A pesar de las exhortaciones de Slinoor, el sol descendía en el cielo occidental antes de que el gong de la nave Calamar resonara con la nota rápida que señalaba la inminencia del combate. El cielo estaba despejado hacia el oeste y por encima de las naves, pero el siniestro banco de niebla reposaba todavía a una legua lankhmaresa (veinte tiros de flecha) al este, paralelo al rumbo norte de la flota, y parecía casi tan sólido y deslumbrante como el muro de un glaciar bajo los rayos inclinados del sol. Resultaba en verdad misterioso que ni el calor del sol ni el viento del oeste lo hubieran disipado.
Los soldados vestidos de negro, con cotas de mallas pardas y cascos broncíneos, miraban a popa y formaban una pared humana sobre la cubierta de la nave, a cada lado del palo mayor. Sostenían sus lanzas horizontales y al través, en el extremo de los brazos extendidos, constituyendo una valla baja adicional. Los marineros, con blusas negras, atisbaban entre los hombros y las botas de los soldados, o se sentaban con las piernas colgando en el lado de babor de la cubierta de proa, donde la gran vela no les impedía ver. Unos pocos se habían encaramado al aparejo.
Habían eliminado la barandilla rota en la cubierta de popa, y allí, alrededor del palo de popa, se sentaban los tres jueces: Slinoor, el Ratonero y el lugarteniente de Lukeen. En torno a ellos, sobre todo a babor de los dos timoneles, se agrupaban los oficiales de la Calamar y ciertos oficiales de la otra nave sobre cuya presencia el Ratonero había insistido con testarudez, a pesar del tiempo requerido para su transbordo.
Hisvet y Frix estaban en el camarote con la puerta cerrada. La damisela había querido contemplar el duelo a través de la puerta abierta, o incluso desde la cubierta de popa, pero Lukeen protestó, diciendo que así le sería más fácil lanzarle en encantamiento maligno, y los jueces fallaron a favor de Lukeen. No obstante, la rejilla estaba abierta y de vez en cuando los rayos del sol arrancaban destellos de un ojo o una uña plateada.
Entre el muro oscuro de soldados con picas y la cubierta de popa se extendía un gran cuadrado de blanca cubierta de roble, sin más estorbo que los herrajes para sujetar las grúas y similares piezas fijas, y liso con excepción de la escotilla principal, que elevaba un cuadrado central de la cubierta un palmo por encima del resto. Cada ángulo del cuadrado mayor había sido marcado con un arco, trazado con tiza negra. El contendiente que entrara en la zona delimitada por aquellos arcos tras el inicio del duelo (saltara a la barandilla, se aferrara al aparejo o cayera por el costado) perdería de inmediato el asalto.
Dentro del arco delantero a babor estaba Lukeen, vestido con camisa y calzón negros. El emblema de la estrella de mar sujeto por una cinta dorada seguía en su frente. Junto a él estaba su segundo, su propio lugarteniente de rostro aguileño. Lukeen cogió su pica con la mano derecha, cuyo pesado mango de roble era tan alto como él y grueso como la muñeca de Hisvet. Alzándola por encima de su cabeza, la hizo girar hasta que zumbó en el aire, al tiempo que sonreía diabólicamente.
Dentro del arco trasero a estribor, junto a la puerta del camarote, estaba Fafhrd y su segundo, el maestre de la Carpa, un hombre grueso y basto, cuyas facciones cetrinas tenían un aire mingol. El Ratonero no podía ser juez y segundo al mismo tiempo, pero confiaba en aquel hombre, pues Fafhrd y él habían jugado a los dados más de una vez con el maestre de la Carpa en Lankhmar, en los viejos tiempos… y les había ganado bastante dinero, lo cual indicaba que por lo menos podría ser un hombre de recursos.
Fafhrd cogió la pica que le ofrecía su segundo, aferrándola con las manos cruzadas cerca de un extremo. Hizo unos cuantos pases lentos para practicar y luego se la devolvió al maestre de la Carpa y se quitó el jubón.
Los soldados de Lukeen se miraron y rieron con disimulo al ver que el norteño empuñaba una pica como si fuese un espadón para dos manos, pero cuando Fafhrd descubrió su pecho velludo los marineros de la Calamar le vitorearon con entusiasmo.
—¿Qué te dije? —comentó Lukeen en voz alta a su segundo—. No hay duda de que es un gran mono peludo.
Hizo girar de nuevo su pica, pero los marineros le abuchearon vigorosamente.
—Es extraño —observó Slinoor—. Creía que Lukeen era popular entre los marineros.
Al oír esto, el lugarteniente de Lukeen miró a su alrededor con incredulidad. El Ratonero se limitó a encogerse de hombros. Slinoor siguió diciendo:
—Si los marineros supieran que tu camarada lucha en el bando de las ratas, no le aplaudirían.
El Ratonero se limitó a sonreír. El gong sonó de nuevo. Slinoor se levantó y dijo a gritos:
—¡Combate con picas sin ningún descanso! El comandante Lukeen quiere demostrar al mercenario del Señor Supremo, Fafhrd, ciertas alegaciones contra una damisela de Lankhmar. El primer hombre que caiga inconsciente o quede a merced de su contrincante pierde. ¡Preparaos!
Dos grumetes corrieron por la cubierta central, esparciendo puñados de arena blanca.
Slinoor tomó asiento y le dijo al Ratonero:
—¡Maldito sea este estúpido duelo! Retrasa nuestra acción contra Hisvet y las ratas. Lukeen ha cometido una necedad enfrentándose al bárbaro. Con todo, cuando le haya derrotado aún nos quedará bastante tiempo. —Al ver que el Ratonero enarcaba una ceja, el capitán añadió con naturalidad—. Ah, ¿es que no lo sabías? Lukeen ganará, sin duda alguna.
El lugarteniente confirmó estas palabras, asintiendo sereno:
—El comandante es un maestro en el manejo de la pica. Esto no es un juego para bárbaros.
El gong sonó por tercera vez.
Lukeen saltó ágilmente desde su ángulo y hacia la escotilla, gritando:
—¡Vamos, mono peludo! ¿Estás preparado para darle un doble beso al roble? Primero a mi pica y luego a mi cubierta.
Fafhrd avanzó arrastrando los pies y aferrando su pica.
—Tu saliva me ha envenenado el ojo izquierdo, Lukeen —le desafió—, pero con el derecho veo algún blanco civilizado.
Lleno de júbilo, Lukeen se abalanzó contra él, amagando sendos golpes en un codo y la cabeza, para dirigir de inmediato el otro extremo de la pica a una rodilla de Fafhrd, con la intención de derribarle o lisiarle.
Fafhrd adoptó bruscamente la postura convencional, paró el golpe y lanzó un veloz contragolpe a la mandíbula de Lukeen. Éste alzó su pica a tiempo, de modo que el arma de su contrario sólo le rozó la mejilla, pero el golpe le turbó y Fafhrd aprovechó aquel instante de indecisión para hacerle retroceder bajo una lluvia de golpes, mientras los marineros le vitoreaban.
Slinoor y el lugarteniente le miraban boquiabiertos, pero el Ratonero se limitaba a apretar los puños y murmurar:
—No tan rápido, Fafhrd.
Cuando el norteño se disponía a poner fuera de combate a su enemigo, tropezó con la escotilla y se tambaleó; el golpe rápido dirigido a la cabeza se trocó en un golpe lento a los tobillos. Lukeen dio un salto, la pica de Fafhrd pasó bajo sus pies y, mientras estaba todavía en el aire, golpeó a Fafhrd en la cabeza.
Los marineros expresaron su consternación, al tiempo que los soldados animaban con voces roncas a su comandante.
El golpe, propinado sin que Lukeen tuviera los pies bien afianzados en el suelo, no fue de los más fuertes, pero sí lo suficiente para aturdir al norteño, al cual le tocó el turno de retroceder bajo un frenético aguacero de palos. Durante un rato no se oyó más sonido que el producido por las suelas blandas de las botas sobre la madera enarenada y el ruido rápido, seco, musical de las varas de roble al entrechocar.
Fafhrd recuperó de súbito la plenitud de sus facultades, en el instante en que un golpe violento le hizo caer. El atisbo de algo negro junto a sus talones le indicó que si daba otro paso atrás entraría inevitablemente en su ángulo marcado y perdería.
Los marineros gritaron llenos de excitación. Los jueces y oficiales que estaban en la cubierta de popa se arrodillaron como jugadores de dados mirando por encima del borde.
Fafhrd tuvo que alzar el brazo izquierdo para protegerse la cabeza. Recibió un golpe en el codo y aquel brazo le quedó colgando fláccido al costado. Entonces no tuvo más remedio que manejar la pica como si realmente fuese un espadón, blandiéndola con una sola mano para parar los golpes de su adversario y asestar los suyos.
Lukeen se rezagó y procedió con más cautela, pues sabía que la única muñeca hábil de Fafhrd se cansaría antes que si dispusiera de las dos. Dirigió unos cuantos golpes rápidos contra el norteño y luego saltó hacia atrás.
Fafhrd, sin tiempo apenas para evitar el tercero de aquellos ataques, contraatacó temerariamente, no con un adecuado golpe lateral, sino tan sólo agarrando el extremo de su pica y acometiendo. La longitud combinada de Fafhrd y su pica dio alcance a Lukeen, y la punta de la pica golpeó al comandante en el pecho, precisamente sobre el nervio. El impacto hizo que le bajara la mandíbula y se quedó con la boca muy abierta, tambaleándose. Fafhrd se apresuró a quitarle la vara de las manos y, mientras caía con estrépito al suelo, derribó a Lukeen con una segunda embestida que pareció casi improvisada.
Los marineros gritaron hasta enronquecer. Los soldados gruñeron acremente y uno de ellos gritó: «¡Trampa!». El segundo de Lukeen se arrodilló a su lado, mirando enfurecido a Fafhrd. El maestre de la Carpa se acercó saltando a Fafhrd y le cogió la pica. En la cubierta de popa de la Calamar, los oficiales estaban sombríos, aunque los de los otros transportes parecían extrañamente jubilosos. El Ratonero cogió a Slinoor por el codo y le instó:
—Declara a Fafhrd vencedor.
El lugarteniente frunció el ceño y, con una mano en la sien, empezó a decir:
—Que yo sepa, no hay nada en las reglas que…
En aquel momento se abrió la puerta del camarote y salió Hisvet, vestida con una larga túnica de seda escarlata y capucha del mismo color. El Ratonero, percibiendo la inminencia del momento culminante, saltó a estribor, donde estaba el gong de la Calamar, arrebató el maculo al servidor y golpeó con todas sus fuerzas el disco metálico.
El silencio se hizo en la nave. Los tripulantes señalaron a la muchacha y lanzaron gritos inquisitivos. Hisvet se llevó una flauta dulce de plata a los labios y se dirigió hacia Fafhrd, danzando lánguidamente y tocando con suavidad una seductora tonada de siete notas en clave menor. Acompañaba a este sonido el melódico tintineo de unas campanillas, cuya procedencia no fue visible hasta que Hisvet giró a un lado, encarándose a Fafhrd mientras se movía a su alrededor. Los gritos inquisitivos se trocaron por otros de admiración y asombro, y los marineros se apiñaron en el máximo espacio de popa posible y subieron al aparejo, mientras se hacía visible la procesión encabezada por Hisvet.
Eran once ratas que caminaban en fila sobre sus patas traseras, vestidas con diminutas túnicas y gorros escarlata. Las cuatro primeras sujetaban con las patas delanteras unos manojos de campanillas que agitaban rítmicamente. Las cinco siguientes llevaban sobre los cuartos delanteros, colgando un poco entre ellas, un trozo de cadena de plata brillante; eran como cinco diminutos marineros que tirasen de una cadena de ancla. Cada una de las dos últimas llevaba oblicuamente una delgada vara de plata, tan alta como ella y caminaban erguidas, con la cola muy curvada hacia arriba.
Las primeras cuatro se detuvieron en fila, una al lado de la otra mirando a Fafhrd y haciendo sonar sus campanillas que armonizaban con la flauta de Hisvet.
Las cinco siguientes desfilaron hasta el pie derecho de Fafhrd. Allí se detuvieron, y la primera alzó la cabeza hacia el rostro del hombre, con una pata levantada, y chilló tres veces. Entonces, cogiendo su extremo de la cadena con una pata, usó las otras tres para trepar a la bota de Fafhrd. Sus cuatro compañeras la imitaron, y subieron poco a poco por los calzones y el pecho velludo del norteño.
Fafhrd contempló la cadena y las ratas vestidas de escarlata que subían por su cuerpo sin mover un solo músculo, aunque en su frente apareció un ligero surco cuando las patas tiraron inevitablemente de algunos pelos de su pecho.
La primera rata subió al hombro derecho de Fafhrd y cruzó por la espalda hacia el hombro izquierdo. Las otras cuatro la siguieron, sin soltar en ningún momento la cadena.
Cuando las cinco ratas estuvieron posadas en los hombros de Fafhrd, alzaron un cabo de la cadena de plata y lo pasaron con destreza por encima de su cabeza. Entretanto, el norteño miraba directamente a Hisvet, la cual le había rodeado por completo y ahora estaba detrás de las ratas campanilleras, tocando su flauta.
Las cinco ratas dejaron caer el cabo, de modo que la cadena colgó formando un óvalo brillante sobre el pecho de Fafhrd. Al mismo tiempo cada rata alzó su gorro escarlata por encima de su cabeza, tan alto como se lo permitía su pata delantera.
—¡Vencedor! —exclamó alguien.
Las cinco ratas bajaron sus gorros y volvieron a alzarlos, y, como un solo hombre, todos los marineros y la mayoría de los soldados y oficiales gritaron a voz en grito:
—¡Vencedor!
Las cinco ratas incitaron otros dos vítores para Fafhrd, y los hombres a bordo de la Calamar obedecieron como si estuvieran hipnotizados, ya fuera por algún poder mágico o por la admiración que les producía la increíble conducta de las ratas. No habría sido fácil determinar la causa con exactitud.
Hisvet terminó de tocar su tonada con un alegre floreo y las dos ratas provistas de varitas de plata corrieron a la cubierta de popa y se irguieron al pie del mástil, donde todos podían verlas. Entonces empezaron a pelearse, en el más puro estilo del combate con picas, sus varas centelleando y emitiendo dulces sonidos cada vez que entrechocaban. Los gritos de admiración y las risas rompieron el silencio. Las cinco ratas bajaron de Fafhrd y fueron a reunirse con las campanilleras para apiñarse alrededor del borde de la falda de Hisvet. El Ratonero y varios oficiales saltaron desde la cubierta de popa para estrechar la mano de Fafhrd o palmetearle la espalda. Los soldados tuvieron gran dificultad para contener a los marineros, los cuales hacían apuestas sobre la rata que resultaría vencedora en aquel nuevo combate.
Fafhrd acarició su cadena y dijo al Ratonero:
—Es extraño que los marineros estuvieran de mi parte desde el principio.
El Ratonero, aprovechando que la algarabía impedía que nadie más oyera sus palabras, le confesó sonriente:
—Les di dinero para que apostaran por ti contra los soldados. También dejé caer alguna indirecta e hice unos préstamos con la misma finalidad a los oficiales de las otras naves…, cuanto mayor sea la claque de un combatiente, tanto mejor. Además hice correr la especie de que los roedores blancos son antirratas, adiestrados exterminadores de sus propios congéneres, ejemplo de la última invención de Glipkerio para la seguridad de sus flotas de transporte…, los marineros se tragan con placer tales disparates.
—¿Fuiste tú el primero que me proclamó victorioso? —le preguntó Fafhrd.
El Ratonero sonrió.
—¿Un juez tomando partido? ¿En un combate civilizado? Estaba dispuesto a eso, pero la verdad es que no fue necesario.
En aquel momento Fafhrd sintió un pequeño tirón en sus calzones, y al bajar la vista vio que la gatita negra se había acercado valientemente a través de la selva de piernas y ahora trepaba con decisión como lo habían hecho los roedores. Conmovido por esta nueva demostración de homenaje animal, Fafhrd murmuró suavemente cuando la gatita estaba a la altura de su cinto:
—Has decidido reconciliarte conmigo, ¿eh, pequeña?
Apenas había terminado de decir estas palabras, cuando la gata le saltó al pecho, le hundió las pequeñas garras en el hombro desnudo y, mirándole fieramente, como un verdugo negro,
Le arañó la mandíbula. De inmediato, aprovechando el apoyo de dos cabezas paralizadas por la sorpresa, saltó a la vela mayor y trepó rápidamente por su parda, cóncava y tensa superficie. Alguien lanzó una cabilla contra el punto negro en la vela, pero no apuntó bien y la gata llegó sana y salva a lo alto del mástil.
—¡Repudio a todos los gatos! —exclamó Fafhrd airado, tocándose el mentón ensangrentado—. De ahora en adelante, las ratas son mis animales preferidos.
—¡Muy bien dicho, espadachín! —exclamó alegremente Hisvet desde su propio círculo de admiradores, y añadió—: Me complacerá tu compañía y la de tu camarada durante la cena en mi camarote, una hora después de la puesta del sol. Nos atendremos exactamente a las instrucciones de Slinoor, y tanto yo como las Sombras Blancas estaremos estrechamente vigiladas.
Lanzó un tenue silbido con su flauta de plata y regresó a su camarote, con las nueve ratas pisándole los talones. La pareja que combatía en la cubierta de popa puso fin a su pelea, sin que nadie resultara vencedor, y corrieron tras la muchacha. Los admirados tripulantes se apartaron para dejarles pasar.
Slinoor se adelantó apresuradamente para mirar el desfile. El capitán de la Calamar estaba meditabundo. Durante la última media hora las ratas blancas habían pasado de ser unos misteriosos monstruos de dientes venenosos que amenazaban la flota, a unos saltimbanquis animales populares, inteligentes e inofensivos, a los que los marineros de la Calamar parecían considerar como un grupo de mascotas blancas. Slinoor parecía empeñado, en vano pero incesantemente, en descubrir cómo y por qué.
Lukeen, con el semblante todavía muy pálido, siguió al último de sus malhumorados marineros (sus bolsas aligeradas de muchos smerduks de plata, pues les habían inducido a apostar) y saltó por la borda al largo bote de la Tiburón, tras apartar bruscamente a Slinoor cuando éste se le acercó para hablarle.
Slinoor descargó su enojo ordenando severamente a sus marineros que pusieran fin a su diversión, pero ellos le obedecieron de buen humor y cada uno se dirigió a su puesto con una sonrisa de satisfacción en los labios. Los que pasaban junto al Ratonero le guiñaban un ojo y se tocaban con disimulo el pelo sobre la frente. La Calamar avanzaba briosamente hacia el norte, a medio tiro de flecha tras la Atún, como había hecho durante todo el duelo, pero ahora empezó a surcar la aguas con más rapidez, pues se había desatado un viento del oeste y la vela de popa estaba desplegada. De hecho, la flota empezó a navegar tan velozmente que el bote de la Tiburón no podía llegar a la cabeza de la alineación, aunque podía verse a Lukeen intimidando a sus soldados convertidos en remeros para que hicieran esfuerzos capaces de deslomarlos, y finalmente el bote tuvo que hacer señales a la Tiburón para que regresara a recogerla, cosa que la galera hizo con dificultad, cabeceando peligrosamente en las aguas agitadas, y no logró volver a la cabeza de la formación, con la ayuda de velas y remos, hasta la puesta del sol.
—No tendrá ganas de venir en ayuda de la Calamar esta noche —comentó Fafhrd al Ratonero, junto a la barandilla de babor en la cubierta central—, ni tampoco estará en condiciones de hacerlo.
No había habido una ruptura abierta entre ellos y Slinoor, pero no se sentían inclinados a reunirse con él en la cubierta de popa, donde estaba, más allá de los timoneles, conversando con sus tres oficiales, los cuales habían perdido dinero al apostar por Lukeen y desde entonces no se separaban de su capitán.
—No esperarás todavía esa clase de peligro esta noche, ¿verdad, Fafhrd? —le preguntó el Ratonero riendo ligeramente—. Hemos dejado muy atrás las rocas de las ratas.
Fafhrd se encogió de hombros y frunció el ceño. —Tal vez nos hemos excedido un poco al respaldar a las ratas.
—Es posible —convino el Ratonero—, pero su encantadora ama bien vale alguna mentirijilla, ¿no crees?
—Es una moza valiente y lista —dijo Fafhrd, sopesando sus palabras.
—Lo es, y su doncella tampoco está nada mal. He observado que Frix te miraba con adoración desde el camarote, después de tu victoria. Una joven muy voluptuosa. Algunos hombres incluso preferirían la doncella al ama. ¿Me escuchas, Fafhrd?
Sin volverse para mirarle, el norteño movió la cabeza.
El Ratonero le miró pensativo, preguntándose si sería oportuno hacerle cierta proposición que se le había ocurrido. No estaba completamente seguro de los sentimientos de Fafhrd hacia Hisvet. Sabía que el norteño era un hombre bastante lujurioso, y el día anterior pareció obsesionado por los encuentros amorosos que se habían perdido en Lankhmar, pero sabía también que su camarada tenía una veleidosa vena romántica que a veces era delgada como un hilo, pero otras veces se convertía en una cinta de seda y leguas de anchura con la que ejércitos enteros podrían tropezar y perderse.
Slinoor permanecía en la cubierta de popa conversando animadamente con el cocinero y el Ratonero supuso que lo hacía acerca de Hisvet y la cena que ésta les había ofrecido. La idea de que Slinoor tuviera que ocuparse de los placeres de tres personas que aquel mismo día le habían contrariado hizo reír al Ratonero y, de algún modo, también le alentó a dar el paso problemático que había estado considerando.
—Fafhrd —susurró—, juguémonos a los dados los favores de Hisvet.
—Pero Hisvet es sólo una niña… —Empezó a decir Fafhrd, en tono de rechazo. Entonces cerró los ojos y permaneció unos instantes meditando. Cuando volvió a abrirlos, miró al Ratonero y sonrió—. No, pues en verdad creo que esta Hisvet es una damisela tan sagaz y fantástica que necesitaremos aunar nuestros mejores esfuerzos para persuadirla. Y, además, ¿quién sabe?, jugarnos los favores de una muchacha así a los dados sería como apostar por el momento en que se abrirá un lirio nocturno de Lankhmar y si lo hará hacia el norte o el sur.
El Ratonero rió entre dientes y dio un cariñoso codazo a Fafhrd en las costillas.
—¡Éste es mi astuto y fiel camarada!
Fafhrd miró al Ratonero con una súbita suspicacia.
—Oye, no intentes emborracharme esta noche —le advirtió— o echarme opio en la bebida.
—Vamos, Fafhrd, me conoces demasiado bien para creer que haría semejante cosa —replicó el Ratonero en un jovial tono de reproche.
—Te conozco, en efecto —convino Fafhrd sardónicamente.
De nuevo el sol se hundió con un resplandor verdoso, lo cual indicaba que la atmósfera en el oeste era transparente como el cristal, aunque el extraño banco de niebla, ahora un siniestro muro oscuro, seguía paralelo a su rumbo, casi a una legua al este.
El cocinero pasó corriendo por su lado, en dirección a la cocina, de donde provenía un delicioso aroma, gritando:
—¡Mi carnero!
—Todavía nos queda una hora —dijo el Ratonero—, vamos, Fafhrd. Cuando nos disponíamos a subir a bordo, compré una botella de vino de Quarmall en La Anguila de Plata. Todavía no la he abierto.
Por encima de sus cabezas, en los flechastes, la gata negra les bufó. Tanto podía ser una airada amenaza como una advertencia.