Glipkerio Kistomerces ordenó que encendieran velas cuando el resplandor del sol poniente todavía iluminaba su elevado salón de banquetes, delante del mar. No obstante, el espigado monarca parecía muy alegre mientras aseguraba jovialmente a sus serios y nerviosos consejeros que tenía un arma secreta para eliminar a las ratas en el punto más alto de su invasión insolente, y que Lankhmar se libraría de ellas bastante antes de la próxima luna llena. Se burló de su capitán general, Olegnya Matamingoles, un hombre de rostro surcado de arrugas que quería llamar a las tropas acuarteladas en las poblaciones más remotas para acabar con los atacantes peludos. A Glipkerio no parecían importarle los leves golpecitos que procedían de detrás de los espléndidos cortinajes y se oían cada vez que se hacía una pausa en la conversación y el tintineo de los cubiertos, ni las pequeñas sombras gibosas y de cuatro patas que arrojaba de vez en cuando la luz de las velas. A medida que avanzaba el copioso banquete, el Señor Supremo parecía más alegre y libre de cuidados. Sin embargo, algunos comensales susurraban al oído de sus vecinos lo extravagante de su proceder. Por dos veces su mano derecha tembló al levantar su alta copa de vino, mientras por debajo de la mesa los dedos nudosos de sus pies se estremecían continuamente; había doblado sus largas y flacas piernas, y apoyado los tacones de sus botas doradas en un travesaño de su silla de plata, para mantener los pies apartados del suelo.
En el exterior, la gibosa luna menguante revelaba unas formas pequeñas, bajas, jorobadas, moviéndose a lo largo de todos los tejados, excepto en la calle de los Dioses, tanto en los numerosos templos de las deidades entronizadas en Lankhmar como en las sombrías cornisas del templo de los dioses de Lankhmar y su campanario alto y cuadrado, cuya campana nunca sonaba.
El Ratonero Gris paseaba malhumorado por el sendero enarenado que serpenteaba alrededor del bosquecillo del perfumado salón arbóreo. Cada árbol era como un cesto enorme, vertical y hemisférico, su fondo y los lados formados por las ramas delgadas, flexibles y muy juntas, de las que pendían hojas verde oscuro y flores muy blancas, y que se curvaban ampliamente hacia afuera y abajo, de modo que el interior era una habitación en forma de campana, con las paredes formadas por hojas y flores, un recinto muy íntimo. Cocuyos, avispas luminosas y abejas nocturnas succionaban el néctar de las flores, y su leve resplandor dorado, violeta y rosado delineaba tenuemente aquellas tiendas naturales.
Del interior de dos o tres de las bóvedas de suave iridiscencia surgía ya el leve murmullo de los amantes, o quizá, pensó maliciosamente el Ratonero, de ladrones que habían elegido aquellos lugares inocentes y tradicionalmente venerados para tramar sus fechorías nocturnas. De haber sido más joven o en otra noche, el Ratonero habría escuchado furtivamente a esa segunda clase de buscadores de intimidad, a fin de robar a las víctimas antes que ellos. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar.
Al este unos edificios altos ocultaban la luna, por lo que más allá del resplandor titilante del salón arbóreo, el resto de la plaza de las Delicias Oscuras estaba casi totalmente a oscuras. Sólo quebraban la negrura las mortecinas iluminaciones de algunas tiendas y puestecillos callejeros, el brillo de las ascuas en las cocinas de las casas de comidas, el oscilante farolillo escarlata de una hetaira callejera.
Esas últimas luces irritaron intensamente al Ratonero en aquel momento, aunque no eran pocas las ocasiones en que le habían atraído, como las flores de aquellos árboles acampanados atraían a la abeja nocturna, y por dos veces su resplandor rojizo había cruzado por sus sueños mientras navegaba de regreso a casa a bordo de la Calamar. Pero varias visitas embarazosas que había efectuado por la tarde, primero a elegantes amigas y luego a los más lujosos burdeles de la ciudad, le habían demostrado que su virilidad, que tan exaltada le había parecido en Kvarch Nar y a bordo de la Calamar, estaba muy aletargada, con excepción, supuso primero y luego esperó con toda su alma, por lo que respectaba a Hisvet. Cada vez que había abrazado a una muchacha durante aquella desastrosa media jornada, el armonioso rostro ovalado de la hija de Hisvin se había interpuesto espectralmente en su camino, haciendo que el de su compañera del momento le pareciera vulgar en comparación, mientras que desde el diminuto dardo de plata incrustado en su sien irradiaba a todo su cuerpo una sensación de hastío y saciedad insatisfactoria.
Como un movimiento reflejo, esa sensación saltaba desde su cuerpo a su mente. Era consciente de que las ratas, a pesar de las grandes pérdidas que habían sufrido a bordo de la Calamar, amenazaban Lankhmar. Las pérdidas numéricas refrenaban a los roedores todavía menos que a los hombres, y las compensaban con mayor rapidez. Y aquella horrible amenaza se cernía sobre Lankhmar, una ciudad hacia la que el Ratonero sentía cierto afecto, como el de un hombre hacia un animalito doméstico de gran tamaño. Sin embargo, las ratas que la amenazaban, ya fuese gracias al adiestramiento de Hisvet o por algún otro motivo, poseían una inteligencia y una organización que producían pavor y maravilla. Imaginaba tropas de ratas negras recorriendo la ciudad sin ser vistas, por los jardines y a lo largo de los senderos de la plaza, más allá del resplandeciente salón arbóreo, rodeándole y tendiéndole una emboscada, fila tras fila de enemigos negros.
También era consciente de que había perdido la confianza que el veleidoso Glipkerio depositara en él, y que Hisvin e Hisvet, tras su derrota en apariencia total, habían vuelto las tornas y él tenía que enfrentarse a ellos y derrotarles de nuevo, del mismo modo que debía recuperar el favor de Glipkerio.
Pero Hisvet, lejos de ser un enemigo a derrotar, era la muchacha de la que estaba prendado, la única mujer que podía devolverle la plenitud de sus facultades. Tocó con las yemas de los dedos la pequeña protuberancia que el dardo había levantado en su sien. No le costaría nada extraerlo a través de su delgada cubierta de piel, pero temía lo que pudiera ocurrirle entonces: tal vez no sólo perdería su saciedad hastiada, sino también el jugo de todas las sensaciones, o incluso la vida misma. Además, no quería abandonar aquel vínculo de plata con Hisvet.
Un crujido en la grava del sendero, un tenue ruido de pisadas que, no obstante, correspondía a más de un par de pies, le hizo alzar la vista. Dos esbeltas monjas, enfundadas en las túnicas negras de los dioses de Lankhmar y tocadas con las habituales capuchas estrechas y picudas que les ocultaban por completo el rostro, se aproximaban a él, cogidas del brazo.
El Ratonero había conocido cortesanas en la plaza de las Delicias Oscuras capaces de ponerse cualquier atuendo para inflamar a sus clientes, nuevos o regulares, y captar o reavivar su interés: el vestido roto de una mendiga, los calzones, el jubón corto y el pelo casi cortado al rape de un paje, las cuentas y ajorcas de una esclava de las Tierras Orientales, la fina cota de mallas, el yelmo con visera y la delgada espada de un príncipe guerrero de aquellas mismas regiones de Nehwon, el crujiente follaje de una ninfa de los bosques, las algas verdes o purpúreas de una ninfa marina, el vestido recatado de una colegiala, el traje bordado de una sacerdotisa de cualquiera de los dioses en Lankhmar…, los habitantes de la ciudad de la Toga Negra nunca suelen molestarse por las blasfemias contra tales dioses, puesto que los hay a millares y se les sustituye con facilidad.
Pero había un solo atuendo con el que ninguna cortesana se habría atrevido a disfrazarse: la túnica negra, sencilla, recta, y la capucha de una monja de los dioses de Lankhmar.
Y, sin embargo…
Cuando estaban a una docena de pasos de él, las dos esbeltas figuras negras se desviaron del sendero hacia el árbol más cercano del salón arbóreo. Mientras una de ellas separaba las ramas, la manga negra colgando de su brazo como un ala de murciélago, la otra se internó bajo el ramaje. La primera la siguió rápidamente, pero no antes de que su capucha se deslizara un poco hacia atrás, mostrando, por un instante, al tenue resplandor violeta de una avispa, el rostro sonriente de Frix.
Al Ratonero le dio un vuelco el corazón y se dirigió corriendo al árbol.
Cuando entró, bajo una lluvia de flores blancas arrancadas, como si el mismo árbol le diese la bienvenida arrojándoselas, las dos esbeltas figuras vestidas de negro se volvieron hacia él y echaron atrás sus capuchas. Al igual que el Ratonero había visto a bordo de la Calamar, Frix tenía el oscuro cabello recogido con una redecilla de plata. Aún sonreía, aunque su expresión era grave y distante. Pero la cabellera de Hisvet se expandía en todo su esplendor rubio plateado, tenía los labios fruncidos de un modo encantador, como si le enviara un beso, y su mirada recorría la figura del Ratonero con travieso regocijo.
Éste dio un paso hacia ella.
Con un rugido de felicidad que sólo él podía oír, la sangre corrió impetuosa por sus arterias, reanimando su virilidad adormecida en un instante, como un genio invocado mágicamente construye una torre sin el menor esfuerzo.
El Ratonero imitó a su sangre y corrió ciegamente hacia Hisvet para abrazarla. Pero con un movimiento concertado, como el trazado de un semicírculo en una danza rápida, las dos muchachas habían cambiado sus lugares respectivos, por lo que se encontró abrazando a Frix y con su mejilla contra la de ella, pues en el último momento la joven había ladeado la cabeza.
El Ratonero podría haberse separado entonces, murmurando excusas corteses y casi sinceras, pues a través de su túnica el cuerpo de Frix se percibía esbelto y con relieves interesantes, pero en aquel momento Hisvet asomó su cabeza por encima del hombro de Frix y, ladeando su rostro encantador, aplicó sus labios entreabiertos a los del Ratonero, los cuales empezaron a imitar al instante a los de la industriosa abeja cuando sorbe el néctar.
Le pareció que estaba en el Séptimo Cielo, reservado sólo para los dioses más jóvenes y hermosos.
Cuando por fin Hisvet separó sus labios y permaneció con el rostro tan cerca que la cicatriz de la herida producida por Garra de Gato era una cinta rosa de bordes azulados desde la nariz hasta la mandíbula delicada, le musitó:
—Alégrate, afortunado guerrero, pues has besado con tus labios los de una damisela de Lankhmar, lo cual es una familiaridad casi inimaginable, y has besado mis labios, intimidad que está por encima de toda comprensión. Y ahora abraza a Frix estrechamente mientras yo soy el blanco de tu mirada y doy solaz a tu rostro, que es en verdad la región más noble de la piel, la auténtica hechicera del alma. Sin duda, es una tarea degradante para mí, como si una diosa frotara y diese brillo a las sucias botas de un soldado raso, pero has de saber que lo hago satisfecha.
Entretanto, los ágiles dedos de Frix estaban desatando su cinturón de piel de rata, el cual, llevando consigo ^.Escalpelo y Garra de Gato, cayó con un ligero ruido sordo sobre la hierba tupida y corta, a la que la sombra perpetua del árbol acampanado había vuelto casi blanca.
—Recuerda que tus ojos sólo han de estar fijos en mí —le susurró Hisvet con una leve pero firme nota de reproche—. No sentiré celos de Frix si no le haces el menor caso.
Aunque la luz era todavía suave como el terciopelo, bajo el espeso ramaje del árbol parecía más brillante que en el exterior.
Tal se había levantado la luna gibosa, quizá el resplandor de los cocuyos, las avispas luminosas y las abejas nocturnas se concentraba allí. Unos pocos insectos giraban perezosamente dentro de la cúpula vegetal, titilando como diminutas lunas hechas de piedras preciosas.
El Ratonero rodeó con más fuerza la delgada cintura de Frix, mientras musitaba a Hisvet:
—Oh, princesa blanca…, oh, gélida directora del deseo…, oh, diosa helada del impulso erótico…, oh, virgen satánica…
Entretanto, ella estampaba ligeros besos en sus párpados, mejillas y la oreja libre, rastrillándolos con las largas pestañas plateadas de sus ojos parpadeantes, y así la planta del amor, cultivada con tanta ternura, crecía más y más. El Ratonero quería devolver estos favores, pero ella le cerraba la boca con la suya. Mientras acariciaba los dientes de la muchacha con la lengua, observó que los dos incisivos eran demasiado largos, pero en su estado de apasionamiento esa diferencia sólo parecía resaltar aún más la belleza de Hisvet. Aunque ésta tuviera algunos de los atributos de un dragón o una araña blanca gigante…, o una rata, lo mismo daba…, su amor habría seguido incólume y no habría disminuido la intensidad de sus caricias. Aun cuando se alzara por encima de su cabeza el blanco aguijón articulado de un escorpión, él le haría los honores con un beso amoroso… O quizá no llegaría tan lejos, decidió bruscamente…, aunque por otro lado casi podría hacerlo, pues en aquel momento las pestañas de Hisvet rozaron la protuberancia cutánea sobre el dardo de plata en su sien.
Sin duda alguna, aquella sensación correspondía a lo que suele llamarse éxtasis. Le pareció que ahora se encontraba en el Noveno Cielo, el más alto de todos, donde gozan unos pocos héroes selectos, sueñan y se entregan a placeres casi insoportables, mirando de vez en cuando, ociosamente divertidos, a todos los dioses que se afanan duramente atalayando los mundos desde sus alturas, aspirando incienso y dirigiendo el destino de las multitudes de mortales.
El Ratonero podría haber ignorado para siempre lo que sucedió a continuación —y, además, lo ocurrido podría haber sido un acontecimiento espantosamente distinto— de no haber sido porque, como jamás se daba por satisfecho ni siquiera con el más supremo de los éxtasis, decidió una vez más desobedecer la orden explícita de Hisvet y mirar a hurtadillas a Frix. Hasta aquel momento había hecho caso omiso de la hermosa sirvienta, sin mirarla ni escucharla, pero ahora se le ocurrió que si observaba los dos rostros de su, en cierto modo, amante bicéfala caprichosa y voluble, eso tensaría un poco más las cuerdas de lanzamiento de la catapulta del placer.
Así pues, cuando Hisvet le acarició de nuevo la oreja con su lengua rosa y azul, y mientras él la alentaba a proseguir con ligeros movimientos de cabeza y tenues gemidos de placer, dirigió la vista en la otra dirección y miró de soslayo el rostro de Frix.
Su primer pensamiento fue que la muchacha tenía el cuello doblado en un ángulo que por fuerza debía resultarle incómodo, a fin de mantener la cabeza apartada del Ratonero y de su ama. Su segundo pensamiento fue que, si bien las mejillas de la muchacha estaban inflamadas por la pasión y jadeaba a través de sus labios entreabiertos, su mirada tenía una frialdad triste, una melancolía distante, perdida en algo que se hallaba a mundos de distancia, tal vez un juego de ajedrez en el que ella, el Ratonero e incluso Hisvet eran menos que peones; quizá una escena de una infancia inimaginablemente remota, quizá…
O quizá contemplaba algo que estaba un poco más cerca, algo situado detrás de él y no a mundos de distancia…
Aunque tuvo que apartar la oreja de la lengua enloquecedora de Hisvet, volvió toda la cabeza en la dirección de sus ojos y, mirando por encima del hombro, vio el borde de una silueta agazapada, oscuramente recortada contra la pálida y pulsante pared de flores, con un brazo semiextendido cuyo extremo se prolongaba en un objeto brillante grisazulado.
El Ratonero se agachó, apartándose bruscamente de Frix, y entonces dio media vuelta y soltó un revés con el brazo izquierdo, que un momento antes abrazaba a la sirvienta de Hisvet.
No pudo ser un golpe descargado a tiempo y su puntería fue inevitablemente imperfecta. Cuando el dorso de su puño chocó con la delgada muñeca de la otra mano que empuñaba un cuchillo, notó el pinchazo de la punta en el antebrazo, pero entonces descargó el puño derecho en el rostro del mingol, haciéndole salir, al menos por un momento, de la impasibilidad a la que contribuía su piel muy tensa.
Cuando la figura enfundada en un ceñido traje negro se tambaleó hacia atrás bajo el impacto, pareció dividirse en dos, como una criatura del légamo reproducida por bipartición, y un segundo mingol armado con una daga salió de detrás del primero y avanzó hacia el Ratonero, que recogía su cinto con las armas envainadas al tiempo que soltaba maldiciones. Desenvainó a Garra de Gato porque su empuñadura era la más cercana.
Frix, que seguía de pie y como hipnotizada, decía en voz ronca y abstraída:
—Alarma…, desviación… Han entrado dos mingoles.
Y detrás de ella, Hisvet exclamaba con petulancia:
—¡Oh, mi condenado y aguafiestas padre! Siempre arruina mis creaciones más estéticas en los dominios del placer, ya sea por celos viles e impropios de un padre, ya por…
El primer mingol ya se había recuperado y los dos asaltantes se aproximaron con cautela al Ratonero, empuñando los cuchillos por delante de sus rostros cetrinos, de ojillos entrecerrados. El Ratonero, blandiendo a Garra de Gato un poco por delante del pecho, les hizo retroceder con un rápido trallazo del cinturón que sujetaba con la otra mano. La pesada Escalpelo envainada alcanzó a uno de ellos en una oreja, haciéndole aullar de dolor. Era el momento de saltar adelante y acabar con ellos… mediante un solo golpe de daga asestado a cada uno de ellos, si tenía suerte.
Pero el Ratonero no lo hizo. No podía saber si los mingoles que le atacaban eran solamente dos, ni si Hisvet y Frix dejarían de actuar —si tal era lo que habían estado haciendo— y se lanzarían sobre él armadas con sus propios cuchillos mientras él atacaba a los enjutos asesinos de negro. Además, la sangre le fluía del brazo izquierdo y aún no podía saber cuál era la gravedad de la herida. Por último, empezaba a admitir a regañadientes que los peligros a los que se enfrentaba podrían ser excesivos, incluso para su gran astucia, que estaba actuando a ciegas en una situación que no comprendía bien, que en aquellos momentos, con los sentidos embriagados, arriesgaba su vida por un éxtasis que, ciertamente, no era habitual, que no se atrevería a seguir dependiendo de la suerte veleidosa y que —sobre todo en ausencia del fornido Fafhrd— necesitaba desesperadamente un consejo juicioso.
En menos de dos latidos de corazón, dio la espalda a sus asaltantes, pasó corriendo junto a Frix e Hisvet, ambas un tanto sorprendidas a juzgar por su aspecto, y atravesó la frondosa pared del árbol acampanado, bajo una segunda y aún más intensa lluvia de flores blancas.
Al cabo de otros cinco latidos de corazón, mientras se escabullía hacia el norte a través de la plaza de las Delicias Oscuras, a la luz de la luna que acababa de salir, se había puesto el cinturón y extraído de una pequeña bolsa que colgaba de él una venda que empezó a enrollar diestramente alrededor de su herida.
Otros cinco latidos de corazón, y se apresuraba por un callejón adoquinado en dirección a la Puerta de la Marisma.
Había decidido que, por mucho que detestara admitirlo, había llegado el momento que debía aventurarse a través de la traidora y maloliente Gran Marisma Salada y buscar el consejo de su mentor hechicero, Sheelba del Rostro sin Ojos.
Fafhrd espoleó su yegua a través de las humeantes calles de Sarheenmar, puesto que ninguna carretera rodeaba a aquella ciudad situada ante el Mar Interior, al pie de unas montañas desiertas. A través de las colinas secas y abruptas, un único camino conducía al este, hasta el mar llamado de los Monstruos, junto al que se levantaba la solitaria Ciudad de los Espectros, evitada por todos los demás hombres.
La oscuridad de la noche se había intensificado a causa del humo, y la única luz era la de las llamas rugientes que se alzaban de los tejados, puertas y ventanas de los edificios. Éstos, que se habían caracterizado por su frescor, ahora calentaban al rojo sus paredes de ladrillos de arcilla, dándoles una bella y ondulante pátina, parecida a la porcelana, cuando no las fundían y demolían por completo.
Aunque la ancha calle estaba vacía, los ojos inyectados en sangre de Fafhrd permanecían vigilantes en su rostro demacrado, tiznado por el humo y sudoroso. Había aflojado la espada en su vaina y el hacha de mango corto en su amplia funda, tensado el arco mingol, que sostenía con la mano izquierda, y colgado la aljaba y las flechas del hombro derecho. El zurrón aligerado que pendía de la silla y la cantimplora medio llena golpeaban las costillas de su montura, mientras que su bolsa plana, aún vacía, con excepción del ridículo silbato de hojalata, ondeaba como un estandarte al viento levantado por el galope.
Extrañamente, el pánico no se apoderó de la yegua cuando vio el fuego a su alrededor. Fafhrd había oído decir que los mingoles sometían a sus caballos a duras pruebas y los inmunizaban contra toda clase de horrores, casi tan severamente como ellos mismos se ejercitaban, matando sin piedad a los que todavía vacilaban en el séptimo intento, si era un animal, o el segundo, si se trataba de un hombre.
Sin embargo, la montura de Fafhrd se paró en seco súbitamente frente a una calle estrecha, hinchando las fosas nasales y mirando a su alrededor con ojos todavía más inyectados en sangre que los de su jinete. Los taconazos en sus costados no le hicieron reanudar la marcha, por lo que Fafhrd desmontó y empezó a tirar de ella, arrastrándola a la fuerza hasta el centro de la calle inundada de humo y con las fachadas de las casas envueltas en llamas.
Entonces, alrededor de la esquina en llamas, apareció un desfile de lo que en principio parecía un grupo de esqueletos excepcionalmente altos y con una fosforescencia rojiza, cada uno provisto de un tosco arnés y blandiendo en cada mano esquelética una espada corta de doble filo con la punta fina como una aguja. Tras la sorpresa inicial, Fafhrd se dio cuenta de que aquellos extraños seres debían de ser los Espectros, cuya carne y órganos internos, según había oído decir, con un escepticismo que ahora la realidad le obligaba a abandonar, eran transparentes, excepto allí donde la piel adquiría una coloración amarillenta o rosada, en los órganos genitales y en los labios y pequeños senos de sus mujeres.
Se decía también que sólo comían carne, preferentemente humana, y era realmente extraño contemplar cómo los fragmentos que engullían bajaban y se agitaban detrás de la caja torácica, se convertían gradualmente en una papilla y desaparecían de la vista mientras su sangre invisible asimilaba y transformaba el alimento…, suponiendo que un hombre normal pudiera tener la oportunidad de observar el festín de los Espectros sin convertirse a su vez en un suministrador de bocados.
A Fafhrd le embargó el temor, pero también se sintió indignado porque él, claramente neutral en la guerra entre los Espectros, los habitantes de Sarheenmar y los mingoles, se veía sometido a semejante emboscada, pues ahora el Espectro que iba en cabeza arrojó la espada que blandía en la mano derecha y Fafhrd tuvo que hacerse rápidamente a un lado para esquivar el arma, que voló girando por el aire lleno de humo.
El norteño extendió un brazo por encima del hombro, sacó una flecha, la puso velozmente en el arco y derribó al primer Espectro de un flechazo, que atravesó sus costillas a la izquierda del esternón. Para su sorpresa, descubrió que tener un esqueleto por enemigo y blanco facilitaba apuntar a una parte vital. Ahora, a medida que los Espectros se aproximaban, lanzando horribles gritos de guerra, reparó en el resplandor de las llamas aquí y allá, en sus flancos vítreos y comprendió que, incluso considerando su carne como sólida, eran unos seres de una delgadez excepcional.
Derribó a otros dos atacantes, al último con un dardo que le atravesó la negra órbita de un ojo, y entonces dejó caer el arco, desenvainó con un veloz movimiento el hacha corta y la espada y, blandiendo ésta, atacó a los cuatro Espectros restantes, los cuales se abalanzaban contra él sin que les arredrase lo ocurrido a sus compañeros.
Vara Gris alcanzó a un Espectro por debajo del mentón, haciendo que se desplomara agonizante. Resultaba extraño ver a un esqueleto derrumbarse sin estrépito de huesos al chocar contra el suelo. Entonces el hacha corta decapitó a otro enemigo, cuyo cráneo rodeado de carne vítrea salió girando, pero cuyo torso cayó lentamente hacia adelante y empapó el hacha del norteño de un fluido invisible, cálido y sedoso.
Estos espantosos acontecimientos dieron tiempo al tercer Espectro para rodear a sus camaradas caídos y descargar en Fafhrd un golpe que, al proceder afortunadamente de arriba, le rozó el costado sin herirle de gravedad.
Sin embargo, el largo rasguño producido por la espada transformó la indignación de Fafhrd en furor, y golpeó al Espectro con tal violencia que el hacha corta se quedó incrustada en el cráneo. Su furor se convirtió en una rabia casi cegadora, no desprovista de matices sexuales, por lo que cuando observó que el cuarto y último Espectro tenía unos senos pálidos sobre las costillas blancas, como dos rosas allí prendidas, le desarmó con unos golpes de la hoja plana de su espada y, mientras se tambaleaba, le derribó de un certero puñetazo en la mandíbula.
Jadeante, Fafhrd se quedó mirando los esqueletos desparramados por el suelo, esperando ver algún movimiento, pero permanecieron totalmente inmóviles. Entonces miró a su alrededor, por si atisbaba otros grupos de Espectros. No vio ninguno.
La yegua gris, inmunizada contra el horror, apenas había cambiado de sitio un herrado casco durante la refriega. Ahora meneó la esbelta cabeza, descubrió sus dientes enormes y lanzó un relincho lastimero.
Fafhrd envainó a Vara Gris, se inclinó con cautela junto al esqueleto femenino y apretó con dos dedos la carne invisible bajo las articulaciones de la mandíbula. Percibió un pulso lento. La levantó sin ningún miramiento, cogiéndola por la cintura. Pesaba algo más de lo que él había previsto, por lo que su delgadez le sorprendió, lo mismo que la flexibilidad y la textura suave de su piel invisible. Refrenando sus impulsos vengativos, la tendió sobre el arzón de la silla, de modo que las piernas le colgaron a un lado y el tronco en el otro. La yegua miró atrás, por encima de los cuartos delanteros, y descubrió de nuevo los dientes amarillentos, pero no volvió a relinchar.
Fafhrd se vendó el rasguño, extrajo el hacha de la trampa ósea que la retenía, recogió el arco y, montando la yegua, emprendió el galope por la calle en llamas, a través de las espirales de humo. Se mantenía ojo avizor por si le tendían más emboscadas, aunque una vez bajó la vista y le desconcertó la imagen de aquella pelvis blanca sobre el arzón de la silla, nada más que un hueso en apariencia suelto, pero en realidad unido en cada lado por medio de músculos y tendones nebulosos al resto del esqueleto y apoyó una mano en las nalgas delgadas, cálidas e invisibles, para asegurarse de que allí había una mujer.
Las ratas saqueaban Lankhmar por la noche. Toda la antiquísima ciudad era escenario de sus robos, y no sólo de comida. Robaron las verdosas y dobladas monedas de cobre que cubrían los ojos de un carretero muerto, el platino para adornar la nariz y las orejas, y las joyas para los labios guardadas en el joyero con tres cerraduras de la tía de Glipkerio, flaca como un ánima en pena, royendo en la gruesa madera de roble una portezuela trasera, pulcra como un cuento de hadas. El tendero más rico perdió todas sus nueces de Hrusp, el caviar gris del soleado y marítimo Ool Plerns, los corazones secos de alondra, la carne de tigre, alimento muy apreciado por sus propiedades vigorizantes, los dedos de espectro azucarados y las obleas de ambrosía, mientras que no tocaron exquisiteces menos costosas. Se llevaron de la Gran Biblioteca valiosos pergaminos, entre ellos las escrituras originales del sistema de alcantarillado y los derechos para abrir túneles en las zonas más antiguas de la ciudad. Los dulces colocados sobre las mesillas de noche desaparecían, así como los juguetes de las habitaciones de los príncipes, los bocados de las bandejas de plata taraceada y el duro grano de los sacos de comida para los caballos. Arrancaban las pulseras de las muñecas mientras los amantes se abrazaban, robaban las bolsas y bolsillos de los vigilantes armados con ballestas, los cuales no se enteraban de que las mismas ratas, cuya presencia tenían que detectar, les estaban esquilmando, y robaban la comida bajo los hocicos de gatos y hurones.
Lo más terrible era que las ratas sólo roían allí donde les era necesario para penetrar, no dejaban desechos, huellas de sus pisadas o marcas de sus dientes, y no ensuciaban nada, sino que depositaban sus oscuros excrementos en pulcras pirámides, como si al cuidar de la casa de un dueño ausente decidieran ocuparla de manera permanente.
Se tendieron las trampas más astutas, se esparcieron venenos sutiles e invitadores, se taparon los orificios de las madrigueras con plomo y placas de latón, se encendieron bujías en lugares oscuros y se montó guardia en todos los lugares donde era probable que se avistara a las ratas. Todo fue en vano.
Era estremecedor, pero las ratas mostraban una sagacidad humana en muchas de sus acciones. Entre las pocas entradas a sus escondites que se descubrieron, algunas parecían aserradas más que roídas, y el trozo desprendido al aserrar había sido colocado en su sitio como una pequeña puerta. Ponían a buen recaudo las golosinas en lugares altos, y utilizaban cordeles hechos por ellas mismas para saltar y cogerlas. Algunos testigos aterrados afirmaban haberles visto arrojar tales cordeles como si fueran lazos corredizos, o incluso enganchados a dardos y disparados con minúsculas ballestas. Parecían practicar una división del trabajo, y algunas actuaban como vigías, otras como dirigentes y guardianes, otros como hábiles roturadores y mecánicos, e incluso había simples porteadores de cargas, dóciles al chillido de mando.
Lo peor de todo era que los seres humanos que oían sus extraños chillidos afirmaban que éstos no eran meros sonidos animales, sino el lenguaje de Lankhmar, aunque hablado con tanta rapidez y en un tono tan agudo que generalmente era imposible seguirlo.
Los temores de Lankhmar fueron en aumento. Se recordaron las profecías sobre un oscuro conquistador al mando de una horda de innumerables y crueles seguidores que imitaban las costumbres civilizadas, pero eran brutos y llevaban sucias pieles, y que algún día se apoderarían de la ciudad. Había supuesto que esta profecía se refería a los mingoles, pero también podía interpretarse que la horda aludida era una plaga de ratas.
Incluso la obesa Samanda estaba aterrada por la depredación de las despensas y almacenes de alimentos del Señor Supremo, y por el ruido incesante de patas invisibles. Ordenó que todas las sirvientas y los pajes abandonaran sus catres dos horas antes del alba, y en la cocina cavernosa y ante la chimenea rugiente, lo bastante grande para asar en ella dos bueyes y calentar dos docenas de hornos, llevó a cabo un interrogatorio en masa y una sesión de azotes para calmar sus nervios y desviar su pensamiento de los verdaderos culpables. A la luz anaranjada, cada una de las víctimas rapadas parecía una estatua cobriza, de pie, doblada, arrodillada o tendida de bruces ante Samanda, mientras sufría el interrogatorio y soportaba la artística flagelación. Luego besaba el dobladillo de la falda negra de Samanda o le enjugaba suavemente el rostro y el cuello con una toalla blanca como un lirio, enfriada con agua helada y escurrida, pues la opresa manejaba el látigo hasta que el sudor descendía en riachuelos desde la esfera negra de su pelo y se desprendía en gotas de su bigote. La esbelta Reetha recibió nuevos azotes, pero se vengó echando un puñado de pimienta blanca finamente molida en la jofaina de agua helada, al sumergir en ella la toalla. Desde luego, esto determinó que el castigo de la siguiente víctima fuese cuádruple, pero cuando uno logra vengarse es forzoso que sufra algún inocente.
Presenciaba el espectáculo un público selecto de cocineros vestidos de blanco y sonrientes barberos, no pocos de los cuales eran precisos para rapar al ejército de servidores del palacio, y demostraban lo mucho que se divertían soltando carcajadas y sonriendo apreciativamente. También Glipkerio era testigo de aquellas crueldades, oculto detrás de unos cortinajes, en una galería. El flaco Señor Supremo estaba entusiasmado, y sus largos y aristocráticos nervios tan calmados como los de Samanda…, hasta que observó en los estantes más altos de la penumbrosa cocina el centenar de pares de puntitos brillantes que eran los ojos de los espectadores no invitados. Regresó corriendo a sus bien vigilados aposentos privados, con su toga negra aleteando como una vela arrancada del alto mástil de un barco durante una tormenta. Pensó en lo maravilloso que sería que Hisvin pusiera en práctica su magistral encantamiento, pero el viejo mercader de grano y brujo le había dicho que había un planeta que no se encontraba todavía en la configuración adecuada para que su magia surtiera efecto. Los acontecimientos de Lankhmar habían empezado a tomar el aspecto de una carrera entre alguna estrella y las ratas. Mientras se alejaba, a la vez risueño y jadeante, Glipkerio se dijo que, en el peor de los casos, tenía una manera infalible de huir de Lankhmar e incluso de Nehwon, e ir a otro mundo, donde sin duda no tardaría en ser proclamado monarca universal o, en cualquier caso, de un extenso territorio para empezar (creía ser un Señor Supremo muy razonable) y, en consecuencia, tendría un pequeño consuelo por la pérdida de Lankhmar.