Al amanecer, Fafhrd robó un cordero y entró en un maizal al norte de Ilthmar, a fin de procurarse el desayuno para él y su montura. Las gruesas costillas, asadas o por lo menos bien tostadas sobre un pequeño fuego, estaban deliciosas, pero la yegua, mientras mascaba, miraba sombríamente a su nuevo amo con lo que a él le parecía una aprobación con reservas, como si dijera: «Me comeré este maíz, aunque es un condumio suave, lechoso y afeminado en comparación con el grano mingol, duro como el pedernal, con el que me criaron y que me procuró mi valor de acero, que se debe al duro esfuerzo de triturar el grano con los dientes».
Terminaron de comer, pero se pusieron en marcha apresuradamente cuando unos pastores y campesinos airados se acercaron a ellos gritando a través del campo. Una piedra lanzada con honda por un pastor, que probablemente había descerebrado a unas cuantas docenas de lobos en su juventud, pasó zumbando cerca de la cabeza agachada de Fafhrd. Éste no intentó responder al ataque, sino que emprendió el galope, poniéndose fuera del alcance de sus perseguidores, y entonces tiró de las riendas e hizo que la yegua avanzara a un trote lento, a fin de tener tiempo para pensar, antes de cruzar Ilthmar, a cuyo alrededor no había caminos y cuyas torres achaparradas ya eran visibles al frente, brillando con destellos engañosamente dorados bajo los rayos del sol naciente.
Ilthmar, situada frente al mar Interior, un poco al norte del llamado Reino Hundido, región que se extendía al oeste, hasta Lankhmar, era una ciudad de gentes malignas, traicioneras, que sólo pensaban en el dinero. Aunque era la población más cercana a Lankhmar, se hallaba en el cruce de caminos del mundo conocido, aproximadamente equidistante de las Tierras Orientales, protegidas por el desierto, el boscoso reino de las Ocho Ciudades y las estepas de los implacables mingoles. Debido a su situación, Ilthmar siempre intentaba, mediante la astucia o el empleo de fuerzas secretas, cobrar impuestos a todos los viajeros. Sus piratas terrestres o bandidos marinos, que dividían su botín con sus ariscos señores feudales, eran muy temidos, pero las grandes potencias nunca permitirían que una de ellas dominara en exclusiva un punto tan estratégico, por lo que Ilthmar mantenía la independencia de un intermediario, aunque de lo más rapaz e indigno de confianza.
La situación central de la ciudad, donde los chismorreos de todo Nehwon se daban cita con los viajeros del mundo, sin duda era también el motivo por el que Ningauble de los Siete Ojos se había establecido en una cueva laberíntica, protegida contra los encantamientos, al pie de los montes que se extendían al sur de Lankhmar.
Fafhrd no vio rastro de mingoles, cosa que no le satisfizo demasiado. Le sería más fácil pasar desapercibido a través de una Ilthmar alarmada, que por una Ilthmar que fingía dormitar al sol, pero llena de ojos porcinos siempre vigilantes, en busca de botín. Deseó haber llevado a Kreeshkra consigo, como había planeado anteriormente. Sus huesos aterradores habrían sido una mejor garantía de tránsito más seguro que un pasaporte del Rey de Oriente, estampado con su famoso sello de cera dorada. ¡Qué estúpido se volvía un hombre cuando se acostaba por primera vez con una mujer, tanto si se encandilaba con ella como si luego huía! También lamentaba haberle dado su arco, y se decía que ojalá se hubiera quedado con otro de repuesto.
Sin embargo, había recorrido tres cuartas partes del camino a través de la ciudad cubierta de basura, con sus posadas repletas de chinches y sus pequeñas tabernas, donde servían un vino resinoso, muy a menudo mezclado con opio para adormecer a los desprevenidos, antes de que tuviera un tropiezo. Una grande y vistosa caravana que se preparaba para su viaje de regreso a las Tierras Orientales le llamó la atención. La única decoración de los feos edificios a su alrededor era el emblema del dios rata de Lankhmar, repetido interminablemente.
El tropiezo ocurrió dos manzanas más allá de donde estaba la caravana, y consistió en siete bribones con los rostros llenos de cicatrices y picados de viruela, todos ellos con botas, calzones muy ajustados, jubones y capas con las capuchas hacia atrás. Todas estas ropas, así como el casquete con que se cubrían la cabeza, eran de color negro. Un momento antes la calle estaba desierta, pero de improviso los siete matones rodearon al norteño amenazándole con sus espadas de filo en forma de sierra y otras armas, y conminándole a desmontar.
Uno de ellos hizo ademán de coger la brida de la yegua cerca del bocado, lo cual fue un grave error. Con la pericia de un duelista, el animal se encabritó, burló la guardia del bandido y le golpeó el cráneo con un casco herrado. Fafhrd desenvainó a Vara Gris y con el mismo movimiento degolló al bandido más cercano. La yegua bajó los cascos delanteros y de una coz destrozó el vientre de un descortés individuo que se disponía a arrojar una jabalina corta contra la espada de Fafhrd. Luego montura y jinete se alejaron galopando hacia las afueras, al sur de la ciudad, y rebasaron la guardia de los barones de Ilthmar antes de que los bandidos vestidos de negro, no mucho más respetables, pudieran recobrarse y partir en su persecución.
A media legua de distancia, Fafhrd miró atrás. Aún no había señal de los bandidos, pero no por ello se sintió más tranquilo, pues sabía que los bandidos de Ilthmar eran pertinaces. Impulsados ahora por el deseo de venganza así como apetito de botín, sin duda, los cuatro bandidos restantes no tardarían en pisarle los talones, y esta vez tendrían flechas o por lo menos más jabalinas, y las usarían a prudente distancia. Empezó a explorar las cuestas que se alzaban ante él, en busca del sendero, apenas perceptible, que conducía a la morada subterránea de Ningauble.
La reunión del Consejo de Emergencia puso a prueba la capacidad de aguante de Glipkerio Kistomerces. Estaba formado por el Consejo Interior y el Consejo de la Guerra, pero los miembros de ambos consejos eran los mismos, más algunos notables, entre ellos Hisvin, quien hasta entonces no había pronunciado palabra, aunque sus ojillos de iris negros estaban alerta. Pero todos los demás, realzando sus palabras con movimientos de los brazos que hacían ondear las anchas mangas de sus togas, no hacían más que hablar, hablar, y hablar…, ¡y las ratas eran su tema exclusivo!
El flaco Señor Supremo, que no parecía alto cuando estaba sentado, puesto que su altura se debía a la longitud de sus piernas, hacía rato que había puesto las manos debajo de la mesa para ocultar su temblor, que les daba el aspecto de un nido de serpientes blancas, pero quizá por ese motivo se le había declarado un violento tic facial que sacudía su guirnalda de narcisos, haciendo que le cayera sobre los ojos a cada decimotercera exhalación… Había llevado la cuenta y ese número le parecía decididamente ominoso.
Por otro lado, había almorzado poco y a toda prisa, no había contemplado la sesión de azotes a una sirvienta o un paje, ni siquiera un reparto de bofetadas, desde antes del desayuno, y sus largos nervios, de textura más fina que los de los hombres corrientes, debido a su superioridad aristocrática y la notable longitud de sus miembros, se hallaban en un estado lamentable. Recordó que el día anterior había enviado una remilgada sirvienta a Samanda para que la castigara y aún no había recibido ningún informe de su oronda señora del palacio. Glipkerio conocía bien el tormento del castigo diferido, pero en este caso parecía haberse convertido en un tormento de placer diferido… para él mismo. ¡Aquella mujerona debería tener más imaginación! ¿Por qué la mera contemplación de los azotes le serenaba? Era un hombre realmente maltratado por el destino.
Ahora un idiota vestido con toga negra enumeraba nueve argumentos para solicitar que todo el cuerpo sacerdotal del dios rata de Ilthmar se trasladara a Lankhmar y ofreciera las plegarias adecuadas. Glipkerio se había vuelto tan nervioso e impaciente que incluso le exasperaban los prolijos cumplidos que cada miembro del consejo le dirigía antes de iniciar su exposición, y cada vez que uno de ellos hacía una breve pausa para respirar o para que sus palabras causaran más efecto, se apresuraba a decir «sí» o «no» al azar, confiando en que de esta manera aceleraría el final de la reunión; pero lo cierto era que parecía causar el efecto contrario. Olegnya Matamingoles aún tenía que hablar y era el orador más tedioso, lento y pagado de sí mismo de todos ellos.
Un paje se aproximó y se arrodilló a su lado, tendiéndole en actitud respetuosa un sucio pergamino con dos dobleces y sellado con sebo de vela. El jerarca se lo arrebató, echó un vistazo a la gran huella de dedo pulgar, inequívocamente de Samanda, impresa en la sucia grasa, lo abrió y leyó la escritura negra:
La muchacha será azotada con alambre al rojo blanco cuando den las tres. No te retrases, mi pequeño Señor Supremo, porque no te esperaré.
Glipkerio se levantó de un salto, pues hacía largo rato que había oído sonar las campanadas que daban las dos.
Volvió a doblar la nota y agitó ante los miembros de su consejo —o quizá se debía al temblor de su mano— y mirándoles con expresión desafiante les dijo:
—¡Noticias importantes de mi arma secreta! Tengo que reunirme de inmediato con su remitente.
Y sin esperar sus reacciones, pero con un último tic tan violento que lanzó la diadema de narcisos hacia adelante, hasta que quedó apoyada en su nariz, el Señor Supremo de Lankhmar salió corriendo de la Cámara del Consejo a través de una arcada de madera purpúrea con bordes de plata.
Hisvin se levantó de su silla, hizo una breve reverencia al consejo y salió en pos de su amo con tanta rapidez como si en lugar de pies tuviera ruedas bajo la toga. Alcanzó a Glipkerio en el pasillo, cogió con firmeza su flaco codo, a la altura del casquete negro con que se tocaba, y, tras echar un vistazo a uno y otro lado para asegurarse de que nadie les oía, alzó el rostro y le dijo en voz baja pero incitante:
—¡Regocíjate, oh, mente poderosa que eres el cerebro mismo de Lankhmar, pues el planeta rezagado ha llegado por fin al lugar que le corresponde, se ha encontrado con su flota estelar, y esta noche pronunciaré el hechizo que salvará a tu ciudad de las ratas!
—¿Qué dices? —replicó el otro, procurando ante todo liberarse de la mano que le asía, aunque al mismo tiempo subía su guirnalda amarilla, dejándola de nuevo en lo alto de su estrecho cráneo cubierto de bucles dorados—. Ahora tengo mucha prisa.
—Ella esperará sus azotes —le susurró Hisvin sin ocultar su desprecio—. He dicho que esta noche, cuando den las doce, pronunciaré el hechizo que salvará a Lankhmar de las ratas y, al mismo tiempo, salvará tu trono de Señor Supremo, el cual sin duda deberás perder antes del alba si no derrotamos a las ratas esta misma noche.
—Pero ésa es precisamente la cuestión, que ella no esperará —adujo Glipkerio, presa de una angustiosa agitación—. ¿A las doce, dices? Pero eso no puede ser. Aún no son las tres…, ¿no es cierto?
—Oh, el más sabio y paciente, amo del tiempo y de las aguas del espacio —gruñó Hisvin de puntillas, adulador. Entonces hundió las uñas en el brazo de Glipkerio y dijo con lentitud, recalcando cada palabra—: He dicho que ésta será la noche. Mis agentes demoníacos me aseguran que las ratas planean permanecer quietas esta tarde, hacer que se relaje la vigilancia de la ciudad, y entonces, a medianoche, llevar a cabo un gran asalto. Para asegurarnos de que todas están en las calles y permanecen en ellas mientras yo recibo mi encantamiento letal desde el minarete más alto de este palacio, debes ordenar, con una hora de antelación, que todos los soldados se retiren a los cuarteles meridionales, así como tus guardias. Dile al capitán general Olegnya que deseas que él les dirija una arenga para reforzar su moral…, ese viejo necio será incapaz de resistir ese cebo. ¿Me comprendes…, mi… Señor Supremo?
—¡Sí, sí, claro que sí! —balbuceó Glipkerio ansiosamente, haciendo una mueca por el dolor que le causaba el apretón de Hisvin, aunque no estaba enojado, sino que sólo deseaba zafarse—. Esta noche, a las once…, todos los soldados y guardias fuera de las calles… Olegnya les dirigirá una arenga. Y ahora, por favor, Hisvin, tengo que ir en seguida a…
—… a contemplar cómo azotan a una sirvienta —concluyó Hisvin en tono neutro. Clavó de nuevo sus uñas en el brazo de Glipkerio y añadió—: Espérame sin falta a las doce menos cuarto en tu Cámara Azul de Audiencias, desde donde subiré al minarete azul para pronunciar mi hechizo. Debes estar allí en persona…, con varios de tus pajes para que transmitan un mensaje de tranquilidad a tu pueblo. Procura que les provean de varas de autoridad. Yo traeré a mi hija y su sirvienta para que te serenen…, y' también a una compañía de mis esclavos mingoles para que refuercen a tus pajes si es necesario. Será mejor que ellos también dispongan de varas de autoridad, y además…
—Sí, sí, mi querido Hisvin —le interrumpió Glipkerio balbuceando con desesperación—. Te estoy muy agradecido… Frix e Hisvet son inmejorables… A las doce menos cuarto…, la Cámara Azul…, pajes…, varas…, varas para los mingoles. Y ahora debo apresurarme…
—Además —continuó Hisvin implacablemente, sus dedos como una trampa con púas—. ¡Ten cuidado con el Ratonero Gris! ¡Ordena a tus guardias que estén prevenidos! Y ahora… ve a disfrutar de tus pasatiempos flagelatorios —añadió en tono ligero, separando sus córneas uñas del brazo de Glipkerio.
El Señor Supremo se frotó el brazo magullado, sin darse apenas cuenta de que estaba libre, y siguió balbuceando:
—Ah, sí, el Ratonero…, ¡mal tipo! Pero los demás…, ¡bien, muy bien! ¡Muchísimas gracias, Hisvin! Y ahora debo darme prisa…
Se volvió y dio un paso increíblemente largo.
—… a ver una sirvienta… —repitió Hisvin sin poder resistirse.
Como si estas palabras se le hubieran clavado en la espalda, Glipkerio dio media vuelta y replicó con cierta energía:
—¡Voy a ocuparme de asuntos de la mayor importancia! Tengo más armas secretas que la tuya, anciano…, ¡y también otros hechiceros!
Dicho esto, se envolvió en su toga negra y partió a grandes zancadas.
Hisvin ahuecó las manos alrededor de sus labios arrugados y le gritó en tono zalamero:
—¡Confío en que tu asunto se retuerza deliciosamente y chille del modo más relajante, valiente Señor Supremo!
El Ratonero Gris mostró su anillo de correo a los guardianes en la entrada del palacio por la parte de tierra, ante la puerta en el muro de losetas opalescentes. Había temido que el anillo no le sirviera de nada, pues Hisvin muy bien podría haber puesto en su contra al bobo de Glip durante los dos últimos días. En cualquier caso, los guardianes le miraron de soslayo y le hicieron esperar lo suficiente para que el menudo aventurero experimentara a fondo su resaca y se jurase que nunca volvería a beber tanto y con tales mezclas de licores. También se maravilló de su estupidez y su buena suerte la noche anterior, cuando se aventuró a través de las calles más oscuras infestadas de ratas y regresó tambaleándose, completamente borracho, a casa de Nattick, sin caer en otra emboscada de las ratas. Por fin encontró el frasco de Sheelba en casa de Nattick, resistió el impulso de beber su contenido mientras estaba achispado y recibió aquella nota alentadora y excitante de Hisvet. En cuanto hubiera concluido el asunto que le había llevado allí, iría directamente a casa de Hisvin y…
Un guardián regresó de alguna parte y asintió ásperamente, franqueándole la entrada.
El sarcástico tercer mayordomo, que era un viejo camarada de chismorreo del Ratonero, le informó que el Señor Supremo de Lankhmar estaba reunido con su Consejo de Emergencia, del que ahora formaba parte Hisvin. El Ratonero resistió el potente impulso de exhibir su magia sheelbiana contra las ratas ante los notables de Lankhmar y en presencia de su rival, el hechicero más poderoso de la ciudad, aunque acarició confiadamente el frasco negro que guardaba en su bolsa. Al fin y al cabo necesitaba que las ratas se hubieran reunido previamente en un lugar para que el hechizo surtiera efecto, y era preciso, sobre todo, que Glipkerio estuviera a solas para que surtiese efecto en él. Así pues, avanzó por los laberínticos corredores del palacio para pasar una hora escuchando o charlando, según se presentara la oportunidad.
Como solía ocurrirle cuando mataba el tiempo, el Ratonero pronto se encaminó hacia la cocina. Aunque detestaba a Samanda con todas sus fuerzas, se había propuesto astutamente cortejarla, pues conocía el poder de aquella oronda dama y le gustaban sus setas rellenas y su vino con especias.
Los corredores por los que pasaba ahora, de losetas sin ningún diseño pero impecables, estaban desiertos. Era ese momento de la tarde en que la comida ya se ha digerido y la cena aún no ha dado comienzo, y todo sirviente fatigado que puede permitírselo se deja caer en un jergón o se tiende en el suelo. Por otro lado, la amenaza de las ratas, sin duda, influía tanto en los criados como en su amo, los cuales preferían abstenerse de paseos. Una vez creyó oír un ligero crujido de pisadas a su espalda, pero se disipó cuando volvió la cabeza y no vio a nadie. Cuando empezaron a llegarle los olores que se desprendían de la comida, el fuego, las cacerolas, el jabón y el agua usados para fregar los platos y el suelo, el silencio casi había llegado a parecer sobrenatural. Entonces, en algún lugar, una campana repicó rápidamente tres veces y la áspera voz de Samanda rugió de improviso: «¡Fuera de aquí!». El Ratonero retrocedió a su pesar. Unas cortinas de cuero se abrieron a pocos pasos de él y tres pinches de cocina y una sirvienta salieron silenciosamente al corredor, sin que sus pies produjeran el menor ruido a pesar de su apresuramiento. A la luz que se filtraba por las pequeñas y altas ventanas, parecían figuras de cera. Aunque evitaron al Ratonero, no parecieron verle, o quizá obedecían a alguna disciplina inculcada a latigazos que les exigía mirar al frente.
Con tanto silencio como ellos, que ni siquiera podían hacer el ruido de un pelo al caer, puesto que por la mañana el barbero les había dejado sin ninguno, el Ratonero se adelantó y miró por la ranura en las cortinas de cuero.
Las otras cuatro entradas a la cocina, incluso la de la galería, tenían también las cortinas corridas. En la sala grande y calurosa sólo había dos ocupantes. La obesa Samanda, empapada en sudor bajo su vestido de seda negra y el erizado budín que formaba su peinado, calentaba en las llamas de las chimeneas las siete colas metálicas de su látigo de mango largo. Lo retiró un poco, observó el color rojo apagado de las colas y lo introdujo de nuevo. Pareció relamerse mientras sus ojos, rodeados de bolsones de grasa, miraban a Reetha, quien permanecía con los brazos a los lados y la cara alta, casi en el centro de la sala, sin más atavío que su collar de cuero negro. Las huellas de los últimos latigazos, aquellas líneas que parecían el dibujo de un diamante, aún se percibían débilmente en su espalda.
—Ponte más recta, dulzura —le dijo Samanda en un tono parecido al mugido de una vaca—. ¿O estarías más cómoda con las muñecas atadas a una viga y los tobillos en la aldaba de la puerta del sótano?
Ahora el olor de agua de fregar sucia era más intenso. El Ratonero miró a un lado, a través de la abertura en las cortinas, y vio un gran cubo de madera, lleno casi hasta el borde, y una enorme fregona sumergida en el agua gris y jabonosa.
Samanda volvió a inspeccionar las siete colas del látigo. Tenían un color rojo brillante.
—Ahora prepárate, cachorro mío —le dijo a la muchacha.
El Ratonero traspuso sigilosamente la cortina, cogió la fregona por el mango grueso y astillado y corrió hacia Samanda, procurando ocultar la cara tras las tiras goteantes como una cabeza de Medusa, con la esperanza de que así la mujerona no pudiera identificar a su atacante. Al mismo tiempo que las colas metálicas del látigo al rojo vivo silbaban débilmente en el aire, el Ratonero alcanzó a Samanda en pleno rostro con la húmeda fregona y la hizo retroceder una vara antes de que tropezara con un largo tenedor de asar y cayera hacia atrás sobre su trasero acolchado de grasa.
Dejando la fregona sobre la cara de la gorda, con el mango en medio de su frente, el Ratonero giró sobre sus talones y, al mismo tiempo, reparó en un ojo amarillo y acuoso en la abertura de la cortina más próxima, así como el último destello rojizo de las colas metálicas del látigo antes de que se apagaran, a medio camino entre la chimenea y Reetha, quien seguía quieta y rígida, con los ojos cerrados y los músculos tensos, en espera del golpe con las varillas al rojo vivo.
El Ratonero la cogió del brazo y ella gritó a causa de la sorpresa y la tensión acumulada, mas él hizo caso omiso de su reacción y la empujó hacia el umbral por donde había entrado, pero se detuvo en seco al oír el ruido de numerosas pisadas al otro lado. Entonces empujó a la muchacha hacia las otras dos entradas con cortinas de cuero y en cuyas aberturas no se veía ningún ojo. El ruido de pisadas se intensificó. El Ratonero regresó corriendo al centro de la sala, sujetando con firmeza a Reetha.
Samanda, que seguía tendida boca arriba, se había librado de la fregona y se restregaba frenéticamente los ojos con sus gruesos dedos, chillando a causa del escozor y la ira.
Al ojo amarillo y acuoso se le unió su pareja, y Glipkerio entró hecho una furia, con la guirnalda de narcisos ladeada, la toga ondeando y a cada lado un guardián que apuntaba al Ratonero con la brillante hoja de acero de una pica, mientras detrás de él se reunían más guardianes. Otros, con las picas preparadas, llenaban las tres entradas restantes e incluso aparecían en la galería.
Señalando al aventurero con sus dedos largos y blancos, Glipkerio dijo entre dientes:
—¡Oh, falsario Ratonero Gris! ¡Hisvin me ha sugerido que tramabas algo contra mí y ahora te he descubierto!
De repente, el Ratonero se acuclilló y tiró con ambas manos de una gran anilla de hierro camuflada en una cavidad del suelo. Una gruesa trampilla de pesada madera recubierta de losetas se levantó sobre sus goznes.
—¡Abajo! —ordenó a Reetha, quien le obedeció con una celeridad digna de encomio.
El Ratonero se agachó y la siguió de inmediato, dejando caer la trampilla, que se cerró a tiempo de atrapar las puntas de dos picas dirigidas contra los fugitivos y, presumiblemente, arrebatadas con una brusca sacudida de las manos de quienes la sujetaban. El Ratonero se dijo que aquellas hojas de acero bruñido serían admirables cuñas que mantendrían la trampilla cerrada.
Ahora le envolvía una oscuridad total, pero un momento antes había visto la forma y la longitud de la escalera de piedra y, debajo, una superficie vacía, con el suelo enlosado, que terminaba en un muro cubierto de salitre. Cogiendo de nuevo a Reetha del brazo, la guió escalera abajo y a través del áspero suelo hasta un par de varas de la pared, ahora invisible. Entonces soltó a la muchacha y palpó su bolsa en busca de pedernal, acero, yesca y una vela corta de pabilo grueso.
Llegó desde arriba un chasquido apagado, producido sin duda por la rotura del asta de una pica cuando alguien trató de extraer la punta metálica atrapada. Entonces una voz también apagada ordenó: «¡Tirad!», y el Ratonero sonrió en la oscuridad, al pensar en que así apretarían más las cuñas de hierro bruñido.
Brotaron chispas minúsculas, una llama espectral se alzó en un extremo de la yesca y una llamita redondeada, como una cochinilla de la humedad dorada con un centro de zafiro apareció en el extremo del pabilo y empezó a crecer. El Ratonero recogió la yesca y sostuvo la vela por encima de su cabeza. De repente la llama se hizo grande y brillante. Un instante después, Reetha se aferró a su cuello, jadeando de terror.
Rodeándoles por tres lados y acorralándoles contra el antiguo muro de piedra con pálidas manchas cristalinas, había una docena de hileras de ratas silenciosas, colocadas en semicírculo, a una lanza de distancia…, centenares, quizá millares de largas colas negras, a las que se iban sumando otras muchas que salían de una veintena de agujeros en la base de las paredes del largo sótano, en el que estaban diseminados montones de barriles, toneles y sacos de grano.
El Ratonero no pareció inmutarse. Se apresuró a guardar la yesca, el acero y el pedernal en su bolsa, y palpó ésta en busca de otra cosa.
Entretanto reparó en un agujero alto y estrecho que aparecía a su lado, abierto recientemente con dientes de roedor…, o quizá con cinceles o picos, a juzgar por los fragmentos de mortero y los diminutos cascotes de piedra desparramados delante de la abertura. Por allí no salía ninguna rata, pero el Ratonero no le quitaba el ojo de encima. Encontró el frasco negro de Sheelba, le quitó la venda que lo envolvía y retiró el tapón de vidrio.
Arriba, en la cocina, aquellos patanes estaban aporreando la trampilla… ¡Otro intento inútil!
Las ratas continuaban saliendo de los agujeros, en tales cantidades que amenazaban con convertirse en una alfombra móvil que cubría todo el suelo del sótano, excepto la pequeña zona donde Reetha se aferraba al Ratonero. La sonrisa de éste se ensanchó; se llevó el frasco a los labios, tomó un sorbo, lo paladeó despacio y luego tragó el resto del contenido, ligeramente amargo.
Reetha se desprendió de él y, en un tono que tenía algo de reproche, le dijo:
—También a mí me iría bien un poco de vino.
El Ratonero la miró jovialmente, enarcando las cejas.
—¡No es vino, sino magia! —le explicó.
Si ella no hubiera llevado las cejas depiladas, también las habría arqueado, perpleja.
El Ratonero le guiñó un ojo, tiró el frasco y aguardó confiado la aparición de sus poderes contra las ratas, cualesquiera que fuesen.
Llegó desde arriba un sonido metálico y el lento crujido de madera dura. Ahora estaban haciendo bien las cosas, con palancas metálicas. Probablemente la trampa se abriría a tiempo para que Glipkerio fuese testigo de la desaparición del ejército de ratas. Todo se iba desarrollando a la perfección.
El negro mar de ratas, hasta entonces silenciosas, empezó a agitarse y a ondularse, y su airado griterío se mezcló con el entrechocar de minúsculos dientes. ¡Mejor que mejor…! Aquel espectáculo guerrero daría cierta animación a su derrota.
El Ratonero observó que estaba de pie en el centro de un charco de limo rosado, bordeado de gris, que le había pasado desapercibido anteriormente a causa de su apresuramiento y excitación. Jamás había visto un moho de sótano como aquél.
Le pareció que los ojos se le hinchaban y le ardían, y de improviso sintió que tenía los poderes de un dios. Miró a Reetha para advertirle que no se asustara de nada de lo que pudiese ocurrir; por ejemplo, que su cuerpo brillara con una luz dorada o que surgiesen de sus ojos dos rayos de intenso color escarlata que encogerían a las ratas o las calentarían hasta que reventaran.
Entonces observó que ocurría algo raro. El charco rosado había aumentado mucho de tamaño y lamía viscósamente sus botas.
Se oyó un estrépito, al que siguió una lluvia de astillas, y la luz de la cocina se derramó sobre la masa de ratas.
El Ratonero las miró horrorizado. ¡Eran tan grandes como gatos! ¡No, como lobos negros! ¡No, como hombres cubiertos de pelaje y a cuatro patas! Se aferró a Reetha…, y se encontró tratando en vano de rodear con sus brazos una pantorrilla blanca y suave, tan gruesa como una columna de templo. Alzó la vista hacia el rostro asombrado de la temerosa y ahora gigantesca Reetha, que parecía estar a una altura de dos pisos por encima de él. Recordó que Sheelba le había dicho, malévola y ambiguamente, que le pondría en las condiciones adecuadas para enfrentarse a la situación… ¡y la primera era adoptar el tamaño de sus enemigos!
El charco viscoso de borde grisáceo se había ensanchado todavía más, y ahora el líquido le llegaba a los tobillos.
Se aferró a la pierna de Reetha un momento más, con la débil y poco elegante esperanza de que, como sus armas y ropas, que estaban en contacto con él, se habían reducido de tamaño, también ella podría reducirse cuando la tocara. Así, por lo menos tendría una compañera. Que no se le ocurriera gritarle a la muchacha que le cogiese en brazos, quizá representaba un punto a su favor.
Lo único que ocurrió fue que una voz tan profunda que era casi inaudible atronó desde la boca de Reetha, cuyo tamaño era el de un escudo de bordes rojos:
—¿Qué haces? Estoy asustada. ¡Practica esa magia!
El Ratonero se apartó de un salto de aquella columna de carne, chapoteando en el repugnante líquido rosado y resbaladizo, al tiempo que desenvainaba su espada Escalpelo, que era apenas más grande que una aguja de remendar velas, mientras que la bujía que sostenía con la mano izquierda tenía el tamaño apropiado para iluminar una habitación pequeña en una casa de muñecas.
Oyó el estrépito confuso de múltiples pisadas y roce de garras en el suelo, y vio que las enormes ratas negras huían de él en las tres direcciones, con un griterío ensordecedor, levantando el borde gris del charco como si fuese polvo y chapoteando en el viscoso líquido rosado, cuya superficie ondeó.
La aterrada Reetha vio cómo su rescatador, inexplicablemente reducido de tamaño, giraba sobre sus talones, saltaba por encima de un guijarro, aterrizando con un chapoteo en el charco rosado y, blandiendo su espada, penetraba en el agujero practicado en el muro, detrás de ella, y desaparecía. Las ratas que huían le rozaron los tobillos y se pelearon entre sí a dentelladas, para ser las primeras en penetrar en el agujero en pos del Ratonero. Muchos otros roedores desaparecían velozmente por los restantes agujeros, pero uno de ellos se quedó el tiempo suficiente para morder a Reetha en un pie.
La muchacha perdió los nervios. Echó a correr gritando y sus primeros pasos levantaron una rociada de viscoso líquido rosado y polvo gris. Las ratas la esquivaban mientras subía a toda prisa la escalera. Una vez arriba, se abrió paso arañando a varios guardianes asombrados, entró en la cocina y se derrumbó, sollozando y jadeante sobre las losas del suelo. Samanda fijó una cadena a su collar.
Fafhrd formó un círculo con los brazos por encima y delante de su cabeza para protegerla de los salientes rocosos, las telarañas y los insectos, y por fin se vio ante un resplandor verdoso, circular, de borde mellado. No tardó en salir del negro túnel y se encontró en una gran caverna dotada de numerosos accesos, cuyo suelo rocoso estaba levemente iluminado en su centro por una fogata de llamas verdes, alimentada con troncos rojos como la sangre por dos muchachos flacos, de mirada viva, vestidos con unas blusas harapientas y que parecían típicos pilluelos de las calles de Lankhmar. Ilthmar o cualquier otra ciudad decadente. Uno de ellos tenía una cicatriz bajo el ojo izquierdo. Al otro lado de la fogata, sobre una piedra baja y ancha, estaba sentado un personaje obscenamente obeso, tan bien cubierto con un manto y una capucha que parecía carecer de rostro y manos. Estaba examinando un gran montón de fragmentos de pergamino y cerámica, cogiéndolos con la tela oscura de sus mangas demasiado largas y colgantes, y los examinaba de cerca, casi metiéndolos dentro de la capucha.
—Bienvenido, gentil hijo mío —le dijo a Fafhrd, con una voz que recordaba las notas trémulas de una flauta dulce—. ¿Qué dichosa ocasión te ha traído aquí?
—¡Bien lo sabes! —replicó Fafhrd en tono áspero, avanzando hasta la fogata verde y mirando el óvalo negro definido por el borde de la capucha—. ¿Cómo voy a salvar al Ratonero? ¿Qué ocurre en Lankhmar? ¿Y por qué, en nombre de todos los dioses de la muerte y la destrucción, es tan importante el silbato de hojalata?
—Te expresas con acertijos, gentil hijo mío —respondió plácidamente la voz aflautada, cuyo emisor siguió examinando sus fragmentos—. ¿De qué silbato de hojalata me hablas? ¿Qué peligro corre ahora el Ratonero…? ¡Ah, ese joven temerario! ¿Y qué sucede en Lankhmar?
Fafhrd soltó un torrente de maldiciones, que resonaron vanamente entre las estalactitas del techo. Entonces sacó de su bolsa el pequeño mensaje oblongo y negro de Sheelba y lo sostuvo entre los dedos índice y pulgar, temblando de ira.
—Mira, grandísimo ignorante, he dejado a una muchacha encantadora para responder a este mensaje y ahora…
Pero el personaje encapuchado había lanzado un silbido gorjeante, a cuya señal el murciélago negro posado en su hombro, del que Fafhrd se había olvidado, se abalanzó hacia él, le arrebató con sus dientes afilados la nota que sujetaba y sobrevoló las llamas verdes para aterrizar en la mano, tentáculo o lo que fuera, pues estaba oculta por la manga, de la panzuda figura «Lo que fuera» acercó el murciélago a la boca de la capucha, y el animal, obediente, penetró y desapareció en aquella negrura de carbón.
Siguió un diálogo graznado, ininteligible, amortiguado en la oquedad de la capucha, mientras Fafhrd permanecía sentado con las manos en las caderas, presa de una intensa irritación. Los dos muchachos flacos le sonrieron con socarronería y cuchichearon impúdicamente, sin dejar de mirarle. Por fin la voz aflautada dijo:
—Ahora lo veo con claridad cristalina, oh, hijo paciente. Sheelba del Rostro sin Ojos y yo hemos estado distanciados…, una querella entre amigos, ¿sabes? Y ahora intenta hacer las paces conmigo. Bien, bien, bien. Sheelba es quien da los primeros pasos. Ja, ja, ja!
—Muy divertido —gruñó Fafhrd—. La rapidez es el tuétano de nuestra alianza. El Reino Hundido se alzó, separando sus aguas, cuando entré en tus cavernas. Mi veloz pero extenuada montura pace tu áspera hierba ahí afuera. He de partir antes de media hora, pues pasado ese tiempo el Reino Hundido volverá a sumergirse. ¿Qué debo hacer con respecto al Ratonero, Lankhmar y el silbato de hojalata?
—Pero gentil hijo mío, no sé nada de esas cosas —replicó el encapuchado en un tono de sinceridad absoluta—. Lo único que veo con claridad cristalina son los motivos de Sheelba. Ja, pensar que él… ¡Espera, Fafhrd, espera un momento! No hagas resonar de nuevo las estalactitas. Las he encantado para que no se caigan, pero no hay ningún encantamiento que un individuo gigantesco no pueda romper alguna vez. Te aconsejaré, no temas, pero primero debo utilizar mi clarividencia. Esparcid el polvo dorado, muchachos…, con mesura ahora, no lo desperdiciéis, pues vale diez veces su peso en diamantes.
Los dos rapaces metieron las manos en un saco que tenían al lado y echaron a las llamas verdes sendos puñados de un polvo brillante. Las llamas se oscurecieron al instante, aunque alcanzaron una altura considerable y no soltaron humo. Mientras las contemplaba en la caverna, ahora casi tan oscura como la noche, Fafhrd creyó distinguir las sombras transitorias y siempre distorsionadas de torres torcidas, feos árboles, hombres altos y encorvados, bestias rastreras, bellas mujeres de cera fundiéndose y cosas similares, pero nada estaba claro ni sugería la continuidad de un relato.
Entonces, de la gran capucha surgieron dos óvalos verdosos que avanzaron hacia el fuego oscurecido, cada uno de ellos con una línea negra vertical, como un ojo de gato. Se detuvieron a media vara de la capucha y permanecieron inmóviles. Rápidamente se les unieron otros dos que divergieron al mismo tiempo que iban más lejos. Apareció entonces un solo óvalo que se arqueó por encima del fuego hasta dar la impresión de que corría gran peligro de chamuscarse. Finalmente, salieron dos que flotaron en direcciones opuestas a una distancia increíble alrededor del fuego y luego se aproximaron para observarlo desde puntos cercanos a Fafhrd.
La voz aflautada sentenció:
—Siempre es mejor considerar un problema desde todos los ángulos.
Fafhrd se encogió de hombros, aunque reprimió un escalofrío. Nunca dejaba de ser desconcertante observar cómo Ningauble extendía sus siete ojos en los extremos de unos tallos dotados de una elasticidad en apariencia indefinida, sobre todo en ciertas ocasiones en que se mostraba tan tímido como una virgen.
Transcurrió tanto tiempo que Fafhrd empezó a chascar los dedos con impaciencia, al principio suavemente, luego de un modo más ruidoso, y dejó de mirar las llamas, en las que no había nada más que aquellas exasperantes sombras agitadas.
Por fin los ojos verdes regresaron al interior de la capucha, como una flota mística que vuelve a su puerto. Las llamas volvieron a adquirir un tono verde brillante, y Ningauble dijo:
—Gentil hijo mío, ahora comprendo tu problema y la solución que tiene. He visto mucho, pero todavía no puedo explicarlo todo. En cuanto al Ratonero Gris, ahora se encuentra exactamente a unos ocho metros por debajo del sótano más profundo en el palacio de Glipkerio Kistomerces. Pero no está enterrado ahí, ni siquiera muerto…, aunque veinticuatro de sus partes de cada veinticinco están muertas, en el sótano que he mencionado, pero él sigue vivo.
—¿Cómo es posible? —balbuceó Fafhrd, extendiendo sus grandes manos.
—No tengo la menor idea. Está rodeado de enemigos, pero cerca de él hay amigos…, en cierto modo. Ahora bien, lo de Lankhmar está más claro. Ha sido invadida, han abierto numerosas brechas en sus murallas y en sus calles se libran combates desesperados… Sus feroces enemigos superan a sus habitantes en…, por las fuerzas sobrenaturales…, una proporción de cincuenta a uno…, y están equipados con todas las armas modernas.
»Sin embargo, tú puedes salvar la ciudad, puedes cambiar el curso de la batalla…, eso lo he visto muy claramente…, siempre que te apresures a ir al templo de los dioses de Lankhmar, subas al campanario y hagas repicar las campanas, que llevan innumerables siglos en silencio. Es de suponer que eso servirá para despertar a los dioses, pero no es más que una suposición.
—No me gusta la idea de tener tratos con ese hatajo de fantoches polvorientos —se quejó Fafhrd—. Por lo que he oído decir de ellos, más parecen momias ambulantes que auténticos dioses, y más desagradable todavía me resulta verme convertido en un cedazo a través del cual se filtran, como arena, sus malignos caprichos seniles.
Ningauble encogió sus bulbosos hombros cubiertos por el manto.
—Creía que eras un valiente, entusiasta de las hazañas temerarias.
Fafhrd soltó una risa sardónica.
—Pero aunque vaya a Lankhmar para hacer que doblen las oxidadas campanas, ¿cómo podrá resistir la ciudad hasta entonces, con las brechas en sus murallas y unas posibilidades de cincuenta a uno en su contra?
—Eso mismo me gustaría saber a mí —le aseguró Ningauble.
—¿Y cómo llegaré al templo si en las calles se libran combates encarnizados?
Ningauble volvió a encogerse de hombros.
—Eres un héroe y deberías saberlo.
—¿Qué me dices entonces del silbato de hojalata? —inquirió Fafhrd con voz ronca.
—Lo siento, pero no he obtenido ninguna información sobre eso. ¿Lo llevas encima? ¿Podría verlo?
Rezongando, Fafhrd sacó el silbato de su bolsa aplanada y, rodeando el fuego, lo ofreció al mago.
—¿Lo has tocado alguna vez? —le preguntó el encapuchado.
—No —respondió Fafhrd, sorprendido, llevándoselo a los labios.
—¡No lo hagas! —chilló Ningauble—. ¡No lo hagas bajo ningún concepto! No toques nunca un silbato desconocido, pues podría invocar cosas mucho peores que mastines salvajes o los esbirros de un tirano. A ver, dámelo.
Con un doble pliegue de su manga animada le arrebató a Fafhrd el silbato y lo acercó a su capucha, lo movió en el sentido de las agujas del reloj y viceversa y, finalmente, deslizó al exterior cuatro de sus ojos y lo sometió a un escrutinio concienzudo.
Cuando retiró los ojos, suspiró y dijo:
—La verdad es que no estoy seguro, pero la inscripción tiene trece caracteres… No soy capaz de descifrarlos, desde luego, pero hay trece. Ahora bien, si conectas este hecho con la esbelta figura de felino tendido en el otro lado… En fin, creo que este silbato sirve para invocar a los Felinos Bélicos. Claro que esto no es más que una mera deducción, un paso entre otros varios, cada uno de ellos incierto.
—¿Quiénes son los Felinos Bélicos? —preguntó Fafhrd.
Ningauble encogió sus gruesos hombros bajo el manto.
—Nunca lo he sabido con certeza, pero según ciertos rumores y leyendas…, ah, sí, y unos dibujos en las cavernas al norte del Yermo Frío y el sur de Quarmall…, he llegado a la conclusión provisional de que constituyen una aristocracia militar de todas las tribus felinas, un sanguinario Círculo Interno de trece miembros…, en una palabra, una docena de feroces guerreros telúricos más uno. Yo diría…, aunque a título provisional, desde luego, que se presentarán cuando les invoquen, quizá con este silbato, y atacarán al instante a cualquier criatura, animal o humana, que se atreva a amenazar a las tribus felinas. Por eso te aconsejo que no lo toques, salvo en presencia de enemigos de los felinos más dignos de ser atacados que tú mismo, pues supongo que habrás matado a unos cuantos tigres y leopardos en tus tiempos. Toma, guárdatelo.
Fafhrd recogió el silbato y lo guardó en la bolsa, al tiempo que preguntaba:
—Pero por el cráneo bordeado de hielo del gran dios, ¿cuándo voy a tocarlo? ¿Cómo es posible que el Ratonero esté vivo en dos partes de cincuenta cuando se encuentra enterrado a ocho varas de profundidad? ¿Qué ejército tan vasto, que supera en una proporción de cincuenta a uno a los habitantes de Lankhmar, puede haber asaltado la ciudad sin que su aproximación haya estado precedida de rumores y noticias durante meses? ¿Qué flota podría transportar…?
—¡Basta de preguntas! —le interrumpió Ningauble en tono agudo—. Tu media hora está a punto de concluir. Si quieres cruzar el Reino Hundido y llegar a tiempo para salvar la ciudad, debes partir en seguida al galope hacia Lankhmar. Así que basta de palabras.
Fafhrd insistió un poco más, pero Ningauble mantuvo un silencio obstinado, por lo que el norteño le dirigió una maldición en voz atronadora, haciendo caer una pequeña estalactita que no le abrió la cabeza por poco, y se marchó, haciendo caso omiso de los dos rapaces y sus risitas irritantes.
Al salir de la caverna, montó la yegua mingola y partió al trote, levantando una nube de polvo, por la pendiente amarillenta y seca, hacia el istmo que se extendía al oeste, una tierra rocosa y salobre, con numerosas charcas de agua marina, conocida como el Reino Hundido. Al sur brillaban las plácidas aguas azules del mar Oriental, al norte las inquietas aguas grises del mar Interior y las destellantes y achaparradas torres de Ilthmar. También hacia el norte reparó en cuatro pequeñas nubes que parecían de polvo, como la que él mismo levantaba con su montura, que bajaban por el camino de Ilthmar, por el que él había viajado anteriormente. Tal como había supuesto, por fin los cuatro bandidos vestidos de negro iban en su busca, ansiosos de vengar a sus tres compañeros muertos o, por lo menos, malheridos. Fafhrd entrecerró los ojos y acució a la yegua para que emprendiera un veloz galope.