1
Era una de aquellas mujeres que, sin ser guapas, llamaba la atención de los hombres. Sobre todo de aquellos que admiraban las bellezas lánguidas, un tanto intelectuales, que comenzaban con una mirada transparente e intensa, continuaban con una frondosa cabellera recogida en una trenza floja y terminaban con unas largas piernas bien modeladas, en su caso heredadas de su madre.
Pero la Diana Cladellas de aquel verano era una mujer triste, insegura y sola. Sentía que su matrimonio se deshacía como papel mojado y no sabía cómo enfrentarse a ello, ni siquiera si debía hacerlo. Si él le hubiera confesado una aventura, tal vez habría sabido manejar mejor el conflicto emocional, como muchas mujeres que se encontraban a diario en dichas circunstancias y sabían perdonar o romper, como quien
trata una enfermedad aguda que cura o mata al paciente. Pero su caso era de difícil diagnóstico. No se parecía tampoco a una patología crónica, con la adaptación típica del paciente a la dolencia a base de tratamientos paliativos. Lo que ella había detectado era simplemente que algo no iba bien. Era como un obstáculo indefinido, etéreo, que la alejaba de Claudi, como una fuga pequeña pero constante que iba desinflando su bote salvavidas. Porque, eso sí, vivían una relación precaria, en continua revisión, a pesar de que ambos, pensaba ella, se querían y deseaban salvarse.
Llevaba diecinueve años casada con Claudi y siempre se había arrepentido de haberlo hecho embarazada de Sandra. Muchas veces había pensado que podría haberla tenido igualmente y criarla ella sola, y así no le debería ese favor. Porque Diana se sentía en deuda perpetua con Claudi, de tantos y tantos favores que había ido acumulando. Era como si estuviera hipotecada de por vida. Estuvo viviendo a su costa hasta acabar la carrera de medicina, y fue él quien gastó sus ahorros de miles de guardias acumuladas para pagar la entrada del piso. Y también fue una tía de él quien la ayudó con la pequeña mientras ella estudiaba y después, cuando terminó la carrera mientras echaba una mano en la consulta de Claudi, y en el quirófano, a fin de ahorrar. Para colmo, a la madre de Diana le diagnosticaron demencia y, una vez más, su marido aceptó que viviera en casa hasta su muerte. Y entonces, cuando Diana empezaba a hacer el doctorado, llegó la depresión. La enfermedad la había abocado a un agujero negro, alejándola definitivamente de los laboratorios. Necesitó sacos de medicamentos y una larga temporada de convalecencia. Y entonces de nuevo Claudi la ayudó a superarlo. Aún recordaba aquel día cuando, al volver del trabajo, él entró en la habitación y la encontró tumbada en la cama.
—Tienes que hacer vida normal. Si te lo propones, lo conseguirás —le dijo como un maestro que riñe al alumno que no quiere hacer los deberes.
A ella le resultaba extraño que ese dolor interior no se correspondiera con un dolor físico, con una alteración palpable de algún órgano interno. Incluso le habría gustado que una deformación visible aportara constancia de los hechos. Pero ninguna enfermedad reconocida dio la cara, y a ella, por lo visto, le faltó la voluntad necesaria para superar aquel estado de decaimiento. Perdió las ganas de vivir, y lo echó todo a perder. En aquella época Claudi ya se había metido en la junta del Colegio de Médicos y en la Academia, y constantemente tenía reuniones aquí y allá. Cada vez pasaba más horas fuera de casa, era natural: sufriendo como sufría una mujer tumbada en la cama, lamentándose de sus debilidades. Y eso que, cuando él llegaba, la colmaba de atenciones. Le llevaba bombones de chocolate negro que sabía que levantaban el ánimo, y también artículos para que volviera a entrarle el gusanillo de la investigación. Al final Diana consiguió salir adelante. Sin embargo, a partir de entonces ya nada sería igual. Claudi la sobreprotegía, la trataba como si fuera una persona endeble, raquítica. Como uno de esos niños que tienen que vivir siempre en una burbuja estéril. Pero ni siquiera entonces ella había detectado la fuga en la barca inflable de su matrimonio. No se percataría de las pérdidas de aire hasta más tarde, cuando ya estaba curada del todo, unos días antes o después de que él le hablara del nuevo Hospital del Mediterráneo.
Recordaba perfectamente aquel momento, cuando al regresar de viaje por un congreso, Claudi tomó asiento, sin quitarse el abrigo, y le dijo:
—Tenemos que hablar.
Y fue él quien habló todo el rato. Le contó que un nuevo hospital abriría sus puertas cerca de Tarragona, que le habían ofrecido una plaza de adjunto con el doctor Evarist Figueras, una primera figura en cirugía plástica y estética.
—Pero si tú ya tienes trabajo aquí —repuso ella, sorprendida.
Él le explicó que sería un centro potente, con muchos recursos para trabajar e investigar. Su colega Lluís Nicolás, un viejo amigo de la familia, considerado casi como un tío lejano, era el actual director del centro. La buena noticia era que también ofrecía trabajo como investigadora a Diana, en la fundación del mismo hospital.
—Tendrás la posibilidad de acabar el doctorado.
Lo remarcó haciendo una pausa con solemnidad porque sabía que aquello era importante para ella. La enfermedad había supuesto un paso atrás en su carrera profesional. Perdió muchas oportunidades, becas que se terminaron, plazos que se agotaron y, al final, había malvivido de contratos temporales como una becaria cronificada y rodeada de chicos y chicas que parecían sus hijos.
Diana, nerviosa, se mordía una uña con la mirada baja.
—¿Con quién? ¿Quién la dirigirá?
—Tu director de aquí. El mismo director, el mismo tema, no cambiará nada. Podrá dirigírtela a distancia.
Diana hacía girar los dos anillos del dedo anular. Tenía la sensación de que su marido hablaba de una nueva vida, más personal, más acogedora. Él disfrutaría de más tiempo libre para ella. Nicolás incluso le había ofrecido la casa de su madre, situada en un pueblo cercano al hospital, en el campo, en una zona tranquila, como la que les convenía. Claudi, ahorrador por naturaleza, no le explicó, sin embargo, que había sucumbido al precio del alquiler simbólico que le ofrecía el amigo, intuyendo además que aquella casa sería un señuelo para Diana, que tenía idealizada la vida rural.
—¿Cómo se llama el pueblo?
—Les Roques del Camp.
Al parecer, no era una vivienda grande, pero la señora Nicolás la había conservado con esmero, como si fuera una pequeña mansión. Tenía un jardinero, un hombre del pueblo que le podaba la higuera del patio y le plantaba cuatro hortalizas en el parterre del fondo. En las fotografías que le enseñó se veía que, por la fachada que daba al jardín, trepaba una enorme glicinia con flores color violeta que subía hasta las ventanas del piso de arriba. Lluís había alabado ante su amigo las reuniones familiares en verano, cuando se ponía la mesa bajo la higuera con un impecable mantel de hilo.
—He ido a visitar la zona estos días, aprovechando que me venía de camino de vuelta del congreso. Y realmente vale la pena, el hospital y la fundación. —Y añadió con voz firme—: Creo que nos vendrá bien a los dos.
Claudi se levantó, se acercó a ella y le dio un beso en la frente. Después fue a la habitación, arrastrando la maleta de ruedas, como si no hubiera nada que discutir. Diana no mostró ningún tipo de oposición a la propuesta. No dijo que no, ni tampoco que sí. De hecho, él no le pidió su opinión. Pero a Diana le daba igual. Hacía muchos años que no podía, o no quería, intervenir en absoluto en el trabajo de su marido y suponía que él daba por hecho que eso le otorgaba carta blanca para decidir también la vida no profesional.
Aquella misma noche Diana hizo una búsqueda rápida por internet de «Les Roques del Camp». Extensión de ocho kilómetros cuadrados, población superior a un millar de habitantes, patrones: san Oleguer y santa Noemí. Fiesta mayor: 4 de junio. La ilustración mostraba una iglesia rodeada de tejados rojos y, más allá, amplias extensiones de oliveras, viñedos y un arroyo seco. Después averiguó que la población de Les Roques estaba situada entre la ciudad de Tarragona y el Hospital del Mediterráneo. Mirado sobre un mapa, el pueblo quedaba sobre el vértice interno de un triángulo, en la zona más occidental, a unos quince minutos de la ciudad por carretera comarcal hacia un lado, y a unos quince minutos del hospital hacia el otro.
Así que un día de primavera aterrizaron en aquel lugar que sólo conocían a través de la pantalla del ordenador. Ni que decir tiene que Claudi iba errado y que lo del trabajo en la fundación fue la única promesa cierta. El pueblo era anodino, y aquella casa era muy vieja. Cuando Diana abrió la puerta de su nuevo hogar, la ilusión se hizo añicos como una probeta de vidrio que cae al suelo por descuido. Se encontró con unas estancias frías, prácticamente sin muebles, con puertas y plafones que imitaban un ambiente rústico ramplón, un suelo de linóleo barato y las ventanas clausuradas por mosquiteras. Los baños eran de anticuario, y la cocina, muy sencilla, sólo contaba con los electrodomésticos mínimos.
Y, del hospital, mejor no hablar. También era verdad que nadie podía prever que aquel potente complejo se tragaría a Claudi desde el primer día. Evarist Figueras le exigía dedicación en cuerpo y alma. De hecho, el hospital entero había hervido de actividad por todas partes durante los primeros meses, como un monstruo hambriento que necesitara reunir energía para comenzar a caminar. Médicos, enfermeras e investigadores habían sido engullidos con un bramido interminable, todo para que la bestia desplegara las alas y respondiera a las expectativas que había generado. Eso era por lo menos lo que decía Claudi: «Hay que arrancar; después todo se normalizará».
Precisamente aquella mañana, mientras observaba la silla vacía al otro lado de la mesa, Diana evocaba estos recuerdos. Ya habían pasado unos cuantos meses desde la inauguración del hospital y la fiera no se había calmado. Desayunaba sola porque Claudi había tenido que madrugar por una urgencia. Pero aun así hacía un magnífico día de julio, y la sala se veía bañada por los primeros calores de la mañana. Con la taza de café en los labios, pensó que aquella casa no tendría que haberle preocupado tanto. Como decía Peter Brook, el mago del teatro, uno podía tomar cualquier espacio vacío y convertirlo en un escenario desnudo. Y eso era lo que había hecho ella, con el esencialismo de cuatro cojines y unas sencillas composiciones florales. También era cierto que quedaba pendiente el arreglo del jardín. Después de una ojeada apesadumbrada a través del ventanal que abría de par en par los postigos de madera, recordó que su marido le había prometido cuidar de él personalmente, pero a la hora de la verdad invertía todo el tiempo en regar y abonar el servicio de cirugía plástica y estética; o sea, que por fuerza le tocaría a ella arrancar las malas hierbas y justificar el huerto con cuatro tomateras.
—Verás como al final te acostumbrarás —la había animado su hija el día antes por la tarde, cuando Diana la había llamado por teléfono—. Tómatelo como una oportunidad.
—¿Vendrás a vernos?
—Ya sabes que este verano estaré fuera, de viaje.
Sí, lo recordaba. Se marchaba a un país asiático con alguno de los múltiples grupos activistas de los que formaba parte. Desde que iba a la universidad, y más aún desde que compartía piso en Barcelona, sin padres a la vista, había cambiado de la noche a la mañana. La niña afectuosa que le cogía de la mano para cruzar la calle se había convertido en una joven a la que desconocía en muchos aspectos. Diana se preguntaba a veces si en su juventud habría adivinado que sería madre de una chica heterodoxa, aventurera e inconformista. A pesar de que era una buena estudiante, no había asistido nunca a una obra de teatro, y menos aún leído un libreto. Eso sí, se trataba con varios grupos antisistema, y últimamente viajaba a los países más miserables buscando respuestas a sus dudas metafísicas. Diana, por el contrario, había crecido dócil, sin hacerse muchas preguntas, aspirando siempre a ser encomiada por sus padres. ¿Cómo podía ser que Claudi y ella, unas personas tradicionales y responsables, hubieran creado un espíritu tan discorde con ellos mismos? Así y todo, la relación entre madre e hija nunca había sido mala, a excepción de los encontronazos por la falta de orden, o por el hecho incomprensible de que la joven desestimara estudiar medicina y se decidiera por biomedicina, cuando lo que quería era dedicarse a la investigación médica. ¿Qué mejor que ser médico para investigar los temas de salud? Y encima contabas con una profesión de futuro por si las cosas iban mal. No obstante, Diana veía feliz a su hija, dentro de aquella vorágine vital en la que estaba inmersa, y eso la reconfortaba.
Incluso se sentía orgullosa de ella. Hacía tan sólo unos meses había coordinado una exposición en la universidad sobre los probables efectos de la crisis económica en los planes de enseñanza de Bolonia, exposición que todo el mundo elogió.
Diana cerró las obras completas de teatro de Harold Pinter, que había encontrado en una librería de segunda mano, y al que se había aficionado en los últimos meses. Recogió la bandeja con el desayuno y la llevó a la cocina. La gata saltó del sillón de la sala y la siguió dando saltos y restregándose contra sus piernas, recordándole que era la hora de salir a la calle. Pobre Tara, coja de una pata, y aun así siempre pendiente de mostrarle su cariño. Diana había recogido al animal unos días después de instalarse en la casa. Era un cachorro que vagaba por el pueblo, flaco y ocioso. Le faltaba un trozo de la pata delantera izquierda, pero suplía la carencia con una gran habilidad con la derecha. Diana la llevó al veterinario, donde la desparasitaron, la vacunaron y le colocaron el chip identificativo de rigor. La gata enseguida se ganó el afecto de su dueña. Era un animal agradecido. La esperaba en la puerta al caer la tarde y la seguía allá adonde iba, con maullidos flojos, como si hablara, y después de cenar se le subía en la falda y roncaba sin parar. Ahora que hacía buen tiempo, Diana le dejaba abierta la puerta del patio para que saliera a cazar lagartijas y mariposas. Tara no tardó en hacer de aquella vivienda su hogar, con sus horarios, sus rutinas y sus rincones predilectos donde acurrucarse y dormir.
—¿Tara? ¿Por la pata? —le preguntó Claudi, para quien querer a los animales era sinónimo de flaqueza emocional.
—No. Como la casa de Lo que el viento se llevó —respondió Diana.
Como cada mañana, la gata estaba en la puerta, preparada para salir con ella a comprar el pan al único establecimiento que había en el pueblo, que hacía las funciones de panadería, tienda de comestibles y mercería. De hecho, la acompañaba sólo los primeros metros para luego detenerse en el primer banco de la plaza, donde la esperaba.
Diana cogió el monedero y las llaves y se miró en el espejo que la espiaba desde el muro de la entrada. Aquel día cumplía treinta y nueve años. Pronto llegarían los cuarenta: media vida. Media vida con una carrera profesional malograda, una hija a punto de marcharse al otro lado del mundo y un marido que perdía gas en un bote salvavidas. Se acercó al espejo y contempló enojada el profundo surco vertical que le había salido en medio de la frente a causa de la enfermedad. Odiaba aquella arruga más que nada en el mundo. La alisó con los dedos mediante un masaje inútil. Después se pellizcó un pliegue del párpado superior, que le caía pesado sobre el ojo, y sospechó que se hacía mayor por momentos. En pocos años le aparecerían las arrugas definitivas en la frente, las bolsas se harían más patentes y el óvalo de la cara se descolgaría fláccido.
Mientras cerraba la puerta ya notaba el sol matinal en la espalda quemándole la piel. Cruzó el callejón y atravesó la plaza. Volvió a mirar su reflejo en la luna de la cooperativa. Tensó los hombros hacia atrás y encogió los abdominales. ¿Cómo podía pensar que Claudi la viera atractiva si hasta caminaba encorvada? Él, que se pasaba el día rodeado de pacientes que cuidaban su cuerpo milímetro a milímetro, que visitaba a modelos, artistas y señoras de buena planta acomplejadas por un pequeño desequilibrio en su físico. Las contemplaba desnudas, las exploraba y las animaba. Y al final recibía su gratitud por los retoques que les había proporcionado.
¿Cómo era posible que lo retuviera después de tantos años? Y sobre todo ¿cómo podría hacerlo cuando la vejez comenzara a hacer mella en su cuerpo?
De repente, Diana sintió una punzada como las que sufría a menudo. No era un pinchazo de dolor físico sino más bien un peso de melancolía, una secuela que todavía le oprimía el pecho de vez en cuando. La asociaba a diversos pensamientos, como la vejez, la muerte y también a la fuga de aire en la embarcación matrimonial. La sentía como si se acercara a un término inexorable, como si se le acabara el tiempo para alguna cosa desconocida.
Unos minutos después, mientras regresaba a casa aspirando el olor tibio del pan, pensó que por suerte nadie recordaría la fecha de su cumpleaños, lo que le daría unos meses de margen para no envejecer tan deprisa. Pero unos segundos más tarde, ya con Tara detrás de ella mientras entraba en la casa, decidió que sí, que se lo recordaría a su marido por la noche, y así lo celebrarían con una buena velada. Con los ánimos renovados, cogió su Clio y se concentró en la línea continua de la carretera y en el programa de trabajo que le esperaba en el laboratorio: una mañana intensa para finalizar los últimos experimentos. Si sus esperanzas se confirmaban, tendrían una molécula interesante para probar con animales. El problema era que llevaba retrasado el trabajo experimental porque el técnico hacía días que estaba enfermo.
A la entrada del hospital le sorprendió ver a Mark Günev, compañero de laboratorio, apoyado en la puerta, rodeado de otros empleados que fumaban junto a un cenicero lleno de arena que actuaba como un gran imán para todos ellos. Pero él no fumaba, sólo se mimetizaba con el personal que tenía a su alrededor, con los brazos cruzados y los ojos clavados en los pinos de delante, como si tramara algo. Mark era un investigador atípico. Alto, de piel morena y mirada penetrante, hijo de padre turco y madre española, se había formado en Londres, adonde sus padres habían emigrado cuando eran jóvenes. Gozaba de un buen currículo, ya que le habían concedido una beca para hacer el doctorado en la Universidad de Cambridge, y posteriormente había realizado un posdoctorado en el CSIC de Barcelona. Con dichos antecedentes se había creado una aureola de científico promesa que todo el mundo, especialmente las becarias y técnicas del sexo femenino, alimentaban. También había que reconocer que existía un punto de excentricidad que despertaba la curiosidad del personal, ya que se comentaba que vivía completamente solo en un viejo barco anclado en el puerto de la ciudad. Pero a Diana, desde el primer día, le pareció una persona muy arrogante, y eso hizo que automáticamente actuara con cautela. Lo veía como si llevara un letrero desalentador en la espalda que dijera «Sabio solitario que no necesita a nadie», una pose que se hacía patente sobre todo cuando se dirigía a ella. Ciertamente, eran pocas las veces que hablaban, y siempre a propósito del trabajo de Lucena, el técnico que compartían. No tenían nada más en común, sólo Lucena y la mampara de vidrio que se alzaba entre los dos laboratorios.
Diana estuvo dudando entre saludarlo o no, porque el investigador no la había visto y ella llegaba tarde, así que apretó el paso y se encaminó directamente a la entrada principal.
—¡Doctora!
Oyó a su espalda que la había alcanzado, y tuvo la extraña sensación de que estaba esperándola.
—¿Ya sabes que la Savall te buscaba? —añadió él, plantado delante de ella, bloqueándole el paso—. Nos quiere hablar de la desaparición de Lucena.
Diana se quedó paralizada al oír la noticia del técnico.
—¿Ha desaparecido?
—Eso es lo que dicen las voces del infierno —respondió el investigador con una sonrisa entre sardónica y triste.
Lucena llevaba más de una semana faltando al trabajo y todo el mundo estaba convencido de que se encontraba enfermo. Hacía unos días que la coordinadora, la doctora Savall, había intentado localizarlo en su domicilio.
—Quiero hablar contigo un momento.
Estaban en medio del intenso trasiego del vestíbulo del hospital, un espacio de una grandiosidad espectacular, con una altura total de tres pisos, con ascensores de vidrio que subían y bajaban a la vista de todo el mundo. La luz natural llenaba todos los rincones gracias a dos vastos vidrios, situados a ambos lados del módulo, que dejaban ver los pinos inmensos cercanos al edificio. Günev la cogió por el brazo mientras miraba a su alrededor, como si presintiera la presencia de un oyente no deseado.
Diana estaba sorprendida. El investigador nunca le había dirigido más de cuatro palabras seguidas durante los meses que llevaban trabajando juntos. Presa de la curiosidad, lo siguió hacia los ascensores de servicios y no se atrevió a preguntarle nada cuando lo vio pulsar con un gesto decidido el botón del sótano 3. Recorrieron el pasillo poco iluminado en silencio. Mark sacó una llave del bolsillo y entraron en una sala llena de camillas vacías, cubiertas de sábanas, con neveras metalizadas en las paredes. La indicación situada sobre la puerta señalaba la «Sala de autopsias».
—No había estado aquí nunca —dijo Diana, estremeciéndose.
—Aquí nadie tiene oídos, ni boca. No nos molestarán —susurró él, misterioso.
La luz de los fluorescentes del techo era blanca y vacía. Había una rejilla del desagüe en medio de la sala, en el punto donde convergían las dos pendientes suaves que formaban la superficie del suelo. Diana pensó que hacía frío, pero era más un sentimiento que una sensación. Quizá fuera el acero que lo cubría todo, o la ausencia de personal, o el sonido del agua rodando por una cañería en medio del silencio absoluto.
Por un momento Diana pensó que Mark abriría teatralmente alguna de aquellas neveras y le mostraría el cuerpo rígido del técnico desaparecido, pero no fue así.
—Mira, hacía tiempo que lo notaba raro. Especialmente después de la inauguración del hospital. Y unas semanas más tarde, cuando murió su mujer… ¿Cuánto debe de hacer de eso?
—Un mes, o un mes y medio.
—Pues aún se puso peor. — Hizo una pausa como si se dispusiera a ir al grano—.¿Recuerdas el último día? ¿Tú fuiste la última persona que estuvo con él?
Ella hizo un gesto impreciso. El continuó: —La policía cree que puede tratarse de un suicidio. ¿tú crees que estaba tan deprimido como para quitarse la vida?
—No lo sé. Estaba triste, claro. Esto de ser viudo no lo llevaba muy bien.
—¿De qué hablasteis, lo recuerdas?
Diana no entendía el porqué de tantas preguntas, pero era una persona paciente y pacífica e hizo un esfuerzo de concentración con la mirada puesta en la superficie antideslizante del suelo.
—Él siempre quería comentar la enfermedad de su esposa. Me creía una especialista en los medicamentos para el cáncer. —De repente, rescató un recuerdo que la hizo sonreír—. Me trajo flores.
—¿Flores?
—De su jardín. Lo cuidaba mucho, ya lo sabes. Cuando abría la boca, era para hablar de flores, árboles y pájaros. Sí, también de pájaros. Cada día desmenuzaba galletas para los gorriones del jardín. ¿Lo habías visto alguna vez? —Diana se volvió entonces hacia él —. ¿A qué vienen todas estas preguntas?
—Pienso en un asesinato.
—¿Un asesinato? —Diana se apoyó incrédula sobre una camilla, y ésta se desplazó unos centímetros hasta chocar con la pared.
—Sí —respondió Mark, mirándola directamente a los ojos —. Un asesinato organizado. —Se corrigió—. Premeditado.
—¿Quieres decir que alguien de aquí… —Diana señaló con una mano el techo de la morgue, las luces fluorescentes, las ruidosas cañerías y, por extensión, los pisos superiores de todo el centro— alguien podría tener interés en hacerlo desaparecer?
Mark asintió en silencio. Al mover él la cabeza, Diana le vio un minúsculo centelleo en el cuello, tres dedos por debajo de la nuez, medio escondido por la camiseta. Le pareció que era una placa metálica rectangular que colgaba de un cordón negro.
—Pero ¿por qué?
—Seguramente sabía cosas. — A Diana le dio la sensación de que el investigador apretaba los labios como para silenciar algún pensamiento—. Ya sabes, cosas irregulares. Yo… —Aquí volvió a dudar—. Estoy seguro de que estaba amenazado.
Mark la miraba como esperando impresionarla, pero Diana no acababa de entrar en razón.
—¿Recuerdas el charco de sangre en el pasillo de las neveras? —dijo él, acompañando la pregunta con una pausa teatral.
Diana tenía presente que días antes se había ocasionado un notable revuelo porque por la mañana había aparecido un gran charco de sangre en el laboratorio. Nadie se explicaba qué había sucedido. No habían caído tubos por accidente ni nadie había derramado muestras de sangre. Todo el pasillo quedó manchado de rojo porque Mark, que era quien había hecho el descubrimiento, fue dejando pisadas por todas partes.
—Pues fue el mismo día que desapareció. El primer día que no vino a trabajar.
Diana lo miró pensativa. Mark se sentó en la camilla.
—Tienes que ayudarme —le dijo él—. A cambio, te explicaré lo que vi el día de la inauguración del hospital, aquí mismo, al lado de estas neveras.
Confundida por la inverosimilitud de la historia, y al mismo tiempo incómoda por la coincidencia de los hechos, Diana guardó silencio y escuchó el estremecedor relato de su compañero.
2
Lluís Nicolás observaba por la ventana el hospital querido, fruto de sus sueños y desvelos. El perfil alopécico, el gesto obcecado de las cejas, la piel curtida y picada por viejas cicatrices de acné, todo ello se reflejaba como un fantasma en el vidrio tintado de la ventana. Seguramente se había quedado embelesado muchas veces en los últimos meses siguiendo la entrada de camiones, la descarga de los equipamientos, la construcción de la edificación adjunta para los gases y la señalización del entorno. Pero nunca como aquella tarde, mientras esperaba a los periodistas que inmortalizarían su creación, había sentido aquella especie de conmoción, casi un vahído.
Nicolás se reconocía a sí mismo como el artífice de aquel milagro. Él había soñado la idea, y había detectado la oportunidad para llevarla a cabo. Habían pasado unos cuantos meses desde la inauguración del hospital, y ahora finalmente un medio de comunicación de alcance nacional se interesaba por el proyecto. La entrevista se emitiría en la franja de mediodía, en un horario de audiencia considerable.
Se apartó de la ventana y se pasó el pañuelo por la papada. Aquella humedad abrasadora le goteaba por delante de las orejas de una forma incómodamente visible. La entrevista no le quitaba el sueño.
Él dominaba todas las facetas de la persuasión, la seducción, la propaganda o la manipulación. El problema era que le salieran con alguna pregunta de soslayo, como por ejemplo el déficit y la amenaza de los recortes sanitarios. O la desaparición del técnico, que suponía un punto de atracción morboso para los periodistas. Nicolás suspiró hondo y con sentimiento, pues aquella entrevista representaba mucho para él, un paso importantísimo en su soñada carrera política. No ocultaba que tenía la firme intención de obtener un escaño de concejal en las siguientes elecciones municipales.
Nervioso, cogió una llave del cajón, salió al pasillo y se aisló en el cuarto de baño. Y maldijo como cada día que el servicio estuviera situado fuera del despacho. Había exigido un baño particular para la dirección, dentro de su espacio privado, como una suite de hotel, pero sólo había conseguido un servicio con uso restringido.
Se examinó por última vez en el espejo y por última vez cuestionó la corbata violeta que le había comprado Marta: elegante pero un poco atrevida. Se centró el nudo, estiró los puños de la camisa y, con un trozo de papel higiénico, se repasó el lustre de los zapatos.
El periodista parecía el de mayor edad del equipo, pero todos eran jóvenes y vestían con aquella informalidad desaliñada que dañaba la vista. De una mochila raída que rodaba por el suelo habían salido trípodes, cables, enchufes y otros artilugios desconocidos. Hicieron las pruebas de sonido. El periodista anunció:
——Hablaremos del hospital y de la actualidad de la política sanitaria, si le parece bien.
Nicolás mostró un rictus que quería pasar por una sonrisa distendida, pero el ombligo se le encogió al oír las palabras «política sanitaria».
—Cuando quiera, comenzamos —le propuso el hombre.
Nicolás se enderezó y cogió un bolígrafo para dar más expresividad a las manos.
—Explíquenos un poco la historia del proyecto. El hospital nace a partir de la antigua Clínica Tarraco, ¿verdad? La que se encuentra en el centro de la ciudad, al lado de los cuarteles.
—Sí, la antigua clínica hacía años que actuaba como centro concertado, y daba respuesta a las necesidades sanitarias de una parte de la población.
—Y en dichas circunstancias aparece el matrimonio Sokolov y proponen edificar un nuevo hospital.
Aquí el periodista hizo un inciso para señalar que aquélla era una historia de generosidad y altruismo. Recordó que el famoso matrimonio multimillonario ruso era conocido entre otras cosas por sus contribuciones desinteresadas a las artes y las ciencias. Yuri Sokolov provenía de la industria pesquera y en la actualidad vinculado al mundo del petróleo; su esposa, Olga Sokolov, oriunda de Kazajistán, una antigua república soviética, patrocinaba una ONG con el objetivo de combatir la pobreza de las antiguas poblaciones rusas. A través de la Fundación Sokolov, con sede central en Londres, alternaban actividades culturales, altruistas y sociales en una agenda absolutamente equilibrada.
—Por aquellas coincidencias de la vida, un día, mientras la señora Sokolov visitaba la ciudad, se puso muy grave y fue atendida en la antigua Clínica Tarraco.
Nicolás silenció, pues era secreto de Estado, que Olga Sokolov, caprichosa por naturaleza, requirió sin dilación la mejora estética de sus senos, los cuales, de acuerdo con su anatomía minimalista, eran planos como el tórax de un joven imberbe. Ella deseaba un escote de la talla 95, elegante, nada excesivo, y sobre todo una intervención discreta, fuera de sus infinitos círculos sociales. Había oído hablar del eminente doctor Evarist Figueras, jefe de servicio de cirugía plástica, personaje de reconocido prestigio internacional, y decidió que la intervención en la Clínica Tarraco sería la más adecuada, ya que ofrecía todas las garantías de máxima calidad quirúrgica y al mismo tiempo quedaba resguardada de la prensa maligna.
El hecho no habría pasado de una anécdota local si Olga Sokolov, en el postoperatorio inmediato, no hubiera sufrido una grave peritonitis, provocada por una inconveniente torsión de una trompa, que la llevó a las puertas de la muerte. Hasta que apareció Nicolás, que la diagnosticó con rapidez y la trató con pulcritud.
—Fue intervenida quirúrgicamente en un momento crítico —explicó, bajando la mirada con gesto solemne.
—Y quedaron tan agradecidos del trato recibido que quisieron hacer una inversión millonaria para este nuevo hospital.
—Son personas espléndidamente generosas, y a su fundación enseguida le interesó nuestro proyecto.
El periodista hizo otro inciso para explicar que el nuevo hospital representaba un modelo vanguardista en salud, ya que ofrecía asistencia sanitaria, ciertamente, pero al mismo tiempo aspiraba a convertirse en un potente centro de investigación.
—La investigación es un aspecto fundamental para la fundación. —Nicolás adoptó entonces el tono comedido de humildad que correspondía a un gestor de investigación—. Con buen criterio, los Sokolov estaban y están convencidos de que la medicina de primera clase es la medicina científica. De hecho, se dedica toda una planta del sótano a la investigación biomédica.
El periodista no tenía nada que objetar, lo que hizo que Nicolás aún pudiera añadir:
—Ésta es la tendencia de todos los grandes hospitales. Pero en nuestro caso será una investigación creativa, valiente, imaginativa, que realmente aporte nuevos resultados. —Nicolás acompañó su aseveración con un aire de seriedad que el periodista no llegó a captar, entretenido como estaba en echar un vistazo disimulado al guión.
El director siempre había envidiado a todos aquellos popes de Barcelona, dirigentes de fundaciones privadas de investigación, que eran doblemente admirados por su posición profesional y su supuesto altruismo. Hombres que viajaban en primera clase, que se alojaban en hoteles de lujo, que eran invitados al Liceu y a todos los saraos sociales de la ciudad, que alternaban con autoridades y miembros clave de la vida pública, buscando fondos para sus elevadas instituciones que después manejaban a su gusto. Movido por dichas fantasías, Nicolás seguía con pasión las noticias sobre la creación de nuevos institutos, parques científicos y biorregiones y conocía a fondo la nomenclatura compleja, para él casi mística, de las grandes estructuras y programas de investigación. Hubo una época en que acosó a un industrial de aceites de la comarca, en el momento en que le diagnosticaron un cáncer de colon, a fin de promover la creación de una fundación de investigación que él pudiera dirigir a su antojo. Convenció al industrial y consiguió que viviera el tiempo suficiente para poder dar aquel paso, pero los herederos se inventaron todo tipo de obstáculos para dar la vuelta a las voluntades iniciales.
—¿Y cuáles fueron los pasos siguientes?
—Pues tuvimos que ponernos manos a la obra y convencer a los políticos de que era una oportunidad única.
Básicamente se trató de echar mano de la excelencia de Evarist Figueras en la obra de los políticos municipales. El hecho de contar con un personaje de reconocido prestigio actuó como motor del proyecto. Nicolás explicó cómo movilizaron al concejal de Sanidad para la recalificación de los terrenos del antiguo sanatorio Calallonga, situados junto al mar, que en su opinión eran los idóneos para un plan estratégico como aquél; después tuvieron que tratar con la Consejería de Sanidad para conseguir la autorización a fin de construir un hospital de primer nivel, sufragado al cien por cien por la mencionada donación, y concertado para su uso público. Lo cierto era que la oferta, en plena campaña electoral, no podía tener más gancho, y todo el mundo firmó los acuerdos en pocas semanas.
—Así pues, con esta donación desinteresada, el ayuntamiento
construye el nuevo hospital en el recinto del antiguo sanatorio Calallonga. El edificio histórico de dicho sanatorio, ¿qué papel juega en este proyecto?
—Nuestros mecenas quisieron remodelarlo personalmente para instalar la sede de la Fundación Sokolov en nuestro país. En sus oficinas se gestiona el centro de investigación situado en el sótano del hospital. Como todo el mundo sabe, el sanatorio era una construcción muy antigua y muchos bloques estaban completamente derruidos. El hecho de estar situado junto al mar había acelerado su deterioro. Sólo pudieron conservarse los módulos centrales. La rehabilitación ha sido muy respetuosa con los exteriores e interiores, ya que se trata de un edificio que es patrimonio histórico.
—¿Se trata, pues, de un consorcio entre el ayuntamiento y el Gobierno para dar asistencia sanitaria pública? ¿O también tiene cabida la medicina privada?
—Ésta es otra característica singular del proyecto. —Nicolás se relajó, reclinándose en el sillón—. Las dos plantas superiores del hospital están dedicadas a la medicina privada. La hemos llamado Clínica del Mediterráneo.
De hecho, los Sokolov habían presionado para incluir también la atención médica a gente acomodada como ellos: querían un servicio inmediato, de primera clase y con hostelería a su gusto.
—Es decir, que tenemos el Hospital del Mediterráneo, de uso público, y arriba del todo la Clínica del Mediterráneo, de uso privado. ¿Es así?
—Con el nombre común reforzamos el concepto de la conexión asistencial.
—¿Habitaciones individuales con vistas al mar? —preguntó irónico el periodista.
—Habitaciones y también consultorios privados. Para serle sincero, no ha sido fácil —confesó Nicolás, dándose importancia, como si acabara de delatar un pecado venial.
Lo cierto era que la compartición de los servicios comunes del hospital, como quirófanos, ucis y analíticas, con el sistema público había levantado algunas ampollas. Los escollos se sortearon a base de una facturación minuciosa y controlada y franjas horarias independientes: toda la actividad privada se llevaría a cabo por las tardes, y cada cual tendría su espacio y su horario.
A Nicolás le había parecido detectar un punto de sarcasmo en el tono del periodista, y no le gustaba nada. Puede que fuera el nerviosismo propio del momento, pero sospechó una animadversión, un prejuicio secreto contra su persona. Y cuando el periodista anunció que cambiarían de temática, y sacó una nueva hoja de preguntas, el director sintió de repente un miedo irracional a que hablara de Lucena.
—Si me lo permite, me gustaría que me hiciera un análisis sanitario del proyecto.
Nicolás se relajó.
—Teóricamente —prosiguió el periodista—, el nuevo hospital viene a sustituir a la antigua Clínica Tarraco.
Con aires de condescendencia, el director abrió las palmas de las manos.
—Efectivamente. La antigua Tarraco ya está cerrada.
—Y entonces ¿cómo es que han duplicado el número de camas? ¿Eran realmente necesarias?
Nicolás no se esperaba por nada del mundo aquella pregunta. Aquello no era una crítica sino un ataque frontal. La cara de sorpresa que debió de poner obligó al periodista a reformular el enunciado para darle tiempo a responder.
—En otras palabras, en el contexto de austeridad actual, ¿no habría sido más sensato moderar el gasto?
—Teníamos los recursos; habría sido una irresponsabilidad no aprovecharlos.
—Pero, después, ¿quién lo mantendrá?
Nicolás se esforzaba en mantener una máscara de absoluta cordialidad mientras maldecía para sus adentros al periodista. ¿Qué insinuaba aquel pipiolo? ¿Que se había hecho un castillo a medida para jugar a médicos y enfermeras? Se dispuso a aportar argumentos que tenía bien elaborados, pero el periodista se le adelantó con una nueva objeción.
—De hecho, no han podido abrir la totalidad de las camas.
—Prevemos que vayan abriéndose paulatinamente, de acuerdo con las previsiones de crecimiento que se hicieron en su día.
—¿Cree posible una ampliación del concierto con el Gobierno que permita abrir estas camas en el contexto actual de recortes sanitarios?
—A veces se trata de un criterio no tanto de contratación de actividades estándar sino de promoción de sectores estratégicos.
—En su caso, ¿deberíamos hablar de un sector estratégico de cirugía plástica?
—En nuestro caso, sí, evidentemente. Disponemos de uno de los mejores servicios del Estado. Tenemos el privilegio de contar con profesionales como Evarist Figueras, que es toda una eminencia mundial.
Nicolás aprovechó para extenderse acerca del futuro Congreso Europeo de Cirugía Plástica, Estética y Reparadora que se llevaría a cabo a finales del verano y que sería una magnífica oportunidad para mostrar al mundo el hospital y la ciudad. Vigilaba de reojo a su interlocutor, que repasaba el guión para decidir si acababa o no la entrevista. Incluso en aquellos momentos, Nicolás temió que el periodista sacara a colación la última noticia del técnico desaparecido. Afortunadamente, el entrevistador, con una sonrisa plácida, concluyó con cifras objetivas sobre el número de camas convencionales, camas para críticos y semicríticos, plazas de cirugía ambulatoria, boxes de urgencia y plazas de hospital de día con los que contaba en aquellos momentos el nuevo Hospital del Mediterráneo.
A continuación, a micrófono cerrado, agradecieron al director su tiempo y comenzaron a recoger los trastos. Nicolás los observaba pensando que aquella gente había salido de la oposición municipal, o de la oposición del Parlamento, o de alguna oposición oculta y menospreciable. Hablaría con el responsable de prensa para que llegara al fondo de la cuestión.
En aquel momento entró la secretaria visiblemente alterada.
—Han llamado los Mossos. Querían hablar urgentemente con usted.
Nicolás dirigió a la chica una mirada fulminante que la hizo retroceder y cerrar la puerta.
—¿Cuándo saldrá? — preguntó, fingiendo desinterés.
Aún no tenían fecha de emisión, pero se lo harían saber en cuanto se incluyera la entrevista en la programación. Lo felicitaron y desaparecieron por el ascensor.
—¿Qué pasaba? —interpeló Nicolás a su secretaria cuando volvió a entrar en el despacho.
—Llamaban por el tema del técnico. Han encontrado el cuerpo de un ahogado. Pedían que alguien fuera a hacer el reconocimiento del cadáver.
Cuando Claudi Mas finalizó las intervenciones de la mañana, entró en la sala de descanso del quirófano y descubrió que Nicolás estaba allí, sentado en el banquillo de madera, jugando con los pulgares. El director tocó con la mano en el asiento para que se sentara a su lado.
—Tenemos que hablar de negocios —le anunció, dándole una palmadita en el hombro.
Nicolás le contó la entrevista que acababa de hacer para la televisión, y también la llamada de la policía.
—Este tema de la desaparición del técnico es incómodo y si la prensa se huele que puede haber tomate, se complicarán las cosas. —Corrigió —: Se me complicarán las cosas.
Nicolás observó cómo Claudi se desataba la gorra por detrás y se quitaba las fundas de papel de los zuecos.
—Ante todo, recuerda la reunión de esta tarde. Tenemos que repasar la función, y recitar nuestros papeles de memoria.
Claudi tiró las fundas al cubo.
—Hay que evitar por todos los medios que los leones comiencen a rugir —dijo Nicolás—. Ya he hablado con Evarist y hoy tenemos que dejar las pautas bien claras — insistió, moviendo los pulgares uno sobre el otro.
Claudi volvió a asentir levemente en el papel de amigo silencioso que había asumido.
—¿Así que Diana está contenta?
—Sí, claro.
—He pensado que si no fuera mucha molestia para ella, podría hacer el reconocimiento del ahogado. Es un tema delicado y vosotros tenéis toda mi confianza.
—¿No tenía familiares?
—No, ninguno. Y parece que la identificación por huellas dactilares ha sido imposible.
—Diana no pondrá ningún impedimento —aseguró Claudi.
En aquel momento entró la supervisora, Glòria Ferrer, que saludó al director y, después de comprobar que no estaba allí la instrumentista del quirófano número dos, se retiró.
—Un buen fichaje, Glòria, ¿no crees? —dijo Nicolás, siguiendo con la mirada las nalgas de la mujer marcadas levemente por el pijama de quirófano.
—Esta semana le haré el relleno de células vitales a Marta —le recordó de repente Claudi con una cierta intención velada.
—¡Ostras! —exclamó el director—. Ya no me acordaba. — Y se miró el reloj como si buscara una explicación a su olvido.
Marta era la esposa de Nicolás, su mujer de toda la vida. Desde que Claudi tenía memoria, recordaba a Marta como la pareja de su amigo, y actualmente representaban un matrimonio de largo recorrido con sus altibajos, quizá con más bajos que altos. Para el cirujano era un orgullo tratar a la mujer del director, aunque sólo fuera con un tratamiento ligero de medicina estética.
—Te agradezco que hayas podido atenderla tan rápido — reconoció Nicolás, levantándose enérgicamente, dispuesto para marcharse.
Sin embargo, a unos pasos de la salida, Nicolás se frenó con aire pesado y nervioso y, en lugar de abrir la puerta, que se hallaba entreabierta, la cerró.
—Otra cosa, ésta un poco delicada. Se trata de una amiga, ya sabes… —dijo en un tono displicente, dándose la vuelta—, una amiga en el sentido que ya te puedes imaginar, de cintura para abajo. Se llama Arcelia Céspedes. Es mexicana.
—¿Otro relleno?
—No —subrayó orgulloso el director, guiñándole el ojo—. Es joven, treinta años.
—Vaya, sí que estás en forma… —dijo Claudi, sorprendido.
—Un día te lo explicaré con calma. Ahora sólo quiero tus manos de experto. —Nicolás soltó una carcajada forzada—. Pero sólo como cirujano. Es un estrechamiento de vagina.
Claudi, más sorprendido todavía, arqueó las cejas.
—Sí, ya sé que podría operarla yo, pero no estoy acostumbrado a ese tipo de intervenciones, y seguro que tú lo harás mejor.
—¿Es multípara?
—Sólo tiene un hijo, pero la pifiaron con la episiotomía. Y a mí, qué quieres que te diga, me baila demasiado, que ya no soy el que era.
—¿Quieres hacerlo en la clínica?
—Las visitas pásalas bajo mano por la mañana en el hospital, porque ya sabes que no tengo mutua. Después, para la intervención, sí, no habrá más remedio que subirla arriba, a la privada. Pero ya lo arreglaremos.
¿Podrás encontrar un hueco?
—Lo intentaré —respondió Claudi mientras pensaba que tendría que manipular él mismo el sistema informático para hacerle un sitio a la recomendada.
Y cuando Nicolás ya había desaparecido, volvió a abrir la puerta y asomó nuevamente la cabeza.
—Eh, recuerda: las visitas por el hospital.
Éstos eran los negocios de Nicolás, negocios de todo tipo. Era un hombre decidido y arriesgado. Decidido para saltarse las normas cuando le convenía y para lidiar, a su edad, con una chica tan joven. Y arriesgado para esconderla bajo la cama en un momento casi de precampaña electoral.
3
El despacho de la Coordinación de Investigación estaba en el entrepiso y daba por delante al espacio abierto de los laboratorios, como en los antiguos talleres y fábricas. La doctora Matilde Savall podía seguir, como en un anfiteatro, la representación diaria de todos los investigadores con sólo alargar el cuello desde detrás de la mesa.
Al subir, Diana oyó voces airadas dentro del despacho, de donde al cabo de un minuto salió Mark Günev, con cara de pocos amigos. No la reconoció, a pesar de que hacía tan sólo unos instantes habían compartido asiento en la camilla del depósito de cadáveres.
—Pasa, por favor, Diana —le invitó la Savall con una voz que no traslucía ningún deje de alteración.
Diana entró con cautela y se sentó. La coordinadora se puso a escribir en el ordenador, en alguna tarea que seguramente Günev había interrumpido.
—Disculpa un segundo.
Acto seguido, cerró la carpeta en la que trabajaba y la colocó al lado de la pantalla. Se levantó y bajó el termostato del aire acondicionado.
—Está muy fuerte para mi gusto —dijo, cogiéndose las solapas de la bata—. Tú nunca tienes frío, ¿no? Me han dicho que pasas ratos largos en la cámara fría sin abrigarte ni nada.
Diana se sorprendió de la información que le llegaba a la coordinadora. Y era cierta. Muchas veces se refugiaba en la cámara para tomarse un descanso en el trabajo. Las bajas temperaturas y el aislamiento le producían, por alguna razón, un bienestar instantáneo, y le proporcionaban una capacidad de concentración que no conseguía en el laboratorio.
—Hago la inmunoprecipitación, con el agitador orbital —se justificó.
Pero la Savall no la escuchaba. Rebuscaba en un cajón hasta que sacó un expediente.
—Quería hablarte del señor Lucena. Me ha llamado la policía, los Mossos… —La coordinadora hizo una pausa y miró a Diana a los ojos—. Ha desaparecido. No saben dónde está.
—Sí, algo he oído —admitió Diana.
—Hace un par de días dimos aviso de sus ausencias. Ya sabes, como no tiene familia ni a nadie, nos hicimos responsables. —La coordinadora tocó ligeramente el dossier con las uñas, como si le diera angustia.
Sonó el teléfono y la Savall atendió la llamada, que parecía inaplazable. Entre frases amigables en inglés sobre un proyecto europeo, olvidó temporalmente la presencia de la investigadora, que la miraba con una mezcla de envidia y admiración.
Matilde Savall, al otro lado de la mesa, representaba todo lo que Diana había deseado y no había podido conseguir. Era una de aquellas jóvenes vestidas con ropa moderna y juvenil, con el cabello rizado, artificialmente despeinado, gafas con montura de pasta y una bata impecablemente blanca y planchada. Bióloga de formación, contaba con un máster de gestión en el bolsillo y varios posgrados que siguió con una beca posdoctoral en Estados Unidos. A pesar de que sus dedos se sentían más ágiles sobre un teclado informático que cogiendo una pipeta, era una investigadora competitiva en su cometido. Se las había arreglado para rodearse de un equipo que le sacaba las castañas del fuego en el laboratorio mientras ella conseguía relaciones, favores y proyectos desde su mesa de coordinación. Había convencido a la dirección de que hacía falta una unidad de gestión de la investigación que controlara los laboratorios, la adecuación de las líneas y la productividad, y logró ser nombrada coordinadora de la misma, lo que la situaba en una zona de privilegio con aquel despacho acristalado, dos secretarias propias y un becario de refuerzo, aparte de la relación directa con la dirección del hospital y la fundación. Era más joven que Diana y, por el contrario, había hecho una carrera brillante. De regreso al país como fichaje del nuevo centro, arrastraba a un hijo de nacionalidad estadounidense, según ella de padre cubano, a pesar de que las malas lenguas advertían que era homosexual y que se había quedado embarazada mediante inseminación de donante anónimo (que quizá sí fuera cubano).
Diana la observaba apretando los labios. Con un inglés ostentosamente coloquial, la joven doctora hablaba con su interlocutor de memorias coordinadas, presupuestos millonarios y reuniones de investigadores principales en un castillo de Escocia.
—I’ll call you back next week —se despidió.
A continuación, retomó la conversación después de una inspiración profunda y recuperó el semblante de gravedad que correspondía a la situación.
—No ha cogido ninguna baja, ni está de vacaciones —añadió—. Los Mossos han confirmado que no ha salido del país, ni ha realizado movimientos de cuentas corrientes. Es muy extraño. ¿Le pasaba algo últimamente?
—No, que yo sepa —contestó Diana.
—¿Bebía, o consumía algún tipo de droga?
—Tomaba beta adrenérgicos inhalados. Era asmático.
Lucena no era el hombre más normal del mundo. Pese a estar cerca de la edad de jubilación, era el único usuario del laboratorio que se movía en bicicleta, llevaba chancletas con calcetines y sufría un tic similar a una tos aguda, como un gallo. Pero estas pequeñas extravagancias eran intrínsecas de su personalidad y no la consecuencia del consumo de sustancias tóxicas.
—Hemos revisado su taquilla y hemos encontrado un cúmulo de cosas disparatadas —insistió la Savall, que negaba con la cabeza en señal de perplejidad mientras enumeraba los objetos hallados—: Un montón de billetes de lotería caducados, flores secas, pétalos dentro de una especie de plancha de papel secante. Un tufo inexplicable… —añadió, poniendo los ojos en blanco—. Y he contado hasta una docena de cajas de puntas de pipetas. ¡Guardaba las cajas vacías!
La compasión se apoderó del corazón de Diana. Ella sabía que el pobre Lucena coleccionaba aquellas cajas de colores para hacer plantaciones en el jardín de su casa. Y sintió una lástima profunda al ver que hablaban de él utilizando tiempos verbales en pasado, como si nunca más pudiera volver a prensar rosas ni a almacenar recipientes para su humilde invernadero.
—Y en el suelo varios paquetes de galletas, todas medio comenzadas. No sé cómo no hemos sufrido una invasión de hormigas.
Abanicándose con el dossier para ahuyentar todos aquellos recuerdos de su mente, Matilde hacía volar las solapas de la camisa, ya de por sí muy abiertas, y mostraba el borde de la blonda blanca del sujetador, que recogía unos pechos puntiagudos. De hecho, todo su cuerpo estaba lleno de ángulos afilados, que disimulaba con pantalones holgados, zapatos de tacón y elegantes camisas decoradas con cinturones y collares étnicos. La coordinadora de los laboratorios parecía querer demostrar que no hacía falta exhibir un aspecto masculino para ser una eficaz ejecutiva, ni para ser una gran investigadora, ni quizá para ser lesbiana.
La Savall hizo una pausa, se quitó las gafas con las patillas de color fucsia y las plantó sobre la mesa.
—Los Mossos piensan en la posibilidad de un suicidio. Parece que era un hombre depresivo — continuó con las formas verbales en pasado.
—Pero ¿y la sangre?
La coordinadora frunció el entrecejo.
—¿Qué sangre?
—La que había en el pasillo el día que desapareció.
—¡Ah, vale! Parece que eso fue un accidente de las técnicas del sótano 1 —le contestó la Savall con una chispa de curiosidad en los ojos—. Evidentemente, no tiene ninguna relación.
No añadió nada más, pero destilaba una profunda desaprobación. Durante un minuto largo de silencio estuvo revolviendo un rincón de la mesa hasta que encontró la agenda electrónica.
—Esta semana comenzarán los interrogatorios de la policía — anunció mientras la consultaba—. Tanto Günev como tú estáis en la lista, ¿correcto? Evidentemente, te pido el menor ruido posible.
Diana no supo qué responder, pero aquello le sonó como una especie de advertencia.
—Además… —Matilde la miró entonces vacilante—, la dirección me ha pedido si podrías hacer el reconocimiento de un cadáver.
—¿Un cadáver?
—La policía nos ha comunicado que han encontrado a una persona ahogada en el mar que podría ser Lucena. Nos ha pedido si alguien podría identificarlo, al no disponer de parientes cercanos. El doctor Nicolás cree que eres la persona indicada. Trabajabas con él, eres médico y tienes la confianza de la institución.
Diana asintió sin mucha convicción. Las palabras de la coordinadora parecían de nuevo como una admonición.
—Quedarán contigo para esta tarde, si no tienes inconveniente.
Cuando Diana se levantó ya para marcharse, la Savall la retuvo con un gesto de la mano que acto seguido amplió para que cerrara la puerta.
—No será fácil obtener un sustituto para Lucena. No hace falta que te diga que para inaugurar un centro nunca escasean recursos, pero después, para mantenerlo, todo se complica. —Matilde hizo una pausa solemne para que Diana pudiera digerir la noticia—. El problema es que tú, tú sola, no harás nada, no saldrás adelante. No podrás pedir financiación, ni formar grupo, claro está, y obviamente no publicarás.
La severidad de la voz sorprendió a Diana. Después siguió otro minuto largo de silencio, durante el cual la Savall la observó como si estuviera planteándose venderla en una subasta. Pero, en realidad, la coordinadora estaba haciendo un ejercicio de concentración a fin de encontrar una salida para aquella mujer que había supuesto un conflicto desde el primer día. El Consejo de Dirección, después de ácidas divergencias, había decidido considerarla como a una investigadora sénior, a pesar de que no había acabado el doctorado. Aquello era un salto con pértiga y absolutamente irregular. Se discutió que no encajaba ni por edad ni por formación como becaria predoctoral, y por otro lado tenía la tesis muy avanzada. En pocos meses podría pasar a ser líder de grupo, obviando, evidentemente, la formación posdoctoral. La decisión, forzada con calzador por Nicolás, fue otorgarle un voto de confianza. No hizo falta traducir en palabras que se trataba de una candidata especial, la esposa de su amigo, el doctor Mas, una pieza importante en el equipo del nuevo hospital.
—Para Mark Günev sería una pérdida relativa, porque dispone de becarios para trabajar. Pero para ti…
La coordinadora continuaba hurgando en las carencias congénitas de la investigadora con una facilidad funesta hasta que se dio cuenta de que la contrariedad crecía en su mirada.
—Tendremos que encontrar una solución.
—Quizá podría pedir un becario de la fundación —sugirió Diana en voz baja.
Aquello podría ser un remedio, aunque también anómalo. La Savall, que había vuelto a ponerse las gafas en la punta de la nariz, cogió la convocatoria de las becas de la mesa.
—Los experimentos con los metiladores de la telomerasa salen muy bien y en un par de semanas lo enviaré a publicar —se defendió Diana con la locuacidad servil de quien está dispuesto a todo para no perder su puesto—. Ya tengo diseñado el estudio experimental con ratones, que será la continuación, y que podría ser la tesis del becario.
La coordinadora no debió de escucharla, pues no contestó ni levantó siquiera la cabeza. Al cabo de un rato, cogió un bolígrafo y recorrió algunos de los párrafos del texto mientras los segundos transcurrían en silencio.
—El problema es que no eres doctora, ni tienes el mejor currículo del mundo. —Matilde se apretaba la montura de las gafas como si estuviera discutiendo consigo misma—. Pero el hecho es que no sólo se valorarán los méritos pasados sino el potencial futuro, y especialmente la adecuación de la línea de investigación a los intereses del centro. Puede que…
La coordinadora dejó colgados los puntos suspensivos esperanzadores en sus labios. Aquella situación la ponía entre la espada y la pared. Una recomendación impuesta desde arriba que ahora se transformaba en un dilema, y que tendría que afrontar ella sola. Observó de reojo a Diana, que seguía sus movimientos inquieta, consciente de su vulnerabilidad en la estructura del centro. Matilde se quitó las gafas y, con un aire a medio camino entre la tutela sincera y la superioridad manifiesta, exclamó:
—Creo que lo podríamos arreglar. Tenemos que facilitar el trabajo a nuestros investigadores.
Diana, con una expresión de inocente victoria, presionó la mano que la coordinadora había dejado reposando sobre la mesa. Matilde se levantó de inmediato, como obligándola a acabar la visita. Se había creado un momento de proximidad emocional incómodo que más valía no prolongar.
Cuando entró en el coche de la policía, le sorprendió encontrar a Lluís Nicolás dentro, esperándola.
—Amiga mía, no quiero que pases este mal trago tú sola —le dijo con una palmadita en la rodilla, cuando ya estaba sentada a su lado.
Diana le aseguró que no le importaba. Durante la carrera había realizado unas cuantas autopsias, cuando estaba interna en Anatomía Patológica, aunque en el fondo era consciente de que una necropsia clínica era muy distinta de una legal. Diana pensó que seguramente existía alguna otra razón secreta para su presencia.
El coche policial, con dos mossos d’esquadra uniformados delante, arrancó y salió del recinto del hospital. Entre pitidos y órdenes emitidas por la radio, tomaron la carretera de la costa para enlazar con la autovía. Pese a estar conectada la ventilación, el aire era irrespirable y Nicolás abrió cuatro dedos la ventanilla de atrás. Luego se arrellanó en el asiento y se interesó por su vida familiar en Les Roques, y Diana, con educación, le cantó las bondades de la vivienda que él había tenido a bien dejarles.
—Me alegro. Quiero que os sintáis como en vuestra casa, no lo dudes. Si tienes cualquier problema, me llamas a mí directamente. No hace falta que se lo digas a Claudi, que está muy ocupado, ya lo sé.
Cuando se desviaron hacia la salida del Vendrell, Nicolás comenzó a ponerle en antecedentes de la situación. Se dirigían al cementerio de dicha población que todavía conservaba la prerrogativa de depósito judicial, aunque cada vez se trasladaban más cadáveres a la central de Tarragona. Se trataba simplemente de hacer un primer reconocimiento. La declaración oficial la harían después.
—Es un ahogado no reclamado que, por los signos que presenta, podría haber muerto en fechas compatibles con la desaparición de Lucena. No lo han podido identificar por las huellas dactilares porque no estaba en buen estado.
Diana ya sabía que los cuerpos en el mar, por la agresión del agua y los peces, se deterioraban con rapidez. Sintió un peso en el estómago y pensó que no era el mejor regalo de cumpleaños.
—Ya sabes que los Mossos creen más bien en un suicidio, y a nosotros ya nos va bien. Lucena era un hombre depresivo, y este final podría resultar «natural», ¿entiendes? —Nicolás miraba por la ventanilla como si estuviera explicándoselo a sí mismo—. Son unos momentos delicados para el hospital, y también para el congreso y las elecciones. Cuanto antes se zanje el tema, mejor.
El automóvil cogió un camino de tierra y unos metros más adelante se detuvo frente a una verja que cerraba unos muros encalados. El cielo se había vuelto gris y pesaba sobre sus cabezas como si la calima fuera de plomo. El cementerio estaba desierto y el silencio era casi absoluto. El crujido de las pisadas sobre la grava del camino resonaba con una claridad siniestra. En un momento dado, mientras avanzaban guiados por el mosso entre las tumbas y los cipreses, le llegó una bocanada empalagosa de flores marchitas de las miles de ventanas mortuorias de los muros.
Al final del camino les esperaba un individuo afable. Vestido con un guardapolvo gris con las mangas arremangadas, se presentó como personal de la funeraria. El hombre los condujo al fondo del recinto, donde el cementerio comunicaba con el tanatorio. Entraron en una sala no muy grande, iluminada por la potente luz de un fluorescente. En el entrepaño opuesto había una puerta cerrada, y el hombre buscó las llaves en el bolsillo. De forma inconsciente, Diana inició una respiración superficial para evitar el olor de la muerte.
—Ya lo he sacado porque la cámara no funciona. El mantenimiento es cada vez más complicado —se excusó—. Pocos cuartos para pocos cadáveres. Y encima los jueces cabreados porque se llevan los muertos a la ciudad.
Nicolás sacó disimuladamente un pañuelo de papel y se lo puso en la nariz.
—No se preocupe. Hasta que no los abren en canal, no huelen mal —le dijo el hombre.
Al abrirse la puerta, vieron el cadáver sobre la losa. Iba vestido con una camisa de manga corta y un pantalón largo, y el color de la piel era de un gris violáceo.
—No te aproximes más si no quieres —dijo Nicolás, sujetándola por el codo.
Pero Diana avanzó hasta situarse casi rozando al difunto. El hombre debía de tener la edad y estatura de Lucena, pero tenía la piel tan oscura que parecía de color. De hecho, el individuo se asemejaba a una copia deformada de un ser humano. Su rostro mostraba una expresión extraña, con los ojos inexpresivos y la boca abierta y negra como la noche. El aire había comenzado a infiltrarse bajo su piel, inflándole ligeramente las mejillas, y el cabello, largo y pajizo, se le pegaba a la cabeza.
—Le han sacado una especie de pez negro que se le había metido por la garganta —explicó el hombre, con las manos en los bolsillos, esperando impresionar a los visitantes—. Es muy frecuente. A veces son especies extrañas, como serpientes, que viven en las profundidades.
—¿Cómo es que le faltan los dos dedos índices? —observó Diana.
—El juez autorizó que se los cortaran para obtener las huellas.
De un modo casi imperceptible, se notó un estremecimiento general. Nicolás miró la mano que reposaba junto al cuerpo. Se veía de un tono igualmente azulado, con heridas como si la hubiera picoteado un banco entero de pirañas, y el dedo índice acababa en la segunda falange, con el hueso seccionado con un corte limpio entre la carne. Nicolás se sobrepuso a la repugnancia que sentía e intentó hacer una especie de declaración oficial:
—Por el aspecto, podría tratarse perfectamente de Lucena.
Sin embargo, Diana dudaba. Aunque el cabello largo y ralo hacía pensar en el técnico, las facciones estaban tan deformadas, y el color oscuro de la piel era tan intenso, que impedían pronunciar un veredicto claro. Ni siquiera la ropa le inspiraba confianza. Nicolás volvió a cogerla por los hombros.
—Cuando quieras nos vamos. Pero ella no se volvió. Se quedó pensativa sobre aquel despojo humano.
—¿Puedo ver el abdomen?
—¿El abdomen? —exclamó el hombre de la funeraria francamente sorprendido.
—Sí, si es posible.
El operario sacó unas tijeras del bolsillo y sin demora hizo saltar los botones inferiores de la camisa. Bajo la tela acartonada apareció un abdomen dilatado, con una mata de pelo alrededor del ombligo, inquietamente viva. Diana se fijó en la mancha verdosa que comenzaba a extenderse como signo de la putrefacción incipiente.
—No es Lucena —dijo, levantando la mirada—. Con toda seguridad, no lo es.
Sus ojos se encontraron con los de Nicolás, a quien se le había caído el pañuelo al suelo y la miraba con la boca abierta.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —susurró él con un punto de exasperación.
—Tenía un tatuaje aquí, alrededor del ombligo.
Los ojos de Nicolás se hicieron pequeños y alargados. Después cerró la boca y apretó los labios, y Diana intuyó que no le había gustado nada su observación.
Salieron lentamente de la sala y el hombre de la funeraria apagó la luz. Ya de nuevo en el coche, Nicolás subió el cristal de la ventanilla y no dijo nada en todo el trayecto de vuelta.
4
Al caer la tarde de aquel día sofocante, Diana se dispuso a limpiar el pescado sobre el mármol para la cena y le extrañó que, pese a la orientación de la cocina hacia el oeste, aquél fuera el lugar más fresco de la casa. Por un momento miró a su marido a través de la ventanilla que comunicaba las dos estancias, una especie de torno de convento, por la que se pasaban los platos para poner la mesa. Enmarcada en la madera oscura, la imagen de Claudi sentado en el orejero de cretona, leyendo el periódico, le resultaba muy parecida a una fotografía antigua de su padre que tenía en la habitación.
¡Cómo había cambiado su marido con los años! Había sido un joven delgado y desgarbado, y se había convertido en un hombre robusto, ancho de espaldas y cintura. Por el contrario, no había perdido ni un poco de cabello, que tirado hacia atrás le caía frondoso por las sienes hasta la nuca. De joven había sido un estudiante aplicado, pero también animoso y popular. Cantaba en la tuna de la facultad, y había ejercido de delegado de curso en más de una ocasión. Ambos participaban en el grupo de teatro amateur y, a principios de la segunda temporada, él le pidió que salieran juntos. Sorprendentemente, se había fijado en ella cuando interpretaba el papel de la princesa Leia en La mujer del viento. El hecho de que fuera delgaducha y más bien seria no parecía importarle mucho. Él hacía de director de aquella obra escrita por un autor novel, muy alegórica y poco realista, que constituyó todo un reto para la compañía. A los pocos meses ella se quedó embarazada y se casaron.
Diana se miraba los anillos del dedo anular de la mano izquierda, sujetando distraída la pescadilla mientras las tijeras hacían su trabajo. El de plata era de cuando se quedó embarazada, y el de oro, de cuando se casaron. Claudi y ella habían sido felices. Él era un hombre austero en los deseos y también en el día a día. Cuando la tía de él se iba, recobraban su pequeño reino, ellos dos y la niña. Diana recordaba aún cuando él llegaba cansado de la guardia y se llevaba a Sandra para que ella pudiera prepararse un examen, y esparcían todos los juguetes sobre la única alfombra del piso, la misma sobre la que celebraron todas las notas de su carrera, una a una. De vez en cuando se permitían el lujo de pagar a una canguro e ir al teatro. Eran unas veladas inolvidables: una obra elegida con esmero y después cena, vino y postres para comentar las interpretaciones, la dirección e incluso adentrarse en el autor y su trayectoria. Le costaba saber en qué momento Claudi había comenzado a ser diferente. Posiblemente la consulta privada y, más tarde, los cargos políticos en el hospital y el Colegio de Médicos lo hubieran cambiado. Congresos, reuniones, simposios… nunca estaba en casa, y muchas veces tampoco iba a cenar. No ocultaba que le gustaba el poder, o la gestión, como decía él, y actuaba como un político aficionado entusiasta. La culpa de ello era en parte de su tío, Albert Cladellas, hermano del padre de Diana, un político vocacional, que desde los inicios de la democracia se había situado estratégicamente dentro del partido y había escalado posiciones en la sectorial de sanidad. En la actualidad, ostentaba una importante dirección general que lo mantenía en primera fila del Gobierno. Claudi siempre lo había admirado. Cuando lo visitaban, se transformaba, se encandilaba, era la palabra. El mismo día de la inauguración del hospital, Claudi no se había separado ni un momento de su tío político, hasta el punto de que la gente se preguntaba si el sobrino carnal sería él o ella.
Diana sintió de repente otro de aquellos pinchazos en el pecho, y el cuchillo se quedó sin energía al cortar la ventresca de las pescadillas. Era el tercero o el cuarto del día, ya había perdido la cuenta. Respiró hondo y se recuperó. Echó un vistazo a Tara, que hacía rato que se restregaba contra sus piernas, animada por el olor a pescado. De buena gana le habría pasado la mano por el lomo, porque decían que acariciar a los gatos era un antidepresivo de primera. Pero las llevaba embadurnadas de tripas y además tenía otros recursos para ser feliz, se dijo enérgicamente. Aquel día era su cumpleaños y pensaba disfrutar de una velada con Claudi. Le recordaría la festividad al sentarse a la mesa para cenar, y seguro que él le daría un beso y querría abrir una botella de cava.
—¿Sabes que los metiladores de la telomerasa me han salido muy bien? Mañana mismo me pondré a escribir el artículo —comentó ella.
La gata levantó la cabeza, pensando que le decía algo, pero al ver que no se dirigía a ella se quedó sentada con la pata encogida con aquel triste muñón.
—Y además pediré un becario. Aunque será difícil que me lo concedan. Hace años que no publico, no tengo proyectos, y ni siquiera soy doctora.
—No te quejes —la amonestó Claudi—. Ahora tienes un laboratorio y un despacho. Y pronto presentarás la tesis.
—Sí, pero si no me espabilo me quedaré sola. Seré un equipo de una persona. —Las tijeras dudaron en el vientre de los animales mientras Diana negaba con la cabeza—. ¡Pobre Lucena!
Al llegar a casa habían comentado la desaparición del técnico, las sospechas de suicidio de la policía y el reconocimiento del cadáver que había llevado a cabo junto con Nicolás.
Diana metió las cabezas y las tripas en una bolsa de plástico para evitar el mal olor mientras continuaba con su monólogo:
—La Savall nos ha convocado, a Mark Günev y a mí, para el interrogatorio de la policía. —Diana enharinaba ahora el pescado con dulzura, acariciándolo con las manos—. Mark cree que se lo han quitado de en medio.
Claudi emitió un sonido gutural en un tono agudo que se podía interpretar como de sorpresa.
—Piensa que sabía cosas del pasado de la clínica, de cuando trabajaba en quirófanos. Cree que podría comprometer a alguien.
Claudi la miró por primera vez por encima del periódico.
—Eso es de chalados, francamente. ¿Qué pruebas tiene?
Diana puso aceite en la sartén y encendió el fuego.
—El día que Lucena desapareció había un charco de sangre en el suelo del laboratorio.
—¿Eso es cierto?
—Yo no lo vi, pero dicen que iba de una punta a otra del pasillo. Se dijo que habían sido las chicas de hematología, que habían derramado los tubos por accidente.
Claudi cerró pausadamente el periódico.
—Mark me ha pedido ayuda. Hemos estado buscando sus zapatos, que se mancharon de sangre. Quería contrastar la genética de Lucena.
—¿Tú tienes que ayudarlo a buscar unos zapatos?
—Los tiró al contenedor del laboratorio y se puso unos zuecos. Yo tengo los contactos con el servicio de residuos.
Lo dijo un tanto a disgusto, porque aquella historia de las tareas «de apoyo» del laboratorio que le había endosado la coordinadora le molestaba sobremanera. La Savall le había impuesto la supervisión de los bidones de desechos y los pedidos de los productos básicos del laboratorio. Diana era el único investigador que de momento no contaba con un proyecto financiado y, supuestamente, disponía de más tiempo libre. Era muy consciente de que aquel cometido, aparte de suponer un trabajo añadido, era más propio de un técnico que de un investigador.
—No los hemos encontrado, es una lástima. Han pasado muchos días.
—Diana, no te metas.
Puede que fuera el hecho de que él la llamara por su nombre lo que la puso en alerta, porque sólo le salía así cuando hablaba con terceras personas. Sentado en el sillón, con la mirada perdida, Claudi mostraba una expresión difícil de interpretar.
—No me meto, sólo lo he ayudado.
—Lo has ayudado a buscar pruebas. O pruebas imaginarias — rectificó Claudi. Eso, en mi idioma, se llama colaborar.
—Si alguien me pide la llave de los residuos, tendré que acompañarlo, ¿no?
—Me alegra ver que tienes tiempo para perderlo en rutas
turísticas. Después protestarás porque no te dan al becario.
Tragándose la contestación que tenía en los labios, Diana siguió colocando las pescadillas abiertas en la sartén. Era fácil adivinar que Claudi estaba enfadado y que no ganaría nada alargando la discusión. Evidentemente, no osó comentarle la historia tenebrosa de las neveras de la morgue.
En aquel momento sonó un móvil. Diana bajó el fuego y salió al comedor, deseando que fuera su hija, que llamaba para despedirse.
—Es el mío —anunció Claudi. En aquella casa esas palabras eran habituales, ya que el hospital había distribuido entre el personal móviles de trabajo, y todos eran idénticos, por lo que a veces daban lugar a confusiones.
Desde la abertura de la cocina Diana vio que su marido se levantaba y salía al recibidor. Sería Nicolás, el amigo de toda la vida, el que los había embaucado con el traslado del trabajo. ¿Por qué siempre que llamaba el director Claudi tenía que apartarse del mundo? Lluís Nicolás le parecía salido de una de las obras de Pinter que estaba releyendo, con aquellas frases suyas reticentes y evasivas que escondían siempre un deseo de reconocimiento. Desde hacía un tiempo Diana tenía la sensación de que Claudi comenzaba a imitarlo. Había incorporado a su vocabulario algunas palabras que la sacaban de quicio. Por ejemplo, ¿por qué tenía que llamar a su jefe «patrón»? Ese léxico estaba bien para los franceses, pero aquí sonaba ridículo. Y aquella retahíla de términos ingleses, como background, empowerment y benchmarking, que nunca habían formado parte de su repertorio ni se correspondían con su voz. Todo aquello era típico de Nicolás. ¿O quizá de Evarist Figueras?
Ya hacía un rato que Claudi escuchaba el móvil sin decir nada, plantado delante de la escalera.
Nicolás estaría dándole su versión de la visita al cementerio del Vendrell. Y mientras Diana freía el pescado por ambos lados, le asaltaron las dudas que llevaban mareándola aquellos últimos meses.
¿Por qué habría aceptado su marido el traslado de hospital? Reconocía que Evarist Figueras era una personalidad en el mundo de la cirugía plástica, pero ¿justificaba eso aquel cambio para ir a comer del mismo plato que ese hombre que tanto se jactaba de sí mismo?
Además, Claudi había abandonado la consulta ¡precisamente cuando ésta volvía a funcionar! Por no hablar de los cargos políticos, que le encantaban. ¿Cómo había podido renunciar a la vocalía del Colegio de Médicos y la comisión de la Academia? Y el pescado se freía a fuego lento mientras aquellas preguntas hervían en su cabeza.
Al ver que Claudi había vuelto a tomar asiento, Diana intentó cambiar de conversación.
—¿Qué día quieres que venga a cenar Nicolás?
—No hay prisa —contestó él en tono áspero.
—Ayer dijiste que querías ventilar la cuestión antes de las vacaciones.
—No habrá muchas vacaciones.
—Dijiste que…
—Pues no me expliqué bien — atajó él.
Diana se quedó mirándolo dolida. Ya sabía que durante el rodaje del hospital se había recomendado al personal no cogerse las vacaciones en verano, pero Claudi le había prometido que buscaría una semana.
—¿No harás vacaciones?
Él no le respondió. Pasó la página con tal ímpetu que parecía que el papel quisiera romperse. Y de repente Diana se asustó. Le invadió un miedo glacial ante el temor de que Claudi estuviera cansándose de sus protestas. Puede que ella se hubiera quejado demasiado de sus ausencias, como esas mujeres pesadas a las que su marido criticaba. Lo cierto era que él llevaba un ritmo de trabajo agotador: jornada completa en el hospital, todas las tardes en la clínica y, por si fuera poco, tenía que viajar a menudo con motivo de congresos y reuniones de cirujanos plásticos. Además, Diana intuía que su marido estaba sometido a grandes tensiones. Era consciente de que debía convivir con un nuevo jefe, y en su caso un jefe estelar con muchas ínfulas a sus espaldas.
Tenía que batallar por las camas, marcar territorio y justificar las intervenciones y estancias mínimas. Diana estaba enterada de todo ello y también sabía que Claudi tomaba tranquilizantes a escondidas para dormir.
Apagó el fuego después de asegurarse, con un pinchazo de tenedor, de que el pescado estaba bien hecho. Luego se secó las manos, salió de la cocina y se sentó junto a su marido.
—¿Qué he dicho que te haya puesto de mal humor?
—Nada, siempre haces lo mismo.
—¿Qué es lo que hago?
—Dejémoslo estar.
—No. Ahora me lo explicas. Dime qué hago mal. A ver, ¿qué he hecho mal?
Claudi se echó hacia delante y se encaró a ella.
—Estoy de mal humor porque quería leer las noticias con tranquilidad y me desconciertas con esas ideas negativas sobre el hospital. Es nuestro hospital, no sé si te das cuenta. No debes ayudar a difundir sospechas de secuestros o asesinatos imaginarios. Haz el favor de no complicarme la vida. No le busques tres pies al gato. Me han dado un trabajo que me gusta, soy amigo del director, mi jefe confía en mí, el hospital confía en mí.
Claudi la cogió entonces por la muñeca.
—Y tú tienes un empleo digno. Gracias a la dirección, gracias a la fundación. ¿Lo entiendes?
Diana guardó silencio, pues aquellas afirmaciones no exigían respuesta alguna. Claudi continuó.
—Ya sé que esto no es lo que te prometí. Me paso muchas horas fuera de casa. —Suspiró—. Ya me imagino que te sentirás muy sola.
Claudi se puso de pie y fue hacia el ventanal.
—He pensado… —Se detuvo para volverse y mirarla fijamente— que podrías hacer un voluntariado en la ciudad.
Diana no hizo ninguna observación.
—Ya sabes, ayudar a los marginados, a la gente infeliz y todo eso —insistió él—. Creo que te iría bien.
—No sé…
—Te distraerías. Harías nuevas amistades.
Claudi se acercó a ella, se agachó y le cogió las manos.
—He pasado… —Se corrigió —: Hemos pasado… —Hizo una pausa porque las palabras se le atragantaban— momentos complicados en nuestra vida, y los hemos superado juntos. Ahora podemos comenzar de nuevo.
De repente, como si se diera cuenta de que aquello no tenía sentido, se separó de ella y se dejó caer en el sillón.
—Olvida la conversación que hemos tenido. Olvídalo. No tiene ninguna importancia. —Y, respirando hondo, añadió con amargura—: A veces pienso que no deberíamos haber venido aquí.
—Pero ¿por qué lo dices? Él no contestó.
Después de cenar estuvieron callados con la televisión muy baja, hasta que Claudi manifestó que ya era hora de acostarse.
Una vez en la cama, ella lo cogió por la espalda.
—Yo haré lo que quieras.
Él parecía no escucharla. Diana insistió.
—Si crees que tenemos que volver, volveremos. Si crees que mejoraré haciéndome voluntaria, lo intentaré. Pero no quiero verte así. Me duele mucho.
Diana comenzó a darle besos en el cuello y después en las orejas, le peinó los rizos de la nuca y le masajeó los hombros. Luego sus manos avanzaron lentamente por el torso de su marido, cálido y pesado. Diana advirtió que con las caricias él iba relajándose. Claudi se volvió entonces y la rodeó con los brazos, y ella le respondió con ternura. No obstante, al unirse sus cuerpos, Diana se percató de que estaba totalmente fláccido. Intentó animarlo trasladando las caricias entre sus piernas, pero en cuanto Claudi notó el contacto de su mano, se incorporó y sacó los pies de la cama.
—Hoy no esperes nada, lo siento.
Parecía malhumorado. Diana lo cogió del brazo.
—Claudi, no tiene importancia. No te preocupes. Si estás cansado…
—No es un problema de cansancio.
Claudi se levantó y se dirigió hacia la puerta del baño, y Diana adivinó que iba a buscar un somnífero.
5
A la mañana siguiente Lluís Nicolás entró en el ascensor malhumorado. Acababa de pasar por delante del coche de la policía autonómica que estaba aparcado sobre la acera, cuya presencia era señal inequívoca de que tendría muchos quebraderos de cabeza derivados de las investigaciones del caso Lucena. Problemas en medio de problemas.
Bajó a la zona de servicios, donde se encontraba el ropero, para recoger una bata limpia. Hacía dos días que se la había pedido a su secretaria, pero al final salía más a cuenta hacerlo uno mismo. Marcó en el dispensador la talla y la prenda deseada, y después introdujo la tarjeta identificativa. Un rumor en las entrañas de la máquina precedió la aparición, en la ventana alargada, de una bata primorosamente planchada y colgada de una percha. Mientras el director la cogía, el dispositivo luminoso le advirtió que debía devolver la bata usada lo antes posible, pues de lo contrario no se le proporcionaría ninguna prenda más. Nicolás se colocó la bata doblada en el brazo y con la otra mano cogió la cartera del suelo mientras pensaba orgulloso que el ropero automatizado era un ejemplo de la perfección tecnológica del hospital. Sin embargo, parecía que eso no impresionaba lo más mínimo a los concejales de la oposición, que no se abstenían de criticar el gasto extraordinario que suponía su hospital ejemplar. ¿Cómo era posible que tuvieran déficit con la mitad de las camas desocupadas?, se preguntaban. No se daban cuenta de que los costes de mantenimiento se lo comían vivo. Había que limpiar y realizar controles de seguridad, y también de vigilancia, tanto en las zonas abiertas como en las cerradas. Y, por si fuera poco, Marta estaba empeñada en rejuvenecer diez años, cuando la cosa ya no tenía remedio.
Nicolás estaba tan preocupado que, al salir del ascensor, no admiró la panorámica que concedía la inmensa vidriera, con las nubes que viajaban empujadas por el mistral y las copas de los pinos que se agitaban inquietas. Aquéllas eran las alturas otorgadas a los despachos del director médico y el gerente, en el ala sur, en la planta más noble del edificio, que correspondía a la Clínica del Mediterráneo, un privilegio en honor de las tareas elevadas que habían asumido.
—Han llamado del diario de Tarragona. Por el tema de…— anunció Lucy mientras buscaba el post-it, comiéndose una galleta baja en calorías— la desaparición de Manuel Lucena.
Nicolás arqueó las cejas con contención y se encerró en su despacho. Finalmente, la prensa quería meter las narices en los sótanos del edificio. Lucy entró al cabo de dos segundos.
—También ha llamado el concejal de Sanidad. —La secretaria se interrumpió a propósito para contemplar el interés del director por el cargo municipal—. También por el tema del técnico. Ha dicho que llamará más tarde.
Nicolás ya no se quitó la inquietud de encima en toda la mañana. Ni siquiera el vestido ceñido de Lucy, que marcaba generosamente su ostentosa anatomía, sirvió para aliviar sus males. Todo el mundo estaba pendiente de los problemas del hospital, pero nadie se fijaba en los aspectos positivos por los que luchaba a muerte cada día. Precisamente el concejal de Sanidad era una figura clave en las relaciones políticas del centro, y también por sus buenas relaciones personales, ya que sería el candidato oficial alternativo para la alcaldía en las elecciones municipales y él pensaba acompañarlo en la lista. De hecho, había reforzado a fondo aquella relación encargando un informe, innecesario actualmente, sobre la estructuración administrativa del hospital, a la asesoría de su hermano.
Vestido con la bata blanca impecable, en la que destacaba el logotipo del Hospital del Mediterráneo —una elegante ola dibujada bajo las letras—, se quedó plantado delante del ventanal que recorría la pared situada detrás de la mesa. Justamente ahora que gozaba de un hospital de primera, de un instituto de investigación puntero y de una fundación millonaria que sufragaba una parte importante de los gastos, ahora surgían contratiempos y complicaciones. ¿Qué pasaría si se extendían aquellos rumores patológicos sobre Lucena? ¿Y cómo diablos sabía Diana lo del tatuaje en la barriga del técnico?
Tras reducir la potencia de la refrigeración, se sentó a la mesa preocupado. Primero pondría en marcha la maquinaria del día y después tranquilizaría al concejal. Encendió el ordenador y abrió el correo electrónico para priorizar acciones. Entre la ristra de mensajes que aparecieron en la pantalla, Lucy le había enviado copia del mensaje dirigido al profesor Friederich, donde se le invitaba a impartir la conferencia magistral de clausura del congreso.
Pese a no formar parte ni del comité organizador ni siquiera del comité científico, Lluís Nicolás había querido involucrarse personalmente en la organización del evento. El XXVII Congreso Europeo de Cirugía Plástica, Estética y Reparadora suponía un proyecto que sobrepasaba el valor meramente profesional de cualquier congreso. Para él suponía un reto, la ocasión de mostrar su obra, el Hospital del Mediterráneo, al mundo, es decir, a los centenares de especialistas de toda Europa, entre cirujanos plásticos y médicos especialistas en medicina estética. Pero para alguien como él, un controlador nato donde los hubiera, aquello estaba afectándole a la salud. En aquel preciso instante, cuando leyó la invitación, la presión arterial le disparó unos cuantos milímetros de mercurio sobre las arterias. Con mano temblorosa, cogió el auricular del teléfono.
—¿Quién ha escrito el mensaje de Friederich?
—El doctor López-Ambrosio. Era en inglés —se disculpó la secretaria—, y usted dijo…
Nicolás reprimió una blasfemia en los labios. Ya sabía que las cartas en inglés las escribía su adjunto.
—Llame al doctor López. — Como siempre, le gustaba truncarle el apellido cuando estaba enfadado —. Y que suba enseguida.
El doctor López-Ambrosio, el más veterano de los adjuntos de ginecología, era la persona de confianza del director. Había sido jefe de servicio de obstetricia en la antigua Clínica Tarraco, hasta que llegó Lluís Nicolás de Barcelona, un poco más joven y con más iniciativa, y lo desbancó, prometiéndole que formarían un tándem invencible. López- Ambrosio, un hombre dócil, vio con buenos ojos la llegada del nuevo jefe, por el que enseguida mostró una gran admiración. Lo veía como un ejemplo de la nueva medicina, de los nuevos médicos que venían de la capital. Él era un hombre clásico que se rendía al juego de las jerarquías, y Nicolás se aprovechaba de ello cuanto podía. López-Ambrosio se tomó muy en serio lo del tándem, y se ofreció para ser su ayudante y su mano derecha. Cuando Nicolás asumió el puesto de director dentro del proyecto del nuevo hospital, las tareas se diversificaron, y la ayudantía de López-Ambrosio derivó en una especie de cargo de secretario general que apagaba fuegos allá donde hiciera falta, demostrando un servilismo que rayaba en lo ridículo. Ahora, con el tema del congreso, Nicolás lo utilizaba de forma escandalosamente polivalente, como aquellos jokers sonrientes de los juegos de cartas que podía utilizar en las situaciones más inverosímiles.
López-Ambrosio tardó una hora larga en terminar de extirpar un mioma uterino, a velocidad de crucero, tiempo que Nicolás aprovechó para ir calentando motores. Pudo ultimar las firmas del día y planificar la agenda de la semana siguiente sin quitar ojo al coche de los Mossos que permanecía clavado en la acera.
Cuando la figura diminuta del médico, insignificante y pulcro, atravesó el umbral de la puerta, Nicolás le dirigió una mirada furibunda, primero a él y luego al papel impreso que reposaba sobre la mesa.
—La carta de invitación de Friederich.
—Se la di a Lucy para que la enviara.
—Es más grave que todo eso. Siéntese, por favor.
Con pretenciosa cortesía, Nicolás siempre trataba de usted a su ayudante, en un intento infructuoso de divorciarlo de aquel tándem imaginario.
—Supuestamente domina usted el inglés, ¿no es así, López? —dijo el director, acortándole una vez más el apellido.
Consciente de que la cuestión no era el «cuándo» sino el «cómo», el hombre palideció. Cogió el papel con mano insegura y se puso las gafas que llevaba en la cartera.
Nicolás lo observaba irritado. ¿Por qué escondería las gafas en la cartera? ¿Y por qué llevaría siempre la cartera encima, incluso cuando venía del quirófano?
—Le recuerdo que en las últimas líneas había que ofrecerle alojamiento.
A López-Ambrosio le temblaba la mano. Nicolás continuó con su sonsonete: —Lodging, housing, accomodation… ¿Y qué me ha escrito usted?
—Es un error.
—Lea, lea. ¿Qué pone exactamente?
—Allotment.
—Sí, señor, «allotment», le ha ofrecido una parcela, un huerto.
—Habrá sido una confusión con la transcripción. Lucy…
—No sé cómo decírselo, López. Usted sabe perfectamente lo que puede afectar eso a la imagen del congreso, del hospital, de mi persona. El invitado especial, la personalidad encargada de la conferencia de clausura, un científico que está acostumbrado a viajar, que responde cada día a miles de invitaciones, ¡resulta que recibe un ofrecimiento para llevarlo al huerto! Usted sabe perfectamente lo que nos jugamos con este congreso. Su actitud es de una falta de consideración total.
López-Ambrosio se sentó compungido, con el papel en la mano.
—Sí, profesor, tiene razón, ha sido una equivocación mía. Le pido disculpas.
López-Ambrosio había recurrido al tratamiento de profesor, cargo que el director ocupaba a tiempo parcial en la facultad, porque, fuera cual fuese el problema, siempre ablandaba la actitud de Nicolás. Pero esta vez el director lo ignoró por completo. Con la cabeza entre las manos, le pesaba el cerebro de tantos disgustos. Estaba rodeado de gente mediocre y estúpida, un montón de vagos y pusilánimes. Él no se merecía eso. Odiaba a aquel hombre menudo que parecía gimotear al otro lado de la mesa. Le habría metido en la boca la carta arrugada y se la habría hecho tragar, con las mejillas infladas y la nariz encogida como una rata.
Pero López-Ambrosio, enfundado en su bata blanca perfectamente planchada, había sacado ya el bolígrafo del bolsillo superior y, con un hilo de saliva reluciente entre los labios, procedió a corregir la falta anglosajona con una letra menuda y pulida. Después dobló el papel y se quedó quieto en la silla, como esperando mansamente la orden de su amo.
Y el amo estaba contando hasta cincuenta para calmarse, porque sabía que le hacía falta la ayuda de aquel hombre. Le hacía falta, y cada vez más. Y eso era lo que más rabia le daba. Las secretarias no estaban preparadas y no podía confiar en ellas, especialmente para los temas más íntimos y familiares.
—¿Miró los alquileres de apartamentos en la playa, como le pedí?
Solícito, el doctor López- Ambrosio se inclinó sobre la cartera, de la que sacó un fajo de hojas impresas con varias ofertas inmobiliarias. Estaban ordenadas por la cuantía del alquiler, de más económicas a más caras.
—Me pidieron el número de inquilinos y yo dije que tres personas, que nos bastaba con una o dos habitaciones. —Con una sonrisa, añadió—: Soy de la opinión de que así queda más natural, como si se tratara de una pareja con un hijo, o de un grupo de tres amigos.
Plantado de pie delante de él, con una chispa de lujuria en la mirada, López-Ambrosio le hablaba con una complicidad repulsiva, como si fueran colegas en la facultad y estuvieran organizando un fin de fiesta.
—Pues piensa demasiado —le espetó Nicolás en la cara—. Deje los papeles y vaya inmediatamente a arreglar esta carta y a disculparme con Friederich. ¿Me entiende? Dígale que ha sido un error del corrector de texto.
Nicolás se puso de pie para obligarlo a marcharse. Necesitaba verlo fuera del despacho o lo habría arrojado por la ventana. Respiró hondo. Quizá se hubiera excedido con aquella escena culpabilizadora. De hecho, conocía a Friederich y sabía que no se lo tomaría mal. Pero ¿cuántas pifias indetectables, y de qué calibre, se realizaban cada día? Interrumpió el cálculo mental y se sonó la nariz ruidosamente. La ira fue remitiendo, y la repulsión injusta también. Y cuando la onda expansiva se extinguía, le quedaba una estupefacción sin límites. No entendía cómo él, un hombre de mundo, cultivado, amante de la música clásica y las lecturas minoritarias, reaccionaba primitivamente, con aquella violencia contra un ser inferior y sumiso. O tal vez fuera precisamente por eso, por aquella subordinación que lo sacaba de quicio. López-Ambrosio hacía lo que él le mandaba, cualquier cosa, sin cuestionar jamás ni una palabra. Saldría con un palo para defenderlo si estuviera acorralado por los lobos. Puede que hasta diera la vida por él. Nicolás dobló el pañuelo con parsimonia y volvió a sentarse, ya más calmado, incluso un tanto emocionado. Había tantos lobos por los pasillos del hospital y escondidos por los despachos del ayuntamiento… Hasta los amigos de toda la vida, como Diana Cladellas, parecían ponerse en su contra. ¿Qué más le hubiera dado a ella identificar a Lucena en aquel cuerpo deformado? Y con ello se hubieran quitado el muerto de encima, nunca mejor dicho.
Nicolás volvió con gratitud al pensamiento de la fidelidad sublime de López-Ambrosio, que en aquellos momentos lo invadía con una profunda sensación de paz y serenidad. Cogió las ofertas de alquiler que su ayudante había dejado discretamente en un extremo de la mesa y las guardó dentro de la carpeta de la historia clínica de la paciente mexicana. Después, ya desahogado, ordenó a Lucy que le pusiera con el concejal.
Diana ordenaba la solicitud del becario, repasando las firmas y el número de copias. Se sentía ilusionada con aquel paso. El becario representaba una responsabilidad, una persona a la que formar, el inicio de su propio grupo de investigación.
Se reclinó en el respaldo del sillón e hizo girar éste sobre las ruedas. Cogió una bola de cristal con una inclusión en forma de ratón de plástico. Era un pisapapeles que le había regalado una casa comercial hacía unas cuantas Navidades, y que utilizaba de amuleto para atraer la fortuna en cada experimento. Se lo puso delante de un ojo, con el otro cerrado, y miró a sus compañeros amplificados a través del vidrio macizo. Los becarios y técnicos manejaban pipetas, los posdocs repasaban los datos en el ordenador y los séniors, jefes de grupo, preparaban las publicaciones, conferencias y proyectos encerrados en sus cubículos. Todo el sótano parecía una escenografía de una obra de teatro en la que cada cual representaba su propio papel. El grupo de Mark Günev investigaba la toxicidad de los estrógenos con dos becarias muy jóvenes que pasaban más tiempo metidas en la unidad de cultivos que sus amigas en los bares y discotecas. Más allá estaba el doctor Cuevas, que había aterrizado procedente de la Universidad de Columbia para investigar el papel de las sirtuinas y la restricción calórica en la supervivencia de los animales; «los famélicos», los apodaba Mark. Y detrás de la mampara de cristal se hallaba Justin Curley, el australiano pelirrojo y altísimo, siempre vestido con bermudas, saltándose a la torera las mínimas formalidades que exigían algunos acontecimientos de la casa, pues su investigación, centrada en la obtención de las células madre a partir de células ya diferenciadas, lo mantenía absorto y ajeno al funcionamiento diario del universo. Al fondo del pasillo se hallaba el rincón que la Savall tenía reservado para su reino de «los oxidados», como se les conocía, los cuales investigaban los sistemas antioxidantes como protectores de enfermedades.
Y los personajes de aquella representación evolutiva se mostraban como piezas de un engranaje perfecto en el que los becarios se convertirían en doctores, los doctores en investigadores y los investigadores en líderes de grupos integrados por nuevos becarios para así volver a cerrar el círculo. De repente, le invadió una enorme sensación de optimismo. Aquel mundo subterráneo funcionaba con la exacta precisión de un reloj de cuerda de aquellos antiguos, provisto de múltiples ruedas dentadas, pesos y contrapesos. Y ella estaba encastrada en la maquinaria, y avanzaría como los demás, sin ser una excepción. Miró el cartel de su puerta: DOCTORA DIANA CLADELLAS. Aquello de «doctora» era una mentira piadosa, pero con la ayuda de aquel par de artículos se haría realidad.
Pasó las manos por los brazos del sillón, poco a poco, como si los acariciara. Eso era lo que había soñado siempre: desarrollar una línea de investigación original, trabajar en un centro reconocido, disfrutar de un laboratorio y un despacho propios, y de un grupo de becarios con los que compartir las alegrías y frustraciones de cada día.
La Fundación Sokolov estaba situada en la otra punta del bosque, junto a la playa, en el edificio antiguo —o histórico, como se había convenido en llamar—, que contrastaba en gran medida con los módulos modernos en madera y vidrio del hospital. Del antiguo sanatorio Calallonga se podría decir que era lúgubre, incluso tétrico. Puede que fuera por los colores grises de los muros, las líneas adustas o su situación «peligrosa» en lo alto del montículo. Había sufrido un deterioro considerable por el abandono de las instalaciones y la humedad del mar. Decían que en momentos de temporal las olas batían contra las paredes del edificio e inundaban los sótanos excavados en la roca. Aunque en la actualidad no podía considerarse un edificio bonito, la pintura de exteriores y los cerramientos metálicos de las ventanas auguraban un interior moderno y confortable.
Diana se dirigió a pie a la fundación para tramitar la documentación del becario, siguiendo un camino empedrado que discurría a través del pinar. Al principio del sendero descubrió un coche de los Mossos aparcado encima de la acera, y recordó que habrían comenzado ya los interrogatorios.
Hacía un día nublado y ventoso. El aire caliente levantaba la arena de la playa y movía las ramas de los pinos. Diana tuvo que apartarse un mechón de pelo que se le metía en los ojos para ver dónde pisaba, porque los módulos del edificio se hallaban en la fase final de las obras y los bajos aún estaban sumergidos en ladrillos y fango.
—¿Las oficinas de la fundación están por aquí? —le preguntó a un hombre que dirigía un camión con la intención de situarlo correctamente para iniciar una descarga.
—No, señora. Esto es el acceso a las salas de reuniones.
Diana rodeó el edificio, pero no encontró ninguna puerta. Había estado allí hacía unos meses para firmar el contrato y había como mínimo cuatro aberturas que comunicaban con un interior laberíntico. Dio la vuelta de nuevo por los charcos embarrados. El viento soplaba con tanta fuerza que casi se le escapó la solicitud de las manos. Volvió a pedir ayuda a los operarios del camión. Ahora eran cuatro personas y estaban descargando con la plataforma mecánica un gran congelador, uno de aquellos antiguos que solían tener los laboratorios para almacenar muestras. Estaba envuelto en un plástico protector y llevaba una etiqueta azul en la base. Esta vez otro hombre le señaló una puerta lateral del módulo contiguo, donde se veía un rótulo provisional que mostraba con tinta desvaída el nombre de la fundación y una flecha apuntando hacia arriba. Diana le dio las gracias y se apresuró a subir las escaleras hasta el primer piso.
—Tendrá que esperar unos minutos —le anunció la chica de recepción.
Diana se sentó en un banquillo de la entrada, acomodando el dossier en la falda.
Sonó un timbre y la secretaria desapareció en un despacho adyacente. Por las puertas medio abiertas del pasillo entrevió varias oficinas con administrativos sentados delante de pantallas de ordenador. Al fondo de todo había una puerta de doble hoja con un rótulo dorado en el que se podía leer «Dirección». Diana se entretuvo a mirar los murales de las paredes, que no había advertido antes. Había un gran escudo de la fundación que colgaba en medio del entrepaño con un árbol grabado en bronce y el emblema «Investigación, Fortaleza y Resistencia», que presumiblemente pronosticaba una entidad con mucho futuro. El escudo se veía rodeado de placas de latón grabadas con los nombres de los benefactores, todos ellos empresas extranjeras, con logotipos indescifrables.
—Son los copatrones de la fundación —le informó la secretaria, que había vuelto a aparecer—. Todos rusos.
—¿Rusos?
—Como los fundadores, el matrimonio Sokolov.
Diana había oído hablar del multimillonario y su esposa —la Gran Duquesa, como la llamaban en el laboratorio—, que habían tenido un papel primordial en la construcción del hospital. Todo el mundo los admiraba y bendecía. Eran una pareja elegante, un tanto distante, como pudo comprobar al fijarse en el otro panel, donde se mostraban varias fotografías tomadas en distintos actos de beneficencia. Él era mucho mayor que ella. Cuando empezaba a analizar la figura de la señora Sokolov le llegó por la ventana el sonido velado de una voz femenina que daba órdenes en el jardín. Diana se acercó al balcón. Unos cuantos niños se apiñaban en el sendero de la playa bajo las instrucciones de dos jóvenes que parecían las responsables del grupo. Formaron una fila que bajó ordenadamente por el camino pedregoso del montículo. Todos llevaban una especie de uniforme de verano, compuesto de camiseta blanca, pantalones cortos azul marino y la piel blanca como la leche. Había algo triste en aquella procesión infantil. Bajaban con prudencia, con la mirada fija en el suelo. Puede que fuera el día ventoso, que no acompañaba mucho. Tal vez sólo fuera el silencio inesperado de unos pequeños en un día de excursión.
—Son los niños de la ONG de la fundación —dijo la secretaria, avanzándose a la pregunta.
El grupo llegó a la playa y una de las chicas entró en una caseta de pescadores edificada en un extremo de la pared rocosa y salió con dos bolsas gigantes llenas de pelotas y juegos de playa. Aunque no eran todavía las once de la mañana, la arena ya se veía ocupada por los bañistas que acostumbraban a pasar las vacaciones en aquella zona. La joven hizo que el grupo formara un corro para dar las instrucciones; mientras tanto, Diana oía también las «instrucciones» prolíficas de la secretaria, a su espalda, sobre los niños de Moldavia, el país más pobre de la antigua Unión Soviética, que habían aterrizado hacía unos días y que pasarían las vacaciones en el módulo norte del edificio, donde habían arreglado unas habitaciones infantiles, idóneas «para ellos». Y durante aquellos días se les realizaría una revisión médica, se bañarían en el mar y se atiborrarían de dulces para después regresar «felices y como nuevos» a su casa.
—Hacen dos turnos. Un grupo viene ahora y otro a finales de verano.
Diana volvió a mirar el mural de la fundación con respeto. Buscó en la fotografía de Olga Sokolov indicios de buena persona: la mirada elevada al contemplar la placa descubierta en la inauguración del hospital que desprendía una clara ternura. Y las manos cogidas al bolso lo hacían con relajamiento, como si mostraran su gran generosidad.
—Es admirable…
De repente, le vino a la mente la conversación que había tenido con Claudi la noche anterior. Puede que ella pudiera ayudar a la ONG Sokolov en las estancias de los pequeños. Dominaba el inglés y estaba allí mismo.
—¿Admiten voluntarios?
La secretaria, con una actitud como si aquello fuera complicado, le dijo:
—Eso debería hablarlo con la monitora que lo coordina todo. Está abajo, en la playa.
Diana volvió a mirar por el balcón. La que parecía la responsable del grupo era una chica mayor que ella, robusta, no muy alta, risueña, un tanto desgarbada, con el cabello pelirrojo y enmarañado. Llevaba en brazos a una niña que parecía haberse hecho daño en la rodilla, y estaba limpiándosela con agua del mar. Por alguna razón le cayó bien. Diana se propuso en secreto informarse en cuanto hubiera terminado las dos publicaciones pendientes.
—Perdone que la haya hecho esperar —se disculpó una voz desde el umbral de la puerta. Era la jefa de personal.
La mujer la hizo pasar a uno de los despachos adyacentes, que habría sido en su día un dormitorio para cuatro o cinco niños del antiguo sanatorio. Habían conservado un armario de obra en la pared, y en el balcón porticado habían reforzado la forja con una baranda vertical añadida para dar seguridad sobre el acantilado. La joven tomó asiento y le cogió la solicitud de las manos. A Diana le pareció que buscaba su nombre en la pantalla del ordenador, y se sintió ridículamente orgullosa de pertenecer a aquel universo corporativo, un mundo que mostraba tu historial en la red interna, que te adjudicaba una identificación plastificada, una tarjeta de entrada y un bloc de tíquets para el comedor y que era gestionado por personas tan profesionales como aquélla. Por sus movimientos ágiles y totalmente coordinados, se podía deducir un carácter expeditivo y una gran eficiencia. La jefa de personal sacó la documentación del sobre y la esparció sobre la mesa, entre varios marcos de fotografías de sus hijas y de un pastor alemán.
—El proyecto, de acuerdo — cantaba mientras señalaba las páginas—. Las firmas, también correctas.
Cogió entonces el dossier del currículo, lo hojeó en silencio y después miró a Diana sonriente.
—Faltan los datos de la tesis doctoral. —La punta del lápiz que la joven tenía en la mano señaló una fatídica línea de puntos en blanco —. El título, el director y la universidad.
Diana se sintió desfallecer.
—Todavía no tengo la tesis — confesó.
La administrativa levantó la mirada, perpleja.
—La acabaré en los próximos meses —añadió Diana con firmeza.
—Pero es que no… No creo… No creo que sea posible. Para dirigir a becarios hay que ser doctor —respondió la jefa de personal, desconcertada.
Diana enmudeció. De repente, le sobrevino la abrumadora sensación de que no debería estar allí. La administrativa cogió el teléfono para realizar una consulta acerca de aquella petición, con toda seguridad, insolente. Después se levantó y desapareció por la puerta que comunicaba con otro despacho.
Diana, que hasta entonces había conseguido mantenerse erguida, se desplomó en la silla que había pegada a la pared, tan baldada como si acabara de correr una maratón. Era evidente que todo el mundo, salvo ella, estaba enterado de que un investigador no doctor no podía hacerse cargo de la formación de un becario. Lo sabría la Savall, Mark y las dos plantas enteras del sótano. No tenía derecho a pedir lo que pedía y estaba haciendo perder el tiempo a toda una fundación. Se disculparía con la jefa de personal, y abandonaría la solicitud con el proyecto y el fantasma del becario prometido. Pero milagrosamente, cuando ya estaba de pie preparada para huir, la administrativa volvió a entrar y, sin dar ninguna explicación, estampó el sello de entrada en la primera página del documento y la despidió con una sonrisa forzada. Diana marchó con la cabeza gacha, sofocada por verse a sí misma como una recomendada. Ahora veía claro que la habían introducido descaradamente dentro de la plantilla del centro. Ya no era la pieza del engranaje perfecta que había imaginado hacía unas horas sino un añadido oxidado que alguien había encastrado de forma chapucera en medio de aquella maquinaria precisa. Decidió regresar al hospital y pasar unos minutos de refrigeración reflexiva en la cámara fría. Estaba tan afectada que ni siquiera se dio cuenta de que dos agentes, un chico y una chica, sentados dentro del coche de policía, la seguían con la mirada, contrastando fotografías que se pasaban el uno al otro por debajo del volante.
Colocó los tubos eppendorf en el agitador orbital e hizo girar el mando para iniciar los movimientos de rotación de las muestras. La inmunoprecipitación duraría toda la noche, y sólo podía llevarse a cabo en la cámara fría, una infraestructura de lujo que permitía bajar la temperatura hasta la congelación si convenía para algún estudio. Se trataba además de un espacio amplio, equiparable a un pequeño laboratorio. El que había en Barcelona no era más que una nevera grande para almacenar reactivos, en cambio aquí se podía trabajar sobre la repisa.
Diana cruzó la bata sobre el pecho y se sentó en un taburete. Repasó con detenimiento las numerosas notas exhortativas colgadas por todas partes para el cuidado de los aparatos. Cada vez veía más claro que necesitaba urgentemente normalizar su situación. Tenía que acabar la tesis para ser una investigadora independiente. De una vez por todas.
Respiró hondo y cerró los ojos. Era terapéutico aquel aire fresco que entraba por el cuello de la bata y te sonrojaba las mejillas. Te hacía sentir limpia, ligera y virtualmente etérea. Para la mayoría de la gente, el frío era sinónimo de hibernación, quietud y tiempo de espera. Para Diana suponía todo lo contrario, una sensación revitalizante. Si tenía un paraíso propio de su infancia, ése era el paisaje nevado de la Cerdaña, en plenos Pirineos, entre valles ondulantes y picos majestuosos. Refugiada en aquel delicioso frescor, encerrada a cal y canto por la compacta puerta de acero, le venía a la nariz, roja por momentos, el perfume oscuro del camino que atravesaba el bosque y luego la luz del cielo inmensamente azul al llegar a la altiplanicie, con su manto blanco y virgen, esperando ser pisado. El gusto por la naturaleza perfectamente ordenada, con la nieve inmaculada como base y los árboles erguidos y bien colocados sobre su superficie, reflejaba plenamente el deseo de Diana de vivir en un mundo en equilibrio, bien estructurado y proporcionado. Ella era una de aquellas personas para las que todo tiene que ser como es debido. Una investigadora exigente, metódica y autocrítica.
Oyó el mecanismo de apertura de la puerta y de repente fue consciente de que hacía mucho rato que el agitador daba vueltas y que ella se había quedado inmóvil y con los ojos cerrados. Era el becario de Curley, el australiano, vestido con un anorak.
—¿No tienes frío? —le preguntó, discreto, pensando que Diana era bastante lunática.
Ella negó con la cabeza y se justificó.
—He tenido algún problema con la agitación.
Evidentemente, eran pocas las veces que había problemas de agitación. No obstante, el joven le sonrió con comprensión y se sentó en un rincón para colocar unas cuantas cajas metálicas sobre la repisa. Aquellas cajas eran la envidia de todo el laboratorio. Relucientes, futuristas, importadas directamente de Melbourne, nada que ver con los tristes contenedores de plástico, a menudo reutilizados y desgastados, que empleaban todos. Era evidente que en el sótano 2 cada uno tenía sus manías. Para unos era gastar el presupuesto en pequeños caprichos de material fungible y para otros encerrarse a meditar frescamente a cuatro grados centígrados.
Mientras subía en el ascensor, Diana descubrió que tenía un mensaje en el móvil; le habría pasado por alto con el ruido del agitador, o simplemente por falta de cobertura dentro de la cámara. Era de la Savall, que le anunciaba que los interrogatorios con los Mossos comenzarían al día siguiente.