Victoria y derrota
—¡John Carter! ¡John Carter! —sollozó mi amada apoyando en mi hombro su bellísima cabeza—, aún ahora apenas creo lo que mis ojos están viendo. Cuando la joven Thuvia me dijo que habías vuelto a Barsoom la oí sin creerla, porque me pareció que tal felicidad sería imposible para quien, como yo, llevaba sufriendo en la soledad y el silencio diez largos años. Al fin, cuando comprendí que era cierto y me enteré del horrible lugar en que te habían cogido prisionero, no mantuve ilusiones en cuanto a que pudieras salvarme.
»Como pasaban los días y transcurrían las lunas y las lunas sin que tuviera de ti la menor noticia, me resigné con mi triste suerte; y ahora que has venido, casi me parece un sueño tanta buena suerte. Durante una hora he oído el ruido del combate en el interior del palacio, y no supe lo que significaba, si bien el corazón me decía, contra toda lógica, que quizá se tratase de los hombres de Helium, capitaneados por mi príncipe. ¿Y Carthoris, nuestro hijo?
—Estaba conmigo hace una hora escasa, Dejah Thoris —contesté—. Y debe ser él a quien oíste batallar con su gente, dentro del recinto del templo. ¿Dónde está Issus? —pregunté de repente.
Dejah Thoris se encogió de hombros.
—Me envió con una escolta a esta estancia antes de comenzar la lucha, que todavía no ha terminado, y me dijo que mandaría a buscarme más tarde. Parecía muy enojada y algo temerosa, hasta el punto que nunca la vi tan vacilante y asustada. Sin duda, sabía ya que John Carter, príncipe de Helium, venía a rendirle cuentas del cautiverio de su amada.
El estruendo de la lucha, los chasquidos de las armas, el griterío de las masas y el ruido de innumerables pisadas llegaban a nosotros desde las distintas partes del templo. Comprendía que era necesaria mi presencia en el teatro de la acción y, sin embargo, no me atrevía a dejar sola a Dejah Thoris, ni a exponerla conmigo a los riesgos y al torbellino de la batalla.
Al fin me acordé de los túneles que acababa de abandonar. ¿Por qué no esconderla allí hasta que yo volviera, manteniéndola en seguridad mientras fuese preciso en aquel horrible lugar?
—¡Oh, John mío, no te separes ahora de mi lado ni siquiera un momento! —dijo—. Me aterra la idea de quedarme sola otra vez donde esa infame mujer pueda descubrirme. No sabes cómo es. Nadie es capaz de imaginar su ferocidad cruel, si no ha presenciado un año entero sus fechorías cotidianas. Casi he tardado todo ese tiempo en comprender las cosas que he visto con mis propios ojos.
—Pues bien, no te dejaré, princesa mía —le respondí.
Dejah Thoris permaneció callada un instante y luego rozó mi cara con la suya, besándome.
—Vete, John Carter —exclamó—. Nuestro hijo está allí, y los soldados de Helium pelean por la princesa de su país. Tú debes estar donde ellos, y yo no debo pensar en mí, sino en tu misión de padre y jefe. Jamás me interpondré en tu camino. Ocúltame en los subterráneos, y vete.
La llevé por la puerta que me permitió llegar a ella, a las estancias de abajo, y después la abracé apasionadamente sintiendo desgarrárseme el corazón. En realidad, padecía el pesado agobio causado por un lúgubre presentimiento. A pesar de eso, me sobrepuse a mi dolor, la conduje al negro antro, la besé de nuevo y cerré la puerta sin vacilar.
Hecho esto, ya libre de flaquezas, atravesé el salón, dirigiéndome al lugar del combate, y tras cruzar media docena de cámaras, me hallé con júbilo en la vorágine de una encarnizadísima lucha.
Los negros se agolpaban a la entrada de un vasto aposento, y allí intentaban contener el irresistible empuje, de un grupo de hombres rojos, empeñados en invadir la sagrada zona del templo.
Dado el sitio de donde yo procedía, me encontré detrás de los negros, y sin pararme a calcular su número, ni lo insensato de mi decisión, me arrojé contra ellos por retaguardia, esgrimiendo con furia mi larga e invencible espada.
Al tirarles la primera estocada exclamé en voz alta: «¡Por Helium!», y luego descargué tajos a un lado y otro, sobre los sorprendidos guerreros, mientras que los rojos, alentados por el sonido de mi voz, redoblaron sus esfuerzos, gritando con entusiasmo:
—¡John Carter! ¡John Carter!
En efecto, antes de que los negros se repusieran de su pasajera confusión fueron arrollados, penetrando los míos en el aposento asaltado y defendido con fiera resistencia.
El combate que se entabló a continuación merecería que lo relatara un inspirado cronista, pues los anales de Barsoom, pese a la inhumana fiereza de sus combativas razas, no registraron hasta entonces una página tan sangrienta. Quinientos hombres rojos y otros tantos negros se despedazaron aquel día en unos cuantos metros de terreno. Nadie clamaba piedad, ni la mostraba, y peleaban como por común acuerdo, como para determinar de una vez para siempre su derecho a la vida con arreglo a la ley de la supervivencia del más fuerte.
Me pareció que todos sabían cómo del resultado de la batalla dependía definitivamente las relativas posiciones en Barsoom de las dos razas rivales. Fue un desafío de lo viejo y lo nuevo, pero ni por un momento me inspiró dudas la solución del conflicto. Con Carthoris a mi lado peleé por los hombres rojos de Barsoom y por la total liberación de su odiosa esclavitud a una superstición tan horrible como estúpida.
Nos movimos yendo y viniendo por el aposento teatro de la lucha, hasta que la sangre nos llegó a los tobillos y los cadáveres de los guerreros que caían formaron montones, sobre los que nos subíamos con frecuencia. Fuimos a las grandes ventanas, desde las que se dominaban los jardines de Issus, y contemplamos un espectáculo que trajo a mi alma una oleada de exaltación.
—¡Mirad! ¡Mirad, Primeros Nacidos! —grité.
La lucha cesó un instante, y todos los ojos se volvieron a la par en la dirección indicada por mí. Los negros vieron entonces lo que jamás un Primer Nacido supuso que ocurriría.
A través de los jardines, de lado a lado, había una ondulante línea de tropas negras, mientras que más allá, y obligándola a retroceder incesantemente, una gran horda de guerreros verdes, montados en salvajes thoats, lanzaba sus gritos de guerra. Cuando nosotros los observamos, un caudillo, más fiero y bárbaro que los suyos, venía al frente cabalgando desde la retaguardia y, cuando ocupó su puesto de jefe, dio con voz de trueno una orden a su terrible legión.
Era Tars Tarkas, Jeddak de Tark. Mi valiente amigo enristró su lanza de metal, de veinte metros de largo, y los tharkeños le imitaron, lo que interpretamos que era la señal de carga. Cien metros separaban a los verdes de la línea negra. A otra exclamación del gran Tark, y con un grito salvaje y aterrador, los guerreros verdes cargaron. Al principio los soldados de Issus se mantuvieron firmes, pero aquello duró poco y las indomables bestias, guiadas por sus temibles jinetes, pasaron por encima de ellos.
Detrás de la caballería entraron en acción los utans de la infantería roja. La horda verde puso al templo un estrecho cerco; los rojos asaltaron su interior y nosotros nos dispusimos a reanudar la interrumpida batalla, pero nuestros enemigos habían desaparecido.
Mi primer pensamiento fue para Dejah Thoris. Grité a Carthoris que había encontrado a su madre y eché a correr hacia la cámara donde la dejé, seguido de cerca por mi hijo. Detrás de nosotros iba el pequeño grupo superviviente de la sangrienta pelea.
En cuanto entré en la estancia comprendí que alguien estuvo allí durante mi ausencia. Una prenda de seda tirada en el suelo lo demostraba claramente. Además, recogimos un puñal y varios adornos metálicos, que por la disposición como se hallaban colocados indicaban que debieron ser arrancados a su poseedor en el curso de una lucha, pero lo peor de todo era que la puerta por donde se entraba a los subterráneos en los que oculté a mi princesa se hallaba entornada.
De un salto me puse junto a ella, y abriéndola de par en par traspuse su umbral con loco ímpetu. Dejah Thoris no estaba allí. La llamé por su nombre repetidas veces y en voz alta, sin que nadie me respondiera.
No recuerdo lo que hice o dije, pero sí que por un momento pisé el borde de la locura.
—¡Issus! —vociferé—, ¡Issus! ¿Dónde está Issus? Registrad el Templo hasta dar con ella, pero que nadie la toque mientras John Carter no lo mande. ¡Carthoris! ¿Por dónde se va a la cámara de Issus?
—Por ahí —exclamó el joven.
Y sin pararse a saber si yo le había oído, penetró con inaudita decisión y no menor rapidez en las entrañas del Templo. Aunque caminaba rápido, yo, no obstante, iba junto a él, instándole a que se diera prisa.
Por fin llegamos a una gran puerta tallada, por la que entró Carthoris como un huracán, a corta distancia de mí. En el aposento inmediato contemplamos la escena a la que yo había asistido con anterioridad: el trono de Issus con las reclinadas esclavas y alrededor los guardias de la diosa. Los soldados ni siquiera tuvieron tiempo para rechazarnos, porque nuestra acción contra ellos fue aniquiladora. De un solo tajo partí a dos de las primeras fila y luego, a causa del peso y la aceleración de mi cuerpo pasé a través de las dos líneas restantes y salté al estrado, poniéndome delante del lujoso trono de sorapo.
La repulsiva criatura que lo ocupaba lanzó un grito de terror e intentó huir y meterse en una trampa existente detrás de ella, pero aquella vez no me dejé burlar por tan ridículo subterfugio, y antes de que se levantara la sujeté por un brazo. Vi entonces que la guardia iniciaba desde todos los lados una acometida combinada para prenderme, mas yo desenvainé mi puñal y, apoyando su punta en el pecho de la vieja, ordené a los negros que se detuvieran.
—¡Atrás! —rugí—. ¡Atrás! En cuanto alguien ponga su pie en esta tarima, clavaré mi daga en el corazón de vuestro ídolo.
Mis enemigos vacilaron brevemente. Después un oficial dispuso que retrocedieran, y en aquel instante penetraron en el salón del trono, procedentes de las galerías exteriores, más de mil rojos mandados por Kantos Kan, Hor Vastus y Xodar. Los de Helium acudían presurosos a protegernos.
—¿Qué ha sido de Dejah Thoris? —pregunté al ente miserable caído en mi poder.
Issus dirigió en torno suyo una mirada aviesa para abarcar la situación en que se hallaba, y creo que en el primer momento no se hizo cargo por completo de la realidad de las circunstancias, o sea que el Templo había sido tomado por asalto por los hombres del otro mundo. Cuando se percató de su derrota, debió también comprender todo lo que el hecho en sí representaba para ella: la pérdida de su poder, la humillación, la demostración del engaño del que tantos siglos fue víctima su propio pueblo.
Faltaba únicamente una cosa para completar el efecto del cuadro que entonces estaba viendo, y ese detalle lo añadió el noble más encumbrado de su reino, el sumo sacerdote de su religión, el primer ministro de su gobierno.
—¡Issus, diosa de la Muerte y de la Vida Eterna! —exclamó—, muéstrate a los tuyos en el colmo de tu justísima cólera, y con un solo gesto de tu mano omnipotente hiere de muerte a los que te insultan e injurian. Castígales de manera ejemplar, ¡Issus, tu pueblo confía en ti! ¡Hija de la Luna Menor, tú sola eres todopoderosa, tú sola puedes salvar a tus fieles y súbditos! ¡Óyeme! Estamos aguardando tu voluntad. ¡Mata!
Entonces sucedió que la vieja se volvió loca y, presa de terrible insania, sollozó y gimió en primer lugar para después morderme, arañarme y escupirme, dando rienda suelta a su furia, tan impotente como ridicula. A continuación prorrumpió en carcajadas diabólicas que me helaron la sangre en las venas. Las muchachas de su séquito, agrupadas en el estrado, lloraban y pretendieron huir, pero entonces la enloquecida momia se arrojó sobre ellas y las maltrató despiadadamente, llenándolas de insultos. Una baba amarillenta brotaba de sus lívidos labios. ¡Dios!, ¡producía miedo verla!
Por último, la sacudí con fuerza esperando devolverla siquiera un minuto a la realidad.
—¿Qué ha sido de Dejah Thoris? —repetí.
La falsa diosa, cogida por mis férreos dedos, balbució unas frases incomprensibles, y luego en sus ojillos semicerrados brilló un imprevisto resplandor de maldad y astucia.
—¿Dejah Thoris? ¿Dejah Thoris?
Y luego su risa macabra y escalofriante lastimó mis oídos una vez más.
—¡Ah, sí, Dejah Thoris! Ya me acuerdo. Y Thuvia… y Phaidor la hija de Matai Shang. Todas están enamoradas de John Carter. ¡Ja ja! Qué situación tan ridícula. Juntas meditarán durante un año dentro del Templo del Sol, pero cuando ese año termine, no tendrán nada que comer. ¡Oh! Qué divino entretenimiento. La vieja se relamió con deleite los agrietados labios. —No tendrán nada que comer… y se devorarán unas a otras. ¡Ja, ja!
Lo horrible de aquella suposición me paralizo casi. A esa espantosa suerte había sido condenada mi princesa por la infame Issus. Temí el desenfreno de mi rabia, y como un gato sacude una rata, sacudí yo a la famosa Diosa de la Vida Eterna.
—Anula tus órdenes —exclamé—. Llama a la condenada y date prisa, si no quieres morir.
—Es demasiado tarde. ¡Ja, ja!
La bruja reanudó sus lamentos y lloriqueos. Entonces yo, fuera de mí, o poco menos, levanté mi puñal sobre su hediondo seno, pero algo detuvo mi mano, y ahora me alegro de que sucediera tal cosa. Hubiese sido terrible quitar la vida a una mujer con mi propia mano. En lugar de matarla, se me ocurrió un castigo más apropiado para la tal deidad.
—¡Primeros Nacidos! —exclamé dirigiéndome a los que estaban de pie dentro de la estancia—. Acabáis de ver la impotencia de Issus; los dioses son omnipotentes, luego Issus no es diosa. Issus es una vieja cruel y malvada que os ha engañado y jugado con vosotros en el transcurso de las edades. ¡Tomadla! John Carter, Príncipe de Helium, no mancillará su mano con la sangre de tan vil ser.
Sin añadir más, empujé a la rabiosa alimaña que media hora antes era considerada divina, y la vieja pasó de su magnífico trono a poder de sus desengañados y vengativos súbditos.
Notando que Xodar se hallaba entre los oficiales rojos, le llamé para que me condujera con presteza al Templo del Sol, y sin esperar a saber la suerte que los Primeros Nacidos reservaban a su diosa, salí de la cámara como un torbellino con Xodar, Carthoris, Hor Vastus, Kantos Kan y otros veinte nobles de Helium.
El negro nos llevó rápidamente por las dependencias interiores del templo, hasta que nos encontramos en el patio central, un gran espacio circular pavimentado con mármol transparente de sorprendente blancura. Ante nosotros se alzaba un edificio dorado, cubierto de maravillosos y exquisitos dibujos e incrustado de diamantes, rubíes, zafiros, turquesas, esmeraldas y otras mil desconocidas gemas de Marte, que aventajan en hermosura y pureza de luces a las más estimadas piedras preciosas de la Tierra.
—Por aquí —gritó Xodar, conduciéndonos a la entrada de un túnel que se abría en el patio más allá del Templo. Precisamente a punto de penetrar en el subterráneo, oímos un ruido sordo y prolongado, procedente del sitio que acabábamos de dejar, y enseguida un oficial rojo, Djor Kantos, padwar, del quinto utan… salió por una puerta inmediata, dando voces de alarma.
—¡Deteneos! Los negros han incendiado el Templo decía. —Está ardiendo por los cuatro costados, ¡apresuraos a llegar a los jardines de fuera, o de lo contrario pereceréis sin remedio!
Mientras hablaba, observamos que el humo penetraba por la docena de ventanas correspondientes al emplazamiento del Templo del Sol, y que a lo lejos, sobre el minarete más alto de la morada de Issus, se alargaba un alarmante penacho también de humo.
—¡Atrás!, ¡atrás! —grité a los que me acompañaban—. Xodar, indícame el camino, y vete. Yo solo llegaré adónde esté mi princesa.
—Sígueme, John Carter —me contestó Xodar, y sin aguardar mi respuesta se internó en el túnel situado a nuestros pies. A su zaga, y pisándole los talones, recorrí media docena de galerías a cual más lóbrega, y por fin fuimos a parar a un cuarto de piso llano, situado en el extremo de un corredor más ancho que los anteriores. La estancia en cuestión se hallaba brillantemente iluminada.
Unos gruesos barrotes nos impidieron continuar, y tras ellos contemplé a mi adorada princesa con Thuvia y Phaidor. Cuando ella reparó en mí, se precipitó al obstáculo que nos separaba. Ya el aposento había empezado a ejecutar su lento movimiento giratorio, de modo que un trozo de la abertura en la pared del templo estaba opuesto al extremo enrejado del corredor. Poco a poco se iba cerrando el intervalo y faltaban muy escasos instantes para que se cerrase del todo, a continuación de un pequeño crujido. Esto equivalía a que, durante un largo año barsoomiano, el aposento realizaría su lento movimiento de rotación, hasta que, cumplido el plazo fatal, el hueco del muro volviese a coincidir con el extremo del pasadizo. ¡Pero entre tanto, que cosas tan horrendas sucederían en la celda!
—Xodar —exclamé—, ¿no es posible parar este espantoso mecanismo? ¿No hay nadie que posea el secreto de estos barrotes infernales?
—Temo que no, mas no por eso dejaré de hacer cuanto esté a mi alcance. John Carter, espérame aquí.
Apenas se fue me acerqué a la verja para hablar con Dejah Thoris y estrechar sus queridas manos, y así permanecimos acariciándonos hasta el último momento.
Thuvia y Phaidor se aproximaron a nosotros, pero cuando la primera comprendió nuestro deseo de soledad se retiró discretamente. No así la hija de Matai Shang.
—John Carter —me dijo—, ésta será la última vez que verás a cualquiera de nosotras. Dime que me amas y moriré feliz.
—Yo sólo amo a la princesa de Helium —repliqué con sencillez—. Lo siento, Phaidor, pero ya lo sabes hace mucho tiempo.
La thern se mordió los labios y se alejó de mi lado, no sin echar a Dejah Thoris una mirada de furibundo rencor. Desde entonces se mantuvo algo distanciada, aunque no tanto como yo lo hubiera deseado, puesto que ansiaba conversar en privado con mi incomparable bien amada antes de volver a perderla, quizá para siempre.
Un breve rato permanecimos de pie, hablando en voz baja, y a cada minuto iba haciéndose más pequeña la abertura del muro. Pronto, ni siquiera tendría la extensión suficiente para contener la esbelta figura de Dejah Thoris. ¡Oh, por qué Xodar no se daba prisa! Sobre nosotros oímos los amortiguados ecos de un gran tumulto producido por una multitud de negros, rojos y verdes, huyendo del fuego que consumía al Templo.
Una bocanada de aire nos trajo de arriba un humo negro que nos cegó momentáneamente. La humareda aumentó en densidad, mientras esperábamos a Xodar. De pronto sonaron unos gritos en el extremo del corredor, y unas pisadas de gente que venía corriendo.
—Retírate, John Carter, retírate —gritó una voz—; hasta las galerías están ardiendo.
En un momento surgieron del humo doce hombres, que se colocaron a mi lado. Eran Carthoris, Kantos Kan, Hor Vastus y Xodar, con unos cuantos nobles que me habían seguido al patio del templo.
—No hay esperanza, John Carter, no hay esperanza —exclamó Xodar—. El que tiene las llaves ha muerto y las llaves no las hemos encontrado en su cadáver. Nuestra única misión es sofocar el incendio y confiar a la suerte volver a ver viva y sana a la princesa dentro de un año. He traído suficientes provisiones para su sustento, y cuando la hendidura se haya cerrado herméticamente, el humo no podrá penetrar por ella. Démonos prisa a apagar el fuego, y creo que las salvaremos de perecer.
—Idos si queréis y llevaos a los demás —repliqué—. Yo me quedaré aquí al lado de mi princesa hasta que la compasiva muerte me libre de esta angustia fatal. La vida es para mí una carga.
Mientras yo hablaba, Xodar estuvo echando un gran número de conservas a la celda giratoria. Un instante después, la hendidura no midió más en cuanto a anchura que un par de centímetros. Dejah Thoris se mantuvo junto a ella todo lo que le fue posible, murmurando palabras de aliento y consuelo, e instándome a que la salvara.
De pronto vi detrás de ella el hermoso rostro de Phaidor, que, por lo contraído, revelaba en la thern la existencia de un odio feroz. Nuestras miradas se cruzaron y ella me dijo:
—No pienses, John Carter, que se desprecia con tanta facilidad el amor de Phaidor, la hija de Matai Shang, ni esperes volver a estrechar entre los brazos a tu Dejah Thoris. Aguarda, aguarda el término del año que ahora comienza, y sabe que cuando el ineludible plazo haya terminado, serán los labios de Phaidor los que te den la bienvenida y no los de la Princesa de Helium. ¡Mira! Tu amada va a morir.
En efecto, sin concluir de pronunciar las odiosas frases, Phaidor levantó un puñal con ánimo de cumplir su amenaza, pero entonces sucedió una cosa inesperada: Thuvia intervino, y cuando el arma mortífera iba a caer sobre el pecho indefenso de la reina de mis amores, la abnegada doncella se interpuso entre ambas. Una cortina de espeso humo nos impidió asistir a la tragedia que se desarrollaba dentro de la celda, pero finalmente escuchamos un grito de espanto y un quejido de dolor. Sin duda había habido una víctima.
El humo se desvaneció, pero ya estaba cerrada del todo la misteriosa abertura, sustituida por una blanca pared. Durante un año entero, que a mí me parecería una eternidad, la horrible estancia ocultaría su secreto a los ojos de los hombres.
Mis amigos quisieron llevarme de allí.
—Dentro de un minuto será demasiado tarde —dijo Xodar—. Tenemos, en realidad, muy escasas probabilidades de salir con vida a los jardines externos. He ordenado que se paren las bombas, y de aquí a cinco minutos las galerías estarán inundadas. Si no queremos morir ahogados como ratones en una trampa, debemos salir de prisa y atravesar a toda prisa el Templo incendiado.
—Idos —repetí— y dejadme morir en este rincón al lado de mi princesa, sin la que para mí no hay felicidad en el mundo. Cuando saquen su cuerpo de este horrendo lugar, transcurrido el plazo fatal, aquí se hallará esperándole el cadáver de su señor.
De lo acontecido después sólo conservo un confuso recuerdo. Recuerdo vagamente como si hubiera luchado con mucha gente que se apoderó de mí y me transportó a la fuerza. Realmente no sé nada, y jamás he pretendido preguntarlo. Además, nadie de los que estuvieron allí aquel día desea excitar mi tristeza aludiendo a los hechos que tan honda herida han causado en mi corazón.
¡Ah!, si yo pudiera conocer la verdad exacta, qué carga más espantosa me quitaría de los hombros. Vano deseo, puesto que el tiempo, únicamente, nos dirá cual fue el pecho atravesado por la daga de la asesina.
FIN