CAPÍTULO XX

La batalla aérea

Dos horas después de abandonar mi palacio en Helium, y a eso de la medianoche, Kantos Kan, Xodar y yo llegamos a Hastor. Carthoris, Tars Tarkas y Hor Vastus habían ido directamente a Thark en otro crucero. Los transportes estuvieron listos para partir a los pocos momentos, y marchaban lentamente hacia el Sur. La flota de acorazados tenía que alcanzarles en la mañana del día siguiente.

En Hastor lo encontramos todo dispuesto, y tan perfectamente había preparado Kantos Kan los menores detalles de la campaña, que a los diez minutos de nuestro arribo el primer buque de la escuadra salía sin contratiempo de su dique, y a continuación, en el espacio de breves minutos, las grandes unidades flotaban graciosamente, envueltas en sombras, formando un largo y delgado cordón, que se extendía muchas millas en dirección al sur.

Hasta que no entramos en el camarote de Kantos Kan no me ocupé de averiguar la fecha en que estábamos, pues en realidad ignoraba el tiempo que había permanecido encerrado en los calabozos de Zat Arras. Cuando Kantos Kan me lo dijo, comprendí con profundo pesar mi equivocación al apreciar la duración de mi estancia en la tenebrosa mazmorra. Estuve allí trescientos sesenta y cinco días, y era demasiado tarde para salvar a Dejah Thoris. La expedición, por tanto, dejaba de ser auxiliadora para adquirir una misión vengativa. No le comuniqué a Kantos Kan mi convencimiento de que cuando penetráramos en el Templo de Issus, por desgracia ya no existiría la princesa de Helium, porque, en cuanto a que hubiese muerto, en ese momento no me era posible asegurarlo, desconociendo el día exacto que contempló por primera vez la «belleza» de Issus. ¿Para qué entristecer a mis amigos con mis cuitas personales, que bastante venían compartiendo conmigo en el curso de mi vida marciana?

Decidí, pues, guardarme mis penas y no dije nada a nadie acerca de mis fundadísimos temores. La expedición serviría para mucho si enseñaba al pueblo de Barsoom la verdad de la terrible ilusión en la que había creído ciegamente durante incontables edades, librando así cada año a millares de seres del espantoso fin que les aguardaba al concluir su peregrinación voluntaria. Si conseguía entregar a los hombres rojos el alegre valle de Dor, no debía ser considerada inútil, y en la tierra de las almas perdidas entre las montañas de Otz y la barrea helada, se recordará que existía un extenso territorio que no necesitaba riego para dar cosechas muy abundantes. Allí, en el fondo de mi mundo moribundo, estaba la única comarca naturalmente productiva de toda su superficie; allí había sólo lluvias y rocíos; allí exclusivamente se conservaba un mar abierto de abundante caudal, y todo aquello lo disfrutaban unas feroces bestias, privando de tanta belleza y su fertilidad sin parangón a los millones de barsoomianos civilizados, a pesar de que ellos eran los malditos restos de dos razas antaño grandes. Si finalmente lograba derribar el muro de la superstición religiosa, que mantenía alejados a los rojos de aquel El Dorado, dejaría un honroso e inmortal recuerdo de las virtudes de mi amada princesa, y su martirio no habría sido estéril para la prosperidad de Barsoom.

A la mañana del segundo día avistamos la gran flota de los transportes y las demás embarcaciones auxiliares, cuando empezaba a rayar el alba, y pronto nos pusimos lo bastante cerca de ella para cambiar señales. Debo decir aquí que los radioaerogramas se usan raras veces en tiempo de guerra o para la transmisión de despachos secretos, porque, como a menudo una nación descubre una clave distinta o inventa un nuevo aparato sobre telefonía sin hilos, sus vecinos no cejan en sus esfuerzos hasta que son capaces de interceptar y traducir los mensajes. Esta lucha entablada en el curso de varias generaciones produjo las consecuencias prácticas de agotar todas las posibilidades de la comunicación inalámbrica, y ningún pueblo se atreve a transmitir despachos de importancia por ese procedimiento.

Tars Tarkas se puso al habla con todos los transportes. Los acorazados pasaron entre ellos para tomar una posición en cabeza, y las escuadras combinadas avanzaron con lentitud hacia el casquete helado observando la superficie con atención para prevenir cualquier obstáculo que los therns, a cuyo país nos aproximábamos, pudieran oponernos.

A gran distancia del núcleo de la escuadra iban unas veloces patrullas de aeronaves individuales para protegernos de una sorpresa, y otras de igual clase nos flanqueaban, mientras que a retaguardia, a treinta kilómetros detrás de los transportes, prestaba idéntico servicio un número menor de tales embarcaciones. Formados así seguimos avanzando hacia la entrada de Omean durante varias horas, y de repente, uno de los exploradores vino del frente para informarnos que ya veía la cima parecida a un cono, atalaya de los abismos de Omean. Casi en el mismo instante otra fragata se destacó del flanco izquierdo y se dirigió a toda marcha al buque almirante.

La velocidad que traía revelaba la importancia de su misión informadora. Kantos Kan y yo le esperamos en el puente de la cubierta de proa, que corresponde al puente de los acorazados terrestres. Apenas el pequeño aparato se posó en el amplio embarcadero de nuestra majestuosa nave, su tripulante corrió a nuestro lado, subiendo la escalerilla del puente.

—Una gran escuadra de acorazados al sur sudeste, mi príncipe —exclamó—. Deben ser varios miles y vienen directamente hacia nosotros.

—Por algo estaban los espías Thern en el palacio de John Carter —me dijo Kantos Kan—. Tus órdenes, príncipe.

—Disponed que diez acorazados guarden la entrada de Omean dispuestos a no permitir que ninguna nave hostil penetre en el pozo o salga de él. Esa división embotellará la armada de los Primeros Nacidos.

»Formad el resto de los acorazados haciendo una V enorme, con vértice que señale directamente a la flota enemiga, y mandad a los transportes, rodeados de sus convoyes, que sigan de cerca a los buques grandes hasta el momento que la V haya entrado en la línea de los contrarios, y luego marchad a toda velocidad para ocupar una posición conveniente sobre los templos y los jardines de los Thern. Mientras, nuestra cuña extenderá sus ramas, y los buques de cada una de ellas atacarán con furia a las fuerzas adversarias y las harán retroceder, abriéndose paso entre sus filas y coadyuvando a la misión de las tropas de desembarco. Estas asaltarán las fortalezas de los thern y masacrarán a estos tan ferozmente, que jamás lo olvidarán en el futuro.

No había sido hasta entonces mi intención distraerme del objetivo principal de la campaña, pero había que zanjar el asunto con los thern inmediatamente y para siempre, so pena de no tener tranquilidad mientras estuviéramos cerca de Dor y de ver sumamente reducidas nuestras probabilidades de seguridad cuando volviésemos del otro mundo.

Kantos Kan saludó y se separó de mí para transmitir sus instrucciones a sus ayudantes. En un plazo de tiempo increíblemente corto se modificó la formación de los acorazados con arreglo a mis órdenes; los diez designados para vigilar la entrada de Omean salieron para su destino, y los transportes y convoyes se agruparon para lanzarse por la brecha que hiciéramos en la línea enemiga.

Di la orden de marchar a toda máquina y la escuadra surcó el aire como si estuviera formada por galgos, de modo que a los pocos momentos divisamos a simple vista los buques de nuestros contrarios. Estos formaban una línea recortada en toda la distancia a que alcanzaba la vista en ambas direcciones, en un fondo de tres buques. Tan imprevista fue nuestra acometida, que les cogió desprevenidos por completo y, por lo inesperada, se pareció a un relámpago en un cielo despejado.

Todas las fases de mi plan se ejecutaron maravillosamente. Nuestras enormes naves penetraron profundamente en las compactas filas de los thern, y después, al abrirse la cuña, apareció un ancho hueco por el que los transportes se precipitaron a los templos de mis adversarios, que se divisaban a lo lejos, resplandeciendo a la luz del sol. Cuando los Thern sedieron cuenta de la situación, ya cien mil guerreros verdes habían invadido sus patios y jardines, mientras que otros ciento cincuenta mil, se dedicaban desde las embarcaciones que volaban más bajo a aniquilar a tiros a los soldados thern, agrupados en las murallas o que pretendía defender los templos. Entonces las dos gigantescas flotas entablaron una titánica lucha aérea mientras que en tierra se llevaba a cabo la más sangrienta batalla de cuantas habían presenciado los vergeles thern. Lentamente se fue cerrando la tenaza de Helium, y a continuación comenzó el cerco de la línea enemiga, siendo esta maniobra característica de la estrategia barsoomiana. En torno de cada división enemiga se movían los buques mandados por Kantos Kan, que al fin casi formaron un círculo perfecto, y como entonces marchaban a extraordinaria velocidad, ofrecían al adversario un blanco muy difícil. Uno tras otro, los acorazados de los Thern eran destrozados o se rendían y, por último, la ya destrozada escuadra intentó con desesperada acometida romper la formación de los vencedores, lo que equivalía a querer coger un soplo de aire con la mano.

Desde mi sitio en la cubierta, al lado de Kantos Kan, vi que las naves de los Thern iban paulatinamente dando la terrible caída que anunciaba su total destrucción, y nosotros proseguimos estrechando, sin apresuramos, nuestro asedio implacable hasta cernimos sobre los jardines donde peleaban como leones nuestros aliados los verdes, a quienes se comunicó la orden de embarcar. La cumplieron con precisión, elevándose los transportes y ocupando al cabo una posición en el centro del círculo.

Por entonces había terminado prácticamente el fuego de los thern, los que, como ya llevaron su merecido, se resignaron a dejarnos seguir en paz nuestro camino. Sin embargo, nuestra misión no por eso se iba a desarrollar con facilidad, pues apenas reanudamos la marcha en dirección a la entrada de Omean, divisamos en el norte una gran mancha negra que se destacaba en el horizonte. No podía ser más que una escuadra de guerra.

¿De quién era y contra quién se dirigía? Eso, de momento, ni siquiera podíamos imaginárnoslo. Cuando se puso a la distancia adecuada de nosotros, el operador de Kantos Kan recibió un radioaerograma, que inmediatamente tendió a mi compañero. Éste lo leyó y me lo entregó con mano firme.

«Kantos Kan —decía—. Rendíos en nombre del Jeddak de Helium, porque estáis en mi poder».

Lo firmaba Zat Arras.

Los thern debían haber cogido y traducido el mensaje, porque, tan pronto como lo recibimos, reanudaron con brío las hostilidades, alentados por los inesperados aliados que venían a favorecerles.

Antes de que Zat Arras estuviera lo suficiente cerca de nosotros para que le fuera posible atacarnos, volvimos a combatir con la flota thern, pero mi rival, en cuanto se puso a tiro, comenzó a disparar sobre mis buques con su artillería pesada. Por desgracia, bastantes de mis naves sufrieron graves averías y algunas quedaron inútiles a causa del implacable bombardeo de que eran objeto.

La situación se hacía insostenible, y por eso dispuse que los transportes descendiesen de nuevo a los Jardines de los Thern.

—Llevad hasta el final vuestra venganza —fue mi mensaje a las tropas verdes—, porque de noche no tendréis ocasión para ello, ni contrarios a quienes masacrar.

Entonces me fijé en que los diez acorazados encargados de vigilar el pozo de Omean, venían hacia nosotros a toda velocidad, disparando sin cesar sus baterías de popa. No había más que una explicación para aquello. Indudablemente, les perseguía una flota hostil. ¡Ah, los acontecimientos empeoraban por momentos, y mi expedición casi podía considerarse fracasada! Ninguno de los hombres que tripulaban mi armada volvería a atravesar el fatal desierto de hielo. ¡Cuánto deseé tener a Zat Arras al alcance de mi espada larga antes de morir! Él era el único causante de nuestro desastre.

Cuando observé con atención a los diez buques en fuga, aparecieron a mi vista los enemigos que les perseguía con vertiginosa rapidez. Se Trataba de una gran escuadra. Al principio no quise dar crédito a mis ojos, pero al fin tuve que admitir la espantosa realidad que nos amenazaba, pues la armada que se disponía a embestimos era nada menos que la de los Primeros Nacidos, la que yo creía embotellada en el profundo mar de Omean, ¡qué serie de calamidades e infortunios! ¡Qué maldito sino pesaba sobre mí desde que concebí la idea de salvar de la muerte a mi bien amada Princesa! ¿Sería posible que la maldición de Issus tuviera eficacia? ¿Que hubiera, en realidad, algo malvadamente divino en aquella momia repugnante?

Rechacé enérgicamente la absurda superstición, e irguiéndome con entereza, corrí a la cubierta inferior para repeler, en unión de los míos, el abordaje de un buque thern, que osaba abordarnos. En la salvaje matanza del combate cuerpo a cuerpo recobré la antigua confianza en mí mismo, y al sucumbir un Thern y otro Thern por obra de mi acero, casi me convencí de que alcanzaría el triunfo final, pese a las desventajas del momento. Mi presencia entre mi gente la alentó de tal modo que cargó contra los soldados blancos con absoluto aplomo, y en muy poco tiempo se cambiaron los papeles, pasando nosotros de abordados a abordadores. Luego invadimos las cubiertas del acorazado enemigo, y poco después tuve el orgullo de ver arriar el pabellón de éste en prueba de derrota y de vergonzosa rendición.

Después me reuní con Kantos Kan, quien contempló con impaciencia lo que sucedía en la cubierta inferior, como si aquello le inspirase una idea feliz. Inmediatamente dio una orden a uno de sus ayudantes y, obedeciéndola, los colores del Príncipe de Helium ondearon en cada punto de la nave capitana. La tripulación de mi barco lanzó un clamor de júbilo, el cual fue repetido por la de las demás embarcaciones a medida que aparecieron mis enseñas en sus cubiertas.

No esperó más Kantos Kan para dar el golpe. Una señal legible para todos los marineros de las flotas inmersas en la tremenda lucha, apareció a lo largo del buque almirante.

»Hombres de Helium, por el Príncipe de Helium contra todos sus enemigos» —leí.

Y ¡oh, sorpresa!, uno de los buques de Zat Arras enarboló mi bandera. En algunos se llevaron a cabo violentas luchas ente los soldados de Zodanga y los marineros de Helium, pero finalmente mis colores ondearon en todos los acorazados, que siguieron a Zat Arras detrás de nosotros, menos en el que mandaba personalmente.

Mi rival había traído cinco mil buques. El cielo estaba negro con las tres enormes flotas. La de Helium llevaba ya las de ganar, y la batalla tenía que resolverse en incontables episodios aislados. Dada la aglomeración de unidades aéreas en aquel espacio de cielo, resultaba casi imposible realizar cualquier maniobra de conjunto.

El buque de Zat Arras se hallaba junto al mío; así que me era posible ver las facciones de su jefe desde donde yo me encontraba. La artillería zodanguesa nos hacía un pesado fuego, al que contestamos con igual ferocidad. Poco a poco se fueron aproximando las dos naves, hasta que las separaron escasos metros. Los bicheristas y los abordadores se alineaban en las bordas contiguas de ambos. Nos preparábamos al lance decisivo con nuestro odiado enemigo.

Sólo había cinco metros entre las dos poderosas unidades cuando se esgrimieron los primeros bicheros. Yo me precipité a la cubierta para estar con mis hombres al iniciarse el abordaje, y precisamente cuando los barcos se abordaron con un ligero choque, me abrí paso entre las filas de los míos para ser el primero que pisara la cubierta del buque de Zat Arras. Sin vacilar, saltó detrás de mí la flor de los combatientes de Helium. Mis leales y enardecidos soldados, en el colmo del entusiasmo, acometieron a sus contrarios con tal violencia, que en vano intentaron detenerlos los de Zodanga.

Pronto cedieron los zodangueses ante aquella ola arrolladora, y cuanto mis hombres limpiaron las cubiertas de abajo subí al puente donde se hallaba Zat Arras.

—Eres mi prisionero, Zat Arras —exclamé—. Ríndete y te perdonaré la vida.

Creo que mi enemigo vaciló un instante entre acceder a mi oferta o hacerme frente con la espada desnuda, pero su indecisión duró escaso tiempo, pues tiró al suelo las armas, me volvió la espalda y corrió al lado opuesto del alcázar. Antes de que yo, repuesto de mi asombro, pudiera detenerlo, se abalanzó sobre la borda y se arrojó de cabeza al enorme abismo extendido a nuestros pies. Y así terminó el malvado Zat Arras, Jed de Zodanga. Aquí y allá proseguía la singular refriega. Los Thern y los negros se unieron contra nosotros, y en cualquier lugar que un buque de estos se encontraba a otro de los Primeros Nacidos, se entablaba una batalla brutal, debiendo a esto, según entiendo, nuestra salvación. Como mejor pude, y procurando que no los interceptasen los enemigos, envié a todos nuestros buques despachos ordenándoles que se retiraran de la lucha lo más rápidamente posible, para ocupar posiciones al oeste y sur de los combatientes, y también mandé un explorador aéreo a los guerreros verdes que peleaban en los jardines, para que embarcasen en los transportes sin perder tiempo.

Mis instrucciones les ordenaron, además, que cuando estuvieran luchando con una nave adversaria la dirigieran con habilidad y rapidez a un buque de su enemigo hereditario, maniobrando de modo que ambas se enzarzaran y la embarcación de Helium quedara libre para retirarse. Esta estratagema produjo magníficos efectos, y antes de que el sol se pusiera tuve la alegría de ver que cuanto quedaba de mi una vez poderosa armada se hallaba reunida a veinte kilómetros al sudoeste del lugar donde se destrozaban con furiosa saña los blancos y los negros.

Xodar, entonces, se trasladó a otro acorazado, y al frente de cinco mil buques de gran porte y de los transportes, marchó directamente al Templo de Issus.

Carthoris y yo, con Kantos Kan, continuamos mandando el resto de la flota, con la que pusimos rumbo a Omean.

Nuestro plan consistía en intentar hacer un asalto combinado a Iss al amanecer el siguiente día. Tars Tarkas con los guerreros verdes, Hor Vastus con los rojos, guiados por Xodar, aterrizarían en los parques de Issus y en las llanuras vecinas, mientras Carthoris, Kantos Kan y yo conduciríamos la fuerza menor desde el mar de Omean a la morada de la infame vieja, por los túneles y las galerías que Carthoris conocía tan bien.

Entonces supe por primera vez la causa de que mi división de acorazados se apartasen de la boca del pozo. Sucedió que, cuando llegaron a ella, ya había salido de su mar subterráneo la casi totalidad de la escuadra pirata. Veinte naves colosales arremetieron a los míos, y aunque estos presentaron batalla sin vacilar, procurando detener la muerte que salía de la negra sima, la desigualdad de sus elementos era demasiado grande y se vieron obligados a huir los de Helium.

Con suma prudencia nos acercamos a la tenebrosa boca, de negras entrañas. A una distancia de varias millas, dispuse que la escuadra se detuviera, y desde allí Carthoris partió en una nave individual a conocer el sitio. Tardó quizá media hora en volver para informamos que por aquel lugar no se divisaba ninguna señal del enemigo, ni siquiera una insignificante patrulla; así que avanzamos velozmente y en silencio hacia la misteriosa entrada de Omean.

En la abertura del pozo hicimos alto un momento para que todos los buques llegasen de sus puntos de partida previamente designados, y luego, con el acorazado almirante, penetré con decisión en el negro abismo siguiéndome una a una mis naves, en sucesión perfecta.

Habíamos decidido correr todos los riesgos imaginables con tal de llegar al templo por el camino subterráneo, y por eso no dejamos vigilancia en la boca del pozo. Para nada nos hubiera sido útil adoptar esa precaución, pues no teníamos fuerzas suficiente para oponemos a la gran escuadra de los Primeros Nacidos, si a ésta se le ocurría atacarnos. El éxito de nuestra irrupción en Omean dependía exclusivamente de la audacia con que realizábamos la operación, la probabilidad de que los piratas de guardia no se dieran cuenta enseguida de quiénes eran los que descendían bajo la bóveda de su enterrado mar. En el caso de que nos tomaran por los suyos, nuestra operación sería un éxito.

Por fortuna, el asunto fue así. En realidad, cuatrocientos barcos de mi escuadra, compuesta de quinientas unidas se posaron indemnes en la superficie de Omean, antes de que sonase el primer disparo. La batalla fue breve, pero dura, si bien nuestro triunfo no dejó lugar a dudas a causa de que los negros, con la despreocupación de su innegable poderío, no disponían más que de un puñado de buques viejos y estropeados para defender su puerto principal.

Por consejo de Carthoris, desembarcamos los prisioneros, con escolta, en una de las islas mayores, y después empujamos los restos navales de los Primeros Nacidos al pozo, donde conseguimos meter a varias naves, para atascar su interior. Hecho esto, nos precipitamos con ánimo de victoria, sobre el resto de nuestros maltrechos contrarios, y les obligamos a elevarse e introducirse por el paso a Omean donde, sin duda, se enredaron con las naves ya encerradas allí.

Comprendimos que de momento éramos los amos de la situación y que aún tardaría bastante tiempo en regresar a Omean el grueso de la armada negra, lo cual nos proporcionaba una amplia oportunidad para internamos en los pasadizos subterráneos que conducen a Issus. Una de las primeras medidas que adopté fue tomar en persona, a la cabeza de un grupo de hombres, la isla del submarino, de la que me apoderé sin apenas resistencia por parte de la pequeña guarnición instalada en ella.

Encontré el submarino en su estanque, y sin demora puse una fuerte guardia en él y en la isla, donde esperé la llegada de Carthoris con los demás. Entre los primeros figuraba Jented, el comandante del submarino. Me reconoció y se acordó de las tres jugarretas que le hice durante mi cautiverio con los Primeros Nacidos.

—Parece —le dije— que hemos cambiado los papeles. Hoy estás en manos del que antes fue tu triste esclavo.

Sonrió con expresión burlona, a la que atribuí un extraño significado.

—Veremos, veremos, John Carter —replicó—. Te esperábamos y estamos preparados para recibirte.

—Pues nadie lo diría —contesté—, vista la facilidad con que habéis cedido a la primera embestida.

—Nuestra escuadra, sin duda, os busca en vano —dijo—, pero no tardará en volver, y entonces las cosas tomarán otro giro… para John Carter.

—No sabía nada de eso —añadí, y claro que él no comprendió mi intención, y que se limitó a mirarme asombrado.

—¿Han ido a Issus muchos prisioneros en vuestro maldito barco, Jented? —le interrogué.

—Muchos —asintió.

—¿Os acordáis de una mujer a la que los hombres llaman Dejah Thoris?

—Vaya. Es sumamente bella, y además la esposa del primer mortal que se ha escapado del poder de Issus durante las incontables edades de su divinidad. Dicen que Issus no le perdona ser la esposa de uno y la madre del otro que levantó las manos contra la diosa de la Vida Eterna.

Me estremecí temiendo la cobarde venganza que Issus habría tomado sobre la inocente Dejah Thoris por el sacrificio de su esposo y su hijo.

—¿Y dónde está ahora Dejah Thoris? —pregunté, disponiéndome a oír la respuesta que más podía apenarme, a pesar de lo cual, como la amaba tanto, no quise privarme de que me hablara de ella alguien que acababa de verla. Sin duda los labios de Jented iban a comunicarme la fatal nueva y, no obstante, pensaba que en lo sucesivo estaría más cerca de mi adorada.

—Ayer se celebraron los ritos mensuales de Issus —replicó Jented—, y la vi ocupando su sitio de costumbre a los pies de Issus.

—¡Cómo! —grité—. ¿No ha muerto aún?

—¡Ah, no! —contestó el negro—. Todavía no se ha cumplido el año de que contemplara en su divina gloria la faz radiante…

—¿Es posible? —le interrumpí.

—Y tanto —insistió Jented—. Sólo han transcurrido, a lo sumo trescientos setenta u ochenta días.

Brotó en mi cerebro una idea luminosa. ¡Estúpido de mí! Con dificultad conseguí contener la manifestación exterior de mi desmedido júbilo. Me había olvidado de la gran diferencia existente entre los años marciano y terrestre.

Los diez años terrestres que pasé en Barsoom equivalían a cinco años y noventa y seis días de los de Marte, cuyos días son cuarenta y un minutos más largos que los nuestros, y cuyos años cuentan seiscientos ochenta y siete días. ¡Llegaba a tiempo! ¡Llegaba a tiempo! Las palabras surgieron de mi mente repetidas veces, hasta que al cabo debí pronunciarlas perceptiblemente, ya que Jented meneó la cabeza.

—¿A tiempo de salvar a la princesa? —me preguntó; y sin aguardar mí respuesta, añadió en tono convencido—: No, John Carter, no; Issus no cede lo que es suyo. Sabe que acudes en su socorro, y antes de que los pies de un vándalo pisen el pavimento de su Templo sagrado, si tal calamidad pudiera ocurrir, Dejah Thoris iría para siempre adonde nadie es capaz de seguirla ni de auxiliarla.

—¿Quieres decir que morirá si insisto en buscarla? —pregunté.

—Solo en último extremo —me replicó—. ¿No has oído hablar nunca del Templo del Sol? Pues allí la conducirán si es preciso. Ese pequeño edificio está en el patio interior del Templo de Issus y alza su esbelta aguja sobre las torres y los minaretes de las grandes construcciones que lo rodean. Debajo, en el subsuelo, se extiende el cuerpo principal del santuario, consistente en seiscientas ochenta y siete estancias circulares, unas encima de otras. A cada cámara da acceso un angosto corredor que atraviesa la compacta roca desde las excavaciones más hondas.

»Como todo el templo del Sol gira una vez durante la revolución anual de Marte alrededor de dicho astro, y sólo en una ocasión al año la entrada de cada estancia separada coincide con la abertura del corredor que la comunica exclusivamente con el mundo externo, podrás juzgar lo imposible que resulta penetrar en aquel lugar. Allí pone Issus a quienes incurren en su enojo, sin que, sin embargo, estime conveniente prescindir de ellos en seguida. También, para castigar a un noble de los Primeros Nacidos, suele encerrarle un año en una estancia del Templo. A menudo encarcela a un verdugo con el condenado, para que la muerte de éste en el día fijado revista con anticipación los más horribles caracteres, y además se complace en disponer que dejen en la celda del preso el alimento preciso para su sustento el tiempo que a la diosa le plazca hacer durar aquella angustia.

»He aquí cómo morirá Dejah Thoris, sin que nadie la libre de su sino fatal, el primer día que un pie extranjero profane la morada de Issus.

Así que, aunque había realizado esfuerzos casi milagrosos y me faltaba poco para llegar hasta mi divina princesa, iba a fracasar en el momento decisivo. Me parecía que estaba tan lejos de ella como cuando me hallaba en las orillas del Hudson, a cien millones de kilómetros de distancia.