3

Por babor emergió de la niebla una verde cabeza de serpiente, grande como la de un caballo, cuyos colmillos semejantes a dagas se erguían en la boca roja, horriblemente abierta. Con una celeridad increíble, aquella cabeza, en el extremo de un interminable cuello amarillo, se deslizó por el lado de Fafhrd, la mandíbula inferior rozando estrepitosamente la cubierta, y las dagas blancas se cerraron sobre la gatita.

O más bien en el lugar que había ocupado el animal, pues éste subió de un salto prodigioso a la barandilla de estribor, desde donde se desvaneció en la niebla que envolvía la arboladura de la nave.

Los pilotos echaron a correr, mientras Slinoor y el Ratonero se apoyaban en el pasamano de estribor. La caña del timón, abandonada por sus servidores, se movía lentamente por encima de sus cabezas, proporcionándoles cierta protección contra el monstruo, el cual alzaba ahora su horrenda cabeza, que oscilaba de un lado a otro, y cada vez que la acercaba a Fafhrd, se detenía a poca distancia de éste. Al parecer buscaba a la gatita o a otros animales similares.

Fafhrd se quedó inmóvil, al principio a causa del asombro, y luego al pensar que aquel monstruo le arrancaría cualquier parte del cuerpo que moviese primero.

Sin embargo, estaba a punto de atacar a aquel horror marino —su hedor, como remate de todo lo demás, era abominable— cuando una segunda cabeza de dragón, que cuadruplicaba el tamaño de la primera, con unos colmillos como cimitarras, surgió de la niebla. Montado en aquella cabeza había un hombre vestido de naranja y púrpura, como un heraldo de las Tierras Orientales, con botas rojas, capa y yelmo, este último provisto de una ventanilla azul que parecía de cristal opaco.

Hay un punto en lo grotesco más allá del cual el horror no puede seguir aumentando, sino que se desliza en el delirio, y Fafhrd había llegado a ese punto. Empezó a tener la sensación de que estaba sumido en un sueño producido por el opio. Todo era inequívocamente real, pero había perdido su poder de horrorizarle intensamente.

Observó entonces, como uno más de los absurdos detalles, que los dos cuellos amarilloverdosos surgían de un tronco común. Además, el hombre o demonio pintorescamente ataviado y montado en la cabeza mayor parecía muy seguro de sí mismo, sin que ello permitiera augurar nada bueno ni malo. En aquel momento se dedicaba a empujar la cabeza más pequeña, que parecía reacia a obedecerle, con la punta ahorquillada y roma de una pica que llevaba, y por debajo o a través de su yelmo azulrojizo rugía en una jerigonza que podríamos reproducir así:

—¡Gottverdammter Ungeheuer![1]

La cabeza más pequeña retrocedió, gimoteando como diecisiete cachorros. El demoníaco jinete sacó de debajo de su capa un pequeño libro y, tras consultar sus páginas dos veces (al parecer podía ver el exterior a través de su ventanilla azul), gritó en lankhmarés chapurreando, con un extraño acento:

—¿Qué mundo es éste, amigo?

Nadie, ni siquiera un bebedor de aguardiente al despertar de su borrachera, había formulado jamás a Fafhrd semejante pregunta. Sin embargo, en el estado de ensoñación narcótica en que se hallaba, respondió con bastante naturalidad:

—¡Éste es el mundo de Nehwon, oh, brujo!

—¡Got sei dank![2] —exclamó el hombre demoníaco.

—¿De qué mundo procedes? —quiso saber Fafhrd.

La pregunta pareció confundir al jinete del monstruo. Consultó apresuradamente su libro y replicó:

—¿Acaso conoces otros mundos? No crees que las estrellas son sólo joyas enormes.

—Cualquier idiota puede ver que las luces celestes son joyas —respondió Fafhrd—, pero nosotros no somos sandios y sabemos que existen otros mundos. Los lankhmareses creen que son burbujas en aguas infinitas. Mi opinión es que vivimos en el cráneo de un dios muerto, cuya bóveda está tachonada de joyas. Pero, sin duda, existen otros cráneos semejantes, y el universo que contiene a todos los universos es un gran campo de batalla helado.

El gualdrapeo de la vela balanceó a la Calamar, haciendo oscilar la caña del timón, que golpeó la cabeza más pequeña del monstruo, cuya boca se cerró sobre el madero. Un instante después la apartó, agitándola para desprenderse de las astillas introducidas entre los dientes.

Slinoor se estremeció.

—¡Dile al brujo que aparte a ese monstruo del barco! —le gritó.

El hombre demoníaco se apresuró a consultar de nuevo su libro, y entonces dijo:

—No os preocupéis, pues el monstruo sólo come ratas. Lo capturé junto a una pequeña isla rocosa donde viven muchas ratas. Ha confundido a vuestro gatito negro con un roedor.

Todavía en su estado de lucidez narcótica, Fafhrd le gritó:

—¿Tienes la intención, oh, brujo, de conjurar al monstruo para llevarlo a tu propio mundo craneano o globular?

Esta pregunta pareció confundir y excitar al mismo tiempo al hombre demoníaco, como si creyera que Fafhrd tenía la facultad de leer la mente. Tras consultar frenéticamente las páginas del libro, explicó que procedía de un mundo llamado simplemente Mañana y que estaba visitando diversos mundos a fin de recoger monstruos que se destinarían a una especie de museo o zoológico, al que llamó en su jerigonza Hagenbeck’s Zeitgarten[3]. En aquella expedición en particular buscaba un monstruo que pudiera ser un facsímil razonable de un monstruo marino de seis cabezas, totalmente mítico, que devoraba a los hombres arrebatándolos de las cubiertas de sus naves, y al que un antiguo escritor de literatura fantástica, un tal Hornero, llamó Escila.

—Jamás ha existido en Lankhmar un poeta llamado Hornero —musitó Slinoor.

—Sin duda, fue algún escriba de Quarmall o de las Tierras Orientales —aseguró el Ratonero a Slinoor. Entonces, menos temeroso de las dos cabezas y un poco celoso del protagonismo de Fafhrd, saltó a lo alto del coronamiento de popa y gritó—: Dime, oh, brujo, ¿con qué encantamientos conjurarás a tu pequeño Escila para ir, o para volver, a tu burbuja Mañana? Algo sé de brujería. ¡Desiste, sabandija!

Dirigió esta última observación, con un gesto de señorial desprecio a la cabeza más pequeña, que se había acercado con curiosidad al Ratonero. Slinoor aferró el tobillo del pequeño espadachín.

El hombre demoníaco reaccionó a la pregunta del Ratonero golpeándose un lado de la cabeza, sobre el yelmo rojo, como si hubiera olvidado algo de la mayor importancia, y empezó a explicar apresuradamente que había viajado entre los mundos en una nave (o un artilugio espaciotemporal, cuyo significado desconocían por completo sus interlocutores) que normalmente se mantenía en el aire, casi a ras de agua —«una nave negra con lucecitas y mástiles»— y que esa nave se había alejado de él en otra niebla, el día anterior, cuando estaba absorto en la doma del monstruo marino recién capturado. Desde entonces, el hombre demoníaco, montado en su monstruo ahora dócil, había buscado infructuosamente su vehículo perdido.

La descripción evocó un recuerdo en Slinoor, el cual hizo acopio de valor para explicar audiblemente que durante la última puesta de sol, el vigía de la Calamar había avistado una de tales naves flotando o volando hacia el nordeste.

El hombre demoníaco agradeció profusamente esta información, y, tras interrogar a Slinoor, anunció (para alivio de todos) que estaba dispuesto a emprender su búsqueda hacia el este, con renovada esperanza.

—Probablemente nunca tendré ocasión de recompensaros por vuestra cortesía —les dijo antes de partir—, pero al proseguir vuestra travesía por las aguas de la eternidad, llevad con vosotros por lo menos mi nombre: Karl Treuherz, de Hagenbeck.

Hisvet, que había estado escuchando desde el centro de la cubierta, eligió aquel momento para subir la corta escalera que conducía a la cubierta de popa. Llevaba un vestido de armiño y una capucha, para protegerse de la fría niebla.

Cuando su cabello plateado y su encantador y pálido rostro emergieron por encima del nivel de la cubierta, la cabeza más pequeña del dragón, que se había retirado decorosamente, se lanzó hacia ella con la velocidad con que ataca una serpiente. La muchacha cayó escalera abajo y se oyó el estrépito de su cuerpo al golpear contra la madera.

Karl Treuherz, que estaba penetrando en la niebla montado en la cabeza más grande, cuyos ojos tenían una expresión bastante benigna, soltó una retahíla de palabras incomprensibles, en tono claramente airado, y golpeó sin piedad con su pica a la cabeza más pequeña, mientras ésta se retiraba.

Entonces pudo verse, difuminado entre la niebla, al monstruo bicéfalo con su domador vestido de naranja y púrpura, deslizándose alrededor de la popa, con rumbo al este, hacia donde la niebla se espesaba más. El hombre demoníaco decía algo en un tono más amable, algo que podría ser una excusa y una despedida: «Es tut mir sehr leid! Aber dankeschoen, dankeschoen!»[4].

Con un último y suave «Hoongk!», el hombre demoníaco y el dragón marino que le servía de montura desaparecieron en la niebla.

Fafhrd y el Ratonero corrieron al lado de Hisvet, saltando por encima de la astillada barandilla, pero ella rechazó desdeñosa su ayuda mientras se levantaba en la cubierta central, frotándose delicadamente la cadera y cojeando un poco.

—No os acerquéis a mí, simplones —les dijo en tono airado—. Es una vergüenza que una damisela haya de librarse de una atroz perdición cayendo precipitadamente sobre esa parte de su cuerpo que casi me avergonzaría mostraros en el de Frix. No sois gentiles caballeros, y por eso las cabezas de los dragones han ensuciado la cubierta de popa. ¡Qué oprobio!

Entretanto, retazos de cielo claro y agua empezaron a aparecer al oeste, y llegó un fresco viento desde la misma dirección. Slinoor se lanzó adelante, gritando a su contramaestre que hiciera salir a los asustados marinos del castillo de proa antes de que la Calamar embarrancase.

Aunque el peligro de que eso ocurriera era todavía remoto, el Ratonero permanecía al lado del timón y Fafhrd observaba la vela principal. Entonces, Slinoor, que había regresado rápidamente a popa seguido por algunos marineros pálidos, saltó al coronamiento de popa con un grito.

El banco de niebla se deslizaba lentamente hacia el este, y las aguas claras se extendían hasta el horizonte occidental. A dos tiros de flecha al norte de la Calamar, otras cuatro naves aparecieron en un grupo desordenado: la galera de combate Tiburón y los transportes Atún, Carpa y Mero. La galera, impulsada por los ágiles remeros, se dirigió hacia la Calamar.

Pero Slinoor estaba mirando hacia el sur. Allí, apenas a un tiro de flecha, había dos naves, una de ellas fuera del banco de niebla, la otra medio oculta por éste.

La que estaba fuera de la niebla era la Almeja, a punto de irse a pique, con las bordas inundadas. La vela mayor se había desprendido y yacía en el agua. La cubierta se arqueaba de un modo extraño hacia arriba.

La nave envuelta en la niebla parecía ser una balandra negra, con la vela del mismo color.

Entre las dos naves, desde la Almeja hacia la balandra, se movía una multitud de pequeñas ondulaciones, cada una de ellas con una cabeza oscura.

Fafhrd se reunió con Slinoor. Éste, sin apartar la vista, se limitó a decir:

—Ratas.

Fafhrd enarcó las cejas. El Ratonero se le unió.

—La Almeja tiene una vía de agua, y ésta hincha el grano, que presiona fuertemente la cubierta.

Slinoor asintió y señaló hacia la balandra. Se veían vagamente las diminutas formas oscuras —¡ratas con toda seguridad!— que salían del agua y emergían por el costado de la nave.

—He aquí los causantes de la vía de agua en la Almeja —dijo Slinoor.

Entonces el capitán señaló un punto entre las naves, cerca de la balandra. Entre los últimos individuos de aquel ejército roedor había una cabeza blanca. Un instante después, pudo verse una pequeña forma blanca que trepaba velozmente por el costado de la balandra.

—He aquí al jefe de los roedores causantes de esa desgracia —comentó Slinoor.

Con un sordo ruido de madera astillada, la arqueada cubierta de la Almeja reventó expulsando una nube marrón.

—¡El grano! —exclamó Slinoor.

—Ahora ya sabes qué es lo que destroza las naves —dijo el Ratonero.

La balandra negra se fue difuminando, moviéndose hacia el oeste con la niebla en retirada.

La galera Tiburón pasó velozmente junto a la popa de la Calamar, sus remos moviéndose como las patas de un ciempiés prodigioso.

—¡Ha sido una trampa mortífera! —gritó Lukeen—. ¡Durante la noche se llevaron a va. Almeja con algún señuelo!

La balandra negra ganó la carrera con la niebla que se deslizaba hacia el este, y desapareció en la blancura.

La Almeja, con su cubierta partida, se fue a pique sin originar apenas un remolino, hundiéndose en las negras y salobres profundidades, arrastrada por su pesada quilla.

Con un agudo trompeteo de combate, la Tiburón se introdujo en el blanco muro de niebla, en pos de la balandra.

El palo mayor de la Almeja abrió un pequeño surco en el agua y se hundió. Todo lo que ahora se veía en las aguas al sur de la Calamar era una gran mancha de grano tostado que se iba extendiendo.

Slinoor volvió su rostro adusto hacia el maestre.

—Que la damisela Hisvet entre en su camarote, a la fuerza si es preciso —ordenó—. ¡Contad sus ratas blancas!

Fafhrd v el Ratonero intercambiaron una mirada.

Asustados Lukeen y Slinoor, a cuyo alrededor corretearían pajes y funcionarios ratoniles y detrás de los cuales se apostarían lanceros roedores con media armadura, sujetando armas con fantásticas púas y hojas curvas.

El maestre permanecía agachado junto a la rejilla abierta de la puerta cerrada, en parte para procurar que ningún otro marinero pudiera oírles.

La damisela Hisvet estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el camastro, con el vestido de armiño decorosamente doblado bajo las rodillas, e incluso en aquella actitud parecía muy reservada y elegante. De vez en cuando acariciaba el cabello negro y ondulado de Frix, que estaba arrodillada sobre las tablas.

El maderamen crujía mientras la nave Calamar avanzaba hacia el norte. De vez en cuando se oía el débil ruido que hacían los marineros al moverse en la cubierta de popa. Alrededor de las pequeñas escotillas, que daban acceso a la bodega y a través de las mismas grietas de las tablas, llegaba el olor omnipresente del grano, un aroma astringente, a tostado.

Lukeen habló entonces. Era un hombre delgado, de hombros caídos, músculos alargados y casi tan alto como Fafhrd. Llevaba una cota de mallas corta, de finísimos eslabones, sobre una sencilla blusa negra. Una cinta dorada recogía su cabello oscuro y sujetaba en su frente la estrella de mar de cinco brazos, con los bordes curvados, de hierro parduzco, que era el emblema de Lankhmar.

—¿Cómo sé que se llevaron la Almeja con un señuelo? Dos horas antes del alba oí por dos veces la nota del gong de la Tiburón a lo lejos, aunque en aquel momento me encontraba junto al gong silencioso de la Tiburón. Tres de mis marinos lo oyeron también. Fue algo de lo más misterioso. Caballeros, conozco las notas de gong de las galeras de Lankhmar mejor que las voces de mis hijos. La que oímos era tan idéntica a la de la Tiburón, que no podía pertenecer de ningún modo a otra nave… Supuse que era algún siniestro eco espectral o una ilusión de nuestras mentes, y no pensé que el asunto mereciera más atención. Si hubiera tenido la menor sospecha de que… —Lukeen frunció el ceño, meneó la cabeza y prosiguió—: Ahora sé que la balandra negra debe de tener un gong que produce exactamente la nota del de la Tiburón. Lo utilizaron, probablemente imitando también mi voz, para desviar a la Almeja de la alineación, en la niebla, y alejarla lo suficiente para que la horda de ratas, capitaneadas por la blanca, pudieran trabajar a placer en la nave sin que se oyeran los gritos de la tripulación. Debieron de abrir veinte agujeros en el fondo para que el agua penetrara con tamaña rapidez en la Almeja y el grano se hinchara así. ¡Ah, esas fieras con dientes como pequeñas palas son mucho más astutas y más perseverantes que los hombres!

—¡Eso es un ataque de enajenación marina! —le interrumpió Fafhrd—. ¿Desde cuándo las ratas hacen gritar a los hombres y acaban con ellos? ¿Ratas que se apoderan de un barco y lo hunden? ¿Ratas que mandan y obedecen? ¡Ésa es la más vulgar de las supersticiones!

—No eres la persona más apropiada para hablar de supersticiones e imposibles, Fafhrd —le dijo Slinoor—, cuando esta misma mañana has hablado con un demonio enmascarado y farfullante montado en un dragón de dos cabezas.

Lukeen miró a Slinoor enarcando las cejas. Aquélla era la primera noticia que tenía del episodio de Hagenbeck.

—Eso no tiene nada que ver —replicó Fafhrd—. Se trata del viaje entre los mundos, y no interviene la superstición.

Slinoor se mostró escéptico.

—Supongo que tampoco intervino la superstición cuando me hablaste de lo que te dijo la mujer sabia acerca de los Trece, ¿me equivoco?

Fafhrd se echó a reír.

—Jamás he creído una sola de las palabras que me dijo la mujer sabia, que era una bruja vieja y absurda. He repetido la tontería que me contó como una simple curiosidad.

Slinoor miró a Fafhrd con los ojos entrecerrados, evidentemente incrédulo, y entonces pidió a Lukeen que prosiguiera.

—Poco más puedo decir. Vi a los batallones de ratas nadando desde la Almeja a la balandra negra, y vi, como vosotros, a su capitana blanca. —Al decir esto dirigió una mirada iracunda a Fafhrd—. Luego perseguí infructuosamente a la nave negra durante dos horas, bajo la niebla, hasta que mis remeros se acalambraron. ¡De haberla hallado, no la habría abordado, sino prendido fuego! ¡Y hubiera rechazado a las ratas con aceite hirviendo si hubiesen tratado nuevamente de cambiar de nave! ¡Y cómo me habría reído viendo freírse a esos asesinos peludos!

—Habría sido perfecto —dijo Slinoor de modo concluyen-te—. ¿Y qué crees que, a tu juicio, comandante Lukeen, deberíamos hacer ahora?

—Hundir a esos malditos roedores enjaulados —respondió Lukeen al instante—, antes de que dirijan el rapto de más naves, o nuestros marinos enloquezcan de terror.

Estas palabras provocaron de inmediato una respuesta airada de Hisvet.

—¡Tendréis que hundirme a mí primero, encadenada a unas pesas de plata, comandante!

La mirada de Lukeen se posó más allá de la muchacha, en una serie de jarras de plata con grandes asas, que contenían ungüento, así como varias pesadas cadenas también de plata que reposaban en un estante, junto al camastro.

—Tampoco eso es imposible, señorita —dijo el hombre, con apenas un esbozo de sonrisa.

—¡No hay una sola prueba contra ella! —exclamó Fafhrd—. Este hombre está loco.

—¿Ninguna prueba? —rugió Lukeen—. Ayer había doce ratas blancas. Ahora sólo hay once. —Tendió una mano hacia las jaulas alineadas y sus altivos ocupantes de ojos azules—. Todos las habéis contado. ¿Quién si no esta diabólica damisela envió a la rata blanca para que dirigiera a las roedoras asesinas que han destruido a la. Almeja? ¿Qué otra prueba quieres?

—¡Sí, en efecto! —intervino el Ratonero, en un tono vibrante que llamó la atención de los demás—. La prueba sería suficiente… si ayer hubiera habido doce ratas en las cuatro jaulas. —Entonces añadió con naturalidad pero muy claramente—: Recuerdo que eran once las ratas.

Slinoor miró al Ratonero como si no pudiera dar crédito a sus oídos.

—¡Mientes! —le espetó—. Es más, mientes insensatamente. ¡Pero si tú, Fafhrd y yo hablamos de que había una docena de ratas blancas!

El Ratonero menó la cabeza.

—Fafhrd y yo no dijimos palabra sobre el número exacto de ratas. Fuiste tú quien dijo que había doce. No doce, sino… una docena. Supuse que utilizabas ese término como un número redondo, una aproximación. —El Ratonero chascó los dedos—. Ahora recuerdo que cuando dijiste una docena sentí curiosidad y las conté. Eran once. Pero me pareció que no valía la pena discutir por esa menudencia.

—No, ayer había doce ratas —afirmó solemnemente Slinoor, con una gran convicción—. Estás equivocado, Ratonero Gris.

—Creo a mi amigo Slinoor antes que a una docena de vosotros —terció Lukeen.

—No debemos dividirnos, amigos —dijo el Ratonero con una sonrisa—. Ayer conté esas ratas regalo de Glipkerio y eran once. Cualquier hombre puede errar en sus recuerdos de vez en cuando, capitán Slinoor. Analicemos esto. Doce ratas repartidas en cuatro jaulas es igual a tres ratas por jaula. Ahora veamos… ¡Ya lo tengo! Ayer hubo un momento en el que con toda seguridad cada uno de nosotros contó a las ratas… cuando las bajamos a este camarote. ¿Cuántas había en la jaula que llevaste, Slinoor?

—Tres —dijo el interpelado al instante.

—Y tres en la mía —dijo el Ratonero.

—Y tres en cada una de las otras dos —intervino Lukeen con impaciencia—. ¡Estamos perdiendo el tiempo!

—Estoy de acuerdo —convino Slinoor, moviendo la cabeza.

—¡Esperad! —dijo el Ratonero, alzando la mano con el índice extendido—. Hubo un momento en que todos debimos reparar en el número de ratas que contenía una de las jaulas que Fafhrd llevaba… cuando él la levantó por primera vez, mientras hablaba con Hisvet. Recordadlo. La levantó así. —El Ratonero juntó los dedos pulgar y corazón—. ¿Cuántas ratas había en esa jaula, Slinoor?

Un surco profundo apareció en la frente de Slinoor.

—Dos —respondió, y añadió al instante—: Y cuatro en la otra.

—Acabas de decir que había tres en cada una —le recordó el Ratonero.

—¡No es verdad! —negó Slinoor—. Lukeen ha dicho eso, noyó.

—Sí, pero has asentido, le has dado la razón —dijo el Ratonero.

Con las cejas levantadas, parecía la personificación de la inocente búsqueda de la verdad.

—En lo único que me he mostrado de acuerdo con él es en que estábamos perdiendo el tiempo —dijo Slinoor—. Y sigo creyéndolo así.

De todos modos, el surco de la frente no desapareció por completo, y su voz había perdido el tono de certeza absoluta.

—Ya veo —dijo dubitativo el Ratonero. Poco a poco había adoptado la actitud de un abogado que elucida un caso en la sala de justicia, e iba de un lado a otro con el ceño fruncido, como lo haría un profesional. De improviso hizo una pregunta—: Fafhrd, ¿cuántas ratas llevaste?

—Cinco —respondió audazmente el norteño, el cual no estaba muy fuerte en aritmética, pero había tenido tiempo para contar disimuladamente con los dedos y pensar en lo que se proponía el Ratonero—. Dos en una jaula y tres en la otra.

—¡Una falsedad insostenible! —dijo burlonamente Lukeen—. El vil bárbaro juraría cualquier cosa para conseguir una sonrisa de la damisela, que coquetea con él.

—¡Eso es una mentira abominable! —rugió Fafhrd, levantándose bruscamente y dándose un golpe tan violento con una viga de la cubierta que se llevó ambas manos a la cabeza, en una mueca de dolor.

—¡Siéntate, Fafhrd, antes de que te ordene que le pidas disculpas a la cubierta! —le exigió el Ratonero con cruel dureza—. —Esto es un juicio solemne y civilizado, no un altercado entre bárbaros! Veamos…, tres más tres más cinco hacen… once. ¡Señorita Hisvet!—. Apuntó un dedo acusador entre sus ojos de iris rojizos y le preguntó con la mayor severidad: —¿Cuántas ratas blancas trajisteis a bordo de la nave Calamar! ¡Decid la verdad y nada más que la verdad!

—Once —respondió ella tímidamente—. Me alegro de que por fin alguien se haya dignado preguntármelo.

—¡Sé que eso no es cierto! —dijo bruscamente Slinoor, ya con la frente lisa—. ¿Por qué no habré pensado antes en ello? Nos habríamos ahorrado esta molesta sesión de preguntas y recuentos. En este mismo camarote guardo la carta de comisión de Glipkerio, en la que dice literalmente que me confía a la damisela Hisvet, hija de Hisvin, y veinte ratas blancas amaestradas. ¡Esperad, os pondré ese documento probatorio ante vuestras narices!

—No es necesario, capitán —intervino Hisvet—. He visto ese escrito y puedo atestiguar que tus citas son exactas. Pero, por desgracia, entre el envío de la carta y el día en que subí a bordo de la Calamar, la pobre Tchy fue devorada por Bimbat, el dogo gigante de Glippy. —Se llevó un fino dedo al rabillo de un ojo y aspiró—. La pobre Tchy era la más graciosa de las doce. Por eso no salí del camarote durante los dos primeros días de la travesía.

Cada vez que pronunciaba el nombre de Tchy, las once ratas enjauladas emitían un sonido lastimero.

—¿Llamáis Glippy a nuestro Señor Supremo? —balbuceó Slinoor, realmente asombrado—. ¡No tenéis vergüenza!

—Es cierto, señorita, debéis vigilar vuestro lenguaje —le advirtió severamente el Ratonero, manteniendo hasta el extremo su nuevo papel de inquisidor austero—. Cualquier relación familiar entre vos y nuestro Señor Supremo, el archinoble Glipkerio Kistomerces, es totalmente ajena a esta sala de justicia.

—¡Miente como una arpía astuta y sutil! —afirmó Lukeen airado—. La empulguera o el potro, o quizá tan sólo retorcerle un brazo en la espalda, le arrancaría la verdad con rapidez.

Hisvet se volvió y le miró orgullosamente.

—Acepto vuestro desafío, comandante —dijo en tono neutro, posando la mano derecha sobre la oscura cabeza de su doncella—. Frix, tiende tu mano, o cualquier otra parte de tu cuerpo que los valientes caballeros deseen torturar. —La doncella enderezó la espalda. Su rostro permanecía impasible y apretaba los labios con firmeza, pero sus ojos miraban frenéticamente a uno y otro lado. Hisvet se dirigió de nuevo a Slinoor y Lukeen—: Si conocéis las leyes de Lankhmar, sabréis que a una virgen de mi rango sólo se la tortura en la persona de su doncella, la cual demuestra, por su inmutabilidad bajo un dolor extremo, la inocencia de su ama.

—¿Qué os he dicho de ella? —preguntó Lukeen a los demás—. ¡Sutil es un término demasiado grosero para calificar sus manejos, propios de una araña! —Miró a Hisvet y dijo en tono desdeñoso—: ¡Virgen!

Una leve sonrisa de resignación apareció en los labios de Hisvet. Fafhrd sonrió y, aunque todavía se sujetaba la cabeza dolorida, tuvo que hacer un esfuerzo para no erguirse bruscamente de nuevo. Lukeen le miraba divertido, seguro de que podía provocarle a voluntad y de que el bárbaro carecía del ingenio civilizado para replicarle con un insulto intolerable.

Fafhrd miró pensativo a Lukeen.

—Sí, eres muy valiente, vestido con cota de mallas, amenazando a las muchachas e imaginando atroces torturas, ¡pero si no llevaras armadura y tuvieses que demostrar tu virilidad con una sola muchacha valiente, caerías como un gusano!

Lukeen se levantó airado y se dio tal golpe con una viga de la cubierta que soltó un grito estremecido y se tambaleó. No obstante, palpó a ciegas en busca de la empuñadura de su espada. Slinoor le cogió la muñeca y le obligó a sentarse de nuevo.

—Domínate, comandante —le imploró con severidad Slinoor, cuya resolución parecía ir en aumento mientras los otros discutían y se querellaban—. Basta de insultos, Fafhrd. Ratonero (iris, ésta no es tu sala de justicia, sino la mía, y no nos hemos reunido para debatir el alcance de las leyes, sino para enfrentarnos a un peligro. Esta flota de transporte se encuentra ahora en grave peligro. Nuestras vidas corren riesgo y, lo que es mucho peor, Lankhmar estará en peligro si Movarl no recibe su grano con esta tercera expedición. Anoche la Almeja fue engañada y destruida. Esta noche podría ser la Mero, la Calamar, tal vez la Tiburón, e incluso todas nuestras naves. Las dos flotas anteriores zarparon bien advertidas y custodiadas, y no obstante sufrieron una pérdida total.

Hizo una pausa para que los demás aquilataran debidamente sus palabras.

—Ratonero —siguió diciendo—, tu recuento de las ratas me ha hecho dudar un poco, pero las pequeñas dudas no son nada cuando vidas y ciudades corren peligro. Por la seguridad de la flota y de Lankhmar, hundiremos a las ratas sin dilación y vigilaremos estrechamente a la damisela Hisvet hasta el mismo muelle de Kvarch Nar.

—¡Muy bien! —exclamó el Ratonero, adelantándose a Hisvet. Pero en seguida añadió, como si hubiera tenido una inspiración repentina—: O mejor todavía…, nombradnos a Fafhrd y a mí para que vigilemos sin cesar no sólo a Hisvet, sino también a las once ratas blancas. De ese modo no perdemos el regalo de Glipkerio, con el riesgo de ofender a Movarl.

—No confiaría a nadie la mera vigilancia de las ratas —le replicó Slinoor—. Son demasiado tramposas. Tengo la intención de trasladar a la damisela a la nave Tiburón, donde estará mejor controlada. Lo que Movarl desea es el grano, no las ratas. No sabe nada de ellas, por lo que no podrá enojarse al no recibirlas.

—Claro que lo sabe —intervino Hisvet—. Glipkerio y Movarl intercambian semanalmente cartas por medio de albatros mensajeros. Nehwon es más pequeño cada año, capitán, y las naves son como caracoles comparadas con esas aves mensajeras de grandes alas. Glipkerio le escribió a Movarl sobre las ratas, y éste expresó un gran placer por el regalo e intensos deseos de contemplar la actuación de las Sombras Blancas…, y a mí misma —añadió, inclinando recatadamente la cabeza.

El Ratonero intervino al instante:

—Slinoor, también debo oponerme con firmeza, y sintiéndolo mucho, al traslado de Hisvet a otra nave. El encargo que Glipkerio nos hizo a Fafhrd y a mí, y cuyo escrito puedo mostrarte cuando quieras, dice con claridad que hemos de proteger a la damisela siempre que esté fuera de sus aposentos privados. Nos hace absolutamente responsables de su seguridad…, así como la de esas Sombras Blancas. Nuestro Señor Supremo indica asimismo con toda claridad que aprecia a esas criaturas más que a su peso en joyas.

—Podéis protegerla en la nave Tiburón —dijo secamente Slinoor.

—¡No aceptaré al bárbaro en mi nave! —rugió Lukeen, el cual aún miraba con los ojos entrecerrados a causa del dolor producido por el golpe.

—No me dignaría viajar en semejante embarcación o gusano con remos —replicó Fafhrd, expresando el desprecio de todos los bárbaros hacia las galeras.

—Además —intervino el Ratonero, haciendo a Fafhrd un gesto admonitorio—, tengo el deber de advertirte, Slinoor, como amigo tuyo que soy, que con tus imprudentes amenazas contra las Sombras Blancas y la misma damisela corres el riesgo de provocar el enojo, no sólo de nuestro Señor Supremo, sino también del mercader de granos más poderoso de Lankhmar.

—Sólo pienso en la ciudad y la flota de transporte —se limitó a decir Slinoor—, y tú lo sabes.

—¡Ajá! —exclamó Lukeen, sulfurado, y añadió en tono despectivo—: ¡Este necio aún no ha comprendido que es Hisvin, el padre de Hisvet, quien está detrás de esos hundimientos por medio de ratas, puesto que se enriquece con las nuevas ventas de grano a Glipkerio!

—¡Basta, Lukeen! —le ordenó Slinoor aprensivamente—. Esa dudosa suposición tuya es del todo improcedente.

—¿Suposición? ¡Y mía! —estalló Lukeen—. Tú lo sugeriste, Slinoor… Tú dijiste que Hisvin planea derrocar a Glipkerio… ¡y que incluso está aliado con los mingoles! ¡Digamos la verdad aunque sea por una sola vez!

—Entonces habla sólo por ti, comandante —dijo Slinoor, sin alterarse pero con firmeza—. Me temo que ese golpe te ha trastocado el cerebro. Ratonero Gris, eres un hombre juicioso. ¿No puedes comprender que sólo hay una cosa que me preocupa por encima de todo? Estamos aislados en alta mar, corriendo el peligro de un asesinato en masa. Debemos tomar las medidas necesarias. ¿Es que ninguno de vosotros va a mostrar una pizca de cordura?

—Yo lo haré, capitán, puesto que lo pides —dijo vivamente Hisvet, arrodillándose sobre el camastro mientras se volvía hacia Slinoor. Las luz que se filtraba a través de una celosía arrancaba destellos de su cabello plateado y la anilla de plata que lo sujetaba—. Soy sólo una muchacha y no estoy ducha en los problemas de la guerra y la rapiña, pero tengo una idea sencilla, capaz de explicarlo todo, y he esperado en vano que la expresara cualquiera de vosotros, caballeros, expertos en las múltiples formas de la violencia.

»Anoche, destruyeron una nave. Achacáis el delito a las ratas…, animalitos que, en cualquier caso, abandonarían una nave a punto de irse a pique, que, aunque de color gris oscuro en general, a menudo cuentan entre ellas con algunas blancas y a las que sólo una imaginación desaforada podría considerar capaces de matar a toda una tripulación y hacer desaparecer sus cuerpos. Para llenar las grandes lagunas de esta extraña teoría, me consideráis una siniestra reina de las ratas, que puede obrar sombríos milagros, y ahora incluso, parecéis hacer de mi pobre y amoroso padre una especie de todopoderoso emperador de las ratas.

»No obstante, esta mañana os habéis encontrado con un destructor de naves como probablemente no hay otro, y, ¡ay!, habéis dejado que se alejara sin protestar, pero el hombre demoníaco incluso confesó que iba en busca de un monstruo de varias cabezas capaz de arrebatar a los tripulantes de la cubierta de sus naves y devorarlos. Sin duda, mintió cuando dijo que la bestia hallada en este mundo comía tan sólo pequeñas criaturas, pues se abalanzó contra mí para devorarme…, ¡y anteriormente podría haber atacado a cualquiera de vosotros! Si no lo hizo fue porque entonces estaba saciado.

»Lo más probable es que el dragón de dos cabezas y largos cuellos arrebatara a los marineros de la Almeja de su cubierta, o del castillo de popa y la bodega, si se habían refugiado allí, como si fuesen dulces de una caja de confites con varios compartimientos, y luego abrió boquetes en el maderamen de la nave. Incluso sería aún más probable que el fondo de la Almeja se hubiera desgarrado al chocar con las Rocas de los Dragones, en medio de la niebla, y que al mismo tiempo la hubiese atacado el dragón marino. Éstas son posibilidades serias, caballeros, evidentes incluso para una tierna muchacha y que no exigen demasiado raciocinio.

Este sorprendente discurso provocó una mezcolanza de reacciones.

—Una joya de ingenio principesco, señorita —dijo el Ratonero, aplaudiendo—. Seríais una excelente estratega.

—Lúcidas palabras —comentó Fafhrd resueltamente—, pero Karl Treuherz me pareció un demonio honesto.

—Mi ama os supera a todos como pensadora —dijo con orgullo la doncella Frix.

El maestre miró a la muchacha desde la puerta, con los ojos que parecían salírsele de las órbitas, y le hizo el signo de la estrella de mar.

Lukeen gruñó:

—Naturalmente, se olvida de la balandra negra, porque le conviene.

—¿Habéis dicho en broma lo de reina de las ratas? —exclamó Slinoor—. ¡Eso es lo que sois, en efecto!

Mientras los demás guardaban silencio ante esta horrenda acusación, Slinoor, mirando sombría y temerosamente a Hisvet, añadió con rapidez:

—La damisela me ha recordado con su discurso el punto más negativo en su contra. Karl Treuherz dijo que su dragón, que vivía junto a las rocas de las ratas, sólo comía roedores. El monstruo no hizo el menor movimiento para devorarnos, para lo cual tenía todas las oportunidades y, sin embargo, en cuanto apareció Hisvet, la atacó de inmediato. Sabía cuál es su verdadera raza. —Entonces la voz de Slinoor se estremeció—. Trece ratas con mentes humanas dirigen a toda la especie ratonil. Los más sabios adivinos de Lankhmar han conservado esta antigua sabiduría. Once son esas silenciosas bestias de pelaje plateado que están escuchando nuestras palabras. La duodécima celebra en la negra balandra su conquista de la Almeja. La decimotercera —señaló con un dedo extendido— ¡es la misma damisela de cabello plateado y ojos rojizos!

Al oír esto, Lukeen se puso cautelosamente en pie y exclamó:

—¡Oh, Slinoor, acabas de hacer gala del razonamiento más perspicaz! ¿Y por qué lleva esta mujer tan recatado atavío si no para ocultar mejor las demás pruebas de su atroz parentesco? ¡Déjame que le quite ese vestido de armiño y te mostraré un cuerpo cubierto de blanco pelaje y diez pequeños hoyuelos negros en vez de unos hermosos senos de doncella!

Rodeó la mesa a hurtadillas con la intención de aproximarse a la muchacha, pero Fafhrd se levantó, con no menos cautela, e inmovilizólos brazos de Lukeen a los costados con un abrazo de oso, al tiempo que le decía:

—¡Ni hablar! ¡Si la tocas, eres hombre muerto! Frix intervino entonces, gritando:

—¡El dragón se había saciado con la tripulación de la Almeja, como os ha dicho mi ama! ¡No quería más hombres de carne áspera, pero intentó apoderarse ávidamente de mi tierna señorita, que sin duda era para él un bocado exquisito como postre!

Lukeen forcejeó hasta que pudo volverse y sus ojos negros miraron furibundos a los verdes de Fafhrd, a pocos centímetros de distancia.

—¡Oh, execrable bárbaro! —le espetó—. Prescindo de mi rango y dignidad y te desafío ahora mismo a un combate en la cubierta central. Demostraré que Hisvet te ha corrompido mediante el juicio del combate. ¡Es decir, si te atreves a sostener una lucha civilizada, gran mono hediondo!

Dicho esto, escupió en el rostro burlón de Fafhrd.

La única reacción de Fafhrd a esta afrenta fue sonreír ampliamente, a pesar de que la saliva se deslizaba viscosa por su mejilla, sin soltar a Lukeen y prevenido por si al airado comandante se le ocurría morderle la nariz como último recurso para soltarse.

Aceptado el desafío, Slinoor, que no hacía más que menear la cabeza y elevar los ojos al cielo, no tuvo más remedio que apresurar los preparativos para el combate o duelo, a fin de que tuviera lugar antes de la puesta del sol y quedara algún tiempo con luz suficiente para tomar medidas de seguridad de la flota antes de que anocheciera.

Cuando Slinoor, el Ratonero y el maestre les rodearon, Fafhrd soltó a Lukeen, el cual, desviando desdeñosamente la mirada, subió a cubierta para ordenar a varios marineros de la Tiburón que le sirvieran como padrinos y atestiguaran la limpieza del combate. Slinoor habló con el maestre y otros oficiales. El Ratonero, tras intercambiar unas palabras con Fafhrd, se dirigió a proa y pudo vérsele charlar animadamente con el contramaestre y los miembros ordinarios de la tripulación, hasta el cocinero y el grumete. De vez en cuando, parecía como si algo pasara desde la mano del Ratonero hasta la del marinero con el que estaba hablando.