Issus diosa de la Vida Eterna
La confesión amorosa que el miedo había arrancado a la muchacha me conmovió profundamente, pero también me humilló porque temí haberla hecho creer con cualquier palabra o acto irreflexivo que sentía por ella el mismo afecto.
Nunca había sido un hombre enamoradizo, siendo más aficionado a las empresas bélicas y a las luchas que al coqueteo, y según mi opinión era ridículo que uno suspirase apretando en su mano un guante perfumado, cuatro tallas más pequeño que los suyos, o besando una flor marchita que ya empezaba a oler como un repollo. Por eso no supe qué hacer en aquella ocasión. Realmente hubiera preferido afrontar mil veces la furia de las hordas salvajes, que habitan en las simas del mar muerto, a sostener la mirada de la hermosa joven y decirle lo que le debía decir.
Y como no tenía más remedio que hacerlo, lo hice.
Es cierto que un tanto rudamente.
Suavemente me desprendí de sus brazos, que me ceñían el cuello, y luego, aún sujetándola por una mano, le conté la historia de mi amor a Dejah Thoris. Le revelé que de todas las mujeres que había conocido y admirado de los dos mundos durante mi larga vida, sólo a ella amaba.
Mi relato no pareció complacerla. Como una tigresa se irguió frenética y jadeante. Se desfiguró el hermoso rostro, que adoptó una expresión de horrible maldad, y al propio tiempo me lanzó una mirada fulminante.
—¡Perro! —vociferó—. ¡Perro blasfemo! ¿Crees que Phaidor, hija de Matai Shang, suplica? ¡Ella ordena! ¿Que significa para ella tu ruin pasión por una puta del otro mundo, a la que elegiste en una vida anterior?
»Phaidor te ha ensalzado con su amor y tú la has despreciado. Diez mil muertes atroces e incomprensibles, no bastarán para borrar la humillación que de ti acaba de recibir. Y esa a la que llamas Dejah Toris perecerá de la manera más espantosa. Tú mismo has firmado su irrevocable sentencia.
»¡Y tú! Tú serás un vil esclavo al servicio de la diosa que en vano has tratado de humillar, y caerán sobre tu cuerpo las torturas y las ignominias, hasta que te arrastres a mis pies implorando la muerte.
»Con mi graciosa generosidad atenderé al fin tus ruegos, y del más alto balcón del Acantilado Dorado veré cómo te desgarran los grandes monos blancos del valle.
Ella lo tenía todo previsto. Había programado todo del principio al fin. Me sorprendió pensar que una criatura tan divinamente bella pudiera mostrarse a la vez tan ferozmente vengativa, y se me ocurrió, además, que en su venganza prescindía de un pequeño factor, por lo que, sin ánimo de regodearme en su desgracia y sí con el de permitirle reformar sus planes en un aspecto más práctico, le señalé una de las vantanillas del camarote.
Evidentemente, se había olvidado por completo de lo que la rodeaba y de las circunstancias en que se hallaba, pues al reparar en las oscuras y revueltas aguas por las que el buque descendía, la doncella se desplomó sobre un banquillo, y tapándose la cara con las manos sollozó más como una niña desgraciada que como una diosa arrogante y omnipotente.
Continuamos descendiendo hasta que el grueso cristal de las ventanillas se calentó sensiblemente a causa del calor de las olas que lo golpeaban. Sin duda estábamos muy por debajo de la superficie de Marte.
En ese momento cesó el descenso y pude oír que los propulsores impulsaban a la nave en línea recta a toda velocidad. Había allí una oscuridad densa, pero el resplandor de nuestras ventanillas y el reflejo de lo que debía ser un poderoso foco montado en la proa del submarino, mostraban que nos abríamos paso a través de un largo y estrecho pasaje rocoso.
Después de unos minutos los propulsores dejaron de impulsamos; quedamos totalmente quietos y luego empezamos a elevarnos rápidamente hacia la superficie. Pronto aumentó afuera la claridad y nos detuvimos.
Xodar entró en el camarote con sus hombres.
—Venid —nos dijo, y nosotros le seguimos pasando por la escotilla que uno de los marineros había abierto.
Nos hallábamos en una pequeña bóveda subterránea, en cuyo centro se encontraba el estanque donde flotaba nuestro submarino, como le habíamos visto antes, mostrando sólo su ennegrecido lomo.
Rodeando el borde de la piscina había una plataforma elevada y las paredes de la cueva se elevaban perpendicularmente hasta una altura de varios pies, arqueándose después hacia el centro formando un techo bajo. Los muros en su parte inferior estaban jalonados por varias entradas a pasadizos tenuemente iluminados.
A uno de ellos nos condujeron nuestros captores, y al cabo de un corto paseo nos detuvimos ante una jaula de acero puesta en el fondo de un pozo que se elevaba mucho más lejos de donde nos alcanzaba la vista.
La jaula resultó ser del modelo corriente de ascensores usados en diferentes partes de Barsoom. Se movía por medio de enormes magnetos suspendidos en lo alto del pozo. Por medio de un aparato eléctrico se regulaba el volumen del magnetismo generado y se variaba la velocidad.
En largos trechos el ascensor subía con mareante rapidez, especialmente al acercarse a la superficie porque la escasa fuerza de gravedad inherente a Marte ofrecía una muy débil resistencia a la poderosa fuerza que tiraba de él.
Apenas se cerró la puerta de la jaula detrás de nosotros y ya el ascensor se había parado en el rellano de arriba; tan rápida fue nuestra ascensión por el largo pozo.
Cuando salimos del pabellón que alojaba la estación superior del ascensor, nos encontramos en medio de un paisaje verdaderamente maravilloso. Ningún idioma terrestre posee palabras para expresar las increíbles bellezas de la escena.
Se podría hablar de árboles con follaje escarlata y ramas de marfil, plagados de brillantes capullos purpúras; de sinuosos senderos empedrados con rubíes, esmeraldas, turquesas y diamantes triturados; de un magnífico templo de oro pulido que ostentaba unos maravillosos dibujos hechos a mano; ¿pero dónde están las palabras para describir los fascinantes colores desconocidos para los ojos terrestres?, ¿y dónde la mente o la imaginación capaz de recoger voluptuosos fulgores de unos rayos tan inverosímiles como los que irradian de las millares de indescriptibles joyas de Barsoom?
Incluso mis ojos, acostumbrados durante años enteros a los salvajes esplendores de la corte de un Jeddak de Marte, se asombraron al presenciar la gloria de tal espectáculo.
Phaidor no pudo disimular su estupefacción.
—El templo de Issus —murmuró, casi para ella.
Xodar nos observaba, sonriendo maliciosamente, entre divertido y aburrido.
Los jardines rebosaban de la más brillante multitud compuesta de hombres y mujeres de raza negra vistosamente ataviados. Entre ellos, iban y venían doncellas rojas y blancas dispuestas a cumplir sus más mínimos deseos. Los palacios del mundo exterior y los templos de los thern, saqueados por los piratas, habían sido despojados de sus princesas y diosas, convertidas en esclavas.
A través de esta escena nos dirigimos al templo. Frente a la entrada principal fuimos detenidos por un cordón de guardias armados. Xodar habló unas palabras con el oficial que se acercó a nosotros para interrogamos, y juntos penetraron en el templo, donde permanecieron un largo rato.
Cuando volvieron nos anunciaron que Issus deseaba conocer a la hija de Matai Shang y a la extraña criatura de otro planeta que había sido Príncipe de Helium.
Lentamente anduvimos por interminables corredores de inexpresable belleza y atravesamos magníficas estancias y suntuosos vestíbulos. Al fin nos detuvieron en una espaciosa cámara situada en el centro del templo. Uno de los oficiales que nos acompañaban, se adelantó hacia una gran puerta que estaba situada en el extremo más apartado de la sala. Allí debió hacer alguna especie de señal, porque inmediatamente se abrió la puerta y salió otro cortesano lujosamente vestido.
A continuación nos llevaron junto a esa entrada y nos mandaron que nos pusiéramos de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, dando la espalda a la habitación a la que íbamos a pasar. Las puertas se abrieron de par en par, y después de advertirnos que no volviéramos la cabeza bajo castigo de una muerte instantánea, se nos consintió a comparecer en presencia de Issus.
Jamás había estado durante toda mi vida en tan humillante postura, y sólo mi amor a Dejah Thoris y la esperanza, todavía aferrada en mí, de poder verla de nuevo, evitó que levantase la cara delante de la diosa de los Primeros Nacidos y muriese como un caballero, enfrentándome a mis enemigos y derramando su sangre con la mía.
Después de arrastramos de tan ridícula manera unos doscientos pies, nuestra escolta nos obligó a detenernos.
—Que se levanten —dijo de nosotros una voz fina y trémula a aunque habituada a mandar en el transcurso de los años.
—Alzaos —dijo uno de nuestros escoltas—, pero no miréis directamente hacia Issus.
—La mujer me agrada —exclamó la voz débil y temblorosa al cabo de unos momentos de silencio—. Me servirá el tiempo habitual. Al hombre podéis devolverlo a la isla de Shador, cercana a la costa septentrional del mar de Omean. Ahora permitid que la mujer se vuelva para mirar a Issus, sabiendo que los de las clases inferiores que contemplan la sagrada visión de su faz resplandeciente sólo disfrutan de tan espléndida dicha un año escaso.
Observé a Phaidor por el rabillo del ojo. Había palidecido mortalmente. Despacio, muy despacio, se volvió como atraída por alguna invisible e irresistible fuerza. Estaba tan cerca de mí, que me rozó un brazo con el suyo desnudo cuando vio por completo a Issus, Diosa de la Vida Eterna.
No pude ver la cara de la joven, en el instante en que ésta puso por primera vez sus ojos en la Suprema Deidad de Marte, pero sentí el escalofrío que corrió por ella en el tembloroso brazo que tocaba el mío.
Debe ser fascinantemente hermosa, pensé yo, para causar tanta emoción en el pecho de una criatura tan perfecta físicamente como Phaidor, la hija de Matai Shang.
—Dejad aquí a la mujer. Retirad al hombre. Id.
Así habló Issus y la pesada mano del oficial cayó sobre mi hombro. De acuerdo con sus instrucciones, volví a ponerme a gatas y salí arrastrándome de la Presencia. Así tuve mi primera audiencia con Issus, la que confieso que no me causó la menor impresión salvo el dolor que lo violento de la posición me produjo en mis doblados huesos.
Ya fuera de la cámara se cerraron las puertas detrás de nosotros y se me ordenó que me incorporara. Xodar se reunió conmigo y juntos desanduvimos el camino dirigiéndonos a los jardines.
—Me perdonaste la vida cuando con facilidad pudiste quitármela —dijo después de que caminamos bastante trecho silenciosos—, y te ayudaría si pudiera. Me será posible hacerte la vida aquí más soportable, aunque tu destino es inevitable. Nunca volverás al mundo exterior.
—¿Qué porvenir me espera? —pregunté.
—Eso depende principalmente de Issus. Mientras no mande que te llamen para enseñarte su rostro, vivirás años y años sometido a la forma de esclavitud más benigna que pueda conseguirte.
—¿Y por qué podría enviar a buscarme? —pregunté de nuevo.
—Se vale a menudo de los hombres de clases inferiores a fin de que la diviertan de varios modos. Un luchador como tú, por ejemplo haría un buen papel en las ceremonias mensuales del templo. En ellas pelean hombres contra hombres o contra fieras para satisfacción de Issus y abastecimiento de su despensa.
—¿Come carne humana? —interrogué sin horrorizarme, ya que desde mi reciente trato con los Thern Sagrados, estaba preparado para todo en aquel aún menos accesible cielo, donde sólo imperaba una sola omnipotencia y en el que las edades de mezquino fanatismo y de egoísmo ruin habían borrado los instintos humanitarios mucho más ricos que la raza quizá poseyó alguna vez.
Era un pueblo borracho de poder y éxito, que consideraba a los demás habitantes de Marte como nosotros las bestias del campo y de la selva. ¿Por qué, pues, no habían de comer carne de los seres inferiores, si ignoraban sus modalidades y sentimientos, así como nosotros desconocemos los pensamientos íntimos y los sentimientos del ganado que sacrificamos para la mesa?
—La diosa, aparte de algunas golosinas, no come más que la carne de los Sagrados Thern y de los barsoomianos rojos. La de los demás va a nuestras mesas, y los esclavos se contentan con la de los animales.
No comprendí entonces que residía un significado especial en su alusión a otras golosinas. Pensé que se había llegado al límite de la glotonería en lo referente al menú de Issus; pero todavía me faltaba mucho que aprender en cuanto a los abismos de crueldad y bestialidad en que puede caer un ser omnipotente en posesión plena de su grandeza.
Nos hallábamos ya en el último de los muchos aposentos y corredores que conducían a los jardines, cuando nos alcanzó un emisario.
—Issus desea ver otra vez a este hombre —exclamó—. La muchacha le ha dicho que es extraordinariamente hermoso y tan valiente que él solo dio muerte a siete Primeros Nacidos y apresó con las manos desnudas al propio Xodar, atándole con sus propios correajes.
Xodar no consiguió disimular su disgusto. Sin duda le desagradaba la idea de que Issus estuviera enterada de su derrota poco gloriosa.
Sin una palabra dio media vuelta, y ambos seguimos al oficial de vuelta hasta las puertas cerradas, por las que se entraba a la cámara de Issus, Diosa de la Vida Eterna.
Allí se repitió la anterior ceremonia, y de nuevo Issus me ordenó que me levantara. Durante unos minutos reinó en la estancia un silencio sepulcral. Los ojos de la deidad no se apartaban de mí.
De repente la delicada voz trémula rompió el silencio pronunciando, con tono de monótona canturía, las frases que en el curso de incontables edades fueron la sentencia de muerte para infinidad de víctimas.
—Dejad que el hombre se vuelva y que mire a Issus, sabiendo que los de las clase inferiores que contemplan la sagrada visión de su faz resplandeciente sólo disfrutan de tan espléndida dicha un año escaso.
Obedecí la orden esperando experimentar un efecto que únicamente la revelación de la gloria divina a los ojos mortales pudiera producir. Lo que vi fue una sólida falange de hombres armados parados delante de un estrado que sostenía un gran banco de madera de sorapo tallado. En aquel banco o trono se acurrucaba una mujer negra, evidentemente muy vieja. No le quedaba un solo cabello en la pelada cabeza, y con la excepción de dos amarillentos colmillos, carecía de dientes. A los lados de su afilada y aquilina nariz fosforescían dos ojos enterrados en el fondo de unas órbitas horriblemente hundidas. Tenía la piel de la cara llena de lívidas cicatrices y muy profundos surcos. Su cuerpo, tan arrugado como el rostro, no era menos repulsivo.
Unos brazos y piernas esqueléticos, unidos a un torso que parecía ser un abdomen deforme completaban la «sagrada visión de su belleza resplandeciente».
La rodeaban numerosas esclavas, y entre ellas Phaidor, blanca y temblorosa.
—¿Es ése el hombre que mató a siete de nuestros guerreros y ató con las manos desnudas al Dátor Xodar, sirviéndose de sus correajes? —preguntó Issus.
—Gloriosísima visión del amor divino, lo es —replicó el oficial que permanecía a mi lado.
—Traed al Dátor Xodar —ordenó.
Trajeron a Xodar de la habitación contigua.
Issus le miró, y en sus horribles ojos leí claramente un designio espantoso.
—¿Y eres tú un Dátor de los Primeros Nacidos? —aulló—. Por la desgracia que has acarreado a la Raza Inmortal serás degradado y puesto a la altura de los más bajos. Dejarás de ser Dátor para convertirte de ahora en adelante, y para siempre, en un siervo de los esclavos y cumplirás las órdenes de los individuos más ruines de cuantos sirven en los jardines de Issus. Despójate de tu armadura. Los cobardes y los esclavos no usan esos arreos.
Xodar se mantuvo imperturbablemente erguido. Ni se le estremeció un músculo, ni el más ligero temblor sacudió su gigantesco cuerpo cuando un soldado de la guardia le arrancó con rudeza sus hermosas vestiduras.
—¡Fuera, fuera! —chilló la enfurecida viejecilla—, y en vez de morar en los luminosos jardines de mi palacio, ve a servir como esclavo de este esclavo que te conquistó en la prisión de la isla de Shador, en el Mar de Omean. Quitadlo de la vista de mis divinos ojos.
Despacio y sin bajar la frente salió el arrogante Xodar de la estancia. Issus se levantó, descendió del estrado con paso vacilante y se dispuso a abandonar también la sala de audiencias. Girándose hacia mí dijo:
—Por el momento volverás a Shador. Más tarde se ocupará Issus de comprobar tu forma de combatir. Vete.
Entonces desapareció seguida de su séquito. Sólo Phaidor se quedó rezagada, a fin de correr a mi lado antes de que yo, acompañado de mi guardia, me dirigiera a los jardines.
—¡Oh, no me dejes en este terrible sitio! —balbució—. Perdóname lo que te dije, mi Príncipe. No pensé en lo que decía. Sólo llévame de aquí contigo. Permíteme sufrir junto a ti tu encarcelamiento en Shador.
Sus palabras constituían casi una incoherente descarga de ideas, tal era la rapidez con que las pronunciaba.
—No entendiste el honor que te dispensé. Entre los Thern no hay matrimonio, al modo que existe en las clases inferiores del mundo exterior. Hubiéramos podido vivir eternamente juntos amándonos dichosamente. Ambos hemos mirado a Issus, y moriremos dentro de un año. Al menos vivamos este último año juntos y seamos felices en la medida en que lo puedan ser los condenados.
—Si me resultó difícil entenderte, Phaidor —respondí—, tú tampoco entiendes mis motivos, porque ignoras completamente los móviles que me guían y las costumbres y leyes sociales que yo acato. No quiero ofenderte, ni deseo despreciar el honor que me hiciste; pero lo que deseas es imposible. Pese a la desatinada creencia de los pueblos del mundo exterior, de los Sagrados Thern y de los Primeros Nacidos, yo aún no he muerto. Mientras vivo mi corazón palpita por una sola mujer… la incomparable Dejah Thoris, Princesa de Helium. Cuando la muerte me llegue y mi corazón cese de latir, no sé lo que sucederá. En esto soy tan sabio como Matai Shang, Amo de la vida y la Muerte sobre Barsoom, o Issus Diosa de la Vida Eterna.
Phaidor permaneció mirándome con atención durante un momento y en sus ojos, lejos de manifestarse enojo, vislumbré una patética expresión de desesperanzada tristeza.
—No te entiendo —dijo, y se separó de mi, encaminándose con calma a la puerta por la que se fueron Issus y su comitiva. Un instante más tarde la había perdido de vista.