7

Fafhrd se despertó, consumido por la sed y el deseo amoroso, y con la certeza de que ya era muy tarde. Sabía dónde estaba y, en general, lo que había sucedido, pero su recuerdo del día anterior era momentáneamente brumoso. Su situación era la de un hombre ubicado en un terreno rodeado de altas montañas recortadas contra el cielo, pero cuya visión le impide un mar blanco de niebla que se desliza por el suelo.

Estaba en la frondosa Kvarch Nar, la principal de las llamadas Ocho Ciudades, aunque ninguna de ellas podía compararse con Lankhmar, la única ciudad digna de tal nombre en el Mar Interior. Y se hallaba en su habitación, en el desordenado, bajo, sin muros, pero aun así hermoso palacio de madera de Movarl. Cuatro días antes el Ratonero había zarpado hacia Lankhmar a bordo de la Calamar, con una carga de madera que el ahorrativo Slinoor había enviado, a fin de informar a Glipkerio de la entrega de cuatro quintas partes del grano, las pavorosas traiciones de Hisvin e Hisvet y los extraños acontecimientos durante la travesía. Sin embargo, Fafhrd había preferido quedarse algún tiempo más en Kvarch Nar, puesto que para él era un lugar de diversión. Uno de los motivos para permanecer allí; quizá el más importante, era el haber encontrado allí a una muchacha bella y amante de los placeres, llamada Hrenlet.

Esto es lo que a grandes rasgos había sucedido. En cuanto a los detalles menores, digamos que Fafhrd estaba cómodo en la cama, aunque se sentía un tanto agobiado… porque no se había quitado las botas ni ninguna de sus prendas de vestir, ni siquiera se había desprendido de su hacha de mango corto, cuya hoja, afortunadamente cubierta por su gruesa funda de cuero, le oprimía un costado. No obstante, también le embargaba la sensación de haber coronado una hazaña gloriosa. Todavía no estaba seguro de cuáles eran sus motivos, pero era una magnífica sensación.

Se orientó sin abrir los ojos ni mover un solo músculo. A su izquierda, al alcance de la mano, sobre una maciza mesilla de noche, encontraría un gran jarro de peltre lleno de vino ligero. Incluso sin tocarlo podía notar su frescura.

A su derecha, todavía más al alcance de su mano, estaría Hrenlet. Podía notar el calor que irradiaba y sus ronquidos…, muy sonoros, francamente.

Pero ¿se trataba realmente de Hrenlet? ¿O, en cualquier caso, sólo de Hrenlet? La noche anterior, antes de que él fuera a la mesa de juego, la muchacha se mostró muy alegre, amenazando juguetonamente con presentarle a una prima suya, pelirroja e impetuosa, de Ool Hrusp, donde tenían una gran riqueza en ganado. ¿Sería posible que…? Si así fuera, todavía mejor.

Mientras su cabeza seguía hundida en las mullidas almohadas… ¡Ah, por fin se le ocurrió el motivo de su creciente sensación de bienestar! La noche anterior había limpiado a la mayoría de rilks lankhmarianos de oro, gronts de oro de Kvarch Nar, ¡de todas las monedas de oro de las Tierras Orientales, de Quarmall y los demás lugares! Sí, ahora lo recordaba bien: los había vencido a todos, y en el sencillo juego de los seis y los sietes, donde el que tiene la banca gana si iguala el número de monedas que el jugador oculta en su puño cerrado. Aquellos necios de las Ocho Ciudades no se daban cuenta de que intentaban agrandar sus puños cuando tenían seis monedas de oro y los estrechaban cuando tenían siete. Sí, les había dejado sin blanca…, y al final había cometido la locura de hacer juego con una cuarta parte de sus ganancias, contra un delgado silbato de hojalata con extraños grabados y supuestamente dotado de propiedades mágicas…, ¡y también lo había ganado! Entonces los saludó a todos y se marchó feliz, bien lastrado de oro como el galeón que transporta un tesoro, para acostarse con Hrenlet. ¿Había hecho el amor con ella? No estaba seguro.

Se permitió un bostezo que puso de manifiesto lo seca y rasposa que tenía la garganta. ¿Existió alguna vez un hombre más afortunado? A su izquierda tenía vino; a su derecha, una muchacha hermosa, o tal vez dos, puesto que llegaba hasta él, desde debajo de las sábanas, un dulce y fuerte aroma a granja. ¿Y qué podía ser más apetitoso que la hija pelirroja de un granjero o ganadero? Movió perezosamente la cabeza y el cuello. No podía notar el bulto de la bolsa llena de monedas de oro, pues las almohadas eran numerosas y gruesas, pero podía imaginarlo.

Intentó recordar por qué había hecho aquella última apuesta temeraria que por fortuna había ganado. El fanfarrón de barba rizada había afirmado que poseía el delgado silbato de hojalata de una mujer sabia y que servía para convocar a trece animales de cierta especie. Al oír esto, Fafhrd se acordó de la mujer sabia que muchos años antes le dijo que cada especie animal estaba gobernada por un grupo de trece. Así pues, su sentimentalismo se despertó y quiso conseguir el silbato para regalárselo al Ratonero Gris, que se pirraba por los pequeños artefactos mágicos… ¡Sí, tal había sido el motivo!

Con los ojos todavía cerrados, Fafhrd trazó su curso de acción. Extendió de repente el brazo izquierdo y, sin necesidad de tantear, cogió la jarra de vino (¡todavía estaba fresco!), bebió la mitad (¡puro néctar!), y volvió a dejarla sobre la mesilla.

Entonces acarició con la mano derecha a la muchacha (¿Hrenlet o su prima?), desde el hombro hasta la cadera.

Estaba cubierta de un pelo corto y cerdoso, y respondió a la caricia amorosa con un mugido.

Fafhrd abrió los ojos y se irguió en la cama. La luz del sol, que penetraba en la estancia a través de la pequeña ventana sin cristal, le cubrió con una luminosidad amarilla a la vez que arrancaba una miríada de destellos de la madera pulimentada de la habitación, con su infinidad de variados arabescos. A su lado, sobre otro montón de almohadas y posiblemente drogada, había una ternera de color castaño rojizo, grandes orejas y morro rosado. De súbito, Fafhrd pudo notar sus cascos a través de las botas, y apartó bruscamente los pies. Más allá de la ternera no había ninguna muchacha, ni siquiera otra ternera.

Introdujo la mano bajo las almohadas. Sus dedos tocaron el cuero con doble sutura de su bolsa, pero en vez de estar llena de monedas de oro y tensa a reventar, estaba tan aplanada como una torta de Sarheenmar sin levadura, con excepción de un estrecho cilindro, el delgado silbato de hojalata.

Apartó las ropas de cama, que se agitaron en el aire como una vela arrancada durante una tormenta. Se metió bajo el cinto la bolsa vacía de oro, saltó de la cama, cogió su larga espada por la peluda vaina, con la intención de usarla como un garrote, y, haciendo una breve pausa para apurar el vino, salió apresuradamente de la habitación a través de la puerta cubierta por pesadas cortinas dobles.

A pesar de lo furioso que estaba con Hrenlet, tuvo que admitir que la muchacha había sido sincera con él hasta cierto punto: su compañera de cama era una hembra pelirroja que sin duda procedía de una granja y, dentro de los cánones de la belleza vacuna, era un animal hermoso, mientras que su mugido, ahora de alarma, tenía una evidente cualidad amorosa.

La sala común era otra maravilla de madera pulimentada, pues el reino de Movarl era tan joven que sus bosques constituían aún su principal riqueza. A través de las ventanas se veía una vegetación exuberante. De los muros y el techo sobresalían fantásticos demonios y doncellas guerreras aladas, todos ellos de madera tallada. Aquí y allá, apoyados en la pared, había arcos y lanzas bellamente pulimentados. Una ancha puerta daba acceso a un patio estrecho, donde un semental bayo se movía inquieto bajo un techo vegetal irregular. La ciudad de Kvach Nar tenía por cada casa veinte árboles frondosos.

En la sala común había una docena de hombres vestidos de verde y marrón, bebiendo vino, jugando ante tableros y conversando. Todos ellos eran fornidos, de barba oscura, ligeramente más bajos que Fafhrd.

El norteño observó al instante que eran los mismos tipos a los que había despojado de su oro la noche anterior, y esto, airado como estaba y encendido por el vino que acababa de tomar, le hizo cometer una indiscreción casi fatal.

—¿Dónde está esa Hrenlet, ladrona y mal nacida? —rugió, blandiendo la espada envainada por encima de su cabeza—. ¡Me ha robado todas mis ganancias, que guardaba bajo las almohadas!

Los doces hombres se pusieron en pie al instante, las manos en las empuñaduras de sus espadas. El más corpulento dio un paso hacia Fafhrd y le dijo en tono glacial:

—¿Te atreves a sugerir que una doncella noble de Kvarch Nar ha compartido tu lecho, bárbaro?

Fafhrd se dio cuenta del error que había cometido. Su relación con Hrenlet, aunque era evidente para todos, no había sido comentada en ningún momento, porque los hombres de las Ocho Ciudades reverencian a sus mujeres y les permiten hacer lo que deseen, por licencioso que sea. Pero ¡ay del forastero que se atreva a mencionar tal cosa!

Sin embargo, la ira de Fafhrd se impuso a su razón.

—¿Noble dices? —gritó—. ¡Es una embustera y una puta! Sus brazos son dos serpientes blancas que se retuercen bajo las mantas… ¡en busca de oro, no de un ser humano! ¡Y a pesar de eso, también es una pastora de lujuria y ha hecho que su rebaño paste entre mis sábanas!

Una docena de espadas salieron chirriando de sus vainas, al tiempo que los hombres se precipitaban hacia él. Fafhrd recuperó la lógica casi demasiado tarde. Parecía quedarle tan sólo una posibilidad de supervivencia. Saltó hacia la gran puerta, parando con su espada todavía enfundada los golpes precipitados de los esbirros de Movarl, corrió a través del patio, subió de un salto al caballo ensillado y le espoleó con los talones para que emprendiera el galope.

Se arriesgó a mirar atrás mientras los cascos herrados del caballo empezaban a arrancar chispas del estrecho camino enlosado que discurría entre árboles, y pudo ver a Hrenlet, la muchacha de cabello dorado, apoyada en una ventana, con los brazos desnudos y riendo alegremente.

Media docena de flechas pasaron zumbando a su alrededor, y azuzó al caballo para que corriera más. Había recorrido tres leguas por el serpenteante camino de Klelg Nar, que discurre hacia el este a través del espeso bosque, hasta la costa del Mar Interior, cuando decidió que todo lo ocurrido había sido un truco, maquinado la noche anterior por los perdedores aliados con Hrenlet para recuperar su oro, y quizá uno de ellos a su muchacha, y que habían arrojado las flechas con la intención de que fallaran el blanco.

Detuvo su montura y escuchó. No oyó que nadie le persiguiera, lo cual confirmaba sus suposiciones.

Sin embargo, ahora no podía volver atrás. Ni siquiera Movarl podría protegerle tras lo que había dicho de una dama de Lankhmar.

No existía ningún puerto entre Nvarch Nar y Klelg Nar. Tendría que recorrer por lo menos esa distancia a lomo de caballo alrededor del Mar Interior, eludiendo de alguna manera a los mingoles que asediaban Klelg Nar, si quería regresar a Lankhmar y cobrar su recompensa por haber hecho llegar sanas y salvas a puerto todas las naves de transporte de grano excepto la Almeja. Era muy fastidioso.

Sin embargo, a pesar de lo ocurrido, no podía odiar a Hrenlet. El caballo era robusto y de su silla colgaba una bolsa de gran tamaño con comida y una cantimplora llena de vino. Además, el tono rojizo de su pelaje era similar al de la ternera. Una broma pesada, pero buena.

Por otro lado, no podía negar que Hrenlet se había revelado magnífica entre las sábanas…, una clase superior de vaca esbelta y sin pelaje, y además ingeniosa.

Abrió su bolsa delgada como una torta y examinó el silbato de hojalata, el cual, aparte de sus recuerdos, era ahora lo único que le quedaba del botín obtenido en Kvarch Nar. A lo largo de uno de sus lados presentaba una serie de caracteres indescifrables, y en el otro la figura de una delgada bestia felina acostada. Fafhrd meneó la cabeza, dibujando una ancha sonrisa en los labios. ¡Qué necio podía llegar a ser un jugador borracho! Estuvo a punto de tirar el silbato, pero recordó que al Ratonero le gustaría poseerlo y lo guardó de nuevo en la bolsa.

Espoleó al caballo con los talones y siguió avanzando a paso largo hacia Klelg Nar, silbando una marcha mingola, misteriosa pero estimulante.

Nehwon…, una vasta burbuja ascendiendo sin cesar a través de las aguas de la eternidad, como ligero vino espumoso… o, para ciertos moralistas, como un globo de gas hediondo procedente de la marisma más legamosa e infestada de gusanos.

Lankhmar…, un continente firmemente asentado en el sólido interior acuoso de la burbuja llamada Nehwon, con montañas, colinas, ciudades, llanuras, una costa recortada, desiertos, lagos, también marismas y campos de cereales…, sobre todo campos de cereales, fuente de la riqueza continental, extendidos a cada lado de Hlal, el mayor de los ríos.

En el extremo septentrional del continente, en la orilla oriental del Hlal, señora de los campos de cereales y su riqueza, estaba la ciudad de Lankhmar, la más antigua del mundo. Lankhmar, protegida por gruesas murallas contra bárbaros y bestias, con sus suelos cubiertos de gruesas losas contra toda clase de seres rastreros y roedores.

En el sur de la ciudad de Lankhmar estaba la Puerta del Grano, de seis metros de grosor por nueve de anchura, formando una especie de túnel en el que se oía con frecuencia el eco de las carretas tiradas por bueyes que llevaban a Lankhmar el tesoro leonado, seco, comestible. También estaba allí la Gran Puerta, aún más grande e imponente, y la Puerta Terminal, de menor tamaño. Estaban también los Cuarteles del Sur, que alojaban a los soldados uniformados de negro, el barrio de los Ricoshombres, el parque del Placer y la plaza de las Delicias Oscuras. Seguían la calle de las Hetairas y las calles dedicadas a los demás oficios. Más allá, cruzando la ciudad desde la Puerta de la Marisma hasta los muelles, se extendía la calle de los Dioses, con sus muchos santuarios altos y ostentosos, dedicados a los dioses en Lankhmar y su único templo achaparrado y negro, el de los dioses de Lankhmar, más parecido a una tumba antigua que a un templo, excepto por su alto campanario, eternamente silencioso. Seguían entonces los barrios pobres, las casas sin ventanas, hechas con gruesos troncos de árbol, y finalmente, de cara al Mar Interior por el norte y al río Hlal por el oeste, se encontraban los Cuarteles del Norte y, sobre una colina de sólida roca esculpida por el mar, la Ciudadela y el Palacio del Arco Iris del Señor Supremo Glipkerio Kistomerces.

Una sirvienta adolescente, que con la ayuda de una diadema de plata llevaba en equilibrio sobre su cabeza rapada una gran bandeja con dulces y copas de plata, avanzó como una funámbula por la antecámara de losetas verdes que daba acceso a la Cámara Azul de Audiencias del palacio. Llevaba collares de cuero negro alrededor del cuello, las muñecas y la delgada cintura. Unas cadenas de plata, algo más cortas que sus antebrazos, unían los collares de las muñecas con el de la cintura. Esto obedecía a un capricho de Glipkerio: los dedos de las sirvientas no debían tocar la comida, ni siquiera la bandeja, y el equilibrio de aquellas muchachas debía ser perfecto. Aparte de los collares, iba desnuda y, a excepción de las pestañas, muy cortas, estaba totalmente depilada. Ése era otro de los extraños caprichos del monarca, pues no podía tolerar que un solo pelo cayera en su sopa. La muchacha parecía una muñeca antes de que la vistieran, le pusieran una peluca y le pintaran las cejas.

Las losetas de color azul marino que cubrían las paredes de la cámara eran hexagonales y del tamaño de una mano grande. La mayoría eran lisas, pero aquí y allá había algunas con figuras de criaturas marinas: un molusco, un bacalao, un pulpo, un caballito de mar…

La sirvienta estaba casi a medio camino de la arcada estrecha y cubierta con una cortina que daba a la cámara, cuando su mirada se fijó en una loseta del suelo, a un paso largo de la arcada pero un poco a la izquierda. Estaba decorada con un león marino. Se había levantado un poco, la anchura de un dedo pulgar, como una pequeña trampilla, y unos ojos de un brillante negro azabache, separados por la longitud de una falange de dedo, observaban a la muchacha.

Ésta se estremeció de la cabeza a los pies, pero sus labios apretados no emitieron ningún sonido. Las copas tintinearon ligeramente, la bandeja empezó a deslizarse, pero la sirvienta volvió a colocarla en el centro de su cabeza con un rápido movimiento lateral y prosiguió su camino con largos y temerosos pasos, rodeando la horrible loseta lo más lejos que pudo a la derecha, de modo que el borde de la bandeja pasó apenas a un dedo de distancia de la pared.

Por debajo del borde de la bandeja, como si fuera el tejado de un porche, una loseta verde y lisa de la pared se abrió como una puerta, y la negra cara de una rata se asomó, enseñando unos dientes como azadas.

La muchacha se apartó de un salto convulsivo, todavía en absoluto silencio. La bandeja saltó de su cabeza, pero ella intentó recobrar el equilibrio. El suelo de losetas se abrió con un chasquido y de la abertura salió una larga rata negra. La bandeja golpeó el hombro de la muchacha, ésta intentó sujetarla inútilmente con las manos encadenadas, cayó al suelo con un estrépito infernal y todas las copas tintinearon, una vez derramado su contenido.

Cuando cesaron las reverberaciones de la plata, sólo se oyó el ruido rápido y sordo de los pies descalzos de la muchacha que desandaba sus pasos corriendo. Una copa rodó por última vez. Luego volvió a la antecámara verde el silencio y la inmovilidad del desierto.

Doscientos sonidos de corazón más tarde, rompió el silencio otro rumor sordo de pies descalzos, esta vez los de un grupo que regresaba por donde se había ido corriendo la muchacha. Entraron primero, en actitud vigilante, dos cocineros morenos, con la cabeza afeitada y vestidos de blanco, cada uno armado con una cuchilla de carnicero en una mano y un largo tenedor de tostar en la otra. Les seguían dos pinches de cocina desnudos y rapados, que llevaban muchos trapos húmedos y secos y una escoba de plumas negras. Tras ellos entró la sirvienta, con las cadenas de plata recogidas en las manos, de modo que su temblor no las hiciera tintinear. Detrás de ella, una mujer monstruosamente gorda con un vestido de gruesa lana negra que le llegaba a la papada y los rollizos nudillos, y ocultaba unos pies y tobillos que sin duda eran monstruosos. Su pelo negro formaba una gran colmena redonda, atravesada por largos alfileres de cabeza negra, y parecía como si llevara un planeta erizado en la cabeza. Tal parecía ser el caso, pues su rostro hinchado parecía cargado con un mundo de malhumor y odio. Sus ojos negros miraban severos y desconfiados entre pliegues de grasa, mientras que los pelos ralos de un bigote negro, como el espectro de un ciempiés, le cruzaban el labio superior. Llevaba alrededor del inmenso abdomen un ancho cinturón de cuero, del que colgaban llaves, correas, cadenas y látigos. Los pinches de cocina creían que había engordado a propósito, para evitar que todos aquellos objetos entrechocaran y revelar así su presencia cuando les espiaba.

La obesa reina de la cocina y señora del palacio dirigió a su alrededor una mirada penetrante y extendió sus palmas rollizas, mirando furibunda a la muchacha. Ni una sola loseta estaba desplazada.

Haciendo un uso semejante de la mímica, la muchacha asintió con vehemencia, señalando desde su cintura la loseta con la figura de un león marino, y entonces avanzó temblorosa entre la comida y las copas esparcidas por el suelo y la tocó con el pie.

Uno de los cocineros se arrodilló raudo y golpeó suavemente aquella loseta y las vecinas con los nudillos. Cada una de las veces el débil sonido era igualmente sordo. Intentó introducir las púas de su tenedor bajo todos los lados de la loseta del león marino, pero no lo consiguió.

La sirvienta corrió al muro donde la otra loseta se había abierto como una portezuela vidriada y revisó frenéticamente las losetas lisas, apretándolas en vano. El otro cocinero golpeó las losetas que ella iba indicando sin obtener ningún sonido hueco.

La expresión de la señora del palacio pasó de la sospecha a la certeza. Avanzó hacia la muchacha como una nube de tormenta, con los ojos como relámpagos, y de repente extendió sus brazos como jamones y enganchó una correa a una anilla de plata en el collar de la sirvienta. El chasquido que produjo fue el ruido más fuerte que se había hecho hasta entonces.

La sirvienta meneó vigorosamente la cabeza tres veces. Su temblor aumentó y entonces cesó súbitamente por completo. Mientras la señora del palacio la conducía de regreso por donde habían llegado, agachó la cabeza, le cayeron los hombros y, al primer tirón vengativo de la correa, se puso a gatas y avanzó rápidamente como si fuera un perro.

El Ratonero Gris, de pie en la proa de la Calamar, que cabeceaba suavemente, avistó la alta Ciudadela de Lankhmar a través de la niebla dispersa. Más allá, al este, pronto se revelaron los minaretes de cima cuadrada que señalaban el palacio del Señor Supremo, cada uno construido con piedra de una tonalidad distinta, y hacia el sur los grisáceos graneros, como enormes chimeneas. Saludó al primer esquife que vio al lado de la Calamar. Mientras la gatita negra le dirigía una mirada de reproche, y, contra la orden de Slinoor, pero antes de que éste pudiera ordenar que se lo impidieran a la fuerza, descendió por el largo cabo con el que el tripulante en la proa del esquife había amarrado éste a la borda de la nave. Una vez a bordo del bote, dio una aprobadora palmada en el hombro al tripulante y entonces le ordenó, prometiendo pagarle espléndidamente, que le llevara a toda prisa al muelle de palacio. Embarcaron el gancho, el Ratonero se dirigió a la estrecha popa del bote, los tres tripulantes empezaron a remar briosamente y el esquife avanzó velozmente hacia el este por las aguas cenagosas, marrones a causa del barro vertido por el Hlal.

El Ratonero gritó consoladoramente a Slinoor:

—¡No temas nada, pues le daré a Glipkerio un informe maravilloso, te alabaré poniéndote por los cielos…, e incluso pondré a Lukeen a la altura de una nube baja de lluvia!

Entonces miró adelante, con una vaga sonrisa y el ceño fruncido, entregado a sus pensamientos. Lamentaba un poco haber tenido que abandonar a Fafhrd, el cual se había dedicado, de un modo al parecer interminable, a beber y a jugar con los esbirros de Movarl mientras la Calamar zarpaba de Kvarch Nar… Los grandes palurdos morían a causa del vino y de sus pérdidas cada amanecer, pero resucitaban por la tarde, con la sed restaurada y sus bolsas milagrosamente llenas otra vez de dinero.

Aún le complacía más ser ahora el único que transmitiría a Glipkerio el agradecimiento de Movarl por la carga de grano y podría contar la historia maravillosa del dragón, las ratas y sus amos, o colegas, humanos. Cuando Fafhrd regresara de Kvarch Nar, sin blanca y, probablemente, también sin mollera, el Ratonero ocuparía un buen aposento en el palacio de Glipkerio y podría fastidiar de manera sutil a su fornido camarada, ofreciéndole hospitalidad y favores.

Se preguntó ociosamente dónde estarían Hisvin, Hisvet y su pequeño séquito. Quizá en Sarheenmar, o más probablemente en Ilthmar, o avanzando ya en caravana de camellos desde esa ciudad a algún retiro en las Tierras Orientales, bien lejos de Glipkerio y del vengativo Movarl. Sin proponérselo, se llevó la mano izquierda a la sien y masajeó suavemente la pequeña protuberancia del dardo. Desde luego, ya no podía odiar a Hisvet ni a Frix, la valerosa criatura que actuaba como su delegada. Sin duda, las malévolas amenazas de Hisvet habían formado parte de una especie de juego amoroso. Estaba seguro de que la muchacha se había enamorado de él. Por otro lado, la había marcado mucho peor que ella a él. Tal vez la volvería a encontrar en algún rincón lejano del mundo.

Estos pensamientos del Ratonero, tan benevolentes y olvidadizos, se debían en parte al anhelo de conseguir a cualquier muchacha aceptable. Bajo el gobierno de Movarl, Kvarch Nar se había convertido en una ciudad muy puritana, desde el punto de vista del Ratonero, y durante su breve estancia la única muchacha descarriada con la que había trabado conocimiento, una tal Hrenlet, había preferido descarriarse más con Fafhrd. Claro que Hrenlet era una gigantona, aunque más esbelta, y él estaba ahora en Lankhmar, donde conocía varias docenas de lugares en los que podría mitigar su sed de amor.

El color marrón fangoso del agua cedió bruscamente el paso a un verde intenso. El esquife cruzó la desembocadura del Hlal y avanzó velozmente por la insondable Sima de Lankhmar, entre acantilados escarpados, al mismo pie de la gran roca horadada por el oleaje, sobre la que se levantaba la ciudadela y el palacio. Los tripulantes del esquife tuvieron que remar alrededor de una extraña obstrucción: un tobogán de cobre de anchura equivalente a la altura de un hombre, que, reforzado con grandes vigas, descendía desde un porche del palacio casi hasta la superficie del mar. El Ratonero se preguntó si el caprichoso Glipkerio se habría aficionado a los deportes náuticos durante su ausencia. O quizá era aquélla una nueva forma de eliminar a los servidores y esclavos insatisfactorios, deslizándolos al agua convenientemente lastrados. Entonces vio un vehículo (si era tal cosa) en forma de huso, cuya longitud triplicaba la de un hombre, construido con algún metal gris mate, encaramado en lo alto del tobogán. Era un enigma.

Al Ratonero le encantaban los enigmas, aunque sólo fuese para explayarse con ellos, no para resolverlos. Pero no tenía tiempo para entretenerse con aquél. El esquife había atracado en el muelle real, y el aventurero exhibía altivamente a los eunucos y guardianes vociferantes el anillo de correo con el emblema de la estrella de mar que le había dado Glipkerio y su pergamino con el sello, una cruz de espadas, de Movarl.

Este último pareció impresionar más al personal del palacio. Con grandes reverencias, le hicieron subir por una larguísima escalera de madera pintada de vivos colores, y se encontró en la cámara de audiencias de Glipkerio, una magnífica sala que daba al mar, cubierta de losetas azules triangulares, cada una de ellas con un emblema marino en bajorrelieve.

La habitación era enorme, a pesar de las cortinas azules que ahora la dividían en dos mitades. Dos pajes desnudos y rapados se inclinaron ante el Ratonero y apartaron las cortinas para que pasara. Los movimientos silenciosos y ondulantes de aquellos muchachos contra el fondo azul le hicieron pensar en sirenas masculinas. Cruzó la estrecha abertura triangular…, y le saludó un distante pero imperioso «¡Chitón!».

Dado que la orden procedía de los labios fruncidos del mismo Glipkerio, y dado que ahora uno de los dedos larguiruchos del monarca se alzó y cruzó aquellos labios, el Ratonero se paró en seco. Las cortinas azules se cerraron a sus espaldas con un leve siseo.

La escena que se presentó ante su vista era de lo más extraño y sorprendente. Su corazón se perdió un latido, y se sulfuró consigo mismo porque su imaginación no había considerado en absoluto la extraña posibilidad que ahora presenciaba.

Tres anchas arcadas daban acceso al porche en el que descansaba el puntiagudo vehículo gris que había visto en equilibrio en lo alto del tobogán. Ahora pudo ver que hacia la proa había una portezuela con goznes.

En un extremo de la sala había una jaula grande, de fondo grueso, con los barrotes muy juntos, que contenía por lo menos una veintena de ratas negras que chillaban, se movían sin cesar y a veces golpeaban los barrotes de un modo amenazante.

En otro extremo de la sala azul marino, cerca de la escalera circular que conducía al minarete más alto del palacio, Glipkerio se había levantado de su sillón dorado de audiencias, que tenía la forma de una concha marina. Parecía excitado. El fantástico Señor Supremo era una cabeza más alto que Fafhrd, pero tan delgado como un mingol desnutrido. Su toga negra le daba el aspecto de un ciprés fúnebre. Tal vez para compensar este efecto deprimente, llevaba una guirnalda de pequeñas violetas alrededor de la cabeza rubia, cuyo cabello se agrupaba en bucles dorados.

Junto a él estaba una muchacha que apenas le llegaba a la cintura, colgada de su brazo como un trasgo ingrávido y vestida con una amplia túnica de seda color amarillo pálido. Era Hisvet. El corte que le hiciera el Ratonero con su daga aún era visible, una línea rosada que se extendía desde la fosa nasal izquierda hasta la mandíbula. Aquella cicatriz le habría dado una expresión sardónica si no fuese porque, al ver al Ratonero, le sonrió dulcemente.

A medio camino entre el sillón de audiencias y las ratas enjauladas se encontraba Hisvin, el padre de Hisvet, enfundado en una toga negra y todavía con el ajustado gorro de cuero negro provisto de orejeras. Miraba fijamente a las ratas enjauladas y extendía hacia ellas sus dedos huesudos, moviéndolos hipnóticamente.

—Oscuros roedores de lo más profundo… —empezó a decir con voz quebrada por la edad pero con una estridencia autoritaria.

En aquel instante, una joven sirvienta apareció por una estrecha arcada cerca del sillón de audiencias, llevando sobre la cabeza rapada una gran bandeja de plata, cargada de copas y platos llenos de tentadoras golosinas. Tenía las muñecas encadenadas a la cintura, mientras que una fina cadena de plata entre las estrechas ajorcas negras en los tobillos le impedían dar pasos más largos que el doble de sus pies de dedos rosados.

Sin decir «¡Chitón!», esta vez, Glipkerio alzó una palma estrecha hacia la muchacha, y de nuevo se llevó un largo y delgado dedo a los labios. Los movimientos de la esbelta muchacha cesaron imperceptiblemente y permaneció inmóvil como un abedul un día sin viento.

El Ratonero estaba a punto de decir: «¡Poderoso Señor Supremo, eso es un encantamiento maligno! ¡Estáis asociado con vuestros peores enemigos!», pero en aquel instante Hisvet le sonrió de nuevo, y él sintió que un delicioso cosquilleo descendía por su mejilla y sus encías, desde el dardo de plata incrustado en su sien izquierda hasta la lengua, impidiéndole hablar.

Hisvin recitó en su imperioso lankhmarés, con una breve traza del ceceo de Ilthmar y que le recordó al Ratonero la manera de hablar de la rata llamada Grig:

Oscuros roedores de lo más profundo,

¡Debéis ir ahora a la tumba ratonil!

¡Enturbiad los ojos y arrastrad la cola!

¡Que se os caiga el pelaje y deje de latiros el corazón!

Todas las ratas negras se amontonaron en el ángulo de su jaula más alejado de Hisvin, chillando como si estuvieran presas de terror. La mayoría de ellas estaban levantadas sobre las patas traseras, mientras con las delanteras arañaban los barrotes, como una muchedumbre humana sobrecogida de pánico.

El anciano movió entonces sus dedos, trazando unas líneas complicadas y misteriosas, y continuó implacablemente:

¡Que se os empañe la vista y cese vuestro aliento!

¡Por el hechizo corruptor de la muerte!

¡Vuestros sesos son de queso, la vida huye de vosotros!

¡Girad una vez y caed muertas!

¡Y las ratas negras hicieron precisamente lo que les ordenaba el mago! Giraron como actores aficionados, para facilitar y dramatizar a la vez sus caídas, pero cayeron del modo más convincente con un ruido sordo sobre el suelo de la jaula o sobre los cuerpos de las que habían caído antes, y yacieron rígidas y quietas, los ojos cerrados, las colas distendidas, los pies de afiladas garras tiesos y al aire.

Glipkerio aplaudió lentamente con sus estrechas manos, que eran casi tan largas como unos pies humanos. Entonces el flaco monarca corrió apresuradamente a la jaula, con unas zancadas tan largas, que los dos tercios inferiores de su toga parecían la silueta de una tienda de campaña. Hisvet brincó alegre a su lado, mientras Hisvin se aproximaba rápidamente.

—¿Has visto esa maravilla, Ratonero Gris? —preguntó Glipkerio con voz aflautada, haciendo un gesto a su correo para que se acercara más—. Hay una plaga de ratas en Lankhmar. Tú, de quien, por tu nombre, podría esperarse que nos protegieras, has llegado un poco tarde. Pero ¡benditos sean los dioses de huesos negros!, mi formidable servidor Hisvin y su incomparable hija Hisvet, aprendiza de maga, tras vencer a las ratas que amenazaban la flota de grano, regresaron apresuradamente a tiempo de tomar medidas contra la plaga de roedores que nos invade…, medidas mágicas que sin duda tendrán éxito, como se acaba de demostrar plenamente.

Al llegar a este punto el fantástico Señor Supremo extendió un brazo desnudo, largo y delgado de entre los pliegues de su túnica y cogió al Ratonero del mentón, con notable repugnancia para éste, aunque no opuso la menor resistencia.

—Hisvin e Hisvet me han dicho —observó Glipkerio con una risita— que incluso sospecharon durante cierto tiempo que estabas confabulado con las ratas. ¿Quién no tendría tales sospechas, dado tu atuendo gris y tu pequeña y agazapada figura? Por ese motivo te mantuvieron atado. Pero bien está lo que bien acaba, y te perdono.

El Ratonero inició una polémica refutación y acusación…, pero sólo en su mente, pues se oyó a sí mismo decir:

—Os traigo, señor, una misiva urgente del rey de las Ocho Ciudades. Por cierto, nos encontramos con un dragón…

—¡Ah, ese dragón de dos cabezas! —le interrumpió Glipkerio con otra risa aflautada y agitando un dedo con gesto malicioso. Se guardó el manuscrito bajo el pectoral de su toga sin echarle un vistazo siquiera—. Movarl me ha informado por un albatros mensajero de la extraña ilusión en masa que sufrió mi flota. Hisvin e Hisvet, duchos ambos en las ensoñaciones que es capaz de fabricar la mente humana, lo confirman. Los marineros son las gentes más supersticiosas, Ratonero Gris, y es evidente que sus fantasías son mucho más contagiosas de lo que creía…, ¡pues incluso a ti te han infectado! Lo habría esperado de tu compañero bárbaro…, ¿favner?, ¿fafrah?…, o incluso de Slinoor y Lukeen, pues ¿qué son los capitanes sino marineros que han ascendido? Pero tú, que tienes por lo menos una pátina de civilización… No obstante, te perdono eso también. ¡Ah, qué magnífico ha sido que el sabio Hisvin, aquí presente, pensara en vigilar a la flota desde su balandra!

El Ratonero se dio cuenta de que estaba asintiendo… y de que Hisvet y el arrugado Hisvin sonreían taimadamente. Miró el montón de ratas rígidas que acababan de sufrir aquella muerte teatral. ¡Que Issek se las llevara, pero sus ojos, a través de la estrecha abertura de los párpados semicerrados incluso parecían vidriosos!

—El pelaje no se les ha caído —se atrevió a objetar.

—Eres demasiado literal —respondió Glipkerio riendo—. No comprendes la licencia poética.

—O los mecanismos de la sugestión tanto humana como animal —añadió Hisvin con solemnidad.

El Ratonero pisó con fuerza, y, según creyó, furtivamente, una larga cola que había caído desde el fondo de la jaula al suelo enlosado. No hubo ninguna respuesta por parte del roedor.

Pero Hisvin observó su acción y chasqueó ligeramente los dedos. Al Ratonero le pareció que se producía un leve movimiento en el montón de ratas. De repente, un hedor nauseabundo surgió de la jaula. Glipkerio tragó saliva, Hisvin se apretó delicadamente la nariz con los dedos pulgar y anular.

—¿Tienes algo que objetar sobre la eficacia de mi hechizo? —preguntó Hisvin al Ratonero en el tono más cortés.

—¿No crees que las ratas se están pudriendo con demasiada rapidez? —preguntó el Ratonero.

Se le había ocurrido que podría haber una puerta corrediza herméticamente cerrada en el fondo de la jaula y una docena de ratas que llevaban bastante tiempo muertas, o un filete de carne bien podrida en el grueso fondo, bajo el suelo.

—Hisvin las mata doblemente —afirmó Glipkerio con voz algo débil, oprimiéndose el estrecho estómago con su larga mano—. ¡Todos los procesos de corrupción se aceleran!

Hisvin se apresuró a agitar la mano y señaló hacia una ventana abierta, más allá de las arcadas que daban al porche. Un fornido y cetrino mingol con un taparrabos negro saltó desde el rincón en el que esperaba en cuclillas, cogió la jaula y corrió con ella para arrojarla al mar. El Ratonero le siguió. Apartó al mingol de un codazo en las rodillas, se asomó cuanto pudo, sujetándose con la otra mano en el lado de la ventana embaldosada y vio que la jaula se precipitaba contra las aguas azules, con las que chocó levantando espuma blanca.

En el mismo instante notó que Hisvet, que le había seguido rápidamente, apretaba contra él su costado sedoso.

El Ratonero creyó ver unas pequeñas formas oscuras que abandonaban la jaula y nadaban briosamente bajo el agua hacia la roca, mientras su prisión de hierro se hundía hasta perderse de vista.

Hisvet le susurró al oído:

—Esta noche, cuando el lucero de la tarde se vaya a dormir, en la plaza de las Delicias Oscuras. En el bosquecillo del salón arbóreo.

Volviéndose rápidamente, la delicada hija de Hisvin ordenó a la sirvienta con el collar negro y la cadena de plata:

—¡Vino ligero de Ilthmar para su majestad! Luego sírvenos a los demás.

Glipkerio apuró una copa de vino de centelleante fermento incoloro y pareció como si su coloración verdosa se aclarase un poco. El Ratonero seleccionó una copa de un brebaje más oscuro y potente, así como una tierna loncha de carne de borde negro, mientras la sirvienta se arrodillaba con elegancia, la parte superior del cuerpo perfectamente erguida.

Al levantarse con una ondulación que no parecía costarle ningún esfuerzo y avanzar a pasitos hacia Hisvet, pasos cortos obligados por las cadenas de plata en sus tobillos, el Ratonero observó que si bien su frente carecía de cualquier adorno, su espalda desnuda estaba cruzada por unas líneas rosadas que formaban una especie de estructura de diamante e iban desde la nuca a los talones.

Entonces se dio cuenta de que no eran estrechas líneas pintadas, sino marcas de latigazos. ¡Así pues, la fornida Samanda conservaba sus disciplinas artísticas! La conspiración atormentadora entre el flaco y afeminado Glipkerio y la oronda señora del palacio era a la vez psicológicamente instructiva y repulsiva. El Ratonero se preguntó qué falta habría cometido la sirvienta. También imaginó a Samanda chisporroteando a través de su negro atuendo de lana chamuscada en un enorme horno al rojo blanco, o deslizándose con una carga de plomo atada a sus gruesos tobillos por el tobogán de cobre desde el porche hasta el agua.

Glipkerio le estaba diciendo a Hisvin:

—Así pues, ¿sólo es necesario atraer con un señuelo a todas las ratas para que salgan a la calle y dirigirles tu encantamiento?

—Ciertamente, oh, sapiente majestad —le aseguró Hisvin—, aunque debemos esperar un poco hasta que las estrellas hayan navegado hasta sus posiciones más potentes en el océano del cielo. Sólo entonces mi magia matará a las ratas a distancia. Pronunciaré mi encantamiento desde el minarete azul y acabaré con todas ellas.

—Confío en que esas estrellas zarpen a toda vela y avancen con la máxima celeridad —dijo Glipkerio; la preocupación había nublado momentáneamente el placer infantil que expresaba su rostro largo y de facciones vulgares—. Mi gente está inquieta y quieren que haga algo para dispersar a las ratas o hacer que vuelvan a sus madrigueras. Conseguir que salgan es todo lo contrario y contradice sus deseos, ¿no crees?

—No turbes a tu potente cerebro con esa preocupación —le propuso Hisvin—. A las ratas no se las asusta fácilmente. Toma contra ellas las medidas que creas necesarias según la situación, y entretanto di a tu Consejo que dispones de un arma todopoderosa en reserva.

—¿Por qué no hacer que un millar de pajes memoricen el mortífero encantamiento de Hisvin y lo griten desde las bocas de sus madrigueras? —sugirió el Ratonero—. Como las ratas viven bajo tierra, no sabrán que las estrellas no están en el lugar adecuado.

—Pero es necesario que las bestezuelas vean los movimientos de la mano de Hisvin. No entiendes tales refinamientos, Ratonero. Ya has entregado la misiva de Movarl. Ahora déjanos.

»Pero ten en cuenta esto —añadió, haciendo ondear su toga, los ojos de iris amarillos como monedas de oro en su estrecha cabeza—. Te he perdonado una vez tus retrasos, hombrecillo gris, tus fantasías de dragones y tus dudas sobre los poderes mágicos de Hisvin, pero no te perdonaré una segunda vez. No vuelvas a mencionar jamás tales asuntos.

El Ratonero saludó con una reverencia y se dispuso a salir. Al pasar por el lado de la escultural sirvienta con la espalda llena de cicatrices, le susurró:

—¿Cómo te llamas?

—Reetha —respondió ella en voz baja.

Hisvet se acercó para servirse caviar con un tenedor de plata. Reetha se arrodilló automáticamente.

—Delicias oscuras —murmuró la hija de Hisvin, y deslizó los diminutos y negros huevos de pescado entre el labio superior y la lengua rosa y azul.

Cuando el Ratonero se hubo marchado, Glipkerio se inclinó ante Hisvin y le dijo al oído:

—Voy a hacerte una confidencia. A veces las ratas incluso me ponen…, en fin, nervioso.

—Son unas bestias temibles —convino sombríamente Hisvin—, e intimidarían incluso a los dioses.

Fafhrd cabalgó hacia el sur, por el camino empedrado que enlazaba Klelg Nar con Sarheenmar y discurría entre escarpadas montañas rocosas y el Mar Interior. El negro oleaje rompía fragorósamente a pocas varas por debajo del camino, húmedo y resbaladizo a causa de la constante rociada. El cielo estaba encapotado, con unas nubes oscuras y bajas que no parecían tanto vapor de agua como el humo de volcanes o ciudades incendiadas.

El norteño estaba más delgado (sus últimas fatigas le habían hecho perder peso), su semblante era torvo y tenía los ojos inyectados en sangre. El rostro y el cabello estaban cubiertos de polvo. Cabalgaba una yegua gris, alta, potente y magra, con los ojos, de mirada amenazante, también inyectados en sangre; un animal que parecía tan maldito como el paisaje que les rodeaba.

Fafhrd había hecho un trueque con los mingoles, dándoles su bayo a cambio de aquella montura, y a pesar del mal genio de la yegua salió ganando con el cambio, pues el bayo estaba herido de una lanzada recibida en el momento del trueque. Cuando se aproximaba a Klelg Nar por la senda del bosque, observó que tres enjutos mingoles se disponían a violar a unas esbeltas gemelas. Consiguió frustrar tan cruel y antiestética acción no dando tiempo a los mingoles para que usaran sus arcos, sino sólo la lanza, mientras que sus cortas y estrechas cimitarras no habían podido competir con Vara Gris. Cuando el último de los tres asaltantes mordió el polvo, escupiendo maldiciones y sangre, Fafhrd se volvió hacia las muchachas vestidas de igual manera y descubrió que sólo había rescatado a una… Un mingol había cometido la vileza de degollar a la otra antes de dirigir su cimitarra contra Fafhrd. Entonces éste se apoderó de uno de los caballos mingoles, que estaban atados a unos troncos, a pesar de sus malignas mordeduras y coces.

La muchacha superviviente reveló, entre sus gritos, que su familia aún podría estar viva entre los defensores de Klelg Nar, por lo que Fafhrd la montó en el fuste de la silla, aunque ella se debatía y trataba de morderle. Cuando se tranquilizó un poco, la proximidad de sus miembros esbeltos, sus grandes ojos de lémur y su repetida afirmación, reforzada con horrendas maldiciones y una extraña jerga infantil, de que todos los hombres sin excepción son bestias peludas, cosa que decía en tono de mofa, mirando el espeso vello del pecho de Fafhrd, todo ello excitó a Fafhrd, pero aunque sintió la tentación de ceder al impulso erótico, se dominó en consideración a la edad de la muchacha (no parecía tener más de doce años, aunque era alta) y la tragedia que acababa de sufrir. Sin embargo, cuando la entregó a su no muy agradecida y extrañamente suspicaz familia, ella replicó a su cortés promesa de que volvería al cabo de uno o dos años arrugando su nariz chata, una mirada y un movimiento de hombros que rezumaban sarcasmo, dejando a Fafhrd un poco dubitativo sobre lo acertado de haberle ahorrado sus arrullos amorosos y también de haberla salvado en primer lugar. Sin embargo, había conseguido una montura de refresco y un buen arco mingol con su aljaba de dardos.

En Klelg Nar se luchaba encarnizadamente de casa en casa y de árbol en árbol, mientras las fogatas de los mingoles brillaban todas las noches formando un semicírculo hacia el este. Fafhrd se consternó al enterarse de que desde hacía semanas no entraba ningún barco en el puerto de Klelg Nar, la mitad de cuyo perímetro estaba en poder de los mingoles. Éstos no habían incendiado la ciudad porque la madera era una riqueza para los magros habitantes de las estepas sin árboles, y cuyos esclavos desmantelaban y arrancaban de sus cimientos las casas en cuanto las conquistaba, para trasladar sus preciosas maderas y hermosas tallas hacia el este, en carretas o, más a menudo, arrastrándolas con narrias.

Así pues, a pesar del rumor de que un ala de la horda mingola se había desplazado al sur, Fafhrd partió en esa dirección, a lomo de su irritable montura, algo domada con el látigo y pedazos de panal. Ahora, a juzgar por el humo que se deslizaba por encima del camino, parecía que los mingoles no habían librado a Sarheenmar de las antorchas, como lo habían hecho con Klelg Nar. También empezó a parecer evidente que los mingoles habían tomado Sarheenmar, por los refugiados de mirada extraviada, desesperados, harapientos y cubiertos de polvo que empezaron a llenar el camino en su huida hacia el norte, obligando a Fafhrd a desviarse una y otra vez por las laderas de las colinas, para evitar que les atropellaran los cascos de su yegua salvaje. Interrogó a algunos de los refugiados, pero el terror les hacía responder de un modo incoherente, y balbuceaban con tanto desatino como si él tratara de hacerles salir de una pesadilla. El estado de aquellas pobres gentes no sorprendió demasiado a Fafhrd, pues conocía bien la inclinación de los mingoles por la tortura.

Entonces una tropa desordenada de caballería mingola llegó galopando en la misma dirección que seguían los que huían de Sarheenmar. Sus caballos estaban empapados de sudor, y sus rostros enjutos contorsionados por el terror. No parecieron ver a Fafhrd, ni mucho menos se les ocurrió atacarle, y si atropellaban a los refugiados que encontraban en su camino, más parecía que lo hacían a causa del pánico que a propósito.

Fafhrd siguió cabalgando, con el semblante sombrío y el ceño fruncido, todavía contra aquel farfullante torrente humano, preguntándose qué horror sobrecogía por igual a los mingoles y los habitantes de Sarheenmar.

Las ratas negras seguían mostrándose en Lankhmar por el día: no robaban ni mordían, gritaban o se escabullían; simplemente se mostraban. Se asomaban a los desagües y los agujeros recién abiertos por su actividad roedora, se sentaban en los alféizares de las ventanas, se agazapaban en los interiores de las casas con tanta calma y confianza como si fuesen gatos, y con la misma frecuencia, proporcionadamente, en los tocadores de las damas de alcurnia y en los chamizos de los pobres.

Cada vez que la gente las veía, allegaban un grito, corrían y arrojaban contra los roedores recipientes negros, brazaletes cuajados de gemas, cuchillos, piedras, fichas de ajedrez o cualquier otra cosa que tuvieran a mano. Pero a menudo transcurría algún tiempo antes de que reparasen en las ratas, tan serenas y a sus anchas parecían.

Algunas trotaban tranquilamente entre los tobillos y las amplias togas negras de las multitudes en las calles enlosadas o adoquinadas, como perros enanos domésticos, y causaban violentos torbellinos humanos cuando las reconocían. Cinco de ellas permanecieron, como frascos negros con ojos brillantes, en un estante alto de la tienda del comerciante más rico de Lankhmar, hasta que las descubrieron y bombardearon histéricamente con raíces aromáticas, pesadas nueces de Hrusp e incluso tarros de caviar, ante lo cual las ratas desaparecieron tranquilamente por un orificio de borde astillado detrás del estante, que no estaba allí el día anterior. Entre las esculturas de mármol negro alineadas en las paredes del Templo de las Bestias, otra docena de ratas posaron sobre dos patas como si fueran tallas hasta que llegó el punto culminante del ritual, y entonces emitieron unos gritos que parecían notas de pífanos y empezaron a desfilar lentamente entre las hornacinas. Tres de ellas se acurrucaron en el bordillo, al lado del mendigo ciego Naph, y las confundieron con su zurrón renegrido, hasta que un ladrón intentó robarlo. Otra reposó en el cojín enjoyado del negro tití de Elakeria, sobrina del Señor Supremo y gran devoradora de amantes, hasta que la mujer extendió distraídamente la mano para acariciar a la bestezuela, y sus dedos de uñas doradas no encontraron un pelaje aterciopelado, sino unas cerdas cortas y erizadas.

A veces, durante inundaciones y epidemias de la temible enfermedad negra, las ratas habían invadido las calles y casas de Lankhmar, pero siempre se las había visto correr, escabullirse y titubear en las esquinas, nunca moverse de un modo tan desafiante e impúdico.

Su comportamiento hacía que los ancianos, los cronistas y los eruditos barbudos y bizqueantes recordaran temerosos las fábulas del remoto pasado, según las cuales donde ahora se levantaba la imperial ciudad de Lankhmar hubo muchos siglos atrás una ciudad de ratas tan grandes como seres humanos, que las ratas tuvieron en otro tiempo un lenguaje y un gobierno propios y que su imperio se extendía hasta los límites del mundo desconocido, coexistente con muchas ciudades humanas pero más unido, y que debajo de las bien cimentadas piedras de Lankhmar, muy por debajo de sus madrigueras habituales y de cualquier habitación humana, existía una metrópoli de roedores, de techo bajo, con calles, hogares, luces propias y graneros repletos de grano robado.

Ahora parecía como si las ratas no sólo poseyeran esa legendaria Lankhmar roedora submetropolitana, sino también la Lankhmar por encima del suelo, a juzgar por la arrogancia con que se exhibían y deambulaban.

Los marineros de la Calamar, dispuestos a deslumbrar a los parroquianos de las tabernas con sus relatos del terrible ataque de las ratas sufrido por su nave, descubrieron que los habitantes de Lankhmar sólo se interesaban en su propia plaga de ratas, y estaban decepcionados y temerosos. Algunos buscaron refugio en la Calamar, cuyas defensas habían sido reparadas, y Slinoor y la gatita negra paseaban preocupados bajo la toldilla.