El Ratonero avanzaba contra una fuerte corriente de aire, húmeda y fría, por un amplio pasillo de techo bajo, con las paredes apuntaladas, como las de una mina, mediante columnas de ladrillos verticales, fragmentos de picas y mangos de escoba, e iluminado por escarabajos de fuego y gusanos brillantes enjaulados, así como alguna antorcha chisporroteante sostenida por un paje roedor vestido con jubón y calzones de tartán, que alumbraban el camino a una o varias «personas» de alcurnia enmascaradas. Unas ratas cubiertas de joyas, o monstruosamente gordas, viajaban en literas transportadas por dos o cuatro ratas achaparradas, musculosas, casi desnudas. Una rata vieja y coja que llevaba dos bolsas cuyo contenido se movía un poco, extraía de sus jaulas a los escarabajos de fuego fatigados y poco luminosos, sustituyéndolos por otros frescos y brillantes.
El Ratonero avanzó de puntillas, con las rodillas siempre dobladas, el cuerpo encorvado hacia adelante, el mentón saliente. Esta postura hacía que las piernas le dolieran de un modo abominable, pero confiaba en que así presentaría la silueta y el modo de andar de una rata caminando a dos patas. Se cubría la cabeza con una máscara cilíndrica, que había recortado de la parte inferior de su manto, provista tan sólo de orificios para los ojos y que, tensada por medio de un alambre que anteriormente había tensado la vaina de Escalpelo, se extendía varias pulgadas por debajo de su barbilla para dar la impresión de que cubría el largo morro de una rata.
Le preocupaba lo que ocurriría si alguien se le acercaba y era lo bastante observador para reparar en que su máscara, así como el manto, estaban hechos con pequeñas pieles de rata cosidas. Confiaba en que los roedores sufrieran el acoso de otras ratas proporcionalmente más pequeñas, aunque hasta entonces no había visto ningún agujero minúsculo que pudiera ser el acceso de una madriguera; al fin y al cabo, según un proverbio, los bichos fastidian a otros bichos más pequeños y así sucesivamente. En cualquier caso, si se viera apurado diría que procedía de una lejana ciudad de ratas donde ese proverbio respondía a la realidad. A fin de mantener a distancia a los curiosos y vigilantes, mantenía sus manos enguantadas sobre las empuñaduras de Escalpelo y Garra de Gato, y chillaba furiosamente o musitaba juramentos tan extraños como «¡Que se pudran todos los cazadores de ratas!», o «¡Por el sebo de bujía y la corteza de tocino!», en lengua lankhmariana, pues ahora que tenía unos oídos lo bastante pequeños y finos para poder escucharlo, sabía que el idioma se hablaba en aquel mundo subterráneo, cuyos aristócratas lo dominaban especialmente bien. ¿No era acaso lo más natural que las ratas, parásitos en las granjas, las naves y las ciudades de los hombres, copiaran su lenguaje junto con muchos otros aspectos de sus hábitos y su cultura? Ya había observado que estas ratas solitarias y armadas —presumiblemente matones o feroces guerreros— se comportaban de la misma manera irritante y peligrosa con que él actuaba ahora.
Había logrado huir del sótano de las ratas gracias a su sangre fría y a la torpe ansiedad de sus perseguidores, quienes se habían peleado por ser los primeros, por lo que el túnel quedó bloqueado brevemente a sus espaldas. La vela le había sido muy útil en su descenso por los pasadizos, primero en pendiente muy áspera y pronunciada y luego abiertos a gran profundidad, por los que había avanzado deslizándose y saltando, aferrándose a un saliente o hundiendo los tacones en la tierra sólo cuando su velocidad era tan grande que corría el peligro de una caída desastrosa. El primer pasillo con las paredes apuntaladas también había estado casi por completo a oscuras. Allí se había embozado con el manto, pues la vela le había mostrado numerosas ratas, la mayoría de ellas desnudas y a cuatro patas, pero algunas de pie, encorvadas y vestidas con ropas oscuras y ásperas, aunque sólo fuera un jubón, unos calzones, un sombrero ladeado, una bata o un cinto del que pendía una espada de hoja corta. Algunas llevaban zapapicos, palas o palancas al hombro. También había visto una rata totalmente vestida de negro, armada con espada y daga y con un antifaz de borde plateado que le cubría toda la cara. Por lo menos el Ratonero había supuesto que se trataba de una rata.
Había seguido el primer pasadizo que conducía abajo —allí encontró unos escalones, esculpidos en la roca o la grava— y se detuvo en un recodo, junto a una especie de nicho curioso pero hediondo, que contenía el primero de los faroles alimentados por escarabajos de fuego que había visto y también media docena de pequeños compartimientos, cada uno de ellos con una puerta cerrada que dejaba espacio por arriba y por abajo. Tras un momento de vacilación, se dirigió rápidamente al único que no mostraba negras patas delanteras o botas por debajo y, cerrando la puerta con la aldaba, se puso a confeccionar a toda prisa la máscara de piel de rata. Confirmó su suposición instintiva sobre la función de los compartimientos al ver un gran cubo con dos asas casi lleno de heces de rata y otro de orina maloliente.
Tras fabricar y ponerse su antifaz alargado, apagó la bujía, la guardó en la bolsa e hizo sus necesidades, y por fin se permitió maravillarse por el hecho asombroso de que todas sus ropas y pertenencias se hubieran reducido de tamaño proporcionalmente al de su cuerpo. Pensó que eso explicaba el ancho borde gris del charco rosado que había aparecido alrededor de sus botas, en el sótano. Cuando su tamaño se redujo por arte de magia, las motas o átomos sobrantes de su carne, sangre y huesos cayeron al suelo y formaron el charco rosado, mientras que los de sus ropas grises y sus armas de hierro templado se habían cernido para formar el borde gris del charco que, naturalmente, era de polvo en vez de líquido viscoso, porque el metal o la tela contienen poco o ningún líquido en comparación con la carne. Se le ocurrió que en aquel patético charco pisoteado debía de haber una cantidad de Ratonero veinte veces superior a su pequeña forma actual y, por un momento, se sintió melancólico.
Una vez satisfechas sus necesidades, se disponía a proseguir su descanso cuando oyó un ruido de pisadas al que siguieron de inmediato unos golpes en la puerta de su compartimiento. Sin un instante de vacilación, descorrió el cerrojo y abrió bruscamente la puerta. Ante él estaba la rata vestida de negro, con una máscara negra y plateada, que había visto en el nivel superior, y detrás de ella tres ratas sin enmascarar, con estoques desenvainados que parecían, y probablemente eran, más afilados que cualquier arma fabricada por rudos dedos humanos.
Tras el primer vistazo, el Ratonero bajó la cabeza para que estuviera por debajo de las caras de sus perseguidores, pues temía que el color, la forma y, sobre todo, la situación de sus ojos le delataran.
La rata enmascarada le preguntó rápida y claramente, en un lankhmarés perfecto:
—¿Has visto u oído a alguien por la escalera…, en particular un humano armado reducido mágicamente a un tamaño decente y normal?
Sin vacilar, el Ratonero lanzó un grito airado y, apartando con brusquedad a la rata que le interrogaba y a las que permanecían detrás, exclamó:
—¡Idiotas! ¡Masticadores de cáñamo! ¡Fuera de mi vista! —Se detuvo en la escalera para mirar atrás brevemente y gritar en tono alto y despectivo—: ¡No, claro que no lo he visto!
Entonces bajó la escalera con dignidad, aunque saltando los escalones de dos en dos.
En el siguiente nivel, que olía a grano, no vio rastro alguno de ratas. Había recipientes con trigo, cebada, mijo, algas secas y arroz silvestre del río Tilth. Tal vez era un buen lugar para ocultarse, pero ¿qué ganaría escondiéndose?
En el tercer nivel hacia abajo había un estrépito de pertrechos militares y hedía a ratas. Allí el Ratonero vio varios roedores provistos de corazas y yelmos de bronce que se adiestraban con picas, mientras otro pelotón hacía instrucción con arcos. Otros roedores estaban sentados alrededor de una mesa sobre la cual había un gran mapa, y uno de ellos señalaba rutas. El aventurero incluso se permitió quedarse allí un momento.
A mitad de la escalera encontró un nicho con compartimientos, similar al primero que había usado, y tomó nota mental de su situación.
Un aire húmedo, refrescantemente limpio, surgió del cuarto nivel, que estaba mejor iluminado y donde la mayoría de las ratas paseaban, muy bien ataviadas y enmascaradas. El Ratonero entró allí de inmediato, avanzando contra la brisa húmeda, puesto que ésta muy bien podría proceder del mundo exterior y señalar una ruta de huida, y continuó con airados chillidos y maldiciones, jugando el papel que había adoptado impulsivamente de rata bravucona y medio loca.
Tanto empeño puso en parecer una rata convincente que, sin proponérselo, sus ojos siguieron con libidinoso interés a una pequeña y remilgada rata hembra, enfundada en un vestido de seda rosa con perlas, las cuales también adornaban su máscara, que llevaba sujeto con una traílla; lo que al principio le había parecido una rata infantil, resultó ser un ratón muy menudo, bien acicalado y con una expresión de temor en los ojos.
También vio una ratesa muy alta, vestida con una túnica de seda de color verde oscuro y recamada con láminas de rubíes, quien llevaba un látigo en una mano y con la otra sujetaba las cortas correas de dos comadrejas de fiera mirada y respiración rápida, que parecían grandes como mastines y, sin duda, estaban incluso más sedientas de sangre.
Mientras miraba lujuriosamente a esta criatura de porte asombroso, que pasó altiva por su lado con la lujosa máscara muy alta, tropezó con una rata de lenta andadura y ademán autoritario, ataviada con túnica y máscara de armiño, cuyo pelo parecía ahora muy áspero, con una larga cadena de oro colgada del cuello y un cinto tachonado también de oro alrededor de la ancha cintura, del que pendía una pesada bolsa que tintineó al recibir el impacto del Ratonero.
—¡Perdona, mercader! —le dijo el Ratonero al individuo que chillaba entrecortadamente, y prosiguió su camino sin mirar atrás.
Sonrió satisfecho bajo su máscara. ¡Qué fácil era engañar a las ratas! Además, quizá la reducción de tamaño había agudizado más su ingenio, ya de por sí agudo.
Pensó un momento en la posibilidad de regresar, atraer con un señuelo a aquella rata gorda y atacarla, pero comprendió en seguida que en el mundo humano las tintineantes monedas de oro serían más pequeñas que lentejuelas.
Esto le hizo pensar en un problema que le aterraba inconscientemente desde que penetró en el mundo de las ratas. Sheelba le había dicho que los efectos del bebedizo durarían nueve horas, a cuyo término era de suponer que recobraría su tamaño normal tan rápidamente como lo había perdido. Si sucedía tal cosa en una madriguera, o incluso en el pasillo apuntalado de unos cincuenta centímetros de altura, sería desastroso. El mero pensamiento de que pudiera ocurrir tal cosa le hizo estremecerse.
Ahora bien, el Ratonero no tenía la menor intención de permanecer nueve horas en el mundo de las ratas. Por otro lado, tampoco quería huir de inmediato. Deambular con cautela por Lankhmar durante la mitad de la noche, como un muñeco gris ágilmente animado, no le atraía. Sería vergonzoso, aun en el caso —o quizá especialmente en el caso— de que mientras se hallara en aquel estado de reducción física tuviera que informar de sus importantes descubrimientos sobre el mundo de las ratas a Glipkerio y Olegnya Matamingoles, y tal vez observado por Hisvet. Además, en su mente bullían ya los planes para asesinar al rey de las ratas, si lo tenían, o desbaratar su evidente proyecto de conquista de alguna manera aún más espectacular en su propio terreno. En aquellos momentos tenía una gran confianza en sí mismo, cosa más que notable en su situación, y no se daba cuenta de que se debía a que su altura igualaba a la de las ratas más altas que le rodeaban; era tan alto, relativamente, como Fafhrd, y ya no era el hombre menudo que había sido toda su vida.
Sin embargo, siempre existía la posibilidad de que a causa de algún contratiempo imprevisible fuese capturado, desenmascarado y encerrado en una celda minúscula. Era una idea aterradora, pero aún era más terrible el problema crucial del tiempo. ¿Transcurría más rápido o más lento en el mundo de las ratas? Tenía la impresión de que la vida y todos sus procesos tenían un ritmo más rápido allá abajo, pero ¿era eso cierto? ¿Oía ahora claramente el lankhmarés de las ratas, que antes no le había parecido más que un conjunto de chillidos, porque su oído era más rápido, o simplemente más pequeño, o porque la voz de una rata, en general, era demasiado aguda para que el oído humano pudiera discernir sus inflexiones o incluso porque las ratas sólo hablaban lankhmarés en sus madrigueras? Se tomó el pulso con disimulo y le pareció que era el mismo de siempre, pero ¿sería posible que estuviera muy acelerado, en la misma medida que sus sentidos y su mente, de modo que no notaba la diferencia? Sheelba le había dicho que un día tenía la décima parte de un millón de pulsaciones. ¿Se trataba del pulso humano o del ratonil? ¿Eran las horas de las ratas tan cortas que podían transcurrir nueve en unos cien minutos de tiempo humano? Casi se sintió tentado de cubrir a toda prisa las primeras escaleras que vio, pero reflexionó en que si el tiempo se contaba en pulsaciones y las suyas le parecían normales, ¿no tendría necesidad de dormir mientras estuviera allí abajo? Todo aquello era de lo más confuso, y lanzó una maldición que le sorprendió a él mismo: «¡Por las salchichas de tripa de gato y los ojos de perro asado!».
Sin embargo, varias cosas estaban claras. Antes de que se atreviera a descansar o echar una cabezada, y no digamos dormir, tenía que descubrir alguna manera de evaluar desde allí el paso del tiempo en el mundo superior. Además, para conocer la verdad sobre la noche y el día de las ratas, tenía que enterarse rápidamente de cuáles eran los hábitos de sueño de los roedores. Por alguna razón volvió a pensar en la alta ratesa que llevaba sujetas a unas comadrejas, pero se dijo que eso era ridículo. Había diversas clases de sueño, y unas no tenían nada que ver con las otras.
Dejó de lado estas reflexiones al darse cuenta plenamente de algo que sus sentidos le estaban diciendo desde hacía algún tiempo: que el número de transeúntes había disminuido, la brisa era más húmeda y fresca, con cierto olor marino, y las columnas situadas delante eran de roca natural, mientras que a través de las aberturas abiertas a cincel entre ellas penetraba una luz amarillenta, que no brillaba pero oscilaba y titilaba y era muy distinta a la emitida por los campos, las avispas luminosas y las minúsculas antorchas.
Pasó ante una abertura enmarcada en mármol y vio que desde allí descendían unos escalones también de mármol. Entonces penetró entre dos de las columnas de roca y se detuvo en el borde de un lugar maravilloso.
Era una caverna de roca natural más o menos circular, cuya ^altura la conformaban numerosas ratas en hilera y su longitud y anchura la de muchas más, llena de agua que ondulaba ligeramente y emitía una débil luminosidad amarillenta, procedente de un agujero grande y ancho situado bajo el agua, con una longitud más o menos como la de una pica de rata, en el otro extremo de la caverna de techo reluciente. Alrededor de aquel lago marino, a unas dos picas de rata por encima del agua, discurría el camino de roca, bastante estrecho, que parecía en parte natural y en parte tallado con cinceles y picos, donde ahora se encontraba el Ratonero. En su extremo más alejado, en las sombras por encima del gran agujero subacuático, pudo distinguir vagamente las formas y las armas destellantes de una media docena de ratas inmóviles que con toda evidencia montaban guardia.
Mientras el Ratonero observaba, la luz amarillenta se hizo más amarilla todavía, y comprendió que debía de ser la luz de la tarde madura, seguramente la tarde del día en que había entrado en el mundo de las ratas. Puesto que el sol se ponía a las seis de la tarde y él había penetrado en aquel mundo pasadas las tres, apenas habían transcurrido tres de sus nueve horas. Más importante todavía era el hecho de que había vinculado el paso del tiempo en el mundo de las ratas con el del gran mundo superior, y el alivio que esto le produjo le sorprendió un poco.
También creyó haber descubierto el secreto de la brisa húmeda. Sabía que ahora la marea estaba subiendo, más o menos una hora antes de alcanzar su máxima altura, y al hacerlo lanzaba el aire atrapado en la caverna a través del pasadizo. Con la marea baja, el gran agujero negro estaría en parte por encima del agua, permitiendo que el aire de la caverna se refrescara desde el exterior. Era un sistema de ventilación bastante logrado aunque intermitente. Tal vez algunas de aquellas ratas eran un poco más ingeniosas de lo que él había supuesto.
En aquel instante notó un toque ligero, inhumano, en el hombro derecho. Al volverse, vio que se apartaba de él, con el estoque desenvainado y algo ladeado, la rata vestida y enmascarada de negro que le había molestado antes en el retrete.
—¿Qué significa esto? —chilló—. Por la cola sin pelos del dios rata, ¿por qué me persigues como un gato a un hurón? ¡Responde, perro negro!
En un lankhmarés mucho menos ratonil que el del Ratonero, el otro le preguntó con sosiego:
—¿Qué hacéis en esta zona restringida? Debo pediros que os quitéis la máscara, señor.
—¿Que me quite la máscara? ¡Primero veré de qué color tienes el hígado, ratita! —se jactó el Ratonero temerariamente, sabiendo que ahora sería inútil cambiar de actitud.
—¿Debo llamar a mis subordinados para que os desenmascaren a la fuerza? —inquirió el otro en el mismo tono suave—. Pero no es necesario. Tu renuencia a desenmascararte es la confirmación definitiva de que eres, en efecto, el humano reducido de tamaño por medios mágicos que ha venido a espiar en Lankhmar Subterráneo.
—¿Otra vez ese espectro creado por el opio? —replicó el Ratonero, dejando caer la mano sobre la empuñadura de Escalpelo—. ¡Lárgate, ratón loco teñido con tinta, antes de que te corte en pedazos!
—Tanto vuestras amenazas como vuestras fanfarronadas son inútiles, señor —respondió el otro con una risa baja y carente de humor—. ¿Os preguntáis cómo he llegado a asegurarme de vuestra identidad? Supongo que os creéis muy listo, pero en realidad os habéis delatado más de una vez. En primer lugar, al aliviaros en aquel retrete donde os encontré por primera vez. Vuestro excremento era de una forma, color, consistencia y olor distintos a los de mis compatriotas. Deberíais haber buscado un excusado con agua. En segundo lugar, aunque procurasteis ocultar los ojos, los agujeros de vuestra máscara están demasiado juntos, como corresponde a unos ojos humanos. En tercer lugar, vuestras botas están hechas, con toda evidencia, más para unos pies humanos que de roedor, aunque hayáis tomado la precaución de andar de puntillas para imitar nuestras patas y andadura.
El Ratonero observó que las botas del otro tenían unas suelas mucho más delgadas que las suyas y eran de cuero blando.
El otro continuó:
—Y desde el principio supe que debíais de ser un forastero, pues de lo contrario no os habríais atrevido a empujar e insultar al mejor espadachín de Lankhmar Subterráneo. —Con la pata izquierda enguantada se quitó la máscara de borde plateado, revelando unas orejas ovales y erectas, el rostro largo, peludo, y unos ojos negros enormes, protuberantes y muy espaciados. Sonrió, mostrando sus grandes incisivos blancos y cruzándose el pecho con la máscara, al tiempo que hacía una reverencia breve y sardónica, concluyó—: Svivomilo, a vuestro servicio.
Ahora, por lo menos, el Ratonero comprendió la vasta vanidad, ¡casi tan grande como la suya!, que había impulsado a su perseguidor a prescindir de sus subordinados en el pasillo mientras él iba solo a detenerle. Desenvainó simultáneamente a Escalpelo y Garra de Gato, sin quitarse la máscara a propósito, y atacó al instante, dirigiendo una precisa estocada al cuello de su adversario. Le pareció que jamás en toda su vida se había movido con tanta rapidez… Desde luego, la talla pequeña tenía sus ventajas.
Svivomilo desenvainó su daga con la celeridad del rayo. AI destello de la hoja siguió el ruido del choque con el otro acero. Entonces Svivomilo atacó con su estoque y el Ratonero apenas pudo evitarlo mediante rápidas paradas y retrocediendo peligrosamente a lo largo del estrecho sendero al borde del agua. Se le ocurrió que su enemigo tenía aquel pequeño tamaño desde mucho antes que él y había podido practicar la rapidez que esa circunstancia permitía, mientras que en su caso la máscara le dificultaba la visión y, si se deslizaba un poco, le cegaría por completo. Sin embargo, los ataques incesantes de Svivomilo no le daban tiempo para quitársela. Presa de una súbita desesperación, se abalanzó, logrando trabar el estoque de su contrario con Escalpelo, de modo que ambas quedaron momentáneamente fuera de combate. Un instante después atacó con Garra de Gato la pata de Svivomilo que sujetaba la daga: gracias a la exactitud de su vista y a la buena suerte, logró cortarle los tendones.
Mientras Svivomilo vacilaba y se echaba atrás, el Ratonero destrabó a Escalpelo y atacó de nuevo, introduciendo por tres veces la punta de su acero bajo las paradas doble y luego circular de Svivomilo, asestando un golpe final que cortó el cuello de la rata e hizo que la punta de acero le rozara las vértebras.
La sangre escarlata se vertió sobre el negro encaje que adornaba la garganta del roedor y se deslizó por su pecho, y con un grito breve, borboteante y sofocado, pues la estocada del Ratonero le había seccionado la tráquea y las arterias, la rata, que tenía motivos para ser jactanciosa aunque había sido estúpidamente temeraria, cayó de bruces al suelo y agonizó entre convulsiones.
El Ratonero cometió el error de intentar envainar su espada ensangrentada, olvidando que la vaina de Escalpelo ya no estaba rígida por medio de alambres, lo cual dificultaba la acción. Maldijo la vaina, ahora fláccida como la cola sin vida de Svivomilo.
Cuatro ratas provistas de corazas y yelmos, con picas en ristre, aparecieron en dos de las aberturas practicadas en la roca. El Ratonero, blandiendo su espada que goteaba sangre y su daga reluciente, corrió a través de la abertura libre y, gritando para despejar el camino, avanzó a toda velocidad por el pasadizo hasta el portal festoneado de mármol que había visto antes, y bajó por la blanca escalera.
El nicho habitual en el recodo de la escalera sólo tenía tres compartimientos, cada uno de ellos con una puerta de marfil y herrajes de plata. En el del centro entraba en aquel momento una rata con botas blancas, y un voluminoso manto blanco con capucha. Su mano derecha, enguantada también de blanco, sujetaba un bastón de marfil con un gran zafiro engastado en la empuñadura.
Sin detenerse un solo instante en su descenso, el Ratonero se abalanzó hacia el nicho. Empujó a la rata vestida de blanco y cerró tras ellos la puerta de marfil.
La víctima se recobró del susto y, volviéndose y blandiendo su bastón, preguntó a través de la máscara engastada de diamante, en tono ofendido y ceceante:
—¿Quién se atreve a moleztar tan rudamente al conzejero Grig del Círculo Interno de loz Trece? ¡Dezcreído!
Mientras una parte del cerebro del Ratonero comprendía que aquélla era la rata blanca ceceante que había visto a bordo de la nave Calamar sobre el hombro de Hisvet, sus ojos le informaban de que en aquel compartimiento no había una caja para las heces, sino un retrete de plata elevado, a través del cual llegaba el sonido y el olor de las aguas de un mar agitado. Debía de ser uno de los excusados con agua que Svivomilo había mencionado.
El Ratonero bajó a Escalpelo, echó atrás la capucha de Grig, pasando la máscara por encima de la cabeza, hizo la zancadilla al farfullante consejero y le empujó la cabeza contra el borde de plata del retrete. Acto seguido cortó con Garra de Gato la blanca y peluda garganta de Grig casi de oreja a oreja. El borbotón de sangre fue a mezclarse con el agua que rugía abajo. En cuanto cesaron las convulsiones de su víctima, el Ratonero despojó a Grig del manto blanco y la capucha, poniendo mucho cuidado para no mancharlo de sangre.
En aquel momento oyó el ruido de numerosas pisadas de botas que bajaban por la escalera. Actuando con una rapidez demoníaca, el Ratonero puso a Escalpelo, el bastón de marfil, la máscara, la capucha y el manto blancos tras el asiento del excusado y, a continuación, levantó el cadáver, sentándolo en el mismo, y se agazapó sobre el borde de plata, ante la puerta cerrada, manteniendo erecto el tronco de la rata muerta. Entonces oró en silencio y con gran sinceridad a Issek de la Jarra, el primer dios que pasó por su mente, aquel a quien Fafhrd sirvió en otro tiempo.
Por encima de las puertas brillaron, ondulantes y ganchudas, las picas de hierro bruñido. Las dos puertas de los lados se abrieron con estrépito. Entonces, tras una pausa, durante la cual el Ratonero confió en que alguien hubiera mirado por debajo de la puerta central el tiempo suficiente para ver las botas blancas, sonaron unos golpes ligeros a los que siguió una voz que preguntaba en tono respetuoso:
—Perdonad, Vuestra Nobleza, pero ¿habéis visto recientemente a una persona vestida de gris con manto y máscara de la piel más fina y armado con un estoque y una daga?
El Ratonero procuró responder en un tono sosegado y dignamente benévolo.
—No he visto nada, zeñor. Hace unaz treinta inzpiracionez he oído que alguien bajaba a toda priza la ezcalera.
—Os estamos humildemente agradecidos, Vuestra Nobleza —replicó el interrogador, y las pisadas prosiguieron raudas hacia el quinto nivel.
El Ratonero emitió un largo suspiro e interrumpió su plegaria. Entonces se puso a trabajar con ahínco, pues sabía que la tarea a realizar era considerable y, en parte, repulsiva. Limpió y envainó a Escalpelo y Garra de Gato, luego examinó el manto, la capucha y la máscara de su víctima, comprobó que apenas estaban manchados de sangre y los dejó a un lado. Observó que el manto podía abrocharse por delante con unos botones de marfil. Entonces descalzó a Grig, cuyas altas botas eran del ante más fino, y se las probó. A pesar de su flexibilidad, le sentaban muy mal, pues las suelas cubrían poco más que la zona bajo los dedos. No obstante, eso le ayudaría a recordar que debía andar como una rata en todo momento. También se probó los largos guantes blancos de Grig, que le sentaban peor, si era posible tal cosa. No obstante, pudo ponérselos, y seguidamente aseguró sus propias botas y guanteletes bajo el cinto gris.
A continuación desvistió a Grig y arrojó sus prendas al agua, una tras otra, quedándose sólo con una daga afilada como una navaja de afeitar con incrustaciones de marfil y oro, varios pergaminos de pequeño tamaño, la camiseta de Grig y una bolsa llena de monedas de oro. Se la guardó bajo el cinto, al cual también fijó la daga mediante un gancho dorado y, sin mirar los pergaminos, los guardó en su propia bolsa.
Entonces, con un gruñido de repugnancia, se arremangó y, utilizando la daga con mango de marfil, procedió a descuartizar el cadáver de la rata, cortándolo en trozos lo bastante pequeños para arrojarlos por encima del borde de plata, de modo que cayeran al agua y la corriente se los llevara.
Una vez terminada esta horrible tarea, revisó cuidadosamente el cubículo en busca de manchas de sangre, limpió las que había en la camiseta de Grig, que usó también para limpiar el borde de plata, y luego la arrojó con las demás prendas.
Sin tomarse un respiro, volvió a ponerse las botas de ante y se cubrió con el manto blanco, que era de la lana más fina, y lo abrochó de arriba abajo, sacando los brazos por las aberturas a cada lado. Entonces se probó la máscara y tuvo que usar la daga para extender las ranuras para los ojos desde sus extremos interiores, a fin de poder ver algo con sus ojos humanos demasiado juntos. A continuación se ató la capucha, inclinándola hacia adelante cuanto pudo para ocultar las mutilaciones de la máscara y la ausencia de orejas peludas de rata. Finalmente se puso los largos guantes.
Acertó al actuar con tanta rapidez, sin detenerse para descansar, pues volvió a oír pisadas que subían por la escalera y las picas de repulsiva hoja ganchuda ondularon de nuevo, mientras que por debajo de la puerta de su compartimiento aparecieron varios pares de botas, de la piel negra más fina con incrustaciones de oro.
Entonces alguien golpeó fuertemente la puerta y una voz rasposa, cortés pero perentoria, dijo:
—Perdonad, consejero. Soy Hreest. Como jefe de guardia del quinto nivel, debo pediros que abráis la puerta. Lleváis ahí encerrado largo tiempo, y debo asegurarme de que el espía que buscamos no os retiene con un cuchillo en vuestra garganta.
El Ratonero tosió, cogió el bastón de marfil con un zafiro en su extremo, abrió la puerta y salió cojeando ligeramente. Reanudar con sus piernas fatigadas la incómoda andadura de las ratas, le ocasionó un súbito y doloroso calambre en la pierna izquierda.
Las ratas armadas con picas se arrodillaron, mientras que las que calzaban espléndidas botas, cuyas ropas, máscara, guanteletes y vainas de la espada, todo ello de color negro y cubiertos de finos arabescos dorados, retrocedieron dos pasos.
El Ratonero le dirigió una breve mirada y dijo con frialdad:
—¿Oz atrevéiz a moleztar y apremiar al concejero Grig cuando eztá haciendo zuz nezecidadez? Bien, quizá tengáiz buenaz razonez para ello. Veamoz.
Hreest se quitó el sombrero de ala ancha, adornado con un penacho de plumas arrancadas de las pechugas de canarios negros.
—Sin duda las tenemos, Vuestra Nobleza. Anda suelto por Lankhmar Subterráneo un espía humano, transformado mágicamente a nuestra talla, el cual ya ha asesinado al hábil aunque indisciplinado y engreído espadachín Svivomilo.
—¡Lamentablez noticiaz, en efecto! —exclamó el Ratonero—. Buzcad a eze ezpía en zeguida! No ezcatiméiz perzonal ni ezfuerzoz. Informaré al Consejo, Hreest, zi tú no lo haz hecho.
Y mientras la voz de Hreest le seguía para darle excusas, agradecimientos y seguridades, el Ratonero descendió señorialmente la blanca escalera de mármol. Su cojera apenas era visible gracias al apoyo proporcionado por el bastón de marfil, cuyo zafiro destellaba como la estrella azul Ashsha. Se sentía como un rey.
Fafhrd cabalgaba hacia el oeste, en el crepúsculo cada vez más oscuro. Los cascos de hierro de la yegua mingola levantaban chispas en la superficie pétrea del Reino Hundido. Las chispas empezaban a ser débilmente visibles, al igual que algunas de las estrellas más grandes. El camino de herraduras se iba difuminando en la oscuridad. Al norte y al sur, el mar Interior y el mar Oriental eran sombrías extensiones grises, el primero agitado por el oleaje. Y ahora, finalmente, contra la última cinta de color rosa sucio que el sol extendía en el oeste, distinguió la negra banda ondulante de árboles achaparrados y altos cactus que señalaban el inicio de la Gran Marisma Salada.
Era una visión tranquilizadora, pero Fafhrd tenía el ceño fruncido: dos líneas verticales que se alzaban desde el extremo interior de cada ceja.
Podría decirse que el frunce izquierdo era por sus perseguidores. Mirando por encima del hombro, vio que los cuatro jinetes a los que había visto por primera vez en el camino de Sarheenmar estaban ahora tan sólo a tiro y medio de arco detrás de él. Sus caballos eran negros, y los jinetes vestían mantos y capuchas también negros. Fafhrd sabía ahora con certeza que eran los cuatro bandidos ilthmarianos. Se decía que los piratas terrestres de Ilthmar, sólo sedientos de botín, por no decir nada de la venganza, habían perseguido a su presa hasta la misma Puerta de la Marisma de Lankhmar.
El frunce derecho, que era más profundo, se debía a una inclinación casi imperceptible: el sur se alzaba por encima del norte en el horizonte oscuro e irregular. Se trataba realmente de una ligera inclinación del Reino Hundido en la dirección contraria, como lo demostraba el hecho de que la yegua mingola giró bruscamente a la izquierda. Fafhrd la espoleó y emprendió el galope. Sería difícil que llegara al camino de la Marisma antes de que se lo tragase la tierra.
Los filósofos de Lankhmar creen que el Reino Hundido es un inmenso y largo escudo, cóncavo en el reverso, de roca dura en la superficie y tan porosa por debajo que tiene exactamente el mismo peso que el agua. Los gases volcánicos procedentes de las entrañas de los montes de Ilthmar, así como los vapores mefíticos de la inaudita, profunda y hedionda Gran Marisma Salada, llenan gradualmente la concavidad y alzan el gran escudo por encima de la superficie del mar. Pero entonces se produce una inestabilidad, debido a la mayor densidad de la superficie del escudo, y éste empieza a oscilar. Los gases y vapores que lo sostienen escapan en grandes eructos alternos por el norte y el sur. Luego el escudo se hunde bajo las olas y todo el proceso lento y rítmico vuelve a empezar.
Así pues, la inclinación le indicó a Fafhrd que el Reino Hundido estaba a punto de sumergirse una vez más. La inclinación había aumentado tanto que tuvo que tirar un poco de la rienda a la derecha para mantener la yegua en el camino. Miró por encima de su hombro derecho y vio que los cuatro jinetes negros también avanzaban rápidamente, incluso con más rapidez que él.
Cuando miró el objetivo de su seguridad, la marisma, vio que las aguas cercanas al mar Interior se alzaban en una línea de géiseres grises y espumosos —el primer escape de vapores— mientras que las aguas del mar Oriental se aproximaban súbitamente.
Entonces, con mucha lentitud, la roca sobre la que cabalgaba empezó a inclinarse en dirección contraria, hasta que finalmente tiró de la brida izquierda de la yegua para que no se desviara del camino. Sé alegró de montar un animal mingol, adiestrado para no asustarse ante nada, ni siquiera ante un terremoto.
Y ahora fueron las aguas tranquilas del mar Oriental las que estallaron y ascendieron en una larga, sucia y burbujeante pared de gases, mientras que las aguas del mar Interior llegaban espumeando casi hasta el camino.
Pero la Marisma estaba muy cerca. Fafhrd pudo distinguir espinos y cactus aislados, así como espesuras de hierba marina gigante que se delineaban contra el oeste, ahora totalmente rojo. De pronto vio delante de él una brecha que, ¡por el bendito Issek!, debía de ser el camino elevado.
La respiración de la yegua era jadeante y sus herraduras arrancaban chispas de la roca.
Entonces se produjo un cambio perturbador en el paisaje, aunque muy ligero. De una manera imperceptible, toda la Gran Marisma Salada empezaba a levantarse.
El Reino Hundido iniciaba su inmersión periódica. Desde cada lado, por el norte y el sur, unos muros grises convergían en Fafhrd; las aguas agitadas y espumeantes del mar Interior y el mar Oriental se precipitaban para hundir el gran escudo de piedra, ahora que su apoyo gaseoso había desaparecido.
Una barrera negra de una vara de altura apareció delante de él. Fafhrd se agachó en la silla, hundiendo los talones en los flancos de la yegua, y ésta, dando un gran salto, pasó por encima de la barrera, volvió a tocar terreno firme y, sin detenerse, prosiguió su galope. Ahora, en vez de chocar con la roca, sus cascos golpeaban en silencio la fina y apelmazada gravilla del camino.
Desde atrás llegó un rugido creciente que de súbito se convirtió en estruendo. Fafhrd se volvió y contempló una gran explosión acuática, que ya no era gris, sino de un blanco espectral bajo la difuminada luz del oeste, donde las aguas del mar Interior se habían encontrado con las del mar Oriental, exactamente en el camino.
Estaba a punto de mirar de nuevo hacia adelante y reducir la velocidad de su montura, cuando de aquella pálida explosión surgió un caballo y un jinete negros, seguidos de otro jinete y un tercero. Pero no había nadie más: era evidente que el cuarto había sido engullido. A Fafhrd se le erizó el cabello al pensar en los saltos que habían dado las tres monturas con sus jinetes, y maldijo a la yegua mingola para que corriera más, pues sabía que desconocía las palabras amables.