5

Dos horas después, la damisela Hisvet le dijo al Ratonero:

—Un rilk de oro por tus pensamientos.

Volvía a estar en el camastro de su camarote, medio recostada. La larga mesa, ahora cubierta de viandas tentadoras y altas copas de plata, había sido colocada contra el camastro. Fafhrd se sentaba ante Hisvet, con las jaulas de plata vacías a su espalda, mientras el Ratonero lo hacía en el extremo de popa de la mesa. Frix les servía desde la puerta, donde recogía las bandejas que traían los pinches de cocina, sin mirar siquiera su contenido. Tenía a su lado un pequeño brasero para calentar los alimentos que lo necesitaran, y probaba cada plato dejándolo aparte un rato antes de servirlo. Unas gruesas velas de color rosa oscuro en candelabros de plata emitían una luz pálida.

Las ratas blancas se agazapaban de un modo bastante desordenado alrededor de una mesita propia, colocada en el suelo cerca de la pared entre el camastro y la puerta, detrás de una de las escotillas que daban acceso a la bodega con su olorosa carga de grano. Llevaban pequeñas chaquetas abiertas por delante y unos diminutos cinturones negros. Con los pedacitos de alimento que Frix ponía ante ellas en sus tres o cuatro platos minúsculos más parecían jugar que comer, y no levantaban sus pequeños cuencos para beber el agua teñida de vino, sino que los lamían con muy poco entusiasmo. Una o dos de ellas se escabullían continuamente a la cama para estar con Hisvet, lo cual dificultaba su recuento, incluso a Fafhrd, que por su posición podía verlas mejor. Unas veces contaba once y otras diez. De vez en vez una de ellas se levantaba sobre el cubrecama rosa junto a las rodillas de Hisvet y le chillaba con unas cadencias tan similares a las del habla humana, que Fafhrd y el Ratonero no podían evitar reírse.

—¡Dos rilks por tus pensamientos, ensimismado cabellera! —repitió Hisvet, aumentando su oferta—. Y con la mayor inmodestia apostaré un tercer rilk a que se centran en mí.

El Ratonero sonrió y alzó las cejas. Se sentía aturdido y un poco inquieto, sobre todo porque contrariamente a sus intenciones, había bebido mucho más que Fafhrd. Frix acababa de servirles el plato principal, un magistral curry amarillo muy sazonado con especias e inicialmente adornado con la palabra «victorioso» trazada con alcaparras negras. Fafhrd lo comía con gusto, aunque no vorazmente, y el Ratonero lo hacía con más lentitud, mientras que Hisvet apenas había probado bocado.

—Aceptaré tus dos rilks, princesa blanca —replicó gentilmente el Ratonero—, pues necesitaré uno para pagar la apuesta que acabas de ganar y el otro para pagarte por decirme lo que pensaba de ti.

—Mi segundo rilk no te durará mucho —dijo Hisvet jovial—, porque mientras pensabas en mí no me mirabas el rostro sino, con el mayor descaro, algo más abajo. Pensabas en esas repugnantes sospechas expresadas por Lukeen acerca de mis intimidades físicas. ¡Vamos, confiésalo!

El Ratonero sólo pudo inclinar la cabeza y encogerse de hombros, pues en verdad la muchacha había adivinado sus pensamientos, Hisvet se echó a reír y, fingiéndose airada, le dijo:

—¡Muy poco delicado por tu parte, mi querido caballero! Sin embargo, por lo menos puedes ver que Frix, aunque sin duda es un mamífero, no tiene nada en común con las ratas.

Esta afirmación era del todo cierta, pues la doncella de Hisvet exhibía una piel suave y morena, excepto en los senos y las caderas, ocultos bajo unos pañuelos de seda negra. Una redecilla de plata recogía su negro cabello, y en cada muñeca llevaba numerosas pulseras de plata. Aunque ataviada como una esclava, Frix no parecía tal aquella noche, sino más bien una dama de compañía que jugaba expertamente a ser una sierva, atendiéndoles a todos con una obediencia perfecta pero en modo alguno servil.

Hisvet, en cambio, llevaba otro de sus largos vestidos, de seda negra ribeteado de encaje también negro y una capucha medio echada hacia atrás. Su cabello plateado estaba peinado de modo que alcanzaba una altura considerable y caía en grandes y suaves guedejas. Fafhrd la miró desde el otro lado de la mesa y comentó:

—Estoy seguro de que la señorita nos parecería bellísima en cualquier forma que eligiera para presentarse al mundo…, totalmente humana o de otro modo.

—Galantes palabras, diestro guerrero —dijo Hisvet, un tanto asombrada—. Debo recompensarte por ellas. Ven aquí, Frix.

Cuando la esbelta doncella se inclinó hacia ella, Hisvet entrelazó su morena cadera y le besó lentamente en los labios. Luego se irguió y dio un golpecito en el hombro a Frix, la cual rodeó sonriente la mesa y, medio arrodillándose junto a Fafhrd, le besó tal como ella había sido besada. Él recibió la caricia con elegancia, sin una excitación indecorosa, pero en el momento en que Frix se disponía a retirarse, prolongó el beso, tras lo cual explicó con voz algo ronca:

—Es un pequeño recargo para devolver el envío.

Ella le sonrió con picardía y se dirigió a la mesa de servicio, al lado de la puerta, diciéndole:

—Primero he de desmenuzar la carne de las ratas, travieso bárbaro.

—No te hagas muchas ilusiones, audaz espadachín —le dijo Hisvet—. Eso no ha sido más que una pequeña recompensa por unas frases galantes, una recompensa con la boca por palabras pronunciadas con la boca. Recompensarte por haber zurrado a Lukeen y defendido mi honor sería un asunto mucho más serio, que no es posible abordar a la ligera. Pensaré en ello.

En aquel momento, el Ratonero, quien debería decir algo pero cuyo aturdido cerebro estaba temporalmente vacío de apropiado ingenio atrevido pero cortés, se dirigió a Frix:

—¿Por qué troceas el carnero de las ratas, moza morena? Sería divertido ver cómo lo hacen ellas mismas.

Frix no hizo más que mirarle arrugando la nariz, pero Hisvet le explicó seriamente:

—Sólo Skwee tiene habilidad para cortar la carne. Las otras podrían lastimarse, sobre todo cuando la carne se desliza en el curry resbaladizo. Frix, reserva un solo pedazo para que Skwee demuestre su habilidad, y desmenuza bien el resto. Skwee! —llamó, alzando el tono de voz—. Skwee, Skwee, Skwee!

Una gran rata saltó sobre la cama y permaneció obediente junto a la muchacha, con las patas delanteras cruzadas sobre el pecho. Hisvet le dio instrucciones y luego sacó de una caja de plata que estaba detrás de ella unos diminutos cubiertos también de plata, tenedor, cuchillo y acero de afilar, en una triple vaina que le ató al cinto. Entonces Skwee le hizo una reverencia y saltó ágilmente a la mesa de las ratas.

El Ratonero contemplaba la escena con admiración amortiguada por el vino, con la sensación de que estaba cayendo presa de un hechizo. A veces unas sombras densas cruzaban el camarote; en ocasiones, Skwee se volvía tan alta como Hisvet o quizá era ésta la que se empequeñecía hasta adquirir el tamaño de Skivee, y entonces el Ratonero también se volvía tan pequeño como Skwee, corría bajo la cama y caía por un tobogán que le llevaba velozmente, no a una oscura bodega llena de delicioso grano en sacos o suelto, sino a una placentera metrópoli subterránea ratonil, con una iluminación de fósforo, donde ratas con túnicas y faldas largas, con capuchas que ocultaban sus largas caras, iban de un lado a otro misteriosamente, donde las minúsculas espadas de las ratas entrechocaban detrás de las columnas, tintineaba el dinero ratonil y lascivas ratas hembras danzaban con su pelaje al descubierto a cambio de unas monedas, donde acechaban espías enmascarados e informadores ratoniles, donde todo el mundo —cada roedor— era temeroso del sobrenatural Consejo de los Trece y donde un Ratonero ratonil buscaba por todas partes a una esbelta rata principesca llamada Hisvet-sur-Hisvin.

El Ratonero despertó de esta ensoñación con un sobresalto. Sin duda, se dijo entrecortadamente, tomó más copas de las que había contado. Vio que Skwee había regresado a la mesa de las ratas y estaba de pie ante el pedazo de carne cubierta de salsa amarilla que Frix había puesto en el platito de plata. Mientras las otras ratas la miraban. Skwee desenvainó el cuchillo y el acero de afilar con una fioritura. El Ratonero terminó de despertarse con otra sacudida y se sintió inspirado para decir:

—¡Ojalá fuese yo una rata, princesa blanca, de modo que pudiera acercarme tanto a ti y servirte!

—¡Un bello tributo, ciertamente! —exclamó la damisela Hisvet, y rió con placer, mostrando (le pareció al Ratonero) una delgada lengua rosa con manchas azules y el interior de la boca con idéntica coloración. Entonces añadió con bastante seriedad—: Ten cuidado con lo que deseas, pues ciertos deseos han sido concedidos —pero en seguida continuó jovialmente—: Sin embargo, lo que has dicho ha sido muy galante, caballero. Debo recompensarte. Frix, ven y siéntate a mi derecha.

El Ratonero no podía ver lo que ocurría entre ellas, pues el cuerpo de Hisvet, enfundado en el amplio vestido, le ocultaba a Frix; pero los alegres ojos de la doncella le miraban por encima del hombro de Hisvet, centelleando como la seda negra. Hisvet parecía susurrar algo en el oído de Frix mientras la restregaba con la nariz juguetonamente.

Entretanto empezaron a oírse débiles chirridos, mientras Skwee afilaba el cuchillo con el acero. El Ratonero apenas podía ver la cabeza, los cuartos delanteros y el leve destello del metal, debido al obstáculo de la mesa mayor. Sentía deseos de levantarse y acercarse para observar el prodigio —y para vislumbrar tal vez las interesantes actividades de Hisvet y Frix—, pero le acometió un profundo letargo, que tanto podía deberse al vino como a la expectación sensual o a la pura magia.

Tenía una sola preocupación: que a Fafhrd se le ocurriese un cumplido más ingenioso que el suyo, tanto que incluso pudiera desviar el encargo que Frix debía cumplir en él. Pero entonces observó que la barbilla de Fafhrd le tocaba el pecho y llegó a sus oídos, junto con el leve chirrido del minúsculo cubierto de plata, el ruido rítmico de unos ronquidos.

La primera reacción del Ratonero fue de puro y malévolo alivio. Recordó con satisfacción maliciosa los tiempos pasados en los que retozaba con muchachas generosas y alegres mientras su camarada roncaba, tras haber bebido más de la cuenta. Fafhrd debía de haber tomado muchos tragos a hurtadillas.

Frix se echó a reír convulsivamente. Hisvet siguió susurrándole al oído, mientras Frix reía y emitía arrullos de vez en cuando, sin dejar de mirar con picardía al Ratonero.

Skwee introdujo el acero de afilar en su funda, extrajo el tenedor, lo aplicó al pedacito de carne, que para ella era tan grande como un asado, y empezó a cortarlo con gran destreza.

Frix se levantó por fin, recibió una palmadita de Hisvet y rodeó la mesa, sonriendo al Ratonero.

Skwee había cortado una loncha de carne fina como un papel y, atravesándola con el tenedor, la enarboló a uno y otro lado para que todos la vieran, tras lo cual se la acercó al hocico, la husmeó y la probó.

El Ratonero, que yacía lánguidamente, como si le hubiera fatigado su curiosa ensoñación, se sintió aprensivo de súbito. Se le había ocurrido que era imposible que Fafhrd hubiera trasegado tanto vino. Al fin y al cabo, no había perdido de vista al norteño en las dos últimas horas. Claro que, a veces, los golpes en la cabeza tienen un efecto retardado.

De todos modos, su primera reacción fue de celos y cólera cuando Frix se detuvo al lado de Fafhrd, se inclinó por encima de su hombro y le miró a la cara.

En aquel momento Skwee lanzó un gran chillido de indignación y alarma, y la rata blanca saltó a la cama, todavía sujetando el tenedor, del que colgaba la loncha de carnero, y el cuchillo.

Los párpados del Ratonero le pesaban, insistían en cerrarse, pero haciendo un esfuerzo para mantenerlos abiertos vio que Skwee gesticulaba con sus diminutos cubiertos, mientras chillaba dramáticamente a Hisvet con cadencias muy humanas, y por último se llevó la lámina de cordero a la boca con un chillido acusador.

Entonces, débiles pero audibles entre los chillidos del roedor, el Ratonero percibió una serie de pasos sigilosos que cruzaban la cubierta central y convergían en el camarote. Intentó llamar la atención de Hisvet, pero sus labios y su lengua estaban insensibles y no le obedecían.

De repente Frix agarró a Fafhrd por el pelo y tiró de su cabeza arriba y atrás. La mandíbula del norteño estaba relajada y tenía los ojos abiertos y en blanco.

Se oyeron unos tenues golpes en la puerta, exactamente iguales a los de los pinches de cocina cuando trajeron los platos.

Hisvet y Frix intercambiaron una mirada. La última dejó caer la cabeza de Fafhrd, corrió a la puerta, la atrancó y fijó la barra con la cadena (la rejilla ya estaba cerrada) en el momento en que algo (parecía un hombro masculino) golpeaba pesadamente los grueso maderos.

Aquellas embestidas continuaron y, unos pocos latidos de corazón después, se hicieron mucho más estrepitosas, como si golpearan la puerta con un ariete, logrando que cediera visiblemente a cada golpe.

Por fin el Ratonero se dio cuenta, a su pesar, de que estaba sucediendo algo contra lo que debería tomar alguna medida. Hizo un gran esfuerzo para sacudirse su letargo e incorporarse.

Descubrió que ni siquiera podía mover un dedo. De hecho, su esfuerzo apenas bastaba para evitar que sus ojos se cerraran del todo y vieran, borrosamente, a través de las ranuras cubiertas por las pestañas, cómo Hisvet, Frix y las ratas se entregaban a un torbellino de actividad silenciosa.

Frix empujó su mesa de servicio contra la puerta vibrante bajo las embestidas e inmediatamente empezó a amontonar otros muebles.

Hisvet sacó de debajo del camastro varias cajas oscuras y largas y empezó a abrirlas. Con tanta rapidez como las iba abriendo, las ratas blancas se surtían de las pequeñas armas de hierro azulado que contenían; espadas, lanzas, incluso ballestas de aspecto maligno, con cananas de dardos. Cogieron más armas de las que podían usar eficazmente. Skwee se apresuró a ponerse un yelmo con un penacho de plumas negras, que encajaba en sus peludas mejillas. El número de ratas que se afanaban alrededor de las cajas era de diez; el Ratonero lo vio claramente.

Una hendidura apareció en medio de la puerta. Sin embargo, Frix saltó desde allí a la escotilla de babor que conducía a la bodega y levantó la trampilla. Hisvet se arrojó al suelo, e introdujo la cabeza en el oscuro cuadrado.

Había algo terriblemente animal en los movimientos de las dos mujeres. La sensación podría deberse a lo atestado de la estancia y el techo bajo, pero al Ratonero le pareció que se movían con preferencia a gatas.

Entretanto, el pecho de Fafhrd subía muy lentamente y bajaba con una sacudida, mientras seguía roncando.

Hisvet se levantó e hizo una seña a las diez ratas blancas. Encabezadas por Skwee, bajaron por la escotilla, sus armas de hierro azulado destellaron y tintinearon un par de veces, y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Frix cogió unos atuendos negros de una hornacina cubierta por una cortina. Hisvet aferró la muñeca de la doncella, le hizo bajar la escotilla por delante de ella y la siguió de inmediato. Cuando sus ojos rojizos se fijaron brevemente en el Ratonero, éste tuvo la impresión de que la frente y las mejillas de la muchacha estaban cubiertas de un sedoso vello blanco, pero eso podría deberse a una combinación de su visión borrosa y el cabello desordenado de Hisvet, cuyas guedejas le caían ahora sobre la cara.

La puerta del camarote se partió, y un trozo de mástil de la longitud de un hombre penetró por la brecha, derribando la mesa y esparciendo los muebles amontonados. Tras el mástil entraron tres aprensivos marinos, seguidos por Slinoor, armado con un machete, y el oficial de navegación, con una ballesta tensada.

Slinoor avanzó un poco y examinó la escena, rápida pero detalladamente.

—El polvo de adormidera en el curry ha puesto fuera de combate a los dos bellacos embrutecidos por la lujuria —comentó—, pero Hisvet se ha ocultado con esa ninfa que tiene por esclava. Las ratas están fuera de sus jaulas. ¡Buscad, marineros! ¡Cúbrenos, oficial!

Cautelosos al principio, pero pronto apresuradamente, los marineros registraron el camarote, tiraron al suelo las cajas vacías, quitaron las ropas de cama y el colchón del camastro, levantaron éste para ver qué había debajo, apartaron los baúles de las paredes, abrieron los que estaban cerrados y sacaron las ropas de seda de Hisvet de las hornacinas tras cuyas cortinas habían estado colgadas.

El Ratonero volvió a hacer un esfuerzo para hablar o moverse, pero lo único que logró fue abrir un poco más los ojos. Un marinero tropezó con él y le hizo ladearse contra un brazo de su silla, sin caer por completo de ella. A Fafhrd le empujaron por detrás y se derrumbó de bruces sobre la mesa, el rostro en un plato de ciruelas cocidas y los grandes brazos extendidos, derribando inconscientemente copas y platos.

El oficial de navegación apuntaba con su ballesta cada nuevo espacio descubierto. Slinoor miraba con ojos de águila, apartando perifollos de seda con la punta de su machete y usando éste para volcar la mesita de las ratas, sin dejar de escudriñar a su alrededor.

—Ahí es donde las sabandijas se daban un banquete como si fueran hombres —observó con repugnancia—. Ojalá se hubieran atracado hasta quedar sin sentido.

—Probablemente notaron la droga, a pesar de las especias del curry que la enmascaraban, y advirtieron a las mujeres —comentó el oficial de navegación—. Las ratas tienen una capacidad prodigiosa para distinguir los venenos.

Cuando se cercioraron de que ni las muchachas ni las ratas estaban en el camarote, Slinoor exclamó con airada inquietud:

—No pueden haber escapado a la cubierta…, la trampilla está cerrada y arriba está nuestra guardia. El grupo del maestre vigila la bodega de popa. Tal vez en las luces de alcance…

En aquel instante el Ratonero oyó que uno de los ventanucos a sus espaldas se abría y un oficial decía desde allí:

—Aquí no hay nada, capitán. ¿Dónde están?

—Pregúntaselo a alguien más listo que yo —replicó Slinoor con aspereza—. Desde luego, no están aquí.

—Si hablaran esos dos… —dijo el oficial de navegación, señalando al Ratonero y Fafhrd.

—No —replicó Slinoor, malhumorado—. Mentirían. Cubre la trampilla de la bodega a babor. Hablaré con el maestre.

Se oyeron unos pasos apresurados en la cubierta central, y el maestre, con el rostro ensangrentado, entró por la puerta rota, medio arrastrando, medio sujetando a un marinero que parecía tener clavado un palito en la mejilla ensangrentada.

—¿Por qué habéis abandonado la bodega? —preguntó Slinoor al primero—. Deberíais estar abajo con vuestro grupo.

—Las ratas nos tendieron una emboscada cuando nos dirigíamos a la bodega de popa —dijo el maestre con voz entrecortada—. Docenas de ratas negras dirigidas por una blanca, algunas armadas como hombres. Una de ellas, colgada de una viga, estuvo a punto de hundirme un ojo con su pequeña espada. Otras dos, con la boca espumeante, saltaron sobre nuestro farol y lo apagaron. Habría sido una locura seguir avanzando en la oscuridad. Apenas hay un hombre de mi grupo que no haya recibido una mordedura, un corte o un pinchazo. Les he dejado custodiando la entrada de la bodega. Dicen que sus heridas están envenenadas y hablan de clavetear la escotilla.

—¡Oh, monstruosa cobardía! —exclamó Slinoor—. Habéis estropeado la trampa que habría acabado con ellas desde el principio. Ahora todo está por hacer y lleno de dificultades. ¡Gallinas! ¡Miedicas!

—¡Te digo que estaban armadas! —protestó el maestre, e hizo adelantarse al marinero—. He aquí mi prueba, con una pequeña lanza clavada en la mejilla.

—No me la quitéis, capitán —rogó el marinero cuando Slinoor se acercó a él para examinarle el rostro—. Estoy seguro de que también está envenenada.

—Quédate quieto, muchacho —le ordenó Slinoor—, y quítate las manos de la cara, que la tengo bien cogida. La punta está cerca de la piel. La sacaré empujándola hacia adelante, para que las púas no desgarren la carne. Cógele los brazos, maestre. No muevas la cabeza, muchacho, o te haré más daño. Si está envenenada, hay que sacarla lo antes posible. ¡Ya está!

El marinero gritó, mientras la sangre corría de nuevo por su mejilla.

—Desde luego, es una fea aguja —comentó Slinoor, examinando la punta—, pero no parece envenenada. Maestre, corta con cuidado el mango detrás de la herida y extrae el resto empujándolo hacia adelante.

—He aquí nuevas pruebas de su malignidad —dijo el oficial de navegación, que había registrado la litera, y ofreció a Slinoor una diminuta ballesta.

El capitán la levantó para mirarla. A la pálida luz de las velas emitía destellos azulados, mientras que los ojos de Slinoor, rodeados de círculos oscuros, eran como ágatas.

—¡Esto sólo puede ser obra de un espíritu maligno! —exclamó—. Tal vez esa emboscada en la bodega ha sido útil, pues enseñará a cada marinero a odiar y temer a las ratas de nuevo, como corresponde a todo buen tripulante de una nave transportadora de grano. Y ahora una rápida matanza de todas las ratas a bordo de la Calamar compensará la traidora necedad de hoy, cuando las aplaudisteis, seducidos por una muchacha vestida de escarlata y sobornados por ese Ratonero, indigno de tal nombre.

El Ratonero, que todavía estaba paralizado y veía de soslayo a Slinoor que le señalaba, tuvo que admitir que la referencia del capitán era acertada.

—Ante todo, llevad a estos dos bribones a cubierta —dijo Slinoor—. Atadlos a un mástil o a una barandilla. No quiero que estropeen mi victoria cuando despierten.

—¿Pongo una trampa en la bodega de popa y luego las coso a flechazos? —preguntó ansioso el oficial de navegación.

—Discurre un poco más —se limitó a decir Slinoor.

—¿Aviso con el gong a la galera y enciendo un farol rojo? —sugirió el maestre.

Slinoor permaneció silencioso durante un par de latidos de corazón, y luego dijo:

—No, debemos hacerlos solos, para borrar la vergüenza que hoy ha caído sobre la Calamar. Además, Lukeen es un atolondrado y podría estropearlo todo. Olvidad lo que acabo de decir, pero es así.

—No obstante, estaríamos más seguros con la galera a nuestro lado —insistió el maestre—. Es posible que en este mismo momento las ratas estén abriendo agujeros en el casco.

—Eso es improbable, estando a bordo la reina de las ratas —replicó Slinoor—. Lo que nos salvará es la velocidad, no el tener barcos a nuestro lado. Ahora, escuchadme bien. Vigilad todos los accesos a la bodega, mantened trampillas y escotillas cerradas. Avisad a todos los centinelas, armad a cada hombre y reunid en la cubierta central a todos los que no sean imprescindibles para la navegación. ¡Moveos!

El Ratonero deseó que Slinoor no hubiera proferido su última orden con tanta vehemencia, pues al instante los dos marineros le cogieron de los tobillos y le arrastraron con brusquedad fuera del camarote y a lo largo de la cubierta central. Durante este trayecto su cabeza recibió varios golpes, aunque no pudo sentirlos sino tan sólo oír el ruido que producían.

Al oeste la bóveda celeste estaba estrellada, mientras que al este había una masa de niebla por debajo de la bruma menos espesa, a través de la que brillaba la luna gibosa como una lámpara deforme de luz plateada, espectral. La fuerza del viento había disminuido mucho, y la Calamar navegaba suavemente.

Un marinero colocó al Ratonero contra el palo mayor, de cara a popa, y el otro le rodeó con una soga. Mientras los marineros le ataban con los brazos pegados a los costados, el Ratonero sintió un cosquilleo en la garganta y notó que ya podía mover la lengua, pero decidió no hablar todavía, pues, dado el estado de ánimo de Slinoor, probablemente ordenaría que le amordazaran.

Poco después vio algo que le divirtió, a pesar de la situación nada halagüeña en que se encontraba. Cuatro marineros habían sacado a Fafhrd del camarote a rastras, y le estaban atando en posición horizontal y boca abajo, con la cabeza hacia la popa y más alta que los pies, sobre la borda de babor. La escena era de lo más cómica, pero el norteño no se daba cuenta de nada y no hacía más que roncar.

Entonces los marineros empezaron a reunirse en la cubierta central, algunos pálidos y silenciosos, pero la mayoría mofándose en voz baja. Las picas y los machetes les daban valor. Varios de ellos tenían redes y tridentes de afiladas púas. Incluso el cocinero estaba provisto de una gran cuchilla, con la que señalaba juguetonamente al Ratonero.

—Te has quedado mudo de admiración por mi curry soporífero, ¿eh?

Entretanto el Ratonero observó que ya podía mover los dedos. Nadie se había molestado en desarmarle, pero por desgracia su daga Garra de Gato estaba a demasiada altura en su costado para poder tocarla y mucho menos desenvainarla. Palpó el borde de su blusa hasta que, a través de la tela, tocó un pequeño objeto plano y redondo, más delgado a lo largo de un canto que en el otro. Cogiéndolo por el canto grueso, entre la tela, empezó a rascar con el canto delgado el tejido que lo confinaba.

Los marineros se reunieron en la popa, mientras Slinoor salía del camarote con sus oficiales y empezaban a impartir órdenes en voz baja.

El Ratonero le oyó decir:

—Matad a Hisvet o a su doncella en cuanto las veáis. No son mujeres, sino que pertenecen a la especie de las ratas o algo peor. —También llegaron a sus oídos las últimas órdenes del capitán—: Apostad vuestros grupos debajo de la escotilla o trampilla por la que entréis. En cuanto oigáis el silbato del contramaestre, ¡moveos!

El efecto de esta última orden quedó momentáneamente en suspenso a causa de un tenue silbido, al que siguió el grito desgarrador del oficial de armas, al tiempo que se llevaba las manos a un ojo. Entonces los marineros se pusieron en movimiento y los machetes atacaron a una forma pálida que se escabullía a lo largo de la cubierta. Por un instante una rata con una ballesta en las patas delanteras se silueteó sobre la borda de estribor contra la niebla iluminada por la luna. El oficial de navegación disparó su ballesta y el dardo, ya fuera gracias a una puntería excepcional, ya por pura suerte, derribó a la rata por encima de la borda y la arrojó al mar.

—¡Ésa era una blanca, amigos! —gritó Slinoor—. ¡Un buen augurio!

Entonces se produjo cierta confusión, pero cesó pronto, sobre todo cuando se descubrió que el oficial de armas no había sido alcanzado en el globo del ojo, sino en sus cercanías, y los grupos armados partieron, uno al camarote y dos hacia el palo mayor, dejando en cubierta sólo cuatro hombres.

Por fin el Ratonero rompió la tela que había estado raspando y, con sumo cuidado, extrajo por el borde deshilachado un tik de hierro (la moneda lankhmaresa de menor valor), con medio canto limado hasta darle la agudeza de una navaja de afeitar, y con aquel objeto empezó a cortar pacientemente el trozo de soga más próximo. Miró esperanzado a Fafhrd, pero la cabeza de éste seguía colgando en un ángulo que evidenciaba su falta de conocimiento.

Un silbato sonó débilmente, seguido poco después por otro más fuerte que parecía proceder de otro lugar de la bodega. Se oyeron voces apagadas y dos gritos, algo golpeó la cubierta desde abajo, y un marinero, sujetando una red dentro de la que chillaba una rata, pasó corriendo ante el Ratonero.

Éste comprobó por el tacto que casi había cortado la primera lazada de la soga. Dejándola unida por unas pocas hebras, empezó a cortar la siguiente lazada, doblando mucho la muñeca para hacerlo.

Una explosión estremeció la cubierta e hizo estremecerse a su vez al Ratonero. Éste no podía conjeturar su naturaleza, y siguió cortando briosamente con la moneda de borde afilado. La pequeña dotación que había quedado en cubierta irrumpió en gritos, y uno de los timoneles cayó de bruces, pero el otro se mantuvo aferrado a la caña del timón. El gong sonó una vez, aunque nadie lo había golpeado.

Entonces los marineros de la Calamar empezaron a salir de la bodega, la mitad de ellos desarmados y presa de un temor frenético. El Ratonero les oyó correr de un lado a otro y bajar los botes, que estaban delante del palo mayor, al costado de la nave. Supuso que las cosas les habían ido muy mal allá abajo, asaltados por batallones de ratas negras, confundidos por falsos silbidos, recibiendo cortes y pinchazos en los rincones oscuros y asaetados con dardos que podían cegarles si se clavaban en los ojos. Remató su derrota el hecho de que el grano no estaba contenido en sacos, sino simplemente amontonado en la bodega, y la atmósfera estaba llena de polvo de grano levantado por los recientes movimientos de una horda de ratas mientras que Frix había arrojado fuego desde algún lugar seguro, haciendo estallar el grano y derribando a los hombres, pero sin incendiar la nave.

Al mismo tiempo que los aterrados marineros, llegó también a cubierta otro grupo, observado tan sólo por el Ratonero: una hilera silenciosa y ordenada de ratas negras que le rodearon y treparon al palo mayor. El Ratonero sopesó la conveniencia de dar la alarma a gritos, aunque no habría dado un tik por sus posibilidades de sobrevivir con aquellos marineros histéricos dando machetazos a las ratas a su alrededor.

En cualquier caso, Skwee tomó la decisión por él, una decisión negativa, al trepar en aquel momento a su hombro izquierdo. Sujetándose de un mechón de su cabello, la rata blanca se inclinó ante él, mirándole el ojo izquierdo con sus ojillos azules, bajo el yelmo de plata con penacho de plumas negras. Se llevó una pata a la boca de dientes salientes, haciéndole entender que debía callarse, y entonces golpeó la minúscula espada que llevaba a un costado y pasó el pulgar de la pata a través de la garganta, para indicar lo que le ocurriría si no guardaba silencio. Entonces se ocultó en las sombras, junto a la oreja del Ratonero, presumiblemente para vigilar a los marineros derrotados y dar órdenes mediante gestos a sus huestes…, al tiempo que se mantenía cerca de la vena yugular del Ratonero. Éste siguió cortando la soga con su moneda.

El oficial de navegación apareció en la popa seguido de tres marineros, cada uno de ellos provisto de un farol. Skwee se agazapó mejor entre el Ratonero y el mástil, pero aplicó la fría hoja de su espada al cuello del hombre atado, debajo de la oreja, a modo de recordatorio. El Ratonero recordó el beso de Hisvet. El ceñudo oficial de navegación evitó el palo mayor y ordenó a los marineros que colgaran sus faroles del mástil de popa, los soportes de la grúa y la bitadura, mostrándose muy quisquilloso con respecto a las posiciones exactas. Afirmó a voz en grito que la luz era la defensa militar y arma de contraataque perfecta, y se enzarzó en un brioso discurso sobre trincheras y empalizadas iluminadas. Estaba a punto de enviar a los marineros en busca de más faroles cuando Slinoor salió cojeando del camarote, con la frente ensangrentada, y miró a su alrededor.

—¡Valor, muchachos! —gritó con voz ronca—. En cubierta todavía somos los amos. Arriad los botes ordenadamente, muchachos, pues los necesitaremos para recoger a los soldados. ¡Subid el farol rojo! ¡Eh, tú, haz sonar el gong!

—El gong ha caído por la borda —replicó alguien—. Las cuerdas de las que colgaba… ¡han sido roídas!

En aquel momento llegaron desde el este unas espesas oleadas de niebla que envolvieron a la Calamar en una deletérea luz, de plata lunar. Un marinero gimió al ver aquella extraña niebla, que parecía aumentar en vez de disminuir la luz de la luna y del farol del oficial de navegación. Los colores resaltaban, aunque pronto no hubo más que paredes blancas más allá de las bordas.

—¡Traed el gong de repuesto! —ordenó Slinoor—. Cocinero, trae tus cazos y ollas más grandes…, ¡todo lo que sirva para dar la alarma!

Por dos veces se oyó un ruido sordo, cuando los botes de la Cala mar golpearon el agua.

Alguien lanzó un grito agónico en el camarote.

Entonces sucedieron dos cosas al mismo tiempo. La vela mayor se separó del mástil, cayendo a estribor como el techo de una catedral bajo una terrible tormenta: los cables que la unían al mástil habían sido roídos o cortados con espadas diminutas. Ahora la vela era una extensión oscura que flotaba en el agua, arrastrando la botavara. La Calamar escoró a estribor.

Una horda de ratas negras invadió la nave: unas aparecieron en la puerta del camarote, otras lo hicieron por el coronamiento de popa, al que se habían encaramado probablemente escalando las luces de popa. Se abalanzaron contra los hombres con idéntico ímpetu y resolución, sin importarles si aterrizaban sobre las puntas de las picas o en narices y gargantas, a las que se aferraban con los dientes.

Los marineros se separaron y corrieron a los botes, perseguidos por las ratas que se les pegaban a la espalda o les mordisqueaban los talones. Los oficiales también huyeron, arrastrando en su desbandada a Slinoor, el cual gritaba para que siguieran en sus puestos. Encaramada en el hombro del Ratonero, Skwee, sin dejar su minúscula espada, hacía gestos a su ejército de roedores suicidas para que siguieran adelante, chillando agudamente, y entonces saltó para seguirles. Cuatro ratas blancas armadas con ballestas se arrodillaron sobre los soportes de la grúa y empezaron a tensarlas, cargarlas y disparar los dardos con gran eficacia.

Empezaron a oírse chapoteos, primero dos y luego tres, a los que siguieron los de seis o más hombres juntos, mezclados con gritos. El Ratonero volvió la cabeza, y por el rabillo del ojo vio que los dos últimos marineros de la Calamar saltaban por la borda. Haciendo un esfuerzo, volvió la cabeza un poco más y vio que Slinoor seguía a los marineros con dos ratas aferradas a su pecho. Los cuatro ballesteros peludos saltaron de los soportes de la grúa y corrieron hacia una nueva posición de tiro en la proa. Desde el agua se elevaban roncos gritos humanos que se desvanecían en seguida. El silencio cayó sobre la Calamar como la niebla, tan sólo roto por los inevitables chillidos de las ratas, que ahora eran escasos.

Cuando el Ratonero volvió de nuevo la cabeza hacia la popa, Hisvet estaba de pie ante él, enfundada en un vestido de cuero negro muy ajustado, desde el cuello a los codos y las rodillas, que le daba el aspecto de un muchacho esbelto. Encajado en las sienes y las mejillas, llevaba un yelmo de cuero similar al plateado de Skwee, detrás del cual se extendía su cabello blanco, formando una cola. Del costado izquierdo pendía una estrecha daga en su vaina.

—Ah, mi querido caballero —le dijo sonriente—, por lo menos tú no me has abandonado. —Alargó su mano y casi le rozó la mejilla con los dedos—. ¡Pero estás atado! —exclamó, como si viera la soga por primera vez, y retiró su mano—. Tenemos que remediar esto de inmediato.

—Os estaré muy agradecido, princesa blanca —dijo humildemente el Ratonero.

Sin embargo, no soltó su moneda afilada, la cual, aunque ya estaba embotada, había cortado casi la mitad de la tercera lazada.

—Tenemos que remediar esto —repitió Hisvet un poco distraída, su mirada perdida más allá del Ratonero—. Pero mis dedos son demasiado débiles y torpes para deshacer unos nudos tan fuertes. Frix te liberará. Ahora debo escuchar el informe de Skwee en la cubierta de popa. Skwee, Skwee, Skwee!

Cuando la muchacha dio media vuelta y se encaminó a la cubierta de popa, el Ratonero vio que su cabello pasaba por un orificio ribeteado de plata en la parte posterior del yelmo. Skwee pasó corriendo ante el Ratonero y, cuando casi había llegado a la altura de Hisvet, se situó a su derecha y a tres pasos de rata detrás de ella, pavoneándose con la pata en la empuñadura de la espada y la cabeza alta, como un capitán general detrás de su emperatriz.

Mientras el Ratonero empezaba a cortar de nuevo la soga, miró a Fafhrd, atado a la borda, y vio que la gatita negra estaba agazapada sobre el cuello del norteño, que seguía roncando ruidosamente, arañándole con lentitud la cara con las garras de una pata. Entonces la gata agachó la cabeza y le mordió la oreja. Fafhrd emitió un gemido lastimero, pero al que siguió de inmediato otro potente ronquido. La gata continuó arañándole la cara. Dos ratas, una blanca y otra negra, pasaron por su lado y el felino les dirigió un maullido débil pero amenazante. Las ratas se detuvieron y se quedaron mirándola, pero en seguida se escabulleron hacia la cubierta de popa, presumiblemente para informar a Skwee o Hisvet sobre la malsana condición.

El Ratonero decidió soltarse sin más demora, pero en aquel preciso instante aparecieron los cuatro ballesteros, arrastrando una jaula metálica en cuyo interior unos abadejos piaban asustados. El Ratonero recordaba haber visto aquella jaula colgada junto a la litera de un marinero, en el castillo de proa. Se detuvieron junto a los soportes de la grúa y empezaron a disparar a las aves. Soltaban una y, cuando se elevaba aleteando, la derribaban con un certero dardo…, a distancias de cinco o seis varas, sin fallar ni una sola vez. En una o dos ocasiones, uno de los ballesteros roedores miró al Ratonero con los ojillos entrecerrados y tocando la punta del dardo.

Frix bajó por la escalera de la cubierta de popa. Ahora vestía como su ama, pero no llevaba casco, sino sólo la redecilla de plata que le recogía el pelo. Tampoco llevaba los brazaletes.

—¡Señora Frix! —exclamó el Ratonero, casi con júbilo.

No era fácil saber cómo debería hablar uno en una nave mandada por ratas, pero un tono agudo parecía el más indicado.

Ella se le acercó sonriendo.

—Llámame Frix —le dijo—. Señora es un título tan asfixiante como un corsé.

—Frix, entonces —replicó el Ratonero—. Al pasar por ahí, ¿querrás apartar a esa gata negra de mi narcotizado amigo? Le va a arrancar un ojo.

Frix miró de soslayo para ver a qué se refería el Ratonero, pero siguió avanzando hacia él.

—Nunca me meto en los placeres o los dolores de otra persona, dado que es difícil determinar con seguridad cuáles son unos y otros —le informó mientras se le acercaba—. Sólo cumplo las instrucciones de mi ama. Ahora desea que te diga que has de ser paciente y tomar las cosas con calma, pues tus penalidades pronto habrán terminado. Además, te envía este recordatorio.

Besó suavemente al Ratonero en cada uno de sus párpados.

—Éste es el beso con el que las sacerdotisas verdes de Djil cierran los ojos de los que van a partir de este mundo —comentó el Ratonero.

—¿Ah, sí? —preguntó ella en voz baja.

—Cierto —dijo el Ratonero, estremeciéndose ligeramente—. Anda, Frix, quítame estas ataduras; es una de las instrucciones de tu ama. Y luego, si quieres, dame un beso más animado…, después de que me haya ocupado de Fafhrd.

—Sólo cumplo las instrucciones que me da mi ama con su propia boca —dijo Frix, meneando la cabeza con cierta expresión de tristeza—. No me ha dicho que te quitara tus ataduras, pero sin duda me lo ordenará dentro de poco.

—Sin duda —convino el Ratonero, un poco sombrío, absteniéndose de seguir cortando la soga mientras Frix le miraba.

Se dijo que si podía cortar en seguida tres lazadas, sería capaz de liberarse de las demás en un número de latidos del corazón no demasiado grande.

En aquel momento, Hisvet bajó apresuradamente la escala.

—Mi querida ama, ¿me ordenáis que libere a este caballero de sus ataduras? —le preguntó Frix de inmediato, casi como si deseara que se lo pidiera.

—Yo arreglaré las cosas aquí —replicó Hisvet—. Ve a la cubierta de popa, Frix, y estate atenta por si oyes o ves a mi padre. Esta noche se retrasa demasiado.

También ordenó a las ratas blancas armadas con ballestas, que habían derribado al último abadejo, que se retirasen a la cubierta de popa.