Lankhmar se preparaba para otra noche de terror, mientras las sombras se alargaban hacia el infinito y la luz del sol adquiría una intensa tonalidad anaranjada. La disminución del número de ratas no había tranquilizado a sus habitantes, quienes husmeaban la calma eléctrica antes de la tormenta y se encerraban en los pisos altos, como habían hecho la noche anterior. Soldados y guardianes, cada uno según su carácter, sonrieron con alivio o se aferraron a las minucias burocráticas meridionales una hora antes de medianoche, donde las arengaría Olegnya Matamingoles, quien tenía la reputación de hacer los discursos más largos, tediosos y húmedos (por la abundante saliva que partía de su boca al mismo tiempo que sus palabras) que cualquier otro capitán general en la historia de Nehwon, y además despedía el olor agrio de la senilidad.
A bordo de la Calamar, Slinoor ordenó que las luces permanecieran encendidas durante la noche y que todos los hombres disponibles hiciesen guardia. Entretanto, la gatita negra había abandonado la cofa y paseaba por la borda más cercana al muelle, lanzando de vez en cuando un maullido lastimero y mirando las calles oscuras con una expresión que quizá era una mezcla de tentación y temor.
Durante algún tiempo, Glipkerio aplacó su nerviosismo observando la sutil tortura de Reetha, cuyo principal objetivo era destrozar sus nervios más que su carne, y escuchando los interrogatorios a que le sometían los inquisidores durante horas hábiles, los cuales intentaban hacerle confesar que el Ratonero Gris era el jefe de las ratas, como parecía demostrar palmariamente el hecho de que su tamaño se hubiera reducido al de un roedor, así como obligarle a divulgar todo un manual de información sobre los métodos mágicos y las estratagemas brujeriles del Ratonero. La muchacha encantaba realmente a Glipkerio: reaccionaba a las amenazas y a un dolor más o menos soportable de un modo vehemente e inquietante.
No obstante, al cabo de un rato el Señor Supremo empezó a aburrirse y pidió que le sirvieran una cena ligera a la luz rojiza del sol poniente, en el porche que daba al mar, junto a la Cámara Azul de Audiencias, en el inicio del gran tobogán de cobre, el cual tocaba de vez en cuando para sentirse seguro. Se dijo complacido que no había mentido a Hisvin, pues por lo menos tenía otra arma secreta, aunque no era un arma ofensiva, sino más bien todo lo contrario. ¡Pero ojalá no tuviera que usarla! Hisvin le había prometido que a medianoche pondría en práctica su hechizo contra las ratas atacantes, y hasta entonces Hisvin nunca le había fallado… ¿Acaso no había vencido a las ratas de la flota de grano? Además, su hija y la doncella de ésta conocían maneras de sosegar a Glipkerio que, sorprendentemente, no requerían azotes. Había visto con sus propios ojos como Hisvin mataba ratas con aquel hechizo, mientras que él, por su parte, había dispuesto que todos los soldados y guardianes se presentaran en los cuarteles meridionales a medianoche, para escuchar al tedioso Olegnya Matamingoles. Pensó que había cumplido con su parte; Hisvin cumpliría con la suya y, a medianoche, los problemas y las vejaciones habrían terminado.
¡Pero faltaba tanto para la medianoche! Una vez más el aburrimiento se apoderó del flaco monarca, con su guirnalda de trinitarias purpúreas y su toga negra, y empezó a pensar con nostalgia en los azotes y en Reetha. Se dijo que, al contrario que los demás hombres, un Señor Supremo, abrumado por la administración y las ceremonias, no tenía tiempo ni siquiera para las aficiones más sencillas y las diversiones inocentes.
Entretanto, los interrogadores de Reetha dieron por finalizada la sesión de aquel día y dejaron a la muchacha bajo el cuidado de Samanda, quien de vez en cuando le describía con placer maligno las diversas clases de azotes y otros tormentos a los que le sometería la señora del palacio en cuanto sus inquisidores hubieran terminado con ella. La tan maltratada muchacha trató de consolarse con la idea de que su alocado rescatador vestido de gris podría recuperar de algún modo su verdadero tamaño y volver para procurar de nuevo la huida. Seguramente, y a pesar de todas las repugnantes insinuaciones que ella había soportado, el Ratonero Gris había adoptado el tamaño de una rata contra su voluntad. Recordó los muchos cuentos de hadas que había oído sobre príncipes convertidos en lagartos, y ranas que habían recobrado su apostura y su altura apropiada gracias al beso amoroso de una doncella, y, pese a sus desgracias, en sus ojos sin pestañas apareció una expresión soñadora.
A través de la máscara de Gríg, con sus aberturas espaciadas, el Ratonero atisbo la Cámara del Consejo y a los demás miembros de los Trece Supremos. La escena le resultaba ya opresivamente familiar, y estaba harto de cecear. Sin embargo, se dispuso a hacer un gran esfuerzo, para el que tendría que usar todo su ingenio.
Le había resultado muy fácil llegar hasta allí. En el quinto nivel, tras dejar a Hreest y sus ratas armadas con picas, unos pajes ratoniles se pusieron a su lado, al pie de la escalera de mármol blanco, y un chambelán se colocó solemnemente delante de él, haciendo sonar una campanilla de plata repujada que sin duda había tintineado en el tobillo de alguna bailarina de templo en la calle de los Dioses del mundo superior. Así, andando con paso majestuoso, a pesar de su leve cojera, gracias a la ayuda del bastón de marfil rematado con un zafiro, le condujeron en silencio a la Cámara del Consejo y a la misma silla que ahora ocupaba.
La cámara era baja pero amplia, con columnas que representaban candelabros de oro y plata, sin duda, robados en los palacios e iglesias de arriba. Había entre ellos algunos que parecían cetros enjoyados y bastones de mando. Al fondo, hacia las paredes distantes y semiocultas por las columnas, se agrupaban ratas armadas con picas, camareros y otros servidores, portadores de literas con sus vehículos y miembros de oficios similares.
La sala estaba iluminada con jaulas de oro y plata que contenían insectos luminosos grandes como águilas, y en tal cantidad que apenas se percibía la pulsación de su luz. El Ratonero había decidido que, si fuera necesario provocar una diversión, soltaría algunas avispas luminosas.
Dentro de un círculo central formado por columnas especialmente preciosas había una gran mesa redonda, alrededor de la cual se sentaban, espaciados con regularidad, los Trece, todos ellos enmascarados y vestidos con túnicas y capuchas blancas, de las que emergían manos de rata enfundadas en guantes blancos.
Delante del Ratonero, y en una silla más alta, se sentaba Skwee, a la que recordaba bien desde la ocasión en que se agazapó sobre su hombro, amenazándole con cortarle la arteria debajo de la oreja. A la derecha de Skwee estaba Siss, mientras que a su izquierda se sentaba un roedor taciturno a quien los demás llamaban lord Nuil. Aquel individuo rezongón era el único de los Trece que vestía túnica, capucha, máscara y guantes negros. Había en él algo inquietantemente familiar, tal vez porque el tono de su atuendo le recordaba a Svivomilo y también a Hreest.
Las nueve ratas restantes eran claramente miembros en período de aprendizaje, promovidos para ocupar los puestos en el Círculo de los Trece que habían dejado vacantes las ratas blancas muertas a bordo de la Calamar, pues nunca hablaban y, cuando se procedía a las votaciones, se limitaban a aceptar con un movimiento de cabeza la opinión mayoritaria de Skwee, Siss, lord Nuil y Gríg —es decir, el Ratonero—, o, si esa opinión estaba dividida, se abstenían.
La superficie de la mesa estaba oculta bajo un mapa circular confeccionado con lo que parecía ser piel humana bien curtida y alisada, de fina y delicada porosidad. El mapa en sí consistía en innumerables puntos: dorados, plateados, rojos y negros, espesos como motas de mosca en el tenderete de un vendedor de frutas en un suburbio. Al principio, al Ratonero sólo se le ocurrió pensar en un campo estelar misterioso y denso. Luego comprendió, por las referencias de los demás, ¡que era ni más ni menos un mapa de todas las madrigueras de ratas de Lankhmar!
Saber esto no le facilitó de inmediato la comprensión del mapa, pero gradualmente empezó a ver, en los puntos que parecían agrupados al azar y en las líneas serpenteantes entre unos grupos y otros, los contornos de, por lo menos, los principales edificios y calles de Lankhmar. Desde luego, todo el trazado de la ciudad estaba invertido, puesto que estaba visto desde abajo y no por arriba.
Poco después, el Ratonero supo que los puntos dorados correspondían a madrigueras que los humanos desconocían y las ratas usaban; los rojos, a madrigueras que los humanos conocían pero, con todo, las ratas seguían usando; los plateados, a madrigueras desconocidas por los humanos, pero que no utilizaban actualmente los habitantes subterráneos, mientras que los puntos negros designaban las madrigueras que conocían los humanos y evitaban los roedores de Lankhmar Subterráneo.
Durante la sesión del Consejo, el Ratonero se había enterado, sencilla y horriblemente, del plan general para lanzar el asalto masivo a Lankhmar superior, que tendría lugar media hora antes de aquella misma medianoche: una información detallada sobre la disposición de las compañías de lanceros, destacamentos de ballesteros, grupos de soldados con dagas, brigadas con armas envenenadas, incendiarios, criminales solitarios, asesinos de niños, ratas provocadoras de pánico, ratas hediondas, arrancadoras de genitales, mordedoras de senos y otros guerreros salvajes, ratas especializadas en tender trampas, como cuerdas tensadas, abrojos finos como agujas y lazos corredizos, brigadas de artillería que llevarían armas desmontadas para montarlas en la superficie…, hasta que su cerebro ya no pudo seguir reteniendo todos los datos.
También se enteró de que los ataques prioritarios serían contra los cuarteles meridionales y, sobre todo, contra la calle de los Dioses, que hasta entonces se había librado del asalto de las ratas.
Finalmente supo que el objetivo de las ratas no consistía en exterminar a los humanos o expulsarlos de Lankhmar, sino obligar a Glipkerio a una rendición incondicional y esclavizar a los súbditos del Señor Supremo mediante ese acuerdo y un terror continuo, de modo que la vida en Lankhmar seguiría como siempre, con sus placeres y sus negocios, sus compras y ventas, nacimientos y muertes, envíos de barcos y caravanas, recolección de grano —¡sobre todo grano!—, pero bajo el gobierno de las ratas.
Por suerte, toda esta información la habían proporcionado Skwee y Siss. Nada pidieron al Ratonero —es decir, a Grig— ni a lord Nuil, excepto sus opiniones sobre problemas complejos. Luego les invitaron a dirigir la votación, y esto también procuró al Ratonero tiempo para imaginar el modo de echar un gato a los planes de las ratas.
Por fin finalizó la parte informativa de la sesión y Skwee solicitó a los reunidos ideas para mejorar el gran asalto, pero era evidente por su tono que no esperaba obtener ninguno. Entonces el Ratonero se levantó, con alguna dificultad, pues las botas ratoniles de Grig, inadecuadas para sus pies, aún le producían calambres, y cogiendo su bastón de marfil apuntó certeramente un grupo de puntos plateados en el extremo occidental de la calle de los Dioses.
—¿Por qué no lanzamoz aquí el azalto? —preguntó—. Zugiero que en plena batalla un grupo de rataz veztidaz con togaz ne-graz zalgan del templo de loz diozez de Lankhmar. Ezto convencerá a loz humanoz como nada máz podría hacerlo de que zu mizmo dioz, el dioz de zu ciudad, ze ha vuelto contra ellos…, ¡de hecho, ze han tranzformado en rataz!
Tragó saliva para suavizar la irritación de su garganta. ¿Por qué aquella condenada Grig tenía que cecear?
Por un momento, su sugerencia pareció dejar estupefactos a los demás miembros del consejo. Entonces Siss habló en tono admirativo y envidioso, como si lo hiciera contra su voluntad:
—Nunca había pensado en eso.
—Como bien sabes, Grig, el templo de los dioses de Lankhmar ha sido evitado desde hace mucho tiempo, tanto por los hombres como por las ratas —comentó Skwee—. Sin embargo…
—Me opongo —terció malhumorado lord Nuil—. ¿Por qué meternos con lo desconocido? Los humanos de Lankhmar temen y evitan el templo de los dioses de su ciudad. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.
El Ratonero dirigió una mirada furibunda, a través de las ranuras de su máscara, a la rata vestida con una túnica negra.
—¿Zomoz ratoncilloz o rataz verdaderaz? ¿O tal vez zomoz hombrez cobardez y zuperzticiozoz? ¿Dónde eztá vueztro valor de rata, lord Nuil? ¿O la razón zoberana y ezcéptica de laz rataz? ¡Mi eztratagema azuztará a loz humanoz y demoztrará de una vez por todaz la valentía zuperior de laz rataz! ¿No ez cierto, Zkweej Zizzí?
La propuesta se sometió a votación. El voto de lord Nuil fue negativo, los de Siss, el Ratonero y, tras una pausa, Skwee, fueron positivos, mientras que las otras nueve ratas asintieron, y así la Operación Toga Negra, como Skwee la denominó, fue añadida apresuradamente a los planes bélicos.
—Tenemos más de cuatro horas para organizarlo —recordó Skwee a sus nerviosos colegas.
El Ratonero sonrió detrás de la máscara. Tenía la sensación de que si los dioses de Lankhmar se despertaban alguna vez, se pondrían al lado de los habitantes humanos de la ciudad… Tardíamente pasó por su cabeza la posibilidad de que ocurriera lo contrario.
En cualquier caso, ahora su actividad y su deseo se centraban en salir de la Cámara del Consejo lo antes posible. En seguida se le ocurrió una estratagema e hizo una señal a un paje.
—Llama una litera —le ordenó—. Ezta deliberación me ha fatigado. Eztoy mareado y tengo una pierna acalambrada. Iré un rato a cazar para dezcanzar con mi mujer.
Skwee se volvió para mirarle.
—¿Mujer? —le preguntó en tono incrédulo.
El Ratonero respondió sin la menor vacilación:
—Zi tengo el capricho de llamar ezpoza a mi querida, no creo que zea azunto tuyo.
Skwee se quedó un rato mirándole y luego se encogió de hombros.
La litera llegó en seguida, transportada por dos ratas muy musculosas semidesnudas. El Ratonero se acomodó en ella, agradecido, colocó el bastón de marfil a su lado, y ordenó: «¡A mi caza!», despidiéndose de Skwee y lord Nuil, agitando la mano mientras se lo llevaban de allí al trote corto. En aquellos momentos el pequeño aventurero se sentía en posesión de la mente más brillante del universo y merecedor de un descanso, aunque fuese en una madriguera de ratas. Recordó que le quedaban por lo menos cuatro horas antes de que se disipara el hechizo de Sheelba y recobrase la talla humana. Había hecho cuanto estaba en su mano por Lankhmar y ahora debía pensar en sí mismo. Se preguntó ociosamente cuáles serían las comodidades del hogar de una rata. Tenía que probarlas antes de huir al mundo superior. Aquella sesión del consejo había sido realmente agotadora, como colofón de todo lo que había ocurrido antes.
Mientras la litera iba desapareciendo gradualmente más allá de las columnas, Skwee se volvió hacia lord Nuil y le dijo a través de su máscara con diamantes engastados:
—¡Así que ese viejo misógino de Grig tiene una querida! Tal vez sea ella quien ha aguzado su inteligencia para que invente cosas tan brillantes como la operación Toga Negra.
—Eso sigue sin gustarme, aunque lo habéis votado y no tengo más remedio que aceptarlo —chilló el otro irritado, desde detrás de su antifaz negro—. Esta noche flota demasiada incertidumbre en el ambiente. La batalla final está próxima. Se dice que un espía humano transformado mágicamente se ha introducido en Lankhmar Subterráneo. Luego está ese cambio en el carácter de Grig, y ese ratón rabioso que entró corriendo en la Cámara, sacando espuma por la boca y que chilló tres veces cuando le mataste…, las extrañas vibraciones de las abejas nocturnas en los aposentos de Siss… Y ahora esta operación adoptada con tal premura…
Skwee dio unas palmadas amistosas en el hombro de lord Nuil.
—Esta noche estás turbado, camarada, y ves malos augurios en cada bicho nocturno. En todo caso, Grig ha tenido una idea muy buena. A todos nos iría bien un poco de descanso, sobre todo a ti, antes de tu importantísima misión. Ven conmigo.
Delegando la presidencia de la mesa en Siss, Skwee y lord Nuil se retiraron a una alcoba con una cortina en la puerta, pero antes de entrar ordenaron que les sirvieran comida y bebida.
Cuando las cortinas se corrieron tras ellos, Skwee se sentó en una de las dos sillas al lado de la mesa pequeña y se quitó la máscara. A la pulsátil luz violeta de las tres avispas luminosas que alumbraban la alcoba, su largo hocico, cubierto de pelo blanco, y sus ojos azules, parecían notablemente siniestros.
—Pensar que mañana mi pueblo será el amo de Lankhmar Superior… —musitó—. Durante milenios, las ratas hemos trazado planos y construido, hemos abierto túneles y realizado toda clase de esfuerzos, y ahora, antes de que transcurran seis horas… ¡Esto bien merece un trago! Lo cual me recuerda, camarada, que ya debe de ser la hora de tomar tu pócima.
Lord Nuil exhaló un suspiro consternado, empezó a levantar lentamente su máscara negra, metió la pata derecha cubierta con un guante negro en su bolsa, y extrajo un frasco diminuto.
—¡Alto! —le ordenó Skwee, horrorizado, cogiendo de súbito la pata enguantada del otro—. Si tomaras ahora el contenido de ese frasco…
—Esta noche estoy nervioso, lleno de agitación —admitió lord Nuil, guardándose de nuevo el frasco blanco y sacando uno negro.
Antes de tomar el contenido del frasco, alzó del todo su máscara negra. El rostro que apareció no era el de una rata, sino la cara arrugada, reducida al tamaño de la de una rata, con los ojos como cuentas de vidrio, de Hisvin, el mercader de grano.
Tras beber la droga negra, pareció experimentar alivio y un descenso de la tensión. Las arrugas de preocupación en su rostro fueron sustituidas por las de la reflexión.
—¿Quién es la querida de Grig, Skwee? —preguntó de improviso—. Juraría que no es una pelandusca ni una cortesana hinchada de vanidad.
Skwee encogió sus hombros gibosos y se limitó a responder:
—Cuanto más inteligente es el macho encantado, más estúpida es la hembra encantadora.
—¡No! —exclamó Hisvin con impaciencia—. Percibo en él una mente brillante y rapaz que no es la de Grig. Ya sabes que en otro tiempo fue ambicioso y quiso ocupar tu posición, pero luego sus llamas se redujeron a brasas que brillan a través de cenizas invernales.
—Eso es cierto —convino Skwee pensativamente.
—¿Quién ha vuelto a avivar sus llamas? —inquirió Hisvin, ahora presa de inquietantes sospechas—. ¿Quién es esa querida Skwee?
Fafhrd detuvo la yegua mingola antes de que el animal, adiestrado para resistir los más atroces sufrimientos, cayeran a causa del cansancio…, y le costó lograrlo, tan resuelta a morir estaba la sombría criatura. No obstante, una vez parada, el jinete notó que sus patas cedían y se apresuró a bajar de la silla para evitar que se derrumbara bajo su peso. Estaba empapada de sudor, la cabeza le colgaba entre las temblorosas patas delanteras y sus costillas se movían como fuelles, siguiendo el ritmo de su respiración jadeante.
Fafhrd apoyó ligeramente la mano en los temblorosos cuartos delanteros del animal. Sabía que nunca habría podido llegar a Lankhmar, pues apenas había recorrido la mitad de la Gran Marisma Salada.
La luna baja, a sus espaldas, bañaba con un resplandor dorado la grava del camino elevado y teñía de amarillo los extremos de los espinos y los cactus, pero aún no estaba lo bastante inclinada para llegar al suelo herbáceo de la marisma y los negros fondos de los charcos.
Con excepción de los zumbidos y chirridos de los insectos y el ulular de las aves nocturnas, la zona bañada por la luz lunar estaba en silencio…, pero, como sabía el estremecido Fafhrd, no sería por mucho tiempo.
Desde la salida casi sobrenatural de los tres jinetes negros de entre las rugientes olas que entrechocaban sobre el Reino Hundido y su persecución incansable en la noche cada vez más profunda, le había sido gradualmente más difícil considerarlos como simples bandidos de Ilthmar en busca de venganza, y cada vez más le parecía un mortífero trío sobrenatural. Además, a lo largo de varias millas, algo enorme, de largas patas, agazapado, aunque nunca directamente visible, le había perseguido a través de la marisma, manteniéndose a la distancia de una lanzada. Parecía, con toda probabilidad, algún gigante familiar o genio obediente de los jinetes negros.
Sus temores se habían vuelto tan insistentes que lanzó la yegua a todo galope, dejando atrás el ruido de cascos de sus perseguidores, aunque sin que este esfuerzo surtiera el mismo efecto en la forma agazapada y con el inevitable resultado presente. Desenvainó a Vara Gris y se volvió hacia la luna gibosa que acababa de levantarse.
Entonces, muy débilmente, empezó a oír el apagado y rítmico tamborileo de los cascos sobre la grava. Sus perseguidores se acercaban.
Al mismo tiempo, desde las sombras profundas donde debía de encontrarse el gigante, oyó que el Ratonero Gris le gritaba con voz ronca:
—¡Por aquí, Fafhrd! Hacia la luz azul. Conduce tu montura. ¡Vamos, rápido!
Sonriente, aunque se le había erizado el pelo de la nuca, Fafhrd miró hacia el sur y vio un resplandor azulado, como una ventana pequeña, redondeada en la parte superior, que emitía una luminosidad azul en la negrura de la marisma. Bajó por el sendero, llevando a la yegua de la rienda y desviándose hacia el sur, y se encontró al pie de una pequeña elevación. Avanzó ansioso en la oscuridad, hundiendo los tacones en el barro e inclinándose hacia adelante mientras tiraba de su exhausta montura. Ahora la ventana azul parecía estar a poca altura por encima de su cabeza. El tamborileo procedente del este era más intenso.
—¡Muévete, perezoso! —oyó que le gritaba el Ratonero conla misma voz ronca.
El tipejo gris debía de haberse resfriado a causa de la humedad de la marisma o, ¡no lo quisiera el destino!, una fiebre debida a las miasmas.
—Ata tu montura al espino —siguió gruñendo el Ratonero—. Allí hay follaje para ella y un charco de agua. Luego ven aquí. ¡Venga, rápido!
Fafhrd obedeció sin decir palabra ni desperdiciar un solo movimiento, pues el ruido de los cascos era mucho más intenso.
Dio un salto, sujetándose en la parte inferior de la ventana y alzó a pulso. Entonces el resplandor azulado se extinguió.
Fafhrd penetró en el oscuro recinto, cuyo suelo estaba cubierto con una alfombra de juncos, y se volvió rápidamente, de modo que quedó mirando hacia el lugar por donde había entrado.
La yegua mingola era invisible en la oscuridad exterior. El tramo más elevado del sendero brillaba débilmente a la luz de la luna. Entonces, alrededor de un grupo de arbustos espinosos, aparecieron los tres jinetes negros, los doce cascos de sus monturas ahora estruendosos. Fafhrd creyó distinguir un diabólico resplandor fosforescente que rodeaba las fosas nasales y los ojos de los altos caballeros negros, y pudo discernir con vaguedad las capuchas y los mantos negros de los jinetes, ropajes que hacía ondear el viento levantado por su velocidad. Sin detenerse, pasaron por el lugar donde el norteño se había desviado del sendero y desaparecieron tras otro grupo de espinos, al oeste. Fafhrd soltó un suspiro que había retenido durante largo tiempo.
—Ahora apártate de la puerta y sujétate bien —le dijo por encima de su hombro una voz rasposa que no era la del Ratonero—. Tengo que pilotar este trasto.
El vello en la nuca de Fafhrd, que había vuelto a la normalidad, se le erizó de nuevo. Más de una vez había oído la voz de Sheelba del Rostro sin Ojos, aunque nunca había visto su cabaña fabulosa ni, por supuesto, había entrado en ella. Rápidamente se hizo a un lado, apoyándose en la pared. Algo suave, redondo y frío le tocó la nuca. Pensó que debía tratarse de una calavera colgada del muro.
Una figura negra se arrastró y ocupó el espacio que él acababa de dejar libre. Vagamente silueteada en la abertura de la puerta, su perfil iluminado por la luna, llevaba una capucha negra. —¿Dónde está el Ratonero?— preguntó Fafhrd con ansiedad. La cabaña se agitó con violencia. Fafhrd palpó a su alrededor, en busca de un asidero, y por fortuna encontró dos postes de sujeción en la pared.
—Tiene problemas, graves problemas —se limitó a decir Sheelba—. He imitado su voz para hacerte reaccionar con rapidez. En cuanto hayas cumplido con la tarea que te ha impuesto Ningauble, sea cual fuere, debes ir al instante en su ayuda.
La cabaña se agitó por segunda y tercera vez, y luego empezó a bambolearse y cabecear un poco como un barco, pero con un ritmo rápido y más agitado, como si uno estuviera en una barquilla colocada en la pendiente del lomo de una jirafa gigante borracha.
—Dices que vaya al instante, pero ¿adonde? —preguntó Fafhrd con cierta humildad.
—¿Cómo podría saberlo y por qué habría de decírtelo aunque lo supiera? No soy tu mago. Tan sólo te llevo a Lankhmar por medios secretos, como un favor que le hago a ese brujo aficionado y panzudo, ese parlanchín de siete ojos, el cual se cree mi colega y te ha engatusado para que le tomes como mentor. —La áspera voz había resonado en la oscura oquedad de la capucha. Entonces añadió en un tono algo más gruñón—: Lo más probable es que esté en el palacio del Señor Supremo. Ahora cállate.
El bamboleo de la cabaña aumentó, al igual que su velocidad. El viento penetraba por la abertura, haciendo aletear los flancos de la capucha de Sheelba. De vez en cuando se veían retazos de la marisma iluminados por la luna.
—¿Quiénes eran esos jinetes que me perseguían? —preguntó Fafhrd, aferrándose a los postes de la pared—. ¿Bandidos de Ilthmar? ¿Acólitos de la tétrica dama armada con una guadaña?
El mago no respondió.
—¿A qué viene todo esto? —insistió Fafhrd—. Un gran ataque contra Lankhmar efectuado por un enemigo casi innumerable pero innominado. Unos jinetes negros también sin identificar. El Ratonero enterrado profundamente y encogido de un modo lamentable, pero de todos modos vivo. Un silbato de hojalata que quizá invoca a los Felinos Bélicos, los cuales son peligrosos para quien lo haga… Nada de esto tiene sentido.
La cabaña sufrió una sacudida especialmente violenta. Sheelba siguió sin decir palabra. Fafhrd empezó a sentirse mareado y se concentró en sujetarse.
Glipkerio asomó la cabeza adornada con una guirnalda de trinitarias sobre los rizos dorados, a través de las cortinas de cuero de la cocina, parpadeó a causa del resplandor del fuego y sonrió estúpidamente.
Reetha, de nuevo encadenada por el collar, estaba sentada con las piernas cruzadas delante del fuego, la cabeza gacha. Samanda, rodeada por otras cuatro sirvientas en cuclillas, dormitaba apoltronada en su enorme sillón. Ahora, sin embargo, aunque no se había oído ningún ruido, sus ronquidos cesaron, abrió los ojos porcinos para mirar a Glipkerio y le dijo cariñosamente:
—Entra, pequeño Señor Supremo, no te quedes ahí como una jirafa avergonzada. ¿Es que también te han asustado las ratas? Id a vuestros camastros, muchachas.
Tres sirvientas se levantaron en seguida. Samanda extrajo una larga aguja de su pelo recogido en una esfera y pinchó ligeramente a la cuarta, que se había dormido sobre sus talones.
En silencio, salvo por el único chillido, sofocado de inmediato, de la muchacha que acababa de recibir el pinchazo, las cuatro sirvientas hicieron una reverencia a Glipkerio y dos a Samanda, y salieron corriendo como otras tantas figuras de cera animadas.
—¿Te pica el gusanillo de la inquietud, pequeño Señor Supremo? —le preguntó Samanda—. ¿Quieres que te prepare un ponche de adormidera? ¿O preferirías contemplar cómo azoto a esta chica? —añadió, señalando a Reetha con el pulgar—. Los inquisidores me han ordenado que no lo haga, pero, naturalmente, si tú quieres…
—Oh, no, no, no, claro que no —protestó Glipkerio—, pero ya que hablamos de azotes, tengo algunos látigos nuevos en mi colección privada que me gustaría enseñarte, querida Samanda, entre ellos uno que al parecer procede del Kiraay Lejano, revestido de áspero vidrio pulverizado. Te lo enseñaría con gusto si vinieras conmigo. También tengo una pica para toros con seis puntas de plata repujada, hecha en…
—De modo que es mi compañía lo que deseas, como todos los demás a quienes no les cabe el alma en el cuerpo —replicó Samanda—. De acuerdo, te complaceré gustoso, pequeño Señor Supremo, pero los inquisidores me dijeron que vigilara durante toda la noche a esta malvada muchacha, quien está aliada con el jefe de las ratas.
Glipkerio permaneció un momento indeciso y finalmente dijo:
—Bueno, supongo que si es necesario puedes traerla contigo.
—Estupendo —convino Samanda con entusiasmo, levantándose por fin del sillón—. Podemos probar los nuevos látigos con ella.
—Oh, no, no, no —protestó de nuevo Glipkerio. Entonces, frunciendo el ceño y agitando sus hombros estrechos, añadió pensativo—: Aunque hay ocasiones en que para conocer las posibilidades de un nuevo instrumento uno no tiene más remedio que…
—Es cierto, uno no tiene más remedio —dijo Samanda, mientras desenganchaba la cadena de plata del collar de Reetha y enganchaba una correa corta—. Después de ti, pequeño Señor Supremo.
—Ven primero a mi dormitorio —le dijo él—. Yo iré delante para quitar de en medio a mis guardianes.
Dicho esto, se alejó dando las zancadas más largas que permitía su toga ceñida.
—No es necesario, pequeño Señor Supremo, pues conocen perfectamente tus hábitos —le gritó Samanda, y dio un tirón a la correa para que Reetha se levantase—. ¡Vamos, chiquilla! Eres objeto de un gran honor. Alégrate de que no soy Glipkerio, o te untarían con queso fundido y te arrojarían a las ratas para que te devorasen.
Cuando, tras recorrer los pasillos desiertos, decorados con colgaduras de seda, llegaron por fin al dormitorio de Glipkerio, éste se hallaba en pie, presa de una mezcla de agitación e irritación, ante la gruesa puerta de roble, taraceada con materiales preciosos, y su temblor nervioso hacía crujir la toga negra.
—Quise advertir a mis guardianes, pero no hay uno solo —se quejó—. Parece ser que mis órdenes han sido estúpidamente mal interpretadas, las han tomado demasiado al pie de la letra y todos mis guardianes se han ido con los soldados y demás fuerzas del orden a los cuarteles meridionales.
—¿Para qué necesitas guardianes si me tienes a mí, pequeño Señor Supremo? —replicó Samanda con jactancia, palmoteando una porra que pendía de su cinto—. ¿Quién te protegería mejor?
—Es cierto —convino él, apenas con una sombra de duda, y de entre los pliegues de su toga sacó una llave de oro grande y complicada—. Ahora, Samanda, si te parece bien encerraremos aquí a la muchacha mientras inspeccionamos mis nuevas adquisiciones.
—¿Y decidir lo que vamos a usar con ella? —le preguntó Samanda con su voz estentórea y áspera.
Glipkerio meneó la cabeza como si, sorprendido por estas palabras, las desaprobara, y, mirando por fin a Reetha, dijo en tono grave y paternal:
—No, claro que no, simplemente supongo que a la pobre criatura le aburriría nuestra pericia.
Sin embargo, no pudo evitar un súbito tono de ansiedad en su voz ni un brillo furtivo en sus ojos.
Samanda soltó la correa y empujó a Reetha al interior de la habitación.
En el último momento, Glipkerio reveló su aprensión.
—Ahora no toques mi pócima nocturna —dijo señalando la mesilla de noche, sobre la cual había una bandeja de plata que contenía varios frascos de cristal y una copa de vino de color albaricoque claro.
—No toques nada, o haré que supliques la muerte por piedad —añadió Samanda, con una súbita brutalidad—. Arrodíllate al pie de la cama con la cabeza agachada, en la postura servil número tres, y no muevas un solo músculo hasta que regresemos.
En cuanto se cerró la gruesa puerta, su cerrojo se deslizó con un ruido sordo y desde el otro lado retiraron de la cerradura la tintineante llave de oro. Reetha se dirigió a la mesilla de noche, movió un poco la boca, escupió en la pócima nocturna y contempló cómo giraba lentamente la espuma burbujeante. Deseó tener algunos pelos para echarlos también, pero no parecía que en la habitación hubiera algún objeto de piel o lana, y a ella la habían depilado aquella misma mañana.
Cogió el más tentador de los frascos de cristal y lo destapó, bebiendo su contenido a pequeños sorbos mientras examinaba la habitación, cuyas paredes estaban revestidas con maderas preciosas de las Ocho Ciudades, y sus tesoros más preciosos todavía. Se demoró algo más ante un pesado cofre de oro lleno de piedras preciosas talladas pero sin engastar, amatistas, aguamarinas, zafiros, jades, topacios, ópalos y esmeraldas, que centelleaban como los fragmentos de un arco iris hecho añicos.
Vio también un ropero con prendas femeninas, confeccionadas para una persona muy alta y delgada, y también, cosa sorprendente junto a aquellas prendas, un armero que contenía diversas armas de hierro.
Miró varios estantes en los que había figuritas de cristal soplado, el tiempo suficiente para decidir que la más delicada y costosa era, naturalmente, la de una muchacha esbelta con botas y una blusa corta, que blandía un largo látigo. La derribó del estante, haciendo que se estrellara contra el suelo y el látigo se convirtiese en polvo de cristal.
Con una sonrisa tensa, se preguntó qué podrían hacerle que aún no le hubieran hecho.
Se tendió en la cama y se estiró y contorsionó a placer, gozando al máximo de la sensación que le producían las sábanas limpias contra su cuerpo torturado, y tomando de vez en cuando un trago del néctar que contenía el frasco. Estaba dispuesta a beber lo suficiente para emborracharse hasta perder el sentido. Entonces Samanda y Glipkerio tendrían que torturar un cuerpo inerte y una mente inconsciente, cosa que no les produciría mucho placer.