CAPÍTULO XXI

Entre olas y llamas

Los informes de Jented me convencieron de que debía proceder sin tardanza y llegar sin demoras al Templo de Issus antes de que las fuerzas mandadas por Tars Tarkas lo asaltaran al amanecer. Una vez más allá de sus aborrecidos muros, quizá pudiera arrollar a la guardia de la diosa y librar a mi amada princesa de su cautiverio, sacándola de su encierro, puesto que en ese momento dispondría detrás de mí de medios apropiados para ello.

En cuanto Carthoris y los otros se reunieron conmigo, empezamos el transporte de nuestros hombres por el pasadizo sumergido a la boca del túnel que va desde el estanque del submarino al recinto del Templo en la parte que éste tiene dentro del agua. Se necesitaron varios viajes, pero finalmente todos volvimos a juntarnos, sanos y salvos, para dar comienzo a la decisiva empresa. Allí había cinco mil hombres vigorosos y decididos, verdaderos veteranos, pertenecientes a las razas más belicosas de los marcianos rojos. La flor de Barsoom se hallaba a mi lado.

Como sólo Carthoris conocía las escondidas vueltas y revueltas de los túneles, no pudimos dividir el grupo y atacar el templo por varios puntos a la vez, lo que hubiera sido lo más conveniente y, en vista de eso, resolvimos que nos condujera, cuanto antes mejor, al sitio más próximo al centro del templo.

Cuando estábamos a punto de abandonar el estanque para entrar en los corredores, un oficial me llamó la atención acerca de las aguas en las que flotaba el submarino. Al principio me parecieron sencillamente agitadas por el movimiento de un cuerpo de gran tamaño existente debajo de su superficie, y en seguida pensé que otro submarino subía del fondo para perseguirnos; pero luego observamos que el nivel de las aguas se elevaba, si no con extraordinaria rapidez, sí incesantemente, y que pronto sobrepasaría los bordes del estanque para inundar el suelo de la cueva.

Tardé algún tiempo en comprender la terrible importancia de aquel imprevisto incidente. Carthoris fue el primero que se dio cuenta por completo de la situación, con las causas y los motivos que lo ocasionaban.

—¡De prisa! —exclamó—. Si malgastamos el tiempo estamos perdidos. Las bombas de Omean han cesado de trabajar. Quieren cogernos como a ratones en una ratonera. Debemos ganar los pisos inferiores de los subterráneos antes que las aguas, o no lo conseguiremos nunca. ¡Vamos!

—Muestra el camino, Carthoris. Te seguiremos.

Obedeciéndome, el joven saltó a uno de los corredores, y en columna de dos los soldados le siguieron en buen orden, penetrando cada compañía en el túnel, dirigida únicamente por su dwar, o capitán.

Aún no había abandonado la última compañía la estancia, cuando el agua llegaba ya a los tobillos de mis hombres, los cuales empezaban a dar señales de impaciencia. Totalmente desacostumbrados a tal elemento, excepto en las cantidades suficientes para la bebida y el aseo, los marcianos rojos, instintivamente, la temían por sus formidables abismos y amenazadora actividad, y que se mantuvieran serenos, a pesar de que les lamía las piernas y comenzaba a girar en torno suyo, demostraba a las claras su valor y su disciplina.

Fui el último en abandonar la sala del submarino, y como iba a retaguardia de la columna, hacia el corredor, marchaba con el agua hasta las rodillas. La galería también estaba inundada de igual modo, pues su suelo se hallaba a nivel con el de la estancia adonde conducía, y durante varios metros no se notaba la menor elevación.

La marcha de las tropas por el túnel fue tan rápida como lo permitía el número de hombres que se movían en un paraje tan angosto; pero no era lo bastante acelerada para permitirnos ganar terreno a la invasora corriente. Como el nivel del pasadizo aumentaba poco a poco en altura, con las aguas sucedía lo propio, y ello me hizo comprender, yendo al final de mi pequeño ejército, que nos amenazaba por esa causa una gran catástrofe.

Finalmente comprendí el motivo de aquello, consistente en que, dada la escasa extensión de Omean, al subir las aguas hacia la cima de su bóveda, la velocidad de la ascensión aumentaba en razón inversa del espacio a llenar, cada vez menor.

Mucho antes de que la cola de la columna estuviera próxima a llegar a las galerías superiores, situadas sobre los parajes peligrosos, me convencí de que las aguas nos alcanzarían con arrolladora fuerza y en tal cantidad que, probablemente, la mitad de la expedición sería aniquilada. Cuando pensaba acerca de alguna manera para salvar el mayor numero posible de soldados, me fijé en un corredor divergente que parecía hallarse en empinada pendiente con relación a la galería inundada, y a mi derecha. Las remolineantes aguas me llegaban ya a la cintura, y los hombres de las compañías inmediatas a mí comenzaban a sentir pánico. Había que hacer algo en seguida o, de lo contrario, se precipitarían sobre las unidades más avanzadas, dominadas por el terror, ocasionando la muerte de muchos cientos debajo de las olas, y atascando el túnel, sin que quedara la menor esperanza de salvación para los que venían detrás.

Levantando la voz cuanto pude, mandé a los dwars, de las compañías que me precedían:

—¡Atrás los últimos veinticinco utans,! ¡Atrás! Creo que hay aquí un camino para escapar, ¡retroceded y seguidme!

Mis órdenes fueron obedecidas por unos treinta utans… así que tres mil hombres se volvieron, y chapoteando contra la corriente, se apresuraron a ganar el corredor que yo les había indicado. Cuando el primer dwar, penetró en él con su utan… yo le insté a que atendiera puntualmente mis instrucciones y le previne que en modo alguno saliera al aire libre y se encaminara al templo propiamente dicho, dejando los subterráneos, sin que yo estuviera a su lado, estoy ya sabéis que si no me veis más será porque haya muerto».

El oficial me saludó y alejóse. Los soldados desfilaron rápidamente ante mí y entraron en la galería divergente que yo esperaba les conduciría a la salvación. El agua me llegaba al pecho. Los hombres se tambaleaban, y no pocos vacilaban y se caían. Sostuve a muchos y les ayudé a ponerse de pie, pero la tarea era excesiva para una persona sola. Las tropas comenzaban a ser barridas por la violencia del torrente y no conseguían avanzar. Al fin, el dwar, del décimo utan, se cuadró en mi presencia. Era un valeroso militar, llamado Gus Tus, y ambos, juntos, establecimos en nuestra entonces aterrorizada gente una apariencia de orden y ayudamos a muchos, que de lo contrario se hubieran ahogado.

Djor Kantos, hijo de Kantos Kan, y un padwar, del quinto utan, se nos unieron cuando a su unidad le tocó penetrar en el hueco por el que los soldados huían. Sin embargo, no perdimos un hombre de los cientos que pasaron de la galería principal al otro corredor.

Cuando el último utan, desfiló delante de nosotros, las aguas, en su constante subida, nos llegaban al cuello; pero, aún así, nos cogimos de las manos y permanecimos firmes hasta que todos los hombres se hallaron relativamente a salvo en el nuevo pasadizo. Allí encontramos un desnivel hacia arriba inmediato y marcado, de manera que a los doscientos metros nos colocamos encima de la capa líquida.

Durante unos cuantos minutos continuamos subiendo por la acentuada pendiente, la cual, pensaba, nos llevaría pronto y con seguridad a las galerías superiores, circundantes del Templo de Issus. ¡Ah! Cuán cerca estaba del más cruel de los desengaños.

De repente oí un grito esto¡Fuego!», pronunciado muy lejos y delante de mí. Le siguieron, casi simultáneamente, un sin fin de gritos de terror y las voces de mando apresuradas de los dwars, y padwars… quienes, sin duda, intentaban sacar a sus soldados de algún grave peligro. Finalmente, nos trajeron la noticia.

—¡Han incendiado las galerías de arriba estamos entre las llamas y las olas! ¡Auxilio, John Carter! ¡Nos asfixiamos!

En efecto, en el mismo instante nos azotó la cara una especie de columna de denso y negro humo, la que nos obligó a retroceder, medio ciegos y sofocados, para buscar refugio contra sus daños.

No quedaba otro recurso que hallar, si era posible, un nuevo medio para escapar. El fuego y el humo resultaban mil veces peores enemigos que el agua, y por eso me lancé a la primera galería, para librarme ante todo del humo asfixiante que nos agobiaba.

De nuevo me mantuve a un lado, mientras que los soldados retrocedían de prisa por el camino que habían seguido. Unos dos mil hombres debían haber vuelto a la primitiva dirección, cuando la corriente cesó; pero como no estaba seguro de que todos se hubieran salvado, pues quizá algunos habrían ido más allá del punto inicial de las llamas, para convencerme de que ningún infeliz corría el riesgo de sufrir una muerte espantosa, avancé con rapidez por la galería hacia la zona incendiada, la que vi arder delante de mí despidiendo resplandores siniestros.

Se sentía un calor sofocante y la tarea era extremadamente penosa, pero al fin llegué a un sitio donde el fuego iluminaba el corredor lo suficiente para ver que ni un solo hijo de Helium quedaba entre mí y aquella inmensa y devoradora hoguera. Lo que había en ella y más allá no lo sabía, ni ningún ser humano habría osado atravesarla. Parecía un infierno de sustancias químicas imposibles de conocer.

Una vez satisfecho mi sentido del deber, me volví y regresé corriendo por el pasadizo que tantas ilusiones me produjo. Entonces descubrí con horror que tenía cortada la retirada en aquella dirección, puesto que a la entrada del túnel se levantaba un fuerte enrejado de acero, evidentemente sacado de sus soportes y colocado allí con el propósito de impedirme la huida.

No podía dudar de que los Primeros Nacidos estaban al tanto de nuestros principales movimientos, en vista del ataque de su escuadra a nuestras fuerzas del día antes, ni de que la paralización de las bombas de Omean en el momento psicológico dependiera de la casualidad. También el comienzo de una combustión química en el corredor por el que marchábamos hacia el Templo de Issus, tenía que obedecer a un plan maduramente adoptado. Después, la interposición de la verja de acero para ponerme de manera efectiva entre las llamas y las olas, parecía indicar que unos ojos invisibles me acechaban sin descanso. Se comprenderá que para acudir en socorro de mi amada Dejah Thoris me era preciso vencer, ante todo, a unos enemigos que se ocultaban en las sombras. Mil veces me reproché el haber caído incautamente en aquella encerrona, a pesar de constarme que los peligros abundaban en las tenebrosas galerías. Entonces juzgué que hubiera sido mucho mejor conservar las fuerzas intactas y dar un asalto concertado al Templo por el lado del valle, confiando a la suerte y a nuestra gran habilidad combatiente la derrota del ejército negro y la consiguiente liberación de mi Dejah Thoris.

El humo del fuego me obligaba a seguir retrocediendo por el pasadizo en dirección a las aguas, que oía surgir entre las demás tinieblas. Como mi gente se llevó la última antorcha, el paraje sólo estaba iluminado por la radiación de las rocas fosforescentes, propias de aquellas regiones abismales. Esta circunstancia me convenció de mi proximidad a las galerías superiores, situadas directamente más allá del Templo.

Finalmente, sentí que las aguas me azotaban los pies. A mi espalda, la humareda se espesaba por minutos. Sufría lo indecible, y comprendí que sólo me quedaba un recurso, que era elegir la muerte más fácil de las dos que me amenazaban. Consecuente con esta decisión, me dirigí por la galería a las frías aguas de Omean, tan cercanas, para arrojarme a sus pavorosos abismos en busca… ¿de qué?

El instinto de conservación es fuerte, aun cuando uno, sin temor y en posesión de las más valiosas facultades razonables, sabe que la muerte, positiva e imperturbable, le corta el paso. Por eso yo me puse a nadar lentamente, esperando que mi cabeza tocase en el techo del corredor, lo que significaría que habría llegado al fin de mi fuga y al sitio donde debía hundirme para siempre en una tumba insondable. Sin embargo, con gran sorpresa, fui a parar a un muro por completo liso antes de llegar al sitio en que las aguas tocaban el techo del pasadizo. ¿Estaría equivocado? ¡No! Pronto me convencí de que había seguido la galería principal y de que todavía quedaba un espacio libre entre la superficie de la masa líquida y la rocosa techumbre. Luego me acorde de mi marcha por el estrecho túnel que recorrieron Carthoris y la cabeza de la columna hacía media hora. A medida que nadaba, mi corazón, a cada brazada, se aliviaba, pues bien sabía que me acercaba cada vez más a un paraje en que, indiscutiblemente, tendría que ser menor la profundidad de las aguas que por adonde yo iba. Para mí, era indudable que pronto sentiría de nuevo bajo mis pies un terreno firme, y eso me hizo cobrar esperanzas en cuanto a llegar al Templo de Issus para reunirme con la tierna prisionera que languidecía allí.

De improviso, cuando más ilusiones me hacía, di un golpe brusco con la cabeza en las rocas de encima. Me había sucedido, pues, lo peor, o sea ir a parar a uno de los raros sitios donde un túnel marciano baja de repente a un plano inferior. No ignoraba que más allá volvería a elevarse; pero eso carecía para mí de valor, debido a que desconocía cuál era su longitud, totalmente debajo de la superficie anegada.

Tan solo me restaba una remota probabilidad de salvación, y la aproveché. Llené de aire los pulmones, me zambullí en el agua y nadé con brío a lo largo de la sumergida galería, sin miedo a sus negruras ni a la frialdad horrible que en ella experimenté. De cuando en cuando levantaba una mano y, por desgracia, siempre que lo hacía tocaba sobre mi cabeza la roca desesperanzadora. Ya mis pulmones empezaban a rendirse con el esfuerzo que realizaban, y para mí no había otra solución que la de sucumbir fatalmente, sin que ni por asomo se me ocurriera otra perspectiva más favorable. Ni siquiera creía posible volver de nuevo al punto en que las aguas, como se recordará, sólo me llegaban al cuello.

La muerte me miró a la cara; mas yo, realmente, no me acuerdo del instante preciso en que sentí en mi frente el beso helado de sus labios letales.

Hice un frenético esfuerzo acudiendo a mis energías casi agotadas, y me enderecé, medio desmayado, por última vez, no pensando encontrar para que mis torturados pulmones respirasen sino un elemento extraño y mortífero; sin embargo, en lugar de eso, sentí que una ráfaga de aire vivificador penetraba en mi pecho, produciéndome una inefable delicia. ¡Me había salvado!

Unas cuantas brazadas más me llevaron a un sitio donde mis pies tocaron el suelo, y pronto me vi por completo fuera del agua; entonces eché a correr como un loco por el túnel adelante, buscando cualquier puerta que me condujera ante Issus. Si ya no podía salvar a Dejah Thoris, por lo menos estaba decidido a vengarla, y ninguna vida me satisfaría a cambio de la suya, como no fuese la de la diosa infame, causa para Barsoom de tan crueles sufrimientos.

Antes de lo que yo esperaba me hallé en lo que me pareció ser una imprevista salida al Templo de arriba. Estaba en el lado derecho del pasadizo, y probablemente se llegaría por ella a varias entradas del edificio. Para mí tanto valía un camino como otro. ¿Acaso sabía yo adónde se iba por ninguno de ellos? Por eso, sin pensar que quizás me descubrirían y rechazarían, me adelanté con rapidez por la pronunciada pendiente, y empuje la puerta, situada en el extremo del declive.

Esta cedió lentamente, y antes de que hiciera más resistencia me lancé a la habitación inmediata. Aunque todavía no amanecía, la estancia se hallaba iluminada brillantemente. Su único ocupante descansaba tendido en un lecho de corta altura junto a la pared opuesta a la puerta, y aparentemente dormía. Por las colgaduras y el suntuoso mobiliario del aposento, creí que éste pertenecía a alguna sacerdotisa o tal vez a la misma Issus.

Tal pensamiento activó la circulación de la sangre en mis venas. ¡Ah, si la fortuna se me mostraba tan propicia y me ponía en las manos sola e indefensa, a la aborrecible y engañadora vieja! Con aquel rehén nada me sería imposible en lo sucesivo. Sigilosamente me acerqué de puntillas a la persona acostada. Avancé hacia la durmiente con gran cautela; pero sólo había cruzado la mitad de la sala, cuando el bulto se movió y se puso en pie, mirándome, al ir a arrojarme sobre él.

Al principio se reflejó una expresión de terror en las facciones de la mujer, y luego sustituyeron al miedo la incredulidad, la esperanza y la gratitud.

El corazón me saltaba del pecho y las lágrimas me llenaban los ojos cuando me dirigí a la dama en cuestión. Las palabras que debieron ser ecos de mi alegría y brotar de mi boca cual un torrente impetuoso, quedaron ahogadas en mi garganta. Sí, abrí los brazos y en ellos recogí, desfallecida, a mi adorada Dejah Thoris, señora de Helium.