11
En aquellos días el trabajo en el sótano 2 se intensificó. Entre otras cosas salió por sorpresa la convocatoria de proyectos de internacionalización bilaterales del ministerio, dedicada a la investigación de colaboración con grupos extranjeros. Como una potente marea, las hojas del BOE arrastraron a los investigadores, principalmente a la Savall y a Mark, a una actividad frenética consistente en llamar a los contactos europeos, reescribir memorias ya existentes, esta vez con orientación «bilateral», mover currículos y buscar firmas. En pleno verano no era fácil dar con personas ni manos dispuestas a firmar. Y justo cuando la cresta de la ola comenzó a ceder, coincidiendo con el plazo para presentar la documentación, Mark recibió la revisión de su artículo, donde identificaba un incremento de la proliferación celular relacionada con la expresión de los receptores estrogénicos. Mark se creía vacunado ante las frases inquisitivas de los revisores, que, protegidos por el riguroso anonimato, a menudo se mostraban prepotentes y otras veces ignorantes; pero en aquella ocasión se sintió agredido no sólo porque cuestionaban la manera de valorar la proliferación, sino porque le obligaban a repetir los experimentos. Después de meditar sobre ello un día entero, cedió a las presiones. Deprisa y corriendo, rehizo la metodología y llevó a cabo una serie de experimentos con las técnicas sugeridas.
Diana, por su parte, tuvo que subir a Barcelona varias veces durante aquellas semanas para aprender el modelo experimental de diseminación de cáncer que había puesto a punto el doctor Grau, su ex jefe de Barcelona. Se trataba de inocular células humanas de cáncer de mama en ratones con las defensas deprimidas, lo que conseguía reproducir el tumor en el animal, algo que a ella le permitiría ensayar la eficacia de los nuevos compuestos metiladores. Para el doctor Grau, el verano era la mejor época del año. Sin clases y con la facultad medio cerrada, podía dedicar más tiempo a dicha investigación. La técnica resultó entretenida, ya que había que inyectar las células malignas de distintas maneras para simular una expansión natural del tumor. El doctor Grau, que era un hombre exigente pero generoso, había ofrecido a Diana todo tipo de colaboración. De hecho, habían solicitado un proyecto conjunto que tenía muchas garantías de salir adelante, dado que el doctor Grau estaba bien situado en los niveles de influencia. Diana confiaba plenamente en él. Durante aquellos viajes también aprovecharon para estructurar los dos artículos sobre el metilador AB-65, en los que había depositado todas sus esperanzas.
Con todo este trajín, la llave misteriosa se quedó en el cajón de los cubiertos durante muchos días, hasta que la tensión se relajó y Diana se la entregó a Mark, junto con la incógnita de la cerradura perdida. Pasaron unos cuantos días y, cuando la paz ya estaba totalmente restablecida en los laboratorios, de repente un día Diana encontró un mensaje sorprendente: primero un post-it amarillo pegado en la mesa con una flecha que señalaba el cajón y luego, dentro del cajón, un sobre cerrado con sus iniciales, «D. C.». Lo abrió presa de la curiosidad. Era una carta de Günev en la que éste le explicaba resumido el resultado de una visita clandestina a la casa de Lucena.
Antecedentes:
a) Dirección: calle Tarongeta, 12. Casa adosada, antigua.
Conseguí entrar guiado por la dueña, a quien hice creer que me interesaba alquilarla.
b) La policía ya la había registrado. Todo estaba en orden.
c) Las maletas estaban dentro del armario, lo que demuestra que no ha sido una huida programada.
d) Ninguna cerradura interesante para nuestra llave.
e) Me llevé algún «recuerdo».
Acababa con cuatro puntos:
f) Tenemos que probar con cerraduras alternativas.
g) Quedamos mañana a las 17 h en El Gallo Alegre.
h) Las cámaras de seguridad son peligrosas.
i) Destruye este documento en cuanto lo hayas leído.
Diana hizo trizas el mensaje. Nunca habría imaginado que Mark, a quien consideraba un investigador serio con un montón de proyectos de excelencia, se obstinara tanto en aquella desaparición, hasta el punto de sufrir una paranoia de espía espiado. Mark le recordaba al protagonista de la última novela de Trevor que había leído: un joven fantasioso, imprevisible, unas veces impulsivo y otras melancólico. Cierto era que desde que habían instalado las cámaras de seguridad en los dos sótanos del hospital, nadie se sentía cómodo. La Savall había sido muy clara con los motivos de la instalación: se trataba de una cuestión de seguridad para evitar el hurto de una serie de aparatos costosos. Y a todo el mundo le pareció lógico.
Mientras se preguntaba qué sería aquello de El Gallo Alegre, Diana reconoció que se sentía intrigada por las pesquisas en casa del técnico, pero sobre todo, y en el fondo de su corazón, conmovida por el hecho de que Lucena hubiera querido dirigirle a ella un mensaje póstumo. A ella personalmente.
El Gallo Alegre era uno de aquellos bares de carretera, situado a pocos metros de la entrada del recinto del hospital. Se trataba de una edificación sencilla de ladrillo con una pérgola en la parte delantera, bajo la cual se repartían algunas mesas de plástico rojo. La mayoría de las veces el bar pasaba inadvertido a los ojos del conductor que circulaba por la vía, ya que quedaba medio oculto entre la parada del autobús de la costa, situada muy cerca, y los camiones aparcados que se detenían a tomar un refrigerio. Mark iba cada mañana a desayunar allí porque, según él, preparaban unos bocadillos de tortilla como en ninguna otra parte, con huevos de la granja vecina, el aceite de la tierra y las manos del propietario del establecimiento, un espécimen taciturno que se contradecía con el ave insignia del local. Aquella tarde el bar se hallaba prácticamente vacío y Diana se sentó al lado de la luna para mirar la circulación de la carretera a través del cristal. El local no disponía de aire acondicionado y la puerta estaba abierta de par en par, como si precisaran oxígeno para respirar. Diana miró el reloj mientras esperaba la llegada de Mark Günev. El investigador se mostraba cada vez más suspicaz y buscaba los lugares más insólitos para intercambiar información. Aquella misma mañana se habían encontrado casualmente en la cámara fría —lugar seguro donde los hubiera, libre de filmaciones de seguridad—, adonde Diana había ido a hacer un listado de reactivos necesarios para la segunda parte del proyecto. Cruzándose la bata con los brazos porque no soportaba el frío, Mark le había hecho saber que tenía una confidente en la fundación. Todo el mundo sabía que la secretaria de gestión de proyectos le dedicaba una larga sonrisa cada vez que se lo encontraba en el pasillo, y él había sacado provecho de ello. Ella le había prometido que probaría la llave en todas las cerraduras posibles cuando se hubieran ido todos. Seguramente sabrían algo aquella misma tarde.
—Perdona el retraso —dijo Mark tras entrar con el casco rojo en la mano y dejar la mochila encima de la silla.
Se le habían complicado las cosas a última hora porque la Savall le había pedido una copia del proyecto de internacionalización que había solicitado y él no estaba dispuesto a mostrárselo. Según él, la coordinadora se extralimitaba en el control de su investigación.
Mark extrajo de la mochila una especie de agenda de una casa comercial que, según él, serviría de diario.
—¿Qué te parece el nombre de PIM? Quiere decir «proyecto intramural».
Así había bautizado el caso Lucena, y las siglas figuraban delante de todo. En la página siguiente había garabateado una especie de objetivos del encuentro bajo el epígrafe «Primera reunión». Básicamente, según contó a Diana, se trataba de definir una manera de mantenerse en contacto con seguridad, sin riesgo de filtraciones. No confiaba en la confidencialidad del correo electrónico, ni en las llamadas internas, y, por otra parte, los móviles no disponían de una cobertura total en el sótano. Lo más conveniente sería utilizar una especie de contraseñas secretas para descifrar los mensajes que presuntamente se escribirían durante la jornada laboral.
Diana lo miraba estupefacta. Nunca lo habría visto capaz de hacer ese papel, un tanto cómico, de detective privado.
Mark le mostró un folio con una tabla de Word en medio, donde figuraban tres supuestos con los correspondientes códigos.
—En la columna de la izquierda la posible situación; en la de en medio, la redacción en clave del mensaje, y en la de la derecha, la interpretación del mismo.
En el primer supuesto ponía «En el caso de que haya información relevante que tengamos que compartir con urgencia», texto que se alineaba con el mensaje «¿Has leído el último British Journal?», o cualquier otra revista, aclaró Mark, y la interpretación correspondiente: «Dentro del ejemplar, que dejaremos en las respectivas mesas, estará la información escrita».
El segundo supuesto, «No hay novedades», conectaba con «Hoja en blanco sobre la mesa con las siglas NHN» y la interpretación «De la información que esperamos, no hay noticias».
Y aún quedaba un tercer supuesto, «Reunión presencial urgente», que se correspondía con «Los reactivos que me pediste llegan (fecha) a las (hora). ¿Puedes confirmarme el recibo?» y la explicación secreta concisa, «Si no hay contraorden, quedamos (fecha) a las (hora) en El Gallo Alegre».
—Y si es muy urgente, un SMS al móvil con la sigla «LLLAP»: «Llamar lo antes posible».
Diana lo observaba preocupada. Estaba segura de que Mark sabía más cosas de las que le había contado. Si no, ¿cómo podía explicarse aquel interés enfermizo? Quiso pincharle con aire burlón.
—¿Y si te envío un mensaje que va de verdad, quiero decir, de trabajo? ¿No se te cruzarán los cables?
Él le remarcó, extremadamente serio, que no estaban ante un proceso banal y que era imprescindible pasar desapercibido. Quizá en aquel momento le pudiera parecer ridículo, pero no lo era en absoluto.
—Las amenazas que recibía Lucena eran de muerte, no debes olvidarlo —repuso Mark, con el semblante completamente ensombrecido.
El hombre del bar trajo dos vasos de Coca-Cola con rodajas de limón y, sin abrir la boca, los colocó sobre la mesa de fórmica. Mark recogió con cuidado las copias que había impreso para Diana por temor a que se mojaran. Después de tomar un sorbo de la bebida, le amplió la información sobre su visita a la casa de Lucena.
La propietaria lo había acompañado por todas las estancias. Mientras ella abría y cerraba las persianas, él aprovechaba para probar la llave. Aparte de las maletas del armario, observó que había platos en el fregadero, limpios pero sin guardar.
—Lo que nos lleva, por tanto, a una desaparición por sorpresa, sin premeditación. Eso, claro está, si lo consideramos un hombre limpio y pulido.
—Lo era —atajó Diana, defendiendo al técnico—. Lucena nunca habría dejado material de laboratorio por lavar.
—La bicicleta también estaba allí, pero sin candado. No pude probar la llave.
Se miraron preocupados. Al final sería simplemente la llave de la bicicleta que, por un descuido, se había quedado perdida en el libro de botánica. La confidente de la fundación tampoco había dado con ninguna cerradura apropiada.
Además, según había comentado a Mark, no existían archivos cerrados. Todos los cajones y archivadores estaban llenos de documentos que circulaban arriba y abajo libremente cada día.
Mark cerró la libreta.
—Paso siguiente —anunció en un tono que quería ser optimista—. Hay otro sitio donde buscar cerraduras: la antigua Clínica Tarraco, donde trabajaba Lucena antes del traslado.
—¿No está cerrada?
—La casa de Lucena también estaba cerrada y bien que he entrado, ¿no? —Mark dejó un espacio de suspense—. ¿Qué te parece si vamos ahora?
—¿Y entrar como unos delincuentes? —Diana sacudió la cabeza, asustada—. No, eso no lo haré nunca.
La antigua Clínica Tarraco estaba situada a dos travesías del cuartel, en el centro de la ciudad. Era un edificio de los años cincuenta, monótono en la estructura, con hileras de ventanas alineadas a lo largo de la fachada principal, que acababa en un patio lateral en forma de pasillo, cerrado con una reja. Un rótulo oxidado con un vidrio blanco agrietado señalaba la entrada de las ambulancias. Junto a la reja había una garita donde se resguardaba el guardia de seguridad.
El coche de Diana estaba aparcado en el chaflán de una calle adyacente, porque al final había cedido a regañadientes. Pero eso sí, se negaba en redondo a entrar en la clínica. Le planteaba un dilema ético.
Mark sabía que el vigilante de noche solía hacer una ronda de reconocimiento por el edificio justo cuando comenzaba el turno, y ése sería el momento oportuno para introducirse por la parte de atrás y dar una vuelta. Había calculado que no tardaría más de media hora.
En aquel momento Diana estaba sentada al volante, nerviosa, mientras Mark leía una revista especializada en hormonas, esperando a que se produjera el cambio de turno.
—¿Tenemos pinta de detectives o qué? —preguntó Diana por decir algo.
Mark dejó de lado la lectura.
—Nadie sabe qué aspecto tienen los detectives. Supongo que intentan mostrar un físico gris y vulgar. Y yo no me considero ni gris ni vulgar —dijo, mirándose la camiseta que llevaba puesta, de color rojo, con el logotipo del club de vela.
Ella vio que llevaba la placa de plata colgada al cuello.
—Ya…
No, no podía disimularlo. Notaba una tirantez manifiesta que se infiltraba por el interior del coche. Pensó que debería desentenderse de aquella visita y marcharse sin más, dejando allí a Mark con sus planes. Pero Mark interrumpió sus pensamientos de huida.
—Ese «dilema ético» del que hablas, ¿es de nacimiento?
—No me gusta meterme en aventuras de este tipo.
—¿De qué tipo?
—Pues una violación de una propiedad privada, ¿te parece poco? Mark le lanzó una mirada de soslayo con una sonrisa contenida que parecía al mismo tiempo benevolente y burlona.
—¿Nunca has hecho nada ilegal? ¿Eres una mujer de principios?
Diana no quiso contestar.
—Seguro que tienes unas normas escritas en alguna parte.
—Pues sí. Tengo unas normas. Habría añadido que no eran unas normas especialmente suyas, sino aplicables a todo el mundo, pero no quiso buscar pelea.
—Juraría que tienes toda la vida planificada, ¡ya lo creo! Seguro que tienes un pequeño organigrama o algo por el estilo.
—No lo dudes.
—Dime qué planes tienes. ¿Vivir tranquila una vida rutinaria, del laboratorio a casa y de casa al laboratorio?
—Pues sí, más o menos.
—¡Qué bien! La familia, las noches calentitas, los hijos…
—¿Qué tienes contra la familia?
—Simplemente, creo que está sobrevalorada.—Mark volvió a coger la Endocrine Reviews y fingió reanudar la lectura—. ¿Alguna afición para los fines de semana?
—Me gusta leer, escuchar música, el teatro…
—Leer, escuchar música…— Mark suspiró—. ¡Qué típico!
—¿Qué tiene de malo?
—Esquivar una vida activa, hacer cosas, implicarse a fondo, por ejemplo.
—A mí me parece que ya hago una vida muy activa —repuso ella con la esperanza de que él reconociera su labor de investigación como «activa».
Pero Mark reaccionó como si no la hubiera oído.
—Te imagino con veinte años más —dijo con malicia—. Es como si te viera.
—¿Sí? A ver.
—Muy bien. —Mark miró por encima de la revista como si estuviera viendo el futuro al final de la calle, al otro lado del parabrisas—. Eres una mujer que no has engordado nada, tienes el cabello blanco, por dilema ético has decidido no teñírtelo. Llevas gafas de leer colgadas sobre el pecho, y un cochecito con un niño pequeño, tu nieto. Tres días a la semana vas a buscarlo a la escuela porque tu hija o hijo te necesita. Los otros dos días de la semana los dedicas a comprar y mantener la casa. Vas aguantando en el laboratorio, pero es pura rutina. Cuatro publicaciones al año, escribir la continuación perpetua del mismo proyecto y echar tus cuentas sobre si vale la pena una jubilación anticipada.
—¡Mira qué bien! —Ahora fue Diana quien suspiró. De manera inesperada, añadió—: ¿Estoy con el mismo marido?
—Me temo que sí. Eres fiel por dilema ético. Sois una pareja crónica, en un hogar confortable, con silencios cómodos, crónicos y confortables.
—No sé de dónde has sacado esa idea de mí, si apenas me conoces.
—Pero sé cómo sois.
—¿Cómo somos quiénes?
—Las mujeres en general.
Mark se calló, como si no quisiera seguir hablando sobre el tema. Pero ahora Diana tenía ganas de pincharle.
—¿Por qué haces esto?
—¿El qué?
—Preocuparte tanto por la desaparición de Lucena. —Tuvo la prudencia de no emplear la palabra «obcecarte», que habría sido más apropiada.
—Yo, como tú, me gano la vida investigando —replicó él, incómodo. Cada día me hago preguntas y me rompo la cabeza para conseguir respuestas. Lo que hacemos en el trabajo también lo hacemos fuera de él, ¿no es así? Somos la misma persona en el laboratorio que cuando salimos por la puerta.
Diana se quedó pensativa.
—Las agresiones que presencié no eran una pelea de niños —recalcó Mark—. Y sospecho que hay un negocio que pone en juego la salud de la gente.
—A mí me gustaría saber cuáles son esas sospechas, concretamente —le pidió Diana.
—Hay médicos que se derivan pacientes de la Seguridad Social a la privada. —Mark hizo una pausa—. Sí, ya sé que no te meten en la cárcel por eso. Pero hay cosas aún más… —Otra pausa, como si buscara las palabras precisas—. Más salvajes. Como los diagnósticos falsos para facturar intervenciones adicionales. ¿Sabías que éste es el lugar del país donde se operan más quistes de ovario?
La severidad de la voz de su compañero la mantenía en vilo. Después de la pregunta se había quedado silencioso, mirando al suelo.
—Y no es una intervención inocua, ninguna lo es.
El tono amargo de su voz hizo estremecer a Diana, quien volvió a sospechar que Mark no le explicaba todo. Pero en aquel momento él, agitado, cerró la revista mientras exclamaba:
—Eh, atención, que llega nuestro objetivo.
Un chico joven, ataviado con un uniforme de guardia jurado, se acercó a la cabina. El hombre de dentro abrió la puerta de cristal para recibirlo. Intercambiaron unas palabras. El vigilante saliente le ofreció un cigarrillo y pasaron un rato los dos juntos en la acera, fumando y mirando en silencio la gente que pasaba por la calle. Al final el hombre de mayor edad se despidió y desapareció. El nuevo vigilante de noche dejó la bolsa bajo la mesa, hojeó supuestamente los informes de los turnos anteriores y finalmente se preparó para abandonar la garita con las llaves en la mano. Mark ya hacía rato que había salido del coche y estaba preparado, con la espalda pegada al muro, para entrar detrás de él. Ambos desaparecieron ordenadamente, primero uno y luego el otro, por una puerta lateral.
Pasaron unos minutos interminables. Diana se notaba ostensiblemente nerviosa. En un momento dado, puso en marcha el motor del coche por si hacía falta darse a la fuga a toda prisa, como en las películas. Pero al final optó por apagarlo y distraerse hojeando, sin mucha atención, la publicación que había dejado Mark. Entre las páginas descubrió con sorpresa un sobre con fotografías antiguas. No pudo resistir la tentación de mirarlas. Reconoció a Lucena, más joven, de soldado, y a su mujer con un vestido de fiesta. En otras salían los dos el día de su boda, con trajes de gala sencillos, sonrientes y felices. Había otra relativamente actual. Aquél debía de ser el «recuerdo» que Mark había rapiñado, dedujo escandalizada Diana. Con un suspiro, las guardó de nuevo en el sobre.
Cuando ya pensaba que no volvería a ver a ninguno de los dos hombres, aparecieron por la puerta lateral. Todo apuntaba a que el vigilante había pillado a Mark. El investigador se movía con dificultad, dolorido, con una mano en la espalda bajo la camiseta roja, mientras del otro brazo lo llevaba cogido el vigilante. Diana cerró los ojos y lo maldijo, a él y a sus inquietudes enfermizas. Cuando volvió a abrirlos, vio que se acercaban al coche.
—Querida, la clínica ya no existe.
Mark le dirigió una mirada elocuente.
—¡Ah —se atrevió a exclamar ella. «¿Querida?»
—Ya le he explicado a Miquel que queríamos hacer una consulta urgente sobre mi dolor de espalda. Dice que se ha trasladado todo al hospital nuevo, el de la carretera.
—¡Ah! —repitió ella en un tono anodino.
—Gracias por la información. Muy amable.
Mark le dio la mano al hombre, añadiendo un apretón de agradecimiento sobre el otro brazo. Luego se metió en el coche, todo tieso, fingiendo no poder agacharse por sus males. Cuando cerró la puerta, Mark le confesó que había sido descubierto cuando recorría los quirófanos.
—Le he dicho que me había perdido. Que había entrado detrás de él para saber dónde estaban las consultas y me había extraviado.
—¿Y se lo ha tragado?
—Sí. Se aburre tanto que le ha encantado encontrar a alguien con quien hablar. Cuando me ha visto la camiseta del club de vela, me ha interrogado a fondo porque resulta que sabe un montón de regatas.
Desgraciadamente, la llave no había dado con una sola cerradura. No había ningún mueble, altillo, armario o cajón. Todo se había trasladado al hospital nuevo, o tirado a los contenedores, si no podía aprovecharse.
—Una lástima —suspiró Mark, abrochándose el cinturón de seguridad.
—¿Y esto? —le preguntó Diana antes de arrancar, poniéndole las fotos en el regazo—. No sé cómo has podido…
Pero Mark, imperturbable, cogió la revista y las escondió dentro.
—Tengo más. Me las miro y luego te las paso.
Ya de vuelta en el barco, Mark bajó lentamente por los escalones de madera hasta la cabina, dejó el portátil y las revistas encima de la mesa y se cambió la ropa por unos pantalones cortados y una camiseta
descolorida. El día se alargaba mucho y aún había suficiente luz para realizar una buena limpieza de exteriores. Cogió el cubo, el cepillo y el jabón líquido. Por una deformación profesional, se había vuelto extraordinariamente minucioso en las tareas de mantenimiento de la embarcación. Se las planteaba con el mismo rigor que un ensayo experimental. Fregó la cubierta y la aclaró con una manguera. Después dio una pasada de aceite protector por la madera de popa. En un ángulo de babor descubrió una zona de la pared ennegrecida por el humo del motor y la frotó enérgicamente con desengrasante hasta que la fibra recuperó el tono brillante. Finalmente vació el cofre de la bombona de gas y limpió con antióxido el cerco que había dejado marcado.
Cuando terminó, se sentía tan sudoroso y agotado como aquel sol rojizo que se ocultaba por el horizonte. Se tumbó pesadamente sobre la cubierta de proa para contemplar los últimos estertores violáceos de luz detrás de las montañas. Aún tuvo un pensamiento de preocupación hacia una picadura leve que detectó en el metal de una pasarela.
Entonces le entró un vacío en el cuerpo que se le esparció por todas las articulaciones. Y comenzó a respirar pesadamente. Se quedó así un rato largo, con las piernas un poco separadas, los brazos estirados a ambos lados y los ojos abiertos. ¿Por qué no le había dicho a Diana las razones que lo movían contra Lluís Nicolás? Quizá pensara que obraba por intereses particulares. Algún día tendría que explicárselo.
De repente, se levantó, fue al lavabo y se mojó la cara con brío. En la quietud de la cabina abrió un cajón y sacó un marco con una fotografía. Era la imagen de una chica, una chica muy joven, morena, con una sonrisa feliz.
No la había conocido hasta que su madre y él habían regresado al país, ella para jubilarse, ya viuda, y él como investigador en el CSIC. Mark era el tipo de joven que había salido con varias chicas. Sí, salía, pero siempre volvía a «entrar», hasta el punto de que se cuestionó si buscaba una relación demasiado ideal, o quizá no había nacido para vivir en pareja. Durante sus primeros meses de estancia en Barcelona solía ir a visitar a su madre los fines de semana a Tarragona, donde ella se había quedado a vivir, ya que era natural de un pueblo del interior. Comían juntos y paseaban por la rambla. En Barcelona, Mark apenas tenía amigos o conocidos. Sin embargo, aquella tarde de finales de mayo su madre tuvo que asistir a un entierro y él se dedicó a pasear por el barrio antiguo, disfrutando de la agradable temperatura que tanto agradecía viniendo del glacial Cambridge. La chica exponía su obra conjuntamente con otros jóvenes en una muestra de arte en la calle, justo en la fachada lateral de la biblioteca. Mark se acercó a su panel, que mostraba la imagen de un gran ojo de perfil que en medio reflejaba un velero distorsionado por la curvatura de la córnea. Le llamó la atención la realización minuciosa del trazo y los tonos oscurecidos, casi dramáticos.
A diferencia de otras chicas que había conocido, aquélla le mantuvo la mirada cuando él, para pasar el rato, le preguntó qué técnica utilizaba.
—Fotografía, pintura y grafiti. Pretendo manipular las imágenes para crear una metáfora visual, añadiendo registros icónicos y conceptuales para descontextualizarlas.
Mark se quedó mudo. Estuvo a punto de preguntarle cuántos años tenía, porque parecía una niña salida de la escuela, con la falda de florecitas arrugada, recitando el verso de Navidad. No era muy alta y tenía una cabellera frondosa que le caía con altivez hasta la cintura. Pero lo que más le impactó fueron los ojos, intensamente azules, llenos de mar y de cielo. Casi hacían daño a la vista. Ella le tendió un tríptico hecho a mano con fotocopias de color de sus obras, donde figuraba el resumen de su currículo artístico. Se llamaba Ona Oms y sólo tenía dieciocho años.
Mark huía más bien de los pedantes del ámbito intelectual y artístico, que lo cohibían con discursos abstractos que era incapaz de entender. Pero aquella chica le picó la curiosidad, y le siguió la corriente.
—Y ahora mismo, este velero,¿cómo queda descontextualizado?
Ella cogió aire y, con una expresión entre divertida y burlona, le explicó —levantando una mano que se cernía frente al panel, una mano que era como la de una criatura— que la percepción visual era un acto constructivo, un hecho cultural, que creaba realidades particulares basadas en nuestras energías. El barco navegando en el fondo de un ojo simulaba una realidad distorsionada por las lentes personales.
La feria de arte se prolongó hasta el fin de semana siguiente, y Mark volvió a visitarla. Había memorizado de principio a fin un ensayo publicado en la revista Exposiciones y Cultura sobre el arte efímero como un vehículo de divulgación y comunicación de ideas. Ella parecía estar esperándolo. Cuando lo vio, despidió a su interlocutor, un chico con bermudas y barba que exponía unos metros más allá y que, según se enteró Mark después, la perseguía de forma insistente. Ona no disimuló la satisfacción que sintió cuando él comentó sus obras utilizando los términos místico- esotéricos que había aprendido fruto de la búsqueda bibliográfica. La chica quedó tan entusiasmada que lo invitó a visitar el estudio que compartía con otros jóvenes en una fábrica abandonada. Puede que fuera aquel universo tan diferente al suyo lo que le fascinó. Sus amigos eran más divertidos que la gente habitual del laboratorio, más desvergonzados e indolentes, cómo no. Allí no había nada neutral, todo proclamaba denuncia y subjetividad. En pocas semanas se hicieron inseparables, también físicamente. Se sentía a gusto con ella. Pero ¿estaba enamorado? No lo tenía claro. La quería, eso sí, pero de una manera distinta. De la manera que ella deseaba, como un juego infantil donde las parejas se hacían y se deshacían sin darle más importancia. Sus padres constituyeron un obstáculo relativo, pues Ona —de hecho, éste era el nombre artístico, pues en realidad se llamaba Elena— estaba y se sentía independizada. Ellos, que aguantaban con forzada tolerancia la vida disipada de la joven, no aceptaron que pudiera tener relación, ni que fuera a medias, con un turco mucho mayor que ella. No había duda de que la negativa de los padres la volvió más rebelde e hizo más sabrosas las noches de fin de semana en la habitación del hostal que Mark alquilaba delante del mar.
Duró muy poco aquella ilusión ingenua e inocente. Ahora sólo le quedaban los recuerdos y la sed de venganza. Pasó el dedo por la placa plateada que llevaba colgada en el cuello que ella le había regalado. Se tumbó en la cama y, con los ojos cerrados, volvió a preguntarse por qué no le había contado a Diana lo que le enfrentaba con el director del hospital.
No era la primera vez que se hablaba del ambicioso plan estratégico para convertirse en un servicio de referencia en cirugía y medicina estética, pero aquella tarde Evarist Figueras se presentó en el despacho de Claudi Mas para improvisar una reunión sobre la formación continuada del equipo.
Había sido después de la visita de Arcelia Céspedes. La joven había pedido la última hora para la visita de control postoperatorio. Había realizado la formación en la gimnasia vaginal y la tonificación con las bolas chinas. Él le recomendó evitar las relaciones sexuales cuando ella le relató algunas molestias residuales mientras cruzaba las piernas en un movimiento que dejó ver por un instante las bragas blancas al fondo de la falda de volantes. Después, ella sacó del bolso un CD que había grabado con rancheras personalizadas y, al marcharse, sin previo aviso, le dio un beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios.
Mientras se preguntaba qué tendría aquella chica que tanto lo inquietaba, recibió la visita de su jefe, que apareció con un dossier que puso sobre la mesa de Claudi.
—Pensaba que tenías una mesa de reuniones —dijo Evarist, comprobando que el despacho estaba tan poco amueblado que le partía a uno el alma.
Se sentaron al otro lado de la mesa, el doctor Figueras echándose hacia atrás, con las piernas estiradas. Como siempre, prescindía de la bata. Vestía una camisa de manga corta azul celeste y una corbata de seda que valía más que todas las que Claudi guardaba dobladas en el armario.
Evarist inició entonces una alabanza confusa de lo que él llamaba «El Plan Estratégico», que debían introducir y consolidar.
—Tú tienes un papel clave en este plan, no hace falta que te recuerde tus compromisos.
Procedió a enumerar las enormes posibilidades que tenían con el Hospital y la Clínica del Mediterráneo como telón de fondo, y con el apoyo en investigación de la Fundación Sokolov.
—Nuestras técnicas deben ser gold-standard, debemos actuar como un task-force, creando escuela. —Evarist empleaba el tono de alguien que tiene que superar una oposición—. Uno de los puntos clave es el reskilling, la formación continuada de todos los miembros del equipo, y aquí tenemos un gap importante.
Con dedos esbeltos, bien entrenados, abrió el dossier y buscó unos folios impresos sobre un grupo de clínicas privadas inglesas y suizas —se refirió a ellas como top-ten— especializadas en medicina estética. La propuesta consistía en llegar a un grado de estrecha colaboración con estas clínicas que permitiera estancias regulares y proyectos de investigación conjuntos. Le pasó la documentación a Claudi. Quería que él se hiciera cargo del tema.
Claudi no alzó los ojos de los papeles impresos. Contenían información de los distintos equipos y de su amplia experiencia con varias técnicas de relleno facial y células mesenquimales. Se tomó su tiempo para leerla un par de veces.
—¿Tienes algún inconveniente?
Con Nicolás había hecho unos tratos claros antes de incorporarse al hospital, pero evidentemente Evarist Figueras era su jefe, un hombre caprichoso que continuamente añadía nuevos deberes a las múltiples obligaciones contraídas por el limitado equipo de cirugía. La rotación de los residentes por las clínicas extranjeras era una necesidad para los objetivos planteados, pero afectaría sin duda al ritmo de trabajo del servicio. Aquella propuesta, para él, tenía un regusto de intromisión.
—Ya sé que te encuentras más cómodo en la cirugía plástica, es comprensible —insinuó Evarist con una observación caritativa, malinterpretando sus reservas.
Claudi lo cortó secamente.
—¿Tenemos que buscar ayudas, becas?
Evarist hizo un gesto con la mano como si el tema de la
financiación fuera aburrido e inconsecuente.
En aquel momento se oyó una señal acústica y Evarist buscó entre la flota de teléfonos móviles que llevaba en la cintura. Leyó el mensaje con la frente arrugada y después, secretamente complacido, extendió los brazos sobre los laterales del sillón.
—Definitivamente, no—exclamó con una carcajada virtuosa—,ninguna preocupación económica. Estamos hablando de medicina privada, de pacientes ricos que se pondrán gustosos en nuestras manos.
Fuera los quebraderos de cabeza crematísticos. No existían ajustes, ni recortes. No para él. Ése era su atractivo singular y una fuente inagotable de fascinación: el hombre que estaba por encima del bien y el mal.
12
El Grito era una cala situada al norte de la ciudad, de difícil acceso y con un fondo de aguas cristalinas. Debía su nombre, según la leyenda, a un hecho sucedido siglos atrás, durante una de las incursiones de los piratas por el litoral: el grito que profirió el capitán morisco en una de sus correrías cuando una muchacha que había secuestrado de una de las masías cercanas le dio un mordisco en la mano para intentar huir. El hombre la degolló allí mismo. La leyenda negra perduró a lo largo de los años y se alimentó de los quejidos que se oían por las noches, especialmente cuando el viento ululaba entre los pinos. Eran unos lamentos conmovedores que los vecinos del lugar atribuían a los pobres desgraciados suicidas que escogían el acantilado contiguo a la cala para quitarse la vida.
Mark había propuesto a Diana la visita a la cala, ya que estaba convencido de que Lucena la frecuentaba a menudo. Podría ser que el propietario del bar fuera amigo suyo, un confidente con el que Lucena hubiera compartido sus preocupaciones. Eso explicaría el regalo del número de lotería. Planeaba coger el autobús que recorría la carretera de la costa, tal como debió de hacer Lucena la tarde de la desaparición. Era un servicio de transporte que básicamente funcionaba durante los meses de verano para trasladar a la gente de los pueblos del interior a las playas. Diana se debatía entre hacer caso a Claudi y olvidar la investigación o, por el contrario, dejarse arrastrar por la actividad frenética de Mark. Primero se había inventado una excusa completamente falsa, como que tenía un compromiso familiar en la ciudad, pero al final cedió. De hecho, sentía curiosidad por conocer la enigmática cala y el perverso acantilado.
Así pues, aquella tarde habían cogido el autobús en la parada de El Gallo Alegre. Habían atravesado un par de pueblos y ahora la carretera se adentraba por las urbanizaciones. Sentada junto a la ventana, Diana contemplaba embelesada el paisaje mientras Mark la miraba de reojo. Aquella mañana Mark se había llevado una sorpresa mayúscula. Salvador Mestre, un investigador afincado en Gran Bretaña desde hacía años, que llevaba una especie de corona de éxito científico permanentemente ceñida a la cabeza, los había visitado. Compañero de Mark en la Universidad de Cambridge, había constituido para él un referente en su carrera. En aquella época Salvador era un doctorando con experiencia en la investigación hormonal y en los tratos dentro del complejo entorno de los laboratorios del Addensbrook. Se habían hecho amigos al coincidir en los cursos oficiales de vela en Weymouth y desde entonces lo había considerado su consultor, casi un hermano mayor. Salvador lo había ayudado en momentos críticos, como cuando aparecieron divergencias de criterio en su promoción interna. Finalmente le había aconsejado regresar a la patria materna con una beca del Gobierno, ya que comenzaban a existir buenas oportunidades para los investigadores reincorporados. Así que ahora, siempre que Salvador viajaba a España por motivos familiares o profesionales, aprovechaban para verse, organizar sesiones científicas, comentar los últimos avances e ir a comer un espléndido arroz al mejor restaurante de la zona. Aquel día Salvador Mestre había sido propuesto por Mark para participar en las sesiones de los viernes como ponente invitado. Sin embargo, antes de comenzar, cuando todavía estaban en el laboratorio, cotilleando sobre la gente de Cambridge, piso por piso y laboratorio por laboratorio, el visitante se interrumpió de golpe, con la mirada fija en el cristal del pasillo.
—¡Anda! ¡No me lo puedo creer! ¿Esa de ahí no es Diana Cladellas?
—¿La conoces? —preguntó Mark, sorprendido.
—Hombre, cómo no. La Supercladellas. Éramos compañeros en la escuela.
Salvador se levantó como un resorte y salió al pasillo a saludarla. Mark los observó intrigado. Vio cómo se abrazaban efusivamente con aire de sincera amistad y, a través del vidrio, oyó cómo se preguntaban riendo por sus vidas, caminos y destinos. Estuvieron bastante rato charlando, hasta que quedaron para tomar un café después de la sesión.
—Ostras, está igual —dijo Salvador al volver al laboratorio.
Mark dejó que le explicara con exhaustividad cómo habían coincidido desde el primer curso de bachillerato, el viaje de COU y las actividades periodísticas en el diario de la escuela.
—¿Así que sois de la misma edad?
—Un año mayores que tú.
—Y eso de la Supercladellas,¿a qué viene? —se interesó Mark.
—Porque era una súper en todos los aspectos.
—¿Súper?
—¡Ya lo creo! Competí con ella durante todo el bachillerato. Hacíamos apuestas por el número de sobresalientes y matrículas. Y no era una estudiosa clásica, no. También salía de marcha. Era un volcán en erupción constante. — Salvador hizo una pausa y lanzó un suspiro—. Y al final ganó ella: la mejor nota de Selectividad. Pudo entrar en medicina y yo no.
Mark lo escuchaba pasmado.
¿Diana, un cerebro brillante? Ella, que se había quedado reducida a unas manos hábiles y poco más.
—¿Cuándo le perdiste el rastro?
—En la universidad intenté continuar la relación, ya te lo
puedes imaginar, yo estaba colado por ella. Pero me enteré de que salía con alguien de medicina. Y después me dijeron que se había quedado embarazada. En fin, que me retiré elegantemente.
Salvador se percató del silencio de su amigo.
—¿Te sorprende? Mark resopló.
—No ha hecho ni el doctorado.
—Pues tengo entendido que se sacó la carrera con buenas notas, pese a tener el hijo entre medio. Y después, al acabar, consiguió una beca del ministerio.
Mark, que no podía imaginarse una Diana carismática y brillante callaba y negaba con la cabeza.
—He leído que hay personas que se sienten orgullosas de su mente pero están entrenadas para disimularlo —le dijo su amigo, como intentando buscar una explicación.
Desde entonces Mark no había podido quitársela de la cabeza.
Pasó del asombro al enfado. ¿Cómo era posible que Diana, teniendo las aptitudes y oportunidades necesarias, hubiera renunciado a todo de aquella manera? ¿Se había convertido realmente en una mujer corriente, que disfrutaba con la vida acomodada y los temas sociales?
¿Se había quedado aferrada a los convencionalismos, las normas y los dilemas éticos? De hecho, no le extrañaba nada: Diana era el producto natural de un matrimonio con un marido que se ganaba bien la vida y de un entorno que priorizaba más el orden social que la libertad individual, y el hándicap de golf que la carrera profesional.
—Ya debemos de estar llegando —comentó Diana mientras observaba cómo los chalets eran sustituidos por bosques de pinos.
El autobús hizo una parada medio kilómetro más allá. Bajaron sólo ellos dos. La cala no era fácilmente accesible. Tuvieron que buscar un camino de ronda a través de un sendero elevado y, una vez allá, seguir las ondulaciones de la costa por un terreno pedregoso, bajando y subiendo entre pinos y matorrales. Al final de un rodeo dificultoso de unos quince minutos, divisaron a unos diez metros de profundidad la cala minúscula con el merendero. Descendieron entre rocas irregulares que hacían de escalera, con la ayuda dudosa de un pasamano de troncos. A aquella hora la cala estaba desierta, aunque hacía una tarde de bochorno, sin una pizca de aire. Era muy pequeña; apenas cabían diez bañistas con las toallas extendidas sobre la arena. El bar era una construcción sencilla que había aprovechado las casetas que se hacían los pescadores para protegerse del temporal. El propietario del establecimiento parecía un ermitaño moderno. Con unas bermudas y el pecho descubierto, les explicó que vivía en la trastienda todo el año ayudado de un grupo electrógeno, rodeado de tiburones disecados, redes de pesca en las ventanas y conchas que forraban las paredes del mostrador. No parecía preocuparle en absoluto la falta de clientes por la dificultad de acceso. Celebraba la llegada de excursionistas, pero también se alegraba cuando se marchaban y podía regresar a su soledad. Lo cierto es que aquella tarde de verano había pocos visitantes, sólo un par de chicos que ya estaban pagando la consumición.
El hombre ya estaba al corriente de las indagaciones de la policía sobre el caso Lucena y no tuvo reparo en contestar a sus preguntas. Todo lo contrario: les sirvió dos bebidas gratis y le guiñó el ojo a Diana. Luego cogió las fotografías que le mostró Mark y reconoció al técnico con facilidad. Lucena solía acudir a la cala con su mujer. La pareja habían sido montañeros fieles y no les asustaban las dificultades de la naturaleza. El hombre acostumbraba a hacerles una fideuá que les encantaba y que devoraban a pie de playa. Desde la enfermedad de la mujer no habían vuelto a pasar por allá, y aquella tarde fatídica recordaba que Lucena no tenía muchas ganas de hablar. Simplemente le hizo saber la muerte de ella y después paseó un rato por la orilla. Al despedirse de él, el hombre le regaló el cupón de la suerte. La hora no podía determinarla. Era por la tarde, o quizá ya anocheciera; con lo del tiempo era un desastre. Se guiaba por la salida del sol y aquella tarde estaba nublado. Mark insistió en si alguna vez le había hecho partícipe de sus preocupaciones, pero el hombre lo negó con toda sinceridad.
Así que Mark y Diana decidieron subir al acantilado para acabar la visita. No se trataba tanto de buscar pistas, que seguro que la policía ya había rastreado, como de poder imaginar los posibles hechos. Para llegar a la punta tenían que seguir el trayecto opuesto al que habían recorrido a la ida, por el otro lado de la cala. Volvieron a encontrarse con empinadas escaleras excavadas en la roca y caminos pedregosos. Tardaron unos quince minutos en escalar la cima, Mark por delante, Diana detrás. En un momento dado, ella resbaló con la arena del suelo y él la cogió por el brazo para ayudarla a recuperar el equilibrio. Diana quiso entonces pasar delante, pues confesó que así se sentía más segura. Mark pudo observarla todo el rato, con la goma verde manzana que le sujetaba la trenza, apartando los matorrales con una rama a modo de bastón. Los pensamientos recurrentes volvieron a su cabeza. Qué distintas eran sus trayectorias profesionales… Ella, con una procedencia social cómoda, estudios brillantes, contratos casi automáticos y, de repente, un declive, una pendiente inexplicablemente continua, hasta llegar a la nulidad. Él, por el contrario, partiendo de una base precaria, hijo de inmigrantes en un país todopoderoso, había conseguido superar las adversidades con miles de horas de estudio y arañando ayudas del Gobierno y becas; y ahora, finalmente, gozaba de un reconocimiento conquistado gracias al esfuerzo.
—Ya estamos. El camino se acaba —anunció ella, girando un poco la cabeza.
Cuando llegaron arriba del todo, el sol se había ocultado y reinaba un silencio aterrador roto únicamente por el bramido del mar, muy tenue, al fondo del precipicio.
Mark se secó el sudor de la frente con el bajo de la camiseta.
—No me imagino a Lucena caminando por este terreno pedregoso con su asma y sus chancletas —exclamó Diana con el aliento entrecortado mientras se sentaba en una de las rocas con el palo en una mano y el bolso en la otra.
—Y la policía no ha encontrado ni la mochila ni las chancletas.
Mark exploró el extremo del altiplano. Descendió con cuidado entre los matojos hasta el punto donde el lanzamiento habría sido efectivo. Mirando hacia abajo, se fijó en que el risco en ningún momento era una vertical perfecta, sino que estaba sembrado de rocas que sobresalían aquí y allá en el descenso. La caída difícilmente habría sido directa sobre el mar; el cuerpo se habría golpeado antes contra las piedras de la pared escarpada, posiblemente dejando señales de sangre, arrastre de tierra
y ramas partidas. Mark respiró a fondo el aire del mar. Oyó que Diana se acercaba con precaución y se volvió para ayudarla.
—¡Cuidado! La cogió por las manos e hizo que pasara delante de él y se encarara directamente al vacío.
—Espero que no tengas vértigo.
Diana no tenía miedo a las alturas. Más bien era un espectáculo ver la masa de agua allí abajo, como una superficie oscura infinita, con olas minúsculas que batían contra las rocas y gaviotas volando bajo entre graznidos siniestros. ¿Cómo se sentirían aquellos desdichados que decidían dar el paso adelante? ¿Respirarían a fondo la fragancia marina, cerrarían los ojos, oirían el rumor lejano del mar, dedicarían un último pensamiento a los seres queridos que tanto llorarían su acto? Eso sí que la impresionaba. Le vino a la mente el ahogado del tanatorio. Se lo imaginó flotando en el mar, con la ropa inflada por el agua y el cabello moviéndose junto a la cabeza, con aquel color negro en la piel y la boca abierta, buscando aire para los pulmones.
Cruzó los brazos sobre el pecho profundamente angustiada. La infinita caída estaba allí mismo, a sólo un paso o un resbalón. Reculó hasta la roca donde habían dejado las cosas y se sentó. Mark se quedó al pie de precipicio.
—Es difícil que se tirara sin dejar ningún rastro —gritó.
Diana cavilaba, mirándose las zapatillas deportivas.
—Es probable que primero fuera al hospital y luego viniera aquí. Por el laboratorio pasaría a las seis, o seis y media. Parecía más tarde porque era viernes y no quedaba nadie.
—Y también pudo ser al revés. Todo es posible. Hay un autobús cada media hora. Hasta muy tarde.
Permanecieron en silencio un buen rato. Mark se dedicó a coger piedrecitas para arrojarlas por el acantilado y observar su recorrido hasta perderlas de vista. La luz se había vuelto extrañamente azulada y, con el calor, los arbustos desprendían un olor seco y fragante. Pasados unos minutos, Mark se acercó a Diana.
—¿Cómo ha ido el café con Salva?
Ella parpadeó como si despertara de un sueño.
—¡Ah, bien! —Reflexionó unos segundos—.No sabía que fuerais amigos.
—Yo tampoco conocía vuestras aventuras en la escuela.
Diana esbozó una sonrisa y volvió a sumergirse en sus pensamientos.
Mark tenía ganas de desembuchar y no paraba de dar puntapiés a una piña que había en el suelo.
—O sea, que eres un crac en los estudios.
Diana se encogió de hombros.
—No lo niegues —insistió él, mirándola de reojo—. Me lo ha explicado él bien claro.
—¿Y qué tiene de particular? Mark se quedó mirándola desconcertado.
—Sacaste la mejor puntuación de la Selectividad. —Hizo una pausa—. Y la carrera con buenas notas.
Diana levantó la cabeza, intrigada por el tono polémico que estaba adoptando él, que ahora incluso gritaba, de espaldas al abismo.
—Y conseguiste una beca del ministerio. Eso en cuanto acabaste la carrera.
—No sé qué sentido tiene sacar a relucir mi currículo aquí en medio.
Mark, enfadado de verdad, soltó una risotada cáustica.
—¡Pues que de eso hace muchos años!
Diana, de pronto, se puso de pie.
—No sabes nada de mi vida.
—No, pero me la puedo imaginar. Te relajaste —le reprochó Mark, acercándose a ella poco a poco.
—Tuve una hija y tuve que cuidar a una madre enferma. Son los obstáculos naturales de la vida,¿no te parece?
—No —la atajó Mark, decidido—. Las mujeres que trabajan los superan con éxito.
Diana guardó silencio. Recogió el bolso y se lo colgó en bandolera sobre el pecho con energía.
—Pues seré una tiquismiquis de clase media, seguro que es eso lo que piensas. Pero yo no me arrepiento de nada.
Diana comenzó a descender por el camino pedregoso, apresurándose como si llegara tarde a una cita. Mark la observaba con una arruga de desconfianza en la frente. Luego cogió la piña del suelo, se acercó de nuevo al precipicio y la lanzó al vacío.
Diana regresó al hospital a por el coche, que había dejado en el aparcamiento. Se despidió educadamente de Mark en El Gallo Alegre, donde él tenía la moto, y se dirigió a la entrada del recinto sanitario. Habían hecho el trayecto de vuelta en silencio, él con cara de aburrimiento y ella herida por las insinuaciones de su compañero. Ya era la segunda vez que le echaba en cara que era una «señorona» acomodada y aburrida, todo lo contrario de lo que ella se sentía.
Había trabajado de jovencita, hasta en el primer año de carrera. Nunca había dejado los estudios, ni cuando tuvo a Sandra, ni después en el laboratorio. Si no hubiera sido por la enfermedad, la maldita enfermedad, habría acabado la tesis doctoral y ahora estaría disfrutando de un estatus estable. Quizá no tan glorioso como el de él, pero habría sido una investigadora digna de cualquier instituto de investigación.
Mientras atravesaba la carretera oyó la moto de Günev al incorporarse a la calzada y cómo el rugido del vehículo se fundía con el ruido de fondo del tráfico. Mark debía de ser de aquella clase de personas a las que el infortunio marca a fuego, pensó Diana mientras caminaba por la cuneta. Son individuos mártires del sistema, de la vida, de sus desventuras, y ese sentimiento les confería el derecho a ser arrogantes, incluso crueles, con los que no habían sufrido como ellos.
Reconfortada por esta constatación, entró por la puerta de los peatones que daba directamente al bosque de pinos. Era casi de noche, y las farolas ya se habían iluminado. Cuando se dirigía al aparcamiento, notando el asfalto blando y caliente a través de las suelas de las bambas, se fijó en una niña que estaba sentada en un banco de madera, en una zona lateral ajardinada con parterres de flores y mobiliario urbano. La criatura era muy pequeña para estar sola, sin la compañía de un adulto. Pero sobre todo le llamó la atención el aire pensativo de la niña, con las piernas inmóviles colgando del banco, las manos cogidas a un envase de zumo sobre el regazo y el perfil fijo en el edificio de enfrente. Le recordó al instante una fotografía que tenía de su hija, un día que se negaba a mirar a la cámara. La misma actitud obstinada, el mismo cabello liso y los mismos ojos clavados fuera del objetivo. No pudo contenerse y se acercó a ella.
—¡Hola!
La pequeña la miró, pero no le respondió.
—¿No está por aquí tu madre? Diana siguió sin arrancarle una sola palabra. La niña se limitaba a abrir unos ojos azules y grandes. Puede que fuera sorda o sordomuda.
—¿Estás sola?
En este caso la niña contestó algo ininteligible. Parecía inglés.
Entonces Diana habló en dicho idioma y repitió las preguntas: ¿estaba sola? ¿Quería que avisara a alguien?
La pequeña le respondió también en inglés. Estaba con una enfermera. Le señaló con el dedo una mujer de mediana edad con un pijama blanco que, unos metros más allá, estaba charlando con un conductor de ambulancia.
—¿De dónde eres, cariño?
—De Moldavia.
Claro, era uno de los niños de la ONG Sokolov, los mismos que había visto en la playa. Entonces se fijó en que vestía aquella especie de uniforme con el polo blanco y los pantalones cortos azul marino.
—Estás de vacaciones, ¿verdad?
La niña asintió con la cabeza.
—¿Te gusta el mar, el sol?
La pequeña volvió a decir que sí con la cabeza.
—¿Y cómo es que estás aquí con la enfermera? ¿Dónde están los otros niños?
—Han ido de excursión — respondió la niña en voz baja, inclinando la cortina de su cabello liso.
—¿Y tú?
—Tengo fiebre.
Diana se sentó a su lado, le tocó la frente con la palma de la mano y después le tomó el pulso. La niña se quedó mirándola con interés.
—¿Eres médico?
—Sí, pero no atiendo a enfermos. Yo investigo, ya sabes. Ratas, ratones.
—¿Eres médico de ratas? Diana la miró perpleja. Nunca la habían llamado así.
—Pues sí, señora, eso mismo.
¡Muy bien!
Una chispa de triunfo iluminó por un instante la cara de la niña.
—Intento curar a los animales, y así después sabemos más cosas de las enfermedades de las personas.
—¿Y les pones inyecciones?
—Sí, y tanto. Y los operamos, les analizamos la sangre, les sacamos…
Diana enmudeció. Estaba extralimitándose. ¿Qué iba a contarle? ¿Que les sacaban todos los órganos y después los incineraban?
—¿Y les hacéis daño?
—Intentamos que no sea así.
—¿Y son padres o hijos?
—Normalmente son ratones adultos, aunque de tamaño parecen muy pequeños.
—¡Pobrecitos!
—Gracias a ellos tenemos las medicinas.
Como la niña dejó de hacer preguntas, Diana decidió cortar aquella conversación que estaba llevándola por un camino tortuoso. Miró a su alrededor. La enfermera tenía una botella de agua en la mano y de vez en cuando tomaba un sorbo acompañado de una mirada rápida a la niña. Era ya tarde y las farolas iluminaban tenuemente el pequeño jardín. Hacía una temperatura canicular y ni siquiera la ausencia del sol había conseguido refrescar el ambiente. La pequeña llevaba un rato acariciando con la punta de los dedos el bolso de colgantes de Diana, que descansaba sobre el banco. Seguro que no había visto nunca uno como aquél.
—¿Cómo te llamas, cielo?
—Irina Marinutsa —recitó la pequeña con orgullo.
—Muy bien, Irina, yo me llamo Diana. ¿Cuándo vuelves a casa?
—Después de la fiesta de la señora Olga.
Ah, cómo no, Olga Sokolov, la patrona de la ONG y la fundación.
Posiblemente había asistido al Journal Club porque estaba en la ciudad por los niños. Ahora recordaba que lo habían publicado los periódicos y las revistas del corazón.
—¿Te gusta la señora Sokolov?
—La señora Olga es muy buena con nosotros, nos quiere y siempre nos cuidará.
Recitaba las frases en un tono tan afligido, como quien ya está aburrido de este mundo, que Diana se puso a reír. Ahora parecía más animada y miraba el envase de zumo que aguantaba con las manos en la falda. Se acercó la caña de rayas a los labios.
—¿Quién es tu mejor amiga? —le preguntó Diana, sabiendo que éste era un tema crucial para las niñas de su edad.
—¿Aquí o en casa?
—Aquí.
—Supongo que Nadiuska — respondió la pequeña después de mirar hacia el pino de enfrente, como consultando un catálogo de rostros infantiles.
Acto seguido, sorbió ruidosamente el cartón de zumo vacío.
—¿Y tú? ¿Quién es tu mejor amiga?
—¿Aquí? —preguntó Diana sin darse cuenta de que seguía el mismo juego.
—Sí.
—Pues no lo sé…
Diana fingió dudar entre dos o tres personas, pero lo cierto es que
no sabía qué decir. No tenía ninguna amiga. De hecho, era una bobada, podía decir cualquier cosa. Aquella niña extranjera no le buscaría las cosquillas. Le podría haber hablado de su hija, Sandra, con la que hacía días que no hablaba, de Matilde Savall, que era su mejor enemiga, de la vecina del pueblo…
Cuando se volvió, aún sonriente, se encontró con el semblante triste de la niña, como si de repente hubiera entrado en una especie de trance. Diana escudriñó en silencio aquel rostro infantil, con la boca apretada y la mirada extraviada. Y casi se sorprendió cuando finalmente los labios se movieron en un murmullo.
—Y después los matáis, ¿verdad?
—¿A quiénes?
—A los ratones.
Diana advirtió un ligero temblor de pánico en el tono de voz de la pequeña y profirió una maldición en voz baja. Estaba claro que había metido la pata.
—Depende —mintió.
—¿De qué?
—De si se curan… —volvió a mentir.
—¡Ah! —exclamó Irina, deslizándose lateralmente en el banco para acercarse más a Diana.
Pobre niña, no hacía más que complicar las cosas. Diana sintió la necesidad de ser generosa con ella. Quizá le gustara el pisapapeles de cristal que tenía encima de la mesa, con el ratón dentro.
Afortunadamente, la enfermera se aproximó y Diana se puso de pie para saludarla y presentarse.
—¿Todos los niños hablan inglés? —quiso saber Diana.
—La ONG es inglesa y su pretensión es que los niños reciban formación en este idioma. —Y, acariciando el flequillo de Irina, la enfermera añadió—: Ella lo habla muy bien porque vive en un orfanato de monjas inglesas. Se ha criado allá. No tiene padres.
—Es muy espabilada —opinó Diana con una sonrisa.
—Y muy aplicada —añadió la enfermera. Y, cambiando de idioma para dirigirse a la pequeña, la alabó diciendo que era la que mejor hablaba inglés.
Irina bajó la vista y respondió modestamente que aún había tres canciones inglesas que no sabía. Ellas volvieron a reír.
—¿Tiene fiebre?
—Una virosis de verano —le informó la enfermera—. Venga, Irina, vamos a la habitación. —Y, tendiéndole la mano, le dio a entender que el paseo ya había finalizado.
Pero fue la mano de Diana la que buscó la niña para bajar del banco y, cuando ella se agachó para darle un beso, la pequeña la rodeó con los brazos. Diana sintió la ternura de aquellos bracitos delgados, de aquel cuerpo frágil. Al acariciarle el cabello y percibir su olor a jabón, le vino el recuerdo de su hija, cuando Sandra era pequeña y ella aún formaba parte de su persona, como un apéndice de su cuerpo.
La niña le estiró de la mano mientras señalaba el edificio de la fundación. Diana preguntó entonces a la enfermera acerca de las posibilidades de hacer un voluntariado en la organización. La mujer enseguida la animó a hacerlo. Era un trabajo agradecido, el contacto con los niños era muy satisfactorio y además ella hablaba un inglés correcto. La acompañaría en aquel mismo instante a buscar el formulario al despacho. Tomaron el sendero hacia el edificio antiguo mientras Irina, contenta y emocionada, se balanceaba entre las dos acompañantes cogida de las manos.
La ONG, que venía a ser como una residencia infantil, estaba situada en el módulo norte, junto a la fundación, y se accedía a ella por la puerta en la que descargaba el camión el último día que Diana había estado por allí.
—Veo que ya han acabado las obras.
—Hace una semana. Es una suerte, porque pasar por aquí con los niños, todo lleno de fango, era realmente peligroso y antihigiénico.
La enfermera se ofreció amablemente a bajarle el formulario y pidió a Irina que se despidiera.
—¿Quieres que te traiga de recuerdo un ratón de mentira?
Irina iba a aceptar, pero como si recordaba algo buscó la mirada de consentimiento de la enfermera.
Después asintió y se despidió.
Diana se quedó esperando en el vestíbulo. Con aire distraído, dio un repaso visual a la nueva decoración. La entrada estaba cerrada con dos hojas de vidrio y por fuera se habían conservado las antiguas puertas de madera. En el interior, la estancia se había remodelado por completo: suelo de cemento pulido color arena, paredes revestidas con paneles de madera clara a tono y una iluminación con focos indirectos orientados hacia arriba para alumbrar un techo muy alto, seguramente el original. La señalización era funcional, con unos rótulos metálicos donde se informaba de los distintos accesos: a la derecha se indicaba la entrada al módulo de la ONG, y a la izquierda se anunciaba la existencia de «salas de reuniones».
Cuando salió al exterior para observar la fachada rehabilitada, notó que algo no le cuadraba del todo. Volvió a entrar y repasó la señalización: a la derecha, la ONG Sokolov; a la izquierda, salas de reuniones. Había una tercera puerta donde se leía «Privado». La abrió con cuidado. Vio una rampa que descendía, describía un ángulo de cuarenta y cinco grados y desaparecía en la curva. El día que había ido allí a entregar la solicitud de becario, el lugar estaba todo enfangado, y un camión descargaba unos congeladores. Eran unos congeladores grandes, de menos ochenta grados. ¿Dónde habían ido a parar? Con poca probabilidad, a las salas de reuniones. Con menos probabilidad aún, a la ONG infantil. Así pues, ¿dónde estarían? Posiblemente en algún sitio al final de aquella rampa. Entonces le vino una imagen a la mente, fulgurante como un rayo, nítida como la proyección de un fragmento de película. Los congeladores que descargaban aquel día llevaban una etiqueta en la base, en la parte lateral. Era una etiqueta de color azul, y habría jurado que en ella ponía el nombre de la Clínica Tarraco.
13
El personal del hotel César Imperial estaba absolutamente orgulloso de albergar al matrimonio Sokolov cada vez que éste visitaba la ciudad. Se trataba de un establecimiento de la máxima categoría, situado en el centro de la ciudad, pero rodeado de un jardín boscoso que lo aislaba por completo del ruido de la circulación. La piscina de agua salada simulaba una playa natural con rocas y arena y también sombrillas de paja y un césped que se extendía hasta el horizonte. A un lado, un emparrado de buganvillas con un servicio de bar ofrecía un refugio refrescante, con cómodas butacas de caña. Los mecenas ocupaban la suite presidencial, un apartamento de lujo en el último piso del edificio. Con una terraza magnífica, dos habitaciones, un salón y una zona de servicio propia para el personal de seguridad y administrativos, aportaba todas las comodidades que podían precisar en la ciudad. Además, la dirección había realizado mejoras para que el matrimonio pudiera gozar de una privacidad absoluta. Cuando Olga Sokolov se alojaba en el hotel, se convertía en una persona prácticamente invisible. Ordenaba que le sirvieran las comidas en la habitación, tomaba el sol en la terraza privada y se bañaba en su jacuzzi. Rara vez disfrutaba del jardín, o de la piscina. Subía y bajaba por un ascensor privado, salía por una puerta lateral y se camuflaba dentro de un van negro blindado en los desplazamientos por la ciudad. Sólo utilizaba el hall y los jardines para las ruedas de prensa, y era entonces cuando los huéspedes podían presumir de haber coincidido fortuitamente con ella.
Aquel viernes de plena canícula el salón principal del hotel se preparaba para recibir la fiesta de despedida de los niños Sokolov, que era como familiarmente se llamaba a los visitantes de la ONG. Se había escogido para la celebración el salón del Centurión, que abría sus ventanales a la amplia terraza sobre el jardín y que normalmente se destinaba a bodas y banquetes. La señora Sokolov había dado instrucciones a través de su asistente personal, la señora Ivanova, para que la fiesta fuera a su gusto, es decir, muy inglesa: mesas con velas, centros florales exuberantes situados en las esquinas y un escenario a medio metro de altura donde se realizarían los parlamentos, se agradecerían las donaciones y, al final, en un acto emotivo, subirían los niños en dos filas y dirían adiós con las manos, acompañados de un fondo musical. Olga Sokolov rehusaba cualquier alusión a banderolas, farolillos de papel o pirotecnia de fin de fiesta, que consideraba de pésimo gusto.
—El séquito de la presidencia llegará en diez minutos, el acto comenzará a la media en punto y acabará con la música y el brindis —repasaba la señora Ivanova sobre e l planning que llevaba en las manos—. El bufet frío se servirá a las nueve, y el caliente, veinte minutos más tarde. Los informes del tiempo son excelentes, de modo que podremos aprovechar las mesas exteriores.
Se dirigía con elocuencia al jefe de sala del hotel, que, vestido impecablemente de negro, atendía las órdenes con semblante rígido y la mirada al frente, como si fuera un militar. La señora Ivanova, de complexión gruesa y con una sonrisa permanente en el semblante, era traducida párrafo por párrafo por la monitora pelirroja, responsable de los pequeños. Ambas mujeres iban con un traje pantalón discreto azul marino con una camisa blanca. La cena se había organizado como un piscolabis, con sillas y mesas distribuidas ordenadamente por la sala y, para un segundo momento, también por la terraza. La iluminación debía ser homogénea y tenue, con la excepción del escenario, donde el emblema de la fundación sería retroproyectado en un lado. Durante la cena se pasaría una fotocomposición con instantáneas de los niños, combinando imágenes cotidianas con otras de las actividades de la estancia.
Todos aquellos preparativos habían dado lugar a un ambiente lujoso y sofisticado que hacía que los asistentes del mundo sanitario se sintieran un poco cohibidos al atravesar las puertas del salón. En un rincón del escenario, Nicolás fingía escuchar a López-Ambrosio y su señora, que le explicaban los insulsos detalles de la boda de su hija, a la cual, lamentablemente, le había resultado imposible asistir. Nicolás, que nunca había sido capaz de recordar el nombre de la mujer. —¿Teresa? ¿Pilar, quizá?—, con aquella mirada bovina y fiel, optó por aprovechar el tiempo y hacer un cálculo aproximado de los asistentes al acto. En un primer repaso detectó a los administrativos y a todo el personal contratado por la fundación —a excepción de una baja disculpada—, tanto investigadores como técnicos. Del hospital había conseguido una representación mínima pero significativa de los jefes de servicio y los adjuntos más implicados en la gestión. La enfermería se había mostrado inexpugnable. Finalmente, con una brillante gestión de última hora a través de una reunión urgente con la responsable, había salvado la cuota presencial con la asistencia de la mayor parte de las supervisoras. Para el resto del personal con sueldos modestos y sin dependencia contractual con la fundación, el elevado coste de la entrada —con el cincuenta por ciento de donación a la causa incluida— tenía un carácter disuasorio. Pero aun así se sentía satisfecho. La sala estaba completamente abarrotada gracias a la contribución adicional de las distintas instituciones de la ciudad, como la Cámara de Comercio, el Círculo, la Asociación de Comerciantes y políticos municipales de primera y segunda fila.
—Le preguntaba si ha recibido la vela y el espejito de recuerdo. Lo enviamos hace ya una semana,¿verdad, cariño? —repitió, solícito, López-Ambrosio.
Nicolás se quedó confuso un instante, ya que en aquellos momentos su mente estaba controlando la llegada de los asistentes, pues faltaban sólo cinco minutos para comenzar. Sí, afirmó, y lo agradeció con una sonrisa evasiva. En aquel momento vio que entraba su esposa, Marta, acompañada de Arcelia. La joven se había vestido más discretamente que de costumbre, pero seguía teniendo un aspecto espectacular, con un vestido negro ceñido y el cabello recogido tirante hacia atrás. La casualidad había querido que congeniara con su mujer. Con previsión inteligente, él se la había presentado como una sobrina lejana que se había instalado en la ciudad, y Marta, por alguna razón dudosa, estaba acaparándola de forma alarmante. Además, al parecer habían coincidido en el hospital, en la consulta de Mas, y habían intercambiado cuatro palabras. Después se había sucedido una serie de invitaciones a cenar, pasar la tarde y mirar fotos familiares (sesión de alto riesgo por el falso parentesco que los relacionaba), y en aquella ocasión Marta le había insistido para que se dejara invitar por ellos a la gala Sokolov. Nicolás, que todavía simulaba escuchar a López-Ambrosio, la saludó con la mano y después hizo girar el dedo índice en espiral para darle a entender que se verían más tarde. En aquel momento entró en la sala Evarist Figueras, cuya presencia desencadenó una movilización de todas las mujeres y también de los hombres hacia él. Era un hombre solicitado y buscado socialmente. Solía aparecer sin pareja ni amiga o acompañante, pero reivindicando siempre su particular versión del buen gusto en el vestir, con un punto de excentricidad. Aquella noche iba completamente de blanco, lo que contrastaba con su piel morena y su cabello elegantemente cano.
Nicolás aprovechó para excusarse con el matrimonio López- Ambrosio y bajó del escenario para secuestrarlo un rato y mostrarle la sala del hotel.
—¿Qué? ¿Qué te parece?
El director le hizo admirar el magnífico suelo de mármol negro reluciente como un espejo, la prestancia de las mesas elevadas como tallos esbeltos y la atención profesional de los camareros, vestidos con faldones oscuros muy modernos. Después lo condujo a las vidrieras para enseñarle el jardín primorosamente arreglado, con el césped impecable, el porche de diseño y los toldos blancos regulables.
—Imagínatelo para la cena de clausura del congreso. Todo perfectamente organizado. ¿Has visto al fotógrafo?
Nicolás le señaló el patio que precedía al salón, con unas enormes macetas de lirios blancos, donde se invitaba a los asistentes a fotografiarse delante de un panel iluminado con el logotipo de la fundación.
—Todos recibirán la instantánea como recuerdo. Un detalle. El equipo de fotografía es mucho mejor que el de las recepciones del ayuntamiento. Y ya verás que los bufets no tienen comparación. El caliente es una maravilla.
—Supongo que la secretaria de los Sokolov es la culpable. Tiene un gusto exquisito.
Ambos reconocieron que tanto la asistente como la monitora formaban un equipo de una eficiencia absoluta y las observaron, al lado del escenario, dando instrucciones al técnico de sonido e iluminación.
En aquel momento se inició el servicio de un combinado de vodka ruso y arándanos, de un tono rojizo intenso, que había sido creado expresamente para la ocasión. Nicolás levantó un dedo y un camarero se acercó de inmediato.
—Quiero que lo pruebes. Está en su punto: bien frío y con un toque amargo.
Nicolás tomó un trago y lo paseó un rato por la boca.
Mientras bebían el cóctel purpúreo a pequeños sorbos, los dos hombres examinaban a los asistentes.
—Para eso sirven estas fiestas, para que la gente haga el paripé de que es feliz. Fíjate, han sufrido los recortes más fuertes de la historia, cenan patata hervida cada noche y explotan a los abuelos como canguros, pero se compran el coche de marca y viajan regularmente a alguna ciudad más o menos exótica. Una generación arrogante y malcriada.
—Es la etiqueta contemporánea —concedió Evarist, sin ganas de entrar en aquella conversación.
—Por mi parte, no tengo ningún inconveniente en que se distraigan. Todo lo contrario. Si los vientos soplan a nuestro favor, no sufriremos ningún temporal.
Justo entonces los ojos de Nicolás toparon con la figura de Diana, que en aquel momento posaba junto a Claudi para la fotografía de rigor.
—Aunque a veces los huracanes llevan nombres femeninos.
—Es una mujer encantadora —exclamó Evarist en tono afectado después de seguirle la mirada.
Nicolás lanzó un suspiro.
—Sí, Diana es fantástica. Excesivamente… —Se interrumpió unos segundos mientras admiraba sus relucientes zapatos—. ¿Idealista, quizá? Diana llevaba un vestido ibicenco acompañado de un chal de flores y Claudi iba de punta en blanco con un pantalón claro y una camisa azul marino. Enseguida se acercaron a ellos. Después de una ronda de apretones de manos y los besos subsidiarios a Diana, Nicolás la cogió afectuosamente por los hombros.
—Me alegro de que hayas podido venir.
Diana asintió, adivinando que Claudi no le había asegurado su asistencia hasta última hora. De hecho, cuando su marido le había recordado la fiesta, se había resistido a ir. En aquel tipo de actos él se dedicaba a pescar contactos políticos y ella se quedaba colgada, vagando por la sala, cogida a la copa como si fuera una tabla de salvación. Claudi le había hecho ver que justamente en aquel caso era imprescindible su presencia, ya que ella formaba parte del personal contratado por la fundación y tenían que quedar bien. Además, asistiría su tío en representación de la consejería. Diana, en el fondo, se sentía incómoda. Sufría una especie de remordimientos por investigar la desaparición de Lucena, en contra del hospital… y de los intereses de Claudi, precisamente.
En aquel momento Evarist se excusó al ser reclamado por el presidente de la Cámara de Comercio y un minuto después Nicolás hizo lo propio para recibir a las autoridades que ya entraban en el salón. Las luces del escenario se encendieron y el alcalde, con un traje oscuro que resaltaba aún más su palidez espectral, subió solemnemente conducido por el director del hospital. Gracias a un intercambio de palabras que retransmitió involuntariamente el sistema de amplificación, los asistentes se enteraron de que no hacía falta esperar a la señora Sokolov, que tenía programada su aparición en el momento de la donación del cheque del ayuntamiento. Así pues, Nicolás dio la bienvenida oficial al acto y enseguida cedió la palabra al alcalde. En su discurso, el jefe del consistorio recordó a los presentes la llegada venturosa del matrimonio Sokolov a la ciudad y, con un lirismo insólito, invocó la imagen de unos ángeles benefactores sobrevolando el municipio que con sus enormes alas protectoras habían hecho surgir, como en un sueño, el magnífico complejo hospitalario a orillas del mar, uno de los hospitales más bonitos, en su opinión, de todos los que se habían construido últimamente en el país. La generosidad de aquellas personalidades no debería medirse por sus aportaciones económicas, que eran cuantitativamente enormes y visibles —aquí hizo una pausa para asegurarse la atención del público—, sino por el tamaño de su corazón, el interés que habían manifestado en todo momento por el seguimiento del proyecto, el entusiasmo en su ejecución y el cariño que habían mostrado hacia sus gentes. A dichas palabras siguió otro silencio calculado para añadir solemnidad. Aquellos ángeles celestiales, prosiguió el orador, tenían también otras ocupaciones altruistas, tales como la ONG de los niños de las antiguas repúblicas soviéticas. Y, continuando con la metáfora, los comparó con querubines sacados de una pintura de Murillo. El consistorio estaba encantado de recibir a los pequeños, y quería hacer saber a los mecenas hasta qué punto estaba la ciudad con ellos, hasta qué punto deseaban asegurar su gozo y disfrute durante su estancia, y por dicho motivo habían querido contribuir con una aportación modesta, pero también honrosa, a sufragar los gastos de aquella iniciativa generosa, magnífica y única. Para acabar su intervención, el alcalde leyó unos versos de un poeta local sobre la vida y la muerte que a todo el mundo le parecieron fuera de lugar pero que aplaudieron con educación durante un buen rato.
Nicolás intervino entonces para hacer pública la recaudación que se había conseguido con el acto, y a la que se sumaba la importante cifra que figuraba en el cheque municipal que sacó él mismo ceremoniosamente de un sobre. Entonces anunció la presencia de la señora Sokolov, quien recogería la donación, y sonó la música apoteósica de Depeche Mode, que había impuesto la señora Ivanova. De las cortinas brillantes del fondo del escenario surgió la dama, una figura estilizada, elegante, con un vestido de noche de paillet en blanco y plateado sobre una piel pálida de terciopelo, unas sandalias tachonadas de brillantes y una melena rubia y larga, como la de una sirena, sobre los hombros. Mientras centelleaban los flashes de los periodistas acreditados de la primera fila, ella, sonriente, dio la mano a distancia al alcalde y al director, evitando los besos de proximidad. Acto seguido, cogió el micrófono y después de agradecer, con un marcado acento extranjero, la presencia del público, excusó la de su marido por causas ajenas a su voluntad.
—Permitan que Yuri les dirija unas palabras desde Londres.
La luz se atenuó y la pantalla que antes mostraba el logotipo de la fundación pasó a proyectar la imagen de un hombre menudo y redondo, rigurosamente vestido con camisa, corbata y chaleco, delante de una pintura clásica de caza. Permaneció unos minutos en silencio, como si esperara la orden del cámara para comenzar a hablar, y luego, sonriente, soltó una retahíla de frases en ruso que nadie entendió y que la rotulación en la base de la pantalla no ayudó mucho a interpretar, pues el blanco sobre el fondo claro lo hacía imposible. Pero los presentes dedujeron que les agradecía los donativos y que deseaba un gran éxito para el nuevo hospital, y todo el mundo volvió a aplaudir como si él pudiera oírlos desde Londres.
Con solemnidad, el alcalde entregó a Olga Sokolov el cheque y Nicolás, un documento donde figuraban las aportaciones de la velada. Acto seguido, los dos hombres se retiraron a un extremo del escenario, aplaudiendo, para dejar de nuevo a la dama ante el micrófono y el público. Ella, sonriente, con una ligera inclinación de cabeza que hizo brillar su cabellera dorada, dio las gracias a los asistentes y al alcalde y después desplegó una hoja de papel y leyó un resumen de la historia de la ONG. Los asistentes entendieron con alguna que otra dificultad que ella, de joven, solía visitar las aldeas más pobres para ver de cerca la precariedad y el sufrimiento de las familias. Aquel recuerdo había arraigado en su corazón, y cuando se casó con Yuri,un alma gemela en cuestiones de sensibilidad hacia los más débiles, decidieron crear una organización que velara por los más vulnerables entre los vulnerables, la población infantil, los niños de aquellos pueblos. Olga Sokolov leía con una leve sonrisa, sin gafas, con una voz profunda y desgarrada por la traducción forzada de la lengua.
Muchos observaron hasta qué punto se parecía, en una versión más moderna, a Rita Hayworth, como una inalcanzable artista de Hollywood, y los que tenían más memoria pudieron comparar sus vidas sentimentales, unidas ambas a bodas multimillonarias. ¿Cuántos años tendría la Gran Duquesa?, se preguntaban algunos. ¿Cuarenta, cuarenta y cinco? Su marido era mucho mayor, un anciano, en comparación. Las mujeres admiraban la belleza de la duquesa, y las más envidiosas cotilleaban sobre el rumor de que el viejo Sokolov no la satisfacía, carencia por la cual tenía que recibir suplementos amatorios en un ático situado en la orilla derecha del Támesis, justo delante de su mansión oficial. Tal vez por eso no tenía hijos, aseguraban algunos, pero el acuerdo en aquel punto no era unánime.
—Repito de nuevo, ahora con mucho afecto: gracias por vuestra generosidad.
Acabó doblando el papel y mirando directamente al público, y se dispararon una nueva tanda de flashes.
Girándose hacia el extremo del escenario, la señora Sokolov dio la entrada a los pequeños invitados, conducidos por la monitora y la enfermera del centro, mientras se oían los primeros acordes de la canción popular escocesa La hora de los adioses, cantada en inglés por voces infantiles. Cada niño enarbolaba un rótulo fijado a una varilla donde se podía leer «Gràcies», «Gracias», «Thank you» y «Spasiba». Aquel día no vestían el uniforme de diario, sino que las niñas iban con un vestido blanco y los niños, con camisa blanca y pantalones grises. Llevaban el pelo repeinado, y tenían las mejillas encendidas por los días de sol. Dieron una vuelta a lo largo del escenario y acabaron formando dos filas en medio de las cuales se situó Olga Sokolov mientras las conductoras cerraban los extremos. Acabaron de cantar la canción, añadiendo sus voces al playback de la grabación, y Diana, alargando el cuello, vio a Irina, que movía los labios muy seria. Al final, el movimiento de las varillas a derecha e izquierda perdió el compás y los rótulos comenzaron a chocar desordenadamente unos con otros. Los fotógrafos dispararon de nuevo metrallas de instantáneas mientras Nicolás recuperaba el centro de operaciones y ponía fin al acto sugiriendo por el micrófono un brindis por la ONG, brindis que todo el mundo secundó con las copas de los combinados rojizos en alto.
A continuación, Olga Sokolov y los niños desaparecieron entre las cortinas y la monitora informó a los periodistas de que la última sesión fotográfica tendría lugar en el jardín. En el escenario se apagaron los focos y simultáneamente se iluminó la pantalla para proyectar las imágenes tomadas de los niños durante su estancia en la ciudad.
—¿Te importa si voy a saludar al alcalde? —pidió Claudi a Diana.
Le hizo la pregunta con cautela, recordando el altercado previo, y como Diana no pareció oponerse, avanzó decidido hacia su objetivo «político», que se hallaba congregado en lo alto del escenario. Claudi atravesó con dificultad los nutridos corros de gente, caminando de lado para poder superar el paso angosto.
—¡Claudi, encanto!
Era Marta, que le cogió del brazo.
—¡Mi médico milagroso!
Lo besuqueó y le dijo que se sentía otra persona, que se notaba el cutis y la expresión frescos, como luminosos. Y aquella arruguita al lado del labio, ¿se podría retocar? Después le presentó a Arcelia, una sobrina de Nicolás. Claudi dudó si reconocerla como paciente, pero fue la propia joven quien lo aclaró, y recordó a Marta que también era su médico.
—¡Y tanto! ¡Qué coincidencia! Tenéis que venir a cenar un día todos juntos, tú y Diana, ¡me lo prometiste!
Claudi asintió, levantando el vaso del combinado. Arcelia sonrió.
En aquel momento se vieron interrumpidos por un hombre joven elegantemente vestido de gris que Claudi presentó como un compañero y adjunto de traumatología. El especialista le realizó una breve consulta técnica, aunque estuvo perorando durante más de cinco minutos sobre la posible reconstrucción de una mano, con una descripción tan detallada que Marta estuvo a punto de marearse. De vez en cuando, el traumatólogo desviaba la mirada descaradamente hacia Arcelia, que tomaba pequeños sorbos de la bebida rojiza, y entonces Claudi percibía el aroma a coco que exhalaba la joven como un arma química de seducción. El adjunto insistió en que confiaba absolutamente en su criterio y, en un caso tan crítico, aún más. Claudi avanzó posibles soluciones, también con descripciones prolongadas, pero rotundas, sobre las dudas que cada técnica le generaba, empleando el tono más profesional, aquel que transmitía serenidad y persuasión al mismo tiempo. Él era consciente de que parte de su encanto radicaba en la voz, con modulaciones entrenadas en el teatro amateur, que cautivaba al oyente y causaba una sedación inmediata. En aquel momento le pareció que Marta y Arcelia lo miraban fijamente, como si lo vieran de un modo distinto.
—Aquí eres todo un personaje —dijo Marta cuando finalmente se fue el especialista.
—Soy un médico entre compañeros, nada más —contestó Claudi, dejando el vaso alargado en una bandeja.
Se separó de ellas un instante y avanzó con esfuerzo unos metros más allá. Con esfuerzo porque, de repente, las filas de asistentes se habían cerrado en torno al escenario. Y mientras avanzaba notó los ojos de Arcelia clavados en su espalda. Superando dos corros más, llegó a los escalones que subían a la tarima y se dispuso a hacer turno mientras charlaba con López-Ambrosio, ya que el alcalde estaba ocupado en aquel momento con Nicolás y el presidente del Círculo. Durante aquellos minutos percibió que Arcelia todavía lo miraba desde la otra punta de la sala. Estaba seguro de que los ojos de ella no estaban puestos en Nicolás sino en él, porque cuando la miró, ella apartó la vista. Un poco más a la derecha vio al odioso jefe del servicio de dermatología, el enemigo perpetuo de su enfermera, que sostenía una animada conversación con el adjunto de traumatología, sopesando posiblemente la oportunidad de birlarle algún cliente traumático para tratarlo por la vía privada. Y más allá, delante de los ventanales, vio a Günev, el compañero de laboratorio de Diana, el turco que estaba llenando la cabeza de pájaros a su mujer. El nombre sonaba ya sospechoso de por sí, como si no acabara de encajarle. Seguro que era de aquellos que se saltan las normas, porque iba vestido de modo informal, con unos pantalones y una camiseta negra. Vio cómo Günev buscaba una mesa donde poder depositar el plato de entrantes que llevaba en las manos, y luego cómo descubría a Diana, que estaba hablando con su jefa, la doctora Savall, al fondo de la sala, y los subsiguientes saludos con besos, la sonrisa de su mujer, y cómo él le ofreció un canapé y le cogió después la copa vacía para cambiársela por otra llena a un camarero que pasaba por allí. Diana se había quitado el chal de flores, y mostraba aquel vestido blanco demasiado transparente para su gusto.
—Doctor Claudi —lo llamó una voz femenina desde el borde del escenario. Era Arcelia.
Claudi se alejó de López- Ambrosio.
—Marta dice que avise a su marido de que lo esperamos en el jardín. ¿No le importa?
Claudi asintió. Como ella no parecía dispuesta a irse, le preguntó si tenía algún otro mensaje.
>—¿Ha escuchado el CD con las canciones?
Claudi no recordaba ni el CD ni la música y tardó unos instantes en mentir con poco convencimiento.
—¡Sí, y tanto! Muy bonitas.
—Yo quería agradecerle… Como si buscara algo, la joven se agachó sobre un portamonedas de terciopelo.
Debidamente situada a los pies del escenario, Arcelia le brindaba una perspectiva de pájaro por encima de sus pechos, que se mostraban prácticamente en su totalidad, colgando de los tirantes negros. No eran del tamaño protésico de los senos de las pacientes a los que estaba acostumbrado, sino naturales, como dos melocotones maduros que temblaban con la búsqueda atolondrada del portamonedas. Y de nuevo aquella fragancia a coco le subió hasta la pituitaria.
—Está invitado a oírme cantar. Todos los viernes. Cuando quiera —le anunció Arcelia mientras garabateaba una serie de números en un folleto de un local de la costa—. Basta con que me deje un mensaje en el móvil.
Claudi cogió el impreso, lo dobló y se lo metió en el bolsillo del pantalón. Ella estaba explicándole la dirección exacta, sonriendo maliciosa con los labios húmedos a un palmo de su bragueta.
—Le prometo que se lo pasará bien.
Claudi se sintió tremendamente incómodo. Incómodo por una propuesta que le pareció muy directa, y también porque estaba justamente al lado de su amigo, el amante secreto de la joven. Lo más probable es que fuera la turbación la que contribuyó a la amplificación de su oído, lo que le permitió captar las cifras de ocupación hospitalaria y las excelencias del ingreso de corta duración que cantaba el director al jefe del consistorio.
En aquel momento el grupo de VIP del escenario se desestructuró porque subió el gerente de la fundación, el señor Phillips, vestido de negro, con aquel cuello tan grande y rojo como un tomate, que sobresalía del cuello de la camisa. Lo acompañaban, unos pasos por detrás, dos hombres mayores, el doctor Albert Cladellas, director general de Hospitales, y un desconocido de cabello blanco y espalda curvada que llevaba un elegante traje gris.
En la otra punta de la sala, por encima de las cabezas de los asistentes, Diana observó cómo Claudi iba a saludar de inmediato a su tío, y cómo los dos se quedaron cogidos de los brazos mientras hablaban un buen rato.
—Me parece que tendrás que ir a darle un beso a la familia —le dijo la Savall, señalando con el vaso hacia el escenario—. De paso, podrás saludar al doctor Friederich.
—¿Quién es?
El desconocido de cabello blanco ondulado, según le contó su jefa, era uno de los asesores científicos de la fundación, un «pope», un pez de los gordos. En aquel momento Friederich se dirigió con gestos afables a la señora Sokolov, que ya había regresado de la sesión fotográfica, y al alcalde. Mark se había quedado rígido y apretaba con fuerza entre los dedos la copa del combinado rojizo.