La Isla Prisión de Shador
En los jardines exteriores, a los que el guarda me condujo entonces, encontré a Xodar rodeado de una turba de negros nobles que le insultaban y maldecían. Los hombres le abofeteaban y las mujeres le escupían.
Cuando yo aparecí, todos fijaban en mí la atención.
—¡Ah! —gritó uno—, ése es el que sin armas cogió prisionero al gran Xodar. Vamos a ver cómo lo hizo.
—Que ate a Thurid —opinó una hermosa mujer riéndose—. Thurid es un verdadero Dátor, que enseñará a ese perro lo que es enfrentarse a un hombre de verdad.
—¡Si, Thurid, Thurid! —vociferaron una docena de personas.
—Aquí está —exclamó otro.
Me volví en la dirección indicada y vi a un fornido negro vestido con lujo, que, provisto de resplandecientes galas y armas, se adelantaba hacia nosotros con porte noble y gallardo.
—¿Qué sucede? —exclamó—. ¿Qué queréis de Thurid?
Pronto se lo explicaron una docena de voces.
Thurid clavó en Xador una mirada sañuda, entornando los ojos hasta reducirlos a casi dos finas líneas.
—¡Calot! —murmuró—. Y yo que pensaba que llevabas el corazón de un sorak en tu podrido pecho. A menudo me aventajaste en las reuniones secretas de Issus, pero ahora en el campo de batalla, donde los hombres se enfrentan de verdad, tu débil corazón ha revelado sus ruindades al mundo entero. Cobarde, yo te aplastaré con mi pie.
Y, expresándose así, se dispuso a patear a Xodar.
Mi sangre entró en ebullición. Mientras el jactancioso guerrero había hablado me estuvo hirviendo, indignado por el trato cobarde que daba a su antes encumbrado compañero, caído en desgracia con Issus. No sentía amor por Xodar, pero jamás he presenciado una cobarde injusticia y la persecución de alguien sin que me ciegue la cólera y sin que realice actos provocados por el impulso del momento que en otra situación jamás haría.
Me hallaba muy cerca de Xodar cuando Thurid levantó el pie para soltar la cobarde patada. El degradado Dátor permanecía erguido e inmóvil como una imagen de talla. Aguardaba a recibir la agresión de su vengativo camarada y se disponía a soportar callado y con estoicismo los reproches y los insultos de los que antes eran sus camaradas.
Pero cuando Thurid se disponía a descargar en su víctima la brutal patada, yo me adelanté y le di en una espinilla un golpe tan violento y certero que libró a Xodar de la ignominia.
Hubo un instante de tenso silencio, y luego Thurid lanzando un rugido de rabia, se arrojó sobre mi garganta, como Xodar intento hacerlo en la cubierta del crucero. Los resultados fueron idénticos, pues yo me escurrí de sus tendidos brazos y cuando pasaba velozmente de largo, le asesté un tremendo directo en un lado de la mandíbula.
El corpulento sujeto giró como una peonza, se le doblaron las rodillas y se desplomó a mis pies.
La multitud miró con asombro, primero al postrado cuerpo del altivo Dátor, tumbado en el polvo de rubí del paseo, y después a mí., como negándose a creer que pudiera haber hecho tal cosa.
—¡Me pedisteis que atara a Thurid! —exclamé—. ¡Atrás!
Entonces me incliné sobre el cuerpo caído, le quité sus correajes y até con fuerza los brazos y las piernas del individuo.
—Ahora, al igual que habéis hecho con Xodar, haced con Thurid. Llevadlo a Issus, así como está, atado con las correas de su propio arnés, para que pueda ver con sus propios ojos que hay entre vosotros alguien más grande aún que el Primer Nacido.
—¿Quién sois? —balbució la mujer autora de la idea de que yo atase a Thurid.
—Soy un ciudadano de dos mundos: el capitán John Carter, de Virginia, Príncipe de la Casa de Tardos Mors, Jeddak de Helium. Llevad este hombre a vuestra diosa, tal y como os he dicho, y contadle que incluso el más poderoso de sus Dátores correrá igual suerte. Con las manos desnudas, sin espada larga ni corta, desafío a combate a la flor de sus paladines.
—Ven —dijo el oficial encargado de conducirme a Shador—; tengo órdenes terminantes que no admiten dilación. Xodar ven tú también.
Noté cierta variación en el tono que empleaba aquel hombre al dirigirse a Xodar y a mí. Era indudable que ya le inspiraba menos desprecio el degradado Dátor, en vista de la facilidad con que yo había dado su merecido al poderoso Thurid.
En cuanto a mí, el respeto que empezaba a tenerme, a pesar de mi condición de esclavo, se manifestaba claramente en el hecho de que durante nuestro camino de vuelta iba siempre a mí lado o detrás de mí, sin soltar de la mano su espada corta.
El regreso al Mar de Omean tuvo lugar sin incidentes. Bajamos por el tenebroso pozo en la misma jaula que nos había traído a la superficie; entramos en el submarino, que se sumergió en busca del túnel situado muy debajo del mundo exterior, lo recorrimos y subimos de nuevo al estanque que sirvió para introducimos en el maravilloso camino de Omean al Templo de Issus.
Desde el islote del submarino nos trasladaron en un pequeño crucero a la lejana isla de Shador.
Aquí encontramos una pequeña cárcel de piedra y una guardia compuesta por media docena de negros. No emplearon ceremonias para encerramos: uno de los negros abrió la puerta del calabozo con una enorme llave, entramos en el cuarto, cerraron la puerta detrás de nosotros, chascó el cerrojo y con ese ruido me invadió el desconsolador sentimiento de desesperación que había experimentado antes en la cámara misteriosa de los Acantilados Dorados más allá de los jardines de los Sagrados Thern.
Entonces Tars Tarkas estaba junto a mí, pero en Shador me hallaba completamente solo en lo que a compañía grata se refería. Por eso eché mucho de menos al gran Thark y a mi preciosa amiga la joven Thuvia, la suerte de los cuales me preocupaba sobremanera. Aunque por cualquier milagro hubieran conseguido escaparse y refugiarse entre gentes hospitalarias, no podía esperar que me socorrieran, lo que seguramente hubiesen hecho gustosos de ofrecérseles ocasión para ello.
No podían adivinar el giro que había dado mi destino, porque ningún barsoomiano podía soñar que existiera un lugar como éste. Y aunque alguno tuviera noticia de él y conociere la exacta situación de mi cárcel, no conseguirían penetrar en el enterrado mar y enfrentarse a la poderosa flota de los Primeros Nacidos. No; mi caso era desesperado.
Sin embargo resolví no amilanarme en el duro trance, e incorporándome, deseché el sombrío pesimismo que intentaba adueñarse de mi alma. Con la idea de explorar el calabozo, dirigí en torno mío una escrutadora mirada.
Xodar, inclinada la cabeza, estaba sentado en un bloque de piedra situado casi en el centro del cuarto. Desde que Issus le degradó guardaba un hosco silencio.
El edificio carecía de techo y sus paredes se levantaban hasta una altura de quince metros aproximadamente. A la mitad de esa distancia había un par de tragaluces provistos de gruesos barrotes. La prisión constaba de varias celdas, separadas entre sí por tabiques de veinte metros de altura. El triste aposento que ocupábamos era vasto y tenía dos puertas que comunicaban con las celdas contiguas. Como estaban abiertas, entré en el calabozo inmediato, por cierto vacío, y continué visitando las demás piezas, sin encontrar en ellas a nadie, hasta que por fin hallé en una a un joven marciano rojo que dormía tumbado en el banco de piedra, único mueble de la desmantelada habitación.
Evidentemente se trataba de otro prisionero. Mientras dormía me incliné sobre él y le miré. Tenía en la cara algo que me pareció familiar y que, no obstante, me produjo extrañeza. Sus facciones sumamente correctas y las proporciones escultóricas de su cuerpo le hacían hermoso, sin duda alguna. Para ser de raza roja el color de su piel era poco acentuado, pero en otros aspectos resultaba un ejemplar típico de los suyos.
No le desperté, porque el sueño de los presos es un don inapreciable del que no se debe privar a quienes lo disfrutan. Hay prisioneros que si se los despierta bruscamente se convierten en bestias feroces, capaces de matar a sus mejores amigos.
Volví por tanto a mi celda y vi que Xodar continuaba sentado en la misma posición en que lo había dejado.
—¡Hombre! —exclamé—; de nada te servirá entristecerte de esta manera. No te avergüences de que te venciera John Carter. Ya viste la facilidad con que acabé con las artimañas de Thurid, tu rival, y también te consta que en la cubierta de tu crucero maté en combate limpio a tres de sus tripulantes.
—Ojalá me hubiera ocurrido lo mismo —dijo.
—¡Vamos, vamos! —exclamé—. Aún no está todo perdido. Ambos vivimos y sabemos pelear con valor. ¡A luchar, entonces, por la libertad!
Me escuchó con sorpresa.
—No digas estupideces —contestó—. Issus es omnipotente. Issus es omnisciente y ha oído las palabras que acabas de pronunciar. Tampoco ignora lo que ahora piensas. Es sacrilegio incluso pensar desobedecer sus mandatos.
—¡Estúpido! Yo me río de tu Issus —exclamé con impaciencia.
El se puso en pie, enfurecido.
—La maldición de Issus caerá sobre tu cabeza —gritó—. De aquí a un momento te destrozará, no sin condenarte a que mueras en la más tremenda agonía.
—¿Crees eso, Xodar? —le pregunté.
—Claro. ¿Quién puede dudarlo?
—Yo, y no sólo lo dudo, sino que lo niego —añadí—. ¡Ah! Xodar, tú afirmas que ella incluso conoce la manera de leer en mi pensamiento; pero por lo visto ignoras que los hombres rojos poseen esa facultad desde tiempo inmemorial, a la que añadir la de bloquear los suyos para que nadie pueda penetrar en el fondo de su mente. Aprendí el primer secreto hace años, y en cuanto al segundo, no tuve necesidad de aprenderlo, puesto que en todo Barsoom no hay nadie capaz de averiguar lo que se procesa en secreto en mi mente. Tu diosa no puede descubrir lo que pienso, y ni siquiera es capaz de hacerlo en ti cuando estás lejos de su presencia. Si le hubiera sido posible conocer mi opinión, temo que su orgullo hubiera sufrido un fuerte revés el momento en que por orden suya me volví para contemplar la «sagrada visión de su faz resplandeciente».
—¿Qué quieres decir? —murmuró el negro con voz afligida y tan bajo que apenas conseguí oírle.
—Que me pareció la más repulsiva, desagradable y horrenda de todas las criaturas que hasta entonces había visto.
Durante un minuto me miró con una estupefacción rayana en el espanto, luego, profiriendo un grito de rabia, se lanzó contra mí.
—¡Blasfemo!
No quise herirle, ni era necesario, tratándose de un hombre desarmado y, por lo tanto, totalmente inofensivo. Por eso me limité a cogerle la muñeca izquierda con mi mano del mismo lado y a ponerle el brazo derecho encima del hombro izquierdo, apretándole fuertemente la barbilla con mi codo, a fin de que doblara el cuerpo hacia atrás, lo que llevé a cabo fácilmente.
Así estuvo unos instantes, acobardado, sin dar rienda suelta a su cólera, impotente.
—Xodar —le dije—. Seamos amigos. Tal vez estaremos obligados a vivir juntos un año entero en el estrecho recinto de este lúgubre calabozo. Siento haberte ofendido, pero no pude ni soñar que siendo una víctima de la cruel injusticia de Issus, todavía creas en su divinidad. Voy a decirte algo más, Xodar, no con ánimo de herir tus sentimientos más profundos, sino con el de convencerte de que mientras residamos aquí seremos más árbitros de nuestros destinos que cualquiera de esos dioses a los que idolatras.
»Issus, ya lo ves, no me ha matado todavía, aunque acudió en su auxilio su fiel Xodar para librarle de las garras del impío que osaba burlarse de su incomparable belleza. No Xodar; tu Issus es una viejecilla mortal, y lejos de ella no puede hacerte el menor daño. Con tu conocimiento de esta extraña tierra y el mío del otro mundo, dos hombres esforzados como nosotros, si se lo proponen, lograran recobrar la preciosa libertad, y aunque sucumbamos en la empresa, siempre es preferible a llevar una existencia mísera hasta que se le antoje matarnos a un tirano malvado, llámese diosa, o bruja o lo que tú quieras.
Cuando acabé de hablar, permití que Xodar se incorporase y le solté. El guerrero negro no renovó su ataque y se mantuvo callado. En cambio, se dirigió al bloque de piedra y, anonadado, sentóse en él sumiéndose un largo rato en hondas cavilaciones.
Al cabo de varias horas, oí un ruido sordo en la puerta que daba a la celda inmediata. La abrí y vi al joven marciano rojo, que a su vez nos miró con suma atención.
—¡Kaor! —exclamé, saludándole a la manera de la gente de su raza.
—¡Kaor! —respondió—. ¿Qué hacéis aquí?
—Aguardar la muerte, supongo —contesté con triste sonrisa.
—Yo también —me contestó—. Pero yo moriré antes. Pronto se cumplirá el año desde que admirara la radiante belleza de Issus, y por cierto que todavía no me explico cómo no caí muerto de susto al contemplar por primera vez su ridícula y siniestra figura, ¡qué tripa! Por mis antepasados que jamás hallé nada tan grotesco en el Universo. ¡Y pensar que a eso lo llaman Diosa de la Vida Eterna, Diosa de la Muerte, Madre de la Luna más próxima y cincuenta títulos por el estilo! ¡En fin! Para volverse loco de risa.
—¿Cómo vinisteis aquí? —le pregunté.
—Muy sencillo. Yo volaba en una aeronave individual con rumbo al Sur cuando se me ocurrió la peregrina idea de buscar el Mar Perdido de Korus, que la tradición coloca cerca del Polo Sur. Debo haber heredado de mi padre el genio aventurero, así como un hueco donde suele estar la protuberancia del respeto. Había llegado a la extensión del hielo eterno, cuando la hélice de mi aparato se agarrotó y tuve que tomar tierra para reparar la avería, pero antes de que me diera cuenta, el aire se llenó de aeronaves y centenares de estos diabólicos negrazos se bajaron de ellas, rodeándome.
»Me acometieron con las espadas desnudas, y por fin lograron apresarme, no sin que varios de ellos mordieran el polvo y probaran a qué sabe la hoja de acero que mi padre me regaló. Mucho me hubiera complacido que ese denodado caballero hubiese vivido para presencial cómo peleaba su hijo.
—¿Ha muerto vuestro padre? —le interrogué.
—Murió antes de que se rompiera mi cascara y me fuera posible salir a un mundo que me ha ofrecido bienes sin límites. Salvo la pena de no conocer a mi padre, he sido sumamente feliz. Ahora mismo, mi única tristeza consiste en que mi madre me llorará, como lleva llorando a mi padre diez largos años.
—¿Quién fue vuestro padre? —pregunté.
Iba a responderme, cuando de repente se abrió la puerta principal de nuestra celda y un corpulento carcelero entró y nos ordenó separarnos para pasar la noche, recluyendo al joven marciano en su calabozo, cuya puerta cerró y se guardó la llave en el cinto.
—Issus ha dispuesto —dijo refiriéndose a Xodar y a mí— que ambos estén encerrados en el mismo cuarto. Este cobarde esclavo ha de serviros humildemente —añadió mirando al ex Dátor con desprecio—. Si no se presta a ello, golpeadle sin compasión, pues Issus desea que amontonéis sobre él todas las afrentas y vejaciones que os plazca.
No dijo más y se fue.
—Xodar —murmuré—, ya has oído lo que manda Issus, pero no temas que por mi parte pretenda llevar a cabo sus crueles órdenes. Tú eres un valiente, Xodar y a ti te incumbe consentir o no que te humillen de esa manera, pero si yo fuera tú acudiría a mi energía y desafiaría a mis enemigos.
—He meditado acerca de eso, John Carter —dijo—, y también sobre las nuevas ideas que has imbuido en mi cerebro. Poco a poco he estado comparando las cosas de que me hablaste, y que me sonaron a espantosas blasfemias con las que he visto en mi vida pasada, sin atreverme a pensar por miedo a atraer sobre mí la maldición de la diosa, y ahora no me cabe duda de que Issus es un engaño y de que su divinidad no existe. Es tan divina como tú y yo. Además, te concedo que los Primeros Nacidos no son más sagrados que los Sagrados Thern y que estos en cuanto a santidad tienen la misma que los hombres rojos.
»Todo el conjunto de nuestra religión se basa en una creencia supersticiosa que, por desgracia nuestra, pesa sobre nosotros por obra de los que directamente nos dominan, y para cuyo beneficio y grandeza personales conviene que continuemos creyendo lo que a ellos les interesa hacernos creer. Pero ya estoy dispuesto a deshacerme de las ligaduras que me ataban y a desafiar a la misma Issus, a pesar de que no puedo imaginarme qué beneficio obtendremos de ello. Los Primeros Nacidos, dioses o mortales, son una raza poderosa, de las garras de la cual nos será imposible escapar. ¡Ah!, para nosotros no hay salvación.
—De otros atolladeros peores he salido con bien, amigo —repliqué—, y mientras tenga aliento no pierdo la esperanza de que huyamos de esta isla por muy retirada que se halle en el mar de Omean.
—¡Ilusiones! ¿Acaso no te has fijado aún en las cuatro paredes de esta mazmorra? Palpa su resbaladiza superficie —añadió tocando la sólida roca de que se componían— y observa que no tiene la menor grieta ni el más ligero saliente que nos permita escalarla para llegar hasta lo alto.
Me sonreí.
—No te preocupes de eso, Xodar —respondí—. Te garantizo que treparé por ese muro y vendrás conmigo, si tú me ayudas con tu conocimiento de las costumbres de este país a elegir la ocasión oportuna para fugamos, y me guías al pozo que conduce desde la bóveda de este mar abismal a la luz y al aire puro del Dios verdadero.
—La noche es el mejor momento y el que nos ofrece la única probabilidad de escaparnos, bien remota por cierto. Entonces los hombres descansan, y sólo una docena de vigilantes dormitan en las cofas de los acorazados. En los cruceros y en las naves menores no se queda nadie de guardia porque los centinelas de los buques grandes bastan para enterarse de todo. Ahora es de noche.
—Pero —exclamé—. ¿Cómo puede ser de noche, si no está oscuro? Xodar se sonrió.
—Te olvidas —dijo— que nos hallamos muy lejos y debajo del suelo. La luz del sol nunca penetra aquí. En el fondo de Omean jamás se reflejan la luna ni las estrellas. La claridad fosforescente que ves ahora invadiendo esta gran caverna subterránea proviene de las rocas que forman su cúpula, y ni un instante falta en Omean, así como las olas, que tanta extrañeza te habrán producido, ruedan sin cesar en un mar salvaje.
»Cuando es de noche en el mundo de arriba y a la hora marcada, aquí abajo la gente, retenida en estos abismos por sus deberes, se entrega al reposo, aunque la luz sea la misma.
—Siento que nuestra evasión no presente mayores dificultades —exclamé, encogiéndome de hombros—, porque no tendrá mérito alguno hacer una cosa tan sencilla.
—Durmamos primero —aconsejó Xodar—, y al despertarnos mañana decidiremos el plan de fuga.
En efecto, nos echamos en el duro piso de piedra de nuestro calabozo y nos dormimos como lo hacen los hombres fatigados.