Con el viento del oeste, solícito como una madre, hinchando las oscuras velas triangulares, la esbelta galera de combate y los cinco anchos cargueros de grano, que habían zarpado hacía dos noches de Lankhmar, avanzaban en hilera hacia el norte, a través del Mar Interior del antiguo mundo de Nehwon.
Caía la tarde de uno de esos días suaves y azules en los que el mar y el cielo tienen la misma tonalidad, proporcionando una prueba evidente de la hipótesis hoy predilecta de los filósofos lankhmarianos; que Nehwon es una gigantesca burbuja que se alza a través de las aguas de la eternidad, con continentes, islas y grandes joyas, que por la noche son las estrellas flotando ordenadamente en la superficie interior de la burbuja.
En la cubierta de popa del último de los cargueros, que era también el más grande, el Ratonero Gris escupió una piel de ciruela a sotavento y exclamó:
—¡Corren buenos tiempos en Lankhmar! Ni tan sólo había transcurrido un día desde nuestra llegada a la Ciudad de la Toga Negra tras varios meses de aventuras lejos de ella, cuando obtenemos este agradable encargo del Señor Supremo en persona…, y con un anticipo de la paga.
—Siempre he desconfiado de los encargos agradables —replicó Fafhrd bostezando, al tiempo que abría su jubón adornado con pieles para que el viento suave acariciara su pecho tras penetrar entre la maraña del vello—. Y nos ha hecho salir tan rápidamente de Lankhmar que ni siquiera hemos tenido tiempo de presentar nuestros respetos a las damas. No obstante, debo confesar que las cosas nos podrían haber ido peor. Una bolsa llena es el mejor lastre para contener los impulsos viriles, sobre todo cuando quien los experimenta tiene patente de corso con las damas.
Slinoor, el capitán del barco, se volvió para mirar al ágil hombrecillo vestido de gris y a su alto camarada bárbaro, que llevaba un atuendo más llamativo. El capitán de la Calamar era un hombre de media edad, vestido con una túnica negra. Estaba de pie, entre dos fornidos marineros también vestidos de negro y con las piernas desnudas, los cuales mantenían firme el gran timón arqueado que guiaba la Calamar.
—Eh, bribones —les dijo Slinoor sin levantar apenas la voz—. ¿Qué sabéis realmente de vuestro agradable encargo? Mejor dicho, ¿qué es lo que el archinoble Glipkerio decidió deciros sobre el objetivo y los oscuros antecedentes de esta travesía?
Dos jornadas de navegación placentera parecían haber animado finalmente al taciturno capitán del barco a intercambiar confidencias, o por lo menos a un trueque de interrogantes y mentiras.
El Ratonero introdujo su daga, a la que llamaba Garra de Gato, en una bolsa de mallas que colgaba del pasamano de la borda y la extrajo con una ciruela morada como un crepúsculo clavada en su punta.
—Lo que sabemos —respondió sin inmutarse— es que esta flota lleva una carga de grano, regalo del Señor Supremo Glipkerio a Movarl de las Ocho Ciudades, como agradecimiento a éste por haber expulsado a los piratas mingoles del Mar Interior y tal vez impedir que los mingoles esteparios asaltaran Lankhmar a través del Reino Hundido. Movarl necesita el grano para sus granjeros y cazadores que se han convertido en soldados y ciudadanos, y, sobre todo, para abastecer al ejército que socorre a su ciudad de Klelg Nar, bajo asedio mingol. Podríamos decir que Fafhrd y yo somos una pequeña pero poderosa retaguardia que protege el grano y ciertos artículos más delicados que forman parte del regalo de Glipkerio.
—¿Te refieres a ésos? —Slinoor señaló con el pulgar hacia babor.
A lo largo de la borda se alineaban cuatro jaulas de barrotes plateados, cada una de las cuales contenía tres grandes ratas blancas. Con sus pelajes sedosos, sus ojos azul claro y, sobre todo, los labios superiores cortos y arqueados, bajo los que exhibían dos incisivos enormes, parecían una camarilla de aristócratas altivos, hastiados, endógamos, y aristocrática era asimismo la manera desinteresada con que observaban a un flaco gatito negro que, con las garras escondidas, se había encaramado al pasamano de la borda, como para alejarse todo lo posible de las ratas, a las que miraba con mucha preocupación.
Fafhrd estiró el brazo y deslizó un dedo por el lomo del gatito, el cual arqueó el espinazo, sumido por un instante en un placer sensual; pero en seguida se apartó y siguió observando preocupado a las ratas, actividad compartida por los dos pilotos vestidos de negro, que parecían a la vez molestos y temerosos a causa de los pasajeros enjaulados en la cubierta de popa.
El Ratonero se chupó los dedos bañados en jugo de ciruela y sacó la lengua para capturar con precisión una gota que amenazaba con escurrirse por la barbilla.
—No, no me refiero principalmente a esas ratas de alta cuna —le dijo a Slinoor, y, arrodillándose de improviso, tocó significativamente con dos dedos la cubierta de roble y añadió—: Me refiero a la dama que está abajo, la cual te ha echado de tu camarote de capitán y ahora insiste en que las ratas necesitan sol y aire fresco…, extraña manera, a mi modo de ver, de mimar a unas alimañas acostumbradas a vivir en la oscuridad subterránea.
Slinoor enarcó sus pobladas cejas. Se acercó más a su interlocutor y le susurró:
—¿Crees que la damisela Hisvet tal vez no sea simplemente la encargada de velar por las ratas, sino que también forme parte del regalo de Glipkerio a Movarl? Demontre, es la hija del mercader de grano más importante de Lankhmar, el cual se ha enriquecido vendiéndole cereal tostado a Glipkerio.
El Ratonero sonrió crípticamente, pero no dijo nada.
Slinoor frunció el ceño y luego susurró, en voz aún más baja:
—Ciertamente, he oído el rumor de que Hisvet ya fue el regalo de su padre a Glipkerio para comprar su patrocinio.
Fafhrd, que había intentado acariciar al gato de nuevo, sin más éxito que el de hacerle trepar por el mástil de popa, se volvió al oír las palabras del capitán.
—Pero Hisvet es una niña —dijo casi en tono de reproche—, una doncella de lo más recatada y decente. No lo sé en lo que concierne a Glipkerio, pues parece un decadente —esa palabra no era un insulto en Lankhmar—, pero, sin duda, a Movarl, un norteño de los bosques, sólo le gustan las mujeres fuertes, maduras y completas.
—Sin duda, ésos son tus propios gustos —observó el Ratonero, mirando a Fafhrd con los ojos entrecerrados—. ¿No te interesan las relaciones con mujeres de aspecto aniñado?
Fafhrd parpadeó como si el Ratonero le hubiera hundido los dedos en el costado. Entonces se encogió de hombros y cambió de tema.
—¿Por qué son tan especiales estas ratas? ¿Es que saben hacer trucos?
—Así es —replicó Slinoor, evidenciando con su tono la repugnancia que sentía hacia los roedores—. Actúan como si fuesen hombres. Hisvet las ha amaestrado para que bailen al son de una música, beban de copas, sujeten pequeñas lanzas y espadas e incluso practiquen la esgrima. Yo no lo he visto… ni tengo el menor interés en ello.
La fantasía del Ratonero se puso en marcha. Se imaginó pequeño como una rata, batiéndose con otras ratas que llevaban encajes en el cuello y las patas delanteras, deslizándose por los laberínticos túneles de sus ciudades subterráneas, convirtiéndose en un gran experto en quesos y carnes ahumadas, tal vez cortejando a una esbelta reina roedora, sorprendido por el rey roedor y teniendo que combatir con él en la oscuridad. Entonces observó que una de las ratas blancas le miraba fijamente con sus fríos e inhumanos ojos azules, y de improviso esa idea no le pareció en absoluto divertida. A pesar de que el calor del sol era intenso, se estremeció.
—No es bueno para los animales que intenten ser como los hombres —decía Slinoor, mirando sombríamente a los silenciosos aristócratas blancos—. ¿Habéis oído hablar de la leyenda de…? —empezó a decir, pero titubeó y no siguió adelante, meneando la cabeza, como si creyera que había estado a punto de hablar demasiado.
—¡Una vela! —gritó el vigía, desde la cofa—. ¡Una vela negra a barlovento!
—¿Qué clase de barco? —gritó Slinoor—. No lo sé, capitán, sólo veo lo alto de la vela.
—No lo pierdas de vista, muchacho —le ordenó el capitán.
—Así lo haré, capitán.
Slinoor fue a la barandilla de estribor y luego regresó.
—Las velas de Movarl son verdes —dijo Fafhrd, pensativo.
Slinoor asintió.
—Las velas de Movarl son blancas. Las de los piratas eran rojas en su mayoría. Las de Lankhmar fueron negras en otro tiempo, pero ahora ese color es sólo para las barcazas funerarias, que procuran no alejarse demasiado de la costa. Al menos jamás he conocido…
El Ratonero le interrumpió:
—Has hablado de oscuros antecedentes de esta travesía. ¿Por qué oscuros?
Slinoor les llevó junto al coronamiento de popa, a distancia de los fornidos timoneles. Fafhrd se agachó un poco para pasar por debajo de la arqueada caña del timón. Los tres miraron la ondulante estela que dejaba la nave, con las cabezas muy juntas.
—Habéis estado lejos de Lankhmar —dijo Slinoor—. ¿No sabíais que éste no es el primer regalo de grano a Movarl?
El Ratonero asintió.
—Nos dijeron que hubo otro, pero que, por alguna razón, se perdió. Creo que fue durante una tormenta. Glipkerio lo comentó.
—Hubo dos —dijo concisamente Slinoor—, y ambos se perdieron sin dejar rastro. No hubo ninguna tormenta.
—¿Qué fue entonces? —preguntó Fafhrd, mirando a su alrededor, pues las ratas habían empezado a ponerse nerviosas—. ¿Piratas?
—Movarl ya había expulsado a los piratas, enviándolos al este. Cada una de las dos flotas estaba protegida por galeras como la nuestra, zarparon con buen tiempo y un viento del oeste adecuado. —Slinoor sonrió vagamente—. Sin duda, Glipkerio no os contó estas cosas por temor a que os excusarais. Nosotros, los marinos, y los lankhmarianos obedecemos por deber y por el honor de la Ciudad, pero últimamente Glipkerio ha tenido dificultades para contratar a la clase de agentes especiales que le gusta emplear en sus misiones también especiales. Nuestro señor es inteligente, qué duda cabe, pero emplea la mayor parte de esa inteligencia en sus proyectos para visitar otros mundos encerrados en burbujas, en una gran campana de inmersión o un barco sumergible metálico herméticamente cerrado, mientras se sienta con muchachas amaestradas para contemplar la actuación de unas ratas igualmente amaestradas, compra a los enemigos de Lankhmar con oro y recompensa a los cada vez más codiciosos amigos de Lankhmar con grano, no con soldados. —Slinoor soltó entonces un gruñido—. Movarl se está impacientando demasiado, ¿sabes? Si el grano no llega, ha amenazado con llamar a su patrulla de piratas, aliarse con los mingoles terrestres y lanzarlos contra Lankhmar.
—¿Norteños, aunque no sean habitantes de las regiones nevadas, aliados con mingoles? —objetó Fafhrd—. ¡No es posible!
Slinoor le miró con fijeza.
—Sólo te diré una cosa, norteño comedor de hielo. Si no creyera que tal alianza es tanto posible como probable y, en consecuencia, Lankhmar corre peligro, no habría zarpado con esta flota, al margen del honor y del deber. Puedes estar seguro de que ésta es la misma postura que la de Lukeen, el comandante de la galera. Tampoco creo que, de no ser como te digo, Glipkerio enviase a Kvarch Nar, donde está Movarl, sus mejores ratas actoras y a la primorosa Hisvet.
Fafhrd rezongó un poco.
—¿Dices que ambas flotas se perdieron sin dejar rastro? —preguntó, incrédulo.
Slinoor meneó la cabeza.
—Así ocurrió con la primera. En cuanto a la segunda, un mercader ilthmariano que se dirigía a Lankhmar avistó algunos restos del naufragio, entre ellos la cubierta de una nave de transporte. Había sido arrancada de cuajo del casco, tan astillada estaba… El ilthmariano no se atrevió a conjeturar cómo lo habían hecho. Atado a un trozo de barandilla estaba el capitán del barco, que llevaba muerto algunas horas. Su rostro aparecía mordisqueado y todo su cuerpo roído.
—¿Peces? —preguntó el Ratonero.
—¿Aves marinas? —inquirió Fafhrd.
—¿Dragones? —sugirió una tercera voz, aguda, jadeante y tan alegre como la de una colegiala.
Los tres hombres se volvieron, Slinoor con la rapidez de quien se sabe culpable.
La damisela Hisvet era tan alta como el Ratonero, pero a juzgar por su rostro, muñecas y tobillos era mucho más esbelta. Tenía la tez delicada, con el mentón afilado, la boca pequeña y un labio superior fruncido que se levantaba lo suficiente para revelar una doble línea de dientes perlinos. Su cutis era de una palidez cremosa, a excepción de los pómulos, que eran de color subido. Su cabello liso y sedoso, de un blanco puro con un toque plateado, lo llevaba recogido en la nuca con una arandela de plata, colgándole sin trenzar, como la cola de un unicornio. El blanco de sus ojos parecía de porcelana, y los iris eran de un rosa oscuro alrededor de las negras pupilas. Su cuerpo se ocultaba bajo una amplia túnica de seda violeta, excepto cuando el viento modelaba una grácil curva de su anatomía juvenil. Llevaba una capucha violeta, echada a medias hacia atrás. Las mangas eran anchas, pero ceñidas en las muñecas, iba descalza, y la piel de los pies era de un tono tan suave como el del rostro, con excepción de una coloración rosada en los dedos.
Miró rápidamente a los tres hombres, uno tras otro.
—Estabas hablando de las flotas que desaparecieron —dijo acusadora—. ¡Qué vergüenza, capitán Slinoor! Todos debemos tener valor.
—Así es —convino Fafhrd, encontrando de su agrado el ejemplo que daba la muchacha—. Ni siquiera los dragones tienen que amilanar a un hombre. Con frecuencia he visto los monstruos marinos, con crestas, cuernos y algunos incluso bicéfalos, retozando en las aguas del océano exterior que rompen en esas rocas a las que los marinos llaman las Garras. No eran de temer, si uno no se olvidaba de mirarles con una expresión autoritaria. Se comportaban de un modo lujurioso, los machos perseguían a las hembras, decían… —Fafhrd aspiró hondo y a continuación soltó un rugido tan tuerte y lastimero que los dos timoneles se sobresaltaron—: ¡Hoongk! ¡Hoongk!
—¿No te da vergüenza, espadachín Fafhrd? —dijo Hisvet pudorosamente, con las mejillas y la frente cubiertas de rubor—. Eres de lo más indecoroso. El sexo de los dragones…
Pero Slinoor se había vuelto hacia Fafhrd, cogiéndole de la muñeca, y ahora gritaba:
—¡Calla, necio monstruoso! ¿No sabes que esta noche navegamos a la luz de la luna ante las Rocas de los Dragones? ¡Los estás llamando!
—En el Mar Interior no hay dragones —le aseguró Fafhrd riendo.
—Hay algo que destroza los barcos —afirmó Slinoor con testarudez.
El Ratonero aprovechó este breve intercambio para acercarse más a Hisvet, haciendo tres rápidas reverencias mientras se aproximaba.
—Nos hemos perdido el gran placer de vuestra compañía en cubierta, señorita —le dijo cortésmente.
—¡Ay, señor, no soy del agrado del sol! —replicó ella con coquetería—. Ahora que se dispone a hundirse, sus rayos se han dulcificado. Además —añadió con un ligero estremecimiento—, esos rudos marinos… —se interrumpió al ver que Fafhrd y el capitán de la Calamar habían dejado de discutir y se habían vuelto hacia ella—. Oh, no me refería a ti, querido capitán Slinoor —le aseguró, extendiendo la mano y casi tocando su túnica negra.
—¿Le apetece a la señorita una ciruela negra de Sarheenmar, calentada por el sol y refrescada por el viento? —sugirió el Ratonero, disponiéndose a ensartar otro fruto con su delgada daga.
—No lo sé —dijo Hisvet, mirando la punta finísima de la daga—. Tengo que llevar abajo a las Sombras Blancas antes deque se instale el frío de la noche.
—Cierto —convino Fafhrd con una risa halagadora, comprendiendo que se refería a las ratas blancas—, pero habéis sido muy prudente al permitirles pasar el día en cubierta, donde, sin duda, no tienen oportunidad de jugar con las Sombras Negras…, me refiero, claro está, a sus hermanas negras más comunes y libres, escondidas aquí y allá en la bodega.
—No hay ratas en mi barco, ni juguetonas ni de otra clase —afirmó de inmediato Slinoor, en tono airado—. ¿Crees que dirijo un burdel de ratas? Perdonad, señorita —añadió rápidamente, dirigiéndose a Hisvet—. Quiero decir que no hay ratas corrientes a bordo de la Calamar.
—Entonces vuestro barco de transporte de grano debe de ser el primero así bendecido —le dijo Fafhrd con indulgente razonamiento.
El disco bermejo del sol tocó el mar en el oeste y se aplanó como una mandarina. Hisvet se apoyó contra el coronamiento de popa, bajo la caña arqueada del timón. Fafhrd estaba a su derecha, el Ratonero a su izquierda, con la bolsa de ciruelas al alcance de la mano, cerca de las jaulas de plata. Slinoor hablaba con los timoneles, o fingía hacerlo.
—Acepto gustosa esa ciruela que me habéis ofrecido, espadachín Ratonero —dijo en voz queda la muchacha.
El Ratonero se apresuró a satisfacer de inmediato a la damisela, y mientras se volvía y palpaba la bolsa de mallas en busca del fruto más tierno, Hisvet extendió su brazo derecho y sin mirar ni una sola vez a Fafhrd deslizó lentamente la mano por el pecho masculino, se detuvo al llegar al extremo para coger un puñado de vello y darle un fuerte tirón, y pasó de nuevo la mano livianamente sobre el vello que acababa de alborotar.
Retiró la mano en el mismo momento en que el Ratonero se volvía, besó largamente su palma y estiró el brazo para coger la fruta negra clavada en la punta de la daga. Succionó delicadamente el orificio abierto por el arma y se estremeció al contacto con la fruta.
—Qué vergüenza, señor —dijo haciendo una mueca—. Dijisteis que el sol la habría calentado y no es así. Esta fruta contiene ya el frío nocturno en su carne. —Miró a su alrededor, pensativa—. Mirad, el espadachín Fafhrd tiene la carne de gallina —observó, y entonces, ruborizada, se tapó los labios con un gesto de reprobación—. Cerraos el jubón, señor. Eso os librará del catarro y quizá no seguiréis azorando a una muchacha que no está acostumbrada a ver hombres desnudos, salvo los esclavos.
—Aquí tenéis una ciruela más caliente —dijo el Ratonero tras buscar de nuevo en la bolsa.
Hisvet sonrió y le lanzó con el revés de la mano la ciruela que había probado. El Ratonero la tiró por encima de la borda y lanzó la segunda ciruela a la muchacha. Ella la cogió diestramente, la exprimió un poco, se la llevó a los labios, meneó la cabeza tristemente, aunque sin dejar de sonreír, y se la devolvió. El Ratonero, también sonriente, cogió la ciruela, la tiró por encima de la borda y le lanzó a la muchacha una tercera. Jugaron así durante cierto tiempo. Un tiburón que seguía la estela de la nave sufrió dolor de estómago.
La gatita negra avanzó sobre la barandilla de estribor, mirando fijamente las jaulas alineadas a babor. Fafhrd la cogió al instante, como un buen general aprovecha una oportunidad en el calor del combate. Se acercó a la muchacha con el animalito casi oculto entre sus manazas.
—¿Habéis visto a la gatita del barco, señorita? O tal vez deberíamos llamar a la Calamar el barco de la gatita, pues ella lo adoptó, saltando a bordo cuando zarpábamos. Tomadlo, señorita. Ha tomado bien el sol y su cuerpecillo es más cálido que el de cualquier ciruela.
Le tendió la palma sobre la que estaba sentada la gatita, sin tener en cuenta la opinión del animal. Cuando éste vio que le llevaban hacia las ratas e Hisvet se disponía a cogerlo diciendo «pobre huerfanilla», el pelo se le erizó y agitó una rígida pata con las garras extendidas.
Hisvet se sobresaltó y apartó la mano. Antes de que Fafhrd pudiera arrojar la gata al suelo o hacerla a un lado, el felino saltó a su cabeza y de allí trepó al punto más alto de la caña del timón.
El Ratonero corrió hacia Hisvet, al tiempo que le gritaba a Fafhrd:
—¡Bobo! ¡Zafio! ¡Sabías que esa bestia es semisalvaje! —Entonces se dirigió a Hisvet—: ¿Os ha lastimado, señorita?
Fafhrd dio un airado manotazo al gatito, y uno de los timoneles retrocedió para echarle de allí, quizá porque le pareció indecoroso que los gatos pasearan por la caña del timón. El animal dio un largo salto hasta la barandilla de estribor, resbaló y quedó colgando sobre el agua, sujeto por dos garras.
Hisvet apartó su mano del Ratonero mientras éste le decía:
—Será mejor que echemos un vistazo, señorita. Incluso el más leve arañazo de un sucio gato de barco puede ser peligroso.
—No, no —replicó ella—, os digo que no es nada.
Fafhrd cruzó a estribor, con la intención de arrojar la gata al agua, pero en el último instante se apiadó y rescató al animalito. En cuanto éste se vio a salvo sobre la borda, clavó sus dientes en el pulgar del norteño y trepó velozmente por el mástil. Fafhrd ahogó a duras penas un aullido. Slinoor se echó a reír.
—De todos modos, la examinaré —dijo el Ratonero en tono autoritario, y cogió a la fuerza la mano de Hisvet.
Ésta le dejó hacer por un momento y luego retiró la mano bruscamente, se puso en pie y le espetó con frialdad:
—Estáis perdiendo la compostura. Ni siquiera su propio médico toca a una dama noble de Lankhmar, sino que se limita a palpar el cuerpo de su doncella, sobre el que la dama señala sus dolores y síntomas. Dejadme, espadachín.
Irritado, el Ratonero se apoyó en el coronamiento de popa. Fafhrd se lamía el pulgar herido. Hisvet se acercó al Ratonero y, sin mirarle, le dijo en voz baja:
—Deberíais haberme pedido que llamara a mi doncella. Es muy bonita.
En el horizonte sólo quedaba una estrecha franja de sol rojizo, como una uña cortada. Slinoor se dirigió al vigía de la cofa:
—¿Qué hay de esa vela negra, muchacho?
—Mantiene la distancia, señor. Sigue navegando a nuestro través.
El sol se hundió con un leve destello verdoso. Hisvet inclinó la cabeza y besó al Ratonero en el cuello, debajo de la oreja. Su lengua le hizo cosquillas.
—¡Ahora la he perdido, señor! —gritó el vigía—. Hay niebla al noroeste, y al nordeste…, una pequeña nube negra…, como un barco negro moteado de luz… que se desliza por el aire. Ahora también se desvanece. No hay nada más, señor.
Hisvet irguió la cabeza. Slinoor se acercó a ellos.
—Ese vigía ve demasiadas cosas —murmuró. Hisvet se estremeció y dijo:
—Las Sombras Blancas van a enfriarse. Son muy delicadas, señor Ratonero.
—Vos sois la sombra blanca del éxtasis, señorita —susurró el Ratonero. Entonces se aproximó a las jaulas de plata, diciendo en voz alta para que le oyera Slinoor—: ¿No podríamos tener el privilegio de verlas actuar, señorita? Mañana, por ejemplo, aquí, en la cubierta de popa. Sería altamente instructivo ver cómo hacéis que os obedezcan estos animales. —Acarició el aire por encima de las jaulas y, mintiendo descaradamente, añadió—: ¡Ah, qué preciosidad de criaturas!
En realidad, miraba con aprensión a través de los barrotes, temeroso de las pequeñas lanzas o espadas que Slinoor había mencionado. Las doce ratas le miraban sin curiosidad. Una de ellas incluso parecía bostezar.
—No os aconsejo que hagáis eso, señorita —dijo fríamente Slinoor—. Los marineros temen y detestan a todas las ratas. Sería mejor no despertar en ellos tales sentimientos.
—Pero estos roedores pertenecen a la aristocracia de su especie —objetó el Ratonero.
—Si siguen aquí van a enfriarse —se limitó a repetir Hisvet.
Al oír esto, Fafhrd dejó de lamerse la mano y se acercó rápidamente a Hisvet, diciéndole:
—¿Puedo llevarlas abajo, señorita? Seré tan cuidadoso como un aya kleshite.
Con los dedos pulgar y corazón levantó una jaula que contenía dos ratas. Hisvet le obsequió con una sonrisa.
—Desearía que lo hicierais, cortés guerrero, pues los marineros las tratan con demasiada rudeza. Pero sólo podéis llevar con seguridad dos jaulas. Necesitaréis ayuda adecuada.
Al decir esto miró al Ratonero y a Slinoor.
Así pues, el capitán de la nave y el Ratonero, este último con mucha repugnancia y aprensión, cogieron con suma cautela sendas jaulas de plata, mientras Fafhrd cogía dos, y siguieron a Hisvet hasta su camarote, bajo la cubierta de popa. El Ratonero no pudo contenerse y le susurró a su compañero:
—¡Henos aquí convertidos en cuidadores de ratas! ¡Ojalá recibas unas cuantas mordeduras de roedor que complementen a la del felino!
Frix, la morena doncella de Hisvet, estaba en la puerta del camarote, y se hizo cargo de las jaulas. Hisvet dio las gracias a los tres hombres del modo más frío y distante, y Frix cerró la puerta tras ellas. Se oyó el ruido amortiguado de una tranca detrás de la puerta y el tintineo de una cadena, todo lo cual certificaba la inexpugnabilidad del camarote.
La oscuridad se fue extendiendo sobre las aguas. Encendieron un farol amarillo y lo alzaron hasta la cofa. La negra galera de combate Tiburón, con su oscura vela temporalmente aferrada y movida a fuerza de remos, se aproximó a la Almeja, situada delante de la Calamar, para reconvenir a los marinos por tardar en encender la luz en lo alto del mástil. Tras esto se situó al lado de la Calamar y los dos capitanes, Lukeen y Slinoor, hablaron a gritos acerca de una vela negra, la niebla, unas pequeñas nubes negras en forma de barcos y las rocas de los dragones. Finalmente, la galera partió veloz, con sus marinos de Lankhmar enfundados en negras cotas de malla, para ocupar su posición a la cabeza de la columna. Centellearon las primeras estrellas, prueba de que el sol no había huido, a través de las aguas de la eternidad, a alguna otra burbuja contenedora de un mundo, sino que nadaba como de costumbre hacia el este, bajo el océano azul, y los rayos errantes que emitía al pasar iluminaban las flotantes joyas estelares.
Aquella noche, después de que saliera la luna, tanto Fafhrd como el Ratonero encontraron por separado ocasión para ir a llamar a la puerta de Hisvet, pero ninguno de los dos consiguió gran cosa. Al oír los golpes de Fafhrd, Hisvet en persona abrió la rejilla y, al ver al hombretón, exclamó:
—¡Qué vergüenza, señor! ¿No veis que me estoy desnudando?
Dicho esto cerró la rejilla al instante.
Cuando el Ratonero pidió en voz baja permiso para ver un momento a la «sombra blanca del éxtasis», el alegre rostro de la doncella morena apareció detrás de la rejilla.
—Mi señora me ha ordenado que os dé las buenas noches lanzándoos un beso con la mano.
Tras llevarse la mano a los labios, cerró la rejilla.
Fafhrd, que había estado espiando, saludó a su alicaído compañero de un modo sardónico:
—¡La blanca sombra del éxtasis!
—¡Señorita por aquí, señorita por allá! —replicó acerbamente el Ratonero.
—¡Ciruela negra de Sarheenmar!
—¡Aya kleshite!
Ninguno de los dos aventureros durmió profundamente aquella noche, y cuando habían transcurrido dos tercios de la misma, el gong de la nave empezó a sonar a intervalos, mientras que los gongs de los demás barcos replicaban o llamaban débilmente. Al amanecer, cuando los dos salieron a cubierta, la Calamar avanzaba lentamente a través de una niebla que ocultaba la parte superior del velamen. Los dos timoneles miraban nerviosos a su alrededor, como si esperasen ver fantasmas. Las velas apenas estaban hinchadas. Slinoor, con ojeras a causa de la fatiga y la inquietud, explicó brevemente que la niebla no sólo había aminorado la velocidad de la flota de transportes, sino que también la había desordenado.
—La nave que va delante de nosotros es la. Atún, lo sé por el sonido de su gong. Y más allá de la Atún está la Carpa. ¿Y la Almeja? ¿Dónde para la Tiburón? ¡Y todavía no hemos rebasado las Rocas de los Dragones! Cierto que no tengo ningún deseo de verlas.
—¿No les llaman algunos capitanes las Rocas de las Ratas? —observó Fafhrd—. He oído decir que, tras un naufragio, se estableció ahí una colonia de ratas.
—Es cierto —concedió Slinoor y, sonriendo con acritud al Ratonero, comentó—: No es el mejor día para un espectáculo de roedores amaestrados en la cubierta de popa, ¿no es cierto? Pero gracias a esta niebla nos libraremos de eso. No puedo soportar a esas bestias blancas. Aunque sólo son doce me recuerdan demasiado a los Trece. ¿Habéis oído hablar de la leyenda de los Trece?
—Sí, la conozco —dijo Fafhrd—. Una mujer sabia del Yermo Frío me contó cierta vez que en cada especie de animal (lobos, murciélagos, ballenas, es algo común a todos ellos) existe siempre un grupo de trece individuos que se comportan con una sabiduría y una habilidad casi humanas (¡o demoníacas!). Aquella mujer sabia decía que si uno lograba encontrar y amaestrar a los individuos de ese círculo interno, gracias a ellos podría dominar a todos los animales de esa especie.
Slinoor miró a Fafhrd con los ojos entrecerrados.
—Esa mujer no era estúpida del todo —comentó.
El Ratonero se preguntó si también para los hombres existiría un círculo interno de trece individuos.
La gatita salió como un espectro de entre la niebla y avanzó por la cubierta hacia Fafhrd, con un maullido impaciente. Entonces titubeó y miró al hombre, dubitativa.
—Fijaos en los gatos, por ejemplo —dijo Fafhrd con una sonrisa—. Hoy mismo, en algún lugar de Nehwon, tal vez diseminados pero más probablemente agrupados, hay trece gatos de una sagacidad felina extraordinaria, que de alguna manera perciben y controlan el destino de toda la especie gatuna.
—¿Qué es lo que percibe ahora esta gata? —preguntó Slinoor en voz baja.
La gatita negra miraba hacia babor, husmeando. De súbito su delgado cuerpo se puso rígido y se le erizaron los pelos a lo largo del espinazo y la cola.
—¡Hoongk!
Slinoor se volvió hacia Fafhrd, a punto de soltar un juramento, pero vio que el norteño miraba algo, boquiabierto y asombrado. Era evidente que él no había gritado.