CAPÍTULO XI

Cuando reventó el Infierno

Al día siguiente, de madrugada, Xodar y yo empezamos a planear nuestros proyectos de evasión… Primero dibujamos en el suelo de piedra de nuestra celda un mapa aproximado de las regiones del Polo Sur, valiéndonos para ello de los toscos instrumentos a nuestra disposición: una hebilla de mi arnés y el agudo filo de la maravillosa gema que le había quitado a Sator Throg.

Con ese mapa deduje la dirección general de Helium y la distancia a que estaba de la abertura o entrada al mar de Omean.

Luego hice a Xador trazar un mapa de Omean, indicando marcadamente la posición de Shador y del hueco en la bóveda que conduce al mundo exterior, y por último lo estudié con detenimiento para fijar en mi memoria sus menores detalles.

Gracias a Xodar me enteré de las costumbres y obligaciones de los guardias que patrullaban por Shador, y resultó que durante las horas destinadas al sueño no velaba en la prisión más que un solo hombre, quien recorría un sendero que pasaba alrededor de la cárcel, a una distancia de cincuenta metros del edificio en que vivíamos.

Xodar me dijo que el paso de los centinelas era muy lento, por lo que necesitaban cerca de diez minutos para hacer una sola ronda. Esto significaba que, en la práctica cada lado de la cárcel quedaba sin vigilancia, por lo menos, durante cinco minutos, tiempo invertido por el guerrero negro de guardia en recorrer el lado opuesto, con su lenta marcha.

—Todos estos informes que me has pedido —añadió Xodar— nos serían muy útiles después que hayamos salido de aquí; pero nada de lo que me has preguntado tiene algo que ver con el asunto principal y más importante.

—Ya verás cómo lo logramos —le contesté riendo—. No te preocupes de eso.

—¿Cuándo intentaremos huir? —interrogó Xodar.

—La primera noche que esté anclada cerca de la costa de Shodar una embarcación de poco porte —repliqué.

—¿Y cómo sabrás que hay alguna nave anclada cerca de Shodar? Las ventanas están muy altas y lejos de nuestro alcance.

—Descuida, amigo Xodar ¡mira!

De un salto me agarré a los barrotes de la ventana opuesta a nosotros y eché una rápida ojeada a la escena de afuera.

Varios buques pequeños y dos grandes acorazados se hallaban parados y a unos cien metros de Shador.

—¡Esta noche! —pensé. E iba a comunicar mi decisión a Xodar, cuando, sin previo aviso, abrieron la puerta del calabozo y apareció en ella un carcelero. Si éste me veía era indudable que desaparecería para siempre nuestras probabilidades de fuga, porque si tenían la más ligera idea de la asombrosa agilidad que mis músculos terrestres me proporcionaban en Marte, no dejarían de encadenarme.

El hombre que acababa de entrar se hallaba de pie, en el centro del cuarto, de modo que me daba la espalda.

A dos metros de mí estaba la parte superior del tabique que separaba nuestra celda de la inmediata. De él dependía exclusivamente mí salvación y mi porvenir. Si el carcelero se volvía, mi perdición era segura, pues no me quedaba ni el recurso de deslizarme sigilosamente hasta el suelo, toda vez que aquel hombre ocupaba una posición que no me permitía hacerlo.

—¿Dónde está el blanco? —gritó el guardián a Xodar—. Issus reclama su presencia.

Y se dispuso a volverse para ver si yo estaba en otro sitio de la celda.

Sin perder tiempo trepé por el enrejado de hierro de la ventana hasta que pude apoyar un pie en el reborde de arriba y entonces me solté de los barrotes para saltar a la parte más alta de la pared.

—¿Qué es eso? —oí preguntar con voz ronca al guardián negro, porque rocé con el metal de mi arnés la piedra del muro al caer en ella. Entonces me deslicé con presteza al suelo del cuarto contiguo.

—¿Dónde está el esclavo blanco? —repitió airado el calabocero.

—No lo sé —contestó Xodar—. Aquí estaba cuando entraste. Yo no soy su guardián. ¡Búscale!

El negro masculló entre dientes algo que no pude comprender y le oí correr el cerrojo de una de las puertas correspondiente a la celda de al lado. Presté atención y sentí el ruido de la puerta que cerraba tras él. Entonces salté de nuevo a lo alto del tabique y me dejé caer en mi celda, al lado del atónito Xodar.

—¿Viste cómo nos escaparemos? —le pregunté en voz queda.

—Vi de lo que eres capaz —repuso—; pero continúo sin saber de qué manera podré seguirte cuando superes estos espesos muros. Supongo que no pretenderás que te imite sin poseer tu asombrosa agilidad.

Oí que el guardián iba de celda en celda y que, por último, completada su ronda, entraba en nuestro calabozo. Cuando sus ojos se fijaron en mí se reflejó en ellos el asombro.

—¡Por la cáscara de mi primer antepasado! —gruñó—. ¿Dónde estuvisteis?

—En el sitio en que me encerraron ayer —contesté—. Aquí estaba cuando entraste hace poco. Mal andas de la vista, viejo.

El negro me miró entre colérico y abochornado.

—¡Ven! —exclamó—. Issus manda que te lleve a su presencia.

Efectivamente, me condujo fuera de la prisión, en la que se quedó. Antes de partir se unieron a nosotros varios guerreros, entre los que se hallaba el joven marciano rojo también prisionero en Shador.

El viaje que hicimos el día anterior al Templo de Issus se repitió. Los guardias se cuidaron de separarnos al joven rojo y a mí, por lo que no nos fue posible reanudar la conversación que interrumpimos la noche pasada.

La cara del joven me daba que pensar. Tenía la seguridad de que no me era desconocida, de que notaba en cada rasgo algo singularmente familiar para mí. Igual me ocurría con su porte, sus gestos y su manera de hablar. Hubiera jurado que le conocía y sin embargo, sabía también que no le había visto nunca.

Cuando llegamos a los jardines de Issus fuimos llevados fuera del templo, en vez de conducimos a él. El camino serpenteaba entre encantadores vergeles y terminaba en una ciclópea muralla que medía cien metros de altura.

Unas puertas macizas facilitaban el paso a una pequeña planicie, circundada por los mismos frondosos bosques que había al pie de los Acantilados Áureos.

Una multitud de negros caminaba en la misma dirección que la seguida por nosotros, siempre custodiados por los guardias, y de ella formaban parte mis antiguos enemigos, los hombres plantas y los grandes monos blancos.

Las feroces bestias andaban entre el gentío como perrillos falderos y si estorbaban el paso a los negros, estos les echaban a un lado violentamente o les golpeaban de plano con las espadas, apartándose los animales atemorizados.

Al fin llegamos a nuestro destino, un vasto circo situado en el sitio más distante de la llanura, como a medio kilómetro aproximadamente de los jardines amurallados.

Pasando por un pórtico de elevados arcos, los negros se apresuraron a ocupar sus asientos en las espaciosas gradas, mientras que nuestros guardias nos conducían a una entrada más pequeña, cerca de un extremo del edificio.

Por ella penetramos en una especie de patio que había al otro lado de las gradas, en el que encontramos gran número de prisioneros, reunidos allí bajo una fuerte escolta. Algunos de ellos estaban encadenados, pero la mayor parte se mostraba tan aterrada por la presencia de sus guardianes, que no tenía ni la más ligera intención de escaparse.

Durante el viaje desde Shador no tuve la ocasión de hablar con mi joven compañero de cautiverio; pero una vez dentro de aquel recinto enrejado, nuestros vigilantes relajaron la vigilancia, lo que me permitió acercarme al muchacho marciano de raza roja, por el que sentía tan extraña atracción.

—¿Cuál es el objeto de esta asamblea? —le pregunté—. ¿Vamos a combatir para diversión de los Primeros Nacidos, o se trata de algo aún peor?

—Esto es una parte de las fiestas mensuales de Issus —me contestó—, en las que los negros lavan los pecados de sus almas con la sangre de los hombres del otro mundo. Si por casualidad, el negro muere, su infortunio demuestra que ha sido traidor a Issus, lo que constituye un crimen imperdonable. Si sale vivo de la lucha, se le reconoce inocente de la acusación que pesaba sobre él cuando se le sometió a la prueba de los ritos purificadores, que así llaman a estas carnicerías. Los tipos de combate varían. A veces, nos hacen pelear contra igual número de negros o con un número doble de ellos, y en varias ocasiones nos obligan a luchar individualmente contra las bestias feroces, mantenidas hambrientas. También, aunque es raro, se enfrenta a nosotros algún famoso guerrero.

—Y si lograras la victoria —interrogué—, ¿qué ganamos con eso?… ¿La libertad?

El joven marciano se echó a reír.

—¿La libertad?… ¡Qué ilusión! Para nosotros no hay más libertad que la de la muerte. Nadie que entra en los dominios de los Primeros Nacidos los abandona con vida. Si demostramos que sabemos pelear, nos permitirán pelear de nuevo, y si no somos hombres de valor…

Se encogió de hombros.

—¡Bah! Tarde o temprano tenemos que morir en la arena.

—¿Y tú has luchado a menudo? —le pregunté.

—Sí. Muy a menudo —repuso—. Es mi única alegría y he acabado con más de un centenar de estos infernales negros durante casi un año en estas fiestas sangrientas. Mi madre estaría orgullosa de mí si supiera lo bien que mantengo las tradiciones bélicas de mi padre…

—Tu padre debió ser un valeroso guerrero —dije—. En mi tiempo he conocido a muchos bravos capitanes de Barsoom… ¿Quién era?…

—¡Venid, miserables! —gritó la ronca voz de un guardia—. Dirigíos a la matanza.

Aquel alguacil nos empujó con brutalidad a la escalerilla que del patio en que hablábamos conducía a los calabozos subterráneos, situados debajo del circo.

El anfiteatro, como todo lo que yo llevaba visto en Barsoom, se hallaba construido en una gran excavación. Sólo los asientos más altos, que formaban el bajo pretil que rodeaba el pozo sobresalían del nivel del terreno. La misma pista también estaba hundida en el suelo.

Precisamente más allá de la fila inferior de asientos había, al nivel de la superficie de la arena, una serie de jaulas con sólidos barrotes de hierro, en las que nos metieron a empujones y puñetazos. Por desgracia, mi joven amigo no entró en la misma jaula que yo.

Delante de mí, pero a gran distancia se alzaba el trono de Issus. Allí se arrellanaba la horrenda criatura, rodeada de un centenar de doncellas, esclavas suyas, ataviadas con lujo y cubiertas de pedrería. Unas telas brillantes de muchos tonos y extraños dibujos, formaban el suave almohadón que tapaba el estrado sobre el que las muchachas adoraban reclinadas a la diosa. A los cuatro lados del trono, y a varios metros debajo de él, permanecían en rígida postura y alineados en apretadas filas la guardia de honor de Issus, mostrando sus relucientes y pesadas armaduras, y enfrente de los soldados, los altos dignatarios de la ridícula soberana, atezados negros cargados de riquísimas joyas, lucían en las cabezas la insignia de su rango, consistente en un aro de oro.

A la derecha e izquierda del trono se apiñaba desde lo alto al fondo del anfiteatro una compacta masa de seres vivientes. Había tantas mujeres como hombres, y cada una vestía el fastuoso traje propio de su condición y de su casa. A cada negro le servían tres esclavas blancas, arrancadas de los dominios de los thern y de las moradas de los demás marcianos del mundo exterior. Los negros son todos nobles. En los Primeros Nacidos no hay pueblo, pues hasta el soldado raso es un dios y tiene esclavos que le defiendan.

Los Primeros Nacidos no trabajan. Los hombres pelean y consideran un privilegio sagrado y un deber luchar y morir por Issus. Las mujeres no hacen nada, absolutamente nada. Las esclavas las lavan, visten y dan de comer. Algunas incluso poseen esclavas que hablan por ellas, y vi una que asistió sentada a los ritos, con los ojos cerrados mientras que una muchacha de su séquito le narraba los acontecimientos que se desarrollaban en la arena.

La primera fase de la ceremonia consistía en el tributo a Issus, el cual marcaba el fin de los pobres desgraciados que disfrutaron de la «divina gloria» de mirar a la diosa hacía un año. En aquella ocasión las víctimas iban a ser diez bellísimas muchachas, arrebatadas de las cortes de los altivos Jeddaks y de los templos de los Sagrados Thern. Habían permanecido un año acompañando a Issus y les correspondía pagar con sus vidas el precio de este terrible favoritismo para servir al día siguiente de manjares en las mesas de los funcionarios palatinos.

Un enorme negro saltó a la pista, poniéndose junto al grupo de las doncellas, y las fue inspeccionando una a una palpándolas y golpeándoles las costillas. Después eligió la que le pareció mejor y la condujo delante del solio de Issus, dirigiendo algunas palabras a ésta que no puede oír. Issus asintió con la cabeza. El negro levantó las manos en señal de acatamiento, cogió a la muchacha por la cintura y la sacó arrastrando de la arena, por una puertecilla situada debajo del trono.

—Issus comerá bien esta noche —dijo un prisionero a mi lado.

—¿Cómo? —pregunté.

—Sí, la carne de esa desventurada de la que ahora tira el viejo Thabis para llevarla a la cocina, será servida dentro de un rato en la mesa de la diosa. ¿No visteis con qué esmero eligió la más joven y tierna del grupo?

Yo prorrumpí en maldiciones contra el monstruo que se arrellanaba frente a mí en el fastuoso trono.

—¡Cálmate! —me aconsejó mi compañero—, que aún vas a ver cosas mejores si vives un mes más entre los Primeros Nacidos.

Entonces di media vuelta a tiempo de presenciar que se abría bruscamente la puerta de una gran jaula próxima, y que tres enormes monos blancos saltaban a la arena. Las muchachas, aterradas formaron un apretado grupo en el centro de la pista. Al fin los monos se fijaron en las despavoridas doncellas, y lanzando infernales aullidos de bestial frenesí, se arrojaron sobre ellas.

Me invadió una ola de demencial furia. La cruel cobardía de unos seres ebrios de poder, susceptibles de concebir en sus malvadas mentes tales abominables sistemas de torturas, estimuló hasta lo indecible mi ira y mi viril ímpetu. La nube roja que presagiaba la muerte de mis enemigos se puso delante de mis ojos. Causaba honda pena contemplar la escena. Una de las pobres jóvenes, de rodillas ante Issus, le tendía los brazos implorando piedad, pero la horrible deidad se limitó a mirarla con desdén, saboreando de antemano el placer de que pensaba gozar.

El guardia se hallaba descuidado junto a la puerta desatrancada de la jaula que se encontraba junto a la mía. ¡Qué necesidad había de barrotes ni obstáculos para conservar a las infelices víctimas en la arena del circo, sitio elegido por la voluntad de la diosa como teatro de la hecatombe!

De un solo golpe derribé al negro, dejándole en el suelo sin sentido. En seguida le arrebaté su espada, y blandiéndola, me precipité a la pista.

Los monos iban ya a caer sobre las doncellas; pero con un par de violentos saltos, propios de mis músculos terrestres, me puse sin vacilar en el centro del ruedo.

Durante un instante reinó en el vasto anfiteatro un profundo silencio, y luego un clamor salvaje salió de las jaulas de los sentenciados. Yo agitaba, sin cesar, en el aire mi larga espada, y un mono cayó sin cabeza a los pies de las aterrorizadas jóvenes. Los otros dos monos se dirigieron a mí, y cuando me disponía a hacerles frente, un imprevisto griterío del público respondió a las locas exclamaciones de los enjaulados. Con una mirada de soslayo me di cuenta de que unos veinte guerreros negros venían corriendo hacia mí por la reluciente arena. Entonces, de una de las jaulas situadas detrás de mí, surgió, como por ensalmo, la figura del joven rojo, que tan conocido me resultaba.

Mi valiente amigo se detuvo un momento ante los cautivos, con la espada en alto.

—¡Salid hombres del otro mundo! —gritó—. Vended caras unas vidas que pretenden quitamos cobardemente, y en el día del tributo a Issus, demostrad quiénes sois a este valiente guerrero que ha acudido en defensa de la inocencia. Saciad en una orgía de venganza el odio que acumuláis en los corazones y que la tarde de hoy jamás se borre de la memoria de estos negros mientras subsistan los ritos de Issus. ¡Venid! En las rejas de nuestras jaulas tenéis armas suficientes para combatir.

Sin esperar el resultado de su ardorosa arenga, el joven corrió denodadamente a mi lado. De cada jaula donde había hombres rojos salió un estruendoso vocerío en respuesta a la exhortación del muchacho. Los vigilantes de adentro fueron impotentes para contener a la rugiente muchedumbre y las ergástulas vomitaron a sus ocupantes, ansiosos de verter la sangre de sus verdugos.

Los prisioneros, siguiendo el consejo que acababan de darles, se armaron con las espadas que les iban a entregar para que tomasen parte con ellas en los cruentos combates, y un tropel de valerosos marcianos acudió en nuestro auxilio.

Los grandes monos, pese a su corpulencia y a sus siete metros de altura, mordieron el polvo, al filo de mi espada cuando el pelotón de guardias destinados a prenderme se encontraba todavía a alguna distancia de mí. Tras ellos corría, enfurecido, mi joven amigo. A mi espalda estaban las muchachas, y como por salvarlas arriesgaba la vida permanecí impávido para sufrir mi inevitable y fatal destino, pero resuelto a dejar de mi sacrificio tal recuerdo que jamás se olvidara en la tierra de los Primeros Nacidos.

Me chocó la maravillosa velocidad del guerrero rojo al correr detrás de los negros, pues de ningún modo era natural en un marciano. Sus brincos y zancadas casi podían compararse a los que yo daba, gracias a mi agilidad y musculatura terrestre y por las cuales logré granjearme el respeto y la admiración del pueblo verde en la época de mi primera aparición en el planeta moribundo.

Los guardias aún no habían cumplido su misión, cuando él cayó sobre su retaguardia, y antes de que pudieran hacerle cara, pensando por la violencia del asalto que les atacaban una docena de hombres, yo me puse a su lado, orgulloso de su valentía, como si se tratase de la mía.

En la sangrienta pelea que se entabló, apenas si puede hacer otra cosa que vigilar los movimientos de mis inmediatos enemigos, pero de vez en cuando eché una rápida ojeada a la reluciente espada y a la arrogante figura del varonil joven que se había apoderado de mi corazón, despertando en él incomprensibles sentimientos. Yo, sin darme cuenta, me enorgullecía de su valor.

En el hermoso rostro del joven se dibujaba una triste sonrisa, y en varias ocasiones lanzaba miradas retadoras a los adversarios, con los que luchaba sin descanso. En eso, y en otras cosas, su modo de pelear se parecía al que yo siempre puse en juego en el campo de batalla. Quizá fue esa vaga semejanza conmigo lo que me movió a encariñarme con el joven marciano mientras que la horrible carnicería causada por su espada en las filas de los negros me inspiraban un gran respeto hacia él. Por mi parte, yo combatía, como era costumbre en mí, según demostré en mis innumerables empresas bélicas, ahora esquivando una astuta acometida, ahora parándome bruscamente y apuntando con la espada el pecho de un contrario, antes de atravesar con ella el cuello de uno de sus compañeros.

Nosotros no perdíamos los ánimos, no obstante lo comprometido de nuestra situación, cuando a un gran pelotón de guardias de Issus se le ordenó tomar parte en la contienda. Lo hicieron así, irrumpiendo en la arena con salvajes alaridos y entonces los prisioneros armados no cejaron de atacarles por la derecha y la izquierda.

Durante media hora aquello fue como si hubiera reventado el infierno. Dentro del arenoso y cercado recinto peleamos en revuelta confusión, rugiendo y maldiciendo cual demonios ensangrentados, y siempre la espada del joven rojo flameó al lado de la mía.

Despacio, y no sin repetidas voces de mando, conseguí poner a los prisioneros en una especie de formación, algo así como un círculo, en el centro del cual se hallaban las doncellas condenadas a muerte.

Muchos habían caído ya de ambos bandos, pero los que llevaban la peor parte, eran sin duda, los guerreros de Issus. Prueba de ello fue que su jefe envió varios mensajeros a distintos sitios del circo, y que a poco de eso, los negros nobles desnudaron las espadas y saltaron a la pista. Indiscutiblemente consistía su plan en aniquilarnos por la superioridad numérica.

En un abrir y cerrar de ojos vi a la dolosa Issus en su trono. La horrenda viejecilla se inclinaba hacia adelante, y en su actitud, verdaderamente repugnante, así como en su marcado gesto de odio y rabia, pensé vislumbrar una expresión de temor. Fue su semblante lo que me inspiró el rasgo de audacia que ejecuté.

Sin perder tiempo ordené que cincuenta de los prisioneros se colocasen detrás de nosotros y formasen un nuevo círculo en torno de las doncellas.

—Quedaos aquí y protegedlas hasta que yo vuelva —mandé.

En seguida, y dirigiéndome a los que constituían la línea exterior, exclamé:

—¡Muera Issus! Seguidme hasta su trono y allí obtendremos la venganza y castigaremos sus crímenes.

El Joven rojo, siempre junto a mí, fue el primero en repetir el grito «¡Muera Issus!», y luego a mi espalda y de todas partes surgió un ronco clamor: «¡Al trono! ¡Al trono!».

Nos adelantamos como un solo hombre, aunque éramos una irresistible masa combatiente, y pisando los cuerpos de nuestros enemigos, muertos o moribundos, fuimos acercándonos al fastuoso trono de la deidad marciana. Entonces se destacaron del público las hordas negras, capitaneadas por los más encumbrados próceres de los Primeros Nacidos, a fin de detener nuestros progresos. No lo lograron, pues dábamos buena cuenta de ellos como si se tratase de muñecos de cartón.

—¡A los asientos unos cuantos! —grité al aproximamos a la barrera de la pista—. Diez de nosotros bastan para llegar al trono.

Era que había visto a la casi totalidad de los guardias de Issus entrar en la arena para tomar parte en la batalla. Obedeciendo mi orden, los prisioneros se extendieron a derecha e izquierda por los asientos, haciendo con sus cortantes espadas en la apiñaba multitud una espantosa carnicería. Pronto, en el circo entero, no se oyeron más que los ayes de dolor de los heridos y los agonizantes, mezclados con los chasquidos de las armas y el frenético vocerío de los vencedores.

Hombro con hombro, el muchacho rojo y yo, a la cabeza de una docena de adeptos, íbamos ganando terreno debajo del trono. Los guardias que quedaban, reforzados por los altos dignatarios y la nobleza de los Primeros Nacidos, se interpusieron entre nosotros e Issus, la que sentada, sin disimular su angustia, en el tallado solio de sorapo, prodigaba con voz chillona las órdenes imperativas a sus secuaces, lanzando también furiosas maldiciones a los que osaban ultrajar su divinidad.

Las atemorizadas esclavas que la rodeaban nos contemplaban temblorosas y con los ojos muy abiertos, no sabiendo si desear nuestra victoria o nuestra derrota. Varias de ellas, sin duda hijas altivas de los más ilustres caudillos de Barsoom, arrancaron las espadas de las manos de los caídos y se arrojaron contra los guardias de Issus, quienes las pasaron a cuchillo; ¡mártires gloriosas de una causa digna de mejor suerte!

Los hombres que nos acompañaban peleaban con brío, pero nunca desde que Tars Tarkas y yo luchamos como leones aquella calurosa tarde en que en el fondo del mar muerto aguantamos delante de Thark el empuje de las huestes de Warhoom, había visto nada semejante en cuanto a abnegación e incansable resistencia como la que mi joven amigo desplegó a la hora de tan supremo trance bajo la mirada iracunda de la infame Issus, diosa de la Muerte y la Vida Eterna.

Uno a uno, los que nos estorbaban el paso para llegar al tallado trono de madera de sorapo, conocieron el gusto de nuestras espadas. Otros acudieron para tapar la brecha; pero centímetro a centímetro y metro a metro, acortábamos la distancia que nos separaba de nuestra meta.

De repente, sonó un grito en una sección del edificio: «¡Arriba, esclavos!» y esa invocación a la rebeldía, al principio repetida con miedo, fue adquiriendo cuerpo y se convirtió en infinidad de ondas sonoras que se difundieron por la totalidad del circo.

Durante un momento y como a consecuencia de un asentimiento común, dejamos de combatir para fijamos en la significación del nuevo suceso, y pronto comprendimos todo su alcance. Allí y allá las esclavas se lanzaban sobre sus amas con las armas de que primero podían disponer. Una daga, arrancada del arnés de una dama y empuñada por una débil muchacha, se hundió en el seno de su dueña, causándole una herida mortal. Brillaron, esgrimidas por las doncellas, las espadas arrebatadas de manos de los cadáveres, y cuantos adornos pesados eran a propósito para ello fueron utilizados como mazas por las débiles mujeres para saciar el largo tiempo sentido afán de venganza y para compensarse en parte de los infinitos ultrajes de que habían sido objeto en poder de sus crueles tiranos. Las que no encontraron otras armas se valieron para causar daño de sus fuertes dedos y de su brillante dentadura.

El espectáculo resultaba, en verdad, emocionante y grandioso, mas no me fue permitido contemplarlo porque en seguida nos vimos envueltos en el torbellino del combate y sólo la interminable algarabía de la turba mujeril nos recordaba la participación de ésta en la lid:

—¡Alzaos esclavos! ¡Alzaos esclavos!

Ya nos separaba únicamente del trono de Issus una delgada fila de hombres. La diosa estaba lívida de espanto y de la boca se le escapaba una espuma amarillenta. Además parecía paralizada por el miedo. En ese momento no peleábamos más que el joven y yo, pues los otros habían caído y yo también estuve a punto de perecer por culpa de un bien dirigido tajo, que no acabó conmigo gracias a la oportuna intervención de mi intrépido compañero, quien con un golpe en el codo de mi contrario evitó que me cortara la cabeza.

El valiente muchacho corrió a mi lado y atravesó con su espada al corpulento negro que me atacaba antes que pudiera descargarme otro mandoble por el estilo. No obstante, hubiera llegado mi última hora, debido a que mi acero se encajó en el esternón de un Dátor, más fornido aún que la generalidad de los Primeros Nacidos. Cuando aquel gigante cayó, tiré del arma con violencia, y sobre su ensangrentado cuerpo, miré a los ojos de quien con mano rápida me había librado de una muerte segura. Mi salvadora era Phaidor, la hija de Matai Shang.

—¡Huye príncipe mío! —exclamó—. Es inútil que sigas luchando. La pista rebosa de cadáveres y cuantos pretendisteis asaltar el trono han muerto, excepto tú y ese joven rojo. Ya sólo te ayudan unos cuantos guerreros rodeados de enemigos y un escaso número de esclavas que apenas pueden tenerse en pie. ¡Oye! Casi no se siente el clamoreo bélico de las mujeres, porque de éstas quedan con vida muy pocas. Para cada uno de los tuyos hay diez mil negros en los dominios de los Primeros Nacidos. Escápate, pues, en busca del espacio libre y dirígete al mar de Korus. Con el esfuerzo de tu brazo no te será difícil ganar los Acantilados Áureos y los frondosos jardines de los Therns Sagrados. Cuéntale tu historia a Matai Shang mi padre, quien te atenderá, y juntos podréis hallar la manera de socorrerme. Huye te digo, antes de que sea imposible hacerlo.

Pero no era esa mi intención, ni me parecía que valía la pena cambiar la hospitalidad de los Primeros Nacidos por la de los Sagrados Therns.

—¡Muera Issus! —grité, y el muchacho y yo reanudamos el combate. Dos negros perdieron la vida, traspasados sus pechos por nuestras invencibles espadas, y a continuación nos hallamos cara a cara diosa y yo. Issus, cuando me disponía a asestarle el golpe decisivo sanó como por encanto de su parálisis, y lanzando un agudo chillido, se levantó para huir. De improviso y precisamente detrás ella se abrió en el piso del estrado un negro y ancho boquete sobre el que saltó cuando el joven y yo le pisábamos los talones.

A su llamada se concentraron sus diseminados guardias y nos embistieron con furia. El joven recibió un golpe en la cabeza y se tambaleó mas no cayó al suelo porque yo le cogí con el brazo izquierdo, sin dejar por eso de hacer frente a la frenética turba de fanáticos ansiosa de vengar la afrenta inferida por mí a su diosa que en aquel instante desapareció de mi vista en la negra sima abierta casi a mis pies.