Arrestados
Cuando Carthoris, Xodar, Tars Tarkas y yo contemplábamos absortos la magnífica nave que tanto significaba para nosotros, vimos que una segunda y una tercera coronaban las cimas de las montañas y se deslizaban con gracia en pos de su hermana.
Al poco, unos veinte aviones individuales se destacaron de las cubiertas superiores correspondientes a los buques de mayor porte, y al cabo de un instante descendieron haciendo largos rizos al campo donde nos hallábamos. Casi en seguida nos encontramos rodeados por numerosos marineros armados, y un oficial se adelantó hacia nosotros para preguntarnos quiénes éramos; pero de improviso puso los ojos en Carthoris, lanzó una exclamación de sorpresa, corrió junto al joven y, colocándole una mano en el hombro, dijo:
—¡Vos! ¡Carthoris, mi Príncipe! ¡Kaor! ¡Kaor! Hor Vastus saluda al hijo de Dejah Thoris, princesa de Helium, y de su marido John Carter. ¿Dónde has estado, príncipe mío? Todo Helium se apenaba por ti; y qué terribles han sido las calamidades que cayeron en la poderosa nación de tus grandes y gloriosos antepasados desde el día fatal en que abandonaste nuestra tierra.
—No te aflijas, mi buen Hor Vastus —interrumpió Carthoris—, y regocíjate porque, además de regresar yo, para consuelo de mi amada madre y de mi pueblo, siempre leal, viene conmigo el que fue ídolo de Barsoom, su paladín heroico y su, salvador, John Carter, príncipe de… de Helium.
Hor Vastus dirigió la vista al sitio que le señalaba Carthoris y su mirada tropezó en mí, ocasionándole mi presencia tan viva sorpresa que estuvo a punto de desmayarse por la emoción.
—¡John Carter! —exclamó sin querer prestar crédito a sus ojos—. ¡Oh, príncipe mío! ¿Dónde estuvistes?… Pero… no…
Calló bruscamente, como temeroso de que sus labios acabaran de formular la pregunta.
El leal subdito no quería obligarme a confesar la terrible verdad, es decir, que yo regresaba del seno de Iss, el río del Misterio, de la costa del Mar Perdido, de Korus y del valle de Dor.
—¡Oh, príncipe mío! —continuó, como si no pensase que había cortado su salutación—, basta con que hayás vuelto, después de todo. Y permite ahora que la espada de Hor Vastus sea la primera en honrarse rindiéndote los honores de tu rango.
Con estas palabras, el noble oficial sacó la espada de su vaina y la tiró al suelo delante de mí.
Quien conozca las costumbres y el carácter de los marcianos rojos apreciará el hondo significado que aquel sencillo acto poseía para mí y para cuantos lo presenciaron. Aquello equivalía a decir:
«Mi espada, mi sangre, mi vida, mi alma te pertenecen; haz de todo eso lo que gustes. Hasta la muerte, y después de la muerte, no admitiré que nadie mande en mí más que tu. Con razón o sin ella tu voluntad será mi ley, y a quien te levante la mano le contestará siempre mi espada».
Este es el juramento de fidelidad que los guerreros prestan en ocasiones a los Jeddaks que por sus méritos y sus hazañas caballerescas logran inspirar el entusiasmo y el amor de sus adeptos. Jamás calculé que tan sublime tributo se rindiera a una persona como yo. Allí no había más que una persona educada. Me incliné, recogí del suelo la espada, levanté el puño a mis labios y luego, aproximándome a Hor Vastus, le entregue el arma para que la envainase, dando a mi proceder un solemne acto.
—Hor Vastus —dije poniéndole una mano en el hombro—, agradezco en cuanto vale este impulso de tu generoso corazón. Estoy seguro de que precisaré en lo sucesivo de la espada que me ofreces; pero acepta antes que John Carter te jure que no te ha de pedir nunca que la desenvaines sino en defensa de la Verdad, la Justicia y el Derecho.
—No lo dudo, mi príncipe —me respondió—; y por eso no vacilé en echarte a los pies mi adorado acero.
Mientras hablábamos, otros aviones iban y venían del suelo al acorazado, y después despegó de éste un bote más grande, capaz para el transporte de doce personas quizá, que aterrizó suavemente cerca de nosotros. En cuanto tomó tierra, saltó a tierra desde su cubierta un oficial, quien adelantándose hacia Hor Vastus, le saludó.
—Kantos Kan desea que el grupo de extranjeros, al que habéis socorrido, sea llevado inmediatamente a bordo del Xavayrian —dijo.
Al aproximarnos a la pequeña embarcación me fijé con atención en las personas que me rodeaban y por primera vez eché de menos a Thuvia. Pregunté a unos y otros y llegué a convencerme de que nadie había visto a la joven a partir del instante en que Carthoris castigó a su thoat para que corriese desenfrenadamente hacia las colinas, esperando así librarla de caer en manos de los warhoons.
Sin esperar más, Hor Vastus envió una docena de exploradores aéreos en varías direcciones para que la buscasen. Todos suponíamos que no debía estar muy lejos, dado el poco tiempo que hacía que faltaba de nuestro lado. Nosotros pasamos a la cubierta del buque encargado de recogemos, y un momento después nos hallábamos en el Xavayrian.
El primer hombre que nos recibió fue el propio Kantos Kan. Mi antiguo amigo ocupaba ya el puesto más elevado en la escuadra de Helium, pero seguía siendo el mismo valiente camarada que compartió conmigo las penalidades sin cuento de las mazmorras de Warthoom. Las terribles atrocidades de los Grandes Torneos, y más tarde los peligros de la liberación de Dejah Thoris en la ciudad hostil de Zodanga.
Por aquel entonces yo era un advenedizo desconocido, procedente de un extraño planeta, y él un simple padwar, en la flota de Helium. Ahora él mandaba la escuadra de Helium, «Terror de los Cielos», y yo poseía los títulos de Príncipe de la Casa de los Tardos Mors y de Jeddak de Helium.
No me preguntó de dónde venía. Como Hor Vastus, temía conocer la verdad y evitaba con cuidado preguntarme lo más mínimo acerca de mis aventuras. No le cabía duda de que la verdad se descubriría tarde o temprano, mas entre tanto le satisfacía saber que yo me encontraba otra vez junto a él. Dispensó a Carthoris y Tars Tharkas la más cariñosa acogida y tampoco les interrogó con respecto a los lugares en que habían estado. A Carthoris, en particular, lo colmó de atenciones.
—No te puedes imaginar, John Carter —me dijo— todo lo que Helium quiere a tu hijo. Ponemos en él toda la adoración que su noble padre nos inspira y concentramos en su persona el amor que a su pobre madre tenemos. Cuando se supo que se había perdido, le lloraron sinceramente diez millones de súbditos.
—Kantos Kan, te he oído llamar pobre a la madre de este joven. ¿Qué significa esa palabra, cuyo siniestro significado no quiero tomar en cuenta? —murmuré. El marino me llevó aparte.
—Durante un año —me explicó—, desde que se perdió Carthoris, Dejah Thoris enfermó de pena y se agravó su melancolía. El golpe anterior, cuando no volvistes de la estación atmosférica planetaria, se iba amortiguando por causa de los deberes de la maternidad, ya que tu hijo rompió su blanca cáscara la misma noche que desapareciste. ¡Lo que ella sufrió todo Helium lo sabe, porque todo Helium sufrió con ella la pérdida de su señor! Pero cuando el muchacho se extravió no le quedó nada, así que, a medida que se sucedían los fracasos de las expediciones para encontrarle y que su paradero continuaba siendo un misterio nuestra amada Princesa se iba consumiendo de pena, y todos nos convecimos por fin de que, sin remedio, se iría a reunir con sus seres queridos al siniestro y temido valle.
»Como último recurso, Mors Kajak, su padre, y Tardos Mors, su abuelo, se pusieron al frente de dos poderosas armadas y salieron hace un mes para explorar centímetro a centímetro todo el hemisferio norte de Barsoom. Transcurrieron dos semanas sin que se tuvieran noticias de ellos, y hace poco empezaron a correr rumores referentes a que ambos y sus tropas han perecido en un terrible desastre.
»Mientras tanto, Zat Arras no dejaba de insistir en sus demanda matrimoniales, con las que la importunaba desde que desapareciste. Ella le odiaba y le temía, y sin el apoyo de su padre y su abuelo no le era fácil resistirse a un personaje tan poderoso, pues, como recordarás, Zat Arras es todavía Jed de Zodanga, cargo que le concedió Tardos Mors cuando no aceptastes ese señalado honor.
»Dejah Toris y Zat Arras tuvieron hace seis días una reunión secreta. Nadie sabe lo que allí hablaron, pero al día siguiente la Princesa desapareció y con ella una docena de sus guardias palatinos y de sus servidores domésticos, incluyendo a la hija de Tars Tarkas, Sola, la mujer verde. A nadie revelaron sus intenciones, si bien eso sucede siempre con los que emprenden la peregrinación voluntaria, de la que jamás se regresa. Es, pues, muy verosímil suponer que Dejah Thoris ha ido en busca del helado seno de Iss y que sus fieles sirvientes decidieron acompañarla.
»Zat Arras se hallaba en Helium al ocurrir este suceso, y ahora manda la flota que se dedica a buscarla. Su misión resulta estéril hasta este momento y me figuro que lo seguirá siendo.
A medida que Hor Vastus me refería tan fatales noticias, los exploradores del Xavayrian volvían a poco a poco a la magnífica nave. Ninguno traía la menor noticia de Thuvia. Yo estaba ya muy triste a causa de la desaparición de Dejah Thoris, y a eso se añadió una especie de remordimiento por la suerte de Thuvia. Me creía responsable del bienestar de la doncella, a la que suponía hija de algún importante varón de Barsoom, y a la que me proponía devolver a los suyos sin escatimar sacrificios.
Estaba a punto de pedir a Kantos Kan que reanudase las pesquisa cuando una nave procedente del buque almirante de la escuadra trajo al Xavayrian un ayudante de Zat Arras con un mensaje para Kantor. Mi amigo leyó el despacho y se volvió a mí para decirme:
—Zat Arras manda que le lleven los prisioneros ante él. Tengo que obedecerle. Es el jefe supremo en Helium, a pesar de lo cual haría mejor en portarse con más cortesía y caballerosidad viniendo aquí para saludar con los honores que le corresponden al salvador de nuestro pueblo.
—De sobra sabes, amigo mío —le dije sonriendo—, que Zat Arras tiene motivos para odiarme y que nada le agradaría tanto como humillarme y matarme, si puede. No le privemos de ese gusto, ya que el Destino se lo proporciona, y vamos a ver si posee valor para aprovecharse de su situación favorable.
Llamé a Carthoris, Tars Tharkas y Xodar, entramos en la pequeña nave con Kantos Kan y el ayudante de Zat Arras, y en un momento llegamos a la cubierta del buque insignia.
Cuando nos acercamos al Jed de Zodanga, éste no mostró la menor intención de reconocerme o de saludarnos, y ni siquiera la presencia de Carthoris le arrancó una frase benévola. Su actitud fue fría, altanera y arisca.
—Kaor Zat Arras —le dije cortésmente; pero no me contestó.
—¿Por qué conservan las armas estos prisioneros? —preguntó a Kantos Kan.
—No son prisioneros, Zat Arras —explicó el oficial—. Dos de ellos pertenecen a la familia mas noble de Helium; Tars Tarkas, Jeddak de Thark, es el mayor aliado de los Tardos Moors, y el otro es un amigo y compañero del Príncipe de Helium. Lo cual basta para merecer mi estima.
—Eso a mí no me importa —replicó Zat Arras—. Otra cosa me interesa conocer de estos atrevidos peregrinos y no sus nombres. Di, John Carter, ¿de dónde venís?
—Vengo precisamente del Valle de Dor y de la Tierra de los Primeros Nacidos, Zat Arras —contesté.
—¡Ah! —exclamó con evidente satisfacción—. ¿No lo niegas, entonces? ¿De modo que habéis estado en el seno de Iss?
—He estado en un país de esperanzas falsas, en un valle de torturas y engaños y con mis compañeros me he escapado de las horribles garras de un sinfín de dementes. Vengo a Barsoom al que salvé de una destrucción inevitable, para salvarle de nuevo, pero esta vez de una muerte todavía más espantosa.
—¡Calla, blasfemo! —gritó Zat Arras—. No pienses librar tu miserable vida cobarde John Carter, inventando tales patrañas…
No pudo seguir. Nadie insulta impunemente a John Carter llamándole cobarde y embustero, y Zat Arras volvió a saberlo en aquella ocasión, porque antes de que tuviera tiempo de hacer un gesto para que me detuvieran, yo me abalancé y le apreté la garganta con ambas manos.
—¡Venga del Cielo o del Infierno, Zat Arras, siempre encontrarás en mí al John Carter de siempre, y cuenta que jamás me insultó un hombre sin que en seguida no me pidiera perdón!
Para convencerle de mi afirmación comencé a doblarle hacia atrás, poniéndole la rodilla en el pecho, a la vez que le oprimía el cuello con mayor fuerza todavía.
—¡Sujetadle! —exclamó el Jed, y una docena de oficiales se apresuró a obedecerle.
Kantos Kan se acercó a mí y me dijo al oído:
—Desiste te lo ruego. De lo contrario, todos saldremos perdiendo, pues no podré presenciar que esa gente te maltrate sin acudir a ayudarte. Mis subordinados, sin excepción, me secundarían y estallaría un motín que quizá terminara en una revolución. Por el bien de Tardos Mors y de Helium, desiste.
En vista de sus consejos solté a Zat Arras y, volviéndole la espalda, me dirigí a la escala del buque.
—Vamos, Kantos Kan —dije—, el príncipe de Helium quiere regresar al Xavayrian.
Nadie me lo impidió. Zat Arras permaneció lívido y tembloroso entre sus oficiales. Algunos de ellos le miraron con desprecio e hicieron la intención de aproximarse a mí, mientras que un aviador veterano, hombre de confianza de Tardos Mors, me dijo en voz baja cuando pasé junto a él:
—Cuéntame entre tus amigos más leales, John Carter.
Le di las gracias y seguí andando. Me embarqué en silencio y poco después pisé de nuevo la cubierta del Xavayrian. Quince minutos después recibimos orden del buque almirante para que nos dirigiéramos a Helium.
Nuestro viaje se realizó sin contratiempos. A Carthoris y a mí nos invadían los más negros pensamientos. Kantos Kan no ocultaba su pesimismo previendo las calamidades que sobrevendrían a Helium si Zat Arras se obstinaba en mantener la cruel tradición de condenar a muerte a los fugitivos del valle de Dor. A Tars Tarkas le afligía la pérdida de su hija. Sólo Xodar se hallaba tranquilo, pues fugitivo y sin patria, no podía estar peor en Helium que entre los suyos.
—Esperemos al menos no morir sin teñir de sangre roja las hojas de nuestras espadas —exclamó.
Era un deseo natural y que probablemente vería cumplido. Aprecié que la oficialidad del Xavayrian estaba dividida en dos bandos cuando llegamos a Helium. Los había que procuraban confraternizar con Carthoris y conmigo siempre que se les presentaba la ocasión, y tampoco faltaba un grupo, de igual número, que se comportaba con nosotros de modo huraño o circunspecto. No dejaban de tratamos con cortesía, pero evidentemente no se desprendían de su supersticiosa creencia relativa a la doctrina de Dor, Iss y Korus. No les censuraba sabiendo de sobra cuan fuerte es el arraigo de una creencia, por ridícula que sea, incluso en la mentalidad de las personas más inteligentes.
Al volver de Dor habíamos cometido un sacrilegio: refiriendo nuestras aventuras allí y contando las cosas como eran, ultrajábamos la fe de sus padres. Nos consideraban, por tanto, blasfemos y herejes. Aun los que todavía nos profesaban verdadero amor y nos demostraban su lealtad, pienso que lo hacían con la reserva en el fondo de sus corazones de poner en duda nuestra veracidad. Realmente resulta muy duro cambiar una creencia antigua por otra nueva, a pesar de las mejores promesas que ésta pueda ofrecer; pero aún es más difícil, si no imposible, rechazar una religión como un cúmulo de falsedades, sin tener a mano algo que impacte en la credulidad del pueblo.
A Kantos Kan no le pareció bien que le narráramos nuestras aventuras entre los therns y los Primeros Nacidos.
—Basta —nos dijo—. Bien está que yo me juegue la vida ahora y luego protegiéndoos de Zat Arras, pero no me exijáis que agrave mis pecados escuchando lo que desde niño me han enseñado que es una horrenda herejía.
De sobra comprendía que, más tarde o más temprano, nuestros amigos y nuestros enemigos tendrían que declararse abiertamente. Cuando llegáramos a Helium el conflicto empeoraría de mucho más, y si Tardos Mors continuaba ausente, temía que Zat Arras nos hiciera sufrir el peso de su aversión, puesto que asumía el mando en la nación privada de su soberano. Tomar partido contra él equivalía a un delito de alta traición. La mayoría de las tropas obedecería sin duda al núcleo principal de sus oficiales, y sabía que muchos de los más altos y poderosos jefes de las fuerzas terrestres y aéreas secundarían a John Carter frente a los dioses, los hombres y los diablos.
Por otra parte, la gran masa de la población reclamaría con energía que nos aplicaran el castigo de nuestro sacrilegio. La perspectiva se mostraba negra desde cualquier punto de vista que se la mirara; pero como de mi mente no se apartaba el recuerdo de Dejah Thoris, ahora comprendo que al grave problema de mi situación en Helium le prestaba atención muy escasa.
Ante mí, noche y día surgían, como en una pesadilla espantosa, las terribles penurias por las que mi amada Princesa estaría pasando seguramente; los repugnantes hombres planta, los feroces monos blancos. A veces me tapaba la cara con las manos, procurando en vano borrar de la imaginación tan horripilantes escenas.
Al amanecer llegamos sobre la torre escarlata, a un kilómetro de altura, que separa a la Helium mayor de su ciudad gemela, y cuando descendíamos con amplios círculos a los diques de la Armada, vimos que una enorme multitud llenaba las calles y aguardaba impaciente. Helium estaba enterada por radioaerograma de nuestra llegada.
De la cubierta del Xavayrian, los cuatro, Carthoris, Tars Tarkas, Xodar y yo, fuimos trasladados a una nave más pequeña, que nos condujo a nuestro alojamiento dentro del Templo de la Recompensa.
Allí se distribuye la Justicia marciana a los buenos y a los malos; allí se premia al héroe y se condena al traidor. Fuimos llevados al Templo desde el desembarcadero situado en el tejado, por lo que no pasamos entre la muchedumbre, según es costumbre. Siempre había visto que a los prisioneros de alta categoría y a los enemigos renombrados se les obligaba a ir de la Puerta de los Jeddaks al Templo de la Recompensa por la ancha Avenida de los Antepasados, a través de un inmenso gentío, ya entusiasmado o colérico.
No ignoraba que Zat Arras procuraba apartar al pueblo de nosotros, temiendo que por su cariño a Carthoris y a mí prorrumpiera en demostraciones de afecto, las cuales disiparan el horror supersticioso que nuestro supuesto crimen pudiera inspirarle. No era empresa difícil adivinar sus planes, pero su carácter siniestro lo evidenciaba el hecho de que sus más fieles servidores nos acompañaron durante el vuelo al Templo de la Recompensa.
Nos instalaron en unas habitaciones situadas en el lado sur del Templo, desde el que se dominaba la Avenida de los Antepasados en toda su extensión hasta la Puerta de los Jeddaks, a ocho kilómetros de distancia. La gente en la plaza del Templo y en las calles, en un radio de dos kilómetros o cosa así, permanecía tan apiñada que formaba una masa compacta. Guardaba mucho orden, pues no sonaban ni aplausos ni denuestos, y cuando nos divisó en la ventana del piso superior, muchos se taparon la cara con los brazos y lloraron.
Después, a la tarde, Zat Arras nos mandó un mensajero para informarnos de que compareceríamos ante un tribunal de nobles imparciales, que se constituiría en la gran sala del Templo al primer zoda[1] del día siguiente, o sea a las 8:40 de la mañana, hora terrestre.