Condenados a muerte
Permanecí un instante erguido antes de que los negros me atacaran; pero con su primer empuje me obligaron a retroceder un paso o dos. Mi pie buscó el suelo, pero sólo halló un espacio vacío. Era que estaba junto al boquete por el que Issus había desaparecido. Al instante procuré sostenerme en su borde; pero luego, con el joven medio desmayado en mis brazos, me sentí precipitado de espaldas a la oscura sima.
Apenas nos hubo tragado la trampa, la abertura hecha como por milagro se cerró con igual presteza sobre nosotros y nos encontramos caídos e indefensos en una estancia débilmente iluminada, y situada sin duda debajo de la pista del circo. Cuando me levanté, lo primero que vi fue a la malvada Issus, que me contemplaba tras de los gruesos barrotes de una puerta enrejada existente a un lado del subterráneo.
—¡Mísero mortal! —dijo con su vocecilla estridente—. Sufrirás el espantoso castigo de tu blasfemia en esta celda secreta. Aquí estarás constantemente a oscuras, sin más compañía que el cadáver de tu cómplice, hasta que se pudra y sea comido por los gusanos y hasta que tú, consumido por el hambre y la sed, tengas que alimentarte, para no perecer, con los restos de lo que fue el joven a quien amas.
Y nada más. La infernal deidad desapareció bruscamente, y la tenue claridad que alumbraba la celda se convirtió en unas tinieblas amedrentadoras.
—¡Qué encantadora ancianita! —dijo una voz cerca de mí.
—¿Quién habla? —pregunté.
—Yo, el camarada que tuvo la honra hoy de pelear hombro a hombro con el mejor guerrero que usa armadura desde que existe Barsoom.
—¡Ah! ¿Eres tú? Gracias a Dios. Creí que te habían matado —exclamé—. ¿No recibistes en la cabeza un golpe tremendo?
—¡Bah! Un nuevo rasguño y una conmoción pasajera. Ya estoy bien.
—No te alegres por eso —añadí—. Nuestra situación actual es tan crítica, que nos espera morir sin remedio en esta mazmorra de hambre y de sed.
—¿Dónde estamos?
—Debajo del circo —repliqué—. Caímos en la trampa que nos tendió Issus cuando nos hallábamos a punto de alcanzar un triunfo definitivo. Ahora dependemos por completo de su implacable voluntad.
El joven lanzó una sonora carcajada de alegría y alivio, y luego, avanzando por la densa oscuridad, buscó mi cuerpo y puso su boca junto a mi oído.
—Mejor que mejor —murmuró—. Hay secretos en los secretos de Issus que ni ella misma conoce.
—¿Qué quieres decir?
—Que he trabajado con otros esclavos un año entero en la socavación de estas galerías subterráneas, y que por este motivo sé que existe debajo de este sitio una antigua red de pasadizos y estancias que no se abren desde hace siglos. Los negros que dirigían las obras las exploraron, llevándonos con ellos para que les ayudáramos en su tarea. Por eso conozco todo el sistema perfectamente. Se compone de miles de corredores que surcan el terreno más allá de los jardines y del mismo templo, y hay un paraje que conduce a una parte inferior y la une con las regiones hondísimas contiguas al pozo que da acceso a Omean. Sí logramos llegar indemnes al submarino no nos será difícil ganar el mar, donde abundan las islas poco frecuentadas por los negros. Allí viviremos algún tiempo, y tal vez, si se entera de nuestra fuga, vendrá a protegernos quien menos lo sospechemos.
Mi amigo habló aceleradamente y en tono muy quedo, temiendo, sin duda, que le oyeran incluso en aquel lugar, nuestros enemigos ocultos. Comprendiéndolo así, yo le contestó con igual cautela.
—Volvamos a Shador, amigo —murmuré—. Allí está el negro Xodar. Él y yo teníamos pensado escaparnos juntos, y en modo alguno consentiré en abandonarle.
—No —dijo el joven—; eso nunca. La amistad es sagrada, y más vale que nos cojan de nuevo que faltar a la palabra que empeñastes.
Entonces comenzó a arrastrarse por el suelo del tenebroso aposento, buscando la trampa que conducía a los corredores de más abajo. Al fin me llamó la atención con un apagado ¡chsss!, y yo me deslicé como un lagarto hacia el ruido de su voz, encontrándole arrodillado en el borde de un escotillón que había en el piso.
—El foso mide por lo menos cinco metros de alto —cuchicheó—. Cuélgate de las manos y saltarás fácilmente a un terreno llano cubierto de arena suave.
Rápidamente me sujeté con las manos al borde de la abertura y me metí en el negro pozo, que quizá nos permitiera salir de aquel trance horrible. La oscuridad era tan profunda, que casi no nos veíamos las manos a la distancia de un centímetro de nuestras narices. Creo que jamás he conocido una falta tan absoluta de luz como la que existía en el calabozo de Issus.
Un instante quedé suspendido en el aire y experimenté una extraña sensación relacionada con un hecho de naturaleza totalmente imposible de describir. Cuando mis pies se agitaban en el vacío y el espacio debajo de mi cuerpo se hallaba envuelto en la oscuridad, noté una angustia análoga al pánico antes de decidirme a soltar las manos y de dar el salto en un abismo cuya profundidad ignoraba.
Aunque el muchacho me había dicho que media cinco metros desde la boca al fondo, sentir el mismo escalofrío que si estuviera a punto de precipitarme en una sima insondable. Por fin solté las manos y caí… a cuatro metros de altura y en un blando lecho de arena. El joven me siguió.
—Levántame sobre los hombros —me dijo—, para que pueda cerrar la trampa.
Hecho esto, me cogió de la mano y me condujo muy despacio, con mucho tiento y frecuentes paradas, para asegurarse de que no se extraviaba, ni penetraba en pasadizos equivocados. A poco empezamos a bajar una pendiente bastante pronunciada.
—Ya pronto —dijo— volveremos a ver algo. En los niveles inferiores de este mundo subterráneo existen los mismos estratos de roca fosforescente que iluminan el mar de Omean.
Nunca olvidaré el viaje a través de aquellas galerías; pues aunque careció de incidentes importantes, sin embargo, para mi estuvo lleno de ese excitante atractivo que proporcionan las aventuras y nuestra fantasía desbocada, cuando recorremos parajes de indescifrable antigüedad, como por los que entonces andábamos. Las cosas que las estigias tinieblas ocultaban a mi mirada objetiva no hubieran sido ni remotamente parecidas, en cuanto a belleza, a los cuadros que mi imaginación ideaba con referencia a los primitivos pobladores de aquel planeta moribundo. Mentalmente yo les volvía a la vida y les contemplaba dedicados de lleno a sus faenas y sus intrigas, así como a los misterios y crueldades que habían practicado para resistir en vano al tumulto de las hordas que, procedentes del fondo del Mar Muerto les empujaron poco a poco hasta el casquete superior de un mundo donde se mantenían atrincherados detrás de una impenetrable barrera de supersticiones.
Además de los hombres verdes, había habido en Barsoom tres principales razas: la de los negros, la de los blancos y la de los amarillos. Cuando las aguas del planeta se secaron y se retiraron los mares, fueron reduciéndose los distintos recursos de Marte, hasta que en él la existencia equivalió a una batalla constante por el sustento.
Las varias razas se hicieron mutuamente la guerra en el curso de los siglos y los tres tipos superiores étnicos rechazaron con facilidad a los salvajes verdes a los sitios desolados del territorio; pero la retirada de los mares les obligó a abandonar sus ciudades fortificadas y a emprender una vida más o menos nómada, con lo que al disgregarse en grupos de diversa importancia, por lo general escasa, no tardaron en ser presa de sus feroces enemigos. El resultado fue una amalgama parcial de los negros, los blancos y los amarillos, de la cual, a su vez, resultó la espléndida raza de los marcianos rojos. Supuse con anterioridad que todos los rastros de las razas aborígenes habían desaparecido de la faz de Marte y, sin embargo, en sólo cuatro días pude encontrar tanto blancos como negros, formando grandes multitudes. ¿Seria posible que en algún apartado rincón del planeta se refugiase aún un resto de la antigua raza amarilla?
Una exclamación del muchacho, hecha casi en voz baja, interrumpió mis meditaciones.
—¡Ah! ¡Por fin! ¡La luz a lo lejos!
En efecto, miré hacia adelante, y a larga distancia divisé un tenue resplandor. A medida que avanzamos la luz fue ganando en intensidad, hasta que al cabo salimos a un bien iluminado pasadizo. Desde entonces caminamos con rapidez, y de repente llegamos al extremo de un corredor que conducía directamente a la franja del estanque, donde flotaba el submarino.
La embarcación estaba en su punto de amarre con la escotilla destapada. Poniéndose el dedo en los labios, y luego agitando la espada de modo significativo, el joven se arrastró silenciosamente hacia el buque. Yo le seguía de cerca.
Nos dejamos caer sin ruido a la solitaria cubierta, y andando a gatas nos dirigimos a la escotilla. Echamos por ella una detenida mirada y nos convencimos de que nadie nos veía, por lo que con la agilidad y el sigilo de unos gatos penetramos juntos en el camarote principal del submarino. Tampoco allí encontramos a nadie, lo cual nos permitió tapar y asegurar la escotilla sin perder tiempo.
Después el joven fue a la garita del piloto, tocó un botón y el barco se hundió entre las remolineantes aguas hacia el fondo del estanque. Al llegar al fondo no notamos el menor patinaje, en contra de lo que esperábamos, y mientras que mi amigo continuaba gobernando la nave, yo visité los distintos departamentos en busca inútil de algún miembro de la tripulación. La embarcación estaba completamente abandonada. Tan buena suerte se me figuró casi increíble.
Cuando volví a la garita del piloto para informar a mi compañero de tan grata noticia éste me tendió un papel.
—Ya está explicada la falta de la dotación —me dijo. Era un mensaje radio aéreo al comandante del submarino.
«Los esclavos se han sublevado. Venga con los hombres de que disponga y con los que pueda recoger en el camino. Es tarde para pedir auxilio a Omean. Los rebeldes lo destrozan todo en el circo. Issus se halla en peligró. Dése prisa».
«Zithad».
—Zithad es Dátor de los guardias de Issus —dijo el joven—. La verdad es que les hemos dado un gran susto del que no se olvidarán así como así.
—Esperemos que nuestro arrojo marque el principio del fin de Issus —le contesté.
—Eso sólo lo sabe nuestro primer antepasado —me respondió el simpático muchacho.
Llegamos al estanque del submarino en Omean sin incidentes. Allí discutimos la conveniencia de sumergir el buque antes de dejarle, pero al cabo decidimos que eso no añadiría nada a nuestras posibilidades de fuga. Había en Omean abundancia de negros para pensar en abrirnos paso a viva fuerza sin que nos cogieran, y además podían venir más de los templos y los jardines de Issus para agravar nuestra comprometida situación.
Todo aquello nos sumía en honda preocupación y no conseguíamos ponemos de acuerdo para libramos de las patrullas de guardias que vigilaban el estanque. Por último, concebí un plan.
—¿Cómo se llama o se titula el oficial que manda a esos guardias? —pregunté al joven.
—Un tal Torith era su jefe cuando pasamos por aquí esta mañana —me respondió.
—Bueno. ¿Y cuál es el nombre del comandante del submarino?
—Yersted.
Encontré un despacho en blanco en el camarote y redacté la siguiente orden:
«Dátor Torith: Lleve sin dilación a Shador a estos dos esclavos. Yersted».
—Será la manera más sencilla de hacer el viaje —dije, sonriendo y entregando la falsa orden al muchacho—. Ven, y ahora veremos el efecto que produce.
—¡Por mi espada! —exclamó el marciano—. ¿Y qué les diremos para que nos crean?
—Nada, puesto que nos entregamos a ellos de buena fe, en lugar de pretender escaparnos.
—¡Me parece el colmo de la osadía someternos de nuevo, indefensos, al poder de los Primeros Nacidos!
—Lo será —contesté—, pero no encuentro otra solución. Sin embargo, confía en mí para que nos fuguemos de la prisión de Shador, y no dudes de que con facilidad nos proveeremos de armas en un país donde existe tan gran número de guerreros.
—Sea lo que quieras —exclamó el joven, entre risueño y desconfiado—. Nunca he obedecido a otro jefe que me haya inspirado más confianza. Vamos a poner en seguida ese engaño a prueba.
Surgimos con decisión por la escotilla del buque, despojándonos antes de nuestras espadas, y avanzamos por el sendero principal que conducía al puesto del centinela y al despacho del Dátor de guardia.
Al vernos los guerreros del piquete retrocedieron sorprendidos y nos mandaron que nos detuviéramos, apuntándonos con los fusiles. Yo tendí el mensaje a uno de ellos. Lo cogió y leyendo a quién iba dirigido se volvió para entregárselo a Torith, quien en aquel momento salía de su despacho para indagar la causa de tanta conmoción.
El negro ojeó el papel y durante un instante nos miró con evidente sospecha.
—¿Dónde está el Dátor Yersted? —preguntó, y el corazón me dio un vuelco al pensar que había cometido la necedad de no hundir el submarino para hacer creíble la mentira que debía urdir.
—Tenía orden de regresar inmediatamente al desembarcadero del templo —repliqué.
Torith demostró la intención de dirigirse a la entrada del estanque para comprobar la exactitud de la afirmación. En aquel instante pudo decidirse nuestra suerte, porque si lo hubiera hecho, al encontrar el submarino vacío y junto a su muelle, todo el edificio de mi patraña se habría derribado sobre nuestras cabezas. Por fortuna optó por convencerse de la veracidad del mensaje, y realmente no tenía razones para dudar de él, puesto que apenas se podía concebir que dos esclavos aceptasen de propia voluntad las cadenas que habían de aherrojarles hasta la muerte. Claro que la misma audacia de mi plan era lo que lo hacía factible.
—¿Tomasteis parte en el alzamiento de los esclavos? —interrogó Torith—. Son muy escasas las noticias que tenemos de esos sucesos.
—Todos intervenimos más o menos —repuse—; pero no tuvo importancia. Los guardias nos dominaron pronto y mataron a la mayoría de nosotros.
Parecía satisfecho de mis informes.
—Llevadlos a Shador —ordenó a uno de sus subordinados. A continuación entramos en un pequeño bote de servicio y después de unos cuantos minutos desembarcamos en Shador.
Una vez allí nos encerraron en nuestras respectivas celdas: yo con Xodar y el joven rojo solo.
Henos, pues, prisioneros de nuevo en la fortaleza de los Primeros Nacidos, como si nada hubiera pasado.