—Veo que nos esperan —dijo el hombre menudo mientras avanzaba hacia la gran puerta abierta en la larga, elevada y antigua muralla.
Su mano, como por azar, rozó la empuñadura de su largo y delgado estoque.
—No sé cómo puedes verlo cuando todavía estamos a tiro de flecha… —replicó el hombretón—. Ah, ya lo entiendo. Es por el turbante color naranja de Bashabeck. Destaca como una furcia en una iglesia. Y donde está Bashabeck, están sus matones. Deberías haber pagado tus deudas con el Gremio de los Ladrones.
—Las deudas son lo de menos —dijo el hombrecillo—. Se me olvidó repartir el botín con ellos después del último trabajo, cuando me llevé aquellos ocho diamantes del templo del dios Araña.
El hombre corpulento chascó la lengua con desaprobación.
—A veces me pregunto por qué me asocio con un pícaro sin fe como tú.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Tenía prisa; el dios Araña me pisaba los talones.
—Sí, creo recordar que le chupó la sangre a tu centinela. Supongo que tienes los diamantes para hacer el pago.
—Mi bolsa abulta tanto como la tuya —afirmó el hombrecillo—, exactamente como el odre de vino de un borracho a la mañana siguiente, a menos que me ocultes algún secreto, cosa que sospecho desde hace tiempo. Por cierto, ¿no es aquel gordo con cara de idiota, el que está entre los dos matones de anchos hombros, el patrono de la taberna La Anguila de Plata?
El hombretón entrecerró los ojos, asintió y meneó la cabeza con expresión de disgusto.
—Armar semejante escándalo por una factura de aguardiente…
—Sobre todo cuando no debía tener más de una vara de largo —convino el hombrecillo—. Claro que también están los dos barriles de aguardiente que destrozaste y a los que prendiste fuego la última noche que tuviste una pendencia en La Anguila.
—Cuando las probabilidades son de diez contra una en una pelea de taberna, tienes que ganar con lo que tengas a mano —protestó su compañero—. Eso hace que uno actúe a veces con cierta extravagancia. —Entrecerró de nuevo los ojos para mirar el grupo reunido en la plaza, al otro lado del portal abierto. Al cabo de un rato añadió—: También distingo a Rivis Rightby, el espadero…, y más o menos todos los demás acreedores que dos hombres cualesquiera podrían tener en Lankhmar, cada uno de ellos con uno, dos o tres matones alquilados. —Con un gesto impremeditado, aflojó su voluminoso acero en su vaina; tenía forma de estoque, pero era casi tan pesado como un espadón—. ¿No pagaste ninguna de las deudas que compartimos antes de nuestra última salida de Lankhmar? Yo estaba sin blanca, desde luego, pero tú debías de tener dinero, con todos los trabajitos que hiciste para el Gremio de los Ladrones.
—Le pagué a Nattick Dedoságiles por remendarme la capa y un nuevo jubón de seda gris —se apresuró a responder el hombrecillo. Entonces frunció el ceño y añadió—. Debí de pagar a otros…, sí, estoy seguro de que lo hice, pero en este momento no puedo recordarles. Por cierto, ¿no es aquella moza alta y esbelta, la que está detrás de aquel elegante sujeto vestido de negro, la que te creó ciertos problemas? Su cabello rojizo es como…, como una llamarada del infierno. Y esas otras muchachas…, cada una mirando por encima del hombro de su alcahuete armado como la primera…, ¿no tuviste también problemas con ellas la última vez que nos fuimos de Lankhmar?
—No sé a qué problemas te refieres —replicó el hombretón—. Las rescaté de sus protectores, que abusaban terriblemente de ellas. Créeme, zurré a esos sinvergüenzas y las muchachas se rieron. Luego las traté como si fueran princesas.
—Eso es indudable…, y te gastaste todo nuestro capital en joyas para ellas, motivo por el cual estabas sin blanca. Pero hay una sola cosa que no hiciste por ellas: convertirte a tu vez en su mecenas, de modo que tuvieron que volver con sus anteriores protectores, cosa que las ha enojado justificadamente contigo.
—¿Qué querías, que me convirtiera en un proxeneta? —objetó el hombretón—. ¡Mujeres! —Hizo una pausa y añadió—: Vaya, veo algunas de tus amigas en el grupo. ¿Es que descuidaste pagarles?
—No, les pedí dinero prestado y olvidé devolvérselo —explicó el otro—. ¡Cáspita!, ciertamente parece que se ha reunido el comité de recepción en pleno.
—Te dije que deberíamos haber entrado en la ciudad por la Puerta Grande, donde habríamos pasado desapercibidos entre la multitud —gruñó el hombre corpulento—. Pero tuve que dejarme convencer y entrar por esta condenada Puerta Terminal.
—Te equivocas —dijo el otro—. En la Puerta Grande no habríamos podido distinguir a nuestros enemigos del resto de la gente. Aquí, por lo menos, sabemos que todo el mundo está contra nosotros, excepto los centinelas del Señor Supremo, y tampoco estoy muy seguro de ellos…, pues es posible que les hayan sobornado para que no intervengan si quieren asesinarnos.
—¿Por qué habrían de tener tantas ganas de matarnos? —objetó el fornido—. Tal vez crean que venimos cargados de magníficos tesoros conseguidos durante nuestras grandes aventuras en los confines de la tierra. Admito que tres o cuatro de ellos pueden tener también una queja personal, pero…
—Pueden comprobar que no llevamos porteadores ni muías muy cargadas —le interrumpió el hombrecillo—. En cualquier caso, saben que después de matarnos y apoderarse de nuestras posesiones, pueden recuperar lo que les debemos y repartirse el resto. Es el procedimiento racional que siguen todos los hombres civilizados.
—¡Civilización! —exclamó su fornido compañero soltando un bufido—. A veces me pregunto…
—… por qué abandonaste las montañas Trollstep para ir al sur, te arreglaste la barba y descubriste que existían muchachas sin pelo en el pecho —concluyó el hombrecillo—. Oye, me temo que nuestros acreedores y otros enemigos han recurrido a un tercer medio, además de las espadas y las estacas, para tratar con nosotros.
—¿La brujería?
El hombre menudo sacó de su bolsa un rollo de fino alambre amarillo.
—Si esos dos tipos de barba gris asomados a las ventanas del segundo piso no son brujos, las expresiones de sus caras no deberían ser tan feroces —comentó—. Además, distingo signos astrológicos en la túnica de uno de ellos y veo los destellos de la varita del otro.
Ya estaban lo bastante cerca de la Puerta Terminal para que un hombre con buena vista pudiera distinguir tales detalles. Los guardianes, enfundados en sus oscuras cotas de malla, se apoyaban impasibles en las picas. Los rostros de las personas que aguardaban en la pequeña plaza, al otro lado del portal, también eran impasibles, pero severos, con excepción de las muchachas, que sonreían con malicia y júbilo.
El hombretón no ocultó su malhumor.
—Así que nos matarán con hechizos y encantamientos, y, si eso les falla, recurrirán a los palos y a las cuchillas para destripar animales. —Meneó la cabeza—. Tanto odio por un poco de dinero… Los lankhmarianos son ingratos, no se dan cuenta del tono que damos a su ciudad, la excitación que les proporcionamos.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Esta vez son ellos los que proporcionan la excitación. Ejercen de anfitriones, por así decirlo. —Sus dedos hacían con destreza un nudo corredizo en un extremo del alambre flexible, y sus pasos eran ahora más lentos—. Claro que no tenemos obligación de regresar a Lankhmar —musitó.
Estas últimas palabras irritaron al hombretón.
—¡No digas tonterías! Volvernos ahora de espaldas sería una cobardía. Por otro lado, ya hemos hecho todo lo demás.
—Debe de haber alguna aventura por vivir fuera de Lankhmar —objetó prudentemente el hombre menudo—, aunque sólo sean pequeñas aventuras, adecuadas para cobardes.
—Tal vez —concedió su compañero—, pero grandes o pequeñas, de algún modo todas ellas empiezan en Lankhmar. ¿Qué te propones hacer con ese alambre?
El hombrecillo había atado el nudo corredizo en la empuñadura de su estoque, arrastrando el alambre tras él, flexible como un látigo.
—He conectado mi espada con la tierra —explicó—. Ahora cualquier hechizo mortífero lanzado contra mí, golpeará primero a mi espada desenvainada y se descargará en el suelo.
—Haciéndole cosquillas a la Madre Tierra, ¿eh? Vigila, no vayas a tropezar con eso.
La advertencia era prudente, pues el alambre tenía unas diez varas de largo.
—Y tú no lo pises. Sheelba me enseñó este truco.
—¡Tú y ese mago que es como una rata de ciénaga! —se burló el hombretón—. ¿Por qué no está ahora a tu lado, haciendo algunos conjuros que nos sean útiles?
—¿Y por qué no está Ningauble al tuyo, haciendo lo mismo? —replicó el hombre menudo.
—Está demasiado gordo para viajar.
En aquel momento pasaban junto a los centinelas de semblante impasible. La atmósfera de la plaza se percibía cargada de amenaza, densa como una tormenta. De súbito, el hombretón miró a su amigo con una amplia sonrisa.
—No hagamos demasiado daño a ninguno de ellos, ¿de acuerdo? —le dijo alzando un tanto la voz—. No queremos que nuestro regreso a Lankhmar esté ensombrecido.
Al entrar en el espacio abierto rodeado de rostros hostiles, la tormenta estalló sin dilación. El mago con la túnica que lucía símbolos astrológicos aulló como un lobo y, alzando los brazos muy por encima de la cabeza, los dirigió hacia el hombrecillo con tanta fuerza que pareció como si sus manos fuesen a salir despedidas. Se mantuvieron en su sitio, pero un rayo de fuego azulado, espectral bajo la luz del sol, surgió de sus dedos extendidos. El hombrecillo había desenvainado su estoque, apuntando con él al mago. El rayo azul crepitó a lo largo de la delgada hoja y se descargó, evidentemente, en el suelo, puesto que el espadachín sólo notó una ligera sacudida en la mano.
El mago, sin duda poco imaginativo, repitió su táctica, con el mismo resultado, y volvió a alzar las manos para descargar un tercer rayo. Por entonces el hombrecillo había captado el ritmo de sus acciones, y en el momento justo en que las manos descendían, dio un tirón al alambre, de tal manera que onduló contra los pechos y los rostros de los matones que rodeaban a Bashabeck, cuya cabeza adornaba un turbante anaranjado. La sustancia azulada, fuera lo que fuese, saltó crepitando del alambre y les alcanzó a todos. Con un grito unánime, cayeron al suelo y se contorsionaron.
Entretanto, el otro brujo lanzó su varita al hombretón, e inmediatamente le arrojó otras dos, que pareció arrancar del aire. Con una rapidez sorprendente, el hombre fornido había desenvainado su enorme espada, esperando la llegada de la primera varita. Le asombró observar que, durante el vuelo, ésta adquiría la forma de un halcón de alas plateadas, abatiéndose con los espolones por delante para atacar. Mientras el espadachín seguía contemplándolo, su aspecto se trocó en el de un largo y plateado cuchillo, con la salvedad de que tenía un ala plateada a cada lado.
Sin dejarse amilanar por este prodigio y manejando su gran espada como si fuese un florete de esgrima, el hombretón desvió diestramente la primera daga volante, que atravesó el hombro de uno de los matones que flanqueaban al patrón de La Anguila de Plata. De la misma manera trató a la segunda y la tercera dagas, cuyos dolorosos picotazos, aunque no fatales, recibieron otros dos enemigos.
Los matones gritaron y rayeron al suelo, aunque más por el terror que les producían aquellas armas sobrenaturales que por la gravedad de sus heridas. Antes de que se desplomaran sobre los adoquines, el hombretón había sacado velozmente un cuchillo que llevaba al cinto, lanzándolo con la mano izquierda contra su enemigo brujo. Tanto si el arma alcanzó al hombre de la barba gris, como si éste logró esquivarla, lo cierto es que desapareció de la vista.
Entretanto, el otro mago seguía haciendo gala de su falta de imaginación, o quizá era sólo testarudez, y enviaba un cuarto rayo al hombrecillo, quien esta vez dirigió hacia arriba el alambre que conectaba su espada con el suelo, de modo que alcanzó la misma ventana de donde procedía el rayo azul. Tanto pudo alcanzar al mago como al marco de la ventana: lo cierto es que hubo una gran crepitación, se oyó un grito lastimero y también aquel mago se perdió de vista.
Cabe decir, en honor de los matones y bravucones allí presentes, que apenas vacilaron ante esta exhibición de mortíferos hechizos desviados, sino que instados por quienes les empleaban —y los proxenetas por sus prostitutas— se abalanzaron contra los dos hombres, blandiendo sus diversas armas. Es cierto que tenían una ventaja de cincuenta contra dos, pero, aun así, hacía falta cierto valor para enfrentarse a aquellos dos diestros espadachines.
Los dos amigos se colocaron al instante espalda contra espalda y, dando tajos con la velocidad del rayo, resistieron la primera embestida, procurando ocasionar cortes a tantas caras y brazos como pudieran, en vez de asestar golpes profundos y mortales. Ahora el hombretón blandía un hacha de mango corto, con cuya hoja plana golpeó algunos cráneos para variar, mientras el hombrecillo complementaba su afilado estoque con un largo cuchillo que manejaba con tanta rapidez como un gato mueve sus garras.
Al principio la enorme diferencia numérica entre ellos y sus atacantes constituyó un obstáculo considerable para los últimos, pues unos se interponían en el camino de otros, mientras que el mayor peligro de los dos espadachines que luchaban espalda contra espalda era que podía arrollarles la misma masa de sus enemigos heridos, empujados briosamente hacia adelante por sus compañeros que estaban detrás. Durante un rato la confusión se aclaró un poco, y pareció como si los dos amigos se vieran obligados a asestar unos golpes más mortíferos, ante su casi inevitable caída. El estrépito del hierro templado y de las botas, los gruñidos de los luchadores y los gritos excitados de las mujeres armaban un ruido infernal, haciendo que los centinelas de la puerta mirasen nerviosos a su alrededor.
Pero entonces el señorial Bashabeck, que por fin se había dignado intervenir en la contienda, recibió un hachazo del hombretón, que le cortó una oreja y le partió la clavícula del mismo lado, mientras las muchachas, a quienes la batalla había despertado su emoción ante las gestas legendarias, empezaron a vitorear a los dos espadachines, cosa que desanimó a matones y proxenetas.
Los atacantes titubearon, al borde del pánico. Se oyó un súbito trompeteo procedente de la calle más ancha entre las que desembocaban en la plaza, y aquel sonido agudo bastó para romper unos nervios por aquel entonces muy debilitados. Los atacantes y sus patronos echaron a correr en todas las demás direcciones, los proxenetas tirando de sus veleidosas rameras, mientras los que habían sido alcanzados por el rayo azulado y las dagas aladas se arrastraban tras ellos.
En un momento la plaza quedó desierta, con excepción de los dos espadachines victoriosos, la hilera de trompeteros a la entrada de la calle, la de guardianes al otro lado del portal, que ahora desviaban la vista de la plaza, como si nada hubiera ocurrido…, y más de un centenar de pares de ojos diminutos y negros con destellos rojizos, como cerezas silvestres, que miraban atentamente a través de las rejillas de los desagües callejeros y los diversos agujeros en las paredes e incluso en los tejados. Pero ¿quién cuenta a las ratas o repara siquiera en ellas? Sobre todo en una ciudad tan antigua e infestada de sabandijas como Lankhmar.
Los dos espadachines permanecieron un rato más mirando a su alrededor. Entonces, recobrando el aliento, rompieron a reír estrepitosamente, envainaron sus aceros y miraron a los trompeteros con una curiosidad cautelosa y relajada a la vez.
Los trompeteros giraron a cada lado. Una hilera de lanceros que estaban detrás de aquéllos ejecutaron el mismo movimiento, y entonces avanzó hacia ellos un hombre venerable, bien afeitado, de rostro severo, vestido con una toga negra de estrecho borde plateado.
El recién llegado alzó la mano en un solemne ademán de saludo y dijo en tono grave:
—Soy el chambelán de Glipkerio Kistomerces, Señor Supremo de Lankhmar, y he aquí mi vara de autoridad.
Mostró una varita de plata, con un emblema de bronce, que tenía forma de estrella de mar en el extremo.
Los dos hombres asintieron con un ligero movimiento de cabeza, como dando a entender que aceptaban aquella afirmación pero que no les impresionaba en especial.
El chambelán miró al hombretón. Sacó un pergamino de entre los pliegues de su toga, lo desenrolló, le echó un breve vistazo y alzó la vista:
—¿Eres tú Fafhrd, el bárbaro norteño y pendenciero?
El interpelado reflexionó un instante antes de responder:
—¿Y si lo soy…?
El chambelán se volvió entonces hacia el hombre menudo. Consultó de nuevo su pergamino.
—¿Y eres tú…, te pido disculpas, pero así está escrito aquí…, ese mestizo, sospechoso de robo con allanamiento desde hace largo tiempo, ratero, estafador y asesino, llamado el Ratonero Gris?
El hombrecillo ahuecó su capa y dijo:
—Si tienes algún interés en saberlo…, bien, es posible que él y yo tengamos cierta relación.
Como si aquellas vagas respuestas fuesen suficientes, el chambelán enrolló su pergamino y lo guardó bajo su toga.
—Entonces mi amo desea veros. Hay un servicio que podéis prestarle, con un considerable beneficio para vosotros.
El Ratonero Gris preguntó entonces:
—Si el todopoderoso Glipkerio Kistomerces nos necesita, ¿por qué entonces ha permitido que nos atacara ese grupo de bellacos que acaba de huir y que podría haber puesto fin a nuestras vidas?
—Si fuerais la clase de hombres que se dejarían matar por esa chusma —replicó el chambelán—, no seríais los hombres adecuados para llevar a cabo la misión que desea encargaros mi amo. Pero el tiempo apremia. Seguidme.
Fafhrd y el Ratonero Gris intercambiaron una mirada, y un instante después se encogieron de hombros a un tiempo y asintieron. Contoneándose ligeramente, se situaron al lado del chambelán, los lanceros y trompeteros se pusieron detrás de ellos y el cortejo se puso en marcha por donde había llegado, dejando la plaza completamente vacía.
Con excepción, claro está, de las ratas.