Mirándome en las tinieblas
¡Mi hijo! No podía creer a mis oídos, y por eso me levanté despacio, fijando la vista en el guapo joven. Entonces, al mirarle con atención, empecé a ver por qué su rostro y toda su persona me habían producido una simpatía tan íntima. Tenía mucho de la inconmensurable belleza de su madre en sus rasgos fisonómicos perfectamente trazados y a ello se unía el sello de una varonil hermosura, así como en sus ojos grises la expresión de orgullo que me caracterizaba a mí.
El muchacho permaneció de píe, revelando en su aspecto que estaba luchando entre la esperanza y el miedo a la desilusión.
—Háblame de tu madre —le dije—. Dime cuanto sepas de los años que he vivido lejos de ella, debido a que la suerte inexorable me robó el precioso bien de su compañía.
Con un grito de júbilo el joven se arrojó en mis brazos, y por su parte me atrajo sin disimular la alegría que lo embargaba, y así permanecimos un breve instante, durante el cual las lágrimas humedecieron mis mejillas. Alguien quizá me reproche ese arrebato sensible, pero yo no siento haberlo experimentado, ni me avergüenzo de él. Una dilatada vida me ha enseñado que un hombre puede mostrarse débil en lo que a su familia se refiere, sin que por eso se conduzca como un ser apocado en los trances peligrosos de su existencia.
—Tu estatura, tus modales, tu destreza sin igual para combatir —dijo el joven— son como mi madre me los ha descrito centenares de veces; mas, a pesar de tales pruebas, no me decidí a aceptar por verdadera una cosa que a fuerza de desearla pensaba que era. ¿Sabes lo que me ha convencido mejor que lo demás?
—¿Qué, hijo mío? —pregunté.
—Las primeras palabras que me dirigiste y que me recordaron a las de mi madre. Nadie más que el hombre al que amó, tanto como ella dice que lo amó, le hubiera dedicado su primer pensamiento.
—Durante largos años, hijo, te juro que no ha pasado un instante sin que la imagen de tu madre, mujer bendita de maravillosos rasgos, no me haya acompañado animándome con su radiante sonrisa. Sí, te lo repito, háblame de ella.
—Los que la conocen hace tiempo dicen que no ha cambiado, salvo para adquirir mayor hermosura, si esto es posible. Sólo cuando piensa algo que se me escapa respecto a ella misma, su cara se entristece y demuestra preocupación. Cuando se acuerda de ti, padre, llora sin consuelo, y todo Helium se aflige con ella y por ella. El pueblo de sus abuelos la adora y también te quiere a ti, reverenciándote de corazón y considerándote el salvador de Barsoom.
»Siempre que se cumple el aniversario del día en que corriste al mundo muerto para sacrificarte descifrando el secreto tremendo del que dependía sin remisión la vida de incontables millones de seres, se celebra en tu honor una gran ceremonia, y en esa fiesta las lágrimas se mezclan a las expresiones de gratitud. Lágrimas de verdadera pena, porque el autor de tal favor no está con nosotros para compartir el alborozo de los que sin la abnegación del héroe no podrían sentirlo. En todo Barsoom no hay una figura de más relieve que la de John Carter.
—¿Y qué nombre te ha puesto tu madre, hijo de mi vida? —le pregunté.
—La gente de Helium deseaba que yo llevara el nombre de mi padre, pero mi madre dijo que no, que tú y ella habíais elegido juntos el nombre que a mí me correspondía y que vuestra voluntad se debía cumplir invariablemente, por lo cual me llamo conforme a vuestro deseo, es decir, un nombre compuesto con los de ambos: Carthoris.
Xodar, que estaba junto a la rueda cuando yo conversaba con mi hijo me llamó con insistencia.
—La nave se halla averiada de mala manera, John Carter, y cabecea de modo muy peligroso. Mientras subimos en ángulo pronunciado no he reparado en ello, pero ahora que procuro conservar la posición horizontal la cosa ha variado de aspecto. El destrozo en la proa ha abierto uno de los depósitos delanteros de rayos.
Era cierto, y después que examiné el daño lo encontré mucho más grave de lo que supuse a primera vista. Además de que el ángulo forzado en que teníamos que mantener la proa, a fin de conservar la posición horizontal, aminoraba grandemente nuestra velocidad, la proporción en que consumíamos los rayos impulsores de los depósitos de delante se añadía a la causa anterior, y sólo era cuestión de poco más de una hora el que estuviéramos flotando en la atmósfera de popa y sin esperanza de auxilio.
Habíamos reducido ligeramente la velocidad atendiendo a un afán inconsciente dimanado del instinto de conservación, pero luego empuñé de nuevo el timón y puse la máquina del aparato, para nosotros tan necesario, a toda marcha, por lo que otra vez nos dirigimos al Norte con aterradora rapidez. Entre tanto, Carthoris y Xodar, con las herramientas necesarias, trabajaban para tapar la gran brecha de la proa, procurando con grandes esfuerzos, por desgracia inútiles, detener el escape de los rayos impulsores.
Estaba todavía oscuro cuando cruzamos la frontera Norte del casquete helado y dejamos atrás la zona de las nubes. A nuestros pies pareció un típico paisaje marciano. Vimos el fondo de los vastos mares muertos con sus marcados desniveles de color ocre, los cerros que los rodeaban, donde aquí y allá surgían las silenciosas y tétricas ciudades, restos de un pasado extinguido; las ruinas de colosales monumentos arquitectónicos, habitados sólo por las leyendas de una poderosa raza y por los grandes monos blancos, para mí de tan horrible recuerdo.
Se nos iba haciendo cada vez más difícil mantener nuestra pequeña nave en posición horizontal. La proa se aflojaba por minutos, hasta que nos hallamos en la necesidad de parar la máquina para evitar que nuestra huida terminase en un brusco descenso que nos aplastara contra el suelo. Salió el sol, y la luz del nuevo día, que disipó las tinieblas de la noche, coincidió con que nuestra embarcación dio un definitivo y convulsivo cabeceo, al que siguió el que se echara casi de lado, para luego, oscilando hasta alcanzar un ángulo realmente alarmante, bajar, en círculo amplio, a la vez que la proa se desprendía por instantes, amenazándonos con una catástrofe irreparable. La situación no podía ser más angustiosa.
Nos agarramos a la barandilla y los puntales, y por último, convencidos de que se acercaba nuestro fin, atamos las hebillas de nuestros arneses a las anillas de los costados de la nave. A poco la cubierta se levantó formando un ángulo de noventa grados y nos quedamos colgados de nuestras correas con los pies agitándose a mil metros sobre el terreno.
Yo era el que me bamboleaba más cerca de los mandos y eso me permitió llegar a la palanca que actúa en los rayos impulsores. La nave respondió a mi presión y muy suavemente empezó a descender sin oscilaciones peligrosas. Tardamos media hora larga en aterrizar. Precisamente enfrente de nosotros se alzaba una fila de montañas bastante escarpadas, y a ellas decidimos encaminamos, puesto que nos ofrecían condiciones favorables para ocultamos de quienes nos persiguieran y tuvieran el acierto de buscamos en la dirección que habíamos llevado.
Unas horas más tarde nos refugiamos en las redondas hondonadas de la tierra, entre la exuberante y floreciente vegetación que abunda incluso en los parajes más áridos de Barsoom. Allí encontramos gran número de arbustos de zumo lácteo, esas plantas extrañas que sirven a la vez de alimento y bebida a las hordas salvajes de los marcianos verdes. Aquello fue para nosotros un hallazgo inestimable, porque todos estábamos verdaderamente hambrientos. Debajo de un abrigo de los que proporcionan perfecto amparo contra los vagabundos piratas del aire, nos tendimos para dormir, que buena falta nos hacía, a mí por lo menos, pues llevaba sin descansar muchas horas. Empezaba el quinto día de mi accidentada estancia en Marte, a contar desde que me vi repentinamente trasladado de mi casita a orillas del Hudson al valle de Dor tan hermoso como aborrecible. En esos cinco días sólo había dormido dos veces, siendo la principal cuando me rendí al sueño en el almacén de los therns sagrados.
Sería la media tarde cuando me desperté, sintiendo que alguien me cogía una mano y la cubría de besos Abrí los ojos sobresaltado y contemplé con asombro el bellísimo rostro de Thuvia.
—¡Oh, príncipe mío! ¡Oh, príncipe mío! —exclamaba en éxtasis de felicidad—. Cuánto te he llorado por muerto. Benditos sean mis antepasados, que me han conservado la vida para volver a verte.
La voz de la muchacha despertó a Xodar y Carthoris. El joven miró a la joven con sorpresa, pero ella no pareció darse cuenta de más personas que la mía. Sin duda se hubiera lanzado a abrazarme para prodigarme sus caricias, si yo no la hubiese rechazado con dulzura no exenta de firmeza.
—¡Vamos, vamos, Thuvia! —le dije quedamente—; no te dejes arrastrar por los arrebatos de una pasión engendrada a causa de los peligros y vicisitudes que hemos pasado juntos. No te olvides de quién eres, ni tampoco de que soy el marido de la princesa de Helium.
—No me olvido de nada, príncipe mío —me replicó—. Jamás he oído de tu boca una palabra de amor a mí, ni espero oírla nunca, pero ello no impide que te ame con toda mi alma. No ocuparé el puesto de Dejah Thoris, y mi única ambición estriba en servirte eternamente, como una humilde esclava. Ni aspiro a un bien mayor, ni merezco honor de otra clase, ni pido que se me conceda ninguna suerte que no sea ésa.
Ya he dicho antes que no entiendo de galanteos y debo confesar que también en aquella ocasión me sentí tan turbado y encogido como siempre que he de resistir los halagos de una mujer. Aunque me hallaba familiarizado con la costumbre marciana, que consiste en permitir a los caudillos tener esclavas hembras, confiadas a la exquisita caballerosidad de sus amos, que nunca se propasaron con ellas, sin embargo, me costaba trabajo admitir entre mis sirvientes a personas del otro sexo.
—Como voy a volver a Helium, Thuvia —dije—, iras conmigo, pero no en condición de esclava sino de igual. Allí hallarás a innumerables nobles, agradables y jóvenes que desafiarán incluso a la misma Issus para alcanzar una sonrisa de tus labios y no tardarás en unirte al que logre conquistarte el corazón. Desecha, pues, ese loco afecto inspirado en la gratitud que afirmas profesarme y que tu inocencia ha confundido con el amor. Yo prefiero tu amistad, encantadora Thuvia.
—Eres mi dueño y te obedeceré a ciegas —me contestó con sencillez, si bien en su tono pude adivinar un matiz de tristeza.
—¿Por qué estás aquí, Thuvia? —interrogué—. ¿Y Tars Tarkas?
—Temo que el gran Thark haya muerto —me respondió triste—. Era un bravo luchador, pero una multitud de guerreros verdes, de otra horda que la suya, le acorraló. Lo último que sé de él es que le condujeron herido y ensangrentado a la ciudad abandonada de la que salieron para atacarnos.
—Entonces, ¿no tienes seguridad de que haya perecido? —pregunté—. ¿Y dónde está esa ciudad a la que te refieres?
—Exactamente detrás de esa cadena de montañas. La nave, de la que tan sacrificadamente te fuiste para que pudiéramos huir, se burló reiteradamente de nuestra escasa práctica en aviación, con el resultado de que marchamos dos días confiados al azar y a la buena suerte. Luego resolvimos abandonar la embarcación y procurar abrimos paso a pie hasta el canal más próximo. Ayer franqueamos esas colinas y llegamos a la ciudad muerta de más allá. Recorrimos sus desiertas calles, y estábamos andando hacia la parte central, cuando en el cruce de dos anchas calzadas vimos un grupo de guerreros verdes que se acercaba a nosotros. Tars Tarkas iba delante, y por eso le vieron a él y no a mí. El Thark corrió a mi lado y me obligó a ocultarme en el quicio de una gran puerta, aconsejándome que permaneciera escondida allí hasta que pudiera escaparme, dirigiéndome a Helium si me era posible.
»De mí no te preocupes, pues de sobra conozco el fin que me aguarda. Esos que vienen son Warhoons del Sur, que en cuanto vean mis insignias se apresurarán a darme muerte.
»Entonces avanzó valientemente a su encuentro. ¡Ah, príncipe mío, qué batalla!
Durante una hora le acometieron con gran furia hasta el extremo que los cadáveres de los warhoons formaron un montón donde él se defendía a pie firme pero finalmente le rodearon, y estrecharon el cerco de tal manera, especialmente los que le asaltaban por la espalda, que no le dejaron sitio para que esgrimiera su larga espada. Entonces vaciló, cayó al suelo y se precipitaron sobre él como una cruel ola. ¡Ay! Cuando lo arrastraron lejos de mí, al centro de la ciudad, debía ir muerto, porque no noté que se moviera.
—Antes de seguir adelante es preciso que nos convenzamos de eso —dije—. No puedo dejar vivo a Tars Tarkas en manos de los warhoons. Esta noche entraré en la ciudad y lo averiguaré.
—Yo te acompañaré —exclamó Carthoris.
—Y yo —añadió Xodar.
—No necesito a ninguno de los dos —repliqué—. Mi misión requiere astucia y estrategia, no fuerza; de modo que un hombre solo tiene probabilidades de triunfar donde más de uno produciría un desastre. Iré solo. Si precisara vuestra ayuda, volvería a pedírosla.
A ellos no les agradó mi decisión, pero ambos eran buenos soldados y habíamos convenido que fuera yo quien mandase. El sol ya se ponía, lo cual significaba que dentro de poco emprendería mi aventura, es decir, en cuanto nos envolvieran de repente las densas tinieblas de la noche barsoomiana.
Después de despedirme de Carthoris y Xodar y de darles unas breves instrucciones para el caso de que no regresara, les abracé con efusión y me dirigí a la ciudad a paso rápido. Cuando salí de las colinas, la luna más próxima surcaba el firmamento en frenética fuga, como si aletease, y sus brillantes fulgores prestaban aspecto plateado a la bárbara magnificencia de la antigua metrópoli. La población había sido construida en la suave ladera de la montaña que en remoto pasado no vaciló en humillarse para buscar al mar. Debido a esto no tuve dificultad para entrar en las calles sin que me vieran.
Las hordas verdes que utilizan esas urbes abandonadas, raras veces ocupaban más sitio en ellas que unas cuantas manzanas de casas alrededor de la plaza central. Y como siempre van y vienen por el fondo de los mares muertos que hacen frontera a la ciudad en cuestión, suele resultar relativamente fácil penetrar en su interior por el lado de las colinas.
Una vez en las calles, me mantuve con cuidado dentro de la densa sombra de las paredes. A trechos me detenía un instante para asegurarme de que nadie me observaba antes de que saltara presuroso a la sombra de las casas de enfrente. Así fui llegando poco a poco y sin tropiezos a las cercanías de la plaza principal. Al aproximarme a los linderos de la parte habitada de la ciudad, me di cuenta de que se encontraban cerca los cuarteles ocupados por los guerreros, a causa de los bufidos y chillidos de los thoats y zitidars encerrados en los profundos patios formados por los edificios que circundan cada plaza.
Aquellos ruidos, ya habituales para mí y tan característicos de la vida de los marcianos verdes, produjo en todo mi ser una gratísima sensación. Era como si volviera a mi hogar después de una larga ausencia. No en vano los había oído mientras cortejaba a la adorable Dejah Thoris en los antiguos vestíbulos de mármol, orgullo de Korad, la ciudad muerta.
Luego sucedió que hallándome en la sombra de la esquina más apartada perteneciente a la primera manzana de los edificios donde se albergaban los miembros de la horda, vi que varios guerreros salían de algunas casas y que se encaminaban todos a un gran edificio situado en el centro de la plaza.
Mi conocimiento de las costumbres de los marcianos verdes me convenció de que allí estaba la residencia del principal caudillo y, por tanto, que allí el Jeddak era donde reunía en consejo a sus jeds caudillos menores. En tal caso era evidente que en aquella casa iba a tratarse de algo relacionado con la reciente captura de Tars Tarkas.
Para llegar a ese edificio, que era entonces mi único objetivo, tenía que atravesar una manzana a todo lo largo y cruzar una ancha avenida y un trozo de la plaza. Por los ruidos que hacían los animales y que desde los patios se transmitían a mis oídos, deduje que debían ser muchas las personas que asistirían al Consejo y no menos los guerreros de la gran horda de los warhoons del Sur, establecidos por entonces en la ciudad semiarruinada.
Consideraba una empresa ardua y casi imposible pasar desapercibido entre tanta gente, pero si insistía en auxiliar y salvar al valiente Thark, no era adecuado desanimarse ante el primer obstáculo serio, cuando tantos de mayor riesgo me aguardarían antes de salirme con la mía. Había entrado en la ciudad por el Sur y me encontraba entonces en la esquina de la avenida por la que seguí pegado a las fachadas, y la primera casa de las existentes en la plaza por el lado del mediodía. Los edificios de ese lado no parecía que estuvieran habitados, pues no se veían luces dentro, y eso me decidió a ganar su patio interior a través de uno de ellos.
No ocurrió nada que interrumpiera mis progresos hacia la abandonada mole elegida por mí como refugio inmediato, y fui al patio interior junto a los muros traseros de los edificios orientales, sin el menor entorpecimiento. Dentro del patio, un gran rebaño de thoats y zitidars se movía sin descanso pastando la vegetación ocre, parecida al musgo, que cubre por completo la extensión territorial de Marte no cultivada. Como la brisa venía del Noroeste, apenas existía el peligro de que las bestias me olfateasen. Esto me satisfizo mucho, pues de haberme olido, la exacerbación de sus chillidos habría seguramente llamado la atención de los guerreros instalados en las casas. Junto a la fachada oriental, debajo de los suspendidos balcones de los pisos de la segunda planta, me arrastré en la espesa oscuridad a todo lo largo del patio, hasta que alcancé los edificios del extremo norte. Estos se hallaban iluminados en los tres primeros pisos, pero a partir del tercero las sombras reinaban del modo más absoluto.
Pasar por los pisos iluminados era, naturalmente, imposible, puesto que rebosaban de gente de raza verde, abundando más los hombres que las mujeres. Mi única solución consistía en ganar los pisos superiores, aunque para ello fuera preciso escalar la fachada del caserón. El ponerme en los balcones del segundo piso no me costó ningún trabajo. Me bastó un ágil salto para sujetarme con las manos a la barandilla de piedra de uno de los más salientes y, hecho esto, trepar hasta su altura fue cuestión de un momento.
Allí, por las ventanas abiertas vi a los verdes echados en las sedas y las pieles, balbuciendo algunos cuantos monosílabos, que, relacionados con sus asombrosos poderes telepáticos, les bastan para expresar las ideas más complicadas. Cuando me acerqué para oír mejor sus palabras, entró en el cuarto un guerrero que venía de la antesala inmediata.
—Anda, Tan Gama —gritó—, que vamos a llevar al Thark a Kabkadja. Trae a otro contigo.
El guerrero aludido se levantó, y después de hablar con un compañero acurrucado en su red, los tres dieron media vuelta y se fueron de la estancia.
Si yo hubiera podido seguirles, habría sido imposible dudar de que la libertad de Tars Tarkas sería cuestión de poco tiempo; pero ya que no podía sacarle inmediatamente de su prisión, por lo menos sabría dónde estaba encerrado mi fiel amigo.
A mi derecha había una puerta que conducía del balconaje al interior del edificio. Se hallaba en el extremo de una antecámara mal alumbrada, en la que penetré impulsado por mi peculiar ardor. La estancia era vasta y servía para dar acceso a la parte delantera de la casona. A ambos lados de ella estaban las puertas de varias habitaciones contiguas a la desmantelada pieza.
Apenas accedí al corredor divisé a los tres guerreros en el otro extremo, a los mismos que acababan de dejar la sala de dormir. Después, giraron un recodo a la derecha y los perdí de vista. Sin vacilar, me apresuré a seguirles por la solitaria galería. Sabía que mi conducta era imprudente, pero agradecí a la suerte la ocasión que ponía a mi alcance, y no me sentía capaz de desperdiciarla con dudas contrarias a mi carácter.
En el extremo opuesto del corredor tropecé con una escalera de caracol que conducía a los pisos de arriba y de abajo. Los tres guerreros debían haberse marchado de aquel piso por ahí; que se habrían dirigido a la planta baja y no a la de arriba, me lo afirmaba mi conocimiento de los antiguos edificios y de los métodos de los warhoons.
Yo también había estado preso de las crueles hordas warhoons allá por el Norte, y el recuerdo del torreón subterráneo en el que a poco perezco, no se borraba, en absoluto, de mi memoria. Por eso no me cabía duda de que Tars Tarkas estaría encerrado en cualquier sombría mazmorra hecha en los cimientos de algún edificio cercano y de que en esa dirección hallaría el rastro de los tres guerreros que se dirigían a su calabozo.
No me engañaba. En el fondo de la escalera, o más bien en el rellano del piso bajo, vi que el hueco de la escalera continuaba hasta las excavaciones inferiores, y echando una mirada a tal antro, la vacilante luz de una antorcha me reveló la presencia de los tres hombres a los que yo perseguía. No lo pensé siquiera y bajé a las galerías subterráneas, procurando mantenerme a conveniente distancia de los portadores de la antorcha. De esa manera anduve por un laberinto de tortuosos corredores, alumbrados solamente por el tenue resplandor de la llama. Habíamos recorrido ya cien yardas, cuando el grupo giró bruscamente a la derecha para penetrar por un arco. Apresuré el paso cuanto la oscuridad me lo permitió y por fin llegué al punto por el que se habían ido del corredor. Allí, por una puerta entreabierta, les oí quitar las cadenas que sujetaban al muro al gran Thark.
Empujándole brutalmente le sacaron a toda prisa de la celda y faltó muy poco para que me sorprendieran; pero retrocedí a la carrera por el mismo camino que llevé al perseguirles, siempre fuera de la zona débilmente iluminada proyectada por la antorcha de que se servían.
Calculé, por consiguiente, que volverían con Tars Tarkas por el mismo camino que habían llevado, el cual les separaría de mí; pero, por desgracia, se encaminaron resueltamente en dirección a mí cuando se retiraron del calabozo. No me quedaba otra cosa que hacer sino apresurarme para que no me alcanzasen, manteniéndome fuera de la luz de la antorcha, pues no me atreví a detenerme en la sombra de cualquier galería transversal, porque ignoraba adonde podrían dirigirse. Hubiera sido demasiada casualidad que me refugiara en el mismo corredor por el que tuvieran que pasar.
La sensación ocasionada por mi rápido caminar en aquellos oscuros parajes no era en verdad tranquilizadora. A cada momento temía caer de cabeza en algún foso profundo o encontrarme con una de esas voraces criaturas que habitan las regiones subterráneas debajo de las ciudades muertas del moribundo Marte. Hasta mí llegaba una tenue claridad producida por la antorcha de la que eran portadores los tres guerreros verdes, y eso me permitía ir con relativa seguridad por aquellos tortuosos pasadizos que se abrían delante de mis ojos, sin tropezar con las paredes en las bruscas revueltas.
No tardé en hallarme en un sitio que era el punto común de cinco corredores divergentes. Me metí por uno a toda prisa, y después de recorrer una corta distancia, noté que de repente desaparecía detrás de mí la débil luz de la antorcha. Me detuve para escuchar los ruidos del grupo que iba en pos mío, pero el silencio fue tan completo como el de una tumba.
Inmediatamente comprendí que los warhoons habían tomado con su prisionero por otro de los corredores, y me apresuré a desandar le camino, satisfecho al pensar que en lo sucesivo estaría al seguirles en situación más favorable. Invertí bastante tiempo en volver al punto de arranque de los cinco pasadizos, puesto que la oscuridad era tan profunda como el silencio. Tuve que marchar con sumo tiento y, paso a paso, palpando con cuidado uno de los muros laterales de la galería, a fin de no pasarme del sitio donde convergían los cinco túneles. Al cabo de un rato, que me pareció una eternidad, llegué a ese lugar y reconocí a tientas las entradas de los diferentes pasajes, hasta que conté cinco. En ninguno, sin embargo, vislumbré el menor destello de luz.
Escuché con atención, pero los pies desnudos de los guerreros verdes no me enviaron ningún eco que me guiara y aunque pensé durante un momento haber oído algo así como un chasquido de espadas en el corredor de en medio, pronto tuve que convencerme de que aquello no fue sino una ilusión, ya que sólo las tinieblas y el silencio recompensaron mis esfuerzos.
Volví, pues, sobre mis pasos por la galería en la que entré creyendo seguir una buena pista, hacia la encrucijada origen de mis confusiones, cuando con gran sorpresa mía noté con el tacto la existencia de una entrada a tres corredores divergentes, en ninguno de los cuales había reparado en mi apresuramiento tras el falso rastro que en mal hora me pareció el más acertado. ¡Aquel descubrimiento me explica la situación! Sencillamente, lo que entonces tenía que hacer era situarme en el punto de cruce de los cinco pasadizos y aguardar con calma el regreso de Tars Tarkas y de sus guardianes. Mi conocimiento de las costumbres de los verdes prestaba verosimilitud a la creencia de que mi amigo iba custodiado a la sala de audiencias para ser sentenciado, y no me quedaba ni una ligera duda acerca de que reservarían a un hombre tan valiente como el noble Thark para que les divirtiese luchando en las grandes justas.
De todos modos, dentro de la gravedad de las circunstancias, las cosas adoptaban un giro mucho más favorable del que yo hubiera imaginado hacía un instante, sumido en tan densas tinieblas, y me dispuse a esperar; pero, vencido por el hambre y la sed, me dejé caer al suelo medio desmayado o medio muerto…
¡Oh! ¿Qué era aquello?
Sonó a mi espalda un débil resoplido, y lanzando una furtiva mirada sobre mi hombro derecho, vi algo que me heló la sangre en las venas. No fue el peligro momentáneo lo que me aterró, sino el espantoso recuerdo referente a la ocasión en que estuve a punto de enloquecer junto al cadáver del hombre muerto por mí en la mazmorra de los warhoons. Me refiero a cuando ciertos ojos fosforescentes surgieron de un oscuro rincón y me arrancaron de las manos lo que había sido un hombre y a cuando, a continuación, sentí el roce del cadáver sobre las piedras del calabozo al arrebatarme con furia el manjar destinado a un festín horrendo.
Entonces, en aquellos tétricos antros de los otros warhoons, contemplé de nuevo los mismos ojos encendidos que me abrasaban, perforando las tinieblas que me envolvían, sin revelar ninguna señal de la bestia a que pertenecían. Pienso que los más temibles atributos de tales seres pavorosos son su silencio y el hecho de que nadie los ve; sólo se les siente por sus ojos fosforescentes, que miran a sus víctimas despidiendo luminosos efluvios.
Esgrimí con fuerza mi larga espada y retrocedí lentamente a lo largo del corredor, apartándome del ser extraño que me espiaba; pero, a medida que me retiraba, los ojos misteriosos seguían avanzando y lanzando sus brillantes destellos. No se oía ningún ruido, ni aun el de la respiración del invisible monstruo, excepto el que primero atrajo mi atención, parecido al roce con el pavimento de un cuerpo muerto.
Continué retrocediendo, sin conseguir despegarme de mi siniestro perseguidor. De repente oí el roce escalofriante a mi derecha y al dirigir la vista en ese sentido percibí otro par de ojos que, indudablemente, salían de un pasadizo transversal. Reanudé inquieto mi lenta retirada; oí que se repetía el ruido detrás de mí, y entonces, antes de que pudiera volverme, el terrorífico roce sonó muy perceptible a mi izquierda.
Los seres enigmáticos me acosaban sin tregua y, por último, me cercaron en la intersección de dos corredores. Habiéndome, pues, cortado la retirada, sólo me quedaba el recurso de cargar contra una de las bestias. Aun en ese caso, no me cabía duda de que los demás continuarían persiguiéndome. Me era imposible adivinar el tamaño y la naturaleza de criaturas tan anómalas; pero les atribuí grandes dimensiones, a juzgar por la circunstancia de que sus ojos estaban a la altura de los míos.
¿Por qué la oscuridad aumenta los peligros? De día, ni siquiera los feroces bauths me hubieran causado miedo, y los habría vencido en caso de necesidad; pero, golpeado por lo desconocido en aquellos túneles silenciosos, temblaba ante un par de ojos chispeantes.
Paulatinamente noté que aquella situación tocaba a su fin, porque los ojos a mi derecha se iban acercando a mí con cautela, haciendo igual los de la izquierda y los que me acechaban por delante y por detrás; en resumen, que estrechaban cada vez más el cerco que me tenían puesto, sin alterar por eso el lúgubre silencio que allí reinaba.
Durante un rato, que me pareció una eternidad, los ojos centelleantes se fueron aproximando a mí, hasta que pensé enloquecer ante una aventura tan insólita como espantosa. Me había mantenido constantemente a la defensiva, procurando a toda costa evitar una embestida por la espalda, de fatales consecuencia; y aquella excitación concluyó por agotarme. Finalmente, no pude resistir más, y sujetando fuertemente con la derecha mi larga espada, me volví repentinamente y cargué contra uno de mis persistentes atormentadores.
Cuando estuve a punto de alcanzar a lo que fuese, mi enemigo se retiró ante mí; pero un ruido que sonó a mis espaldas me obligó a girar sobre los talones, a tiempo para ver tres pares de ojos incandescentes que me acosaban por retaguardia. Lancé un grito de rabia y me adelanté al encuentro de las cobardes apariciones; mas, a medida que yo avanzaba hacia ellas, éstas retrocedían, como acababa de hacer la primera. Entonces, una mirada de soslayo me permitió descubrir los ojos de antes, persistiendo en observarme. Repetí el ataque en la dirección en que brillaban, sin conseguir otro resultado que el de echarlos hacia atrás y oír el suave roce de los tres seres que se agitaban a mis espaldas.
Continuamos así: yo a cada vez más asediado por los ojos fosforescentes y más a punto de perder la razón, dado el curso monstruosamente prodigioso de los sucesos. Resultaba evidente que estaban aguardando un momento oportuno para caer sobre mí a traición, y que eso sucedería pronto tampoco me quedaba ninguna duda, pues no podía soportar continuamente la tensión nerviosa de tan repetidos ataques y contraataques. En realidad, sentía que por momentos se iban agotando mis energías mental y física.
En esas condiciones eché otra mirada a hurtadillas y vi que el par de ojos a mi espalda se abalanzaba con ímpetu sobre mí. Me volví para aguantar la embestida, y entonces sentí la rápida carrera de tres seres en otra dirección, por lo cual decidí perseguir al primer par hasta que, por lo menos, zanjara el asunto con una de las bestias, librándome así del peligro consistente en que me acometiesen por todos lados.
En la galería no se oía más ruido que el de mi jadeante respiración y, sin embargo, me hallaba convencido de la presencia inmediata de unos entes feroces. Los ojos del que yo perseguía se retiraban con rapidez, a pesar de lo cual me faltaba poco para poder alcanzarle con la espada.
¡Ya! Levanté el arma para asestarle el golpe que acabara con él, y cuando me disponía a abatirle, sentí que un cuerpo pesado caía sobre mis hombros. Una cosa fría, húmeda y viscosa me apretó el cuello. Ignoro qué sería, pero sí sé que me tambaleé y que caí al suelo cuan largo era.