9

Sheelba del Rostro sin Ojos llegó a la choza y entró sin volver la cabeza encapuchada. En seguida Cogió un pequeño objeto y lo tendió.

—He aquí tu respuesta a la plaga de ratas de Lankhmar —dijo en un tono profundo, resonante, rápido y chirriante, como el sonido de cantos rodados entrechocando en un oleaje moderado—. Si resuelves ese problema, los habrás resuelto todos.

A más de una vara por debajo de él, el Ratonero Gris vio silueteado contra el cielo pálido un pequeño frasco sujeto entre el negro tejido de la larguísima manga de Sheelba, quien nunca mostraba los dedos, si tales eran. La luz plateada del alba temblaba a través del tapón de cristal del frasco.

El Ratonero no se había impresionado. Estaba muy cansado y cubierto de barro desde las axilas hasta las botas, las cuales estaban ahora inmersas hasta los tobillos en el barro succionante e iban hundiéndose sin cesar. Sus medias de seda gris estaban sucias y desgarradas, y temía que ni el mejor de los sastres podría remendarlas. Las partes de su piel que estaban secas presentaban desgarrones y le escocían a causa de la sal que contenía el barro de la marisma. Le dolía la herida del brazo izquierdo, que aún llevaba vendado, y ahora también había empezado a dolerle el cuello, porque tenía que forzarlo demasiado para mirar arriba.

A su alrededor se extendía la lóbrega Gran Marisma Salada. El suelo, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierto de una hierba marina de bordes cortantes, que ocultaba grietas traicioneras y mortíferas hondonadas, llena de pequeñas elevaciones con retorcidos espinos enanos y cactus achaparrados. Su fauna cubría una extensa gama de animales nocivos, desde sanguijuelas marinas, gusanos gigantes, anguilas venenosas y cobras acuáticas, hasta aves carroñeras de pico en forma de sierra que aleteaban a poca altura y arañas de la sal con garras en las patas. La choza de Sheelba era una cúpula negra tan grande como el árbol acampanado, en cuyo interior el Ratonero había vivido la noche anterior el éxtasis y el intento de asesinato. Se alzaba por encima de la marisma sobre cinco postes retorcidos o patas, cuatro de ellas espaciadas regularmente alrededor del borde y la quinta en el centro. Cada pata descansaba sobre una placa redonda del tamaño del escudo que usan los guerreros provistos de alfanjes, cóncavo hacia arriba y aparentemente envenenado, pues cada una de las placas estaba rodeada por una colección de cadáveres pertenecientes a la mortífera fauna de la marisma.

La choza tenía una sola puerta, baja y con la parte superior redondeada, como la entrada de una madriguera. Allí estaba ahora tendido Sheelba, el mentón sobre el codo izquierdo doblado, si podía considerarse un codo, tendiendo el frasco y, al parecer, mirando al Ratonero que estaba allá abajo, sin que a éste le importara la falta de lógica de que alguien llamado Sin Ojos mirase. Ni aun con el hecho de que el borde del cielo empezaba a teñirse de rosa por el este, el Ratonero pudo ver ninguna traza de rostro bajo la honda capucha, sino tan sólo una oscuridad de noche cerrada. Fatigado, y quizá por milésima vez, se preguntó si a Sheelba le llamaban Sin Ojos porque era ciego a la manera ordinaria, porque sólo tenía piel correosa entre la nariz y la cabellera, porque su cabeza sólo se reducía al cráneo o quizá porque tenía unas antenas temblorosas donde deberían estar los ojos. La especulación no le produjo ningún escalofrío de temor, pues estaba demasiado enojado y cansado para eso…, y el frasco seguía sin impresionarle.

Con una mano enfundada en el guantelete apartó a una araña de la sal y gritó hacia arriba:

—Ese frasco es demasiado pequeño para que el veneno que contiene pueda acabar con todas las ratas de Lankhmar. Eh, tú, el del saco negro, ¿es que no vas a invitarme a subir para que tome un trago y un bocado y me seque un poco? ¡De lo contrario te maldeciré con hechizos que te he robado sin que te enterases!

—¡No soy tu madre, tu querida o tu aya, sino tu mago! —replicó Sheelba con su áspera voz retumbante—. ¡Termina con tus amenazas infantiles y endereza la espalda, hombrecillo gris!

La última parte de la orden le pareció excesivamente indignante al Ratonero, que tenía el cuello rígido y la espina dorsal tensa. Pensó en las penalidades de la noche pasada. Había salido de Lankhmar por la Puerta de la Marisma, ante el asombro de los asustados centinelas, los cuales advertían de los peligros de las salidas en solitario a la Marisma incluso de día. Luego recorrió el serpenteante camino a la luz de la luna, hasta el grisáceo Árbol del Halcón Marino, alcanzado por un rayo pero aún imponente. Allí, después de pasar largo tiempo escrutando, localizó la choza de Sheelba por el resplandor azulado pulsátil que procedía de su puerta baja, y avanzó audazmente hacia ella a través del cortante mar de hierba. Entonces comenzó la pesadilla: aparecieron grietas profundas y montículos cubiertos de espinos donde menos los esperaba, y no tardó en perder su sentido de la orientación, que de ordinario era infalible. El leve resplandor azulado se desvaneció y finalmente reapareció a gran distancia a su derecha; a partir de entonces parecía aproximarse y retroceder una y otra vez, del modo más desconcertante. Se dio cuenta de que estaba andando en círculos alrededor de la choza y supuso que Sheelba había lanzado un encantamiento en la zona, tal vez para evitar que le interrumpieran mientras trabajaba en alguna magia especialmente laboriosa y horrenda. Sólo después de haber estado por dos veces a punto de hundirse en las arenas movedizas y de ser acechado por un zancudo leopardo de las marismas, cuyos brillantes ojos azulados el Ratonero confundió en una ocasión con la choza, porque el animal parecía tener el hábito de parpadear, llegó por fin a su destino cuando las estrellas se estaban desvaneciendo.

Por fin le contó a Sheelba todas sus recientes vejaciones, sugiriendo respuestas adecuadas para cada problema: un filtro de amor para Hisvet, pociones amistosas para Frix e Hisvin, una poción para convertir a Glipkerio en un mecenas, ungüento repelente contra los mingoles, un albatros negro para buscar a Fafhrd y decirle que regresara a toda prisa y quizá también algo para acabar con las ratas. Ahora el mago sólo le ofrecía lo último.

Movió la cabeza a un lado y otro para aligerar la tensión del cuello, alejó una cobra marina con la punta del Escalpelo en su vaina y miró sombríamente el pequeño frasco.

—¿Cómo tengo que administrarlo? —preguntó—. ¿Una gota en cada madriguera? ¿O se lo doy con una cucharilla a unas ratas seleccionadas y luego las suelto? Te advierto que si contiene las semillas de la Enfermedad Negra, enviaré a todo Lankhmar para que te arrojen de la marisma.

—Nada de eso —gruñó Sheelba despectivamente—. Buscas un lugar donde se congreguen las ratas, y entonces te lo bebes tú mismo.

El Ratonero enarcó las cejas. Al cabo de un rato, inquirió:

—¿Y eso qué hará? ¿Me dará el mal de ojo contra las ratas, de modo que me baste mirarlas para acabar con ellas? ¿Me hará clarividente, a fin de poder espiar sus madrigueras principales a través del suelo y la roca? ¿O aumentará de un modo maravilloso mi astucia y mis poderes mentales?

Con respecto a esto último, dudaba de que tal cosa fuese posible en un grado considerable.

—Un poco de todo eso —replicó Sheelba, meneando la capucha como si asintiera—. Te pondré en la condición apropiada para enfrentarte al problema, te otorgaré un poder para tratar con las ratas y también para producirles la muerte, que ningún hombre ha poseído en la tierra hasta ahora. Toma. —Soltó el frasco y el Ratonero lo cogió al vuelo. Sheelba añadió al instante—: Los efectos de la poción sólo duran nueve horas, hasta la última pulsación exacta, que calculo en un décimo de millón al día, por lo que debes procurar que tu trabajo esté terminado en tres octavos de ese tiempo. No dejes de informarme en seguida de todas las circunstancias de tu aventura. Y ahora, adiós. No me sigas.

Sheelba se retiró al interior de su choza, la cual dobló al instante sus patas y alzó los pies en forma de escudos con unos sonidos de succión, alejándose…, al principio un tanto pesadamente, pero luego con más rapidez, avanzando como un gran escarabajo negro o insecto acuático, sus placas deslizándose sobre la hierba marina, que aplastaban.

El Ratonero miró cómo se alejaba, con ira y asombro. Ahora comprendía por qué la choza había sido tan elusiva, así como que su sentido de la orientación seguía incólume y por qué el alto árbol del Halcón Marino no se veía por ninguna parte. Durante la noche pasada el mago le había obligado a una larga persecución, sin duda muy divertida desde el punto de vista de Sheelba.

Y cuando al fatigado y enfangado Ratonero se le ocurrió que a Sheelba no le habría costado nada transportarle hasta las inmediaciones de la Puerta de la Marisma en su choza ambulante, se sintió tentado de arrojar el frasquito que había recibido contra la vivienda móvil que se alejaba.

Sin embargo, ató fuertemente un trozo de venda alrededor del pequeño recipiente negro, de arriba abajo, para asegurar el tapón, lo guardó en el centro de su bolsa y la ató cuidadosamente. Se prometió que si la poción no resolvía sus problemas, haría sentir a Sheelba que toda la ciudad de Lankhmar se había levantado sobre una miríada de piernas robustas y avanzaba a través de la Gran Marisma Salada para aplastar al mago dentro de su choza. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, tiró de un pie después del otro para salir del fango en el que se había hundido casi hasta las rodillas, utilizó a Garra de Gato para arrancar un par de pulsantes babosas marinas que se habían adherido a su bota izquierda y para matar a un gusano gigante que se enrollaba con fuerza a su tobillo derecho, apuró el último sorbo de vino picante que contenía su pequeño odre, se libró de éste y se encaminó hacia las diminutas torres de Lankhmar, ahora apenas visibles en el brumoso oeste, directamente debajo de la luna gibosa, que se hundía y difuminaba.

Las ratas estaban causando estragos en Lankhmar, infligiendo dolor y heridas. Los perros se acercaban aullando a sus amos para que les extrajeran de la cabeza dardos finos como agujas. Los gatos se escondían en espera de que pasara la plaga, mientras las mordeduras de los roedores se infectaban y curaban. Se encontraba a los hurones chillando en ratoneras que lesionaban la carne y rompían los huesos. El tití negro de Elakeria estuvo a punto de ahogarse en el agua aceitosa y perfumada de la honda bañera de plata de su ama, cuyo borde era resbaladizo y adonde el animalito había ido impulsado por algo que le aterraba más que el agua.

La gente despertaba gritando de su sueño, mordida por las ratas, y a veces veía una pequeña forma negra que se escabullía por la manta y saltaba de la cama. Las mujeres hermosas, o simplemente aterradas, adquirieron la costumbre de ponerse al acostarse por la noche unas máscaras de filigrana de plata o de duro cuero. En la mayor parte de las viviendas, desde las de más alcurnia hasta las más humildes, se mantenían velas encendidas durante la noche y sus moradores hacían turnos, de modo que siempre hubiera un centinela. Esto ocasionó una escasez de velas, mientras que los candiles y faroles fueron objeto de acaparamiento y casi desaparecieron de la vista. A los viandantes les mordían los tobillos, y por la mayor parte de las calles apenas transitaban unas pocas figuras apresuradas, mientras que los callejones estaban desiertos. Sólo la calle de los Dioses, que se extendía desde la Puerta de la Marisma hasta los graneros junto al Hlal, estaba libre de ratas, por cuyo motivo la calle y sus templos rebosaban de fieles, ricos y pobres, creyentes y ateos hasta entonces, todos los cuales oraban para que terminara la plaga de ratas a los diez mil y un dioses en Lankhmar e incluso a los atroces y altivos dioses de Lankhmar, cuyo templo con el campanario, siempre cerrado, se alzaba en el extremo de la calle que daba a los graneros, frente a la estrecha casa de Hisvin, el mercader de granos.

Se llevaron a cabo frenéticas represalias, y así se inundaron las madrigueras, a veces con agua envenenada. Se introdujeron vapores de fósforo y azufre ardientes, por medio de fuelles. Por orden del Consejo Supremo y con la curiosa aprobación ambivalente de Glipkerio, que no dejaba de referirse a sus armas secretas, se convocó a una multitud de cazadores profesionales de ratas, procedentes de los campos de cereales al sur y el oeste, al otro lado del río Hlal. Al mando de Olegnya Matamingoles, actuando sin consultar con su Señor Supremo, regimientos de soldados uniformados de negro fueron enviados apresuradamente desde Tovilyis, Kartishla e incluso el Fin de la Tierra, y se les dieron armas y uniformes que les dejaron perplejos y les hicieron burlarse más que nunca de sus superiores y de la afeminada y fantasiosa burocracia militar de Lankhmar: tridentes de largo mango, bolas arrojadizas atravesadas por muchas púas delgadas de doble punta, redes provistas de pesos de plomo, hoces, pesados guanteletes de cuero y máscaras del mismo material.

En el lugar donde estaba amarrada la Calamar, junto a los altos graneros, cerca del final de la calle de los Dioses, esperando con una carga nueva, Slinoor paseaba nervioso por la cubierta. Había ordenado que colocaran unos discos de cobre, de más de una vara de diámetro en medio de cada cable de amarre, para impedir que las ratas trepasen por ellos. La gatita negra solía permanecer en lo alto del palo mayor, desde donde escudriñaba preocupada la ciudad, y sólo bajaba en busca de comida. Ningún gato de muelle subía a bordo de la Calamar para husmear, ni se les veía merodear por el puerto.

En una sala con losetas verdes del Palacio del Arco Iris de Glipkerio Kistomerces, y en medio de un círculo de pajes armados con tridentes y oficiales de la guardia con las dagas desenvainadas y pequeñas ballestas manejables con una sola mano, preparadas para dispararlas en cualquier momento, Hisvin intentaba hacer frente a la histeria del alto y flaco monarca de Lankhmar, a quien media docena de esbeltas sirvientas desnudas simultáneamente acariciaban la frente, apretaban los dedos de las manos y le besaban los de los pies, dándole para beber vino con píldoras de opio negro diminutas como semillas de adormidera, todo ello con la intención de serenarle.

Apartándose de sus deliciosas servidoras, que moderaron pero no interrumpieron sus atenciones, Glipkerio dijo en tono quejumbroso y petulante:

—Hisvin, Hisvin, tienes que apresurar las cosas. Mis gentes refunfuñan, mi Consejo y el capitán general toman medidas sin consultarme. Incluso hay rumores de un loco plan para suplantarme en mi trono de concha marina, y nada menos que por mi primo idiota, Radomix Kistomerces-Null. Hisvin, ahora tienes a las ratas día y noche en las calles, y sólo falta que las destruyas con tus encantamientos. ¿Cuándo, dime, cuándo ese planeta tuyo va a llegar al lugar adecuado en el escenario estelar de modo que puedas recitar y hacer tus gestos mágicos que acabarán con los roedores? ¿Qué es lo que retrasa ese momento, Hisvet? ¡Ordeno a ese planeta que se mueva más rápido! ¡De lo contrario enviaré una expedición naval a través del desconocido Mar Exterior para hundirlo!

El mercader de granos, flaco y de hombros redondeados, siempre con su negro gorro de cuero con orejeras, adoptó una expresión compungida, alzó sus ojillos hacia el techo y dijo:

—¡Ay, mi valeroso Señor Supremo! El rumbo de esa estrella aún no se puede predecir con una certeza absoluta. Pronto llegará a su lugar, no temáis por eso, pero el momento exacto no puede saberlo ni el astrólogo más sabio. Unas olas benignas lo impulsan hacia adelante, pero, por otro lado, un maligno oleaje celestial lo hace retroceder. Se encuentra en el ojo de una tormenta celeste. Como una joya del tamaño de un iceberg que flota en las aguas azules de los cielos, está sometido a sus corrientes y sus furores. Recuerda también lo que te dije sobre tu correo traidor, el Ratonero Gris, el cual aparece ahora confabulado con brujos poderosos y manipuladores de fetiches que obran contra nosotros.

Glipkerio tiró de su toga negra y desvió con sus largos dedos la mano rosada de una muchacha que trataba de recomponer la prenda.

—Ahora el Ratonero —dijo malhumorado—. Antes las estrellas. ¿Qué clase de brujo impotente eres? Me temo que las ratas gobiernan las estrellas así como las calles y corredores de Lankhmar.

Reetha, que era la sirvienta rechazada, emitió un filosófico suspiro silencioso, y, con la suavidad de un ratón, insertó la mano que el Señor Supremo acababa de retirarle bajo la toga de éste y empezó a rascarle el estómago, mientras se imaginaba con el cinturón de Samanda rodeando su cintura con tres vueltas y sus llaves, correas, cadenas y látigos, mientras la oronda señora del palacio se arrodillaba desnuda y temblorosa ante ella.

—Contra ese pernicioso pensamiento —dijo Hisvin—, te recuerdo que las ratas no pueden vivir bajo el influjo de una estrella maligna. Repite este aserto cada vez que el imperioso deseo de acabar con tus peludos enemigos te haga sucumbir a la melancolía, oh, muy valiente comandante en jefe.

—Me das palabras cuando lo que quiero es acción —se quejó Glipkerio.

—Te enviaré a mi hija Hisvet para que te atienda. Ha enseñado unas instructivas cabriolas eróticas a otra docena de ratas blancas en jaulas de plata.

—¡Ratas, ratas, ratas! —exclamó Glipkerio airado—. ¿Es que quieres volverme loco?

—Le ordenaré de inmediato que destruya a sus inofensivos roedores domésticos, aunque son excelentes aprendices —respondió Hisvin con suavidad, al tiempo que inclinaba mucho la cabeza, de modo que no se viera la mueca desagradable que hizo—. Entonces, si lo desea tu suprema señoría, vendrá para apaciguar tus nervios irritados por la dura batalla con ritmos místicos aprendidos en las Tierras Orientales. Su sirvienta, Frix, es ducha en sutiles masajes que sólo conoce ella y ciertas personas que los practican en Quarmall, Kokgnab y Klesh.

Glipkerio alzó los hombros, frunció los labios y emitió un ligero gruñido a medio camino entre la indiferencia y una satisfacción renuente.

En aquel instante, media docena de los oficiales y pajes se agazaparon y dirigieron sus miradas y sus armas hacia una puerta en la que había aparecido una pequeña sombra baja.

En el mismo momento, Reetha, totalmente embebida en la ensoñación de Samanda chillando y gruñendo, obligada a arrastrarse por el suelo de la cocina, mediante tirones de su pelo negro peinado en forma de globo y los pinchazos de largas agujas extraídas del mismo, sin darse cuenta tiró del vello corporal de Glipkerio, con el que sus dedos habían topado mientras le rascaba suavemente.

El monarca se retorció como si le hubieran pinchado y emitió un agudo chillido.

Un gatito blanco había cruzado nerviosamente la puerta y miraba atrás con sus inquietos ojos rosados. Cuando Glipkerio gritó, desapareció como si le hubieran golpeado con una escoba invisible.

Glipkerio resolló y meneó un dedo extendido bajo la nariz de Reetha. La muchacha tuvo que reprimirse para no morder el objeto suave y perfumado, que le parecía tan largo y odioso como la oruga blanca de una mariposa lunar gigante.

—¡Preséntate a Samanda! —le ordenó—. Cuéntale con todo detalle tu ofensa. Dile que me informe de antemano sobre la hora de castigo a la que te someterá.

A su pesar, Hisvin se permitió una ligera y velada expresión de desprecio por los caprichos del Señor Supremo. Con su solemne voz profesional le dijo:

—Para obtener el mejor efecto, recita mi afirmación sobre el influjo de las estrellas en las ratas, como una letanía penitencial.

El Ratonero roncaba apaciblemente echado en un grueso colchón, en un pequeño dormitorio sobre la tienda de Nattick Dedoságiles, el sastre, el cual trabajaba febrilmente en la planta baja, lavando y remendando las ropas y demás efectos del aventurero. Una jarra de vino llena y otra medio vacía reposaban en el suelo al lado del colchón, mientras que debajo de la almohada, sujeto en el puño para mayor seguridad, estaba el pequeño frasco negro que le había dado Sheelba.

La luna estaba alta cuando por fin salió de la Gran Marisma Salada y cruzó con pasos lentos y pesados la Puerta de la Marisma, profundamente fatigado. Nattick le había proporcionado un baño, vino y una cama…, así como la sensación de seguridad que le procuraba hallarse bajo el techo de un viejo amigo.

Ahora se sumía en el sopor, y empezaban a desfilar por su mente sueños de la gloria que alcanzaría cuando, ante los ojos de Glipkerio, se revelara superior a Hisvin en la difícil tarea de acabar con las ratas. Sus sueños no tuvieron en cuenta que a Hisvin no se le podía considerar un azote de ratas, sino más bien su aliado…, a menos que el taimado mercader de granos hubiera decidido que ya era hora de cambiar de bando.

Fafhrd estaba tendido en una oquedad en la ladera de una colina cubierta de hierba, iluminada por la luz de la luna y una fogata, y conversaba con un esqueleto recostado, de largos miembros, llamado Kreeshkra, pero a quien él ahora llamaba con el cariñoso apodo de Huesitos. La escena era moderadamente extraña, aunque conmovería a los amantes imaginativos y a los enemigos de la discriminación racial en todos los numerosos universos.

La pareja un tanto peculiar intercambiaba tiernas miradas. El vello rizado y abundante de Fafhrd que resaltaba en su piel pálida, donde lo revelaba el jubón entreabierto, hallaba su encantador contrapunto en los curvos destellos de la fogata reflejados en diversos puntos de la piel de Kreeshkra, contra el fondo de sus huesos marfileños. Como dos pececillos escarlata unidos por la cabeza y la cola, sus móviles labios se agitaban o permanecían temblorosos uno al lado del otro, revelando y ocultando alternativamente sus dientes perlinos. Sus senos, montados sobre la caja torácica, eran como mitades de peras, con unas tonalidades que oscilaban entre el rosado y el escarlata.

Fafhrd contemplaba pensativo aquellos pintorescos adornos.

—¿Porqué? —preguntó finalmente.

La risa de la mujer ondeó como el sonido de unas campanillas de cristal.

—¡Ah, mi querido y estúpido hombre de barro! —dijo en un lankhmarés con fuerte acento—. Las mujeres que no son Espectros…, supongo que todas tus mujeres anteriores, ¡que las despedacen en el infierno y que cada uno de los fragmentos conserve su sensibilidad…!, esas mujeres llaman la atención hacia sus puntos atractivos ocultándolos con ricas telas o metales preciosos. Nosotras, que tenemos la carne transparente y desdeñamos todo atavío, debemos acicalarnos de otra manera, empleando cosméticos.

Fafhrd replicó a esto con una risa perezosa. Ahora su mirada iba y venía entre su querida compañera de blancas costillas y la luna vista a través de las leves ramas gris pálido del espino muerto en el borde de la oquedad, y ese contrapunto le producía una satisfacción maravillosa. Pensó en lo extraño que era, aunque en realidad no tanto, que sus sentimientos hacia Kreeshkra hubieran cambiado con tanta rapidez. La noche anterior, cuando la muchacha volvió en sí a cosa de una milla más allá de la incendiada Sarheenmar, Fafhrd estuvo a punto de matarla, pero ella se comportó con tanto valor y, más tarde, se reveló como una compañera tan animosa y simpática, poseedora de un agudo ingenio, aunque un tanto seco, como correspondía a un esqueleto, que cuando apareció el alba rosada y las llamas de la ciudad se perdieron de vista, le pareció natural que montara en la grupa, detrás de él, mientras proseguía el viaje hacia el sur. Pensó, además, que semejante compañera intimidaría, sin necesidad de luchar, a los bandidos que merodeaban alrededor de Ilthmar y creían que los Espectros eran un mito. Le había ofrecido pan y vino; ella rechazó el primero y bebió un poco del segundo. Hacia el anochecer derribó un antílope de un flechazo y se dieron un festín. Ella devoró cruda su ración. Era cierto lo que se decía sobre la digestión de aquellos seres espectrales. Al principio, Fafhrd se sintió molesto porque la mujer no parecía airada por la muerte de sus compañeros, y sospechaba que tal vez su extrema sociabilidad era un truco para cogerle desprevenido y acabar con él, pero luego llegó a la conclusión de que los Espectros no daban demasiada importancia a la vida. No en vano físicamente apenas parecían poco más que esqueletos.

La yegua gris mingola, atada al espino en el borde de la oquedad, alzó la cabeza y relinchó.

A unos mil metros o quizá más por encima de su cabeza, en la oscuridad azotada por el viento, un murciélago se lanzó desde el lomo de un albatros negro, que batía poderosamente las alas, y planeó hacia el suelo como una gran hoja negra animada.

Fafhrd extendió un brazo y deslizó los dedos por el cabello invisible de Kreeshkra, que le llegaba hasta los hombros.

—Huesitos —le dijo—. ¿Por qué me llamas «hombre de barro»?

Ella le respondió pausadamente:

—Todos los seres de tu especie nos parecen de barro, pues nuestra carne es tan clara como el agua de un torrente que no enturbian las lluvias ni el hombre. Los huesos son bellos, están hechos para exhibirlos. —Alzó una mano de aspecto esquelético pero de tacto suave, y jugueteó con el vello pectoral de Fafhrd. Entonces prosiguió seriamente, con la mirada puesta en las estrellas—: Nosotros, los Espectros, sentimos tal desagrado estético por la carne de barro que consideramos como un deber sagrado devorarla para que se vuelva cristalina. Pero no la tuya, hombre de barro —añadió, haciendo tintinear una ajorca de cobre—. Por lo menos, no esta noche.

Él la cogió suavemente de la muñeca.

—Entonces tu amor hacia mí es muy antinatural —observó, como si tuviera el vago propósito de iniciar una discusión—. Por lo menos desde el punto de vista de los Espectros.

—Si tú lo dices, mi amo… —replicó ella, con una sardónica nota de sumisión ficticia.

—Retiro lo dicho —murmuró Fafhrd—. Yo soy el afortunado, cualquiera que sea tu motivación. —La gravedad con que acababa de pronunciar estas palabras cedió el paso a un tono más ligero—: Dime, Huesitos, ¿cómo has llegado a dominar el idioma lankhmarés?

—Ah, qué tonto eres, hombre de barro —replicó ella con indulgencia—. ¿No sabías que ésta es nuestra lengua nativa? —Su voz adquirió una entonación soñadora—. Se remonta a la época, hace más de un milenio, en que el imperio de Lankhmar se extendía desde Quarmall a los montes Trollstep y desde el Extremo de la Tierra al mar de los Monstruos, cuando Kvarch Nar se llamaba Hwarshmar y los solitarios Espectros no eran más que ladrones de callejas y cementerios. Teníamos otro idioma, pero el lankhmarés era más fácil.

Él devolvió la mano de la mujer a su costado, para apoyar la suya más allá de ella y mirarle a las negras cuencas de los ojos. Ella exhaló un leve gemido y deslizó suavemente los dedos por sus flancos. Él refrenó el impulso que sentía y le preguntó:

—Dime, Huesitos, ¿cómo te las arreglas para ver cuando la luz te atraviesa? ¿Acaso ves con el interior de la parte trasera del cráneo?

—Preguntas, preguntas y más preguntas —replicó ella en tono quejumbroso.

—Sólo pretendo ser un poco menos tonto —le explicó él humildemente.

—Pero si me gusta que seas tonto. —Kreeshkra suspiró. Entonces, alzándose sobre el codo para quedar frente a la fogata, que aún ardía, pues la dura madera de espino quemaba lenta e intensamente, le dijo—: Mírame a los ojos. No, sin interponerte entre ellos y el fuego. ¿No ves un pequeño arco iris en cada uno? Ahí es donde se refracta la luz hacia la parte de mi cerebro que se encarga de la visión, y se forma una imagen real muy pequeña.

Fafhrd reconoció que podía ver los diminutos arco iris y añadió con vehemencia:

—Sigue mirando al fuego, pues quiero enseñarte algo. —Formó un cilindro con una mano, aplicó un extremo al ojo más próximo de la mujer y cubrió el otro extremo con los dedos de la otra mano—. ¡Ya está! ¿No es cierto que puedes ver el resplandor del fuego a través de mis dedos? Así pues, soy en parte transparente. También mi carne tiene un elemento cristalino.

—Puedo verlo, es cierto —le aseguró ella con un sonsonete de fatiga. Desvió la vista de sus manos, el rostro iluminado por el fuego y el pecho velludo—. Pero me gusta que tú seas de barro. —Puso las manos sobre sus hombros—. ¡Vamos, cariño, sé el barro más sucio!

Él miró el cráneo que resplandecía a la luz de la luna, con sus dientes perlinos, las negras cuencas de los ojos, cada una con un arco lunar de leve opalescencia, y recordó que cierta vez una mujer sabia del norte les había dicho, al Ratonero y a él, que ambos estaban enamorados de la muerte. Ahora, mientras los brazos de Kreeshkra le estrechaban, tuvo que admitir que aquella mujer había acertado, al menos con respecto a él.

En aquel instante oyeron un ligero silbido, tan agudo que era casi inaudible, pero atravesaba el oído como una aguja más fina que un cabello. Fafhrd se volvió bruscamente.

Ambos alzaron la cabeza y vieron que no sólo les observaba la yegua mingola, sino también un murciélago negro que colgaba con la cabeza hacia abajo de una de las ramas grises de espino.

Impulsado por una premonición, Fafhrd tendió un dedo hacia el negro roedor volante, el cual descendió en seguida y se posó en la carnosa percha que le ofrecían. Fafhrd retiró un diminuto pergamino negro que llevaba atado a una pata, flexible como una finísima lámina de hierro templado, depositó de nuevo al murciélago en la rama y, desenrollando el pergamino negro, se lo acercó a los ojos y a la luz de la fogata leyó la siguiente misiva escrita con letras blancas:

El Ratonero corre un peligro terrible, al igual que Lankhmar. Consulta a Ningauble de los Siete Ojos. La rapidez es esencial. No pierdas el silbato de hojalata.

La firma era un pequeño óvalo sin ningún rasgo distintivo, pero Fafhrd sabía que era uno de los sellos de Sheelba del Rostro sin Ojos.

Con la blanca mandíbula apoyada en los nudillos, Kreeshkra contempló al norteño, que estaba ciñéndose la espada, desde los inescrutables hoyos negros de sus ojos.

—Me abandonas —observó en tono neutro.

—Sí, Huesitos, debo cabalgar hacia el sur veloz como el viento —admitió apresuradamente Fafhrd—. Un amigo de toda la vida corre grave peligro.

—Un hombre, claro —dijo ella con la misma inexpresividad—. Incluso los hombres de nuestra raza reservan sus mejores afectos para sus compañeros de armas.

—Es una clase distinta de afecto —replicó Fafhrd mientras desataba a la yegua y palpaba la bolsa aplanada que colgaba del arzón de la silla, para asegurarse de que el delgado cilindro seguía allí. Entonces añadió de un modo más práctico—: Todavía te queda la mitad del antílope para cobrar fuerzas durante el viaje de regreso a tu casa…, y, además, está crudo.

—De modo que, según tú, somos devoradores de carroña. ¿Es esa mitad de antílope muerto una prueba de lo que significo para ti?

—Bueno, siempre he oído decir que los Espectros… No, claro, no trato de recompensarte… Mira, Huesitos…, no voy a discutir contigo, eres demasiado experta en eso. Conténtate con saber que debo correr como un rayo a Lankhmar, haciendo sólo una pausa para consultar a mi maestro brujo. No podría llevarte en ese viaje… ¡Ni a ti ni a nadie!

Kreeshkra miró a su alrededor con curiosidad.

—¿Quién te ha pedido que le lleves contigo? ¿El murciélago?

Fafhrd se mordió el labio.

—Toma, aquí tienes mi cuchillo de caza. —Como ella no hizo intención de cogerlo, lo depositó junto a su mano—. ¿Sabes usar el arco?

La muchacha esquelética se dirigió a algún espectador invisible:

—Ahora el hombre de barro me preguntará si sé rebanar un hígado. Ah, de haber seguido juntos otra noche, sin duda me habría cansado de él y, con el pretexto de besarle el cuello, le habría mordido la gran arteria por debajo de la oreja, para beber su sangre y devorar su carroña de barro, dejando sólo su estúpido cerebro para que no contaminara al mío y lo redujera a la imbecilidad.

Fafhrd se abstuvo de replicar y dejó el arco mingol con su aljaba de flechas junto al cuchillo de caza. Entonces se arrodilló para dar al Espectro femenino un beso de despedida, pero en el último momento ella volvió la cabeza, de modo que los labios de Fafhrd sólo encontraron su fría mejilla.

—Tanto si lo crees como si no, volveré a buscarte —le dijo al incorporarse.

—No lo harás, y aunque lo hicieras, no me encontrarías en ninguna parte.

—De todos modos te buscaré —insistió él mientras desataba a la yegua—. Me has proporcionado el éxtasis más misterioso y extraordinario que ninguna mujer me había hecho sentir jamás.

La muchacha Espectro tenía la mirada perdida en la noche.

—Felicidad, Kreeshkra —musitó—. He aquí tu regalo a la humanidad: emociones misteriosas. Echa a correr como un rayo, hombre de barro. A mí también me encantan las emociones.

Fafhrd apretó los labios y la miró de nuevo. Luego, al ponerse la capa, el murciélago echó a volar y se aferró a sus pliegues.

—El murciélago, como he dicho —afirmó Kreeshkra, meneando la cabeza.

Fafhrd montó la yegua y se alejó al trote por la ladera de la colina.

Kreeshkra se levantó de un salto, cogió el arco y las flechas, corrió al borde de la hondonada cubierta de hierba y apuntó a la espalda de Fafhrd, mantuvo la cuerda del arco tensa durante tres latidos de corazón y luego se volvió bruscamente y lanzó la flecha contra el árbol espinoso. El dardo se clavó en el centro del tronco gris y se quedó allí vibrando.

Fafhrd volvió rápidamente la cabeza al oír el disparo del arco, el zumbido de la flecha y el sonido del impacto. Vio que la mujer agitaba un brazo esquelético, saludándole, y siguió haciéndolo hasta que él llegó al camino al pie de la colina, donde espoleó a la yegua y partió al galope.

En lo alto de la colina, Kreeshkra permaneció inmóvil y pensativa durante dos exhalaciones. Luego se sacó del cinto un objeto invisible, que arrojó al centro de la fogata moribunda. Hubo un chisporroteo seguido de una lluvia de chispas, y una llamarada azul brillante se alzó en línea recta a una docena de varas y ardió durante otros dos latidos de corazón antes de extinguirse. Los huesos de Kreeshkra parecían de hierro azulado, su carne cristalina destellante como jirones de cielo nocturno tropical, pero no había nadie para contemplar tal belleza.

Fafhrd vio la llamarada vertical y delgada por encima del hombro, y siguió cabalgando con el ceño fruncido.

Aquella noche las ratas asolaban Lankhmar. Los gatos morían a causa de los veloces dardos de ballesta, que les atravesaban los ojos y se alojaban en el cerebro. Los roedores arrojaron astutamente el raticida en los cuencos de comida de los perros. El tití de Elakeria murió, crucificado en la cabecera de la cama de sándalo de aquella mujer obesa, frente a su espejo de plata bruñida que llegaba hasta el techo. Los niños aparecían sin vida en sus cunas, muertos a dentelladas. Algunos adultos recibieron dardos impregnados de una sustancia negra, y murieron entre convulsiones tras varias horas de agonía. Muchos se entregaron a la bebida para aplacar sus temores, pero los borrachos que perdían el sentido en las calles solitarias, sin que nadie les viera, morían desangrados a causa de los cortes que los roedores les practicaban en las arterias. La tía de Glipkerio, que era también la madre de Elakeria, murió ahorcada con un lazo corredizo colgado sobre una escalera empinada y oscura, resbaladiza a causa del aceite derramado por las ratas. A una prostituta temeraria la derribaron en la plaza de las Delicias Oscuras y se la comieron viva sin que nadie hiciera caso de sus gritos.

Tan ingeniosas eran algunas de las trampas tendidas por las ratas y, según los testigos presenciales, blandían sus armas con tanta destreza, que muchas personas empezaron a insistir en que algunas de ellas, sobre todo las albinas, escasas y elusivas, tenían en las patas unas manos diminutas con garras, mientras corrían muchos rumores de que ciertas ratas andaban erguidas sobre las patas traseras.

Los lankhmarianos introdujeron hurones en las madrigueras, pero ninguno de ellos regresó. Los soldados, con la cabeza protegida con una especie de sacos que les daban un aspecto misterioso y enfundados en sus uniformes pardos, corrían de un lado a otro en pelotones, buscando en vano blancos para sus nuevas y muy alabadas armas. Envenenaron los pozos más profundos de la ciudad, suponiendo que la ciudad de las ratas se encontraba a la misma profundidad, y utilizaban aquellos pozos para su suministro de agua. Cometieron la imprudencia de verter azufre ardiendo en las madrigueras, y fue preciso desviar a los soldados de su tarea principal a fin de combatir los incendios resultantes.

El éxodo, iniciado de día, prosiguió durante la noche, por medio de falúas, gabarras, botes de remos y balsas. También emprendieron la huida hacia el sur, en carreta, en carro o a pie, a través de la Puerta del Grano, e incluso hacia el este, por la Puerta de la Marisma, hasta que se lo impidieron sangrientamente por orden de Glipkerio, a quien aconsejaron Hisvin y el rígido y anciano capitán general Olegnya Matamingoles. La galera de guerra de Lukeen era una de las varias que rodearon a las embarcaciones civiles en huida y las hicieron volver a los muelles…, es decir, a todos menos a las falúas más cargadas de oro y cuyos tripulantes estaban en condiciones de sobornar.

Poco después, y con tanta rapidez como la noticia de un nuevo pecado, se extendió el rumor de que existía una conspiración para asesinar a Glipkerio y a su muy admirado primo, que gustaba de hacerse pasar por pobre, Radomix Kistomerces-Null, el cual poseía diecisiete gatos domésticos. Una nutrida tropa, formada por guardias vestidos de paisano y civiles, partió del Palacio del Arco Iris y atravesó la ciudad a oscuras, alumbrándose con antorchas, con la intención de apoderarse de Radomix; pero éste fue advertido a tiempo y se perdió con sus gatos en los barrios bajos, donde tanto uno como los otros tenían muchos amigos, humanos y felinos.

A medida que avanzaba lentamente la noche de terror, las calles se iban quedando desiertas, silenciosas y oscuras, puesto que todos los sótanos y muchas plantas bajas habían sido abandonados, cerrados, atrancados y rodeados de barricadas. Sólo la calle de los Dioses seguía atestada de gente, pues las ratas aún no la habían atacado y las gentes encontraban allí cierto consuelo contra sus temores. En todos los demás lugares no se oía más ruido que las pisadas rápidas de los pelotones de guardias y de soldados nerviosos, los chillidos y el tamborileo de las patitas, que iban haciéndose cada vez más audaces y numerosos.

Reetha yacía ante la gran chimenea de la cocina, procurando ignorar a Samanda, que estaba sentada en su enorme sillón de señora del palacio e inspeccionaba sus látigos, varillas, paletas y otros instrumentos de corrección, y en ocasiones hacía restallar de súbito uno de sus temibles látigos en el aire. Una cadena muy larga y fina, sujeta al collar que Reetha llevaba al cuello, la ataba a una anilla de hierro fijada en el suelo enlosado, más o menos en el centro de la cocina. De vez en cuando, Samanda la miraba pensativamente, y cada vez que la campana daba la media hora, ordenaba a la muchacha que se pusiera en posición de firmes e hiciera alguna tarea trivial, como llenar la gran copa de vino de Samanda. No obstante, aún no le había azotado ni, por lo que Reetha sabía, había enviado un mensaje a Glipkerio, informándole de la hora en que la sirvienta recibiría el correctivo.

Reetha se daba cuenta de que la mujerona la estaba sometiendo expresamente al tormento del castigo diferido y trataba de obnubilar su mente con el sueño y las fantasías. Pero en las pocas ocasiones en que logró conciliar el sueño tuvo pesadillas que hicieron más violento su despertar cada media hora, mientras que las fantasías de dominar cruelmente a Samanda eran demasiado patéticas en su situación actual. Procuró entretenerse con pensamientos amorosos, pero el material del que disponía era muy escaso. Entre otros retazos, estaba el menudo espadachín vestido de gris, que le preguntó su nombre el día que la azotaron por haber dejado caer la bandeja al suelo, asustada por las ratas. Por lo menos aquel hombre se mostró cortés con ella y pareció considerarla como algo más que una bandeja ambulante, pero seguramente ni siquiera se acordaría de ella.

De improviso, se le ocurrió que si lograba engatusar a Samanda para que se aproximara más a ella, un movimiento rápido le permitiría estrangularla con la cadena…, pero esta idea sólo le hizo temblar. Al final se consoló haciendo recuento de sus ventajas, como la de carecer de cabello que pudieran arrancarle o prenderle fuego.

Una hora después de la medianoche, el Ratonero se despertó sintiéndose en forma y preparado para la acción. La herida vendada no le molestaba, aunque aún tenía un poco rígido el antebrazo izquierdo; pero puesto que no podía entrar en contacto con Glipkerio antes del alba, y al no tener intención de poner en práctica la magia contra las ratas que le había proporcionado Sheelba, excepto en presencia del asombrado Señor Supremo, decidió dormirse de nuevo con la ayuda del vino restante.

Moviéndose con sigilo para no molestar a Nattick Dedoságiles, a quien oía roncar en un camastro cerca de él, apuró rápidamente la jarra mediada de vino y empezó a tomar la llena con más lentitud. Sin embargo, el sopor, y mucho menos el sueño, se negaban perversamente a visitarle. Por el contrario, cuanto más bebía, más despierto estaba, hasta que al final, encogiéndose de hombros y sonriendo, tomó a Escalpelo y a Garra de Gato sin hacer el menor ruido y bajó silenciosamente la escalera.

A la débil luz de un candil con pantalla de cuerno vio sus ropas y objetos personales dispuestos ordenadamente sobre la limpia mesa de trabajo de Nattick. Sus botas y otros objetos de cuero habían sido cepillados, restregados y lubricados con grasa de vaca, y su blusa y capa de seda gris lavadas, secadas y pulcramente remendadas, cada costura y parche bien repasados y zurcidos. Mirando agradecido hacia el techo, se vistió rápidamente, cogió una de las dos grandes llaves aceitadas idénticas que colgaban de un gancho oculto en un lugar que él conocía, abrió la puerta, que giró sin producir ningún chirrido sobre sus goznes bien engrasados, salió a la calle y cerró la puerta tras él.

Se quedó un momento inmóvil, envuelto en las sombras profundas. La luna plateaba imparcialmente los viejos muros de las casas de enfrente, sus manchas, las pequeñas ventanas bajas, herméticamente cerradas, las puertas con umbrales de piedra ahuecados por las pisadas de innumerables generaciones, los desgastados adoquines, las rejillas de los desagües con bordes de bronce y la basura diseminada. La calle estaba silenciosa y desierta hasta donde se curvaba, perdiéndose de vista. El Ratonero pensó que aquél era el aspecto que debía de tener la Ciudad de los Espectros por la noche, aunque allí había esqueletos que se deslizaban con sus pies marfileños sin emitir ningún crujir de huesos.

Moviéndose como un felino, salió de las sombras. La luna hinchada pero deforme le miraba casi cegadoramente por encima del tejado de Nattick. Entonces él mismo entró a formar parte del mundo plateado, y echó a andar con largas y silenciosas zancadas, gracias a sus botas de suela esponjosa, por el centro de la calle de las Baratijas, hacia sus cruces, ocultos por las curvas, con la calle de los Pensadores y la de los Dioses. La calle de las Rameras era paralela a la de las Baratijas, a la izquierda, y las calles de los Carreteros y del Muro, a la derecha, y las cuatro seguían a la curva Muralla de la Marisma, más allá de la calle del Muro.

Al principio sólo había silencio, y cuando el Ratonero se deslizó como un felino no lo rompió en absoluto. Pero al cabo de un rato empezó a oírlo…, un leve tamborileo, casi como el que producen las primeras gotas, todavía escasas, de lluvia, o el hálito inicial de una tormenta a través de un árbol de hojas pequeñas. Se detuvo y miró a su alrededor. El tamborileo cesó. Sus ojos escrutaron las sombras y no distinguieron más que dos destellos muy juntos en la basura, que podrían ser gotas de agua, rubíes o… cualquier cosa.

Volvió a ponerse en marcha y en seguida se reanudó el tamborileo, sólo que ahora era más intenso, como si la tormenta estuviera a punto de estallar. Apresuró el paso y, de súbito, cayeron sobre él: dos hileras irregulares de pequeñas formas plateadas que emergieron de las sombras a su derecha, desde detrás de los montones de basura y entre las rejas de los desagües a su izquierda. Algunas incluso pasaron por debajo de las puertas, gracias a la oquedad en la piedra desgastada del umbral.

El Ratonero echó a correr en zigzag y, con mucha más rapidez que sus enemigos, empuñando a Escalpelo, que parecía una lengua de sapo plateada extendida para pinchar a un roedor tras otro en alguna parte vital, como si fuera un fantástico recolector de basura y las ratas fragmentos de porquería animados. Siguieron acercándose a él por delante, pero burló a la mayoría en su carrera y ensartó a las restantes. El vino que había ingerido le proporcionaba una confianza absoluta, y el combate casi se convirtió en una danza…, una danza de la muerte en la que las ratas hacían el papel de la humanidad y su fúnebre Señor Supremo estaba armado con un estoque en vez de una guadaña.

La caite se curvó, y las sombras y la pared plateada cambiaron de lugar. Una gran rata rebasó la barrera de Escalpelo y se lanzó contra la cintura del Ratonero, pero éste la alcanzó con la punta de Garra de Gato, mientras con la espada atravesaba a las otras dos. Jamás en toda su vida, se dijo jubiloso, había sido el Ratonero Gris tan real y literalmente, diezmando a la presa natural de un ratonero.

Entonces algo pasó zumbando ante su nariz, como una avispa airada, y todo cambió. Recordó en un vivido destello aquella noche a bordo de la nave Calamar —extraña y decisiva noche que casi se había convertido en un recuerdo fantástico para él— y las ratas armadas con ballestas, Skwee con una espada minúscula aplicada a su yugular, y por primera vez desde que estaba en Lankhmar comprendió plenamente que no se las había con ratas ordinarias, ni siquiera extraordinarias, sino con una misteriosa y hostil cultura de seres inteligentes, pequeños, ciertamente, pero quizá más listos, sin duda prolíficos e incluso con tendencias más criminales que los mismos hombres.

Dejó de zigzaguear y echó a correr tan rápido como pudo, repartiendo mandobles con Escalpelo, al tiempo que se metía la daga en el cinto y cogía la bolsa para sacar el frasco negro con la pócima de Sheelba.

No lo encontró allí. Descorazonado y maldiciéndose a sí mismo, recordó que, aturdido por el vino, lo había dejado bajo la almohada en casa de Nattick.

Pasó raudo ante la negra calle de los Pensadores, cuyos altos edificios ocultaban la luna. Aparecieron más ratas, pisó una y estuvo a punto de resbalar. Otras dos avispas de acero zumbaron ante su rostro y —jamás lo habría creído si se lo hubieran contado— una pequeña saeta con una llama azulada. Dejó atrás el largo y oscuro muro del edificio que albergaba al Gremio de Ladrones, pensando sobre todo en poner tierra por medio y apenas en acabar con más ratas.

Poco después, tras una curva cerrada de la calle de las Baratijas, vio luces brillantes y muchos transeúntes: unos pasos más y se encontró entre ellos. Todas las ratas habían desaparecido.

En un puesto callejero compró una pequeña jarra de cerveza calentada al carbón para entretenerse mientras recobraba el aliento y se disipaba su temor. Cuando el líquido amargo humedeció tibiamente su garganta, miró hacia el este, a lo largo de la calle de los Dioses, hasta la Puerta de la Marisma, y luego al oeste, donde las casas iluminadas se extendían hasta perderse de vista.

Le pareció que todo Lankhmar se había dado cita allí aquella noche, a la luz de las antorchas, los faroles y las velas bajo pantallas de cuerno, cuchicheando con temerosos susurros. Se preguntó por qué las ratas habían evitado solamente aquella calle. ¿Acaso temían más que los mismos hombres a los dioses de éstos?

En un extremo de la calle de los Dioses que daba a la Puerta de la Marisma sólo estaban las moradas modestas de los dioses más nuevos, pobres y adecuados a los barrios bajos entre todos los dioses en Lankhmar. Allí, la mayor parte de las congregaciones de fieles eran meros grupos reunidos en la acera alrededor de un zarrapastroso ermitaño o un flaco sacerdote de piel correosa, procedentes de los desiertos de las Tierras Orientales.

El Ratonero giró al otro lado y emprendió un lento y serpenteante paseo entre la muchedumbre que hablaba en voz baja, saludando aquí a un viejo conocido, deteniéndose allá para tomar un vaso de vino o una copita de aguardiente en un puesto callejero, pues los lankhmarianos creen que la religión y la mente medio abotargada, o por lo menos amortiguada por la bebida, armonizan a la perfección.

A pesar de la tentación momentánea, logró pasar de largo ante la calle de las Rameras, tocándose el bulto del dardo en la sien para recordarse que la experiencia erótica terminaría en la futilidad. Aunque la calle de las Rameras estaba a oscuras, todas las mujeres, jóvenes y viejas, habían salido aquella noche y practicaban su oficio en los pórticos sombríos, proporcionando a los hombres el tercer remedio más potente contra sus temores, después de las plegarias y el vino.

Cuanto más se alejaba de la Puerta de la Marisma, más ricos eran los dioses en Lankhmar y mejor servidos estaban. Había iglesias y templos que incluso tenían columnas revestidas de plata, y sacerdotes con cadenas y vestimentas de oro. Desde las puertas abiertas se filtraba una potente luz amarilla, el fuerte aroma del incienso y el rumor de las maldiciones cantadas y las plegarias…, todo ello contra las ratas, por lo que podía entender el Ratonero.

Sin embargo, empezó a observar que la ausencia de las ratas no era total en la calle de los Dioses. De vez en cuando se asomaban a los tejados pequeñas cabezas negras, y en más de una ocasión vio unos ojillos rojos y ambarinos, muy juntos, tras la rejilla de un desagüe, en el bordillo.

Pero el Ratonero ya había ingerido suficiente vino y aguardiente para que tales pequeñeces no le inmutaran, pese al pavor que había experimentado recientemente, y su memoria retrocedió a la extraña temporada, años atrás, en que Fafhrd, sin blanca y con la cabeza rapada, fue acólito de Bwadres, único sacerdote de Issek de la Jarra, mientras que él mismo fue lugarteniente del estafador Pulg, quien desplumaba a todos los sacerdotes y fieles por igual.

Salió de la ensoñación en que le habían sumido estos recuerdos cerca del extremo de la calle de los Dioses que daba al río Hlal, donde los templos tienen las puertas de oro, sus torres puntiagudas se elevan al cielo y las túnicas de los sacerdotes, recamadas de joyas, tienen todos los colores del arco iris. A su alrededor había una multitud de personas ataviadas casi con la misma riqueza, y, entre ellas, percibió de súbito, bajo una capucha de terciopelo verde que le cubría la negra cabellera, con su peinado alto sujeto con una redecilla de plata, el rostro de Frix que le miraba con una expresión alegre y melancólica a la vez. Algo de color marrón claro, pequeño y de forma irregular, se deslizó en silencio desde su mano al suelo, que allí era de ladrillos de cerámica ensamblados con metal. Entonces dio media vuelta y desapareció. El Ratonero corrió tras ella, recogiendo de paso el trozo de pergamino arrugado que la muchacha había dejado caer, pero dos aristócratas con sus cortesanos y un mercader de paño de oro se interpusieron en su camino, y, cuando se libró de ellos, haciendo un esfuerzo para no ceder a sus impulsos aguijoneados por el vino y evitar un duelo, no vio por ningún lado la túnica de terciopelo verde con capucha, ni a ninguna mujer con un atuendo que se pareciera ni remotamente al de Frix.

Alisó el arrugado pergamino y, a la luz de un farol con pantalla de cuerno que colgaba a baja altura en una esquina, leyó:

Ten la paciencia y el valor de un héroe.

Tu mayor deseo se satisfará muy por encima

De tus más atrevidas esperanzas,

Y todos los encantamientos cesarán.

HISVET

El Ratonero alzó la vista y vio que había rebasado el último de los altos y resplandecientes templos de los dioses en Lankhmar y se hallaba ante el oscuro edificio cuadrado, con su campanario silencioso, que era el templo de los dioses de Lankhmar, aquellas antiguas deidades de huesos pardos y togas negras, a quienes los lankhmarianos nunca rendían culto en congregación, pero a los que temían y reverenciaban en lo más profundo de su mente, por encima de todos los demás dioses y demonios de Nehwon.

La excitación que había engendrado en él la nota de Hisvet se extinguió de inmediato al ver aquel templo, y avanzó desde el último farol encendido hasta la calle a oscuras que se extendía ante el templo envuelto en las sombras. En su mente abotargada por el licor desfiló sin orden ni concierto todo lo que había oído decir sobre los temibles dioses de Lankhmar: no les importaban los sacerdotes ni la riqueza, ni siquiera los fieles. Se contentaba con su destartalado templo «siempre que no les molestaran» y, en un mundo en que prácticamente todos los demás dioses, incluidos los dioses en Lankhmar, sólo parecían desear más fieles, más riquezas, más difusión de su credo hasta los lugares más apartados, aquello era muy raro, incluso siniestro. Sólo se manifestaban cuando Lankhmar corría un peligro directo, y ni siquiera lo hacían en todas las ocasiones; rescataban y luego castigaban…, no a los enemigos de Lankhmar, sino a sus propios ciudadanos, y luego se retiraban con la mayor rapidez posible a su tétrica morada y sus camastros putrefactos.

En el tejado de aquel templo no había sombra de roedores ni tampoco en la oscuridad, que iba espesándose a su alrededor.

Con un estremecimiento, el Ratonero le volvió la espalda, y allí, al otro lado de la calle, con los grandes y borrosos cilindros de los silos a un lado y al fondo el palacio de Glipkerio, con sus minaretes de colores que adquirían tonos pastel a la luz de la luna, se alzaba la casa estrecha, de piedra gris, de Hisvin, el mercader de grano. Sólo una ventana del piso superior estaba iluminada.

Los intensos deseos que la nota de Hisvet había despertado en el Ratonero brotaron de nuevo en él, y sintió la fuerte tentación de escalar el negro muro hasta aquella ventana, por muy lisa y sin asideros que pareciese, pero el sentido común prevaleció a pesar de los efectos del vino. Al fin y al cabo, Hisvet había escrito «paciencia» antes que «valor».

Lanzando un suspiro y encogiéndose de hombros, se volvió hacia el tramo brillantemente iluminado de la calle de los Dioses, dio la mayor parte de las monedas que contenía su bolsa a una enjoyada y remilgada esclava a cambio de un botellín de aguardiente lechoso, un licor especial que la muchacha llevaba en una bandeja colgada de sus hombros, por debajo de los senos desnudos, tomó un trago de fuerte licor y así se sintió lo bastante audaz para pasar por la calle de las Monjas, con la intención de ir a una plaza más allá de la calle de los Pensadores y, a través de la calle de los Oficios, regresar a la de las Baratijas, donde estaba la casa de Nattick.

A bordo de la nave Calamar, acurrucado en la cofa, la gatita negra se agitó y gimió en su sueño, como si le acosaran pesadillas en las que le atacaba un gato grande, o quizá incluso un tigre.