17

Tras sufrir enormes pérdidas, en todo Lankhmar las ratas regresaron a sus madrigueras y atrancaron las puertas de aquellas que las tenían. Esto sucedió también en las habitaciones con los charcos rosados en el tercer piso de la casa de Hisvin, adonde los Felinos Bélicos empujaron a las últimas ratas que habían obtenido su tamaño humano bebiendo el contenido de los frascos blancos y a expensas de la carne de los mingoles de Hisvin. Ahora engulleron el líquido de los frascos negros aún más ávidamente, a fin de emprender la huida por sus túneles.

Las ratas también sufrieron una derrota total en los cuarteles meridionales, devastados por los Felinos Bélicos tras destrozar sus puertas con una fuerza sobrenatural.

Una vez cumplida su misión, los Felinos Bélicos volvieron a reunirse en el lugar donde Fafhrd les había invocado, y allí se desvanecieron tal como anteriormente se habían materializado. Seguían siendo trece, aunque habían perdido a uno de los suyos, pues la gatita negra se desvaneció con ellos, comportándose como un miembro aprendiz de su gremio. En lo sucesivo, la mayoría de los lankhmarianos creyeron que los Felinos Bélicos y los esqueletos blancos habían sido invocados por los dioses de Lankhmar, cuya reputación de horrorosos poderes y temibles actividades se incrementó de ese modo, a pesar de ciertos recuerdos culpables de su derrota temporal por parte de las ratas. En grupos de dos, tres y seis, las gentes de Lankhmar emergieron de los lugares donde se habían ocultado, supieron que la plaga de las ratas había terminado y lloraron, rezaron y se regocijaron. Hicieron salir de su retiro en los bajos fondos al gentil Radomix Kistomerces-Null y, en compañía de sus diecisiete gatos, le transportaron triunfalmente al Palacio del Arco Iris.

La nave de Glipkerio, cuyas paredes de metal blando cedían bajo el peso del agua, hasta el punto de que se había convertido en una segunda piel de plomo amoldada a su forma, un ataúd hermoso de veras, siguió hundiéndose en las profundidades marinas de Lankhmar, pero ¿quién podría decir si era para llegar a un fondo sólido o sólo un lugar de equilibrio entre las burbujas de los mundos en las aguas del infinito?

El Ratonero Gris recuperó a Garra de Gato, que Hreest llevaba al cinto, un tanto sorprendido de que todos los cadáveres de ratas conservaran su tamaño humano. Se dijo que probablemente la muerte inmovilizaba todas las magias.

Fafhrd observó con repugnancia los tres charcos de viscoso líquido rosado ante el diván dorado de audiencias, y buscó algo para cubrirlos. Elakeria se arrebujó púdicamente en su cobertor. El norteño arrastró desde un rincón una colorida alfombra que valía el rescate de un duque, y la echó sobre los charcos.

Se oyó ruido de cascos sobre las losetas. En la alta y ancha arcada de la que habían sido arrancadas las cortinas apareció Kreeshkra, todavía a lomo de caballo y tirando de las otras dos monturas sin jinete. Fafhrd cogió a la muchacha esquelética por la cintura, la bajó de la silla y la abrazó cariñosamente, lo cual sorprendió bastante al Ratonero y Elakeria, pero en seguida le dijo:

—Amor mío, será mejor que vuelvas a ponerte el manto y la capucha. Tus huesos mondos son para mí el summum de la belleza, pero hay aquí otras personas a las que pueden turbar.

—Ya estás avergonzado de mí, ¿verdad? ¡Oh, puritana gente de barro con mente sucia!

Kreeshkra pronunció estas palabras acompañándolas con una risa áspera, pero de todos modos obedeció, mientras los arco iris en las órbitas de sus ojos centelleaban.

Las otras personas a las que se había referido Fafhrd eran los consejeros, soldados y varios parientes del anterior Señor Supremo, entre ellos el gentil Radomix Kistomerces-Null y sus diecisiete gatos, cada uno de ellos transportado y mimado por algún noble, confiando en ganarse el favor del más probable candidato a Señor Supremo de Lankhmar.

Entre todos los recién llegados había algunos sorprendentes, como la yegua mingola de Fafhrd, que había partido con los dientes la cuerda que la sujetaba. Se detuvo al lado de Fafhrd y le miró con los ojos inyectados en sangre, como si dijera: «No es fácil librarse de mí. ¿Por qué me has escatimado una batalla?».

Kreeshkra acarició el morro de la bestia, y observó a Fafhrd:

—Con toda evidencia, eres un hombre que despierta una profunda lealtad en los demás. Confío en que tú mismo tengas la misma cualidad.

—Jamás dudes de mí, querida —respondió Fafhrd sinceramente.

Entre los recién llegados también estaba Reetha, quien parecía tan feliz como un gato que ha lamido leche, o una pantera un líquido más vital, y desnuda con excepción de tres anchas lazadas de cuero alrededor de su cintura. Echó los brazos al cuello del Ratonero.

—¡Vuelves a ser grande! —exclamó regocijada—. ¡Y los has vencido a todos!

El Ratonero aceptó el abrazo, aunque su rostro expresaba insatisfacción.

—¡Buena ayuda me has prestado! —dijo en tono áspero—. ¡Tú y tu ejército desnudo, abandonándome cuando más apurado estaba. Supongo que habéis acabado con Samanda.

—¡Naturalmente! —Reetha sonrió como una tigresa saciada—. ¡Cómo chisporroteó! Mira, muñeco, me he rodeado la cintura tres veces con su cinturón de autoridad. Oh, sí, la acorralamos en la cocina y la derribamos al suelo. Cada uno de nosotros cogió una aguja de su pelo, y entonces…

—Ahórrame los detalles, cariño —le interrumpió el Ratonero—. Esta noche he sido rata durante nueve horas, con todas las repugnantes sensaciones de una rata, y eso ha sido más que suficiente. Ven conmigo, amor; hay algo que debemos hacer antes de que se reúna aquí demasiada gente.

Poco después, cuando regresaron, el Ratonero llevaba una caja envuelta en su manto, mientras que Reetha llevaba una túnica violeta, alrededor de la cual seguía, en tres lazadas, el cinturón de Samanda. La multitud había aumentado, en efecto. Radomix Kistomerces ya había sido investido de manera informal con el cargo de Señor Supremo de Lankhmar, y estaba sentado, un tanto divertido, en el diván de audiencias en forma de concha marina dorada, junto con sus diecisiete gatos, y también la sonriente Elakeria, que se había envuelto con el cobertor, como un sari que realzaba su figura de sílfide.

El Ratonero hizo un aparte con Fafhrd.

—Vaya, veo que has conseguido una chica estupenda —observó sobre Kreeshkra, de un modo poco adecuado.

—Sí que lo es, ¿verdad? —convino Fafhrd, imperturbable.

—Deberías haber visto la mía —se jactó el Ratonero—. No me refiero a Reetha, sino a la rara, la que tenía.

—Procura que Kreeshkra no oiga esa palabra —le advirtió Fafhrd en voz baja.

—Bueno, en cualquier caso —siguió diciendo el Ratonero en tono de conspiración— sólo tengo que tomar el contenido de este frasco negro y…

—Yo me ocuparé de eso —dijo Reetha bruscamente a su espalda, al tiempo que le arrebataba el frasco.

Se quedó un momento mirándolo y luego lo arrojó expertamente al Mar Interior a través de una ventana.

La mirada furibunda del Ratonero no tardó en ceder el paso a una sonrisa congraciadora.

Agitando su túnica negra para refrescarse, Kreeshkra se acercó a Fafhrd por detrás.

Entretanto, alrededor del diván dorado se espesaba la muchedumbre de cortesanos, nobles, consejeros y funcionarios. Nuevos títulos se otorgaban por docenas a los primeros que llegaban. Se promulgaban sentencias de destierro perpetuo contra Hisvin y todos los demás ausentes, tanto si eran culpables como si no. Llegaban informes alentadores de la ciudad: los incendios se sofocaban con éxito y las ratas habían desaparecido por completo de las calles. Se trazaban planes para la completa extirpación de toda la metrópoli de roedores, el Lankhmar Subterráneo, planes sutiles y complejos que al Ratonero no le parecían totalmente prácticos. Empezaba a estar claro que, bajo el mando del bonachón Radomix Kistomerces, Lankhmar estaría dirigida más que nunca por la fantasía absurda y la codicia desvergonzada. En momentos así, era fácil comprender por qué los dioses de Lankhmar estaban tan exasperados con su ciudad.

El Ratonero y Fafhrd recibieron diversos y cálidos agradecimientos, aunque la mayoría de los recién llegados no parecían tener claro el papel que habían jugado los dos héroes en la derrota de las ratas, a pesar de que Elakeria contaba una vez tras otra la batalla final y la desaparición de Glipkerio bajo las aguas. Era evidente que pronto se confabularían contra el Ratonero y Fafhrd, convencerían al simplón de Kistomerces y sus brillantes papeles heroicos se irían oscureciendo imperceptiblemente hasta convertirse en negras villanías.

Al mismo tiempo, resultó evidente que a la nueva corte le molestaba la presencia de los cuatro temibles caballos de combate, tres pertenecientes a los Espectros y uno mingol, y que asimismo la presencia de un esqueleto animado les turbaba cada vez más, pues Kreeshkra seguía sin ocultarse completamente bajo la túnica y la capucha. Fafhrd y el Ratonero intercambiaron una mirada, luego miraron a Kreeshkra y Reetha y comprobaron que los cuatro estaban de acuerdo. El norteño montó la yegua mingola, el Ratonero y Reetha las dos monturas de los Espectros que habían quedado sin jinete, y los cuatro salieron del Palacio del Arco Iris tan silenciosamente como es posible cuando unos cascos golpean un suelo de losetas.

Desde entonces empezó a formarse en Lankhmar una nueva leyenda del Ratonero Gris y Fafhrd: un hombrecillo pequeño como una rata y un gigante alto como un campanario habían salvado a Lankhmar de las ratas, pero al precio de ser invocados y escoltados al Más Allá por la Muerte en persona. Los lankhmarianos consideraban a la Muerte como un ser masculino, y recordaban el esqueleto de Kreeshkra como el de un hombre, cosa que sin duda habría exasperado enormemente a la muchacha.

Sin embargo, cuando a la mañana siguiente los cuatro cabalgaban bajo las pálidas estrellas, hacia el este, a lo largo del serpenteante camino que cruzaba la Gran Marisma Salada, todos estaban alegres, cada uno a su manera. Se habían procurado tres asnos, que cargaron con el cofre de joyas que el Ratonero sustrajo del dormitorio de Glipkerio y con alimentos y bebidas para un largo viaje, aunque aún no habían convenido adonde les llevaría aquel viaje. Fafhrd quería ir a su querido Yermo Frío, haciendo una larga parada durante el camino, en la ciudad de los Espectros. El Ratonero, por su parte, se entusiasmaba con la idea de ir a las Tierras Orientales, y le explicaba furtivamente a Reetha que era un lugar ideal para tomar el sol desnudo.

Reetha se mostró de acuerdo, y se quitó su túnica violeta para sentirse más cómoda.

—Las ropas producen picores —comentó—. Apenas puedo soportarlas. Me gustaría cabalgar desnuda. Claro que el pelo pica más todavía, y noto que el mío está creciendo. Tendrás que depilarme a diario, querido —añadió.

El le dijo que aceptaba esa tarea, pero mostró su desacuerdo en el otro extremo.

—No puedo complacerte por completo, cariño. Además de protegerte contra las zarzas y el polvo, las ropas te dan una cierta dignidad.

—Creo que hay mucha más dignidad en el cuerpo desnudo —replicó Reetha agriamente.

—Bah, chiquilla —terció Kreeshkra—. ¿Qué puede compararse con la dignidad de los huesos desnudos? —Pero mirando la barba rojiza de Fafhrd y el vello rizado de su pecho, añadió—. No obstante, hay que convenir en que el pelo tampoco está tan mal.