El nervioso Glipkerio estaba sentado en el borde de su diván de oro en forma de concha marina. El hacha ligera de combate yacía olvidada sobre el suelo azul, a su lado. Cogió una delicada vara de autoridad que estaba sobre una mesa baja, una entre varias docenas, con una estrella de mar de bronce en un extremo, e intentó entretenerse con ella, pero estaba demasiado nervioso y al cabo de unos instantes ésta se deslizó de sus manos y cayó tintineando sobre el suelo de losetas azules, a un par de metros de distancia. Entrelazó sus dedos largos como varas y se balanceó, presa de agitación.
La Cámara Azul de Audiencias estaba iluminada solamente por unas velas chisporroteantes que emitían un humo negro. Las cortinas centrales estaban levantadas, pero aquella duplicación de la longitud de la sala sólo incrementaba su atmósfera sombría. Más allá de las oscuras arcadas que conducían al porche, el gran huso gris que se balanceaba sobre el tobogán de cobre resplandecía misteriosamente a la luz de la luna. Una estrecha escala de plata conducía a su cabina, que permanecía abierta.
Las velas arrojaban sobre la pared interior, cubierta de losetas azules, varias sombras monstruosas de una figura bulbosa que parecía tener dos cabezas, una encima de la otra. Era la sombra de Samanda, que permanecía inmóvil, mirando fijamente a Glipkerio, como quien contempla a un lunático.
Finalmente, Glipkerio, cuya propia mirada nunca dejaba de posarse en el suelo, sobre todo al pie de las cortinas azules que enmascaraban las puertas azules arqueadas, empezó a musitar, al principio en voz baja, pero cada vez más sonoramente:
—No puedo soportarlo más. Ratas armadas campan por sus respetos en el palacio, los guardianes se han ido, tengo pelos en | la garganta…, esa muchacha horrible, ese indecente títere peludo que tiene la cara del Ratonero, ningún mayordomo ni doncella responden a mi llamada, ni siquiera hay un paje que cuide las velas. E Hisvin no ha venido. ¡Hisvin no ha venido! No tengo a ; nadie. ¡Todo está perdido! ¡No puedo soportarlo! ¡Me voy! ¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! ¡Busco un universo más feliz!
Dicho esto se dirigió apresuradamente al porche. De su toga negra se desprendió un último pétalo de trinitaria.
Samanda avanzó tras él pesadamente y le dio alcance antes de que pudiera subir la escala de plata, en gran parte porque el Señor Supremo no logró desenlazar los dedos para coger los escalones. Le rodeó con un brazo enorme y le condujo de nuevo al diván de audiencias, mientras le enderezaba los dedos y le decía:
—Vamos, vamos, mi pequeño señor, ésta no es noche para viajar en barco. Estamos en tierra firme, en tu propio querido palacio. Piensa tan sólo que mañana, cuando haya terminado toda esta tontería, nos divertiremos de lo lindo azotando. Entretanto, me tienes a mí para protegerte, bien mío, que valgo por todo un regimiento. ¡Quédate con Samanda!
Glipkerio, que había intentado confusamente apartarse, arrojó de súbito los brazos al cuello de la mujerona y casi logró sentarse sobre su gran abdomen.
Ondeó entonces una cortina azul, pero era sólo la sobrina de Glipkerio, Elakeria, con un vestido de seda gris cuyas costuras amenazaban con reventar de un momento a otro. La rolliza y lasciva muchacha había engordado mucho en los últimos días, a causa de una desmedida ingestión de dulces para mitigar su aflicción porque su madre se había roto el cuello y la crucifixión de su tití, y más aún para apaciguar los temores por su propia seguridad. Pero en aquel momento una débil cólera parecía suplir el papel de la miel y el azúcar.
—¡Tío! —exclamó—. ¡Tienes que hacer algo en seguida! Los guardianes se han ido, no hay sirvienta ni paje que respondan a mis llamadas y, cuando he ido en su busca, he descubierto a esa insolente Reetha —¿no había que azotarla?— incitando a todos los pajes y doncellas para que se levanten contra ti o hagan algo igualmente violento. Y llevaba bajo el brazo un muñeco vivo, vestido de gris, que blandía una pequeña y cruel espada… ¡Sin duda, fue él quien crucificó a Kwe-Kwe…! Y ese monstruo diminuto incitaba a más desmanes. Me alejé de allí sin ser vista.
—Una rebelión, ¿eh? —gruñó Samanda, dejando a Glipkerio y sacando de su cinto el látigo y la porra—. Elakeria, cuida de tu tío. Ya sabes, viajes en barco… —añadió en un áspero susurro, al tiempo que se llevaba un dedo a la sien, en un ademán significativo—. Entretanto, les daré a esas marranas y esbirros desnudos una contrarrevolución que no olvidarán.
—¡No me abandones! —le imploró Glipkerio, arrojándose de nuevo a su cuello—. Ahora que Hisvin me ha olvidado, tú eres mi única protección.
Un reloj dio el cuarto de hora. Las cortinas azules se abrieron y entró Hisvin con pasos comedidos, en vez de andar a toda prisa como de costumbre.
—Para bien o para mal, ha llegado mi momento —afirmó.
Llevaba su gorro y toga negros, y sobre la última un cinturón del que colgaba un tintero, un estuche con plumas de ave y una bolsa de pergaminos. Le seguían Hisvet y Frix, vestidas con sobrias túnicas de seda negra y estolas. Las cortinas azules se cerraron tras ellos. Las expresiones de los tres rostros eran graves.
Hisvin se dirigió a Glipkerio, quien, avergonzado por la ordenada conducta de los recién llegados, había recuperado su compostura y permanecía de pie, tras alisar un poco los desordenados pliegues de su toga y enderezar alrededor de sus bucles dorados la tira de fláccida materia vegetal que era todo lo que quedaba de su guirnalda de trinitarias.
—¡Oh, glorioso Señor Supremo! —entonó Hisvin con solemnidad—. Te traigo las peores noticias. —Al oír esto Glipkerio palideció y empezó a temblar de nuevo—. Pero también te traigo las mejores. —Glipkerio se recobró un poco—. Primero te diré las peores. La estrella cuya llegada esperábamos se ha extinguido, como una vela apagada por un demonio negro, sus fuegos consumidos por el oscuro oleaje del océano celeste. En una palabra, se ha hundido sin dejar rastro, por lo que no puedo efectuar mi hechizo contra las ratas. Además, tengo el triste deber de informaros que las ratas ya han conquistado Lankhmar a todos los efectos prácticos. Vuestros soldados están siendo diezmados en los cuarteles meridionales. Todos los templos han sido invadidos y los mismos dioses de Lankhmar asesinados sorpresivamente en sus polvorientos lechos. Las ratas sólo están haciendo una pausa, debido a cierta cortesía que os explicaré, antes de capturar vuestro palacio.
—Entonces todo está perdido —dijo Glipkerio con voz temblorosa, blanco como la cera, y volviendo la cabeza añadió obstinadamente—: ¡Te lo dije, Samanda! No me queda más recurso que el de emprender una última travesía. ¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! Busco un universo más feliz…
Pero esta vez, su rolliza sobrina y la gigantesca señora del palacio impidieron a la vez su huida hacia el porche, sujetándole cada una por un lado.
—Ahora escucha la mejor —siguió diciendo Hisvin en un tono más vivo—. Corriendo un gran peligro personal, me he puesto en contacto con las ratas. Resulta que tienen una civilización excelente, mejor en muchos aspectos que la humana… De hecho, han guiado secretamente los intereses y el crecimiento del hombre durante cierto tiempo… Sí, esos sabios roedores disfrutan de una acogedora y dulce civilización, que te parecerá muy idónea cuando la conozcas mejor. En cualquier caso, las ratas, que ahora me tienen en gran estima… ¡Ah, qué difíciles maniobras diplomáticas he realizado por ti, mi señor…! ¡Las ratas me han confiado sus condiciones de rendición, que son inesperadamente generosas!
Sacó uno de los pergaminos de la bolsa.
—Te las resumiré… —dijo, y leyó—: Las hostilidades cesarán de inmediato… por orden de Glipkerio, transmitida por sus agentes provistos de varas de autoridad… Los lankhmarianos extinguirán los incendios y repararán los daños causados a la ciudad, bajo la dirección de…, etcétera, etcétera. Los humanos repararán los daños causados a túneles, arcadas, lugares de recreo, excusados y otras dependencias de las ratas. Aquí habrá que añadir: «apropiadamente reducidos de tamaño». Todos los soldados desarmados, atados, confinados…, etcétera. Todos los gatos, hurones y otras sabandijas…, claro, es natural. Todas las naves y los lankhmarianos que se hallen en ultramar…, eso está bastante claro. ¡Ah, aquí está lo que buscaba! Escucha bien. Posteriormente cada lankhmariano se dedicará a su actividad acostumbrada, libre en todas sus acciones y posesiones…, libre, ¿has oído bien?…, sometido tan sólo a las órdenes de su rata o ratas personales, las cuales se agazaparán en su hombro o se acomodarán de otro modo encima o debajo de sus ropas, como lo consideren conveniente, y compartirán su lecho. Pero tus ratas —se apresuró a añadir, señalando a Glipkerio, quien se había puesto muy pálido, y cuyo cuerpo y miembros habían empezado de nuevo a temblar, mientras los tics nerviosos volvían a tomar posesión de sus facciones—, tus ratas, como digo, por deferencia a tu elevada posición, ¡no serán ratas en absoluto!, sino mi hija Hisvet y, temporalmente, su doncella Frix, quienes te atenderán día y noche, velarán por tu seguridad, te servirán en todos tus deseos, con la insignificante condición de que obedezcas sus órdenes. ¿Qué podría ser más justo, mi querido señor?
Pero Glipkerio ya había vuelto a las andadas, y exclamó: «¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! Busco un…», mientras trataba de dirigirse al porche, convulsionándose en sus esfuerzos por zafarse de los brazos de Samanda y Elakeria. Sin embargo, de pronto se detuvo y exclamó:
—¡Claro que firmaré!
Cogió el pergamino. Hisvin le condujo ansiosamente al diván y a la mesa, mientras preparaba el material de escritura. Pero entonces surgió una dificultad. Glipkerio temblaba de tal manera que apenas podía sostener la pluma, y no digamos escribir. Su primer intento de manejarla envió una cola de cometa formada por gotas de tinta a las ropas de quienes le rodeaban y al rostro correoso de Hisvin. Todos los esfuerzos para guiar su mano, primero con suavidad y luego a viva fuerza, fracasaron.
Hisvin chascó los dedos con desesperada impaciencia y entonces, de improviso, señaló con un dedo a su hija. Ésta sacó una flauta que llevaba oculta bajo su túnica de seda negra y empezó a tocar una dulce pero soporífera melodía. Samanda y Elakeria pusieron a Glipkerio de bruces sobre el diván, una sujetándole de los hombros y la otra de los tobillos, mientras que Frix, aplicando una rodilla en la parte inferior de su espalda, empezó a acariciarle la espina dorsal desde el cráneo hasta la rabadilla, al ritmo de la música de Hisvet, utilizando la mano izquierda, con la palma vendada.
Glipkerio siguió convulsionándose a intervalos regulares, y trató de levantarse, pero poco a poco la violencia de aquellos terremotos corporales disminuyó y Frix pudo transferir algunas de las rítmicas caricias a los brazos agitados del Señor Supremo.
Hisvin paseaba de un lado a otro de la estancia y sus sombras desfilaban como las de ratas gigantescas moviéndose confusamente y cambiando de tamaño, unas contra otras, a lo largo de las losetas azules. De repente reparó en las varas de autoridad y, chascando los dedos, preguntó:
—¿Dónde están los pajes que prometiste tener aquí?
—En sus aposentos —respondió Glipkerio en tono apagado—. Se han rebelado, y tú te llevaste a los guardianes que podrían haberlos controlado. ¿Dónde están tus mingoles?
Hisvin se detuvo en seco y frunció el ceño, dirigiendo una mirada inquisitiva a las cortinas azules que cubrían la puerta por la que había entrado.
Respirando con cierta dificultad, Fafhrd se encaramó a una de las ocho ventanas del campanario, se sentó en el alféizar y contempló las campanas.
Eran ocho en total, todas ellas grandes: cinco de bronce, tres de hierro pardo, revestidas de verdín pálido y el óxido acumulado desde tiempo inmemorial. Las cuerdas se habían podrido y desaparecido, probablemente siglos atrás. Debajo de ellas había un vacío oscuro limitado por cuatro estrechos arcos de piedra. Probó la resistencia de uno de ellos empujando con un pie. Aguantaba.
Empujó la campana más pequeña, una de las de bronce. No produjo más sonido que un lúgubre crujido.
Primero echó un vistazo y luego palpó el interior de la campana. El badajo había desaparecido, el óxido había devorado el eslabón que lo sostenía.
También faltaban los badajos de todas las demás campanas, los cuales seguramente habían caído al fondo de la torre.
Se dispuso a usar su hacha para dar la alarma, pero entonces vio uno de los badajos caídos, que estaba sobre un arco de piedra.
Lo alzó con ambas manos, como si fuera una pesada porra, y, moviéndose temerariamente sobre los arcos, golpeó una campana tras otra. El óxido se desprendió de las de hierro y cayó sobre él como lluvia.
El sonido de todas las campanas juntas fue más intenso que el de los truenos en un paraje montañoso, cuando las nubes cercanas entrechocan y producen relámpagos. Eran las campanas menos musicales que Fafhrd había oído jamás. Algunas producían a la vez un sonido creciente que periódicamente torturaba el oído. Debían de haber sido diseñadas y fundidas por un maestro de la discordancia. Las campanas de bronce chillaban, retumbaban, chocaban entre sí, rugían, tañían, cencerreaban y reñían chillonamente. Las de hierro gruñían con gargantas oxidadas, sollozaban como el Leviatán, latían como el corazón de la muerte universal y ondulaban como una ola negra que rompe contra una suave costa rocosa. Por lo que Fafhrd estaba oyendo, eran exactamente apropiadas para los dioses de Lankhmar.
El estruendo metálico empezó a desvanecerse ligeramente y se dio cuenta de que se estaba volviendo sordo. No obstante, siguió golpeando las campanas hasta completar tres veces. Entonces se asomó a la ventana por donde había entrado.
Su primera impresión fue que la mitad de la muchedumbre humana le miraba directamente a él. Entonces comprendió que debía de ser el ruido de las campanas lo que había levantado aquellos rostros iluminados por la luna.
Ahora había muchas más personas arrodilladas delante del templo. Otros lankhmarianos subían por la calle de los Dioses, procedentes del este, como si les empujaran hacia allí.
Las ratas erguidas, vestidas con togas negras, seguían formando la misma línea debajo de él, aureoladas por una sombría autoridad a pesar de su tamaño, y ahora estaban flanqueadas por dos pelotones de ratas provistas de armadura, cada una de ellas con una pequeña arma que extrañó a Fafhrd y le hizo forzar la vista, hasta que recordó las minúsculas ballestas que habían usado a bordo de la Calamar.
Las reverberaciones de las campanas se habían extinguido, o habían descendido demasiado para que las oyeran sus oídos ensordecidos, pero entonces empezó a escuchar, débilmente al principio, murmullos y gritos desesperados de horror procedentes de abajo.
Miró de nuevo a lo largo de la muchedumbre y vio que las negras ratas trepaban por algunas de las personas arrodilladas, mientras que muchas otras ya tenían roedores negros agazapados sobre el hombro derecho.
Directamente desde abajo llegaba el ruido de crujidos, gruñidos y madera hendida. Estaban abriendo de par en par las antiguas puertas del templo de los dioses de Lankhmar.
Los rostros pálidos que habían mirado hacia arriba dirigieron ahora sus ojos hacia el porche.
Las ratas con togas negras y su soldadesca se volvieron.
Por la ancha puerta abierta salió, en fila de a cuatro, una compañía de figuras pardas terriblemente delgadas, también enfundadas en togas negras. Cada una de ellas llevaba un bastón negro. El color pardo era de tres clases: el del lino viejo de los vendajes de momia, el de la piel quebradiza como pergamino, que se extendía tensa sobre los huesos y el de los mismos huesos, con la pátina marrón de su antigüedad.
Las ratas armadas con ballestas lanzaron una andanada. Las pardas y esqueléticas figuras siguieron avanzando. Las ratas con togas negras se mantuvieron en sus puestos, chillando imperiosamente. Las diminutas ballestas lanzaron otra inútil andanada. Entonces, como otros tantos estoques, los bastones negros se alzaron. Cada rata a la que tocaban se encogía en el lugar donde estaba y no volvía a moverse. Otras ratas que estaban entre la multitud llegaron corriendo y fueron inmovilizadas de manera similar. La compañía de seres pardos avanzó al mismo paso, como el desfile de la muerte.
Entonces se oyeron gritos y la muchedumbre humana delante del templo empezó a disgregarse, corriendo por las calles adyacentes e incluso entrando de nuevo en los templos de los que habían huido. Como era predecible, los habitantes de Lankhmar temían más que sus propios dioses acudieran a rescatarlos que a sus enemigos.
Un tanto horrorizado por lo que había desencadenado al tocar las campanas, Fafhrd descendió del campanario, diciéndose que debía evitar la espectral batalla que tenía lugar abajo y buscar al Ratonero en el vasto palacio de Glipkerio.
En una esquina del templo, la gatita negra reparó en el hombre encaramado allá arriba, le reconoció como el gigante al que había arañado y estimado, y comprendió que la fuerza que le retenía allí tenía algo que ver con aquel hombre.
El Ratonero Gris se alejó a grandes zancadas de la cocina de palacio y avanzó por un pasillo que conducía a los aposentos reales. Aunque seguía siendo minúsculo, por lo menos estaba ya vestido. A su lado avanzaba Reetha, armada con un espetón largo y puntiagudo para asar trozos de carne en hilera. Les seguía de cerca y en desorden una multitud de pajes armados con cuchillas de carnicero y mazos, así como sirvientas con cuchillos y tenedores de asar.
El Ratonero había insistido para que Reetha no le cogiera en brazos durante aquella incursión, y la muchacha cedió a sus deseos. Realmente se sentía más viril andando sobre sus dos pies y blandiendo amenazadoramente a. Escalpelo.
Aunque tenía que admitir que se sentiría mucho mejor si recuperara su tamaño normal y Fafhrd estuviese a su lado. Sheelba le había dicho que los efectos de la poción negra durarían nueve horas. La había tomado pocos minutos después de las tres, por lo que, si Sheelba no le había mentido, debería recuperar su verdadero tamaño poco después de medianoche.
Alzó la vista hacia el rostro de Reetha, más enorme que cualquier giganta y con una brillante arma de acero alta como el mástil de un laúd, y se sintió más tranquilizado.
—¡Adelante! —gritó a su ejército desnudo, aunque procuró mantener el tono de su voz lo más bajo posible—. ¡Adelante, salvemos de las ratas a Lankhmar y a su Señor Supremo!
Fafhrd completó su descenso desde el tejado del templo y miró a su alrededor. La situación allí se había alterado de un modo considerable.
Los humanos se habían ido…, es decir, los humanos vivos.
Todas las pardas y esqueléticas figuras habían cruzado la puerta del templo y marchaban al oeste por la calle de los Dioses, una procesión de horrendos espectros, salvo que aquellos seres de ultratumba eran opacos y sus pies huesudos producían un ruido áspero contra los adoquines. El porche, los escalones y las losas detrás de ellos, iluminados por la luz de la luna, estaban festoneados de ratas muertas.
Pero ahora las figuras avanzaban con más lentitud y les rodeaban sombras más negras de las que podía arrojar la luna, un verdadero mar de ratas negras que rompían como olas contra los pies de los seres espectrales y surgían de todas partes con más rapidez que la de las estacas negras al golpearlas.
Desde las dos zonas al frente, a cada lado de la calle de los Dioses, unos dardos llameantes volaron arqueándose y alcanzaron a las filas delanteras de los sombríos seres. Al contrario que los dardos de las ballestas, estos proyectiles surtieron efecto. Cada vez que golpeaban, el lino viejo y la piel impregnada de resina empezaban a arder. Los seres se detenían, dejaban de matar roedores y se dedicaban a arrancarse los dardos ardientes y apagar las llamas que habían prendido en ellos.
Otra oleada de ratas llegó corriendo por la calle de los Dioses, desde el extremo de la Puerta de la Marisma, y tras ellas, en tres grandes corceles, tres jinetes inclinados en sus sillas de montar, dirigían mandobles a las bestezuelas. Tanto los caballos como los mantos y capuchas de los jinetes eran negros como la tinta. Fafhrd, que se sentía incapaz de nuevos estremecimientos, experimentó otro. Era como si la misma Muerte, en tres personas, hubiera entrado en la escena.
La artillería de los roedores giró parcialmente y soltó otra andanada de dardos ardientes, que fallaron el blanco.
A su vez, los jinetes negros cargaron contra las dos zonas ocupadas por la artillería, atacándolas a la vez con los cascos de sus caballos y sus espadas. Entonces se enfrentaron a los seres esqueléticos, varios de los cuales aún ardían, y se quitaron sus capuchas y mantos negros.
El rostro de Fafhrd se iluminó con una sonrisa que habría parecido totalmente inadecuada a quien supiera que temía una aparición de la Muerte, pero desconociese sus experiencias de los últimos días.
Montados en los tres caballos negros, había tres altos esqueletos resplandecientes a la luz de la luna, y con la certeza de un amante reconoció que el primero de ellos era Kreeshkra.
Desde luego, tal vez le buscaba para castigarle con la muerte por su infidelidad. No obstante, como casi cualquier otro amante en iguales circunstancias (aunque rara vez, ciertamente, en medio de una batalla con aspectos sobrenaturales), sus labios dibujaron una sonrisa bastante egoísta.
No perdió un momento en iniciar su descenso.
Entretanto, Kreeshkra, pues realmente era ella, pensaba mientras contemplaba a los dioses de Lankhmar: «En fin, supongo que tener unos huesos pardos es mejor que no tener ninguno. Con todo, parecen demasiado vulnerables al fuego. ¡Vaya, ahí vienen más ratas! ¡Qué ciudad tan sucia! ¿Y dónde, oh, dónde se encuentra mi abominable hombre de barro?».
La gatita negra maulló ansiosamente al pie del templo, donde esperaba la llegada de Fafhrd.
Glipkerio, ahora completamente calmado, sosegado por el masaje de Frix y la música de flauta de Hisvet, estaba estampando su firma, formando las letras decorativamente y más seguro que jamás en toda su vida, cuando las cortinas azules de la arcada mayor se abrieron de pronto y entraron en la gran cámara, sin hacer ruido, puesto que iban descalzos, las fuerzas del Ratonero y Reetha.
Glipkerio se convulsionó, derramando el tintero sobre el pergamino que contenía las condiciones de rendición, y haciendo volar como una flecha su pluma de ave.
Hisvin, Hisvet e incluso Samanda retrocedieron hacia el porche, intimidados, al menos temporalmente, por los recién llegados…, y por cierto que había algo temible en la actitud de aquel ejército de jóvenes depilados y desnudos, armados con instrumentos de cocina, el furor reflejado en sus miradas y en los labios, de los que se escapaban gruñidos o que apretaban firmemente. Hisvet había esperado que por fin llegaran sus mingoles, y por eso su conmoción fue doble. Elakeria corrió tras ella, gritando:
—¡Han venido a matarnos! ¡Es la revolución! Frix se mantuvo en su sitio, sonriendo excitada.
El Ratonero Gris corrió a través del suelo de losetas azules, saltó sobre el diván de Glipkerio y se mantuvo en equilibrio sobre su respaldo de oro. Reetha le siguió rauda y se puso a su lado, blandiendo el espetón en actitud amenazante.
Sin importarle que Glipkerio retrocediera, sus ojos amarillo claro mirando temerosos a través de la rejilla que formaban sus dedos cruzados, el Ratonero Gris gritó sonoramente:
—¡Esto no es ninguna revolución, oh, poderoso señor, sino que hemos venido para salvaros de vuestros enemigos! Ése de allí —añadió señalando a Hisvin— está aliado con las ratas. Bajo su toga encontrarás una cola. Le he visto en los túneles subterráneos, como un miembro del Consejo de los Trece que dirige a la especie de las ratas, tramando tu derrocamiento. Es él quien…
Entretanto, Samanda había recobrado su valor, y cargó contra sus subordinados como un rinoceronte negro; su peinado en forma de globo, atravesado por un alfiler de cabeza, era un cuerno más que suficiente. Haciendo restallar el látigo, atronó:
—Queréis rebelaros, ¿en? ¡De rodillas, sollastres y suripantas! ¡Decid vuestras plegarias!
Sorprendidos, cayendo fácilmente en un hábito bien consolidado, sus ardientes esperanzas frustradas por el maltrato familiar, los esbeltos jóvenes desnudos se apartaron temerosos de ella.
Reetha, en cambio, enrojeció de ira. Olvidándose del Ratonero y de todo lo demás excepto su furor, emponzoñada por muchos agravios, corrió hacia Samanda, gritando a sus compañeros esclavos:
—¡Arriba y a por ella, cobardes! ¿Qué puede hacer contra todos nosotros?
Y dicho esto se abalanzó con un espetón enarbolado y alcanzó a Samanda por la espalda.
La señora del palacio dio un formidable salto adelante, sus llaves y cadenas balanceándose frenéticamente, colgadas de su cinturón de cuero negro. Apartó a latigazos a las últimas doncellas y corrió hacia los aposentos de los sirvientes.
—¡Todos tras ella! —exclamó Reetha por encima del hombro—. ¡Antes de que recurra a la ayuda de cocineros y barberos!
Partió corriendo en persecución de la mujerona. Las doncellas y pajes apenas titubearon, pues Reetha había refinado sus odios tan fácilmente como Samanda los había extinguido. Jugar a los héroes y heroínas que rescataban Lankhmar eran pamplinas, pero vengarse de su vieja torturadora era una magnífica posibilidad. Todos corrieron tras Reetha.
El Ratonero, todavía en equilibrio sobre el respaldo dorado del diván de Glipkerio, se dio cuenta un poco tarde de que había perdido a su ejército y seguía teniendo el tamaño de un muñeco. Hisvin e Hisvet, sacando largos cuchillos que habían ocultado bajo sus togas negras, se interpusieron rápidamente entre él y la puerta por la que habían huido sus fuerzas. Hisvin tenía un aspecto maligno e Hisvet se parecía desagradablemente a su padre. Hasta entonces el Ratonero no se había fijado en aquel sorprendente parecido familiar. Empezaron a aproximarse a él.
Elakeria, a su izquierda, cogió un puñado de varas de mando y las alzó en actitud amenazante. Para el Ratonero, incluso aquellas finas varitas eran enormes como picas.
A su derecha, Glipkerio, que aún retrocedía, se agachó con disimulo para coger su hacha de combate. Era evidente que no había oído los leales chillidos del Ratonero, o no le había creído.
El hombrecillo se preguntó por qué lado saltaría.
Detrás de él, Frix murmuró en voz baja, aunque bastante sonora para sus minúsculos oídos:
—Ahí va la tirana de la cocina perseguida por pajes y doncellas desnudos, dejando a nuestro héroe asediado por un ogro y dos…, ¿o son tres?…, ogresas.