Mientras viajaba recostado en la litera, con la cola de una de las ratas delanteras moviéndose a respetuosa distancia de su cabeza, el Ratonero observó que, sin abandonar el quinto nivel, habían llegado a un ancho corredor a cuyos lados se alineaban lanceros que montaban rígidamente guardia y que tenía trece entradas de las que colgaban pesadas cortinas. Las nueve primeras eran blancas y plateadas, la siguiente negra y dorada y las tres últimas blancas y doradas.
A pesar de su cansancio y su descomunal sensación de seguridad, el Ratonero había permanecido bastante vigilante durante el viaje, pues no descartaba del todo la posibilidad de que Skwee o lord Nuil le hubieran seguido. Además, tenía que contar con Hreest, quien podría haber descubierto alguna pista en el retrete acuático, a pesar del trabajo altamente artístico que el Ratonero creía haber hecho. De vez en cuando había visto ratas que quizá siguieron su litera, pero al final todas ellas tomaron otras direcciones en los laberínticos corredores. Las últimas que despertaron sus perezosas sospechas fueron dos ratas esbeltas vestidas con mantos, capuchas, máscaras y guantes de seda negra, pero éstas, sin dirigirle siquiera una mirada, desaparecieron cogidas de una pata a través de las cortinas negras y doradas, hablando entre ellas en cuchicheantes susurros.
La litera del Ratonero se detuvo en la entrada contigua, la tercera empezando por el final. Así pues, Skwee y Siss eran superiores en rango a Grig, pero ésta superaba a lord Nuil. Esta información podría ser útil, aunque sólo confirmaba la impresión que él había obtenido en el Consejo.
Se sentó en el borde de la litera y un instante después se incorporó con la ayuda del bastón, exagerando bastante los efectos de su pierna acalambrada; dio a la rata delantera una moneda de plata que había seleccionado del monedero de Grig, suponiendo que las propinas eran una costumbre que practicaba toda clase de seres y, en particular, las ratas. Entonces, sin mirar atrás, entró cojeando a través de las pesadas cortinas, observando de pasada que estaban tejidas con hilos de oro y seda blanca trenzados. Había un pasillo corto y escasamente iluminado, con unas cortinas similares en el otro extremo. Las descorrió y entró en una pieza cuadrada, acogedora pero bastante destartalada, con puertas cubiertas por cortinas en las tres paredes restantes e iluminada por un cocuyo en una jaula de bronce encima de cada puerta. El mobiliario consistía en dos armarios cerrados, un escritorio con un taburete, muchos pergaminos en recipientes de plata que parecían sospechosamente dedales humanos, espadas cruzadas y un hacha de combate colgada de la sucia pared. Había una chimenea en la que ardía un solo trozo de carbón gigante que despedía un resplandor rojizo a través de su capa de cenizas blancas. Por encima de la chimenea, que más bien era un brasero colocado en un hueco y adherido a la pared, había un hemisferio con el borde del bronce, casi tan grande como la propia cabeza del Ratonero reducida al tamaño de la de una rata. El hemisferio era amarillento, con un gran círculo pardo y verdoso, en cuyo centro había otro círculo negro. Con un estremecimiento de horror, el Ratonero lo reconoció como un ojo humano momificado.
En el centro de la habitación había un sofá con cojines y un alto respaldo abatido, sin duda usado por alguien que leía mucho, y a su lado una mesa baja de tamaño considerable sobre la que sólo había tres campanillas, de cobre, plata y oro, respectivamente.
Sobreponiéndose a su horror, puesto que es una emoción de evidente inutilidad, el Ratonero cogió la campanilla de plata y la agitó vigorosamente. Había decidido ver cuál sería el resultado si seguía el camino del medio.
Apenas había llegado a la conclusión de que aquél era el cuarto de un soltero rudo y con ciertas inclinaciones intelectuales, cuando entró de espaldas, a través de las cortinas en la pared del fondo, una rata vieja y gruesa con un vestido largo e impecable y un gorro blanco en la cabeza. Al volverse reveló su hocico plateado, sus ojos turbios y la bandeja de plata que acarreaba, sobre la que había platos humeantes y una gran jarra de plata que también humeaba.
El Ratonero le señaló la mesa con un gesto breve e imperioso. El cocinero, pues tal parecía ser, depositó allí la bandeja y luego se acercó vacilante al Ratonero, como si quisiera ayudarle a quitarse la túnica. El hombrecillo enmascarado rechazó su ayuda agitando la mano y señaló severamente la puerta del fondo. No estaba dispuesto a tomarse la molestia de cecear en la propia casa de Grig. Además, los servidores podrían tener mejor oído que los colegas para percibir una voz falsificada. El cocinero hizo una torpe reverencia y se marchó.
El Ratonero se acomodó en el sofá, sin quitarse todavía los guantes y las botas. Una vez recostado, éstas apenas le molestaban. No obstante se quitó la máscara (era agradable ver las cosas sin aquel obstáculo) y la dejó al alcance de la mano.
La jarra humeante contenía vino caliente con especias, que suavizó su garganta dolorida y seca y sus nervios fatigados, aunque era en exceso aromático; el único clavo negro que flotaba en el líquido era grande como una lima, y el palito de canela tenía el tamaño de un rollo de pergamino. Entonces, utilizando a Garra de Gato y el tenedor de dos púas que le habían facilitado, empezó a cortar y devorar las humeantes lonchas de carne de vaca, pues su olfato le dijo que de eso se trataba y no, por ejemplo, de bebé humano. De otro de los platos eligió uno de los objetos que parecían boniatos pequeños y que resultó ser un solo grano de trigo hervido. Del mismo modo, uno de los cubos amarillentos del tamaño de un dado se reveló como un áspero grano de azúcar, mientras que las bolas negras grandes como la segunda falange de su dedo pulgar eran de caviar. Las pinchó una tras otra con el tenedor y las mordisqueó, alternándolas con pedazos de carne. Resultaba muy extraño comer buena y tierna carne de vaca, cuyas fibras eran tan gruesas como sus dedos.
Tras haber consumido las abundantes porciones de la cena de Grig y apurado el vino, el Ratonero se colocó de nuevo la máscara y se dispuso a planear su huida a Lankhmar Superior. Pero la campana de oro seguía atrayéndole y desviando sus pensamientos de las cuestiones prácticas, y no resistió la tentación de cogerla y hacerla sonar. Ceder a la curiosidad sin dar tiempo a que la mente se irrite era uno de sus lemas.
Apenas se había disipado el tintineo, cuando las pesadas cortinas de una de las puertas laterales se corrieron y apareció una rata esbelta, hembra sin duda, vestida con túnica, capucha, máscara, zapatillas y guantes, todo ello de fina seda de color amarillo limón.
La recién llegada mantuvo las cortinas separadas, miró al Ratonero y le dijo en voz baja:
—Vuestra dama os espera, señor Grig.
La primera reacción del Ratonero Gris fue de engreída satisfacción. De modo que Grig tenía, en efecto, una querida, y su respuesta impulsiva a la pregunta del sorprendido Skwee («¿esposa?») en el consejo había sido una brillante muestra de intuición. Tanto si su talla era humana como si tenía la pequeñez de una rata, su inteligencia superaba a la de cualquiera. Poseía una mente de Ratonero, sin parangón en el universo.
Entonces se levantó y se acercó a la esbelta figura vestida de amarillo. Había en ella algo extrañamente familiar. Se preguntó si sería la misma ratesa de verde atavío a la que había visto llevando unas comadrejas sujetas con correas cortas.
Utilizando la misma estratagema que había empleado con el cocinero, le señaló en silencio la puerta para que le precediera. Ella asintió y él la siguió de cerca a lo largo de un corredor serpenteante y mal iluminado.
Mientras miraba su esbelta silueta y olía su perfume almizcleño, se dijo que tenía un enorme atractivo. Algo tardíamente recordó que era una rata y debería provocarle una repugnancia extrema. Pero ¿era en realidad una rata? Si él se había reducido de tamaño, no era imposible que lo mismo les ocurriera a otras personas. Y si aquélla no era más que la doncella, ¿cómo sería su ama? Sin duda, un fardo de grasa, o peluda como una vieja bruja, se dijo cínicamente. Aun así, su expectación fue en aumento.
Dedicó un momento a orientarse y descubrió que la puerta lateral por la que habían salido de la habitación presumiblemente daba acceso a los aposentos de lord Nuil y no a los de Siss y Skwee.
Finalmente, la ratesa vestida de amarillo separó unas pesadas colgaduras negras recamadas de oro y luego otras de fina seda violeta. El Ratonero pasó por delante de la doncella y, a través de las aberturas oculares en la máscara de Grig, vio un dormitorio de grandes proporciones, bellamente amueblado pero, al mismo tiempo, el más extraño y quizá el más aterrador que había visto jamás. En cortinas, alfombras y tapicería se combinaban los colores plateado y violeta, este último exactamente igual que el del vestido de la doncella. El dormitorio estaba iluminado indirectamente desde abajo con estrechos y hondos recipientes de viscosos gusanos de luz, grandes como anguilas, colocados contra las paredes. Junto a los recipientes luminosos había varios tocadores, cada uno con un gran espejo de plata, por lo que el Ratonero vio más de un reflejo de su propia figura y la de su guía, quien acababa de correr las cortinas violeta. Los tocadores estaban llenos de cosméticos e instrumental de belleza, elixires de diversos colores y vasitos, todos excepto uno, que se hallaba junto a una segunda puerta cubierta con una cortina plateada, y que sólo contenía una veintena, más o menos, de frascos blancos y negros.
Pero entre los tocadores, colgadas de cadenas de plata cerca de las paredes y brillantemente iluminadas por el resplandor de los gusanos de luz, había grandes jaulas de plata que contenían escorpiones, arañas, mantis religiosas y otras alimañas similares, todas ellas tan grandes como cachorros de perro o canguros pequeños. En una jaula espaciosa estaba enrollada una víbora de Quarmall que tenía las proporciones de una serpiente pitón. Todas estas sabandijas entrechocaban sus colmillos o siseaban, según su especie; un escorpión golpeaba airado con un aguijón los brillantes barrotes de la jaula, y la víbora lanzaba su lengua trífida entre los de la suya.
Sin embargo, había una pared sin nada más que dos cuadros tan altos y anchos como puertas. Uno de ellos representaba, contra un fondo oscuro, a una muchacha y un cocodrilo amorosamente abrazados, mientras que el motivo del otro cuadro era un hombre y una hembra de leopardo en actitud similar.
Casi en el centro de la habitación había una gran cama cubierta tan sólo por una sábana blanca, perfectamente lisa, cuyo tejido parecía tan áspero como arpillera, pero de todos modos invitadora, y que tenía una gruesa almohada blanca.
Tendida boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada para examinar al Ratonero a través de los orificios de su máscara, había una figura algo más ligera que la de su guía, pero por lo demás idéntica y vestida del mismo modo, pero la seda de su atuendo era más fina, y violeta en vez de amarilla.
—Bienvenido al mundo subterráneo, Ratonero Gris —dijo la mujer, con una voz cantarina y familiar. Entonces, mirando más allá de él, ordenó—: Haz que nuestro huésped se encuentre cómodo, mi dulce esclava.
Se aproximaron unas tenues pisadas. El Ratonero se volvió un poco y vio que su guía se había quitado la máscara amarilla, revelando el rostro moreno de Frix, de expresión alegre aunque la melancolía anidaba en sus ojos. El negro cabello le colgaba en dos largas trenzas, sujeto con fino alambre de cobre.
Sin más reacción que una sonrisa, empezó a desabrochar lentamente la larga túnica blanca de Grig. El Ratonero levantó un poco los brazos y se dejó desnudar con tanta facilidad como si estuviera soñando y sin prestar atención a lo que le hacían, pues miraba ansiosamente el rostro oculto por la máscara violeta de la mujer tendida en la cama. Sabía con certeza quién era, aparte de las demás evidencias, por el dardo de plata que latía en su sien, y el apetito que le había acosado durante días le acometió con renovado ímpetu.
La situación era extraña y casi incomprensible. Aunque suponía que Frix y la otra debían de haber tomado un elixir como el de Sheelba, el Ratonero habría jurado que los tres eran de tamaño humano, salvo por la presencia de unas sabandijas comunes tan enormes.
La diestra extracción de sus estrechas botas ratoniles, mientras levantaba una pierna y luego la otra, le hizo experimentar un gran alivio. Sin embargo, aunque se sometió tan dócilmente a las manipulaciones de Frix, retuvo su espada Escalpelo, junto con el cinto de la que pendía, y también, obedeciendo a algún oscuro impulso, se quedó con la máscara de Grig. Notó que la vaina más pequeña estaba vacía y se dio cuenta con una punzada de aprensión de que se había olvidado a Garra de Gato en el aposento de Grig, así como el bastón de marfil de este último. Pero estas preocupaciones se desvanecieron como las últimas nieves en primavera, cuando la figura acostada le preguntó en tono lisonjero:
—¿Querrás tomar un refresco, querido invitado? —y cuando él respondió que lo tomaría con mucho gusto, la figura alzó una mano enfundada en un guante violeta y ordenó—: Tráenos dulces y vino, querida Frix.
Mientras Frix se afanaba ante una mesa en un extremo de la estancia, el Ratonero, cuyo corazón latía con violencia, susurró:
—Ah, deliciosa Hisvet…, pues sin duda lo eres, ¿verdad?
—Eso debes juzgarlo por ti mismo —respondió coquetonamente la voz cantarina.
—Entonces te llamaré Hisvet —dijo el audaz Ratonero—, pues reconozco en ti a mi adorable princesa. Quiero que sepas que desde nuestro encuentro íntimo bajo el frondoso árbol, tan rudamente interrumpido por la aparición de los mingoles, no he podido apartar de ti mi pensamiento, hasta el punto de que eres mi única obsesión.
—Eso sería un agradable cumplido —concedió ella, recostándose sensualmente—, si pudiera creerlo.
—Debes creerlo —afirmó el Ratonero en tono imperioso, dando un paso adelante—. Además, debes saber que en esta ocasión no estoy dispuesto a conversar contigo por encima del hombro de Frix, por buena compañera que sea, sino desde más cerca. Estoy deseoso de todos los refrescos, sin omitir ninguno.
—¡No puedes creer que soy Hisvet! —exclamó ella, incorporándose sobresaltada, en un tono que el Ratonero confió que fuera de indignación fingida—. ¡De lo contrario jamás te habrías atrevido a decir semejante blasfemia!
—¡Me atrevo a mucho más! —afirmó el Ratonero con un leve gruñido de ansiedad amorosa, y dio otro rápido paso hacia ella.
Las sabandijas en las jaulas que colgaban del techo se agitaron airadas, golpeando los barrotes de plata, haciendo que las jaulas se bambolearan un poco, y los ruidos de sus articulaciones y apéndices y sus siseos se intensificaron. Sin embargo, el Ratonero dejó su cinto con la espada en el borde de la cama y, apoyando una rodilla en el mismo lugar, se habría arrojado directamente sobre Hisvet si Frix no hubiese llegado en aquel momento e interpuesto entre ellos, sobre la áspera sábana, una gran bandeja de plata que contenía jarritas de vino dulce, copas de cristal y platos con golosinas azucaradas.
A fin de evitar una frustración total, el Ratonero alargó la mano y arrancó el antifaz de seda violeta que cubría el rostro de la mujer tendida. Una mano cubierta con un guante violeta le arrebató al instante la máscara, pero no volvió a ponérsela. Ante él estaba, en efecto, el rostro delgado y triangular de Hisvet, con las mejillas arreboladas y los ojos de iris rojizos destellantes, pero sus labios sonreían y revelaban los perlinos incisivos superiores, algo más grandes de lo normal, la cabeza enmarcada por el cabello rubio plateado, entrelazado como el de Frix, pero con un hilo de plata aún más fino, en dos trenzas que le llegaban a la cintura.
—Ni hablar —dijo riendo—. Veo que eres un pícaro presuntuoso y debo protegerme. —Llevó una mano a un lado de la cama y cogió una daga de hoja larga y delgada, con la empuñadura de oro. Blandiéndola juguetonamente ante el Ratonero, añadió—: Ahora solázate con lo que nos ha traído Frix, pero guárdate bien de probar otros refrescos, querido invitado.
El Ratonero obedeció y vertió vino en las copas para los dos. Por el rabillo del ojo vio que Frix, que se movía silenciosamente, vestida con su túnica de seda, había envuelto las botas y guantes blancos de Grig en su túnica y capucha blancas, dejándolos sobre un taburete, cerca de la pintura que cubría la pared desde el techo hasta el suelo, del hombre y la hembra de leopardo, y había hecho un hatillo igualmente pulcro con el resto de sus prendas, casi todo su propio atuendo, colocándolo sobre otro taburete al lado del primero. Pensó que la doncella era muy eficiente y previsora, y estaba muy entregada a su ama, incluso en exceso, pues en aquellos momentos él deseaba que la muchacha se marchara y le dejase a solas con Hisvet.
Pero Frix no parecía dispuesta a irse, ni Hisvet a ordenarle que lo hiciera, por lo que, sin más discusión, el Ratonero empezó a cortejar suavemente a la dama, cogiendo los dedos enguantados de la mano izquierda de Hisvet mientras descendían hacia los dulces, o tiraba de las cintas y los bordes de su túnica violeta, en este último caso recordándole la discrepancia entre sus respectivos grados de vestimenta y sugiriéndole la conveniencia de corregirla mediante la eliminación de una o dos prendas. Hisvet, a su vez, le rozaba diestramente la mano con la punta de su daga, como si quisiera atravesarla y dejarla clavada en la bandeja o la cama, y él apenas podía retirarla velozmente a tiempo. Aquella danza de la daga fina como una aguja y la mano era un juego divertido, o por lo menos así se lo parecía al Ratonero, sobre todo después de haber tomado una o dos copas de vino ardiente e incoloro; y así, cuando Hisvet le preguntó cómo había llegado al mundo de las ratas, él le contó alegremente la historia de la poción negra de Sheelba y cómo, al principio, él había creído que sus efectos eran una pesada broma brujeril, pero ahora los consideraba como el mayor bien que le habían hecho en su vida…, pues amañó un poco el relato para que pareciera que su único objetivo, desde el principio, había sido el de ganarse un lugar en la cama junto a ella.
Mientras separaba los dedos para que la daga de Hisvet golpeara entre ellos, le preguntó:
—¿Cómo habéis supuesto tú y Frix que estaba representando a Grig
—Muy fácilmente, sagaz caballero. Fuimos al Consejo en busca de mi padre, pues Frix y yo tenemos que emprender un importante viaje con él esta noche. Te vimos hablar desde cierta distancia y reconocí tu voz a pesar de tu diestro ceceo. Entonces te seguimos.
—Ah, sin duda, puedo confiar en que me amas de veras, puesto que me conoces tan bien —gorjeó fatuamente el Ratonero, apartando la mano para evitar un corte certero—. Pero, dime, adivinadora, ¿cómo es posible que tú, Frix y tu padre podáis vivir y tener un gran poder en el mundo de las ratas?
Con cierta languidez, ella dirigió la punta de su daga hacia el tocador sobre el que se alineaban los frascos negros y blancos y le dijo:
—Durante innumerables siglos, mi familia ha utilizado el mismo brebaje de Sheelba, así como la poción blanca, que nos devuelve de inmediato al tamaño humano. Durante esos mismos siglos nos hemos cruzado con las ratas, y el resultado ha sido monstruos de belleza tan divina como la mía, pero también monstruos horrorosos, por lo menos desde el punto de vista humano. Estos últimos miembros de mi familia nunca salen del mundo subterráneo, pero los demás disfrutamos de las ventajas y los placeres de vivir en dos mundos. El cruce también ha producido muchas ratas con manos y mentes similares a las humanas. Somos en gran parte los responsables de que la civilización se haya extendido a las ratas, y gobernaremos como los dirigentes superiores, o incluso como dioses, cuando los roedores dominen a los hombres.
Estas palabras sobre cruces y monstruos sobresaltaron un tanto al Ratonero y le dieron que pensar, aunque seguía intacto el embribo a. que le había sometido Hisvet. Recordó la sugerencia que le hiciera Lukeen a bordo de la Calamar, que Hisvet ocultaba su cuerpo de rata bajo ropajes de doncella, y se preguntó, con cierto temor pero con gran curiosidad, qué partes del esbelto cuerpo de Hisvet corresponderían a su condición de rata. ¿Tendría cola, por ejemplo? Pero, en conjunto, estaba seguro de que cuanto descubriera bajo la túnica violeta le complacería enormemente, puesto que ahora su enamoramiento de la hija del mercader de granos había aumentado hasta superar casi todos los límites.
Sin embargo, ninguna manifestación externa acompañó a estas reflexiones, sino que se limitó a preguntar, como de pasada: —¿Así que tu padre es también lord Nuil, y tú, él y Frix viajáis regularmente entre el mundo grande y el pequeño?
—Muéstraselo, querida Frix —ordenó Hisvet perezosamente, alzando sus delgados dedos para ocultar un bostezo, como si el juego de la mano y la daga hubiera empezado a aburrirle.
Frix retrocedió hacia la pared hasta que su cabeza, con la cabellera negro azabache y las trenzas que emitían destellos cobrizos, pues se había echado atrás la capucha, quedaron entre las jaulas de la víbora y el escorpión más airado. Sus ojos oscuros eran los de una sonámbula, fijos en cosas infinitamente remotas. El escorpión se apresuró a meter su húmedo aguijón entre los barrotes, a escasas pulgadas de la oreja de Frix, la lengua trífida de la víbora vibró airadamente contra su mejilla, mientras que los colmillos golpeaban los barrotes de plata y segregaban veneno que humedeció aceitosamente la seda amarilla que cubría el hombro de la muchacha, pero ella no pareció reparar en nada de esto. Sin embargo, los dedos de su mano derecha se movieron a lo largo de una hilera de medallones que decoraban el depósito de gusanos luminosos a su espalda y, sin bajar la vista, apretó dos de ellos.
El cuadro de la muchacha y el cocodrilo se movió rápidamente hacia arriba, revelando el pie de una escalera empinada y oscura.
—Por ahí se va directamente a la casa de mi padre y mía —le explicó Hisvet.
El cuadro descendió. Frix apretó otros dos medallones y la otra pintura del hombre y la hembra de leopardo se levantó y reveló una escalera parecida.
—Mientras que esa otra asciende directamente, a través de una madriguera dorada, hasta los aposentos privados de quienquiera que sea el aparente Señor Supremo de Lankhmar, en la actualidad Glipkerio Kistomerces —le dijo Hisvet al Ratonero, mientras la segunda pintura regresaba a su lugar—. Como ves, querido, nuestro poder llega a todas partes.
Hisvet alzó la daga y le tocó ligeramente la garganta. El Ratonero permitió que el acero permaneciera allí un rato, antes de coger la punta entre los dedos y apartarla a un lado. Entonces, con la misma suavidad, cogió el extremo de una de las trenzas de Hisvet, quien no opuso resistencia, y empezó a separar los finos hilos de plata de los cabellos plateados aún más finos.
Frix seguía inmóvil como una estatua entre los colmillos de una alimaña y el aguijón de la otra, como si viera cosas que estaban más allá de la realidad.
—¿Pertenece Frix a tu raza, combinando en cierto modo las mejores cualidades humanas y las de los roedores? —le preguntó el Ratonero en voz baja, mientras proseguía la tarea que, a su parecer, tras mucho trajinar con los hilos de plata, acabaría por permitirle ver realizado el que en aquellos momentos era su mayor deseo.
Hisvet meneó la cabeza lánguidamente y dejó la daga a un lado.
—Frix es mi esclava más querida, casi mi hermana, pero no pertenece a mi linaje. En realidad, es la esclava de más alcurnia en todo Nehwon, pues es una princesa y tal vez ahora la reina de su propio mundo. Cuando viajaba entre los mundos, sufrió un naufragio y fue atacada por demonios, de los que mi padre la rescató, a condición de que me sirviera para siempre.
En aquel momento Frix rompió su silencio, aunque sólo movió los labios y la lengua y no se dignó mirarles.
—O hasta que por tres veces te salve la vida con riesgo de la mía, mi dulce ama. Y eso ya ha sucedido una vez, a bordo de la nave Calamar, cuando el dragón estuvo a punto de engullirte.
—Jamás me abandonarías, querida Frix —replicó Hisvet, sin la menor sombra de duda.
—Te amo con todo mi corazón y te sirvo fielmente —replicó Frix—. No obstante, todas las cosas tienen un final, mi ama bendita.
—Entonces tendré al Ratonero Gris para protegerme y no te necesitaré —dijo Hisvet con cierta displicencia, irguiéndose sobre un codo—. Déjanos ahora, Frix, para que pueda hablar en privado con él.
Sonriente, Frix abandonó su lugar entre las jaulas de las mortíferas alimañas, hizo una breve reverencia, se puso de nuevo la máscara amarilla y salió rápidamente por la segunda de las puertas no secretas, cubierta por una fina cortina plateada.
Todavía apoyada en el codo, la esbelta Hisvet se volvió hacia el Ratonero. Él se le acercó ansioso, con ánimo de acariciar su pequeño y bello rostro triangular, pero ella le cogió las manos con sus fríos dedos y le miró a los ojos.
—Me querrás siempre, ¿verdad? Te has atrevido a aventurarte en los oscuros y temibles túneles del mundo de las ratas para conseguirme.
—No tengas la menor duda, oh, emperatriz de las delicias infinitas —respondió ardientemente el Ratonero, enloquecido por el deseo y casi convencido por completo de la sinceridad de sus sentimientos.
—Entonces creo que lo más apropiado será que te libre de esto —le dijo Hisvet, aplicándole ambas manos a la sien—, pues sería un insulto hacia mí misma y mi suprema belleza depender de un hechizo cuando ahora puedo fiarme por entero de ti.
Sin producirle más qué un ligerísimo dolor, oprimió diestramente con las uñas el dardo de plata, extrayéndolo de la piel del Ratonero, como cualquier mujer podría extraer un barrillo o una espinilla del cutis de su amante, y le mostró el dardo reluciente en la palma extendida. Él, por su parte, no percibió la menor variación en sus sentimientos. Aún la adoraba como a una divinidad, y el hecho de que hasta entonces no hubiera confiado ni un solo instante en ninguna divinidad parecía carecer de importancia, por lo menos en aquel momento.
Hisvet puso una mano fría en el costado del Ratonero, pero sus ojos rojizos ya no estaban lánguidamente nebulosos, sino que centelleaban. Pero cuando él quiso tocarla de la misma manera, la muchacha se lo impidió, diciéndole con apresuramiento:
—No, no, no, ¡todavía no! Primero hemos de trazar un plan, amor mío…, puedes hacer por mí cosas que no están al alcance de Frix. Para empezar, tienes que matar a mi padre, quien se entromete en mi vida de un modo insoportable, para que pueda ser la emperatriz de todos y tú mi consorte y favorito. Nuestros poderes serán ilimitados. ¡Esta noche Lankhmar! ¡Mañana todo Nehwon! Luego… ¡la conquista de otros universos más allá de las aguas del espacio! ¡La subyugación de los ángeles y los demonios, del mismo cielo y el infierno! Al principio quizá sea conveniente que adoptes el papel de mi padre, como hiciste con Grig…, y soy testigo de que lo has hecho de un modo admirable, corazón mío. Te pareces a mí en tu habilidad para engañar, cariño. Así pues… —Algo, tal vez la expresión del Ratonero, le hizo interrumpirse—. Me obedecerás en todo, ¿no es cierto? —dijo bruscamente, más como una afirmación que como una pregunta.
—Bueno… —empezó a decir el Ratonero.
La cortina plateada se levantó hasta el techo y Frix, calzada con unas zapatillas sedosas, irrumpió apresurada y silenciosamente en la estancia, su túnica y capucha amarillas ondeando tras ella.
—¡Poneos las máscaras! —exclamó—. ¡Precaveos! —Les echó por encima una colcha violeta, ocultando a Hisvet, al Ratonero desnudo y la bandeja entre ambos—. ¡Tu padre viene hacia aquí con servidores armados, mi ama!
Se arrodilló a la cabecera de la cama, junto a Hisvet, y agachó la cabeza cubierta con la máscara amarilla, adoptando una postura servil.
Apenas las máscaras blanca y violeta habían vuelto a ocupar sus lugares y las cortinas plateadas llegaban de nuevo al suelo, cuando apartaron rudamente estas últimas y aparecieron Hisvin y Skwee, ambos sin máscara, seguidos de tres ratas armadas con picas. A pesar de las enormes sabandijas enjauladas, al Ratonero le costó disipar la ilusión de que todas las ratas medían metro y medio o más de altura.
El rostro de Hisvin se ensombreció mientras contemplaba la escena.
—¡Qué monstruosidad! —le gritó a Hisvet—. ¡Yaciendo con mi propio colega!
—No dramatices, padre —replicó Hisvet, y le susurró al Ratonero—: Mátale ahora. Te libraré de Skwee y los demás.
Bajo la colcha, el Ratonero tanteó el borde de la cama en busca de Escalpelo, mientras presentaba a Hisvet una máscara blanca tachonada de diamantes.
—Cálmate, conzejero —dijo en tono sosegado—. Zi tu divina hija me ha elegido por encima de todoz loz demáz hombrez y rataz, ¿tengo la culpa, Hizvin? ¿Acazo la tiene ella? El amor no conoce reglaz.
—Haré que esto le cueste la cabeza, Grig —le gritó Hisvin, acercándose a la cama.
—Te has convertido en un viejo chocho puritano, papá —le dijo Hisvet en tono ofendido, casi con recato—. Coger una rabieta por semejante motivo en la noche de tu gran conquista… Tu jornada ha terminado y he de ocupar tu sitio en el Consejo. Díselo, Skwee. Creo, querido papá, que has enloquecido de celos por no hallarte en el lugar de Grig.
—¡Oh, inmundicia que una vez fue mi hija! —gritó Hisvin, y sacando con juvenil celeridad un estilete que llevaba al cinto, lo dirigió al cuello de Hisvet, entre la máscara violeta y la colcha.
Pero Frix, incorporándose de súbito, interpuso su mano izquierda entre el acero y su ama, como quien batea una pelota.
La hoja, fina como una aguja, atravesó la palma hasta la empuñadura de la daga, e Hisvin la perdió.
Apoyándose todavía en una rodilla, con la hoja brillante atravesando la palma izquierda extendida, de la que caían algunas gotas de sangre, Frix se volvió hacia Hisvin y, tendiendo grácilmente la otra mano, le dijo en tono claro y cautivador:
—Domina tu ira por el bien de todos nosotros, querido padre de mi ama. Sin duda, la razón puede hallar medios para resolver estos asuntos. No debéis querellaros en esta noche magna.
Hisvin palideció y retrocedió un paso, probablemente sorprendido por la compostura sobrenatural de Frix, que sin duda bastaba para producir escalofríos a un hombre e incluso a una rata.
La mano del Ratonero se había cerrado por fin alrededor de la empuñadura de Escalpelo. Se dispuso a levantarse de un salte y correr de nuevo al aposento de Grig, cogiendo de pasada el bulto de sus ropas. En algún momento, más o menos durante la última veintena de latidos de su corazón, su intenso y perenne amor hacia Hisvet había fenecido en silencio y ahora empezaba a apestar.
Pero en aquel momento abrieron las cortinas con violencia y por la ruta de huida que había elegido el Ratonero entraron la rata Hreest, con su atuendo negro adornado con oro y blandiendo un estoque y una daga, seguida de tres ratas guardianas uniformadas de verde, cada una con una espada desenvainada. El Ratonero reconoció la daga que blandía Hreest: era su propia Garra de Gato.
Frix rodeó rápidamente la cabecera de la cama y volvió al sitio que había ocupado antes entre las jaulas de la víbora y el escorpión, con la mano izquierda todavía atravesada por el estilete, como un gran alfiler. El Ratonero le oyó murmurar con rapidez:
—La intriga se complica. Entran ratas armadas por todas las puertas. El momento crucial se aproxima.
Hreest se detuvo de súbito y, mirando a Skwee e Hisvin, gritó desgarradoramente:
—¡Los restos desmembrados del consejero Grig han sido descubiertos en la rejilla de desagüe del quinto nivel! ¡El espía humano está asumiendo la personalidad de Grig, vestido con sus propias ropas!
El Ratonero pensó que no era así en aquel momento, con excepción de la máscara, y, haciendo un último esfuerzo desesperado, exclamó:
—¡Ezo ez una tontería, una locura producida por el calor del verano! ¡Yo zoy Grig! Ha zido a otra rata blanca a quien han azezinado tan horriblemente!
Hreest, con Garra de Gato en la mano y los ojos fijos en el Ratonero, continuó:
—He descubierto esta daga de factura humana en el aposento de Grig. Es evidente que el espía se encuentra aquí.
—¡Matadle en la cama! —ordenó Skwee con voz ronca.
Pero el Ratonero, anticipándose un poco a lo inevitable, había saltado de la cama y, desnudo, adoptaba la posición de guardia, la máscara blanca arrojada a un lado, Escalpelo, su mortífera hoja, destellante en la mano derecha, mientras la izquierda, en lugar de la daga, sujetaba su cinto y la vaina de Escalpelo, ambos doblados.
Con una risa un poco extraña, Hreest se abalanzó contra él, blandiendo su estoque, mientras Skwee desenvainaba su espada y saltaba sobre la cama. Sus botas trituraron las copas de cristal contra la bandeja que estaba debajo de la colcha.
Hreest trabó su acero con Escalpelo, llevando ambas espadas a un lado, dio un paso adelante y atacó con Garra de Gato. El Ratonero desvió su propia daga con el cinto doblado y golpeó el pecho de Hreest con el hombro izquierdo, empujándole hacia atrás, contra dos de las ratas uniformadas de verde, que también se vieron obligadas a ceder terreno. Casi al mismo tiempo, el Ratonero alzó a Escalpelo lateralmente, desviando el estoque de Skwee cuando su punta estaba a escasas pulgadas de su cuello. Entonces, cambiando rápidamente de frente, se batió un momento con Skwee, desvió el acero de la rata y atacó briosamente. El roedor vestido de blanco se retiraba ya al pie de la cama, desde cuya cabecera, Hisvet, ahora sin máscara, observaba la escena críticamente, aunque un tanto malhumorada, pero en cualquier caso la hoja del Ratonero alcanzó a Skwee en la muñeca de la mano armada, causándole un corte profundo.
Pero esta vez la tercera rata vestida de verde y estatura gigantesca, que había cruzado la puerta agachándose, atacó ferozmente pero con cierta lentitud. Entretanto, Hreest se levantaba del suelo, al tiempo que Skwee soltaba la daga y cogía el estoque con la mano indemne.
El Ratonero paró la estocada del gigante, cuya hoja pasó rozándole el pecho, y atacó a su vez. El gigante paró la estocada a tiempo, pero el Ratonero empujó la punta de Escalpelo por debajo de la hoja de su adversario y le atravesó el corazón.
El gigante abrió la boca, mostrando sus grandes incisivos, y sus ojos se enturbiaron. Incluso su pelaje pareció oscurecerse. Las armas se desprendieron de sus manos fláccidas y permaneció en pie, ya muerto, por un momento, antes de empezar a desplomarse. En aquel instante, el Ratonero, doblando un poco la pierna derecha, dio una fuerte patada con la izquierda. El talón golpeó al gigante en el esternón y, al tiempo que extraía a Escalpelo, el espadachín lanzó el cadáver contra Hreest y sus dos ratas armadas vestidas de verde.
Uno de los roedores que empuñaban picas alzó su arma para lanzarla contra el Ratonero, pero en aquel momento Skwee ordenó a voz en grito:
—¡Basta de ataques individuales! ¡Formad un círculo a su alrededor!
Los otros se apresuraron a obedecer, pero en aquella breve pausa Frix abrió la portezuela con barrotes de plata, que estaba en un extremo de la jaula del escorpión y, a pesar de la mano atravesada por la daga, alzó la jaula y la agitó fuertemente, arrojando al suelo a su temible ocupante, que se retorció al pie de la cama, tan grande, en comparación, como un gato de gran tamaño, entrechocando sus mandíbulas, haciendo sonar los quelíceros y amenazando con el aguijón por encima de su cabeza.
Casi todas las ratas dirigieron sus armas contra la alimaña. Hisvet empuñó su daga y se agazapó en el lado contrario, preparándose para defenderse de su mortífero animalito doméstico. Hisvin se ocultó detrás de Skwee.
Al mismo tiempo, Frix llevó la mano indemne a los medallones en el depósito de gusanos luminosos. La pintura del hombre y la hembra de leopardo se levantó, y el Ratonero no necesitó el acicate de la sonrisa y el brillo de los ojos de la bella esclava. Cogió el bulto gris de sus ropas y se abalanzó hacia la escalera oscura y empinada, cuyos escalones subió de tres en tres. Algo pasó silbando junto a su cabeza, golpeó un escalón de piedra y cayó con estrépito. Era la larga daga de Hisvet y había golpeado de; punta. La oscuridad de la escalera aumentó y el Ratonero siguió subiendo los escalones de dos en dos, agazapándose cuanto podía y abriendo mucho los ojos para ver qué había delante. Oyó débilmente la aguda orden de Skwee:
— ¡Id tras él!
Con una mueca de dolor, Frix extrajo de su palma el estilete que le había clavado Hisvin, se besó ligeramente la herida sangrante y, con una breve reverencia, la ofreció a su dueño.
Hisvet se arrebujaba en su túnica violeta, mientras Skwee, valiéndose de sus dientes en forma de pala, ataba diestramente un vendaje en su muñeca herida.
Atravesado por una docena de lanzadas y derramando sangre oscura sobre la alfombra violeta, el escorpión aún se retorcía panza arriba, las patas y las grandes mandíbulas temblorosas, el aguijón deslizándose un poco adelante y atrás.
Hreest, las dos ratas vestidas de verde y las tres ratas con picas habían ido en persecución del Ratonero, y el ruido de sus botas en la empinada escalera se había extinguido.
—Debería matarte —dijo Hisvin a su hija, frunciendo el ceño.
—Ah, querido padre, no comprendes en absoluto lo que ha ocurrido —replicó Hisvet con voz trémula—. El Ratonero Gris me forzó a punta de espada, ha sido una violación…, y a punta de espada, bajo la colcha, me ha obligado a decirte cosas horribles. Ya has visto que, al final, he hecho lo posible para matarle.
—¡Bah! —dijo Hisvin, volviéndose de lado.
—Ella es quien merece la muerte —declaró Skwee, señalando a Frix—. Ha facilitado la huida al espía.
—Muy cierto, poderoso consejero —convino la muchacha—, de lo contrario habría matado por lo menos a la mitad de vosotros, y vuestros cerebros son muy necesarios, realmente indispensables, ¿no es cierto?, para dirigir el gran asalto de esta noche contra Lankhmar Superior. —Tendió a Hisvet su mano sangrante y le dijo en voz baja—: Ya te he salvado la vida dos veces.
—Serás recompensada por ello —replicó Hisvet, apretando los labios—. Y por ayudar al espía en su huida, ¡y no impedir mi violación!, serás azotada…, mañana…, hasta que ya no puedas gritar.
—Perfectamente, mi ama —dijo Frix, con un asomo de regocijo—. Castígame mañana, pero esta noche hay otras urgencias, en el palacio de Glipkerio, en la Cámara Azul de Audiencias. Hay trabajo para nosotros tres, y creo que apremia, señor —concluyó en tono deferente, volviéndose hacia Hisvin.
—Es verdad —dijo el mercader de granos, sobresaltado. Con el ceño fruncido miró a su hija y a la esclava de ésta, y finalmente se encogió de hombros—. Vamos —añadió.
—¿Cómo puedes confiar en ella? —le preguntó Skwee.
—Es preciso. Son necesarias para poder controlar debidamente a Glipkerio. Entretanto, tu puesto es el del mando supremo en la mesa del Consejo. Siss te necesitará. ¡Vamos! —repitió a las muchachas.
Frix pulsó los medallones y la segunda pintura se levantó. Los tres subieron la escalera.
Skwee se quedó solo en el dormitorio y paseó de un lado al otro, con la cabeza gacha, sumido en airados pensamientos, pasando automáticamente por encima del cadáver de la rata gigantesca y rodeando al escorpión que aún se retorcía. Cuando por fin se detuvo y alzó la vista, se fijó en el tocador con los frascos negros y blancos de la pócima para cambiar de tamaño. Se acercó al mueble con la actitud de un sonámbulo o de quien camina sobre las aguas. Durante algún tiempo jugueteó con los frascos, moviéndolos en una dirección y otra. Entonces habló en voz alta consigo mismo.
—¿Cómo es posible que uno pueda ser sabio, mandar sobre un vasto ejército, esforzarse sin desmayo y razonar con brillantez diamantina y, sin embargo, ser tan pequeño como un lepisma y ciego como una oruga nocturna? Lo evidente está siempre ante nuestros hocicos dentados y nunca lo vemos…, porque las ratas hemos aceptado nuestra pequeñez, nos hemos hipnotizado con nuestro enanismo, incapacidad e imposibilidad de evadirnos de nuestros atestados túneles en los que vivimos prisioneros, saltar del surco que nos aprisiona, somero pero mortífero, cuyas paredes bajas sólo nos conducen al hediondo montón de basura o la estrecha cripta funeraria.
Alzó sus ojos de un azul gélido y contempló fríamente su imagen peluda en el espejo de plata.
—A pesar de tu grandeza, Skwee —siguió diciéndose—, no has tenido ambiciones durante toda tu vida de rata. ¡Ahora, aunque sea por una sola vez, piensa en ti mismo!
Y con esta vehemente orden a sí mismo, cogió uno de los frascos blancos y se lo embolsó, titubeó un poco, metió todos los demás frascos en su bolsa, volvió a titubear y, con un encogimiento de hombros y una mueca sardónica, cogió también los frascos negros y salió apresuradamente de la habitación.
El escorpión sobre la alfombra violeta aún movía débilmente las patas.