14

A la luz de la luna baja, Fafhrd trepó rápidamente a la alta muralla de Lankhmar, en el lugar donde Sheelba le había dejado, a tiro de arco al sur de la Puerta de la Marisma. Sheelba le había dicho que en la puerta podría tropezar con sus tres perseguidores vestidos de negro, pero Fafhrd lo dudaba. Era cierto que los jinetes negros habían avanzado como una tormenta de verano, pero la cabaña de Sheelba corrió a través del mar de hierba como un huracán que se desplaza veloz a baja altura. Sin embargo, no discutió con el mago, pues tal especie se halla por encima de los vendedores más persuasivos, tanto si le inundan a uno con palabras, como Ningauble, como si le manipulan con silencios significativos, que era el caso de Sheelba.

Por lo demás, el mago de la marisma había mantenido su excéntrico silencio durante todo el viaje, caracterizado por los balanceos y los movimientos bruscos, y el norteño aún experimentaba una sensación de angustia. Fafhrd había encontrado muchos asideros para las manos y los pies en el muro antiguo. La escalada fue un juego de niños para quien en su juventud trepó al obelisco Polaris en las heladas Montañas de los Gigantes. Le preocupaba mucho más lo que podría encontrar en lo alto del muro, donde por un instante sería incapaz de defenderse de un enemigo situado por encima de él.

Pero por encima de todo, y cada vez más, le extrañaba la oscuridad y el silencio que envolvían la ciudad. ¿Dónde estaba el fragor de la batalla, dónde las llamas? O bien, si Lankhmar ya había sido sometida, lo cual, a pesar del optimismo de Ningauble, parecía lo más probable, dadas las posibilidades de cincuenta a uno contra ella, ¿dónde estaban los gritos de los torturados, los aullidos de las mujeres violadas, así como el alegre estrépito y el griterío de los vencedores?

Llegó a lo alto de la muralla y, de repente, se irguió y saltó a través de un ancho alféizar al parapeto, preparado para desenvainar en cualquier momento a Vara Gris y empuñar el hacha. Pero, por lo que podía ver, el parapeto estaba desierto en ambas direcciones.

Abajo, la calle de la Muralla estaba oscura y vacía. La calle del Dinero, que se extendía al oeste, a su espalda, y estaba bañada por la luz de la luna, apenas era transitada, mientras que el silencio era incluso más profundo que cuando había trepado. Parecía llenar la gran ciudad amurallada, como agua que llega al borde de una copa.

Fafhrd se sintió atemorizado. ¿Acaso se habían ido ya los conquistadores de Lankhmar? ¿Se habían llevado todos sus tesoros y sus habitantes en alguna flota enorme o caravana inimaginable? ¿Se habrían encerrado en las casas silenciosas con sus víctimas amordazadas, a fin de practicar algún rito de tortura masiva en la oscuridad? ¿Era un demonio y no un ejército humano lo que había acosado a la ciudad y hecho desaparecer a sus habitantes? ¿Se había abierto la tierra para tragarse a vencedores y vencidos por igual y luego había vuelto a cerrarse? ¿O era toda la historia del mago Ningauble una pura filfa? No obstante, incluso esta explicación, la menos improbable de todas, dejaba sin explicar la desolación fantasmal de la ciudad.

¿O se estaría librando una feroz batalla bajo sus ojos en aquel mismo momento y él, por algún hechizo de Ningauble o Sheelba, no podía verla, oírla, ni siquiera olería? ¿Tal vez hasta que hubiera cumplido la misión en el campanario que le había encargado Ningauble? Esa misión seguía sin gustarle. Imaginaba a los dioses de Lankhmar descansando con sus pardas envolturas de momia y sus putrefactas togas negras, sus ojos negros y brillantes mirando a través de vendas impregnadas de resina, y sus mortíferos y negros bastones de mando a su lado, esperando otra llamada de la ciudad que les había olvidado, pero que, con todo, les temía, y a la que ellos, a su vez, odiaban aunque, no obstante, protegían. Despertar con la mano desnuda a un montón de arañas en una oquedad entre las rocas del desierto parecía más juicioso que despertar a tales deidades. No obstante, una misión era una misión y tenía que cumplirla.

Bajó corriendo la oscura escalera de piedra y se encaminó al este, hacia la calle del Dinero, que discurría paralela a la calle de los Oficios, a una manzana de distancia. Tuvo la sensación de que se rozaba con unas figuras invisibles. Al cruzar la serpenteante calle de las Baratijas, tan oscura y desierta como las otras, creyó oír un murmullo y un cántico procedentes del norte, tan débiles que debían provenir por lo menos de la calle de los Dioses, pero mantuvo la ruta que había decidido de antemano, siguiendo la calle del Dinero hasta la calle de las Monjas y luego tres manzanas al norte hasta el maldito campanario.

La calle de las Rameras, que era incluso más serpenteante que la de las Baratijas, también parecía desierta, pero Fafhrd se hallaba apenas a unas manzanas más allá de ella cuando oyó ruido de botas y el tintineo de armaduras a sus espaldas. Ocultándose en las sombras, observó un doble pelotón de guardianes que cruzaba a toda prisa bajo la luz de la luna, hacia el sur de la calle de las Rameras, en dirección a los cuarteles meridionales. Los soldados avanzaban en formación cerrada, vigilaban todas las direcciones y tenían sus armas dispuestas, a pesar de la aparente ausencia de enemigos. Esto parecía confirmar la idea que se había hecho Fafhrd de que un ejército de seres invisibles asediaba la ciudad. Sintiéndose aún más atemorizado, prosiguió rápidamente su camino.

Entonces empezó a observar, aquí y allá, la luz que se filtraba por los bordes de una ventana alta y cerrada, lo cual no hizo más que aumentar su temor de una presencia sobrenatural, y se dijo que cualquier cosa sería mejor que aquel intenso silencio, ahora sólo quebrado por el débil eco de sus propias botas sobre los guijarros iluminados por la luna, ¡y al final de aquel recorrido le esperaban unas momias!

En algún lugar, unas campanadas débiles, apagadas, dieron las doce. Entonces, de improviso, al cruzar la estrecha y negra calle de la Plata, oyó el rumor de innumerables pisadas, un tamborileo como de lluvia, pero las estrellas brillaban en el cielo, su resplandor un tanto diluido en el de la luna, y no goteaba. Echó a correr.

A bordo de la Calamar, la gatita, como si hubiera recibido una llamada que no podía desoír a pesar de todos sus temores, saltó desde los imbornales de la nave al muelle y echó a correr en la oscuridad, su pelo negro erizado y los ojos verde esmeralda brillantes de temor y disposición a enfrentarse al peligro.

Glipkerio y Samanda estaban sentados en la Sala de los Azotes, entregados a sus recuerdos y trasegando vino, a fin de lograr el estado de ánimo adecuado para azotar a Reetha. La oronda señora del palacio había tomado oscuro vino de Tovilyis hasta que su vestido de lana negra quedó empapado de sudor y en cada pelo de su difuminado bigote negro había gotas saladas, mientras que su Señor Supremo sorbía vino violeta de Kiraay, que ella trajo de la despensa cuando ningún mayordomo o paje respondió a la llamada con la campanilla de plata y ni siquiera la de bronce utilizada para convocar a los servidores.

—Temen moverse desde que tus guardianes se marcharon —dijo ella—. Les castigaré como es debido…, pero sólo cuando hayas disfrutado de tu diversión especial, mi pequeño amo.

Ahora, rehusando por una vez todos los curiosos y preciosos (por tener joyas engastadas) instrumentos de tortura y relegando al olvido la amenaza de los roedores que asediaban Lankhmar, sus pensamientos habían vuelto a días menos complicados y más felices. Glipkerio, con su guirnalda de trinitarias ladeada y algo marchita, le decía risueño:

—¿Recuerdas cuando te traje mi primer gatito para que lo arrojaras al fuego de la cocina?

—¿Si me acuerdo de eso? —replicó la mujerona con afectuoso desdén—. Hombre, mi querido amo, recuerdo cuando me trajiste tu primera mosca para enseñarme con qué pulcritud podías arrancarle las alas y las patas. Aún andabas a gatas, pero ya eras alto y delgado.

—Sí, pero aquel gatito… —insistió Glipkerio, el vino violeta deslizándose por su barbilla mientras tomaba un trago apresurado con mano temblorosa—. Era negro; con ojos azules que acababan de abrirse a la luz. Radomix intentó impedírmelo —por entonces vivía en el palacio—, pero tú le echaste a gritos.

—Le eché, en efecto —convino Samanda—. ¡Aquel rapaz de corazón blando! Y recuerdo cómo el gatito chillaba y se chamuscaba, y cómo lloraste luego porque ya no lo tenías para volverlo a echar al fuego. A fin de distraerte y animarte, desnudé y azoté a una doncella aprendiza, tan delgada y alta como tú y con largas trenzas rubias. Eso fue antes de que te entrara la manía de los pelos e hicieras afeitar a muchachos y doncellas por igual. Pensé que había llegado el momento de que te dedicaras a placeres más viriles, ¡y bien que mostraste tu excitación!

Con una risotada, tendió la mano y le manoseó sin la menor delicadeza.

Excitado por el cosquilleo y sus propios pensamientos, el Señor Supremo de Lankhmar se irguió, alto como un ciprés, envuelto en su toga negra, aunque ningún ciprés se retorcía jamás como él lo hacía, excepto, tal vez, en el transcurso de un terremoto o bajo el hechizo más potente.

—¡Vamos! —exclamó—. Han dado las once. Apenas tenemos tiempo antes de que deba ir rápidamente a la cámara azul de audiencias para reunirme con Hisvin y salvar la ciudad.

—Tienes razón —dijo Samanda, y apoyando sus rollizos antebrazos en las rodillas, se levantó y empujó el sillón en el que se había encajado su gran trasero—. ¿Qué látigo has elegido para la traviesa y traidora moza?

—¡Ninguno, ninguno! —exclamó Glipkerio con júbilo e impaciencia—. Al final, ese viejo y bien aceitado látigo negro para perros siempre me parece el mejor. ¡De prisa, querida Samanda, de prisa!

Reetha se incorporó en la cama de sábanas crujientes en cuanto oyó los ruidos. Meneando la suave cabeza monda para eliminar los restos de sus pesadillas, tanteó frenéticamente en busca del frasco cuyo contenido le procuraría un olvido protector.

Se lo llevó a los labios, pero se detuvo un momento antes de beber. La puerta aún no se había abierto y los crujidos habían sido extrañamente breves y agudos. Miró por encima del borde de la cama y vio que otra puerta de menos de un pie de altura se había abierto hacia afuera a nivel del suelo en el revestimiento de madera que parecía continuo. Por allí entró, rápidamente y en silencio, agachando la cabeza, un hombrecillo bien formado, magro y musculoso, que llevaba en una mano un bulto gris y en la otra lo que parecía una larga espada de juguete, tan desnuda como él mismo.

Cerró la puerta tras él, de modo que la pared volvió a parecer lisa y miró inquisitivamente a su alrededor.

—¡Ratonero Gris! —gritó Reetha, saltando de la cama para arrodillarse a su lado—. ¡Has vuelto en mi busca!

Él retrocedió y se llevó las manos cargadas a los oídos.

—Reetha —le rogó—, no vuelvas a gritarme así. Me va a estallar el cerebro.

Habló lentamente y en el tono más profundo de que fue capaz, pero a ella su voz le pareció aguda y rápida, aunque inteligible.

—Lo siento —murmuró ella contritamente, reprimiendo el impulso de cogerle en brazos y arrullarle contra su pecho.

—Es lo menos que puedes hacer —replicó el hombrecillo con brusquedad—. Ahora busca algo pesado y colócalo contra esa puerta. Vienen hacia aquí personas a las que no tienes ningún deseo de ver. ¡Vamos, muchacha, rápido!

Ella no se movió de su postura arrodillada, pero le sugirió ansiosamente:

—¿Por qué no practicas tu magia y recuperas tu talla normal? —No tengo la sustancia necesaria para hacerlo— respondió él, exasperado. —Tuve la ocasión de conseguir un frasco y, como cualquier necio atontado por el sexo no pensé en birlarlo. ¡Vamos, Reetha, levántate!

La muchacha comprendió de súbito la fuerza que le procuraba su posición y se limitó a inclinarse hacia él. Sonriéndole taimada aunque cariñosamente, le preguntó:

—¿Con qué zorrita pequeña como una muñeca te has asociado ahora? No, no es necesario que me respondas a eso, pero antes de que mueva un dedo para ayudarte, debes darme seis cabellos de tu preciosa cabeza. Tengo una buena razón para pedirte tal cosa.

Prescindiendo por un momento de su buen juicio, el Ratonero empezó a discutir con ella, pero entonces lo pensó mejor y utilizó a Escalpelo para cortarse algunos pelos que depositó en la palma enorme, cruzada por surcos y brillante, donde eran tan finos como cabellos de bebé, aunque algo más largos y oscuros.

La muchacha se levantó en seguida, se dirigió a la mesilla de noche y echó los cabellos en la pócima nocturna de Glipkerio. Luego, sacudiendo las manos encima de la copa, miró a su alrededor. El objeto más adecuado que había para satisfacer la petición del Ratonero era el cofre dorado lleno de piedras preciosas. Lo empujó hasta colocarlo contra la pequeña puerta, fiándose de la palabra del Ratonero, quien le indicó dónde estaba exactamente dicha puerta.

—Esto los detendrá durante un rato —le dijo, contemplando ávidamente, para futura referencia, las piedras irisadas, más grandes que sus puños—. Pero sería mejor que trajeras… Ella se arrodilló y le preguntó con cierto anhelo: —¿Es que nunca vas a recuperar tu verdadero tamaño?—. ¡No golpees el suelo de esa manera! ¡Sí, claro que volveré a ser como antes! Dentro de una o dos horas, si puedo confiar en mi tramposo y traicionero mago. Ahora, Reetha, mientras me visto, te ruego que traigas…

Una llave tintineó con un sonido melifluo y se oyó el ruido sordo del cerrojo al correr por su canal. El Ratonero sintió que le alzaban del suelo, y un instante después aterrizó en la muelle cama blanca, junto a Reetha, y les cubrió una sábana blanca translúcida.

Oyó el ruido de la gran puerta al abrirse.

En aquel momento, una mano sobre su cabeza le obligó a agacharse, y cuando estaba a punto de protestar, Reetha, con un susurro que era como el de un oleaje suave, le dijo:

—No formes un bulto bajo la sábana. Pase lo que pase, quédate quieto y ocúltate, por tu vida.

La voz que se oyó entonces, como trompetas de combate, hizo que el Ratonero se alegrara del refugio que la sábana proporcionaba a sus oídos.

—¡Esa repugnante chiquilla se ha subido a mi cama! ¡Qué asco! Me siento desfallecer. ¡Vino! ¡Ah! ¡Aaaaaaaaagggghhh! —Siguió el ruido de las arcadas, gargajeos y escupitajos, y entonces sonaron de nuevo las trompetas de combate, un tanto apagadas, como si estuvieran envueltas en franela, aunque su tono era aún más airado—: ¡Esa perra sucia y demoníaca ha echado pelos en mi bebida! ¡Oh, Samanda, azótala hasta dejarla en carne viva! ¡Golpéala hasta que me lama los pies y me bese cada dedo pidiendo misericordia!

Entonces se oyó otra voz, como una docena de enormes timbales que atronaran a través de la sábana y golpearan los tímpanos del Ratonero, delgados como hoja de oro:

—Así lo haré, pequeño amo, y no te haré caso si me pides que desista. Ven aquí, muchacha, ¿o debo hacerte saltar de la cama a latigazos?

Reetha se arrastró hacia la cabecera de la cama, alejándose de aquella voz. El Ratonero la siguió, agazapado tras ella, aunque el colchón se movía como un barco de cubierta blanca bajo una tormenta y la sábana parecía un dosel de niebla que casi rozara la cubierta. Entonces, de súbito, aquella niebla se levantó como si la arrastrara un viento sobrenatural, y apareció brillante el doble sol gigantesco rojo y negro del rostro de Samanda, inflamado por el licor y la ira, y de su cabello peinado en forma de globo, atravesado por una aguja negra. Y aquel sol tenía una cola también negra…, el látigo alzado de Samanda.

El Ratonero saltó hacia ella por encima de la cama en desorden, blandiendo a Escalpelo y sujetando todavía bajo el otro brazo el bulto gris de sus ropas.

El látigo, que iba dirigido a Reetha, cambió de dirección y avanzó restallando hacia él. El Ratonero saltó con todas sus fuerzas y el látigo pasó justo por debajo de sus pies descalzos, como la cola de un dragón negro. El tono del restallido descendió bruscamente. Por suerte pudo mantenerse de pie al caer y saltó de nuevo hacia Samanda, clavó a Escalpelo en su enorme rótula envuelta en lana negra y saltó al suelo de madera.

Como un rayo de hierro pardo, una gran hoja de hacha mordió la madera cerca de él, estremeciéndole de la cabeza a los pies. Glipkerio había cogido de su armero un hacha ligera de combate con sorprendente velocidad y la esgrimía con una destreza inverosímil.

El Ratonero se arrojó bajo la cama, y corrió por lo que para él era un oscuro y ancho pórtico de techo bajo, hasta salir al otro lado y girar rápidamente alrededor del pie de la cama para golpear con su arma el tobillo de Glipkerio.

Pero aquel ataque dirigido al tendón de la corva falló porque Glipkerio dio media vuelta. Samanda, cojeando un poco, acudió al lado de su Señor Supremo. El hacha gigantesca y el látigo se alzaron de nuevo contra el Ratonero.

Lanzando un grito histérico que casi destrozó de manera definitiva los tímpanos del Ratonero, Reetha arrojó el frasco de vino, que pasó cerca de las cabezas de Samanda y Glipkerio, sin alcanzar a ninguno de ellos, pero detuvo momentáneamente sus ataques contra el hombrecillo.

Durante todo este alboroto, el joyero dorado se había movido, poco a poco, de la pared, y ahora la puerta detrás de él se abrió lo suficiente para permitir el paso de una rata, y apareció Hreest seguida de su grupo armado, en total tres ratas enmascaradas, las otras dos uniformadas de verde y tres ratas con picas y sin máscaras, provistas de yelmos de hierro pardo y cotas de mallas.

Aterrado por esta irrupción, Glipkerio salió huyendo de la estancia, seguido algo más lentamente por Samanda, cuyas poderosas pisadas agitaban el suelo de madera como un terremoto.

Furioso y a la vez muy aliviado porque se enfrentaba a enemigos de su propio tamaño, el Ratonero se puso en guardia, utilizando el bulto de sus ropas como una especie de escudo y gritando desaforadamente:

—¡Ven aquí y muere, Hreest!

Pero en aquel instante sintió que volvían a alzarle del suelo, a una velocidad vertiginosa y se encontró pegado a los senos de Reetha.

—¡Bájame, bájame! —gritó, todavía enfurecido y ansioso por combatir.

Pero fue inútil, pues la muchacha, ebria, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de golpe tras ella, con otro tremendo ataque a los tímpanos del Ratonero.

Samanda y Glipkerio corrían hacia una cortina azul y ancha, pero Reetha lo hacía en la otra dirección, hacia la cocina y los aposentos de los sirvientes, llevando al Ratonero con ella. El bulto gris de sus ropas rebotaba, su espada, pequeña como un alfiler, era inútil, lo mismo que sus agudos gritos de protesta y sus lágrimas de ira.

Media hora después de la medianoche, las ratas lanzaron su asalto masivo contra Lankhmar Superior, deslizándose principalmente a través de conductos de oro. Hicieron algunas incursiones prematuras, en sitios como la calle de la Plata, y en otros lugares se retrasaron, pues los humanos, en el último momento, descubrieron y bloquearon los orificios de salida, pero en conjunto el ataque fue simultáneo.

Las primeras ratas que salieron de Lankhmar Subterráneo eran tropas de cuadrúpedos, una fiera caballería sin jinetes, formada por ratas procedentes de los túneles y las madrigueras hediondas bajo los barrios pobres y superpoblados de Lankhmar, roedores que conocían pocos modales civilizados, o quizá ninguno, y que hablaban como mucho un lankhmarés chapurreado, ayudándose con chillidos. Algunas sólo luchaban con dientes y garras como auténticos seres primitivos, aunque entre ellas había feroces guerreros y grupos para misiones especiales.

Seguían las ratas asesinas y las incendiarias con sus antorchas, resinas y aceites, pues el fuego como arma, que hasta entonces no había sido usada, formaba parte del formidable plan, aun cuando así amenazaran los túneles de las ratas del nivel superior. Calculaban que vencerían a los humanos con la rapidez suficiente para obligarles a extinguir las llamas.

Finalmente avanzaban las ratas armadas y provistas de armaduras, todas ellas bípedas, excepto las que acarreaban proyectiles de reserva y piezas de artillería ligera para ensamblarlas en el nivel superior.

Previamente habían realizado incursiones, casi en su totalidad a través de sus túneles, desagües y vías similares, en plantas bajas y sótanos, pero el asalto general de aquella noche se realizaba, en la medida de lo posible, a través de los orificios en los pisos superiores y vías que llegaban a las buhardillas, sorprendiendo a los humanos en las habitaciones supuestamente seguras en las que se habían encerrado, haciéndoles huir aterrados a las calles.

Se producía un cambio de posición con respecto a los días anteriores, cuando las ratas salieron del subsuelo en negras oleadas y arroyos. Ahora caían como una lluvia negra que penetraba en las casas y se filtraba a través de las paredes consideradas firmes, acarreando confusión y temor. Aquí y allá, sobre todo bajo los aleros, empezaron a crepitar las llamas.

Las ratas emergieron dentro de la mayoría de los templos y lugares de culto alineados a lo largo de la calle de los Dioses, expulsando a los fieles, hasta que aquella ancha avenida hirvió de humanos demasiado aterrados para atreverse a caminar por las oscuras calles laterales o crear algo más que unas pocas bolsas de resistencia organizada.

En la sala de reunión de los cuarteles meridionales, con sus altas ventanas, Olegnya Matamingoles se dirigía en voz resonante, barboteante y trémula, a un auditorio amedrentado que, siguiendo la costumbre, había dejado sus armas en el exterior…, pues se habían dado casos de ataques por parte de los soldados de Lankhmar contra oradores irritantes o meramente aburridos. —Que a vosotros, que habéis luchado contra monstruos terribles, que no habéis cedido un palmo de terreno a mingoles y mirphianos, que habéis roto los cuadrados formados con lanzas del rey Krimaxius y derrotado a sus elefantes fortificados… ¡Que a vosotros precisamente os asusten esas sucias alimañas…!

Mientras peroraba así, ocho grandes orificios se abrieron en la pared del fondo y desde ellos una batería enmascarada de ballesteros lanzó sus zumbantes proyectiles contra el viejo y apasionado general. Cinco de ellos le alcanzaron, uno en el gaznate, y gargarizando horriblemente cayó desde la tribuna.

Entonces las ballestas se volvieron contra el público sorprendido pero todavía letárgico, algunos de cuyos miembros habían aplaudido la muerte de Olegnya como si se tratara de un número de carnaval. Desde otros orificios altos arrojaron fósforo blanco y haces de trapos empapados en aceite que envolvían un núcleo de resina, mientras que desde varios orificios bajos y por medio de fuelles enviaban vapores dañinos recogidos en las alcantarillas.

Grupos de soldados y guardianes corrieron las puertas y descubrieron que las habían cerrado por fuera; era uno de los logros más sorprendentes de los grupos para misiones especiales, gracias a que Lankhmar había dispuesto las cosas de tal manera que pudiera, de ser necesario, exterminar a sus propios soldados en caso de motín. Usando armas pasadas de contrabando más las de los oficiales, contraatacaron a los roedores, pero los orificios de éstos eran blancos difíciles y la mayoría de los guerreros se arremolinaban tan inútilmente como los fieles que pululaban por la calle de los Dioses, tosiendo y gritando, más turbados de momento por los hediondos vapores y el humo asfixiante de los pequeños fuegos encendidos aquí y allá que por el peligro de un incendio generalizado.

Entretanto, la gatita negra estaba agazapada sobre un tonel, en la zona de los graneros, mientras un grupo de ratas armadas desfilaba por debajo. El pequeño felino temblaba de miedo, pero, aun así, se sentía atraído cada vez más hacia la ciudad por un impulso misterioso que no comprendía, pero al que no podía hacer caso omiso.

En lo alto de la casa de Hisvin había una pequeña habitación, cuya puerta y postigos de las ventanas estaban cerrados con barrotes por dentro, de manera que si un testigo hubiera podido estar allí se habría preguntado perplejo cómo habían podido cerrar así la estancia y luego abandonarla.

Una sola vela gruesa, con una llama azulada que había enrarecido un tanto el ambiente, no revelaba ningún mueble en la habitación y tan sólo mostraba seis palanganas anchas y poco profundas llenas de un espeso líquido rosado, al que de vez en cuando recorría una trepidación. Cada uno de aquellos charcos rosados tenía un borde de polvo negro que no se mezclaba con el líquido. A lo largo de una pared había estantes con frascos pequeños, los blancos cerca del suelo, los negros más altos.

Una puertecilla se abrió en el nivel del suelo, y por ella salieron en silencio Hisvin, Hisvet y Frix. Cada uno de ellos cogió un frasco blanco, se dirigió a un charco rosado y, sin vacilar, se sumergieron en él. La trepidación del líquido y el polvo se hizo más lenta, pero ellos siguieron avanzando. El líquido se desplazaba en ondas perezosas desde sus rodillas. Pronto cada uno estuvo sumergido hasta los muslos en el centro de un charco. En aquel momento bebieron el contenido de los frascos.

Durante largo rato no se produjo cambio alguno, y las ondas se entrecruzaban y extinguían a la débil luz de la vela.

Entonces, cada figura empezó a crecer, al tiempo que el líquido de los recipientes disminuía de un modo visible. Al cabo de una docena de latidos cardíacos, tanto el líquido como el polvo habían desaparecido, mientras que Hisvin, Hisvet y Frix habían recuperado su estatura humana y estaban secos y vestidos de negro.

Hisvin retiró los barrotes de una ventana que daba a la calle de los Dioses, abrió de par en par los postigos, aspiró hondo, se asomó al exterior breve y cautamente y se volvió hacia las muchachas.

—Ha empezado —dijo sombríamente—. Vayamos de inmediato a la Cámara Azul de Audiencias. El tiempo apremia. Alentaré a nuestros mingoles para que se reúnan y nos sigan. —Se deslizó junto a ellas hacia la puerta—. ¡Vamos!

Fafhrd escaló el templo de los dioses de Lankhmar y, uña vez en el tejado, hizo una pausa para mirar atrás y abajo antes de abordar el campanario, aunque hasta entonces aquella escalada había sido incluso más fácil que la de la muralla de la ciudad.

Quería saber a qué obedecía aquel griterío.

Al otro lado de la calle se alzaban varias casas oscuras, la de Hisvin entre ellas, y más allá estaba el Palacio del Arco Iris de Glipkerio, con sus minaretes de varios tonos pastel iluminados por la luz de la luna, el más alto de ellos de color azul, como un grupo de altas y esbeltas bailarinas tras una falange de sacerdotes rechonchos vestidos con túnicas negras.

Inmediatamente debajo de este minarete estaba el porche anterior del templo, cuya carencia de tejado no disminuía su oscuridad, y los escalones bajos y anchos que conducían a él desde la calle. Fafhrd ni siquiera había comprobado si se abrían las puertas con goznes de cobre, cubiertas de verdín y comidas por la carcoma. No se había atrevido a andar a ciegas, tanteando en busca de una escalera en aquel oscuro y polvoriento recinto, donde sus manos podrían posarse sobre formas togadas y envueltas en vendajes de momia que quizá no permanecerían inmóviles como los demás muertos, sino que se agitarían con una ira caprichosa e ilimitada, como antiguos pero no del todo seniles reyes a quienes no les gusta que alguien turbe su sueño a medianoche. En definitiva, trepar por el exterior había parecido más seguro, mientras que, por otro lado, si era preciso despertar a los dioses de Lankhmar, sería mejor hacerlo mediante una campana distante que tocando un hombro esquelético envuelto en lino deshilachado o un pie huesudo.

Cuando Fafhrd inició su breve escalada, aquel extremo de la calle de los Dioses estaba desierto, aunque a través de las puertas abiertas de sus magníficos templos —los templos de los dioses en Lankhmar— surgía una luz amarilla y el lúgubre sonido de muchas letanías, mezclado con los acentos más agudos de plegarias improvisadas y ruegos.

Pero ahora la calle estaba rebosante de gentes pálidas, mientras que otros seguían saliendo de los templos, lanzando gritos. Fafhrd aún no podía ver de qué huían, y una vez más pensó en un ejército de seres invisibles —al fin y al cabo sólo tenía que imaginar Espectros con huesos invisibles—, pero entonces observó que la mayoría de aquellas personas que gritaban enloquecidas miraban abajo, hacia sus pies y los adoquines. Recordó el misterioso ruido sordo que le había hecho huir de la calle de la Plata. Recordó lo que le había asegurado Ningauble sobre los enormes efectivos y la fuente oculta del ejército que asediaba Lankhmar, y recordó, en fin, que la Almeja había sido hundida y la Calamar capturada por ratas que actuaban generalmente solas. Una terrible sospecha floreció rápidamente en su interior.

Entretanto, algunos de los refugiados del templo se habían arrodillado ante el sucio santuario a cuyo tejado él había trepado, y se golpeaban las cabezas contra los adoquines y los escalones más bajos, al tiempo que lanzaban frenéticas peticiones de ayuda. Como de costumbre, Lankhmar apelaba a sus propios dioses sombríos sólo en un momento de extrema necesidad, cuando todo lo demás fallaba. Unos pocos audaces, directamente debajo de Fafhrd, habían subido al porche oscuro y golpeaban las antiguas puertas o tiraban de ellas.

Se oyó un fuerte crujido, chirridos y el sonido de madera quebrada. Por un momento, Fafhrd pensó que quienes estaban por debajo de él, tras haber roto las puertas, entrarían apresuradamente, pero vio que retrocedían y bajaban corriendo los escalones, temerosos, y se postraban lo mismo que los otros.

Las grandes puertas se abrieron hasta que quedó entre sus hojas la anchura de una mano. Entonces, a través de aquella estrecha abertura, iluminada con antorchas, salió del templo una procesión de figuras diminutas que avanzaron y se situaron a lo largo del borde delantero del porche.

Eran unas cuarenta ratas grandes que vestían togas negras y caminaban erguidas. Cuatro de ellas transportaban antorchas altas como lanzas, cuyos extremos ardían con brillantes llamas blancas y azuladas. Cada una de las otras llevaba algo que Fafhrd, desde su posición elevada, no pudo discernir con claridad. ¿Sería quizá un pequeño bastón negro? Tres de estas últimas ratas eran blancas y todas las demás negras.

Se hizo el silencio en la calle de los Dioses, como si, obedeciendo a alguna señal secreta, los torturadores de los lankhmarianos hubieran cesado en sus persecuciones.

Las ratas vestidas con togas negras gritaron agudamente al unísono:

—¡Hemos matado a vuestros dioses, oh, lankhmarianos, y ahora nosotros, los sustituimos! Someteos a nuestros hermanos mundanos y no se os hará daño alguno. Obedeced sus órdenes. ¡Vuestros dioses han muerto, lankhmarianos! ¡Nosotros somos ahora vuestros dioses!

Los humanos que se habían humillado siguieron haciéndolo y golpearon sus cabezas contra el suelo. Otros miembros de la multitud les imitaron.

Fafhrd pensó por un instante en buscar algún objeto para arrojarlo contra aquella sombría hilera de negros roedores que habían hecho retroceder despavoridos a los humanos, pero entonces se le ocurrió que si el Ratonero había sido reducido a una fracción de sí mismo y podía vivir muy por debajo del sótano más profundo, ¿qué podía eso significar sino que había sido transformado en una rata mediante una magia maligna, probablemente la de Hisvin? Si mataba a una rata, corría el riesgo de matar a su compañero.

Decidió seguir al pie de la letra las instrucciones de Ningauble. Empezó a trepar al campanario, con grandes extensiones y flexiones de sus largos brazos, así como encogimientos y estiramientos de sus piernas aún más largas.

La gatita negra dobló una esquina del mismo templo y miró fijamente la hórrida estampa de las ratas con togas negras. Sintió la tentación de huir, pero no movió un solo músculo, como un soldado que sabe que debe cumplir con su deber, aunque haya olvidado o no conozca todavía la naturaleza de ese deber.