16

Aunque Fafhrd había descendido rápidamente por la pared del templo, cuando llegó abajo descubrió que, una vez más, la batalla había cambiado de un modo considerable.

Los dioses de Lankhmar, aunque no habían sufrido exactamente una derrota, se retiraban hacia la puerta abierta de su templo, dirigiendo de vez en cuando sus estacas hacia la horda de ratas que seguía acosándoles. De algunos de ellos todavía se alzaban espirales de humo, como pendones fantasmales iluminados por la luna. Tosían, o más probablemente lanzaban maldiciones que parecían toses. Sus pardas caras esqueléticas eran sombrías, tenían la expresión de los viejos derrotados que intentan ocultar con dignidad su rabia impotente y farfullante.

Fafhrd se apartó raudo de su camino.

Kreeshkra y sus dos Espectros masculinos repartían mandobles desde sus sillas de montar a otra oleada de ratas ante la casa de Hisvin, mientras sus negros caballos aplastaban roedores bajo sus cascos.

Fafhrd se dirigió a ellos, pero en aquel momento un grupo de ratas corrió hacia él y tuvo que desenvainar a Vara Gris. Utilizando la gran espada como una guadaña, con tres golpes limpió un espacio a su alrededor y avanzó de nuevo hacia los espectros.

Las puertas de la casa de Hisvin se abrieron con brusquedad y por ellas salió corriendo una multitud de esclavos mingoles con el terror reflejado en sus rostros, pero más asombroso era el hecho de que casi habían rebasado el límite de la extenuación. Sus uniformes negros, en otro tiempo bien ajustados, les venían demasiado grandes, sus manos eran esqueléticas, sus rostros calaveras cubiertas de piel amarilla.

Tres grupos de esqueletos: pardos, marfileños y amarillos… Aquel prodigio de la gama ósea maravilló a Fafhrd.

Detrás de los mingoles y persiguiéndolos, no tanto para matarlos como para apartarlos del camino, salió un grupo de hombres enmascarados, encogidos pero robustos, algunos con armadura y todos blandiendo armas, espadas y ballestas. Había algo horriblemente familiar en su manera de correr, cojeando un poco. Entonces aparecieron varios con picas y yelmos, pero sin máscaras. Los rostros, o más bien hocicos, eran de roedor. Todos los recién llegados, enmascarados o sin cubrir su rostro peludo, se dirigieron hacia los tres jinetes espectrales.

Fafhrd saltó hacia delante. Blandiendo a Vara Gris por encima de su cabeza, sin pensar en la nueva oleada de ratas ordinarias que iba hacia él…, se detuvo abruptamente.

En aquel instante sintió que unas garras se clavaban en su pierna. Alzó la mano izquierda para sacudirse de encima lo que ahora le atacaba…, y vio que trepaba por su muslo la gatita negra de la Calamar.

Pensó que aquella cabeza de chorlito no debía participar en el terrible combate. Abrió su bolsa vacía para meter en ella al animalillo y vio en su fondo el brillo apagado del silbato de hojalata. Entonces se dio cuenta de que tenía un clavo ardiente al que aferrarse.

Lo sacó de la bolsa, se lo llevó a los labios y sopló. Cuando uno golpea ociosamente un tambor de juguete, no espera que se produzca un ruido atronador. Fafhrd dio un grito sofocado y casi se tragó el silbato. Hizo ademán de arrojarlo lejos de sí, pero volvió a llevárselo a los labios, se tapó lo oídos con las manos, por alguna razón cerró los ojos con fuerza y sopló una vez más.

De nuevo el estrépito horrendo ascendió hacia la luna y descendió sobre las sombrías calles de Lankhmar.

Imaginemos el grito de un leopardo, el rugir de un tigre y un león mezclados y tendremos una ligera idea del sonido que producía el silbato de hojalata.

En todas partes las hordas de ratas pequeñas se inmovilizaron, los mingoles esqueléticos cesaron en su huida tambaleante, las grandes ratas armadas, enmascaradas o provistas de yelmo interrumpieron su ataque contra los Espectros. Incluso éstos y sus caballos permanecían inmóviles. Los pelos de la gatita negra, que seguía aferrada al muslo de Fafhrd, se erizaron, y sus ojos verdes se hicieron enormes.

Entonces el terrible sonido se extinguió, una campana distante señalaba la medianoche y todos los combatientes entraron de nuevo en acción.

Pero unas formas negras se estaban plasmando a la luz de la luna alrededor de Fafhrd. Formas que al principio no eran más que sombras con una pátina brillante; luego se oscurecieron, como un cuerno negro translúcido y pulimentado, y a continuación se hicieron macizas y aterciopeladas, sus patas descansando sobre las losas que abrillantaba la luna. Sus formas eran esbeltas, con largas patas, como el leopardo, pero del tamaño de tigres o leones. En cuanto a altura, casi llegaban a los brazuelos de los caballos. Sus cabezas algo pequeñas, con las orejas puntiagudas, se movían lentamente, al igual que sus largas colas. Sus colmillos eran como agujas de hielo tenuemente verde. Sus ojos, que eran como esmeraldas heladas, miraban fijamente a Fafhrd: veintiséis ojos, pues eran en total trece bestias.

Entonces, Fafhrd se dio cuenta de que no miraban su cabeza, sino su cintura.

La gatita negra, que estaba aferrada allí, lanzó un grito agudo y lastimero que era a la vez la primera llamada al combate de un gato joven, y también un saludo.

Lanzando un feroz rugido, como trece silbatos de hojalata soplados a la vez, los Felinos Bélicos se lanzaron a la carrera y la gatita negra, con una agilidad sobrenatural, saltó tras un grupo de cuatro de ellos.

Las ratas pequeñas huyeron hacia muros, arroyos y puertas, allá donde pudiera haber agujeros. Los mingoles se arrojaron al suelo. Las puertas semiastilladas del templo de los dioses de Lankhmar chirriaron al cerrarse con rapidez.

Los cuatro Gatos Bélicos a los que se había adherido la gatita corrieron hacia las ratas de tamaño humano procedentes de la casa de Hisvin. Dos de los Espectros habían sido derribados de sus sillas con picas o espadas. El tercero —era Kreeshkra— paró el golpe de un estoque y espoleó a su caballo, emprendiendo el galope más allá de la casa de Hisvin, hacia el Palacio del Arco Iris. Los dos caballos negros sin jinete la siguieron.

Fafhrd se dispuso a seguirla, pero en aquel instante un loro negro descendió rápidamente ante él, batiendo sus alas, mientras que un chiquillo muy flaco, con una cicatriz bajo el ojo izquierdo, le tiraba de la muñeca.

—¡Ratonero, Ratonero! —chilló el loro—. ¡Peligro, peligro! ¡Cámara Azul de Audiencias!

—Te traigo el mismo mensaje, hombre grande —le dijo el chiquillo con una sonrisa.

Así pues, Fafhrd, rodeando la batalla entre ratas armadas y Felinos Bélicos —una vertiginosa mezcolanza de espadas plateadas y garras brillantes, de fríos ojos verdes y cálidos ojos rojos—, partió de todos modos en pos de Kreeshkra, puesto que ésta había ido en la misma dirección.

Largas picas derribaron a un Felino Bélico, pero la gatita saltó como un brillante cometa negro al rostro del roedor gigante más cercano, mientras los otros tres felinos se acercaban dando un rodeo.

El Ratonero Gris saltó del respaldo del diván dorado cuando Hisvin e Hisvet se aproximaron demasiado. Entonces, como ambos avanzaban rodeando el diván, se metió debajo de éste y corrió hacia la mesita baja. Durante un breve trecho al descubierto, el hacha de Glipkerio se estrelló contra las baldosas, a un lado, mientras el manojo de varitas de Elakeria caía estrepitosamente al otro. El hombrecillo hizo una pausa bajo el centro de la mesa, planeando su próxima acción.

Glipkerio se alejó prudentemente, dejando su hacha donde la había dejado caer a causa del golpe, pero la obesa Elakeria perdió el equilibrio al descargar su torpe golpe, y ahora tanto su corpachón espatarrado como el hacha estaban muy cerca del Ratonero.

La mesa ofrecía un cómodo techo, a una altura más o menos equivalente a la longitud de una rata, por encima de su cabeza…, pero, un instante después, sin haberse movido, su cabeza chocó con la mesa y en seguida la volcó, sin tocarla con las manos y a pesar de que se había sentado en el suelo.

Elakeria ya no era una mujerona obesa embutida en un prieto vestido gris, sino una ninfa esbelta totalmente desnuda, y la hoja del hacha de Glipkerio, a la que tocaba ahora la delgada hoja de Escalpelo, se había encogido hasta quedar convertida en una rodaja metálica mellada, como si la hubiera corroído un ácido invisible.

El Ratonero se dio cuenta de que había recuperado su tamaño original, tal como le había dicho Sheelba. Cruzó por su mente la idea de que, como nada puede proceder de nada, los átomos desprendidos de Escalpelo en el sótano habían sido reemplazados con los de la hoja del hacha, mientras que para reponer su carne y sus ropas había utilizado partes de las de Elakeria. Decidió que, ciertamente, ésta había salido beneficiada de la transacción.

Pero no era el momento para entregarse a la metafísica o para moralizar. Se puso en pie y avanzó hacia sus torturadores, que parecían haber encogido, amenazándoles con Escalpelo.

—¡Tirad vuestras armas! —les ordenó.

Glipkerio, Elakeria y Frix no estaban armados. Hisvet soltó en seguida su larga daga, probablemente recordando que el Ratonero conocía su habilidad en el manejo de aquella arma. Pero Hisvin, ahora lleno de rabia y frustración, se aferró a la suya. El Ratonero dirigió la punta de Escalpelo hacia su delgada garganta.

—¡Despide a tus ratas, lord Nuil, o morirás! —le ordenó.

—¡No lo haré! —le espetó Hisvin, golpeando inútilmente a Escalpelo con su daga. Entonces recobró un poco de lucidez y añadió—: ¡Y aunque deseara hacerlo, no podría!

El Ratonero, quien sabía que eso era cierto por su sesión en el Consejo de los Trece, titubeó.

Al verse desnuda, Elakeria cogió un cobertor ligero que estaba sobre el diván y se lo ciñó, pero de inmediato volvió a dejarlo a un lado para admirar su nuevo y esbelto cuerpo.

Frix seguía sonriendo, excitada pero con cierta compostura, como si todo aquello fuese una escena teatral y ella el público.

Glipkerio había tratado de mantener el equilibrio, abrazando una columna en espiral entre la cámara alumbrada por velas y el porche iluminado por la luna, pero volvía a ser presa de intensas convulsiones periódicas. En los intervalos, su estrecho rostro reflejaba consternación y agotamiento nervioso.

—¡Caballero gris! —exclamó Hisvet—. ¡Mata a ese viejo necio que es mi padre! Acaba con Glipkerio y todos los demás, a menos que desees a Frix como concubina. Entonces gobernarás en todo Lankhmar Superior y Subterráneo, con la colaboración que te prestaré de buen grado. Has ganado, querido. Me confieso derrotada. Seré tu más humilde esclava, y mi única esperanza es que algún día también sea tu favorita.

Tan sincera era su voz y tan dulce el tono con que hacía sus promesas que, a pesar de la experiencia que tenía de sus traiciones y crueldades, y pese a la frialdad asesina de algunas de sus palabras, el Ratonero se sintió realmente tentado. Miró a la muchacha —su expresión era la de un jugador que apuesta fuerte— y en aquel instante Hisvin atacó.

El Ratonero desvió la daga y retrocedió dos pasos, maldiciéndose por aquel lapsus de atención. Hisvin siguió arremetiendo contra él desesperadamente, y sólo desistió cuando la punta del Escalpelo le pinchó la garganta, hinchada de maldiciones.

—¡Mantén tu promesa y muestra tu valor! —gritó Hisvet al Ratonero—. ¡Mátale!

Hisvin empezó a dirigir también a ella sus maldiciones ininteligibles.

El Ratonero nunca supo con certeza qué habría hecho a continuación, pues las cortinas azules más cercanas se abrieron para dejar paso a Skwee y Hreest, ambas de tamaño humano, enmascaradas y con los estoques desenvainados, ambas con porte señorial y expresión autoritaria, el blanco y el negro de la aristocracia de las ratas.

Sin decir palabra, Skwee avanzó un paso y apuntó con su espada al Ratonero. Hreest le imitó con tal celeridad que parecía un doble perfecto. Las dos ratas uniformadas de verde y armadas con espadas, que estaban detrás de ellas, se apostaron a los lados. Por detrás de estas ratas, las tres armadas con picas, también de tamaño humano, como las restantes, se situaron aún más lejos en el flanco, dos hacia el extremo de la habitación y una hacia el diván dorado, junto al cual ahora Hisvet estaba de pie cerca de Frix.

Llevándose una mano a la garganta, Hisvin se sobrepuso al asombro y, señalando a su hija, gruñó imperiosamente:

—¡Mátala también!

La rata aislada armada con una pica reaccionó obedientemente, alzando su arma y echando a correr. Cuando la gran hoja ondulante pasó cerca de ella, Frix se abalanzó y aferró el asta. La hoja pasó casi rozando a Hisvet, y Frix cayó. De un tirón, la rata se hizo con su arma y la alzó para ensartar a Frix en el suelo.

—¡Detente! —gritó Skwee—. No matéis a nadie todavía, excepto al hombre de gris. ¡Vamos, avanzad todos!

La rata armada con pica giró obedientemente y volvió a alzar su arma contra el Ratonero.

Frix se levantó y, musitando al oído de Hisvet: «Ya son tres veces, mi querida ama», se volvió para contemplar el resto del drama.

El Ratonero pensó en lanzarse al agua desde el porche, pero en vez de hacer eso corrió hacia el extremo de la habitación. Tal vez fue un error. Las dos ratas armadas con picas estaban en la puerta más distante, hacia la que él se dirigía, mientras que las ratas provistas de espadas que le pisaban los talones no le dieron tiempo para hacer una finta alrededor de las picas, matar a las ratas que las sujetaban y pasar alrededor de ellas. Esquivó a sus perseguidoras tras una pesada mesa y, volviéndose bruscamente, consiguió herir en el muslo a una rata con uniforme gris, que había corrido un poco por delante de las demás. Pero aquella rata le eludió y el Ratonero se vio enfrentado a cuatro estoques y dos picas…, y muy probablemente a la muerte, tuvo que admitir al observar la seguridad con que Skwee dirigía y controlaba el ataque.

Así pues, tajo, salto, revés, estocada, quite, patada a la mesa…, tenía que atacar a Skwee…, estocada, quite, estocada de contragolpe, retirada…, pero Skwee lo había previsto, de modo que…, tajo, salto, estocada y salto, salto de nuevo, golpe contra la pared, estocada…, ¡lo que iba a hacer, fuera lo que fuese, tenía que hacerlo muy pronto!

Una cabeza de rata, seccionada del cuerpo, rodó a lo largo de su campo de visión, y oyó un grito animoso, familiar.

Fafhrd acababa de entrar en la sala, decapitando desde atrás a la tercera rata con pica, la cual había actuado como una especie de reserva, y acosaba a las demás.

A una rápida señal de Skwee, las dos ratas más pequeñas, armadas con espadas, y las dos que quedaban armadas con picas se volvieron. Estas últimas movieron con lentitud sus largas dagas. Fafhrd cortó la hoja de una pica y a continuación la cabeza de su propietaria, paró la segunda pica y atravesó la garganta de la rata que la sujetaba, para enfrentarse seguidamente al ataque de las dos ratas menores, mientras Skwee y Hreest redoblaban su ataque contra el Ratonero. Su pelaje erizado, sus incisivos descubiertos, sus peludos hocicos largos y planos, sus ojos enormes azules y negros eran casi tan intimidadores como la rapidez con que manejaban la espada, mientras que Fafhrd descubrió idéntica amenaza en el par al que se enfrentaba.

Cuando Fafhrd hizo su entrada, Glipkerio dijo en voz muy baja: «No, no puedo soportarlo más», salió corriendo al porche y subió por la escalera de plata hasta llegar a la portezuela del vehículo gris en forma de huso. Su peso lo desequilibró, de modo que se inclinó lentamente en el tobogán de cobre.

En un tono algo más alto, exclamó:

—¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! Voy en busca de un universo más feliz. —Lamentarás mi marcha, Lankhmar! ¡Llora, oh, ciudad que miste mía!

El vehículo gris se deslizó por el tobogán cada vez más veloz. Glipkerio se introdujo en la cabina y cerró herméticamente la escotilla. Con un breve y sombrío chapoteo, el vehículo desapareció bajo las oscuras aguas.

Tan sólo Elakeria y Frix, cuyos ojos y oídos no se perdían nada, fueron testigos de la marcha de Glipkerio y oyeron su discurso de despedida.

Con un súbito esfuerzo concertado, Skwee y Hreest empujaron la mesa hacia el Ratonero, para inmovilizarle contra la pared. Justo a tiempo, el espadachín saltó sobre la mesa, esquivó la estocada de Skwee, paró la de Hreest y, con una afortunada estocada de contragolpe, clavó la punta de Escalpelo en el ojo derecho de Hreest, alcanzándole el cerebro, y extrajo el acero con el tiempo justo para evitar la siguiente estocada de Skwee.

Skwee retrocedió dos pasos. Gracias a la visión casi panorámica de sus ojos azules ampliamente espaciados, observó que Fafhrd estaba acabando con la segunda de sus dos ratas espadachinas, desbaratando por medio de su fuerza los quites de las espadas más ligeras, sin que sufriera más que ligeros rasguños y leves pinchazos.

Skwee dio media vuelta y echó a correr. El Ratonero saltó de la mesa en su persecución. En el centro de la estancia algo caía desde el techo, en pliegues azules. Hisvet, en medio de la pared, había cortado con su daga los cordones que sujetaban las cortinas que podían dividir la habitación en dos partes. Skwee corrió agazapada bajo la tela, pero el Ratonero estuvo a punto de tropezar y retrocedió en seguida mientras el estoque de Skwee atravesaba el pesado tejido, a pocas pulgadas de su garganta.

Instantes después, el Ratonero y Fafhrd localizaron la abertura central en los cortinajes y la abrieron con las puntas de sus espadas, ojo avizor por si otro estoque salía súbitamente de la tela o les lanzaban una daga.

Entonces vieron a Hisvin, Hisvet y Skwee de pie ante el diván de audiencias, en actitud de desafío, pero con su tamaño reducido, como el de unos niños…, si tal cosa puede decirse de una rata. El Ratonero avanzó hacia ellos, pero antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia, se habían vuelto pequeños como ratas y rápidamente se introdujeron en una trampilla del tamaño de una loseta. Skwee, que entró en último lugar, se volvió para chillar airadamente una vez más al Ratonero, agitar de nuevo su estoque, que ahora parecía de juguete, antes de cerrar la loseta sobre su cabeza.

El Ratonero soltó una maldición y luego se echó a reír. Fafhrd le coreó, pero miraba cautamente a Frix, quien no se había reducido de tamaño y estaba en pie detrás del diván. Tampoco perdía de vista a Elakeria, sentada en el diván y mirando asustada, por debajo del cobertor, al tiempo que exhibía, inadvertidamente o no, una pierna esbelta.

Todavía riendo a mandíbula abierta, el Ratonero avanzó tambaleándose hacia Fafhrd, le rodeó los hombros con el brazo y, golpeándole juguetonamente en el pecho, le preguntó:

—¿Por qué has tenido que presentarte, mi zafio amigo? Estaba a punto de morir heroicamente, o quizá de matar en múltiple combate a las siete ratas más grandes de Lankhmar Subterráneo. ¡Me has robado el papel!

Con los ojos todavía fijos en Frix, Fafhrd restregó afectuosamente con el puño el mentón del Ratonero, y luego le dio un codazo lo bastante fuerte para dejarle casi sin respiración y detener su risa.

—Tres de esas ratas eran simples lanceros —comentó, y entonces se quejó ásperamente—: Galopo durante dos noches y un día… rodeando la mitad del Mar Interior… para salvar tu pellejo encogido, ¡y lo consigo! Sólo para que me digas que soy un actor.

El Ratonero, jadeando y sin abandonar por completo la risa, replicó:

—¡No sabes hasta qué punto me encogí! Dices que has rodeado la mitad del Mar Interior… ¡y, sin embargo, has entrado en el instante oportuno! ¡Vamos, eres el más grande de todos los actores! —Se arrodilló ante la loseta que había servido como trampilla y dijo con una mezcla de filosofía, humor e histeria—: Entretanto, yo debo perder, supongo que para siempre, al amor más grande de mi vida. —Golpeó la loseta, que parecía muy sólida, y bajando la cabeza llamó suavemente—: ¡Yuju! ¡Hisvet!

Fafhrd le hizo incorporarse.

Frix levantó una mano. El Ratonero la miró, pero Fafhrd no había dejado de vigilarla ni un solo instante.

—¡Toma, hombrecillo, cógelo! —le dijo sonriente al Ratonero, al tiempo que le arrojaba un frasquito negro. Él lo cogió y se quedó mirándolo aturdido—. Úsalo si vuelves a ser tan necio que deseas ver de nuevo a mi antigua ama. Ya no lo necesito. Me he librado de mi esclavitud en este mundo. Le he prestado sus tres servicios a la diabólica damisela. ¡Soy libre!

Mientras decía la última palabra, sus ojos se encendieron como lámparas. Echó atrás su capucha negra y aspiró hondo, tanto que casi pareció levitar. Sus ojos estaban fijos en el infinito. Su cabello oscuro se alzó sobre su cabeza. Unos minúsculos relámpagos crepitaron en su cabellera, que formó un nimbo, y se derramó como un manto azul por su cuerpo, encima y a través de su vestido de seda negra.

Se volvió y corrió rápidamente hacia el porche. Fafhrd y el Ratonero fueron tras ella. El halo azul que envolvía a la muchacha se hizo más intenso.

—¡Libre! ¡Libre! —gritó—. ¡Libre! ¡Regreso a Arilia! Vuelvo al Mundo del Aire.

Y tras decir esto se lanzó por el borde.

No pareció sumergirse en el agua, sino que voló rozando las crestas de las olas como un pequeño cometa azulado, y luego ascendió, cada vez más alto, se convirtió en una tenue estrella azul y desapareció.

—¿Dónde está Arilia? —preguntó el Ratonero.

—Creía que éste era el Mundo del Aire —musitó Fafhrd.