir que sí.

Diana respondió distraída, y las frases fueron saliendo de su boca con un retraso extraño. Se habían conocido en el instituto, e intimaron en las actividades de comunicación. Llevaban el periódico del centro. Lo mejor fue el viaje de COU, memorable en todos los sentidos. Después ella había seguido otros derroteros. Se decidió por cursar medicina, mientras que él estudió biología. El hecho de quedarse embarazada muy joven la había alejado de los círculos que solía frecuentar.

Mark la miraba con atención mientras la dejaba hablar tranquilamente, casi complacido. Se preguntaba para sí cómo era Diana. Durante aquellas semanas en las que habían compartido aventuras y desventuras, su percepción había dado un giro. Cada vez sentía más curiosidad por aquella mujer que había obligado a su mejor amigo a emigrar a Cambridge. Era una mujer guapa, pero de un modo distinto. No era una belleza de cine, con los ojos grandes y los labios carnosos, ni tenía la imagen lánguida de las modelos enfermizas, sino una gracia serena, clásica. A menudo él la espiaba en el laboratorio, sobre la poyata, cuando ella pipeteaba con precisión los reactivos. A veces fruncía la frente y una arruga le surcaba el entrecejo en un gesto de concentración. De vez en cuando suspiraba sobre un tubo de ensayo, por algún error imaginario. Era una mujer perfecta y exigía perfección. Aquel día estaba esplendorosa, con una camiseta de tirantes que mostraba un escote elegante, de bailarina. A Mark le recordaba una pintura expuesta en la Tate Gallery, The Little White Girl, una joven pensativa vestida de blanco, que apoyaba el brazo izquierdo sobre una chimenea mientras su semblante se reflejaba en un espejo. Recordaba el óleo al detalle porque compró la postal para hacer un trabajo en la escuela, y por este motivo investigó la historia de la joven. La modelo era la amante del artista, James McNeill Whistler. La muchacha mostraba un perfil de escultura griega, como el de Diana, con la melena recogida hacia atrás. Diana podría estar toda la vida en aquella posición elegante y casi mística.

Mark estaba acostumbrado a ser bien visto por el género femenino, aunque de vez en cuando aún se sorprendía, como el día de la fiesta de los Sokolov, con el recibimiento erótico-esotérico de la Gran Duquesa. En general, sentía una atracción inicial que después se diluía en el tiempo. Pero con Diana era distinto. Tal vez fueran los múltiples interrogantes lo que la hacían tan especial. Habían estado juntos en el coche, en el autobús, sintiendo el calor el uno del otro, tocándose la mano por accidente.

Pero ¿qué había detrás de aquella fachada? Muchas capas de revestimiento protector, pensaba él, y una gran inteligencia que le habían enseñado a ocultar. A Mark le gustaba creer que sus encuentros brindaban un aliciente a las jornadas tediosas de ella y, de repente, se sorprendió él mismo preguntándole a Diana directamente qué tipo de relación tenía con su marido.

—Normal —contestó ella, mirándolo con sorpresa.

Él calló unos segundos y después insistió, interesándose por su vida fuera del laboratorio, por si tenía alguien con quien hablar en confianza, alguien que le animara en los momentos difíciles. Y añadió, con media sonrisa, que no se tomara a mal aquella pregunta. ¿Verdad que lo entendía? Durante un largo rato la réplica a la tortuosa insinuación de Mark no llegó. Diana parecía estar meditándola. Al final puso las manos sobre la mesa.

—Soy una investigadora como tú, con una investigación que me ocupa todas las horas. Salgo tarde y el resto del día descanso en mi casa. Pero supongo que te interesa saber cosas más profundas. Como, por ejemplo, si llevo una vida sexual satisfactoria.

Se miraron fijamente, hasta que Mark se disculpó.

—Vale, lo he captado. He vuelto a saltarme las normas.

Aquello era una clara vulneración de las normas, pero él lo dijo con tal tono infantil de protesta que ella se puso a reír y, acto seguido, estallaron los dos en sonoras carcajadas. Una vez rota la tensión, Mark derivó la conversación de nuevo hacia la investigación en la intranet del hospital.

Diana recordó las carcajadas unas horas después, por la noche, estando sola en casa. No tuvo ganas de subir al desván. Prefirió sentarse en el patio, bajo la fresca de la higuera, cuyo fruto despuntaba ya en cada una de las ramas. Se sacó un poco de cena, consistente en ensalada y queso, con lo que solucionaba las noches que Claudi estaba de viaje. Diana había pegado el post-it con el nombre del hotel de Venecia en el calendario de la cocina, encima del miércoles, el jueves y el viernes de aquella semana. Aquella noche lo había llamado. ¿Cómo había ido el día?

¿Se encontraba bien? Dichas preguntas, con cuatro frases informativas sobre el lugar visitado, cerraban la conversación amistosa. Suspiró. Estaba hecha un mar de dudas con Claudi, pero prefería asumir el principio de presunción de inocencia. Cabía la posibilidad de que se hubiera confundido con su visión en Barcelona.

Sacó el borrador de la introducción de la tesis y lo dejó encima de la mesa, al lado del libro de Pinter, que últimamente tenía muy abandonado. Sin embargo, era tanto el calor y la laxitud del momento que no se sentía con ánimos para trabajar. Los ojos se le iban del romero a las madreselvas, y de la glicinia frondosa a las mariposas nocturnas que revoloteaban en torno a la farola de la puerta. Después observó a la gata, que estaba en un rincón del jardín, y sonrió. Siempre que le abría la puerta, Tara corría hasta el fondo del patio y se sentaba junto al muro, con la mirada fija en la pared. El animal recordaba que las lagartijas subían por la tapia por la mañana, cuando daba el sol, y había desarrollado una habilidad diestra con la pata sana que había acabado con más de un reptil. Y ahora era capaz de pasarse horas y horas observando el muro, haciendo guardia, ignorando que las posibilidades de que las lagartijas aparecieran por la noche eran escasas. Parecía una investigadora paciente, obstinada. Como ella misma, como todos sus compañeros. Trabajaban con limitaciones considerables, con la clara percepción de que nunca podrían competir en primera línea de fuego, conscientes de que las posibilidades de hacer un descubrimiento relevante eran mínimas. Y, a pesar de ello, el placer de la investigación en sí mismo era tan grande y las posibles expectativas eran tan gratas que, al igual que Tara, pasarían toda su vida clavados en la poyata, esperando el milagro.

Diana cerró la libreta con un suspiro. ¿Se sentiría sola su gata? Tara se pasaba todo el día encerrada en casa, sin nadie que le hiciera compañía. Seguramente daba una vuelta por las habitaciones, dormía un buen rato, volvía a dar otra vuelta y finalmente se situaba al lado de la puerta, donde siempre la encontraba cuando regresaba a casa. Diana no podría soportar aquella vida desvalida, pensó, pero puede que los gatos no sintieran la soledad como las personas.

Como si atravesara un puente de telaraña neuronal, sus pensamientos volvieron a Mark. Se había saltado las normas, había dicho. Pero era ella la que había flirteado a su manera. Había dado mil vueltas en torno a su amistad con Salva, mostrándose entusiasmada, insinuando intimidades que no habían existido.

¿Por qué no le había confesado que Salva la aburría soberanamente, que sólo sabía hablar de política, que era un tipo al que no le gustaba bailar, ni el teatro ni los animales?

¿Que ella desconfiaba por completo de alguien que no hubiera leído una novela en su vida? ¿Por qué no le había explicado todo eso? Pues por si acaso Mark tampoco soportaba la lectura, el teatro o la música. Y ella quería gustarle. Por eso se había puesto la camiseta de tirantes. Tampoco le había hablado de Claudi cuando él le había preguntado directamente por él.

¿Qué pretendía con aquella historia? ¿Sobrevalorar su persona, ponerlo celoso? ¿Incitarlo a hacer una proposición subterránea que ella después desestimaba con lástima? ¡Oh, Dios mío! La soledad era una enfermedad trágica que te dejaba débil y sin posibilidad de razonar.

Enfadada consigo misma, cogió a Tara, cerró la puerta del patio y subió a la habitación a dormir.

Claudi regresó de Venecia con aspecto cansado y ganas de pasar un fin de semana monástico en Les Roques. Era tal el calor que la gente que no estaba en la playa se encerraba en casa, y ellos, a los que no les iba mucho la arena, prácticamente no se movieron del pueblo. Como mucho dieron algún paseo al caer la tarde, entre los avellanos que aquel año auguraban una buena cosecha. Eso sí, Diana aprovechó para comprar productos frescos a los campesinos. Quería hacer una coca de verduras que había sacado de un libro de recetas de cocina local. Al final del domingo tenía la impresión de que todo había vuelto a la normalidad.

Pero el lunes un pequeño incidente le encendió de nuevo la luz de alarma. Al volver del hospital se encontró con la puerta de casa abierta o, mejor dicho, medio abierta, como si un alma piadosa la hubiera ajustado. ¿Se la habría dejado así por la mañana? Se trataba de una puerta de madera maciza que por su propio peso permanecía indefectiblemente en su posición inicial. Diana era siempre la última que salía de casa y, por tanto, se atribuyó la responsabilidad del olvido. Por suerte, la gata se conocía la plaza de las salidas matinales con su dueña, y si había ido a dar una vuelta, también había sabido encontrar el camino de regreso. Diana estaba fustigándose por su falta de concentración, que explicaba por la dedicación a la tesis doctoral que la absorbía y posiblemente la despistaba, cuando descubrió con sorpresa un vaso de whisky en la mesa del comedor, con los correspondientes restos amarillentos del líquido en el fondo. Quizá Claudi estuviera en casa. Lo llamó por el hueco de la escalera y, al ver que no contestaba, subió a la habitación. No, el maletín no estaba, ni la chaqueta. Todo seguía en el mismo orden en el que lo había dejado por la mañana. Volvió a bajar al comedor y cogió el vaso. No observó ninguna huella en el cristal, ni de dedos ni de labios.

Cuando comentó el suceso a Claudi después de cenar, él le recordó que había tomado un whisky la noche anterior. Seguramente el vaso se había quedado sin recoger sobre la mesa.

¿Y la puerta abierta? Eso era una clara distracción. Diana no se quedó convencida. Podría asegurar que el vaso de whisky estaba limpio dentro del lavavajillas.

Aquél fue un misterio que podría haber constituido una fuente de obsesión para Diana, que siempre daba vueltas a los temas abiertos. Pero quedó completamente eclipsado por el drama que se desencadenó al día siguiente.