Los abismos de Omean
Entonces comprendí por qué el pirata negro me había estado entreteniendo con su extraño cuento. Durante millas había estado presintiendo la proximidad del socorro, y de no ser por aquella mirada a hurtadillas echada por el parlanchín al acorazado, éste nos hubiera abordado al cabo de un momento, y la tripulación, que a bordo suyo sin duda se ponía las armaduras en aquel instante, habría caído desde la quilla de la nave sobre nuestra cubierta, haciendo que mi esperanza de fuga sufriese un imprevisto y total eclipse.
Yo era muy diestro en materias aéreas para no realizar en seguida la única maniobra adecuada; así que simultáneamente paré las máquinas y dejé que la nave se precipitara hacia tierra de manera suicida un centenar de pies.
Vi encima de mi cabeza las vacilantes formas de los tripulantes del acorazado cuando éste pasó sobre nosotros. Luego me elevé en ángulo recto, poniendo mi palanca de velocidad en la última muesca.
Como el dardo de una ballesta mi espléndida embarcación salió disparada, con su espolón de acero enfilado a los zumbantes propulsores del gigante que nos dominaba. Bastaba con que consiguiera tocarle en su enorme mole para estropearle durante unas horas, haciéndonos de nuevo posible la huida.
En ese mismo instante, el sol apareció en el horizonte, descubriendo un centenar de rostros negros y hoscos que nos observaban desde la proa del buque enemigo.
Al divisarnos, un grito de rabia salió de aquel centenar de gargantas. Aunque quisieron evitarlo con voces de mando dadas apresuradamente, ya era demasiado tarde para salvar los gigantescos propulsores, a los que embestimos con violencia.
Coincidiendo con el retroceso del choque di marcha atrás, pero la proa de mi nave se quedó enganchada al agujero que hizo en la popa del acorazado. Sólo permaneció un segundo allí antes de desprenderse, pero ese segundo bastó para que invadiese mi cubierta un enjambre de demonios negros.
No hubo lucha por la sencilla razón de que me faltó sitio para combatir. Fuimos sencillamente arrollados por su número. Después, cuando las espadas de los negros me amenazaban, una orden de Xodar detuvo las manos de sus compañeros.
—Atadlo —dijo—, pero no le hagáis daño.
Varios de los piratas habían soltado ya a Xodar, quien personalmente se ocupaba en desarmarme y ver si estaba fuertemente atado. Finalmente pensó que mis ligaduras eran sólidas. Lo hubieran sido si yo hubiese sido marciano; pero tuve que sonreír ante la fragilidad de las cuerdas con que me habían atado las muñecas. Cuando llegase el momento podría desprenderme de ellas como si fuesen hilos de algodón.
Ataron también a la muchacha, y luego nos amarraron uno al otro. Mientras, pusieron nuestra embarcación junto al costado de su averiado buque, y pronto fuimos trasladados a la cubierta de este último.
Casi un millar de negros tripulaban aquella máquina de destrucción. Las cubiertas del coloso se hallaban atestadas de ellos, que se acercaban a nosotros tanto como se lo permitía la disciplina, para echar una ojeada a sus nuevos cautivos.
La belleza de la joven suscitó muchos comentarios brutales y gestos de mal gusto. Sin duda alguna, aquellos superhombres de mentalidad propia, eran inferiores a los hombres rojos de Barsoom en refinamientos y caballerosidad.
Mi pelo negro cortado al rape y mi complexión de thern fueron objeto de numerosas conversaciones. Cuando Xodar contó a sus nobles compañeros mi destreza para combatir y mi extraño origen, me rodearon, acosándome materialmente a preguntas.
El hecho de que usase el correaje y las insignias metálicas de un thern que había sido muerto por uno de los de mi grupo, les convenció de que yo era enemigo de sus hereditarios rivales y me colocó en mejor situación respecto a su opinión.
Sin excepción los negros eran guapos y bien formados. Los oficiales se destacaban sin dificultad por la lujosa magnificencia de su resplandeciente atavío. Muchos de los arneses que llevaban estaban tan recargados de oro, plata, platino y piedras preciosas, que apenas se veía el la piel del guerrero.
La armadura del comandante era una sólida masa de diamantes. Contra el marco de ébano de su piel, brillaban con fulgores particularmente acentuados. Toda la escena resultaba hechizante. La varonil hermosura de los hombres; el bárbaro esplendor de sus adornos; el lustroso piso de madera de skeel de las cubiertas; el lujo indescriptible de los camarotes, notable por la estupenda veta de la madera de sorapo y sus incrustaciones de gemas de incalculable valor y metales preciosos formando bellísimos y complicados dibujos; el oro bruñido de los pasamanos; la materia reluciente de los cañones.
A Phaidor y a mí nos llevaron bajo las cubiertas y, siempre fuertemente atados, fuimos arrojados a un pequeño compartimento iluminado por una sola ventanilla. Cuando nuestros escoltas nos dejaron, atrancaron la puerta detrás de ellos.
Oímos trabajar a los hombres en los propulsores rotos, y por la ventanilla pudimos ver que el navío marchaba lentamente hacia el Sur.
Por un rato ninguno de los dos hablamos. Ambos estábamos ocupados en nuestros propios pensamientos. Por mí parte, no cesaba de preocuparme la suerte de Tars Tarkas y de la joven, Thuvia.
Aunque hubieran conseguido eludir la persecución de los piratas probablemente habrían caído en manos de los hombres rojos o de los verdes, y como fugitivos del valle de Dor, se hallarían a punto de sufrir una rápida y terrible muerte.
Cuánto deseaba haber podido acompañarlos. Me parecía que sólo yo era capaz de borrar de los inteligentes hombres rojos de Barsoom el maldito prejuicio que, por una superstición insana y despiadada, tenía en ellos tan hondo arraigo.
Tardos Mors me hubiera creído. No me cabía duda, ni tampoco que obedecería a sus convicciones pues así me lo aseguraba el conocimiento de su carácter. Dejah Thoris también me habría creído. No me cabía la menor duda. Además, contaba con un millar de guerreros rojos y verdes todos amigos míos que afrontarían resueltos la condenación eterna con alegría, a fin de salvarme. Como Tars Tarkas, irían donde yo les llevase.
El único riesgo consistía en que, en caso de que pudiera escaparme de los piratas negros, no debía caer en las manos de hombres rojos o verdes enemigos. Eso supondría mi muerte segura.
En aquel momento de poco valía inquietarme por tal cosa, puesto que la probabilidad de mi fuga era extraordinariamente remota.
La muchacha y yo estábamos atados juntos con una cuerda que sólo nos permitía movemos hasta tres o cuatro pies uno de otro. Cuando entramos en el compartimento, los dos nos sentamos en un banquillo delante del ojo de buey del camarote. En el cuarto no había más muebles que el banco, hecho de madera de sorapo.
El suelo, el techo y las paredes eran de aluminio carborundum, composición ligera e impenetrable, ampliamente utilizado en la construcción de naves de combate marcianas.
Yo me hallaba sentado meditando acerca del porvenir, con los ojos fijos en la ventanilla, colocada precisamente al nivel de mi cabeza, cuando de repente eché una mirada a Phaidor. Ésta me contemplaba con una extraña expresión que nunca había observado en su rostro hasta aquel momento. En realidad, me pareció muy hermosa.
Instantáneamente veló los ojos con los blancos párpados y me pareció descubrir que un delicado rubor teñía sus mejillas. Pensé que sin duda la había avergonzado haber sido sorprendida en el acto de mirar fijamente a un ser inferior.
—¿Encuentras interesante el estudio de criaturas humildes? —le pregunté riendo.
Phaidor me miró de nuevo y me dijo con tono jovial pero que revelaba nerviosismo:
—¡Oh, mucho! Especialmente cuando tienen un buen perfil.
Yo debería haberme sonrojado; pero no fue así, comprendiendo que quería burlarse de mí y admiré la entereza de un corazón que conservaba las ganas de bromear camino de la muerte. De manera que uní a su risa la mía.
—¿Sabes a dónde vamos? —me interrogó.
—A resolver el misterio del eterno más allá, supongo —repuse.
—A mí me aguarda una suerte peor que ésa —añadió ella estremeciéndose un tanto.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo puedo adivinarlo —me contestó—, pero ninguna doncella thern de cuantos millones de ellas han sido raptadas por los piratas negros en el curso de las edades, ha vuelto a nuestros dominios para narrar sus experiencias entre esa gente. El que nunca hagan prisionero a un hombre lleva a la creencia de que la suerte de las muchachas que raptan es peor aún que la muerte.
—¿Y no será un justo castigo? —exclamé sin poder contenerme.
—¿De qué?
—¿Acaso los thern se portan de otro modo con los infelices que emprenden voluntariamente la peregrinación al Río del Misterio? ¿No fue Thuvia durante quince años una esclava y un juguete? Entonces ¿por qué te quejas y te parece injusto sufrir lo que por vuestra culpa otros han sufrido?
—No me entiendes —replicó ella—. Nosotros, los thern, somos de una raza sagrada. Para una criatura inferior constituye un gran honor servimos. Si a veces no salvásemos a unos cuantos de la clase inferior que estúpidamente baja flotando por un río desconocido hacia un fin no menos ignorado todos serían presa de los hombres planta y de los monos.
—¿Pero no alentáis por todos los medios la superstición entre todos los que componen el mundo externo? —argüí—. Esa es la peor de vuestra crueldades ¿Puedes decirme por qué fomentáis tan cruel engaño?
—Toda vida sobre Barsoom —dijo Phaidor— ha sido creada únicamente para sostén de nuestra raza. De otra manera ¿como podríamos vivir si el mundo externo no nos proporcionara trabajo y sustento? ¿Piensas que un thern es capaz de humillarse trabajando?
—¿Y es verdad que coméis carne humana? —le pregunté horrorizado.
Ella me miró con lastimera conmiseración, a causa de mi ignorancia.
—Comemos la carne de las especies inferiores. ¿Vosotros no?
—Carne de animales, sí —respondí—; pero no la carne del hombre.
—Pues si los hombres pueden comer carne de animales, los dioses pueden comer carne de hombres. Los Sagrados Thern son los dioses de Barsoom.
Me hallaba enfadado y me imagino que se lo hice ver.
—Ahora eres un incrédulo —añadió delicadamente—; pero si tuviéramos la suerte de escapar con vida de las garras de estos piratas y volver a la corte de Matai Shang, creo que allí encontraríamos argumentos para convencerte de esos errores. Y quizá —agregó vacilando un poco— lograríamos incluso que te quedaras con nosotros, como… como… uno de los nuestros.
De nuevo bajó los ojos clavando la mirada en el suelo, y un ligero matiz dio color a sus mejillas. Entonces no comprendí su significado y tardé bastante en averiguarlo. Con razón solía decir Dejah Thoris que en ciertas cosas yo era un completo ignorante.
—Temo que sería mal acogido si solicitase la hospitalidad de tu padre —contesté—, porque lo primero que haría cuando fuera thern consistiría en montar una guardia en la desembocadura del río Iss para escoltar a los pobres viajeros ilusos de vuelta al mundo exterior. También dedicaría mi vida al exterminio de los repugnantes hombres planta y de sus horrendos compañeros, los grandes monos blancos.
La joven thern me miró verdaderamente espantada.
—No, no —gritó—; no digas tan terribles sacrilegios, y ni siquiera los pienses. Bastaría con que sospechasen que abrigabas tales espantosas ideas para que, en el caso hipotético de poder regresar a los templos de los thern, estos te dieran un muerte horrible, sin que ni siquiera mi… mi… sin que ni yo pudiera salvarte.
Y otra vez enrojeció, manifestando su turbación.
No dije más. Evidentemente era inútil, puesto que en Phaidor estaban las supersticiones todavía más arraigadas que en los marcianos del otro mundo, los cuales sólo adoraban la hermosa esperanza de una vida de amor, paz y felicidad en el más allá. Los Thern adoraban a los odiosos hombres planta y a los monos o, por lo menos, los reverenciaban como encarnaciones de los espíritus pertenecientes a sus propios muertos.
En este punto se abrió la puerta de nuestro calabozo para dar entrada a Xodar.
El negro me sonrió con jovialidad y, al hacerlo, su expresión me pareció especialmente amistosa… todo menos cruel o vengativa.
—Puesto que de ninguna manera os será fácil escaparos —dijo—, no veo la necesidad de teneros encerrados aquí abajo. Voy, pues, a cortar vuestras ataduras para que podáis subir a la cubierta. Allí presenciaréis algo muy interesante, y como jamás volveréis al otro mundo, en nada nos perjudicará permitiros verlo. Sabréis así que nadie más que el Primer Nacido y sus esclavos conoce la existencia de mi acceso subterráneo a la Tierra Santa, al verdadero cielo de Barsoom.
»Será una lección excelente para esta hija de los Thern —continuó— porque, además de contemplar el Templo de Issus, tal vez consiga que con suerte que la misma Issus la abrace.
Phaidor levantó la cabeza.
—¿Qué blasfemas, perro pirata? —exclamó—. Issus barrerá a toda tu casta para siempre en cuanto avistéis su templo.
—Mucho te queda por aprender, thern —replicó Xodar con una fea sonrisa—, y no te envidio la manera en que vas a aprenderlo.
Al llegar a la cubierta observé con sorpresa que la nave pasaba sobre un vasto campo de hielo y nieve, y que en todo el alcance de la vista, en cualquier dirección, nada se podía distinguir.
No había más que una solución para aquel misterio. Nos hallábamos encima del casquete helado del polo sur. Sólo en los polos de Marte existía nieve y hielo. Ningún signo de vida aparecía debajo de nosotros. Indudablemente, tales regiones australes ni siquiera estaban pobladas por las grandes bestias peludas, a las que tanto les gusta cazar marcianos.
Xodar permanecía a mi lado, mientras que yo miraba por encima de la barandilla de la aeronave.
—¿Qué rumbo? —pregunté.
—Un poco hacia el Sudoeste —me contestó—. Pronto se verá enfrente de nosotros el Valle del Otz. Lo surcaremos durante unos cientos de millas.
—¡El valle del Otz! —exclamé—; pero hombre, ¿no es en él donde dominan los Thern de los que acabamos de escapar?
—Sí —respondió Xodar—. Cruzaste este desierto helado la última noche en que escapaste de nosotros. El valle del Otz se extiende por una gran depresión en el Polo Sur. Está hundido a mil pies por bajo del nivel de los países que le rodean, como un gran cuenco redondo. A cien millas de su frontera septentrional se alzan los montes del Otz, que circundan el valle interno del Dor, en el centro exacto del cual se extiende el Mar Perdido de Korus y, en la costa de ese mar, correspondiente a la tierra del Primer Nacido, se levanta el Templo Dorado de Issus. A él nos dirigimos.
Contemplando aquel espectáculo comencé a comprender por qué, durante todas las edades, sólo uno había escapado del siniestro valle. Mi asombro consistía en que incluso ese hubiera podido lograrlo. Me parecía imposible cruzar en solitario y a pie el enorme espacio de hielo barrido por los vientos.
—Sin una nave aérea nadie conseguiría atravesarlo —terminé diciendo en voz alta.
—Así fue como se escapó aquél de los Thern en tiempos remotos; pero nadie ha escapado aún del Primer Nacido —exclamó Xodar con un matiz de orgullo en su voz.
Habíamos llegado entonces a la extremidad más meridional de la gran barrera de hielo. Concluía bruscamente en un muro liso y de miles de pies de altura, y en cuya base se extendía un liso valle, interrumpido aquí y allá por redondeadas colinas y espesos bosques, entre los que corrían pequeños ríos formados por el deshielo de la helada muralla en su base.
En seguida pasamos a gran distancia sobre lo que parecía ser un profundo cañón que, partiendo del muro de hielo del norte, cruzaba el valle hasta donde nos alcanzaba la vista.
—Esa es la cuna del río Iss —dijo Xodar— que va mucho más allá del campo de hielo y bajo el nivel del valle del Otz, aunque su cañón se abre ahí.
En aquel momento divisé algo que me pareció una aldea y que señalé a Xodar, preguntándole qué era.
—Es un poblado de almas perdidas —me contestó riendo—. La faja entre la barrera helada y las montañas se considera terreno neutral. Algunos desisten de su voluntaria peregrinación Iss abajo, y escalando las tremendas escarpas de su cañón, de ese que está allí en el fondo, se detienen en el valle. Además, de cuando en cuando se les escapa a los Thern algún esclavo que se establece en el mismo sitio.
»Ellos no intentan recobrarle, porque nadie puede salir de este valle interno y porque, en realidad, temen demasiado la vigilancia de los cruceros del Primer Nacido para arriesgarse a abandonar sus propios dominios.
»Las pobres criaturas de este valle exterior no son molestadas por nosotros, puesto que no tienen nada que podamos desear y carecen de fuerza numérica para ofrecernos una resistencia seria; así que las dejamos en paz.
»Han constituido varias aldeas, cuya población apenas ha aumentado durante muchos años porque siempre andan peleando unos con otros.
A continuación nos dirigimos un poco hacia el Noroeste, separándonos del valle de las almas perdidas, y pronto distinguimos a estribor una negra montaña que se levantaba en la desolada y blanca estepa. No era muy alta y parecía poseer una cumbre plana.
Xodar nos había dejado para atender algún deber, y Phaidor y yo nos hallábamos solos y de pie junto a la barandilla. La muchacha no había hablado desde que nos trajeron a la cubierta de la aeronave.
—¿Es verdad lo que me ha dicho? —le pregunté.
—En parte, sí —me contestó—. Lo que dijo acerca del valle interno es cierto; pero en lo referente a la situación del Templo de Issus, en el centro de ese país, miente. Si no mintiera… —añadió vacilando—. Pero no puede ser cierto, no puede ser cierto. Porque, si lo fuera, los míos habrían sufrido durante innumerables edades horrendas torturas y terribles muertes a manos de sus crueles enemigos, en vez de disfrutar de la hermosa Vida Eterna, que, tal y como se nos ha enseñado, nos tiene preparada Issus.
—Entonces, como los barsoomianos inferiores del otro mundo han sido engañados por vosotros para ir a parar al valle de Dor, tal vez los mismos Thern también lo habrán sido por el Primer Nacido a fin de imponerles tan espantoso sino —indiqué—. Sería un castigo horrible y despiadado, Phaidor; pero justo.
—No puedo creerlo —dijo ella.
—Ya veremos —contesté, y de nuevo permanecimos silenciosos, porque nos acercábamos con rapidez a la montaña negra, la cual, de una forma indefinida, parecía estar ligada a la respuesta de nuestro problema.
Al aproximamos al oscuro y truncado cono, fue disminuyendo la velocidad de la nave hasta que apenas nos movimos. Luego coronamos la cresta del monte y debajo vi la rugiente boca de un enorme pozo circular, cuyo fondo se perdía en las más densas tinieblas.
El diámetro de este extraordinario abismo pasaba de los mil pies. Las paredes eran lisas y debían estar compuestas por una roca negra y basáltica.
Durante un instante, la nave flotó directamente encima del centro de la abierta sima, y luego, lentamente, empezó a penetrar en el tenebroso abismo. Poco a poco fue descendiendo, hasta que, envuelta por completo en sombras, se desvanecieron sus luces, y en el tenue halo de su propio resplandor, el monstruoso acorazado bajó cada vez más hacia lo que parecían ser las verdaderas entrañas de Barsoom.
Cerca de media hora estuvimos descendiendo, y luego el pozo terminó abruptamente en la bóveda de un increíble mundo subterráneo. A nuestros pies se encrespaban y aquietaban las olas de un mar enterrado. Un fulgor fosforescente iluminaba la escena. Millares de buques punteaban la superficie de ese océano. Aquí y allá surgían pequeñas islas, sostenes de la vegetación extraña e incolora de aquella región espectral.
Despacio y con majestuosa gracia, el acorazado cayó hasta posarse en el agua. Sus grandes impulsores habían sido quitados y guardados durante la bajada por el pozo y sustituidos por pequeños y poderosos motores acuáticos. Al comenzar estos a funcionar, el buque emprendió de nuevo su viaje, surcando el nuevo elemento con la misma decisión y seguridad que si estuviera en el aire.
Phaidor y yo no salíamos de nuestro asombro. Ni ella ni yo habíamos nunca oído hablar de semejante mundo, situado debajo de la superficie de Barsoom.
Casi todos los buques que vimos eran de guerra; había algunas barcazas y transportes ligeros, pero no había barcos mercantes, tales como los que se desplazan de puerto a puerto a través de la capa de aire superior, allá en el mundo externo.
—Éste es el puerto de la marina de los Primeros Nacidos —dijo una voz a nuestras espaldas y girándonos vimos a Xodar, que nos contemplaba, sonriendo divertido.
—Este mar —añadió— es mayor que el de Korus y recibe las aguas de los mares menores que hay encima de él. Para evitar que se llene sobre cierto nivel, disponemos de cuatro grandes instalaciones con bombas que llevan el agua sobrante a unos depósitos construidos al norte y muy lejos de aquí, de los que los hombres rojos sacan las aguas con que riegan sus granjas.
Aquella explicación trajo a mi mente nuevas luces. Los rojos siempre habían considerado un milagro el hecho de que de tarde en tarde brotasen de las sólidas y rocosas paredes de sus depósitos grandes columnas de agua que aumentaban la provisión del precioso líquido, tan escaso en el mundo marciano externo.
Jamás habían sido capaces sus intelectuales de averiguar la causa secreta de aquel enorme volumen de agua, y en el curso del tiempo se habituaron sencillamente a aceptar el hecho por sí mismo, cesando de preguntarse por su origen.
Pasamos varias islas en las que había unos edificios raros, de forma circular, en apariencia sin tejados, perforados a la mitad de la distancias del suelo a su parte superior con unas ventanas pequeñas, dotadas de fuertes barrotes. Servían para vigilar desde ellos las prisiones que también estaban custodiadas por guardias armados, guarecidos en garitas situadas en la parte de afuera o que patrullaban a lo largo de las líneas costeras.
Algunos de esos islotes tenían un acre de extensión, pero no tardamos en divisar frente a nosotros uno mucho mayor. Este resultó ser nuestro destino, porque el acorazado se dirigió velozmente a su abrupta costa.
Xodar nos hizo una seña para que le siguiéramos, y con media docena de oficiales y marineros abandonamos el buque de guerra, para aproximarnos a una enorme estructura oval, que se alzaba a doscientas yardas de la costa.
—Pronto veras a Issus —dijo Xodar a Phaidor—. Los escasos prisioneros que cogemos le son presentados. En ocasiones elige esclavas de entre las cautivas para completar las filas de sus doncellas. Nadie sirve a Issus más de un año —manifestó el guerrero negro dibujando en sus labios una lúgubre sonrisa que prestaba un cruel y siniestro significado a una frase tan vulgar.
Phaidor, aunque resistiéndose a creer que Issus estuviera relacionada con los piratas, comenzó a sentir dudas y temores y se pegó a mí no pareciendo ya la altiva hija del Señor de la Vida y la Muerte en Barsoom, sino una niña amedrentada en poder de sus implacables enemigos.
El edificio donde acabábamos de entrar carecía por completo de techumbre. En su centro había un gran estanque de agua, colocado debajo del nivel del suelo, a modo de una amplia piscina para la natación. Cerca de uno de los lados del estanque flotaba un objeto extraño y negro. En ese momento no pude averiguar si se trataba de un monstruo propio de aquellas aguas estancadas o de una extraña balsa.
Sin embargo, pronto lo supimos, porque llegamos al borde del estanque directamente encima del extraño objeto y entonces Xodar gritó unas breves palabras en un idioma desconocido. Inmediatamente se abrió en el objeto la tapa de una escotilla y un marinero negro surgió de las entrañas de la extraña nave.
Xodar se dirigió al marinero:
—Transmite a tu oficial —dijo— las órdenes del Dátor Xodar. Dile que el Dátor Xodar, con gente de sus oficiales y marinería, escolta a dos prisioneros, que serán trasladados a los jardines de Issus, detrás del Templo Dorado.
—Bendita sea la cáscara de vuestro primer antepasado, noble Dátor —replicó el hombre—. Se hará como disponéis.
Y levantando ambas manos, con las palmas hacia fuera sobre su cabeza, que es el saludo común a todas las razas de Barsoom, el negro volvió a desaparecer en el vientre de su nave.
Al cabo de un momento, apareció en la cubierta un oficial lujosamente uniformado, que lucía las insignias de su graduación, y dio la bienvenida a Xodar, invitándonos después a entrar en el buque.
El camarote al que nos llevaron se extendía por completo a todo lo largo del barco; tenía ventanillas a los dos lados debajo de la línea de flotación. Poco después de hallarnos a bordo de la nave oímos unas voces de mando, y de acuerdo con ellas, cerraron y aseguraron la escotilla y empezó a vibrar la nave con el rítmico murmullo de su maquinaria.
—¿A donde iremos en esta bañera? —preguntó Phaidor
—Hacia arriba, no —respondí—; porque he notado que aunque al edificio le falta el techo, se halla cubierto con una tupida tela metálica.
—Entonces, ¿adónde? —insistió la joven.
—Por la apariencia de la embarcación juzgaría que vamos a bajar contesté.
Phaidor se estremeció. Durante incontables eras las aguas de los mares de Barsoom habían motivado gran número de tradiciones e incluso la propia hija de los Thern, nacida a la vista del único mar que quedaba en Marte, sentía igual terror al agua profunda que el más común de los marcianos.
En aquel momento se hizo más fuerte la sensación de que nos hundíamos. En efecto, descendíamos con rapidez. Nos lo demostraba el ruido del agua al chocar contra los cristales de las ventanillas y los vertiginosos remolinos de la masa líquida entrevistos a la pálida luz que se filtraba por los ojos de buey.
Phaidor me cogió un brazo.
—¡Sálvame! —murmuró—. ¡Sálvame!, y te concederé todo lo que me pidas. Será tuyo cuanto está en poder de los Sagrados Thern. Phaidor… —Balbució un poco y agregó en voz más baja—. Phaidor te ama.
Me dio pena la pobre niña y puse mi mano en la suya, que descansaba en mi brazo. Creo que mi conducta fue mal interpretada, pues ella, después de lanzar una mirada furtiva a la sala para convencerse de que estábamos solos me echó los brazos al cuello y atrajo mi cara hacia la suya.