CAPÍTULO XIII

La lucha por la libertad

Xodar me escuchó con incrédulo asombro la narración de los acontecimientos que tuvieron lugar dentro del circo al celebrarse los ritos de Issus. Apenas podía concebir, aunque ya empezaba a sentir dudas acerca de la divinidad de Issus, que alguien fuese capaz de amenazarla con la espada en la mano sin que no lo pulverizase en cien fragmentos por la mera furia de su divina voluntad…

—Es la prueba final —dijo al cabo—. No necesito más para desechar por completo los últimos restos de mi creencia supersticiosa en la divinidad de Issus. Comprendo que sólo es una maldita bruja cargada de años, que posee un poder omnímodo para el mal, debido a las maquinaciones que han servido para mantener a su propio pueblo y a todo Barsoom en el más profundo de los miedos.

—Sin embargo, aquí todavía es omnipotente —repliqué—. Por eso nos conviene dejarla en el momento que nos parezca más propicio para ello.

—Espero que sabrás encontrar esa ocasión oportuna —dijo sonriente—, porque no me cabe duda de que, de no ser tú, nadie conseguirá huir del país de los Primeros Nacidos.

—Esta noche tú también te irás sin dificultad —le repliqué.

—Pronto será de noche —añadió Xodar—. ¿Cómo puedo ser de ayuda?

—¿Sabes nadar? —pregunté.

—Ninguno de los viscosos silianos que vagan por los abismos de Korus están tan a gusto en el agua como Xodar —me contestó.

—Perfecto. El rojo seguramente no sabrá nadar —añadí—, puesto que en toda su tierra apenas hay agua suficiente para que flote un barquichuelo; así que uno de los dos le sostendrá, cuando vayamos por el mar, hasta la embarcación que elijamos. Supongo que podremos recorrer toda la distancia debajo de la superficie, pero temo que el joven rojo no será capaz de hacer lo mismo. En su país, hasta el más bravo de los bravos se espanta con la idea del agua profunda, porque han pasado siglos desde que sus antecesores vieron un lago, un río o un mar.

—¿Va a acompañarnos el joven rojo? —preguntó Xodar.

—Sí.

—Me alegro. Tres espadas valen más que dos, y especialmente cuando la tercera es del mérito de la de ese chaval. Lo he visto pelear en el circo en los ritos de Issus muchas veces, y nunca, hasta que supe quién eres tú combatiendo, pensé que nadie pudiera aventajarle en arrojo y serenidad ante los mayores peligros. Se figuraría uno que sois maestro y discípulo o padre e hijo. Además al recordar su cara encuentro que tiene con la tuya un extraño parecido, el cual se destaca cuando a ambos os enardece la lucha; sí, los dos sonreís de igual modo triste, los dos demostráis para el adversario en cada movimiento de vuestros cuerpos y en cada momentáneo gesto de vuestras facciones el mismo soberano desprecio.

—Es verdad, Xodar, que es un gran luchador. Yo pienso que los tres formaremos un grupo invencible y si mi amigo Tars Tarkas, Jeddak de Thark, estuviera con nosotros, atravesaríamos Barsoom de polo a polo aunque el mundo entero pretendiera impedirlo, declarándose en contra nuestra.

—Se declarará —dijo Xodar— cuando se entere de dónde vienes. No olvides cuál es una de las supersticiones que Issus ha divulgado entre la crédula humanidad. Para ello se vale de los Sagrados Therns, que son tan ignorantes de su verdadero ser como los barsoomianos del otro mundo. Sus mandatos llegan a poder de los therns escritos con sangre en un raro pergamino, y los pobres e ilusos locos piensan que reciben las revelaciones de una diosa por medio de agentes sobrenaturales toda vez que encuentran tales mensajes sobre sus guardados altares, a los que nadie puede acercarse sin que le prendan. Yo mismo fui portador de esos mensajes de Issus durante bastantes años, y por eso sé que hay un largo túnel que une el Templo de Issus con el Templo principal del rey Matai Shang. Ese túnel lo construyeron los esclavos de los Primeros Nacidos con tal misterio, que ningún Thern ni siquiera sospecha su existencia. Incluso Matai Shang la desconoce.

»Los therns, por su parte, han esparcido sus templos por todo el mundo civilizado y sus sacerdotes a los que el vulgo jamás ve, difunden la doctrina del tenebroso río Iss, del valle de Dor y del Mar Perdido de Korus, para persuadir a los pobres engañados de que les conviene emprender voluntariamente una peregrinación desatinada. Bien sabes cómo se aprovechan de esa ignorancia los Sagrados Therns para atesorar riquezas y aumentar el número de sus esclavos.

»Así suelen los therns componérselas para obtener los bienes y los elementos de trabajo, que los Primeros Nacidos les quitan siempre que los necesitan. De vez en cuando, nosotros hacemos incursiones en el otro mundo y entonces capturamos muchas hembras pertenecientes a las casas reales de los rojos y cogemos los acorazados más nuevos así como los artesanos diestros que los terminan, porque la raza negra puede copiar, pero no crear.

»Somos una gente improductiva y orgullosa hasta lo inverosímil de su improductividad. A un Primer Nacido le repugna inventar o trabajar. Esta es la misión de las clases inferiores, que existen únicamente para que nosotros vivamos largo tiempo entre el lujo y la comodidad. Lo que a los Primeros Nacidos les interesa es la lucha; si no fuese por ella, habría muchos más Primeros Nacidos de los que Barsoom podría soportar; pero no creo que ninguno de mi raza muera de muerte natural. Las mujeres aquí vivirían incluso siglos si no nos cansáramos de ellas para sustituirlas por otras. Issus sola está protegida contra la muerte y nadie sabe la edad que tiene.

—¿Y no vivirían los demás barsoomianos tanto tiempo sin la doctrina de la peregrinación voluntaria, que los empuja al seno de Issus al cumplir los mil años y antes en ciertos casos? —le pregunté.

—Ahora voy creyendo que en nada se diferencian las varias razas de este mundo de la de los Primeros Nacidos y que, por tanto, me estaría permitido luchar por ellas sin distinción para ser perdonado de los pecados que he cometido atropellándolas, debido a la ignorancia engendrada en mí por un cúmulo de prejuicios.

Cesó de hablar y un ruido extraño sonó a través de las aguas del mar oculto. Ya lo había oído en igual ocasión la tarde anterior y comprendí que indicaba la terminación del día y el momento en que los hombres de Omean tienden las redes de seda en las cubiertas de los acorazados y los cruceros y se entregan al profundo sueño de Marte.

Nuestra guardia entró para inspeccionarnos la última vez hasta que apuntase la nueva aurora en el mundo de arriba. Cumplieron pronto su misión, la pesada puerta del calabozo se cerró detrás de los carceleros. Eramos los amos de la noche.

Les di tiempo para que regresaran a su cuartel lo que, según Xodar, hacían sin demora, y luego brinqué a la enrejada ventana para echar un vistazo a las aguas próximas. A corta distancia de la isla, a un cuarto de milla quizá, había un acorazado monstruoso, y entre él y la costa vimos unos cuantos cruceros de menor tamaño y algunos botes individuales. En el acorazado sólo descubrí un vigilante al que divisé perfectamente en la obra superior del buque, y el que después se tumbó en su red de seda, puesta en la pequeña plataforma en la que montaba la guardia. El centinela no tardó en quedarse dormido como un tronco. Se diría que la disciplina en Omean se hallaba singularmente relajada; pero eso no debe causar asombro, puesto que ningún enemigo sospechaba la existencia en Barsoom de tal flota, y tampoco la del mar de Omean o la de los Primeros Nacidos. ¿Para qué, pues, mantenerse en vela?

En seguida me dejé caer al suelo y conté a Xodar lo que había visto, describiéndole las varias clases de buques anclados cerca de la isla.

—Hay entre ellos uno —dijo— de mi propiedad personal, construido para cinco hombres, y que es el más veloz de los veloces. Si pudiéramos llegar a él, estoy seguro de que, por lo menos, tendríamos algunas probabilidades de escaparnos.

El negro me hizo una minuciosa reseña del equipo de la nave, de sus máquinas y de cuanto contribuía a proporcionarle la rapidez que la caracterizaba. Por su explicación, me di cuenta de que su motor había sido modificado según un truco que me enseñó Kantos Kan, cuando navegué con un nombre falso en la escuadra de Zodanga, mandada por el príncipe Sab Than y supuse con fundamento que los Primeros Nacidos la habían robado de los buques de Helium, que eran los únicos donde se empleaba. Me convencí también de que Xodar decía la verdad cuando alababa la velocidad de su navecilla, porque nada de lo que surca el tenue aire de Marte puede compararse, en punto a rapidez, con los aviones de Helium.

Decidimos esperar un par de horas hasta que todos los trasnochadores se hubieran acostado en sus redes. Mientras, fui a recoger al joven rojo en su celda, a fin de que, reunidos los tres, estuviéramos preparados para emprender la peligrosa aventura, cuyo término sería la libertad o la muerte.

Trepé a lo alto de la pared divisoria, sujetándome con ambas manos a su borde superior, gracias a un violento salto, y encontré arriba una superficie plana, como de medio metro de ancho por la que anduve hasta que llegué a la celda, en la que vi al joven sentado en un banco. Se había recostado en el muro, contemplando la brillante bóveda de Omean. Cuando me divisó balanceándome sobre el tabique, encima de su cabeza, abrió los ojos, manifestando su asombro. Luego un gesto amplio propio de quien descifra un enigma, se dibujó en su fisonomía. Iba a detenerme, para bajar al suelo junto a él, cuando me indicó con ademán que aguardase y, colocándose precisamente debajo de mí murmuró:

—Dame la mano; yo solo casi alcanzo de un brinco al remate la pared. Lo he intentado varias veces y cada día llego un poco más arriba. Creo que no tardaré en conseguirlo.

Me eché de bruces en la repisa que me sostenía y le tendí la mano tal y como me pidió, todo lo que me fue posible. El joven tomó un ligero impulso desde el centro de la celda y saltó con gran agilidad, cogiendo la mano que le ofrecía, y así subió, tirando yo de él hasta colocarse a mi lado.

—Eres el mejor saltador de los que llevo vistos en el país de Barsoom —dije. Sonrió.

—No es extraño. Ya te diré por qué cuando tengamos más tiempo.

Volvimos juntos al calabozo en el que Xodar nos esperaba y descendimos para charlar con él hasta que pasasen las dos horas convenidas. Las aprovechamos haciendo planes para un porvenir inmediato y para unirnos a él en un solemne juramento de combatir hasta la muerte mutuamente, fuesen los que fuesen los enemigos a quienes afrontáramos pues de sobra sabía que aunque lográramos librarnos de los Primeros Nacidos, tendríamos que luchar contra el pueblo: tan enorme es el poder de la superstición religiosa.

Se convino que yo gobernaría la embarcación en el caso de que arribásemos a ella, y que si ganábamos el otro mundo, sanos y salvos intentaríamos llegar a Helium sin ninguna incidencia.

—¿Por qué a Helium? —me preguntó el muchacho rojo.

—Porque soy un príncipe de allí —repliqué.

Me echó una mirada especial y no dijo nada más acerca del asunto. No dejó de sorprenderme lo significativo de su expresión momentánea, pero el agobio de la situación en que nos hallábamos se impuso en mi ánimo y no volví a pensar en tal cosa hasta mucho después.

—Vamos —exclamé al fin—. Manos a la obra. Ha llegado el momento… ¡Adelante!

En efecto; me bastó un minuto para ponerme de nuevo en lo alto del tabique, con el muchacho a mi lado. Ya en este sitio me desaté el arnés y saqué de él una larga y resistente correa que tiré al negro para facilitarle la ascensión. Xodar la cogió por un extremo y pronto estuvo junto a nosotros.

—¡Qué sencillo! —murmuró muy contento.

—Pues lo que falta será lo mismo —le contesté.

En seguida subí a la parte más elevada de la muralla exterior de la prisión, con objeto de otear los contornos y averiguar la posición del centinela de servicio. Permanecí al acecho unos cinco minutos y luego le vi rondar la cárcel con su paso lento, comparable a la marcha un caracol.

No le perdí de vista hasta que desapareció detrás una de las esquinas del edificio, apartándose del lugar desde el que nosotros nos proponíamos conquistar la libertad valiéndonos de su ignorancia o torpeza para vigilarnos. Apenas había desaparecido, cogí a Xodar de la mano y tiré de él para que subiese a la muralla. Hecho esto, puse un cabo de la correa del arnés en sus dedos y le ayudé a bajar con rapidez al nivel del terreno. Tras él descendió también el joven, utilizando el mismo medio sin la menor vacilación.

De acuerdo con lo convenido, no me aguardaron, sino que se encaminaron lentamente hacia el agua, separándose de mi como cosa de cien metros y pasando por delante del cuerpo de guardia, lleno de soldados dormidos.

Habrían andado escasamente doce pasos, cuando yo me deslicé al suelo y me dirigí tranquilamente a la orilla; pero al hallarme frente a dicho cuerpo, el recuerdo de las excelentes armas que debían guardar en él hizo que me detuviera pensando cuán necesario nos era proveernos de espadas para la peligrosa misión que proyectábamos realizar.

Miré a Xodar y al joven y vi que estaban en el agua, pegados al borde del dique donde, de acuerdo a lo planeado, habían de permanecer sujetos a los anillos metálicos encastrados en la obra; parecida a hormigón. Del negro y del rojo salían de la superficie del mar las respectivas bocas y narices. Como mis instrucciones eran ésas, confieso que me satisfizo su disciplina.

El atractivo de las espadas guardadas en el cuartelillo fue demasiado fuerte para mí, por lo que vacilé un momento, medio inclinado a correr el riesgo de intentar coger unas cuantas. El refrán «el que vacila se pierde» acudió a mi imaginación en aquel instante, y acto seguido me vi arrastrándome con cautela hacia la puerta del cuerpo de guardia.

Suavemente la empujé para abrirla un tanto, y eso bastó para que descubriera a una docena de negros tendidos en sus redes de seda profundamente dormidos. A cada lado del cuarto había unos armeros que contenían las espadas y los fusiles de los soldados. Osadamente empujé la puerta un poco más para que por ella pasara mi cuerpo. Un gozne produjo un alarmante chirrido. Uno de los hombres se estremeció y mi corazón le imitó. No pude por menos de maldecirme mí mismo, y casi me arrepentí de una locura que así comprometía nuestros planes de salvación; pero entonces ya no quedaba otro remedio que proseguir con todas sus consecuencias.

De un salto tan rápido y silencioso como el de un tigre, me puse junto al guardia que se había movido, y mis manos rodearon su garganta esperando el momento en que abriera los ojos. Durante unos minutos, que me parecieron una eternidad, dominé con trabajo mis excitados nervios, permaneciendo al acecho; pero el negro se volvió del otro lado y continuó durmiendo con pesado sueño.

Con gran cuidado pasé entre y sobre los soldados hasta que llegué al armero, situado en la parte más distante del cuarto y, una vez allí me preocupé de mirar a mis dormidos enemigos. Todos estaban tranquilos. Sus respiraciones eran normales y, por lo rítmico de su sonido, me parecieron la música más dulce de cuantas llevaba oídas.

Saqué con alegría una larga espada del armero, y el roce de la vaina con su agarradera, cuando la retiré de ella, ocasionó un ruido áspero semejante al de raspar el hierro fundido con una lima de gran tamaño, lo que me llenó de sobresalto, temiendo fundadamente que despertasen los confiados durmientes. Por fortuna, ni uno siquiera rebullía.

Me apoderé de la segunda espada sin ruido, pero con la tercera no sucedió lo propio, pues chocó con las que ya tenía en la mano, produciendo un chasquido metálico que me aterró. Supuse que algunos de los hombres se despertarían por fin y me preparé a resistir su acometida, colocándome cerca de la puerta para huir a toda prisa en cuanto pudiera; pero, con extraordinaria sorpresa mía, ningún negro inició el más ligero movimiento. Deduje, por tanto que tenían el sueño muy pesado, a menos que los ruidos que yo hice no fuesen tan fuertes como a mí me lo parecieron.

Iba a separarme del armero, cuando las pistolas que contenía atrajeron mi atención. Comprendí que no podía llevarme más que una, porque estaba demasiado cargado para moverme con soltura en condiciones normales de velocidad. La idea, sin embargo, me fue muy útil, porque al coger una de su clavija, fijé la mirada por primera vez en la ventana abierta que había detrás del armero, la que por cierto me ofrecía un espléndido medio de fuga, porque daba directamente al muelle, a veinte pasos escasos de la orilla del mar.

Cuando me felicitaba por ello mentalmente, oí que se abría la puerta opuesta a la ventana y reparé en que desde allí contemplaba mis manejos un oficial de guardia. Evidentemente se percató de la situación de una sola ojeada, y apreció la gravedad del asunto con suma viveza, porque con toda rapidez me disparó un tiro que, por suerte para mi, no hizo blanco. Yo disparé también al mismo tiempo que él, y las dos detonaciones se confundieron en una, con precisión casi matemática.

Oí el silbido de la bala que pasó rozando mi oído, y al propio instante vi desplomarse en el suelo al oficial negro. No se dónde le di, ni si le maté, porque apenas reparé en que le había herido me arrojé por la ventana situada detrás de mi. Bastó un segundo para que las aguas de Omean cubrieran mi cabeza, y sin más dilación los tres conjurados nos dirigimos a la pequeña nave que nos ofrecía su amparo a cien metros de nosotros.

Xodar iba cargado con el muchacho, y yo con las tres largas espadas.

Había tirado la pistola, mas a pesar de eso y de ser el ex Dator y yo buenos nadadores, me pareció que nos movíamos en el agua a paso de tortuga. Yo nadaba completamente debajo de la superficie, pero Xodar se veía obligado a salir con frecuencia a flote para que respirase su protegido, por lo cual fue un milagro que no nos descubrieran antes de lo que lo hicieron.

Por fin llegarnos al costado de la embarcación, y penetramos a bordo antes de que el vigilante del acorazado, despertado por los tiros, lanzara el grito de alarma. Luego sonó un cañonazo delator, disparado desde la proa del monstruoso buque, y su profundo zumbido retumbó con ensordecedores tonos más allá de la rocosa bóveda de Omean.

Instantáneamente se despertaron los millares de durmientes, y las cubiertas de las gigantescas naves se llenaron de sobresaltados combatientes, porque un hecho de aquella índole en Omean era una cosa que ocurría de tarde en tarde. Nosotros levamos anclas sin que se hubiera extinguido todavía el eco del primer cañonazo, y el segundo que dispararon coincidió con nuestra rápida elevación de la superficie del mar. Yo me tumbé cuan largo era en la cubierta, con las palancas y los botones de dirección al alcance de mi mano. Xodar y el muchacho se echaron también detrás de mí, en idéntica postura, con objeto de ofrecer al aire la menor resistencia posible.

—¡Más alto! —murmuró Xodar—. Ellos no se atreverán a hacemos fuego con su artillería pesada, por miedo a que los pedazos de las granadas choquen en la bóveda y caigan de nuevo sobre sus mismas naves. Sí subimos lo más arriba que podamos, nuestras quillas planas nos protegerán de sus descargas de fusilería.

Atendí su consejo. Debajo de nosotros divisábamos a los negros que saltaban al agua a cientos y surgían de los pequeños cruceros y de los aviones individuales que estaban fondeados cerca de los enormes navíos. Las embarcaciones mayores zarparon en seguida, y nos seguían a toda marcha, pero sin elevarse del agua.

—Un poco a la derecha —gritó Xodar, pero allí no había agujas de brújula, porque en Omean cualquier posición marca el Norte. El pandemónium desencadenado a nuestros pies era verdaderamente ensordecedor. Los fusiles crepitaban, los oficiales vociferaban dando órdenes, los hombres se transmitían las instrucciones de unos a otros, ya en el agua, ya a bordo de millares de botes, mientras que por encima de tal estrépito se destacaba el ruido estridente de incontables hélices que cortaban las masas líquida y gaseosa.

No me atreví a poner la palanca de velocidad en el máximo por miedo a no atinar con la boca del pozo que va de la bóveda de Omean al mundo externo pero aun así volábamos con una celeridad que dudo haya igualado nadie en aquellas tierras salvajes.

Los aviones pequeños empezaban a elevarse hacia nosotros, y entonces Xodar exclamó con brusca energía:

—¡El pozo! ¡El pozo! Ahí está la muerte.

En efecto, sin esfuerzo alguno vi la abertura negra y siniestra en la resplandeciente bóveda de aquel mundo subterráneo. Un crucero de diez tripulantes se levantaba directamente a fin de cortamos la retirada.

Era la única nave que nos estorbaba el paso, y a la marcha que llevaba se colocaría entre el pozo y nosotros con tiempo suficiente para desbaratar nuestros planes. Subía formando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados frente a nosotros, con la evidente intención de cogemos por medio de unos gruesos ganchos, al realizar la operación de pasar ligeramente sobre nuestra frágil navecilla.

Sólo nos quedaba una probabilidad remotísima, y yo la aproveché. Era inútil intentar cruzar sobre la embarcación enemiga, porque eso la hubiera permitido lanzarnos, contra la pétrea bóveda superior, de la que ya estábamos demasiado cerca. En cuanto a pretender pasarla por debajo, equivalía, sin la menor duda, a ponernos por completo a su disposición, precisamente de la manera que más le convenía. Por ambos lados un centenar de amenazadoras aeronaves se dirigían apresuradamente hacia nosotros. Mi proyecto resultaba verdaderamente arriesgado, pero en nuestro situación, todo eran riesgos, y no valía la pena vacilar por un peligro más o menos.

Cuando nos aproximamos al crucero, me elevé como si fuéramos a pasar sobre él, y la nave enemiga procedió justamente como tenía que proceder, o sea, ascendió también, formando un ángulo más agudo, para obligarme a seguir subiendo. Entonces, al hallamos sobre él, dije a mis compañeros que se sujetasen bien, puse la pequeña nave a la velocidad máxima y desvié el rumbo en el mismo instante, hasta que volamos horizontalmente con aterradora rapidez y en dirección a la quilla del crucero.

Su comandante comprendió mis intenciones aunque demasiado tarde. Casi al sobrevenir el choque, hice que mis hélices girasen en sentido contrario, y en seguida, al cabo de un vaivén desconcertante, tuvo lugar la colisión. Ocurrió lo que yo suponía que iba a ocurrir. El crucero, ya inclinado en ángulo peligroso, fue rechazado por completo, a causa del choque con la nave que yo gobernaba; su tripulación salió lanzada por el aire entre maldiciones y lamentos, y cayó al agua a gran distancia, mientras que el buque, con sus hélices todavía en movimiento desenfrenado, se precipitaba de proa y velozmente en las fosforescentes ondas del mar de Omean.

El choque aplastó nuestras hélices de acero, y no obstante los esfuerzos que realizamos por nuestra parte, estuvimos a punto de ser despedidos de la cubierta.

Los tres estábamos apiñados, procurando conservar la serenidad en el verdadero extremo de la nave, donde Xodar y yo logramos agarrarnos al pasamano, pero el joven hubiera salido proyectado al espacio de no haberle yo cogido por un tobillo en el momento oportuno. Se salvó de milagro.

Sin gobierno, nuestra nave se echó de costado, continuando así su loco vuelo y elevándose para acercarse a las rocas de más arriba. Tardé sólo un instante, sin embargo, en empuñar las palancas, y con la bóveda a menos de cincuenta pies sobre mí, recobré de nuevo en sus mismas narices —valga la frase— el plano horizontal, dirigiéndome directamente a la negra boca del pozo.

El encuentro había retrasado nuestros progresos, y entonces un centenar de aviones ligeros se encontraban muy cerca de nosotros. Xodar me había dicho que sólo subiendo por el pozo gracias a nuestros rayos impulsores podrían los buques enemigos darnos alcance, porque nuestros propulsores trabajarían perezosamente y al elevarnos seríamos aventajados por muchas de las naves que nos perseguían. En efecto, las embarcaciones más veloces rara vez están provistas de grandes tanques flotadores, puesto que el peso añadido de estos tiende a reducir la velocidad de la nave.

Como muchos aviones se hallaban a cortísima distancia de nosotros, era inevitable que en plazo breve nos alcanzaran en el pozo y nos apresaran o destrozaran sin remedio.

A mí siempre me ha parecido buen sistema no pretender eludir un obstáculo, y si no se puede pasar sobre, o bajo o alrededor del mismo, no queda más que una solución: consiste en pasar por él atropellándolo todo. Cierto que no me era posible prescindir de un hecho como el de que los demás buques ascendían más de prisa que el nuestro a causa de sus mejores condiciones flotadoras, pero no por eso estaba menos dispuesto a ganar el otro mundo antes que ellos o a morir de modo voluntario en caso que fracasara mi plan.

—¡Retrocede! —exclamó Xodar a mi espalda—. Retrocede, por el amor de tu primer antepasado. Ya hemos llegado a la boca del pozo.

—Aguanta firme —contesté con energía—. Aguanta y no sueltes al muchacho, que vamos a continuar subiendo, pase lo que pase.

Apenas acabé de pronunciar estas palabras, precipité la nave dentro de la pavorosa abertura, negra como la pez; puse la proa bruscamente hacia arriba, coloqué la palanca de velocidad en la última muesca, y aferrado a un puntal con una mano y a la rueda del timón con la otra, sonreí a la muerte y entregué mi alma a su omnipotente autor. De improviso oí una fugaz exclamación de sorpresa emitida por Xodar, a la que siguió una alegre carcajada. El joven se rió también, y dijo algo que no pude entender por el silbido del viento a causa de nuestra prodigiosa marcha ascensional.

Miré encima de mi cabeza, esperando divisar el resplandor de las estrellas, por el que me fuera fácil guiar a la frágil barquilla que nos transportaba sin que se apartase del centro de aquel túnel tenebroso. Bien comprendía que a la velocidad que llevábamos rozar tan sólo una de las paredes del pozo equivalía a morir instantáneamente. ¡Suerte fatal!, mis ojos mi siquiera vislumbraron el tenue centelleo de un lucero, pues nos rodeaba la oscuridad más profunda.

Entonces miré debajo de mí, y en esa dirección vi un circulito luminoso, que disminuía con rapidez; era la boca del pozo existente sobre la fosfórica irradiación de Omean. Por ello fijé el rumbo, procurando mantener el círculo de luz debajo de mí precisamente. Quizá una delgada cuerda fue lo que contribuyó a libramos de la destrucción, y tengo para mí que aquella noche mi destreza y mi prudencia de piloto no intervinieron para nada en un éxito debido a la intuición y la fe ciega que sentí.

No permanecimos largo rato en el pozo, y atribuyo principalmente a la enorme velocidad que llevamos el que nos hubiéramos salvado, ya que indudablemente arrancamos en la dirección acertada, y con tal velocidad, que atravesamos el peligro sin tener tiempo de desviamos a un lado u otro. Omean se extiende tal vez dos millas más abajo de la costra o superficie externa de Marte. Debimos marchar con una velocidad aproximada de doscientas millas por hora, dada la rapidez de los aviones marcianos; así que nuestro vuelo en el pozo duró a lo sumo cuarenta segundos.

Creo que transcurrieron, además, algunos segundos antes de que comprendiera la magnitud de nuestra hazaña. No había imposibles para mi audacia.

Nos envolvían unas densas tinieblas y me sorprendió la falta absoluta de las lunas y de estrellas. Jamás hasta entonces había asistido en Marte a tan extraño espectáculo y confieso que al principio me quedé estupefacto, pero luego me lo expliqué todo. En ese momento era verano en el Polo Sur; el casquete helado se derretía… y esos fenómenos meteorológicos que se llaman nubes, desconocidos en la mayor parte de Barsoom, privaban de la claridad celeste a aquella porción del planeta.

La suerte, pues, continuaba acompañándonos, y yo en seguida aproveché la oportunidad que para escaparnos nos deparaba una tan feliz coincidencia; es decir, conservé el rumbo de la nave sin alterar un ángulo muy pronunciado y lo metí en la impenetrable cortina que la naturaleza tendía sobre ese mundo moribundo para taparnos de la vista de nuestros encarnizados perseguidores. Nos introdujimos en aquella niebla, tan triste como fría, sin disminuir la velocidad, y al cabo de un instante salimos a la gloriosa luz de las dos lunas y los millones de estrellas. Entonces adopté una posición horizontal y me dirigí al Norte.

Nuestros enemigos se quedaron retrasadísimos con respecto a nosotros e ignorantes por completo de nuestra dirección. Habíamos realizado el estupendo viaje y vencido infinidad de diseminados peligros; en resumen, nos habíamos escapado de la tierra de los Primeros Nacidos. Ningún otro cautivo desde que existía Barsoom llevó a cabo tal cosa; pero después que la proeza rayana en lo peligroso había tenido lugar, se me figuró menos difícil y arriesgada. Este es mi carácter.

El caso fue que, volviéndome a Xodar, le referí mi impresión con sinceridad.

—¡De todos modos, es asombroso! —replicó él—. Nadie más que tú es capaz de esa hazaña, John Carter.

Al oír mi nombre, el joven rojo se puso en pie.

—¡John Carter! —gritó—. ¡John Carter! ¡No digas estupideces, hombre! John Carter, Príncipe de Helium, murió hace años. ¡Yo soy su hijo!